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«hacia los males nadie se dirige por su voluntad, ni hacia lo que cree que son males, ni cabe en la
naturaleza humana, según parece, disponerse a ir hacia lo que cree son males, en lugar de ir hacia
los bienes»
Platón. Protágoras. 358d-e
Así como en muchos otros artículos supuse de antemano que iba a despertar
indignaciones varias, preveo ahora que se me acusará de una gran ingenuidad al
postular que hay algo que pueda ser considerado “objetivamente” como “bueno”.
Pido paciencia, no obstante, por el rodeo que voy a dar para llegar a eso.
....
Imagínese la siguiente escena:
Un chico jugando con su juguete preferido en un patio o jardín junto a una verja
decorativa.
Es importante visualizar correctamente esa verja que, a pesar de estar en el medio
del patio, no divide nada.
Está ahí sólo con fines estéticos.
Se puede pasar al otro lado de la misma dando un breve rodeo ya que no mide
más de dos metros de ancho y el patio o jardín se extiende más allá en ambas
direcciones.
Supongamos que ahora el chico, que está jugando contra esa verja, tira su amado
juguete al otro lado de la misma. Y automáticamente empieza a reclamar porque
no lo alcanza.
Supongamos que usted está en el mismo patio.
¿Qué haría?
...
Piénselo un minuto.
Pero, antes de responder, lea este interesante experimento de unos psicólogos de
la Gestalt.
1) Alternativa “laissez faire”: dejar que llore y patalee hasta que lo resuelva solo...
o se joda.
2) Alternativa “consentidora”: alcanzarle el juguete cada vez que lo tira al otro
lado de la reja.
3) Alternativa “conductista”: tomarlo de la mano y llevarlo al otro lado de la reja
para que “se aprenda el camino” (como una rata con su laberinto).
4) Alternativa “gestáltica”: alejarlo de la reja (como hizo por su cuenta el perro)
para que por sus propios medios (pero con asistencia vicaria) comprenda la
solución al problema.
5) Alternativa “kleiniana”: decirle que se está cojiendo a su madre (o recreando la
“escena primaria”) cada vez que pasa el juguete a través de la reja (y si tiene
pesadillas que de grande las resuelva con su psicoanalista).
Hay, por supuesto, otras alternativas. Como darle un palo para que alcance el
juguete a través de la reja, o atarle el juguete a la muñeca con un hilo, para que
pueda arrastrarlo de regreso (a la manera del juego freudiano del fort-da) .
Hablando de palos, otra alternativa es dárselo por la cabeza cada vez que tira el
juguete (refuerzo negativo, que le dicen). Pero si usted piensa que esta última es
la mejor, quizás tenga más dificultades para comprender lo que sigue.
Y seguramente habrá infinidad de otras que se le ocurrirán al lector creativo.
Pero a los efectos del argumento me conformo con las citadas.
Salvo en la opción (1) del tipo “desinterés” (que el adulto podrá justificar diciendo
que es para que el pibe aprenda a resolver sus problemas por sí mismo) y la
opción (5), que ni merece ser tenida en cuenta por perversa, las otras tres, son
intervenciones de “ayuda” que presuponen que el adulto tiene una percepción
“superior” a la del niño, del problema y su solución.
Implícitamente, en cada actitud, también habría en juego una “concepción de
persona” (o, a lo sumo, de “niño”), quizás inconciente, quizás no, pero que nos
llevaría muy lejos del tema profundizar.
Presupone también otro montón de cosas. Como, por ejemplo, que el adulto
considera que “es bueno” para el chico seguir haciendo lo que quiere hacer (jugar
con su juguete).
Obviamente, también lo podría hacer para que el chico no lo moleste más. Pero
dejemos esa posibilidad afuera por el momento. Ya que, en mi opinión (y ésta es
una de las cuestiones centrales de este artículo), un adulto “sano” tendería a
privilegiar las necesidades del chico por sobre la propia comodidad.
Pero todavía no llegamos a eso.
No nos olvidemos de que tenemos al pibe llorando junto a la verja.
En la opción (2) el “bien” percibido por el adulto se reduce a que el chico recobre
el juguete.
Mientras que en las opciones (3) y (4) se atiende a un bien mayor que es que el
chico aprenda a resolver el problema por sí mismo.
Es decir, que adquiera una nueva autonomía.
