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"No hay una nueva Constitución con una vieja clase dirigente"; esta frase
sintetiza la hipótesis que aquí propone quien fuera un protagonista de los
hechos que relata. Apoyados por el gobierno de la época, los viejos políticos y
la vieja política controlaron el proceso de transición y bloquearon el cambio,
en un proceso que ha seguido hasta nuestros días.
Armando Novoa García*
En este escrito sostengo que la explicación sobre el desencanto que siguió al proceso
constituyente, se encuentra no solo en su contenido, sino en las reglas que se acordaron para
transitar hacia la nueva Constitución, en la resistencia que hubo al cambio político desde el
propio gobierno de ese entonces y en las características del proceso de transición electoral
que siguió al nuevo ordenamiento.
Dejó atrás el bipartidismo del Frente Nacional y el régimen del Estado de Sitio, que eran
soportes esenciales del orden político anterior.
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A partir de su vigencia, existe un mayor pluralismo y han surgido nuevos protagonismos con
posibilidades ciertas de triunfo.
Bajo su aliento han llegado candidatos independientes al ejercicio de los gobiernos locales y
departamentales y se han hecho visibles otras opciones políticas en el ámbito nacional.
Sin reglas como el tarjetón, la separación del calendario electoral y otras más, las nuevas
expresiones difícilmente habrían logrado su cometido.
El voto de opinión se ha expresado con mayor fuerza, especialmente en los centros urbanos.
Los apoyos que lograron en su momento agrupaciones como el Polo Democrático o la "Ola
Verde" no hubieran sido posibles sin la existencia de la Constitución.
Sin embargo, también es cierto que a su sombra y aprovechando los nuevos espacios, los
políticos tradicionales jugaron a ser minorías, y en un ejercicio de sagacidad sin igual apelaron
a la fragmentación y a la "operación avispa" para mantener el control del Congreso.
En lo que se refiere a la transición política, la Asamblea fijó pautas para la adecuación del
Congreso y de las instituciones a los nuevos mandatos constitucionales. Como recuerda
Elisabet Ungar, "lo que estaba en juego no era solamente la definición de lo que
eufemísticamente se llamó una confrontación entre la vieja clase política y el nuevo país, sino
el futuro mismo de muchas de las reformas plasmadas en la nueva Constitución" [3].
Mientras la asamblea deliberaba, se asistía a una gran confrontación política. En palabras del
congresista conservador Roberto Gerlein: "La guerra entre el Congreso y la Constituyente, a
mi juicio, está decretada y no se pueda soslayar. Este no es un juego floral. Es una lucha por
el poder y hay que enfrentarla" [4].
El ex presidente López, quien actuaba como jefe del Partido Liberal, encabezaba la oposición
a cualquier intento de adelantar las elecciones y de revocar el Congreso. A su vez, Misael
Pastrana se retiró de la Asamblea tratando de impedir que fuera adoptada la fórmula
impulsada en especial por las bancadas de la AD-M19 y del Movimiento de Salvación
Nacional.
Algunos congresistas amenazaban con lograr la solidaridad del Ejército para impedir la
continuidad del proceso de cambio. Era claro que la clase política no estaba resignada a
perder su poder sin oponer resistencia alguna. Pero la decisión ya estaba tomada en la
Constituyente.
Contra esas fórmulas, la clase política cerró filas y logró que tanto el gobierno de Gaviria
como el jefe liberal se hicieran sus voceros. En un acuerdo muy controvertido, la AD-M19 y el
gobierno, con presencia del ex presidente López, acordaron disolver el Congreso, convocar
elecciones para senadores, representantes y gobernadores en la misma fecha y establecer
que los constituyentes quedarían inhabilitados para participar en ellas.
Esa fórmula fue desventajosa para los constituyentes, pues su liderazgo colectivo y sus
figuras principales quedaban por fuera del escenario político, mientras que los congresistas
revocados lograron reagruparse y hacer campaña, no solo para su retorno, sino también para
hacerse al control de los departamentos.
Políticos reencauchados
Como consecuencia, en las elecciones de octubre de 1991, el Partido Liberal obtuvo el 55 por
ciento de las curules en el Senado, la AD-M19 el 9 por ciento, el Partido Social Conservador
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el 7,8 por ciento, y el Movimiento de Salvación Nacional el 4,9 por ciento.
