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CAPÍTULO 2.

CONCEPTO TEOLÓGICO DE FE

(Apuntes provisionales para uso exclusivo de los alumnos de Moral Teologal. Prof.
Tomás Trigo. Curso 2018)

Comenzamos con unas reflexiones sobre los significados de la palabra creer y, más
concretamente, sobre la fe como realidad humana y su relación con la amistad. Estas
consideraciones nos ayudarán a entender mejor la fe teologal.

1. ¿Qué significa creer?

Tener fe es creer, pero en muchos casos, empleamos la palabra “creer” de modo


impropio:
• Cuando decimos: “creo que mañana hará buen tiempo”, la empleamos en el
sentido de opinar, de tener certeza moral de algo; esta certeza moral supone
estar convencido de algo por argumentos que son subjetivamente suficientes,
aunque no lo sean desde el punto de vista objetivo. En muchos casos, cuando se
dice “creo en Dios” o “no creo en Dios”, se emplea la palabra “creer” en este
sentido: tener una opinión más o menos fundada.
• A veces se emplea en el sentido de admitir la doctrina de una religión natural,
que comporta toda una visión del mundo, o de una corriente filosófica, etc.
• En otros casos, la empleamos en el sentido de apostar por alguien; por ejemplo,
cuando decimos: “creo en tal persona: estoy seguro de que será un gran atleta”.
En sentido propio, creer significa “creer a alguien”, tener por verdadero lo que nos dice
un testigo, en el que confiamos porque nos da garantías de veracidad: “el agua de esta
fuente es potable porque me lo dijo mi amigo Luis y yo le creo”. En este caso, creer es
hacer un acto de fe en otra persona. Se trata de la fe interpersonal o de amistad.
Un caso especialísimo de fe interpersonal es la fe sobrenatural en Dios, o fe teologal,
tal como la concibe la Iglesia.

1.1. La fe como realidad humana

Para entender mejor en qué consiste la fe sobrenatural o fe teologal, nos puede ayudar
la reflexión sobre la fe humana y su relación con la amistad.
En el acto de fe, en el creer a otra persona, se dan siempre dos elementos:
• Creo algo: tengo por verdadero lo que alguien me dice: la fe tiene siempre un
contenido intelectual; es, por tanto, un acto de conocimiento. En el ejemplo
anterior, el contenido es “el agua de esta fuente es potable”.

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• Creo a alguien: tengo algo por verdadero no porque sea evidente para mí, sino
por la “autoridad de verdad” del que me lo dice. Si lo que me dice fuera evidente
para mí, ya no necesitaría creer a esa persona.
En el acto de fe intervienen la inteligencia y la voluntad:
• Con la inteligencia acepto una verdad y la acepto razonablemente: tengo
razones para creer a la persona que me comunica esa verdad, porque confío en
ella, porque es digna de crédito.
• Pero, por muchas razones que haya para creer, nunca tengo la evidencia de la
verdad que acepto; por tanto, tengo que “fiarme” de otra persona, y fiarme de
alguien exige un acto de mi voluntad: tengo que querer fiarme.
Como la fe es creer algo a alguien, la inteligencia y la voluntad deben realizar un doble
acto:
a) La inteligencia realiza dos juicios de credibilidad:
• Sobre la persona o testigo: la inteligencia juzga si es creíble, si hay razones
suficientes para saber que no se equivoca y que no nos quiere engañar.
• Sobre el contenido: la inteligencia juzga si lo que dice el testigo es razonable.
b) La voluntad siempre es movida por un bien. Por tanto, es necesario que creer algo a
una persona se le presente como un bien que la mueva a querer creer. Y esto afecta
tanto a la persona como al contenido:
• me interesa, quiero a esa persona, es bueno confiar en ella;
• me interesa, quiero lo que me dice.
Los juicios de credibilidad son condición para que realicemos el acto de fe (lo hacen
razonable), pero lo que nos mueve a creer es el interés, es decir, que queramos a la
persona que nos comunica un conocimiento, y que queramos ese conocimiento que nos
comunica.
Los dos elementos juntos —credibilidad e interés— son lo que determinan la decisión
de creer, y la validez de ambos es lo que hace que esta decisión sea plenamente humana.