También me parece interesante resaltar que en las opciones (2) y (3) (tanto como
en las “soluciones” del palo y del hilo) el pibe sigue pegado a la verja.
Creo que no hace falta insistir en que esta característica de “estar pegado a la
verja” es una de las causas más frecuentes de nuestros problemas en la vida (tal
como lo recalcaban los psicólogos gestálticos en su experimento).
¿Pero qué tiene que ver todo esto con el título del artículo?
Tanto en la metáfora de la estaca para el elefante, como en la de la verja para el
pibe, podemos ver “metáforas del mal” (concebido éste como “lo que limita
nuestra libertad”).
Y la figura del adulto (en caso de la verja) representaría aquí a aquél que tiene un
panorama más claro y objetivo del problema y es, por lo tanto, capaz de aportar
una solución.
En la vida real, entre adultos, estos papeles pueden ser fácilmente
intercambiables. Ya que, por lo general, afrontamos nuestros propios problemas
como quien está “pegado a la verja” pero podemos ser capaces de ver los
problemas de otros con una mejor perspectiva.
Pero la metáfora de la verja, en realidad, da para más, porque también todos, en
mayor o menor medida, “llevamos puesta”una verja en nuestro aparato cognitivo.
Con esa verja (o grilla o cuadrícula) interpretamos el mundo.
Cabe desde ya aclarar además que mi opinión es que no todas las verjas son
iguales. Hay alguna que tienen “más fierro que agujero”, por decirlo de algún
modo. Es decir, casi prácticamente impiden ver lo que hay del otro lado. Al punto
de que, quien la porta, cree que la realidad es la verja misma.
O sea (y aquí más de un relativista me abandonará) hay verjas mejores que
otras.
Y, lo que me interesa en esta nota, es la “verja” ética o moral.
En otras palabras, nuestra escala de valores.
Es más, para espantar a otros tantos voy a afirmar que los valores éticos de un
individuo están en completa correlación con su salud mental.
Y que estos valores no son electivos subjetivamente, son absolutamente
objetivos y los mismos para todo ser humano sobre la tierra.
Llegado a este punto se abren varias líneas argumentativas que, si bien sería
esperable que en algún punto confluyeran, me pone la situación de no saber muy
bien cómo ordenarlas.
Así que voy a empezar por enumerarlas para mayor claridad expositiva (y así el
lector podrá decidir si está interesado en leer los argumentos acerca de dichas
hipótesis) y, de paso, quizás sirvan para mi propio ordenamiento mental.
1. Todos buscamos el bien... según lo entendemos
2. Ese bien no es relativo. Es el mismo para todos los seres humanos.
3. “Normal” no significa “bueno”.
4. “Bueno” significa “sano”.
5. La terapia centrada en valores
6. El rol del terapeuta.
7. La dirección de la cura.
En fin. Empecemos...
El imperativo de “no valorar” (expresado a veces como “no juzgar” los actos del
prójimo) es en sí paradójico, porque supone la valoración previa (de un acto propio
o ajeno) de que “valorar es malo”.
En mi opinión, de ninguna forma el ser humano puede eximirse de la
valoración sin enfermarse.
Es bien sabido que uno de los signos más patognomónicos de la depresión es
que todo le da igual (es decir “nada para él tiene valor”).
El depresivo, para sanarse, necesita recuperar justamente, su capacidad de
valorar.
Es necesario acá hacer otra salvedad.
Platón razona que, si buscamos algo, es justamente porque nos falta.
Esto, con relación al bien, parecería estar validando la hipótesis de Hobbes: el
hombre busca el bien justamente porque es “malo” (carece de él).
En mi opinión, el error es plantearlo en términos absolutos. Ya que tampoco nadie
puede buscar algo que no sabe que existe. Y, para saber que existe, tiene que
haberlo reconocido en alguna parte, incluso en sí mismo.
El hecho de poder reconocerlo, implica que, en parte, ya lo poseemos, aunque sea
incompleto o defectuoso.
Es muy distinto decir que alguien es bueno a decir que alguien busca el
bien.
Hay una especie de “error de asimilación” muy frecuente, que hace que cuando
nos identificamos demasiado con una “causa” que consideramos “buena”,
saltemos arbitrariamente a la conclusión que, por eso, nosotros mismos “somos
buenos”.
