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Por H. Kinyah
El Vaticano no es un Estado. No tiene ninguno de los atributos ni
características clásicas de un Estado: carece de territorio propio (es
parte de Italia), no hay ciudadanos vaticanos (cada cuál tiene
pasaporte de alguna otra nación. Hasta el propio papa viaja con
pasaporte Italiano), su ejercito es de guardias Suizos, no se le
reconoce como nación en el seno de las Naciones Unidas. No
pertenece ni al "primer mundo", ni al "segundo" ni al "tercero".
¿Que es entonces?. ¡Muy sencillo! Es una empresa transnacional que
comercia con intangibles a futuro. Ahora que se viene señalando con
índice de fuego el papel tenebroso que juegan las empresas
transnacionales en el sostenimiento de gobiernos gorilescos y en el
derrocamiento de los regímenes democráticos, es oportuno enfocar
la atención sobre esta empresa transnacional, que es el vaticano, que
no solamente es la más antigua del mundo, sino la mejor organizada.
Al igual que la ITT, la Shell, la United Fruit, la Standard Oil, la
CocaCola y todas las demás empresas transnacionales, tiene
sucursales en muchos paises del mundo y una pirámide de
funcionarios y empleados, de diferentes nacionalidades, que le juran
lealtad exclusiva. Un ejemplo de lo que significa para cualquier
compañía transnacional el patriotismo lo vimos en el conflicto de
Medio Oriente, en 1974, cuando la Standard Oil, supuestamente
norteamericana, se rehusó a proporcionar combustible a la flota
norteamericana del Mediterráneo, sí no se le compraba al precio que
ella exigía. (Ojo la iglesia católica de México durante las invasiones
extranjeras, el apoyo que dio a los invasores y el repudio a los
Gobiernos legalmente constituidos.) Las transnacionales no tienen
patria, únicamente intereses. Puesto que no tienen tampoco
"pueblo", están liberadas de cualquiera preocupación democrática o
de cogobierno. La organización es monolítica, con líneas verticales
de mando que se inician en el vértice de la pirámide, con un
presidente y una Mesa Directiva, electos por la asamblea de
accionistas y desciende, a través de órganos consultivos y
ejecutivos, hasta los gerentes nacionales y los simples expendedores
del producto. En la empresa vaticana, el "papa" es el electo por la
asamblea de accionistas (el colegio de cardenales), los gerentes
nacionales son los arzobispos, los regionales son los obispos y los
concesionarios para la venta de la mercancía son los curas.
El producto que vende la empresa vaticana se llama SALVACION
EN LA OTRA VIDA. Cae dentro el ramo de los seguros de vida,
con la modalidad de que no ofrece pagar a los deudos sino
directamente al asegurado; pero en la otra vida. El artículo no es
nuevo. Fue inventado hace más de 10,000 años; pero la novedad de
la patente; la marca comercial, los membretes y símbolos,
registrados hace 2,000 años, le dan su fisonomía actual. El pobre
inventor de estas modificaciones, como siempre sucede, murió en la
desgracia. Otros se han encargado de explotarla. La venta se hace a
plazos semanales, libres de impuestos, empezando desde el primer
día que el niño va al centro de propaganda, que es la iglesia de su
barrio, y allí deposita una monedita. Como el monto de la
retribución en la otra vida es proporcional a las aportaciones (menos
las deducciones por mala conducta), se deja a cada quien la libertad
de decidir cuánto invierte: ¡Allá él! El comercio de intangibles
depende fuertemente de factores psicológicos. Por principio de
cuentas, el cliente necesita estar convencido de que el artículo existe
en realidad, aunque no pueda verlo, ni tocarlo para comprobar
objetivamente este aserto. Para esto se necesita fe. Fe en la calidad
del artículo, fe en que le sera entregado, fé en la solvencia moral de
la empresa, fé en su personal. Mientras más irracional, absurdo y
raro sea lo que se promete al consumidor (pirámides, Johnny...), más
fé necesita para desear adquirirlo y la empresa vaticana, para vender
su producto, ha tenido que llegar al extremo de pedir a sus clientes
que tengan fé ciega; que se pongan tapa ojos y orejeras para no ver
ni escuchar a la razón ni al sentido común. Que sean mansos
corderitos y no discutan... que sólo compren.
En realidad, el mayor peligro para el prestigio del producto y su
consumo masivo ya no proviene de otros competidores.
Ciertamente, en el pasado, la empresa vaticana sostuvo guerras
sangrientas contra otras negociaciones transnacionales que
pretendían arrebatarle el mercado; pero es justo reconocer que, a
pesar de todo, logro imponerse en Europa y establecer agencias
permanentes en América. A la fuerza, desde luego. Si comparamos
el artículo romano con el árabe, veremos que este último está más
vistosamente envuelto con huríes, ríos de miel y leche, finas viandas
y eterna borrachera. Responde a los gustos y preferencias de pueblos
libidinosos y sibaritas, de temperamento ardiente. En Asia, el
producto indostano se popularizó, gracias al acierto de ofrecer el
pago de dividendos en otra vida, pero aquí mismo en la Tierra, no en
una utopía celeste vaga y misteriosa. El inconveniente es que,
desgraciadamente, la vida en nuestro planeta no es siempre
agradable, aunque se encarne en un maharajá; pero a cambio de ello,
la clientela de las empresas indostanas se enfrasca en una
competencia desesperada por quedarse con los premios mejores,
como jauría hambrienta que se pelea por un flaco hueso. A los que
pierden se les ofrece la alternativa de salirse del juego y no volver
más a esta Tierra. Muchos optan por esta solución. Mientras más
feas se ponen las cosas en el mundo, son más los que quieren irse y
no volver. La Buda & Nirvana International Corp. garantiza a sus
clientes que les puede enseñar dónde está la puerta. En cuatro mil
años de estar operando, nadie ha regresado para reclamarle. La
empresa vaticana se ha cuidado de no exagerar sus promesas para no
perder credibilidad.