1.2. La relación de la fe con la amistad

La fe y la amistad se requieren mutuamente.


La amistad, en su sentido más amplio, es toda relación adecuada entre personas, que
se caracteriza por querer a la otra persona y querer el bien para la otra persona
(benevolencia, beneficencia). A ella se oponen la indiferencia y la enemistad.
La amistad se especifica por el bien o proyecto que se comparte con la otra persona.
De aquí se deducen, entre otras, las siguientes consecuencias:
• Hay tantos tipos de amistad como tipos de bienes comunes puede haber entre
personas.

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• Toda amistad implica una afinidad o connaturalidad entre los amigos, que está
determinada por el bien o proyecto que se comparte.
• La amistad mira a la otra persona como persona, nunca como objeto; y aunque
hay diversos tipos de amistad, todas tienden hacia la amistad personal, en la que
no solo se mira a la persona como persona, sino en cuanto que es esta persona.
La amistad es el fundamento tanto del interés como del juicio de credibilidad.
• La amistad supone un bien o proyecto común entre los amigos; por tanto,
supone un interés común.
• La amistad nos permite juzgar a la otra persona como creíble, gracias a la afinidad
o connaturalidad que se da entre los amigos. De este modo, el juicio de
credibilidad se funda en una evidencia (que lleva a una certeza propia); esa
evidencia no es metafísica, pero tampoco meramente moral: es una evidencia
de connaturalidad.
A pesar de todo, es necesario tener en cuenta que ninguna fe humana puede ser
absoluta, ya que ninguna persona humana es regla de verdad y bondad: todos podemos
equivocarnos, o querer engañar.
Por otra parte, sin fe en otra persona no es posible ninguna relación de amistad, porque
no se pueden transmitir las verdades comunes que constituyen una parte esencial del
bien o proyecto que se comparte.

1.3. La amistad personal

Entre los distintos tipos de amistad hay uno especialmente importante y valioso: la
amistad personal, que mira a la persona como esta persona. El bien que se comparte
no es tanto algo externo o un aspecto parcial de las personas, sino sobre todo las
mismas personas, en cuanto son un bien en sí mismas.
Podríamos describir así sus características:
• El bien que se comparte es la amistad misma, creada mediante la entrega y
aceptación mutua de las personas.
• Mientras que, en otros tipos de amistad, el amor es consecuencia de la unión
(para compartir un bien o un proyecto), en la amistad personal la unión es
consecuencia del amor. En general, la amistad personal surge de una cierta unión
para compartir un bien o un proyecto. Pero en sí esta unión previa ha sido solo
ocasión de la amistad personal, no su fundamento.
Existen cuatro tipos fundamentales de amistad personal: paterno-filial, fraterna,
esponsal y electiva (la que es fruto de la elección).

1.4. Características de la fe propia de la amistad personal

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• En la amistad personal, “lo que se cree” y “a quien se cree” se identifican de
algún modo. Los amigos hablan de sí mismos: su intimidad, proyectos, aficiones,
sentimientos…
• En la amistad personal, la fe es esencial: la donación y aceptación mutua de las
personas, mediante el conocimiento y el amor, no puede realizarse más que por
medio de la fe: la intimidad de una persona solo puedo conocerla si esa persona
me la comunica.
• La amistad personal tiende por naturaleza a crecer; al compartir la vida, crece
también la connaturalidad entre los amigos: el conocimiento y la voluntad de los
amigos se van identificando cada vez más. En consecuencia, crece la fe entre uno
y otro.
• En la amistad personal, toda pérdida de fe tiene un cierto carácter de ofensa, ya
que lleva consigo la ruptura voluntaria de la amistad.
• En este tipo de amistad, la pérdida de fe es, en cierto sentido, irreparable; la
amistad personal solo se puede reconstruir desde dentro, y es necesario el
perdón por parte de la persona ofendida.

