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de terror
club de lectura
Los Lectores Salvajes
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En la estepa
Samantha Schewlin
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yo, y no pasa una noche en la que ni el frío ni el cansancio lo
persuadan de dejar la búsqueda para el día siguiente, cuando
estamos entre los arbustos, él se mueve con cierto recelo, como si
de un momento a otro algún animal salvaje pudiera atacarlo.
Ahora estoy sola, mirando la ruta desde la cocina. Esta mañana,
como siempre, nos levantamos tarde y almorzamos. Después Pol
fue al pueblo con la lista de las compras y los artículos para la
revista. Pero es tarde, hace tiempo que debió haber regresado, y
todavía no aparece. Entonces veo la camioneta. Ya llegando a la
casa me hace señas por la ventanilla para que salga. Lo ayudo con
las cosas, él me saluda y dice:
—No lo vas a creer.
—¿Qué?
Sonríe y me indica que entremos. Cargamos las bolsas pero no
las llevamos hasta la cocina, no una vez que algo sucede, que al fin
hay algo para contar.
Dejamos todo a la entrada y nos sentamos en los sillones.
—Bueno —dice Pol; se frota las manos—, conocí a una pareja, son
geniales.
—¿Dónde?
Pregunto sólo para que siga hablando y entonces dice algo
maravilloso, algo que nunca se me hubiera ocurrido y sin
embargo entiendo que lo cambiará todo.
—Vinieron por lo mismo —dice. Le brillan los ojos y sabe que
estoy desesperada por que continúe—, y tienen uno, desde hará
un mes atrás.
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—¿Tienen uno? ¡Tienen uno!, no lo puedo creer…
Pol no deja de asentir y frotarse las manos.
—Estamos invitados a cenar. Hoy mismo.
Me alegra verlo feliz y yo también estoy tan feliz que es como si
nosotros también lo hubiéramos logrado. Nos abrazamos y nos
besamos, y enseguida empezamos a prepararnos.
Cocino un postre y Pol elige un vino y sus mejores puros.
Mientras nos bañamos y nos vestimos me cuenta todo lo que
sabe. Arnol y Nabel viven a unos veinte kilómetros de acá, en una
casa muy parecida a la nuestra. Pol la vio porque regresaron
juntos, en caravana, hasta que Arnol tocó la bocina para avisar
que doblaban y entonces vio que Nabel le señalaba la casa. Son
geniales, dice Pol a cada rato y yo siento cierta envidia de que ya
sepa tanto sobre ellos.
—¿Y cómo es? ¿Lo viste?
—Lo dejan en la casa.
—¿Cómo que lo dejan en la casa? ¿Sólo?
Pol levanta los hombros. Me extraña que el asunto no le llame la
atención, pero le pido más detalles mientras sigo adelante con los
preparativos.
Cerramos la casa como si no fuéramos a volver durante un
tiempo. Nos abrigamos y salimos. Durante el viaje llevo el pastel
de manzana sobre la falda, cuidando que no se incline, y pienso
en las cosas que voy a decir, en todo lo que quiero preguntarle a
Nabel. Puede que cuando Pol invite a Arnol con un puro nos dejen
solas. Entonces quizá pueda hablar con ella sobre cosas más
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privadas, quizá Nabel también haya usado velas y soñado con
cosas fértiles a cada rato y ahora que lo consiguieron puedan
decirnos exactamente qué hacer.