Aunque sus artistas publicitarios llenaron las paredes de sus casas
comerciales con perspectivas celestes, pobladas de angelitos
retozando entre las nubes, ahora la empresa se ha quedado
prudentemente callada sobre la localización exacta del paraíso en
que ofrece cumplir a sus clientes la promesa de una vida eterna de
felicidad. Ya no puede sugerir que esa mansión celeste flota en la
estratosfera, ni tampoco la puede situar en otro planeta o sistema
solar. Niega que esté dentro de cada uno de nosotros y no se atreve a
postular una cuarta o quinta dimensión; por el temor de que algún
día las matemáticas lleguen hasta ahí. Simplemente calla, en espera
de que los telescópios descubran una barrera infranqueable para
entonces decir que el paraíso está detrás de ella y que la única
agencia de pasajes es el Vaticano. No es fácil, en un mundo que
cada día se desatonteja más, vender boletos de primera y turismo
hacia un encantador fraccionamiento celestial situado en el "más
allá"; sobre todo porque no conviene describirlo con demasiado
detalle y correr el peligro de que se descubra el fraude. Ya estamos
escarmentados de fraccionadores aviesos que nos muestran
preciosas maquetas y perspectivas con sol, fuentes, casas que
siempre parecen más grandes de lo que realmente serán y chicas en
bikini con invitantes sonrisas. Cuando llegamos al lugar, resulta que
es un pedregal abandonado, lejos de todo y lleno de bichos
repugnantes. Por eso, la empresa vaticana deja a cada quien que se
imagine su lotecito como quiera, al cabo no puede ir a cerciorarse
por sí mismo. Nadie puede alegar que le tomaron el pelo.
Pero, para que la demanda del producto no disminuya ante el embate
erosivo de la razón y de la ciencia, para que siga aumentando la
clientela del artículo intangible que se llama SALVACION EN LA
OTRA VIDA, los aboneros del más allá tienen que recurrir a las más
variadas estrategias. Como todas las transnacionales, el consorcio
vaticano tiene metida la mano en muchas partes: en la banca
internacional, los bienes raíces, la prensa y, sobre todo en los
gobiernos. Lo hace simplemente para proteger sus propios intereses.
Es obvio que si la vida en este planeta fuese agradable y feliz,
desaparecería el anhelo de alcanzar una vida mejor en un paraíso
hipotético. Para que alguien desée salvarse, necesita haber algo
indeseable de qué salvarse. Mientras haya miseria, habrá quien
aspire a la riqueza; mientras haya dolor, habrá quiénes busquen
placer; mientras haya opresión y esclavitud, habrá quiénes pidan ser
liberados; mientras haya injusticia, habrá quiénes clamen por
justicia. Si se alcanzan todas estas cosas aquí en la Tierra, se habrá
matado a la gallina de los huevos de oro. ¿Como hacer, pues, para
perpetuar la ignorancia, la miseria, la desigualdad, la opresión y
todas las demás desgracias de la humanidad sin descubrirse como
enemigo de ella, sino simulando ser su salvador? He aquí el dilema
que encaró, hace siglos, la empresa vaticana y cuya solución es el
cimiento de su estrategia internacional. Se funda en tres principios, o
pretendidas virtudes teologales: FE, ESPERANZA Y CARIDAD.
Son tres poderosas armas, pintadas de blanco y camufladas con tanto
arte que a su enunciación todos ustedes vibraron de emoción mística
y ahora sentirán profunda indignación ante lo que juzgarán como
sacrilegio: la demostración de que esta trilogía es el atentado más
perverso que jamás se ideó contra la humanidad. Porque con la FE
se anula a la razón y a la inteligencia; con la ESPERANZA se
convierte al hombre en esclavo de la casualidad, incapaz de planear,
prever y calcular el futuro científicamente y con la caridad se
destruye el equilibrio sinérgico y se perpetúa la humillación, la
invalidez y la miseria. Las tácticas de los mercaderes de la
inmortalidad son materia de la historia. Hablan de paz y, al mismo
tiempo, instigan las guerras, bendicen las armas, distribuyen
amuletos entre los contendientes de ambos bandos y se sientan a
esperar para ver quien gana y entonar "te déums" en su nombre.
Hablan de igualdad y defienden los privilegios de clase en los
régimenes aristocráticos de explotación. Hablan de iluminación y
apagan las luces del conocimiento. Los mercachifles del santo
disimulo inventaron la confesión y la absolución, como medio para
invalidar el sentido de responsabilidad social. Donde quiera que van
les acompaña la distorsión de los valores naturales, del sentido
común, de la ética y de la confianza de los hombres en sí mismos,
para substituirlos por escalas de valores sobrenaturales, antí
naturales, arbitrarios y ficticios, suficientemente impactantes como
para dejar a los individuos sumidos en la confusión y abatidos por
un complejo de culpabilidad, inducido arteramente (¿¡Digan Uds.,
nomás, qué rayos de culpa tenemos de que Adán haya cohabitado
con Eva!?).
Viva la anarquía!