2. Algunas enseñanzas de la Sagrada Escritura y la Tradición

2.1. Sagrada Escritura

De la doctrina bíblica sobre la fe, que es muy extensa, mencionamos tan solo lo que nos
dice el capítulo 11 de la Carta a los Hebreos.
Primero define la fe como «fundamento de las cosas que se esperan, prueba de las que
no se ven» (11,1), y propone a Abraham y otros patriarcas como ejemplos de esta virtud.
En todos los casos, se señala que la fe salva, es oscura, se apoya en Dios y va unida a las
obras.
Después de alabar a hombres que fueron ejemplos de fe, se dice: «Y aunque todos
recibieron alabanza por su fe, no obtuvieron sin embargo la promesa. Dios había
previsto algo mejor para nosotros, de forma que ellos no llegaran a la perfección sin
nosotros» (11,39-40).
Falta, pues, Jesucristo, que es el que completa la Revelación. Él mismo es, al mismo
tiempo, el objeto de la fe, el motivo de la fe y el testigo de la fe.
El cambio que se da en el Nuevo Testamento queda reflejado en algunos ejemplos
significativos: el Centurión (cf. Mt 8, 5-13); la hemorroisa (cf. Mt 9, 20-22), la mujer
cananea (cf. Mt 15, 22-28). Pero el ejemplo principal es la Santísima Virgen (cf. CEC, nn.
148-149).

2.2. Tradición

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En cuanto a la enseñanza de los Padres, solo queremos hacer mención de una famosa
frase en la que san Agustín expresa de modo sintético que la fe cristiana es teologal
porque tiene a Dios como objeto, como motivo y como fin: Credere Deum, credere Deo,
credere in Deum (Sermo 144):
• Credere Deum: creer lo que Dios revela. Dios es el objeto o contenido esencial de
la fe, ya que la verdad sobre Dios (su esencia y existencia, sus atributos, la Trinidad
de Personas, su Providencia y su tarea creadora y salvadora, etc.) es el centro de
la Revelación.
• Credere Deo: creer porque es Dios quien lo revela. Dios es el motivo último y
principal de la fe: creemos por Él, por su autoridad.
• Credere in Deum: creer con el fin de amar a Dios, entrando en Él, uniéndonos
personalmente a Él. La fe supone una adhesión a Dios, como ser personal; es un
encuentro personal del hombre con Dios, que compromete todo su ser, y le lleva
a confiar plenamente en Él.

3. La descripción de la fe teologal en algunos documentos del Magisterio

La fe está descrita en dos importantes documentos del Magisterio de la Iglesia sobre la


Revelación: la Const. Dei Filius del Concilio Vaticano I (cc. 2-3), y la Const. Dei Verbum
del Concilio Vaticano II (cc. 2-6).
La Const. Dei Filius, en su capítulo 3, define así la fe:
«Virtud sobrenatural por la que, con inspiración y ayuda de la gracia de Dios, creemos ser
verdadero lo que por Él ha sido revelado, no por la intrínseca verdad de las cosas,
percibida por la luz natural de la razón, sino por la autoridad de Dios que revela, el cual
no puede engañarse ni engañarnos».
La Const. Dei Verbum afirma en el capítulo 2:
«Dispuso Dios en su sabiduría revelarse a Sí mismo y dar a conocer el misterio de su
voluntad, mediante el cual los hombres, por medio de Cristo, Verbo encarnado, tienen
acceso al Padre en el Espíritu Santo y se hacen consortes de la naturaleza divina. En
consecuencia, por esta revelación, Dios invisible habla a los hombres como amigos,
movido por su gran amor y mora con ellos, para invitarlos a la comunicación consigo y
recibirlos en su compañía. Este plan de la revelación se realiza con hechos y palabras
intrínsecamente conexos entre sí […]. La verdad íntima acerca de Dios y acerca de la
salvación humana se nos manifiesta por la revelación en Cristo, que es a un tiempo
mediador y plenitud de toda la revelación».
Las dos descripciones de la fe tienen una esencial unidad; sin embargo, en Dei Verbum
se pone de relieve la conexión intrínseca entre la fe y la amistad divina, y con ello la
analogía entre la fe sobrenatural y la fe humana interpersonal. A esta analogía hace
referencia también el Catecismo de la Iglesia Católica cuando dice:
«Solo es posible creer por la gracia y los auxilios interiores del Espíritu Santo. Pero no es
menos cierto que creer es un acto auténticamente humano. No es contrario ni a la libertad
ni a la inteligencia del hombre depositar la confianza en Dios y adherirse a las verdades
por Él reveladas. Ya en las relaciones humanas no es contrario a nuestra propia dignidad