Al llegar tocamos bocina y enseguida salen a recibirnos. Arnol es
un tipo grandote y lleva jeans y una camisa roja a cuadros; saluda
a Pol con un fuerte abrazo, como un viejo amigo al que no ve hace
tiempo. Nabel se asoma tras Arnol y me sonríe. Creo que vamos a
llevarnos bien. También es grandota, a la medida de Arnol
aunque delgada, y viste casi como él; me incomoda haber venido
tan bien vestida. Por dentro la casa parece una vieja hostería de
montaña. Paredes y techo de madera, una gran chimenea en el
living y pieles sobre el piso y los sillones. Está bien iluminada y
calefaccionada. Realmente no es el modo en que decoraría mi
casa, pero pienso en que se está bien y le devuelvo a Nabel su
sonrisa. Hay un exquisito olor a salsa y carne asada. Parece que
Arnol es el cocinero, se mueve por la cocina acomodando algunas
fuentes sucias y le dice a Nabel que nos invite al living. Nos
sentamos en el sillón. Ella sirve vino, trae una bandeja con una
picada y enseguida Arnol se suma. Yo quiero preguntar cosas, ya
mismo: cómo lo agarraron, cómo es, cómo se llama, si come bien,
si ya lo vio un médico, si es tan bonito como los de la ciudad. Pero
la conversación se alarga en puntos tontos. Arnol consulta a Pol
sobre los insecticidas, Pol se interesa en los negocios de Arnol,
después hablan de las camionetas, los sitios donde hacen las
compras, descubren que discutieron con el mismo hombre, uno
que atiende en la estación de servicio, y coinciden en que es un
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pésimo tipo. Entonces Arnol se disculpa porque debe revisar la
comida, Pol se ofrece a ayudarlo y se alejan. Me acomodo en el
sillón frente a Nabel. Sé que debo decir algo amable antes de
preguntar lo que quiero. La felicito por la casa, y enseguida
pregunto:
—¿Es lindo?
Ella se sonroja y sonríe. Me mira como avergonzada y yo siento
un nudo en el estómago y me muero de la felicidad y pienso “lo
tienen”, “lo tienen y es hermoso”.
—Quiero verlo —digo. “Quiero verlo ya”, pienso, y me incorporo.
Miro hacia el pasillo esperando a que Nabel diga “por acá”, al fin
voy a poder verlo, alzarlo.
Entonces Arnol regresa con la comida y nos invita a la mesa.
—¿Es que duerme todo el día? —pregunto y me río, como si fuera
un chiste.
—Ana está ansiosa por conocerlo —dice Pol, y me acaricia el pelo.
Arnol se ríe, pero en vez de contestar ubica la fuente en la mesa y
pregunta a quién le gusta la carne roja y a quién más cocida, y
enseguida estamos comiendo otra vez. En la cena Nabel es más
comunicativa. Mientras ellos conversan nosotras descubrimos
que tenemos vidas similares. Nabel me pide consejos sobre las
plantas y entonces yo me animo y hablo sobre las recetas para la
fertilidad. Lo traigo a cuenta como algo gracioso, una ocurrencia,
pero Nabel enseguida se interesa y descubro que ella también las
practicó.
—¿Y las salidas? ¿Las cacerías nocturnas? —digo riéndome—
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¿Los guantes, las mochilas?— Nabel se queda un segundo en
silencio, sorprendida, y después se echa a reír conmigo.
—¡Y las linternas! —dice ella y se agarra la panza— ¡esas malditas
pilas que no duran nada!
Y yo, casi llorando:
—¡Y las redes! ¡La red de Pol!
—¡Y la de Arnol! —dice ella— ¡No puedo explicarte!
Entonces ellos dejan de hablar: Arnol mira a Nabel, parece
sorprendido. Ella no se ha dado cuenta todavía: se dobla en un
ataque de risa, golpea la mesa dos veces con la palma de la mano;
parece que trata de decir algo más, pero apenas puede respirar.
La miro divertida, lo miro a Pol, quiero comprobar que también la
está pasando bien, y entonces Nabel toma aire y llorando de risa
dice:
—Y la escopeta —vuelve a golpear la mesa— ¡por Dios, Arnol! ¡Si
sólo dejaras de disparar! Lo hubiéramos encontrado mucho más
rápido…
Arnol mira a Nabel como si quisiera matarla y al fin larga una
risa exagerada. Vuelvo a mirar a Pol, que ya no se ríe. Arnol
levanta los hombros resignado, buscando en Pol una mirada de
complicidad. Después hace el gesto de apuntar con una escopeta y
dispara. Nabel lo imita. Lo hacen una vez más apuntándose uno al
otro, ya un poco más calmados, hasta que dejan de reír.
—Ay… Por favor… —dice Arnol y acerca la fuente para ofrecer más
carne—, por fin gente con quien compartir toda esta cosa…
¿Alguien quiere más?
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—Bueno, ¿y dónde está? Queremos verlo —dice al fin Pol.
—Ya van a verlo —dice Arnol.
—Duerme muchísimo —dice Nabel.
—Todo el día.
—¡Entonces lo vemos dormido! —dice Pol.
—Ah, no, no —dice Arnol—, primero el postre que cocinó Ana,
después un buen café, y acá mi Nabel preparó algunos juegos de
mesa. ¿Te gustan los juegos de estrategia, Pol?