Fue derrotada en las urnas la tesis de Álvaro Gómez, según la cual la ausencia de normas
que obligaran a la organización interna de los partidos y, en particular del liberalismo,
permitiría a las agrupaciones minoritarias una mayor presencia política.
Eso se logró mediante la "operación avispa", auspiciada por el jefe del Partido Liberal. Para
algunos, se incurrió en un doble dislate:
Por una parte, no se incorporó en la Constitución una regla de listas únicas [6],
circunstancia que hubiera contrarrestado la fragmentación, como estrategia electoral de
los partidos liberal y conservador.
De otra, haber inhabilitado a los constituyentes para participar en la contienda electoral,
dejó el proceso de renovación a medio camino.
En 1994, la AD M-19 no logró ningún escaño en el Congreso y obtuvo solo el 3,8 por ciento
en la primera vuelta de las elecciones presidenciales. Por su parte, el Movimiento de
Salvación Nacional desapareció del escenario político.
El riesgo de la violencia
¿Por qué razón se produjo el acuerdo suscrito el 8 de junio de 1991, cuando era desventajoso
para quienes promovían la renovación política? La papeleta mediante la cual se convocaba a
la Asamblea Constituyente fijó un período específico de duración de sus deliberaciones.
Varios constituyentes demandaron observar rigurosamente el mandato del pueblo.
Las amenazas de bloquear el proceso constituyente eran cada vez más ciertas y sectores del
Congreso dejaron ver la posibilidad de desatar, como ellos lo llamaron, "un baño de sangre".
Entre tanto, la constituyente tenía como único respaldo su inmensa popularidad. ¿Qué otra
salida podría haberse intentado en esas condiciones?
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Esa fórmula tuvo una enorme simpatía. Pero, en todo caso, estaba lejos de la unanimidad,
pues el Partido Liberal y los socialconservadores se opusieron a examinarla. Un proceso de
esa naturaleza, en medio de un conflicto armado aún no resuelto, de paramilitares y bandas
del narcotráfico a la expectativa y de una guerrilla que cada vez se acercaba más al mundo
del narcotráfico, habría conducido a unas consecuencias insospechadas.
En los procesos constituyentes ocurridos en la región andina en los años siguientes, este
dilema se resolvió por la vía de mantener en el poder a los presidentes que promovieron el
cambio de régimen político y del caudillismo, mediante la fórmula de la reelección indefinida.
En el caso colombiano, esa no fue una opción pues, disuelta la Constituyente, el gobierno de
entonces aseguró la convivencia con la política tradicional, volvió a los auxilios parlamentarios,
cedió a las presiones de los políticos tradicionales y permitió contrarreformas que afectaban
las entrañas del proceso constituyente. Entre ellas, las suplencias en el Congreso y la
creación de privilegios para los diputados de las asambleas.
Lo que siguió no fue el tránsito hacia un régimen político más limpio. Las elecciones de 1994 y
la presencia del narcotráfico en ellas marcaron el rumbo hacia una mayor degradación
política. La debilidad del gobierno de Samper producida por el proceso 8.000 condujo a
fortalecer las redes clientelistas que más adelante se aliaron con el narcotráfico.
En el 2003, como reacción al proceso 8.000 se crearon mecanismos para la agrupación en las
listas únicas, el umbral y la cifra repartidora que la clase política acompañó del voto
preferente.
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En el 2009, por el escándalo de la parapolítica, se expidió un nuevo acto legislativo que hacia
el futuro establece sanciones drásticas a los partidos que permitan la criminalidad en sus filas,
pero dejó intactos a quienes se confabularon con ella. El cambio vino por el lado de la justicia
y de la Sala Penal de la Corte Suprema.
Ahora que se cumplen 20 años de la Constitución, queda la pregunta sobre cuál es el camino
más indicado para saldar las promesas inconclusas del procesos constituyente. El país ha
recorrido una lógica de reformas incrementales para mejorar la política, pero las
incertidumbres continúan.
También es cierto que las nuevas opciones que han surgido en estos años han fracasado no
por la Constitución sino por sus inconsistencias y los caudillismos. El proceso constituyente
del 91 deja una enseñanza histórica: sin una nueva clase política difícilmente puede ser
realidad la Constitución.
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