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creer lo que otras personas nos dicen sobre ellas mismas y sobre sus intenciones, y prestar
confianza a sus promesas (como, por ejemplo, cuando un hombre y una mujer se casan),
para entrar así en comunión mutua. Por ello, es todavía menos contrario a nuestra
dignidad “presentar por la fe la sumisión plena de nuestra inteligencia y de nuestra
voluntad al Dios que revela” y entrar así en comunión íntima con El» (CEC, 154).
Interesa poner de relieve, junto al carácter sobrenatural de la fe, su carácter
auténticamente humano. La fe es razonable y libre, condiciones que se requieren para
que, cualquier fe, también la teologal, sea digna del hombre:
• Es razonable. En las obras y palabras de Jesucristo se manifiesta suficientemente
su Persona: da los signos necesarios para llegar al convencimiento de que es el
Hijo de Dios. Sin la ayuda de la gracia, a pesar de que Jesucristo se da a conocer
suficientemente, el hombre no es capaz de reconocerlo como Hijo de Dios, y se le
presenta como un enigma: como un hombre perfecto, pero, a la vez, como alguien
que es más que un hombre; el conocimiento que tenemos de Él nos lleva a afirmar
de Él algo más, pero no sabemos qué. La solución a este enigma solo se encuentra
al descubrir, con la ayuda de la gracia, que es el Hijo de Dios: los signos adquieren
en ese momento su verdadero significado, y el enigma pasa de ser una realidad
oscura a ser un misterio pleno de luz.
• Es libre. La decisión de creer —también con fe teologal— es siempre un acto libre
de la voluntad: es un obsequio racional y libre, fruto de una decisión personal de
amor y entrega a una persona. Jesucristo no se impone, invita: existe un deber de
conciencia de aceptar, pero la fe nunca se puede imponer coactivamente.

4. La fe, iniciativa de Dios y respuesta del hombre

Al considerar la fe, hay que tener en cuenta, en primer lugar, la iniciativa divina de
revelarse al hombre, y, en segundo lugar, la acogida del mensaje divino por parte del
hombre.

4.1. La iniciativa de Dios

Dios se revela a lo largo de la Historia de la Salvación y, de modo definitivo, en Jesucristo.


En la fe hay un elemento objetivo: el mensaje de Dios (fides quae creditur): «Quiso Dios,
con su bondad y sabiduría, revelarse a Sí mismo y manifestar el misterio de su voluntad»
(DV, 2).
La fe sobrenatural, como toda fe, es esencialmente cognoscitiva —no es una mera actitud
de confianza—; mediante la fe participamos del autoconocimiento que Dios tiene de sí
mismo —de su intimidad y de sus designios—; esta participación es limitada, ya que le fe
es siempre de lo que no se ve, y tiende a su plenitud en el Cielo, donde veremos a Dios
cara a cara.
Dios se revela a Sí mismo al hombre; revela su plan de salvación; invita al hombre a ser,
por Cristo y con el Espíritu Santo, partícipe de la naturaleza divina, hijo de Dios. Al mismo
tiempo, le da al hombre la gracia de la fe para que crea. Esta revelación y ofrecimiento