—Pero nos encantaría verlo dormido.
—No —dice Arnol—. Digo, no tiene ningún sentido verlo así. Para
eso pueden verlo cualquier otro día.
Pol me mira un segundo, después dice:
—Bueno, el postre entonces.
Ayudo a Nabel a levantar las cosas. Saco el pastel que Arnol había
acomodado en la heladera, lo llevo a la mesa y lo preparo para
servir. Mientras, en la cocina, Nabel se ocupa del café.
—¿El baño? —dice Pol.
—Ah, el baño… —dice Arnol y mira hacia la cocina, quizá
buscando a Nabel—, es que no funciona bien y…
Pol hace un gesto para restarle importancia al asunto.
—¿Dónde está?
Quizá sin quererlo, Arnol mira hacia el pasillo. Entonces Pol se
levanta y empieza a caminar, Arnol también se levanta.
—Te acompaño.
—Está bien, no hace falta —dice Pol ya entrando al pasillo.
Arnol lo sigue algunos pasos.
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—A tu derecha —dice—, el baño es el de la derecha.
Sigo a Pol con la mirada hasta que finalmente entra al baño.
Arnol se queda unos segundos de espaldas a mí, mira hacia el
pasillo.
—Arnol —digo, es la primera vez que lo llamo por su nombre—
¿te sirvo?
—Claro —dice él— me mira y se da vuelta otra vez hacia el pasillo.
—Servido —digo, y empujo el primer plato hasta su sitio— no te
preocupes, va a tardar.
Sonrío para él, pero no responde. Regresa a la mesa. Se sienta en
su lugar, de espaldas al pasillo. Parece incómodo, pero al fin corta
con el tenedor una porción enorme de su postre y se la lleva a la
boca. Lo miro sorprendida y sigo sirviendo. Desde la cocina Nabel
pregunta cómo nos gusta el café. Estoy por contestar, pero veo a
Pol salir silenciosamente del baño y cruzarse a la otra habitación.
Arnol me mira esperando una respuesta. Digo que nos encanta el
café, que nos gusta de cualquier forma. La luz del cuarto se
enciende y escucho un ruido sordo, como algo pesado sobre una
alfombra. Arnol va a volverse hacia el pasillo así que lo llamo:
—Arnol —me mira, pero empieza a incorporarse.
Escucho otro ruido, enseguida Pol grita y algo cae al piso, una
silla quizá; un mueble pesado que se mueve y después cosas que
se rompen. Arnol corre hacia el pasillo y toma el rifle que está
colgado en la pared. Me levanto para correr tras él, Pol sale del
cuarto de espaldas, sin dejar de mirar hacia adentro. Arnol va
directo hacia él pero Pol reacciona, lo golpea para quitarle el rifle,
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lo empuja hacia un lado y corre hacia mí. No alcanzo a entender
qué pasa, pero dejo que me tome del brazo y salimos. Escucho
tras nosotros la puerta ir cerrándose lentamente y después el
golpe que vuelve a abrirla. Dentro Nabel grita. Pol sube a la
camioneta y la enciende, yo subo por mi lado. Salimos marcha
atrás y por unos segundos las luces iluminan a Arnol que corre
hacia nosotros.
Ya en la ruta andamos un rato en silencio, tratando de
calmarnos. Pol tiene la camisa rota, casi perdió por completo la
manga derecha y en el brazo le sangran algunos rasguños
profundos. Pronto nos acercamos a nuestra casa a toda velocidad
y a toda velocidad nos alejamos. Lo miro para detenerlo pero él
respira agitado; las manos tensas aferradas al volante. Examina
hacia los lados el campo negro, y hacia atrás por el espejo
retrovisor. Deberíamos bajar la velocidad. Podríamos matarnos si
un animal llegara a cruzarse. Entonces pienso que también podría
cruzarse uno de ellos: el nuestro. Pero Pol acelera aún más, como
si desde el terror de sus ojos perdidos, contara con esa
posibilidad.
