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"A los Dioses Manes. Aquí yace Quintus Marius Optatus, natural de Celti y
de edad de veinte años. ¡Ay, dolor! ¡Oh tú, caminante, que pasas por la
acera de este camino!, entérate quién fue el joven, cuyos restos
mortales se guardan dentro de esta tumba. Apiádate de él y ofrécele tu
saludo. Era diestro en lanzar el arpón y el anzuelo al río, de donde
sacaba abundante pesca; como buen cazador sabía clavar su jabalina
en el corazón de las fieras bravas; sabía también apresar a las aves con
varas untadas de liga. Además, cuidaba del cultivo de los bosques
sagrados, y a ti, ¡oh Diana!, nacida en Delos, casta, virgen y triforme
luna, erigió un santuario tutelar en la sombreada floresta, cumpliendo
lealmente el voto realizado. En el gran predio de su heredad dio feliz
impulso a las tareas agrícolas, haciendo que con ellas se uniesen los
extensos valles a los pintorescos paisajes y las ásperas cimas de la sierra,
bien surcando los eriales con el arado, bien metiendo y protegiendo en
hoyos hechos con cuidado, los tiernos sarmientos de la vid.”
La caza formaba parte de la vida de los altos mandos militares que
estaban destinados en tierras fronterizas y que con esta actividad
deportiva se mantenían en forma ejercitándose en las armas en tiempo
de paz, a la vez que imitaban a la nobleza romana en sus momentos de
ocio.
La diosa protectora de los bosques y los seres vivos que los habitan era
Diana, a la que los cazadores solicitaban les protegiera del peligro. Le
prometían ofrecerle las piezas de la caza para ganarse su favor.
"Buscamos por los claros, los verdes terrenos, los llanos abiertos,
corriendo con rapidez de aquí allá y por todos los campos, ansiosos por
conseguir varias presas con dóciles perros. Disfrutamos traspasando la
liebre nerviosa, la cierva que no se resiste, el lobo atrevido o capturando
el astuto zorro; nuestro deseo es recorrer las riberas sombreadas,
cazando la mangosta en las tranquilas orillas entre las espadañas, con
la lanza para agujerear al amenazante turón en un tronco y traer a casa
el puerco espín enrollado en su propio cuerpo de pinchos..."
"Solo tú, Diana, gran gloria de Latona, que recorres los pacíficos claros y
bosques, ven rápido, asume tu traje, arco en mano, y cuelga la aljaba
coloreada de tu hombro; sean de oro tus armas y tus flechas; y deja que
tus relucientes pies calcen botas púrpuras; deja que tu manto sea
ricamente tejido con hilo de oro, y un cinturón con hebilla enjoyada
ciña tu plegada túnica, sujeta tus trenzas enroscadas con una banda...
Diosa, levanta, dirige a tu poeta por el bosque sin pisotear, a ti seguimos,
muéstranos las guaridas de las bestias. Ven conmigo, que estoy
aquejado de amor a la caza." (Nemesiano, Cynegetica, s. III)
Los criados portarían estacas, redes y demás aparejos. Después seguiría
la caza propiamente dicha. Luego el descanso con la comida,
reclinados los amos en lechos mientras los esclavos servían.
"No para sí, sino para su amo caza el fogoso lebrel, que te traerá la
liebre ilesa entre sus dientes." (Marcial, XIV, 200)
El fabulista Fedro recogió en su obra cómo empezó el hombre a utilizar
el caballo salvaje para convertirlo en un animal manso que pudiese
ayudarlo en distintas actividades, como el transporte, la guerra y la
caza:
"Borysthenes el Alano,
de Cesar
podía volar
por llanuras y montes etruscos
cazando jabalíes de Panonia".
Ricos aristócratas mantenían en sus posesiones parques donde se
criaban animales en libertad. La finalidad real de los propietarios de
conservar estos animales en sus propiedades no está del todo clara,
posiblemente fuera para recrearse dándoles alimentos y, quizás, servir
ellos mismos de alimentos en los banquetes. No se sabe con seguridad si
se practicaba allí dentro la caza. Varrón escribe:
"Yo sí que vi cómo se hacía, allí más bien al estilo tracio, dice aquel,
"cuando estuve en casa de Quinto Hortensio en la región de Laurentum,
pues había un bosque, como él decía, de más de 50 yugadas con
cercado de piedra, al que llamaba reserva de caza (therotrophium).
Había allí un lugar elevado, donde, puesta la mesa, cenábamos,
adonde mandó llamar a Orfeo.