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de su amistad se realiza en Cristo. Dios «envió a su Hijo, la Palabra eterna, que alumbra
a todo hombre, para que habitara entre los hombres y les contara la intimidad de Dios»
(DV, 4).
Es indudable, por tanto, que la fe teologal es un don gratuito:
«Queda claro que la fe, según la doctrina de san Pablo, aun siendo una virtud, es ante
todo un don: “A vosotros se os ha concedido la gracia de que (...) creáis en Cristo”; y es
suscitada en el alma por el Espíritu Santo. Más aún, es una virtud por ser un don
“espiritual”, don del Espíritu Santo que hace al hombre capaz de creer. Y lo es ya desde su
inicio, como definió el Concilio de Orange (529), al afirmar: “También el inicio de la fe, más
aún, la misma disposición a creer... tiene lugar en nosotros por el don de la gracia, es decir,
de la inspiración del Espíritu Santo, quien lleva nuestra voluntad de la incredulidad a la
fe”» (Juan Pablo II, Audiencia, 8.V.1991).

5.2. La respuesta del hombre

La respuesta del hombre es la «obediencia de la fe» (Rm 1, 5), por la que acoge el
mensaje divino. Es el elemento subjetivo: fides qua creditur.
El deber de obedecer de la fe procede del designio divino sobre el hombre como su
Creador y Señor. El magisterio de la Iglesia haciendo referencia a la «obediencia de la
fe» de Rm 16, 26, dice: «Dependiendo el hombre totalmente de Dios como de su creador
y señor, y estando la razón humana enteramente sujeta a la Verdad increada; cuando
Dios revela, estamos obligados a prestarle por la fe plena obediencia de entendimiento
y de voluntad» (DF).
En DV, n. 5 se afirma: «Cuando Dios revela hay que prestarle “la obediencia de la fe”,
por la que el hombre se confía libre y totalmente a Dios prestando “a Dios revelador el
homenaje del entendimiento y de la voluntad”, y asistiendo voluntariamente a la
revelación hecha por Él».
Pero esta obediencia es una respuesta al proyecto salvífico de Dios, a su invitación de
convertir al hombre en hijo suyo: es pues una respuesta filial, un identificarse con la
cabeza y el corazón de un Dios que es Padre, lo cual es propio de un hijo. La fe es filial
en cuanto nos introduce en la intimidad divina.
Es, además, una respuesta en la Iglesia. Como Jesucristo, después de su Ascensión, no
está “físicamente” entre los hombres, el encuentro con Él se lleva a cabo mediante la
Iglesia, la cual es “sacramento” de Jesucristo, esto es, signo eficaz de la presencia de
Cristo en el mundo. «“Creer” es un acto eclesial. La fe de la Iglesia precede, engendra,
conduce y alimenta nuestra fe. La Iglesia es la madre de todos los creyentes. “Nadie
puede tener a Dios por Padre si no tiene a la Iglesia por Madre” (S. Cipriano de Cartago)»
(CEC, 181).
En la acogida del mensaje por parte del hombre, cabe destacar tres dimensiones:

a) La fe es asentir voluntariamente, confesar, creer que es verdad, afirmar como


verdadero lo que Dios ha revelado. Se trata de una adhesión intelectual al depósito
revelado.

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Como Dios se ha revelado en Cristo, la fe es asentir voluntariamente a la revelación hecha
en Cristo. «Para el cristiano, creer en Dios es inseparablemente creer en Aquel que él ha
enviado, “su Hijo amado”, en quien ha puesto toda su complacencia. Dios nos ha dicho
que les escuchemos. El Señor mismo dice a sus discípulos: “Creed en Dios, creed también
en mí” (Jn 14,1). Podemos creer en Jesucristo porque es Dios, el Verbo hecho carne: “A
Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha contado”
(Jn 1,18). Porque “ha visto al Padre” (Jn 6,46), él es único en conocerlo y en poderlo
revelar» (CEC, 151).
Al fundarse la fe en la autoridad de verdad de la persona que habla, está determinada
por el valor de esa autoridad. Toda fe humana es por sí limitada, ya que ninguna persona
humana es regla de verdad y bien —puede engañarse o engañarnos—. Pero en el caso
de la fe teologal, al ser Jesucristo una Persona divina, es la Regla del Bien y la Verdad, la
fe tiene que ser absolutamente incondicional.
La fe como respuesta a la Revelación divina «es posible y justo darla, porque Dios es
creíble. Nadie lo es como Él. Nadie como Él posee la verdad. En ningún caso como en la fe
en Dios se realiza el valor conceptual y semántico de la palabra tan usual en el lenguaje
humano: “Creo”, “Te creo”» (Juan Pablo II, Audiencia, 13.III.1985).

