Professional Documents
Culture Documents
Pedro Orgambide
Paul Valéry
El Capo acciona los botones del tablero y en la pantalla se dibuja el contorno del país, de una
provincia o de un barrio. Entonces, por las carreteras del mapa, se deslizan los puntos rojos y azules que
indican el número de camiones y autos que en ese instante recorren las rutas. En las orillas resplandecen,
intermitentes, los poster panels, y en lo alto, en la franja gris del cielo, las líneas de los satélites que
trasmiten programas de TV. "Somos una civilización de consumo" —declama el Capo, y cita, según su
costumbre, a los clásicos del Marketing. Muy pronto (es habitual en él) va del español al inglés. Pero hoy
su inglés es duro, brutal. Una jerga guerrera se mezcla a sus órdenes. El problema es grave, sin duda. De
lo contrario, ¿cómo explicar la vulgaridad que acaba de decir? "¡Si serán turros!", ha gritado en criollo,
pegando un puñetazo sobre la mesa.
BA = -1
BB = -2,5
BC = -3
La retracción continúa, lenta, inexorable, y llega hasta a la C, a los barrios humildes, al suburbio, a las
villas de emergencia. Alguien, imprudente, aventura para ellos un slogan. Otro, joven, atlético, propone
revivir a Tarzán. Un tercero, demagógico, sugiere grandes bailes populares. El sociólogo de la agencia
puntualiza que esta vez no se trata de lucha de clases, sino de un conflicto más complejo que el
Departamento de Psicología debe investigar.
El Capo se vuelve ofuscado, molesto. Abandona la mesa de reuniones y va hasta el ventanal. Desde allí
domina la ciudad. Los veinte pisos de la agencia se alzan sobre el río, entre calles lisas y apacibles. Los
empleados viven allí, en monoblocs rodeados de jardines. Tienen cine, circuito cerrado de televisión,
piletas de natación, canchas de tenis y de bowling. El sábado, los directivos juegan al minigolf con sus
asistentes, mientras las esposas concurren al coro.
Pero este sábado se ha suspendido el golf. "Debo esperar los acontecimientos", anuncia el Capo, la
mirada en el río, en las dársenas, en los silos que acumulan las prósperas cosechas del año. Antes de
reintegrarse a la reunión observa, melancólico, el vuelo emigrante de unas golondrinas.
Una voz, entre ráfagas de música funcional, informa a los hombres de la Agencia que deben
permanecer en sus puestos. Entretanto, salen a la calle hermosas modelos, que ofrecerán, completamente
gratis, las muestras más apetecibles de los productos. Se sabe que para los niños se contrataron payasos y
elefantes.
Sobre los tableros, en el piso, en las ventanas, en las paredes: objetos pop, relojes surrealistas,
hogareñas mesas de la época cubista, reliquias del informalismo, viejas devorando chocolate, apacibles
muchachas del 40 con la cara de Judy Garland o Ginger Roger, móviles, displays, collages, carpetas,
dibujos de chicos, grabados antiguos del Brasil. Enfurecido, borracho, El Dibujante propone un
Happening Total del Consumo, una suerte de Apocalipsis. Me entristece verlo así, tan desorbitado. En
otro tiempo vivió en Nueva York, en el Village; en esa época tomaba su ácido lisérgico y llevaba un botón
donde se leía God is dead. Pero ahora vive como todos en los monoblocs de la Agencia. No se justifica
entonces su tardío e inútil despertar de iracundia. Por eso el Capo le reprocha paternalmente sus excesos.
Llegan las muchachas con sus bandejas de productos. "No quisieron probarlos", admiten sombrías,
desconcertadas; una, celosa de su oficio, quiere romper su carnet profesional. El Capo la disuade
acariciándole los senos. Abajo, los elefantes regresan a la playa de estacionamiento.
Salen las patrullas nocturnas, capitaneadas por expertos del Marketing. Desde lo alto se ven los autos
que se alejan de los monoblocs, que toman el camino de la costa.
(A la madrugada)
Las patrullas nocturnas regresan. La situación es francamente deplorable. En los nights clubs los
mozos se adormecen sobre las mesas esperando al cliente. Según se nos informa, el dueño de un
restaurant, desesperado, tiró toda la comida a los perros, que comenzaban a invadir la ciudad. Sólo los
carteles luminosos continúan girando, parpadeando sus ofertas.
Un sol radiante ilumina la ciudad. La Agencia despierta alegre, casi despreocupada. Desde el exterior
llegan buenas noticias: se han vendido algunos diarios en el Gran Buenos Aires, y en los almacenes del
suburbio se registran ventas de yerba y de tabaco. Se espera, para la tarde, una concurrencia normal en el
hipódromo y las canchas de fútbol.