Y alguien que se considera a sí mismo bueno, frecuentemente, por confundir sus
fines con su propia “identidad”, cae frecuentemente en el engaño de creer que “el
fin justifica los medios”. Con este razonamiento, se habilita a sí mismo a “hacer
el mal” en vista de ciertos “fines” (que no dejan de ser “imaginarios”). Fines que, a
la larga, cree, van a “justificarlo”.
A partir de esto, se pueden decir un par de cosas bastante generales que son
importantes para tener en cuenta.
2. El bien no es relativo.
No cabe duda de que dos personas pueden considerar, en una situación
determinada, que lo bueno (para cada uno de ellos) es algo completamente
diferente.
Esto no obstante, no significa que alguno de los dos (o ambos) no puedan estar
equivocados. Como dije, el bien no es relativo. Aunque “pareciera” que acabo de
decir lo contrario.
Otro ejemplo.
Hay una intención clara de ser “buena persona” al afirmar que todo bien es
relativo. Lo que pretende decir acerca de sí mismo quien esto afirma es que él no
tiene nigún derecho a juzgar la manera de vivir del prójimo y su propia percepción
del bien.
Nótese, no obstante, la contradicción interna. Porque el mismo sujeto juzgará
“mejor persona” a quien (junto con él) sostenga la posición de que todo bien es
relativo (para no juzgar al prójimo) que a quien afirme que no existe tal relatividad.
Para hacer esta valoración, no tiene más remedio que “haber juzgado al prójimo”.
La salvedad que probablemente hará el que sostiene esta posición de que “cada
uno elige su propio bien” es “mientras no le haga mal a otro”. Lo cual, hay que
señalarlo, es algo objetivamente cierto y constante. Pero demuestra, por otra
parte, que entonces no cualquier visión del bien es válida. La misma persona no
aceptará, probablemente, que otro considere “un bien” la condición de ser un
pedófilo, un violador o un asesino.
La máxima kantiana de que ningún ser humano puede ser tomado como un
medio para otra cosa sino que todo ser humano es un fin en sí mismo es una
verdad ética universal que de ninguna forma puede ser “relativizable”.
Soy conciente de que lo que acabo de describir es “sólo mi opinión” y que más de
uno disentirá en uno u otro aspecto de la misma. No obstante, lo que no me
parece discutible es la posición subjetiva de la que surja cualquier concepto de “lo
bueno” que cada cual pueda tener. Si está genuinamente motivado por
sentimientos altruistas o destinados a la promoción del otro, se impregnen de la
ideología que se impregnen seguirán siendo buenos. Mientras que si están
motivados por algún sentimiento tanto de superioridad personal, como de
utilitarismo del otro, como de alguna forma de resentimiento o capricho egoísta, no
lo serán, así se les de un barniz de justicia, equidad, libertad, o como quiera
llamársele.
De lo anterior se desprende que una persona deviene “más buena” cuando deja
de querer utilizar a otros para sus propios fines (ya sean estos comerciales, de
poder, de placer, etc.). Cuando internaliza realmente el principio de “no le hagas
a otro lo que no te gustaría que te hagan”. Y ese “devenir más buena” va
impactar inevitablemente en su sanidad psíquica, aunque en algún momento no
pueda comprender porqué.
El argumento de que el otro “quiera” ser tratado como objeto (es decir, consienta
el juego) no aporta nada a la cuestión. Porque tal “consentimiento” no evita la
degradación psíquica de ninguna de las dos partes.
El ser humano nació para ser sujeto. Volverse “objeto” (por más metafórico que
esto sea) está en la dirección opuesta de su desarrollo, su libertad, su felicidad y,
por lo tanto, su salud psíquica.
Ser sujeto (para sí mismo y para los demás) esobjetivamente mejor que ser
el objeto de nadie.
Como hablé de una “verja”, alguno podría saltar a la conclusión de que el bien (o
lo bueno) sería prescindir de toda verja. Me apresuro a decir que nada está más
lejos de mi intención que aseverar eso.
Primero y principal, porque tal cosa es imposible. Todos tenemos verjas mentales
de referencia. Sin ellas no podríamos comprender la realidad. De ser posible
despojarse de toda “verja” eso sería muy cercano a cierto tipo de psicosis. Un
estado de desorientación total con respecto a la realidad.