b) Por la fe, la persona se adhiere incondicional y enteramente a Dios, entregándole


«“el homenaje total de su entendimiento y voluntad”, asintiendo libremente a lo que
Dios revela» (DV, 5). Es una respuesta de toda la persona no solo a la doctrina sino
también a la Persona de Cristo. Por la obediencia de la fe, toda la persona libremente se
abandona en Dios y confía plenamente en Él. La fe introduce al hombre en una relación
profundamente personal con Dios; comporta, por tanto, por parte del hombre,
relacionarse personal y amorosamente con Cristo: diálogo y amistad.
Al doble aspecto que presenta la fe en Cristo (creer en su Persona y creer en su doctrina),
corresponde una doble faceta en relación con la fe en la Iglesia: creer en ella como
continuadora de la obra de Cristo y creer en las enseñanzas de su Magisterio.
c) La virtud de la fe implica vivir de fe, de acuerdo con la fe. En el cristiano no sólo hay
un nuevo conocimiento, una nueva luz, una nueva visión; no sólo afirma y confiesa la
verdad revelada (fidelidad intelectual); hay además una vida nueva, sobrenatural, la vida
de Cristo, que está llamada a desarrollarse en una amistad personal con la Trinidad, en
el seguimiento e identificación con Cristo: vivir como hijos del Padre, como otros Cristos,
en el Espíritu Santo.

6. Carácter específico de la fe cristiana: adhesión a Dios asintiendo a su revelación,


plenamente realizada en Cristo

La fe teologal tiene algunos puntos de contacto con lo que se entiende por fe religiosa:
la propia de las religiones en cuanto entre sus elementos existe siempre un cuerpo de
doctrinas (un credo religioso) y una visión de Dios, del mundo y del hombre.
Pero la enseñanza de la Iglesia nos presenta la fe teologal como un tipo especialísimo
de fe interpersonal o de amistad. Y esto es así porque la Revelación es el ofrecimiento

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de amistad que hace Dios al hombre, dándose a conocer a sí mismo –su intimidad– y el
plan de salvación —de amistad— que tiene con él.
• Por una parte, la fe consiste en aceptar como verdadero lo que Dios ha revelado,
como afirma el Concilio Vaticano I.
• Por otra, como puso de relieve el Concilio Vaticano II, es una respuesta de todo el
hombre: por la obediencia de la fe todo el hombre libremente se abandona en
Dios, prestándole el homenaje total de su entendimiento y voluntad.
«En el conocimiento mediante la fe el hombre acepta como verdad todo el contenido
sobrenatural y salvífico de la Revelación; sin embargo, este hecho lo introduce, al mismo
tiempo, en una relación profundamente personal con Dios mismo que se revela. Si el
contenido propio de la Revelación es la “auto–comunicación” salvífica de Dios, entonces
la respuesta de fe es correcta en la medida que el hombre —aceptando como verdad ese
contenido salvífico—, a la vez, “se abandona totalmente a Dios”. Solo un completo
“abandono a Dios” por parte del hombre constituye una respuesta adecuada» (Juan Pablo
II, Audiencia, 2.IV.85).
Es más, la fe teologal se nos muestra como la fe interpersonal por excelencia, de la que
la fe humana es un leve reflejo.