Este, que había venido con estola y cítara, habiéndole pedido que
cantara, tocó la trompeta, y tan grande cantidad de ciervos, jabalíes y
otros cuadrúpedos nos rodeó que el espectáculo no me pareció menos
hermoso que el de los ediles en el Circo Máximo cuando se hacen
cacerías sin animales africanos. (De Agricultura, III)
La caza de animales salvajes tan representada en los mosaicos
romanos, estaba destinada a los grandes propietarios de tierras en
lugares como el norte de África y Oriente o a los altos cargos militares
que administraban las provincias de esos territorios. Hay datos que
señalan cómo se cazaban leones, panteras, elefantes, avestruces e
incluso jirafas, destinados en muchas ocasiones a los juegos celebrados
en el anfiteatro, con lo cual se atrapaban vivos. La intención que tenían
los patrocinadores de estos juegos al traer estos animales exóticos para
los romanos era constatar el poder de Roma sobre otros países
mostrando la superioridad romana al abatir las bestias que los
representaban. Cuantos más animales eran sacrificados, más
celebridad conseguían los promotores, pretendiendo ser más populares
que sus predecesores. Por supuesto el gasto de la captura, transporte y
mantenimiento de los animales era cuantioso y conllevaba una
organización de la caza de animales, que sería muy posiblemente
llevada a cabo por nativos del lugar donde se encontraban por su
conocimiento de la zona y de la fauna existente. Es posible que
soldados y residentes romanos participaran en su captura. Las partidas
de caza se organizarían con profesionales locales que se encargarían
de preparar los aparejos, dirigir las operaciones, encerrar a los animales
y transportarlos hasta su destino. Muchos morían en los largos viajes
hasta los puertos de salida y durante las travesías marítimas.
El cazador era propietario de los animales cazados por él, en su propio
terreno o ajeno. Sin embargo, las cacerías de elefantes sólo se podían
organizar con autorización del emperador. La posesión de esta fiera era
un privilegio exclusivo del emperador. Este también se reservaba el
privilegio de cazar leones o de autorizar su captura. El poeta alejandrino
Pancrates escribió unos versos dedicados a Adriano y su favorito
Antinoo durante la caza de un león:
"Y más rápido que el caballo de Adrastus, que una vez salvó al rey
huyendo de la batalla, tal era el corcel en el que Antinoo esperaba al
letal león, sosteniendo en su mano izquierda las riendas y en su derecha
una lanza revestida de diamantes. Primero Adriano hirió a la bestia con
su lanza de bronce, pero no le mató, porque falló adrede, deseando
probar la puntería de su hermoso Antinoo, hijo del asesino de Argo.
Golpeado, la bestia estaba más enfadada, y rasgó en su ira el áspero
suelo con sus garras, levantando una nube de polvo que oscureció la luz
del sol..." (siglo II)
El emperador Adriano fue un gran aficionado de las cacerías, que
compartía con sus amigos, y parece ser que llegó a romperse la
clavícula y una costilla con esta actividad.
También menciona que por la zona del Eúfrates, los jinetes perseguirían
a los leones con antorchas encendidas y haciendo sonar sus escudos,
con la esperanza de que el león asustado por el fuego y el ruido correría
voluntariamente en las anteriormente preparadas redes curvas.
Durante el Bajo Imperio se elaboraron ricos mosaicos y otras piezas
artísticas con motivos de caza. Con ello el propietario de la villa
deseaba mostrar el triunfo del Bien sobre el Mal, (la victoria del hombre
sobre la bestia) y al mismo tiempo expresar su status social, pues solo los
ricos podían dedicarse a esta actividad.
El hecho de que las escenas de caza sean tan populares a partir del
siglo III d.C., quizás se deba al deseo de los propietarios de reflejar en
diversos ámbitos sus actividades favoritas, como la caza. Por ello
también se reflejan estas escenas mitológicas de caza en las estelas
funerarias y sarcófagos, donde los héroes vencen a las bestias
simbolizando la victoria de los poderosos sobre la muerte. En un
sarcófago romano actualmente en los Museos Capitolinos, se describe
la escena en la que Meleagro abate al jabalí que tenía atemorizada a
la región de Calidonia, después de que Atalanta lo hubiese herido.
Bibliografía:
https://dialnet.unirioja.es/descarga/articulo/1425085.pdf; La inscripción del
praefectus equitum Arrius Constans Speratianus, de Petavonium, y otros
testimonios del culto profesado a Diana por militares; Sabino Perea Yebenes
revistas.um.es › Inicio › Vol. 15 (2000) › Martínez; Los cynegetica fragmentarios y
el fracaso del cazador; Sebastián Martínez
https://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=83861; Consideraciones sobre
el animal en la Historia de los Animales de Claudio Eliano; Louis Medina
Mínguez
https://digital.csic.es/handle/10261/16509; La caza en el mosaico romano.
Iconografía y simbolismo; Guadalupe López Monteagudo
ABC-02.11.1955-página 017; Antonio García Bellido