Si ponemos una junto a otra las ideologías disponibles (que tampoco en realidad
son tantas) incluidas las religiones, quizás descubramos que su diferencia
fundamental tiene que ver con su definición del bien.
De lo mismo se desprende que, aunque no haya consenso acerca de cuál sería
ese “bien”, sí lo hay, en un nivel más profundo (motivacional, podría decirse) con
respecto a que el bien es algo que debe ser “buscado” o “realizado”, de alguna
manera, tanto para uno mismo individualmente como para la sociedad.
No obstante esto, cabe destacar que es muy diferente el impacto que hará en
cualquier persona, si su adhesión está motivada por una búsqueda honesta de
mejoramiento (personal y social) o por algún tipo de resentimiento o “deseo de
revancha”, así como por la “ganancia personal” egoísta, usualmente expresada
como búsqueda de fama, riqueza o poder.
Hay infinidad de ideologías hoy en boga que son utilizadas, por quien adhiere a
ellas, para reforzar sus resentimientos. Es necesario, en vista a nuestra salud
psíquica, reconocer en nosotros mismos si ésa no es nuestra motivación básica de
adhesión a la misma.
Por las dudas aclaro que me estoy refiriendo a interpretaciones imaginarias de los
hechos y no a “relativizar” los hechos malos en sí, como la explotación, el abuso,
el maltrato, etc. Hechos, dicho sea de paso, que la mayoría de las personas
relativamente sanas reconocerán sin dudas como malos.
La capacidad de discernir lo bueno, lleva implícita también la posibilidad de
reconocer lo malo objetivo y ser capaz de salir corriendo de una situación que nos
daña.
No estoy intentando decir que “somos una tabla rasa”, como quería Skinner,
completamente “programable”. Tampoco creo que sea cierto que lo que un ser
humano es, es la suma de sus actos, Pero sí tengo que consensuar parcialmente
con los conductistas acerca de que nuestras acciones repetidas impactan a la
larga sobre nuestra esencia. Y si las acciones son buenas, los hábitos positivos
adquiridos devienen virtudes.
Dice Maslow:
<<¿Cómo se aprende a ser sabio, maduro, amable, a tener buen gusto, a ser
creativo, a tener buen carácter, a poder adaptarse a situaciones nuevas, a
detectar el bien, a buscar la verdad, a reconocer lo hermoso, lo genuino, es decir,
a desarrollar un aprendizaje intrínseco más que extrínseco?
<<Se aprende a partir de experiencias únicas, tragedias, matrimonios, hijos,
éxitos, triunfos, enamoramiento, enfermedad, muerte y similares.
<<Se aprende a partir del dolor, la depresión, la desgracia, el fracaso, la vejez y la
muerte.>>[3]
Cito de nuevo a May sólo para resaltar que no soy el único “demente” que está
viendo esto:
Si vamos todavía un poco más allá, podemos decir que la tendencia cada vez más
generalizada de interpretar la máxima freudiana (de que la salud mental consiste
en la capacidad de amar y trabajar) tergiversada en que la salud consiste
en“cojer y conseguir plata para gastar”, podemos ver que esto se parece
alarmantemente al método romano de control de “pan y circo”. Ya que
“conseguir plata para gastar” nunca es interpretado como producción creativa y
desarrollo interior sino como el mero trabajar para asegurar la subsistencia (pan).
Y “cojer” (disociado de todo compromiso emocional) es claramente una mera
“diversión” (circo).
Por otro lado, la “empatía acrítica” del terapeuta (frecuentemente hoy preconizada)
puede llevarlo, por inadvertida “contratransferencia” (o “resonancia”, como dicen
los sistémicos) a reforzar en lugar de sanar, por ejemplo, los resentimientos del
paciente.
Distinto es lograr una genuina compasión ( etimológicamente “padecer con”,
compartir el dolor) anclada en un claro sistema de valores que puede llevarlo a
empatizar con la parte de sufrimiento del paciente causada por el daño sufrido
(real o imaginario) pero desestimando toda moción que tienda a envilecer sus
propósitos (como haría el deseo de venganza).