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El Monstruo
Daniel Moyano
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que en el fondo es el mismo de siempre. Podrá ser todo lo raro
que usted quiera, más raro aún que los monstruos vistos por mi
padre y por mi abuelo, pero toda su rareza, que es lo único que
tiene, no es más que la apariencia de un viejo problema. Yo me he
acostumbrado a verlo todo bajo el molde que me forjé ante mi
primer contacto con las cosas, y así nunca he tenido problemas de
fondo. Claro está, usted ve el monstruo solamente, y comete
entonces un error de percepción. Ya se acostumbrará a ver
cualquier fenómeno aparentemente inusitado sin alterar en nada
su vida cotidiana. Por ahora, usted ve, es imposible conseguirle
ese permiso. El balance debe estar terminado antes de fin de mes.
Como usted mismo acaba de decírmelo, faltan pocos días para su
licencia. ¿Por qué no espera hasta entonces? Así puede verlo todo
el tiempo que quiera. Yo mismo quisiera verlo, pero no podré
hasta fin de año.”
Los diarios comentaron mucho el asunto durante una semana. La
última noticia que publicaron fue sobre la decisión de las
autoridades municipales de colocar al monstruo en una plaza
pública para que todo el mundo lo viera. Después, nada, como si
el monstruo hubiese muerto. Publicaron fotografías, algunas más
o menos nítidas y otras borrosas y oscuras. Ninguna fotografía me
satisfacía plenamente en mi afán por saberlo todo sobre el
monstruo. Eran por lo general vistas del cuerpo entero del
monstruo, sin detalles que permitieran apreciar el brillo o la
expresión de sus ojos o la calidad del pelo que cubría todo su
cuerpo. Además, en casi todas ellas aparecían figuras humanas
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que cubrían muchas veces alguna parte de la figura.
Compraba todos los diarios, acechando cuidadosamente la hora
de su aparición y los hojeaba primero con rapidez, luego
detenidamente. Ni una sola línea sobre el monstruo. Cuando
todavía las posibilidades del viaje eran remotas yo había
comprado ya una serie de cosas, cuadernos de notas,
instrumentos de medición, libros y una máquina fotográfica que
me entregaron un día, lujosamente embalada, con un librito de
instrucciones para su manejo, escrito en alemán, que traduje yo
mismo con el único auxilio de un pequeño diccionario y una
gramática de bolsillo. Comprender su significado me costó un
sentido, pero yo pensaba que cada palabra revelada me acercaba
más al monstruo que tanto deseaba ver. Recuerdo que pasaba
largas horas nocturnas leyendo recortes de viejas revistas sobre
monstruos reales o fingidos, en las que pude confirmar a veces lo
que me había dicho el gerente. Cuando encontraba a alguien que
demostraba algún interés en el hecho, yo no lo dejaba hablar y lo
atiborraba en cambio con mis propias interpretaciones,
maravillosas y complicadas. Y llegaba siempre a un límite de
exaltación que nadie estaba dispuesto a tolerarme, de modo que
mi aburrido oyente se alejaba de mí perplejo y hastiado. Me
preguntaba entonces si era posible la indiferencia sobre algo tan
maravilloso. Durante un mes todo el mundo había hablado de
ello, y después nada, el silencio.
Al fin un cine anunció que pronto pasarían una película de corto
metraje sobre el “horrible monstruo”. Recuerdo que fui dos veces
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a preguntar cuándo sería eso, y que las dos veces me
respondieron próximamente.
Un día el jefe de mi sección me encontró dibujando y me
reprendió seriamente. Tomó la hoja y se puso a mirar. Era un
dibujo del monstruo tal como yo me lo imaginaba. Como todo en
él indicaba que la rompería, tuve el valor de pedirle que no lo
hiciera. Él siguió mirando la hoja sin alterar su rostro. Después
movió la lengua dentro de la boca sin despegar los labios.
Al día siguiente me sorprendí pensando que quizás las grandes
bestias, marinas o terrestres, tenían de horroroso tan solo el
aspecto, y quién sabe hasta dónde. Y estaba convencido de que no
había ningún furor en sus almas y que en cambio estaban llenas
de un gran amor que solo podían expresar a través de rugidos. Y
en mis ensoñaciones me veía descendiendo a lo profundo del mar,
acercándome, temblando de coraje y de miedo, a un monstruo
que yacía eternamente despierto en su habitáculo abismal, y
pensaba que él me entendería, varias veces, pero pensaba
también que quizás no hubiera tiempo para demostrarle que yo
llegaba allí para entenderlo, y me devorase. Y aunque sabía que lo
último era lo más reprobable, no me arredraba y me acercaba a él
lentamente.