"Hemos vivido horas de gran psicosis —explica el Capo—. Pero, por suerte, el panorama se aclara."
Sólo un grupo de inadaptados abandona sus casas, marchan hacia la llanura en un inexplicable éxodo. La
caravana cruza la Avenida General Paz; los hombres descalzos, sin más ropas que unos escuetos
taparrabos, las mujeres cubiertas con mantas. "Hemos pedido que se los detenga por alterar el orden
público", informa el Capo. El hipódromo y las canchas continúan vacíos. El helicóptero de la Agencia filma
las tribunas. Después, en el microcine, descubrimos a uno que otro fanático, vociferando solo en el
estadio.
Contra lo previsto, los jefes de familia no sacaron a pasear a sus esposas y a sus chicos, no fueron a
pescar ni a dormir la siesta bajo los árboles. Este deterioro del weekend impresiona profundamente al
Capo. "La única manera de detener a los revoltosos que abjuran de nuestra civilización es demostrarles
las ventajas que ella les proporciona." Ya no son cientos sino miles los hombres que abandonan la ciudad.
No llevan auto, ni una miserable motocicleta, ni una caña de pescar. En la Sala de Grabaciones se prepara
música impresionista con fines sedantes. Hay brainstorming de redactores agresivos en el último piso. A
los redactores bucólicos se les promete doble paga. Las computadoras eligen tres palabras: pescar...
remar... cielo... que ellos transforman en apelaciones de venta.
Sin fútbol, sin carreras ni cine, languidece el domingo. Las encuestadoras tratan inútilmente de
averiguar qué hace la gente en sus casas: nadie responde el teléfono. Se han cerrado en su intimidad,
insensibles, sordos a nuestros llamados. El Capo siente esto como una ofensa intolerable y presenta su
renuncia. Desde luego, nadie la acepta. Se trata de planificar un Operativo de Emergencia para mañana. Y,
sobre todo, de mantener la serenidad. Desde el exterior nos llegan confusas noticias de los in* sur gentes
que ganan las carreteras.
Los chicos, que días atrás repetían nuestros jingles, ahora, fríos e indiferentes, vuelven a tararear
antiguas rondas. Inapetentes, rechazan nuestras sopas y caldos concentrados. Cada uno de ellos se
transforma en un pequeño y terrible enemigo. No sólo destrozan los juguetes electrónicos que les ofrecen
nuestros enviados, sino que, en feroces emboscadas, capturan a los elefantes de la Agencia. En un
principio, creímos que se trataba de inocentes guerrillas, pero no tardamos en descubrir que el enemigo
usaba la técnica de los pigmeos, que adiestraba a sus tropas en el manejo de la cerbatana, la lanza, el arco
y la flecha.
Se invita a la población a grandes asados gratuitos, con vino, danza y música folklórica. Se apela al
sentimiento patriótico: Un argentino que no come carne no es argentino. A pesar de eso, las reses cuelgan
intocadas. Sobre los mataderos nubes de caranchos comienzan a volar y un suave olor a podredumbre
gana las calles. En ellas deambulan tristemente las vacas.
Tuvimos que sacrificar los elefantes que, enloquecidos, embistieron a los automóviles de la playa de
estacionamiento. En la Agencia los calefactores han dejado de funcionar y el frío es intenso. Tiritando,
cubiertos con frazadas, los más viejos se arrastran por los pasillos.
"Los que quieran abandonar la Agencia, pueden hacerlo. Tarde o temprano, la destrucción cubrirá la
ciudad y llegará hasta aquí. No respetará ni los automóviles, ni los televisores, ni las computadoras",
aseguró el Capo.
El Capo ha muerto hace unos minutos y su cuerpo yace frente al ventanal, de cara al río. Un cielo gris,
indiferente, sucio, rodea las ventanas y se curva, al final de la dársena, sobre algún barco inmóvil. Encima
de los silos revolotean pájaros negros, y abajo, junto a los camiones detenidos, corren las ratas. Este es el
fin, como él preveía. En las estaciones, los trenes abandonados permanecen quietos y sombríos, a la
espera de una orden que nadie dará. En las avenidas parpadean inútilmente los semáforos. Ningún auto
se mueve. Un resto de energía, un remanente de la fuerza que ya nadie controla, hace vibrar una sirena,
encender un foco que ilumina los departamentos vacíos, las calles sin gente. Aquí, en la Agencia,
continúan sonando los jingles y quedan desparramadas en el suelo las cintas magnetofónicas de
importantes e innumerables reuniones... de importantes e innumerables reuniones... de importantes e
innumerables reuniones...