6.1. Elementos de la amistad del hombre con Dios

A lo largo de toda la Sagrada Escritura y en la constante enseñanza de la Iglesia, está


presente el ofrecimiento que Dios hace al hombre de su amistad —en la mayoría de las
ocasiones bajo el concepto de salvación, y en otras como alianza—. Las características
principales de esta amistad son las siguientes:
• Es una amistad paterno–filial, ya que se estructura en torno al proyecto que Dios
nos propone, y para poder realizarlo recibimos todo de Él. En razón de esa amistad
llegamos a ser realmente hijos de Dios: «Ved qué amor nos ha mostrado el Padre:
que nos llamemos hijos de Dios y lo seamos» (1 Jn 3, 1).
• Esta paternidad no es natural: no somos hijos de Dios por naturaleza (solo lo es la
Segunda Persona de la Santísima Trinidad), sino por elección, por puro amor
gratuito de Dios a los hombres, y necesita la respuesta libre del hombre; por eso
tiene carácter de Alianza. La filiación a la que da lugar es adoptiva.
• La fe en Dios es totalmente necesaria para poder llegar a la amistad con Dios, en
la que consiste la salvación y el fin del hombre: la fe teologal es, pues, principio de
salvación: inicio y condición necesaria para la amistad con Dios. Pero para que esta
amistad sea perfecta no basta con la fe, es necesario que todo el hombre sea
elevado por Dios mediante la gracia, y ame a Dios con el amor perfecto de la
caridad:
«Creer en Cristo Jesús y en Aquel que lo envió para salvarnos es necesario para obtener
esa salvación (cf. Mc 16,16; Jn 3,36; 6,40 e.a.). “Puesto que ‘sin la fe... es imposible
agradar a Dios’ (Hb 11,6) y llegar a participar en la condición de sus hijos, nadie es
justificado sin ella, y nadie, a no ser que ‘haya perseverado en ella hasta el fin’ (Mt 10,22;

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24,13), obtendrá la vida eterna” (Concilio Vaticano I: DS 3012; cf. Concilio de Trento: DS
1532)» (CEC, 161).
• La aceptación de la amistad que Dios nos ofrece, como toda amistad, es
totalmente libre. Podríamos decir que, en cierto modo, es el acto más propio de
la libertad humana: la libertad de amar; más aún, la libertad de amar a Dios.
• Esto no significa que sea arbitraria: el hombre tiene el derecho y el deber —libre
de toda coacción— de poner todos los medios para conocer la verdad, y, una vez
conocida, aceptarla como tal. Por ello, el hombre que llega a conocer la invitación
divina a su amistad tiene el deber moral de aceptarla. Y su rechazo tiene carácter
de ofensa a Dios: de pecado.

6.2. Jesucristo, fundamento de nuestra fe

Dentro de la enseñanza de la Iglesia sobre la Revelación y, en consecuencia, sobre la fe,