Después los diarios publicaron otra fotografía más o menos
nítida en una edición dominical y en una página posterior
dedicada por lo general a notas gráficas de cine, exposiciones y
modas. Se podía apreciar claramente el enorme volumen del
monstruo y su rostro casi humano. Eso sí que valía la pena.
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Debajo de la foto había una breve explicación donde se decía que
la enorme masa de carne había empezado a endurecerse, a
osificarse, y añadía más abajo lo que ya se sabía sobre la
disposición y forma de la lengua, que le permitía articular sonidos
casi humanos. Se advertía claramente, además, que le había
crecido una enorme barba sobre el rostro. En otra página del
diario, dedicada a noticias del interior, publicaban una nota
donde se decía que las autoridades habían resuelto poner un
guardián junto al extraño hallazgo para evitar que algún malvado
experimentase con él. La actitud me pareció digna de aplauso. Se
sabía que un sujeto se había mofado un largo rato del monstruo,
mientras éste lo miraba desde sus extraños ojos, sin gruñir como
otras veces con su voz casi humana cuando alguien permanecía
mucho tiempo a su lado. El individuo, acercándose y mirándolo
frente a frente, le tiró los pelos de la barba y le hincó un alfiler en
las aletas de la nariz. Entonces el monstruo lo escupió y el hombre
empezó a aullar y a protestar arrojándole piedras. Cuando
intervino la policía para evitar otras consecuencias, el monstruo
enmudeció, giró su enorme masa (sus movimientos eran cada vez
más lentos y difíciles) y lloró silenciosamente. El llanto era parte
quizás de su idioma inarticulado. Yo me rebelé al día siguiente
entre mis compañeros, en el Banco, diciendo que poner al
monstruo en una plaza pública, para mofa de los ignorantes, era
una medida inhumana. Estaba en el centro de una plaza como un
extraño monumento (medía unos tres metros de altura),
protegido por un pequeño cerco que nadie respetaba. Me rebelé,
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como dije, defendiendo al monstruo y mis compañeros se
burlaron otra vez de mi actitud.
Después de esa noticia no se dijo nada más. Durante la siguiente
semana y no sé cuánto tiempo más, los diarios enmudecieron.
Recorté la fotografía y la puse con las otras, que guardaba en una
carpeta. Un viernes me invitaron a cazar en las cercanías de un
pueblo del oeste, donde después pasaríamos la noche. Accedí de
mala gana. Prefería quedarme a ordenar mis cosas y mis recortes
de diario, todavía sueltos en la carpeta. Como los sábados no
trabajábamos, partimos ese día en una vieja camioneta. Yo tuve
que ir atrás, en la carrocería, porque adelante no cabían más.
Aunque yendo atrás, solo, podía dedicarme tranquilamente a mis
pensamientos, recuerdo que sufrí mucho ese día a causa de mi
impaciencia. Yo debía estar viajando hacia el norte, hacia mi
soñada meta, y sin embargo estaba allí, en ese vehículo, rumbo a
un pueblo extremo, ajeno a mis cálculos. Y el vehículo andaba
siempre y me separaba cada vez más de mi objetivo. Y si pensaba
en el retorno, que sería mucho tiempo después, y lograba salvar
ese tiempo insalvable, no variaba nada mi situación, pues
regresaríamos a la ciudad, siempre lejos del hecho que yo quería
ver y palpar. En consecuencia ese alejamiento momentáneo me
hacía cobrar más conciencia de la distancia que siempre me
faltaría para llegar hasta él.
Llegamos a una casa que habitaban un par de viejos y un chico.
Por la conversación, que giró sobre temas generales, sospeché que
no sabían nada del hallazgo. Como estábamos muy cansados,
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apenas oscureció nos acostamos. A las diez ya estaba cansado de
estar en la cama. Pensaba en mis fotografías, en mis recortes. Mis
amigos dormían. El viejo y la vieja murmuraban en la pieza
contigua, levantados aún. Necesitaba contarles la historia del
monstruo. Empecé lentamente, tratando de no turbar a aquella
gente con una historia increíble. Pero poco a poco fui subiendo el
tono y llegué a los límites que nadie me toleraba. Aquella gente,
sin embargo, me miraba con los ojos muy abiertos y la boca
inmóvil. El chico se había sentado en el lecho, quizás asustado, y
se diría que oía con los ojos. Cuando acabé el relato noté que se
me habían saltado las lágrimas de puro entusiasmo. Me levanté
del banco donde me había sentado y vi a uno de mis amigos
mirándome fijamente, con severidad. Nos acostamos nuevamente
y me dormí muy tarde. Él no me dijo nada, pero su silencio era
sin duda reprobatorio.
