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Estabilidad y placebo
La Constitución de 1991 constituye un hito histórico y –paradójicamente– es también un
referente básico para entender la continuada estabilidad del país, pues llegó en medio de una
crisis institucional y con la expectativa de encontrar un remedio para las convulsiones políticas
y de orden público que se vivían en ese momento.
La década de los noventa pasará a la historia como una de grandes esfuerzos reformadores,
luego de los intentos de los años 30 y los de los 60. También como el esfuerzo de corregir el
rumbo caótico que traía Colombia durante los ochenta debido a la irrupción del narcotráfico, la
corrupción y el enriquecimiento rápido.
La Constitución no fue pues la única reforma sino parte de un proyecto político más amplio,
orientado a consolidar el cambio de modelo económico y el acceso al poder de una nueva
élite, que hoy domina el escenario político nacional y regional, mediante un efecto placebo,
configurado por un mundo de derechos que contrasta cruelmente con la elevada desigualdad
social y económica que hoy vivimos.
La propuesta reformista se vendió con la idea de sanear las costumbres y avanzar hacia una
nueva Colombia con más participación, más derechos, más igualitaria, más incluyente. La
Carta misma cambió en lo fundamental, pero la administración del país recayó en una élite
ambiciosa de poder y voraz en lo económico.
Reformas ya cocinadas
Para finales de los ochenta, la violencia generalizada y la incapacidad de concertar soluciones
habían desembocado en un profundo deterioro institucional y del orden público, que terminó
con el asesinato de tres candidatos presidenciales y la perspectiva del caos.
Gaviria, quien pasó de jefe de debate a presidente, asumió el reto de adelantar las reformas
congeladas y de actualizar la Constitución, en un proyecto destinado a modificar el modelo
económico, reorganizar el Estado y promover el poder regional.
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Prueba fehaciente de que los temas se venían trabajando y estaban esperando la ocasión, fue
el hecho de que el nuevo gobierno, surgido de una campaña relámpago y de unas elecciones
en condiciones tan difíciles, hubiera podido entregar el primer día un ambicioso paquete de
reformas que fue evacuado por el nuevo Congreso en la legislatura de 1990. El paquete de
reformas fue abordado entre 1990 y 1993 [1]:
a. el programa de apertura,
b. la política de competitividad,
c. la seguridad social,
d. la independencia de la política monetaria,
e. el financiamiento del Estado,
f. la organización territorial y la descentralización, y
g. la reestructuración del aparato estatal.
La esencia del cambio de modelo fue aprobada por el Congreso de 1990. Este aprobó el
programa de apertura económica comercial y financiera, los estímulos a la competitividad y la
reforma laboral.
Los cambios en la seguridad social fueron posteriores, quedaron para un nuevo Congreso, en
el año 1993, como secuela de las reformas laboral y de la descentralización, con el propósito
de reemplazar los subsidios a la oferta por subsidios a la demanda.
Solo tres aspectos del programa reformista fueron llevados a la Asamblea Constituyente: la
reestructuración del Banco Central, el financiamiento de la descentralización y la autorización
para reformar el aparato del Estado, temas que requerían de mayor respaldo legislativo y de
un compromiso para la estabilidad institucional.
El modelo económico como tal, no fue objeto de trámite constitucional; ese proyecto fue un
acuerdo entre los partidos, con asiento mayoritario en el Congreso.
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El manejo constitucional del banco emisor es una herencia de la Constitución de 1886
(artículo 120, ordinal 14); aún cuando el Banco de la República se creó en 1923, ésta cláusula
autorizaba al gobierno a intervenir en las decisiones y el Ministro de Hacienda tenía gran
poder en la materia.
Con la nacionalización del Banco, en 1973, se hizo más evidente el conflicto de intereses
dentro de la Junta Monetaria y su disposición a otorgar recursos crediticios a sectores con
capacidad de presión.
Antes de la Asamblea del 91 ya habían fracasado varios intentos de reforma que limitaban la
intervención del Ejecutivo dentro del Banco: primero el Acto Legislativo No 1 de 1979,
declarado inexequible por la Corte Suprema de Justicia, y luego un proyecto de reforma
constitucional, que hizo trámite en las legislaturas de 1988 y 1989. En ambos casos se trataba
de garantizar la autonomía del Banco en el diseño y ejecución de las políticas monetaria,
crediticia y cambiaria, eliminando su dependencia del Ministro de Hacienda.
La Constitución y su Ley reglamentaria (60 de 1993) adoptaron una regla fija y creciente
respecto de la asignación y traslado de recursos desde la Nación, estableciendo un
porcentaje de los ingresos corrientes y de cesión del Impuesto al Valor Agregado, IVA, que
comenzó en 24 por ciento, para 1996, y que debía culminar en el 46 por ciento en el año
2002.
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Desde un comienzo, el sistema estuvo expuesto a la crítica por inflexible, tanto en la regla de
juego de las transferencias como en la rigidez del gasto y el escaso margen de decisión de
las autoridades locales.
Con el tiempo se hizo evidente que la regla se había convertido en un factor adicional de
rigidez en el manejo del Presupuesto General de la Nación y limitaba las posibilidades del
ajuste fiscal del gobierno central.
La preocupación del gobierno nacional ha sido esencialmente fiscal, por lo cual ha centrado el
debate sobre la relación entre transferencias y esfuerzo fiscal local, promoviendo reformas al
sistema, la primera de ellas en el 2001 y la más reciente, en el destino de las regalías.
La autorización fue amplia y suficiente para que el Gobierno optara entre liquidar, fusionar y
reestructurar instituciones, todo ello dentro de un marco de modernización y eficiencia de la
gestión pública.
Para hacerlo se partía de dos propuestas de reestructuración previas, una del profesor
Lauchlin Currie [4] y otra de la Comisión Presidencial creada por el Presidente Barco, cuyo
informe fue entregado en agosto de 1990. El gobierno Gaviria nombró unas comisiones para
adelantar esa reforma.
Las comisiones no tocaron lo que ya había sido aprobado por el Congreso o por la
Constituyente. La estructura institucional resultante fue un híbrido de cambios por todos lados,
sin una concepción integral del funcionamiento del Estado:
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Veinte años después, se sigue reformando la estructura del Estado: sin tener muy claro para
donde ir, el gobierno Santos está revirtiendo la medida de Uribe de hace ocho años, de
fusionar seis ministerios en tres.
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