7. La dirección de la cura.
Las estructuras psicopatológicas clásicas (delineadas originalmente por Freud y
sus seguidores) a saber: psicosis y neurosis más un estado borroso intermedio
denominado por algunos a-estructura o estructura límite o border y por otros (a mi
entender de una manera excesivamente generalizadora) “perversión”, son
altamente condenatorios. No sólo porque hay una rígida ordenación jerárquica de
los mismos (validada con la teoría de los “puntos de fijación”), sino que, por esta
“causa evolutiva o genética” parece apuntar a que la “sanidad” sería la neurosis.
Esto último (el neurótico es el sano), a mi entender, está causado por la confusión
antes citada entre normalidad y salud sumada al hecho estadístico de que los
neuróticos son la amplia mayoría.
También por la incapacidad del neurótico de ser realmente crítico con la realidad
(ya que preferentemente ve la verja y no lo que está detrás confundiendo
sistemáticamente “el mapa con el territorio”), condición que hace que se someta
acríticamente a las demandas sociales dando la sensación de “estar adaptado”
(“ama y trabaja”) cuando en realidad sólo está alienado o sometido,
profundamente “desconectado de sí mismo”. Es decir, es una especie de
“autómata”.
¿Y entonces?
¿Por qué razón querría algún tarado “ir a a la luna”?
Bonus
En fin, creo que me quedaron docenas de cosas sin aclarar, pero la computadora
me está acusando de que ya llevo tipiadas más de 20 páginas y me atormenta la
idea de que nadie va a leer un artículo tan largo.
Quiero cerrar no obstante con una anécdota.
La misma servirá también para contar quién fue este tal Roberto Bescós, a quien
dedico la nota.
Antes que nada tengo que aclarar que el tipo era un cura que, cuando lo conocí,
tenía alrededor de unos 85 años.
A quien uno veía deambular por los pasillos casi como un espectro, era un viejito
esmirriado, tembloroso débil y hasta algo tímido que, cuando lo llevaban medio a
la fuerza a algún evento social, se sentaba callado en un rincón tratando de llamar
lo menos posible la atención. Pero si uno se le acercaba a conversar, él lo
escuchaba atentamente, con una sonrisa y con unos ojitos penetrantes y no te
dejaba ir sin darte algún consejo... como diré después, frecuentemente el mismo
consejo.
Para la época de su muerte, dio la casualidad de que mi esposa estaba
organizando una biblioteca pública en el pueblo, y así fue como nos encontramos
con los centenares de libros de su biblioteca personal.
Fue curioseando estos libros que tuve el privilegio de asomarme borrosamente a
su actividad intelectual. La cantidad de libros de filosofía y teología de este hombre
que pude curiosear, estaban todos profusamente subrayados y repletos de notas
marginales algunas de una agudeza y penetración sorprendentes.
Sospecho que quizás, para cuando lo conocí, ya no leería demasiado. Ya habría
elaborado su síntesis final.
Algunos hechos concretos daban a entender a los que lo conocimos en qué
consistía esa “síntesis”.
Uno era que, casi hasta el último día de su vida, esa personita débil y achacada,
se levantaba cada mañana y sin falta, lo primero que hacía era ir caminando hasta
la clínica del pueblo a visitar y consolar enfermos.
Otro, que aun viviendo de una jubilación mínima, jamás dejaba de darle algo a
quien se lo pedía, quedándose, a menudo, sin nada para sí mismo.
Pero quizás lo más asombroso para muchos era cuando lo obligaban a dar un
sermón.
Uno bien podría pensar que tenía todo el derecho de negarse, dada su condición
de salud, pero parecería que para él no estaba entre sus posibilidades el hecho de
decirle a alguien que no.
Por la sencillez de sus palabras, quizás pocos hubieran podido adivinar los
complejos sistemas filosóficos que operaban en su mente. Nadie, quizás por
escucharlo. podría adivinar los volúmenes de Aristóteles, San Agustín, Santo
Tomás, Kierkegaard, Kant, etc que habían operado en él para que terminara
diciendo lo que decía.
Sorprendía a todos, por no poder comprender de dónde sacaba esa energía
cuando se ponía golpear la mesa con el puño repitiendo casi a los gritos e
insistentemente, las cuatro palabras que eran el corolario de todos sus
sermones: “hay que ser bueno”.
Ésa era su síntesis filosófica.
Ésa era, para él, la única clave de la felicidad.
Cuando faltaban pocas semanas para que cumpliera sus noventa años, la gente
que lo rodeaba y admiraba comenzó a armar una gran fiesta en su honor.