Los viejos sin duda quedaron perplejos. Yo no solo narré los
hechos divulgados por los diarios sino que añadí por mi cuenta
todo cuanto imaginaba. Describí la forma en que fue hallado,
detrás de unos tablones enmohecidos, y el espanto que produjo al
principio oírle articular sonidos casi humanos; su rostro limpio,
libre de pelos, que era lo único humano, aparte de la voz, que
tenía aquella enorme masa de carne, y la forma en que empezó a
osificarse. Señalé el hecho de que el monstruo no comiera nunca
nada, por cuya razón era lógico suponer que se nutría de sí
mismo. Añadí que se consumiría lentamente y que al endurecerse
por fuera se vaciaba por dentro y que acabaría devorándose
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íntegramente o secándose como una planta. Insistí sobre la voz,
masculina y bien timbrada, y me imaginaba, e imaginaba para
ellos, que quizás el monstruo tuviera la secreta esperanza de ser
humano alguna vez, sabiendo que era completamente imposible y
que mantenía la esperanza a pesar de esa certeza. Además creería
en cierta inmortalidad, en una cierta indestructibilidad de su vida.
Esto pareció no ser bien comprendido por mis mudos oyentes, y
en ese punto de mi narración estaba cuando advertí a mi amigo
mirándome como desaprobando mi actitud.
Faltaba una semana justa para que me concedieran la licencia.
Por fin podría viajar y ver el fenómeno. Inútilmente compraba los
diarios y las revistas para buscar más noticias. A veces, en breves
líneas, se anunciaba que un funcionario había visitado al
monstruo y publicaban sus comentarios. Pero nada más. De él,
nada. La anunciada película no llegaba nunca. La gente hablaba
de otras cosas. En el Banco me habían prohibido hablar del
asunto: distraía al personal. Las hojas de mi carpeta estaban casi
todas en blanco; no tenía qué pegar en ellas. La indiferencia de la
gente me torturaba. Para todos era un asunto concluido y se
entregaban a sus problemas habituales. No había pasado nada.
Los hechos, al producirse, morían en el acto.
Los animales tuvieron para mí desde entonces una importancia
extrema. Era amigo de un predicador que siempre tenía una
respuesta atinada para cualquier problema, referida siempre a un
probable mundo del futuro. Se sorprendió de mi interés y me dijo
que en el mundo que estaba por llegar las fieras convivirían
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pacíficamente con el hombre, e incluso me mostró el grabado de
una revista, a la que pretendía suscribirme desde hacía mucho
tiempo, un grabado donde había hombres semidesnudos
acostados junto a fieras de ojos mansos. Tomé la suscripción
agradeciendo así su atinada respuesta, y a medida que los
ejemplares me llegaban semanalmente los ojeaba con ansiedad
buscando algo sobre las fieras. Cuando encontraba alguna cosa de
interés la recortaba y la pegaba en mi carpeta.
Cuando me enteré de que un vecino mío, que apenas conocía,
había estado allí, fui a verlo. Había ido en viaje de bodas y se
detuvo un día en ese pueblo. Poco me pudo decir. Cuando ellos
fueron a ver la maravilla, después de comer, bañarse y descansar
confortablemente, no hallaron sino al guardián. Se trataba de un
lugar más bien aburrido que solo se animaba un poco los
domingos. La gente había escogido antes esa plaza pública con su
extraño monumento como un paseo entretenido y barato, pero ya
estaba aburrida de él. El monstruo era simplemente un gran
animal casi endurecido, inmóvil, en medio del sol, y tenía los ojos
cerrados.