está el hecho de que la plenitud de la Revelación se da en Cristo.
¿Qué significa que Cristo sea la plenitud de la revelación? Muchas cosas, pero ahora
queremos resaltar un aspecto fundamental: el encuentro personal con Dios, la relación
de amistad con Dios que la fe significa, y el fundamento último de ella, se realiza en
Cristo.
La absoluta singularidad de la fe de la Iglesia Católica, que hace que se distinga
esencialmente de la fe religiosa en general, radica en el hecho de que toda la fe teologal
se estructura sobre el “descubrimiento” de que un hombre concreto e histórico: Jesús
de Nazaret —nacido de una mujer hebrea, en tiempo de Herodes el Grande y muerto
en una cruz en Jerusalén, bajo Poncio Pilato—, es el Hijo de Dios. «Para el cristiano,
creer en Dios es inseparablemente creer en Aquel que él ha enviado, “su Hijo amado”,
en quien ha puesto toda su complacencia» (CEC, 151).
Esto implica que el único medio que tenemos los hombres para entrar en la vida de
amistad con Dios —para salvarnos—, es el conocimiento y amor de amistad con
Jesucristo —Dios y hombre verdadero—. Toda la actividad de la Iglesia está ordenada a
permitir y facilitar el encuentro personal de cada hombre con Jesucristo.
¿Cómo se “descubre” la Persona de Jesucristo? De un modo análogo a como se descubre
a cualquier persona: a través de sus obras y palabras:
«Pues envió a su Hijo, la Palabra eterna, que alumbra a todo hombre, para que habitara
entre los hombres y les contara la intimidad de Dios. Jesucristo, Palabra hecha carne,
“hombre enviado a los hombres”, habla las palabras de Dios y realiza la obra de la
salvación que el Padre le encargó. Por eso, quien ve a Jesucristo, ve al Padre; Él, con su
presencia y manifestación, con sus palabras y obras, signos y milagros, sobre todo con su
muerte y gloriosa resurrección, con el envío del Espíritu de la verdad, lleva a plenitud toda
la revelación y la confirma con testimonio divino; a saber, que Dios está con nosotros para
librarnos de las tinieblas del pecado y la muerte y para hacernos resucitar a una vida
eterna» (Dei Verbum, 4).
Por eso, cuando a un cristiano se le pregunta por qué cree, la respuesta definitiva es
«por Cristo nuestro Señor» (Per Christum Dominum Nostrum).

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De aquí surge una aparente paradoja:
• de una parte, creemos que Jesucristo es el Hijo de Dios (es aquello que se cree, la
verdad creída);
• de otra, creemos porque Jesucristo es el Hijo de Dios (es por lo que se cree).
Esta aparente paradoja se resuelve en razón del encuentro personal con Jesucristo que
la fe lleva consigo.

6.3. El acto de fe

Lo dicho nos permite describir el acto de fe sobrenatural sintéticamente de esta


manera:
• La virtud de la fe diviniza el entendimiento: lo hace connatural al entendimiento
divino, a las verdades divinas; de este modo, sin llegar a la evidencia (que solo se
dará en el cielo), adquiere una especial capacidad para captar y entender las
verdades divinas. Y la Verdad divina por excelencia es Dios mismo —las tres
Divinas Personas—.
• Gracias a la connaturalidad con las verdades divinas que da la fe, el cristiano, al
“encontrarse” con las “palabras y obras” de Jesucristo, es capaz de descubrir que
la Persona de Jesucristo es el Hijo de Dios. Por eso, podemos afirmar que el primer
“acto” de la fe cristiana es “descubrir” y confesar que Jesucristo es el Hijo de Dios.
• Ahora bien, el encuentro con Cristo Vivo —el “descubrimiento” de su realidad
como Hijo de Dios— se lleva a cabo en la Iglesia. La Iglesia, mediante su
predicación y los sacramentos, hace presentes de modo permanentemente
actuales las palabras y las acciones de Cristo.
• Afirma Juan Pablo II: «Para que los hombres puedan realizar este “encuentro” con
Cristo, Dios ha querido su Iglesia. En efecto, ella “desea servir solamente para este
fin: que todo hombre pueda encontrar a Cristo, de modo que Cristo pueda
recorrer con cada uno el camino de la vida”» (VS, 7).
• El acto de fe tiene como objeto una Verdad —que Jesucristo es el Hijo de Dios—;
es, por tanto, un acto de la inteligencia; no es un sentimiento, una mera adhesión
subjetiva. Es la captación de una verdad gracias a la acción divinizadora de Dios en
nuestra alma (evidencia por connaturalidad).
• En esta Verdad, el cristiano —viviendo de ella— va descubriendo una plenitud
cada vez mayor, tanto en amplitud como en profundidad: Jesucristo es el Hijo de
Dios; la Paternidad divina; el Espíritu Santo como Persona–Amor, que es el Espíritu
de Cristo; el plan salvador de Dios respecto de los hombres; los misterios de
nuestra fe…
• En razón de la fe, el cristiano es capaz de desarrollar su vida cristiana mediante
las otras dos virtudes teologales, en una relación de amistad, cada vez más íntima,
con las tres Divinas Personas.

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