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NEGRA SEVILLA

Corría el sexto día del cuarto mes del año de nuestro señor de 1607, cuando las campanas de la
iglesia de Santa Ana resonaron en la ciudad de Sevilla. Allí, en un palacete cercano, Alonso
Solís despertaba entra mullidas almohadas y blancas sábanas de seda.

Él, conde de diversidad de tierras y buen amante entre las mujeres de su estatus social, Solís,
oscuro de pelo y blanco de piel, abría sus ojos perezosamente, adaptándose a la luminosidad del
cuarto que era decorado por tapices y cuadros de generaciones pasadas.

Mientras, al otro lado de la puerta, una sirvienta de piel igual al chocolate, esperaba a que su
amo la llamase.

-¡Margarita!- gritó Alonso, llamando a la criada.

Ese, en realidad, no era su nombre pero, al llegar como esclava africana a la península, fue
llamada así.

-A su merced, señor.- dijo ella con la cabeza gacha entrando por la puerta de la alcoba.

-Limpie esta pocilga y vístame con mi más lujoso traje.- ordenó él.

A punto estuvo la criada de decirle que eso no era una pocilga ni nada a su semejanza, pues ella
vivía en una y sabía diferenciar a la perfección lo que era vivir entre cerdos y vivir entre seda
como su señor. Mas, a sabiendas de lo que pasaría si soltaba de sus labios carnosos aquello,
decidió sellar su boca y no decir nada.

Una vez Solís se hubo vestido con calzas negras y traje azul y blanco, salió de la habitación para
ir al comedor, donde le esperaba un festín que pocos podían costearse.

Con la boca llena de comida, se dispuso a hablar.

-Como bien sabéis, hoy, se celebrará una gran fiesta aquí. Así que espero, por el bien de todos,
que la plata esté limpia, la comida organizada y todo en orden.

Los sirvientes, allí presentes, sabían de buena mano que lo que el “señorito” diga va a misa y
que por ello, debían agachar la cabeza y acatar sus mandatos.

Alonso, nada más terminar de comer, salió del palacete –heredado de su padre- y se dirigió al
carruaje que le esperaba fuera para ir a visitar a su amigo Miguel.

Miguel, duque y viejo amigo del conde, era un hombre chulesco y mujeriego que disfrutaba de
una vida llena de lujos, vino y mujeres que le hicieran compañía.Para llegar al palacio de
Miguel Olivares, había que atravesar la ciudad y, aunque al señor Solís no le hacía mucha
gracia, era eso o un largo y pesado trayecto bordeando la misma.

Los chiquillos que correteaban cerca de la carroza donde iba nuestro conde, asomaban sus
huesudas manos por las cortinas que separaban a Alonso de la muchedumbre. Estos, iban en
busca de algo de dinero, pues carecían de él. Pero, lejos de que Alonso Solís fuera solidario y
ofreciera parte de su oro a esos niños, les propinaba manotazos con asquerosidad. Y mientras él
pensaba en qué pechos degustaría en la fiesta, si los de doña Emilia o doña Ana, esos niños,
criados entre la hambruna y pobreza, pensaban con pavor si lograrían pasar con vida de la
oscura noche que les aguardaba.

Después de una tarde de ocio con su amigo Olivares, llegó a su palacete justo a la hora para
recibir a sus invitados y probar los deliciosos manjares que yacían en la mesa.

Ya bien entrada la noche, la gente, llevaba más alcohol que sangre en las venas y más comida en
sus estómagos que en el de un campesino en un año.

¡Qué tragedia la de aquella noche! Puesto que una esclava de piel negra y bien harta de los
caprichos de su amo y señor, había echado cianuro en cada copa de vino que iba colocando en
las distintas mesas.

Él suelo, poco a poco, fue llenándose de cuerpos sin vida de encaprichados nobles que lo único
que sabían hacer era gastar el dinero del pueblo en fiestas, alcohol, trajes, etc.

La nobleza ya había gobernado suficiente, ahora, era el turno del pueblo.

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