Los días pasaban y los diarios no decían nada. No había
declaraciones oficiales o de gente autorizada. El hecho estaba allí
para la mera contemplación. Yo me sentía desvalido. ¿Qué
opinaban los sabios? ¿Qué decía la Iglesia? ¿Nos dejarían solos
ante el hecho monstruoso? ¿No había a quién escuchar o de qué
guiarse? ¿O cada uno había de interpretarlo a su manera? Había
un diario que solo publicó la noticia el primer día, y con un
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comentario jocoso. A veces el silencio se interrumpía con noticias
donde se anunciaba la visita al lugar de un sabio que se proponía
estudiar el fenómeno, pero uno seguía comprando los diarios y
nada se decía del resultado de las investigaciones. Yo mientras
tanto me imaginaba al monstruo solo, de noche en una plaza
pública, endureciéndose cada vez más, con su barba crecida. No
se habían tomado precauciones para resguardarlo de las
variaciones climáticas. Durante las lluvias debía soportar el agua
y el frío, y aunque su cuerpo endurecido quizás le sirviera de
protección, el agua le chorrearía por la cara impidiéndole el
sueño. El guardián, en cambio, poseía a pocos pasos de él una
confortable casilla de madera provista de luz eléctrica.
Un día antes de mi partida el silencio continuaba. El miserable
ser podía morir, como probablemente ocurriría pronto, en medio
del silencio más apático del mundo. Así que de nada valdría mi
espera y yo llegaría al hecho completamente desvalido, como
había llegado todo el mundo. Mi partida era inminente y el
silencio en torno al prodigio era total, cuando la historia debía
comenzar para mí.
Pero yo mismo había empezado a callar.
Un compañero de trabajo, quizás extrañado de mi silencio, me
preguntó entonces algo sobre el hecho, sabiendo de antemano
que yo no podría darle una respuesta que nadie supiera ya. Pero
en verdad no me hizo esa pregunta porque tuviera real interés en
el monstruo, sino por mí mismo, para burlarse de mí y,
remotamente, del monstruo. Otro compañero, que yo casi nunca
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veía porque trabajaba en otra sección, utilizaba de vez en cuando
al monstruo para hacer insinuaciones capciosas sobre cualquier
asunto, y la alusión cuadraba siempre, adecuaba al monstruo y a
mí mismo con toda mi historia personal al asunto que se le
antojara.
Yo también había perdido gran parte de mi interés. Pensé que no
había un hecho capaz de asombrarnos y me culpé a mí mismo de
exaltado. Sentía una gran vaciedad y muy pocas ganas de
marcharme, pero tenía todo preparado y la licencia concedida. El
día llegó al fin. Llevaba conmigo todo lo que pudiera servir de
interés o de guía. Cuando me asomé por la ventanilla del tren, que
ya partía, los pañuelos blancos, agitados, saludaban. Pero no a mí.
Nadie había ido a despedirme y muy pocos sabían de mi partida.
Yo alcé la mano sin embargo y saludé a la invisible multitud como
queriendo decirle algo.
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Carbúncula
Aurora Venturini
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“Porque yo sé de vos más que vos misma”, repite al oído
temeroso de aquellas mujeres a las que ella supone amigas.
Alguna, remisa, intentó zafarla: “Pero yo le hice escuchar una
grabación”. Siempre procede de tal suerte.
Se viste con la ropa de hombre que heredó de su papá, un ser tan
raro como ella. Aseguran que Carbúncula mató a su mamá.
En mis momentos de gran melancolía, pienso que tuvo una
buena razón para aniquilar a su vieja: el hecho de traerla al
mundo.
Vive sola en la mansión de habitaciones barrocas, muebles
barrocos, cuadros y estatuas.
Tiene la casa un altillo al cual se sube por una escalerilla caracol
de hierro, ya muy herrumbrado. Suele alquilarlo, pero los
inquilinos duran poco.
En su cocina mugrienta, cocina potajes y sopas. A veces, compra
las vituallas y entonces se sirve a sí misma en el comedor muy
barroco, y tanto que en cada uno de los motivos florales o rostros
hay tierra apelmazada por añares. Cuando la mugre invade, ella
acude a una sirvienta a quien paga unos pesos por hora. En mis
momentos de gran melancolía, me he interrogado a mí misma por
qué las sirvientas que lo fueron de Carbúncula, jamás han
contado aquello que les borró las ganas de ofrecerse para trabajar
afuera o con cama adentro.
Y yo inquirí a más de una.
Y más de una exclamó: “No me haga hablar, por favor”.
Ninguna quiso contar.
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Las paredes de la mansión Tartaruga están tapizadas de libros.
Posee tantos libros, uno al lado del otro, inmóviles, con esa
inmovilidad confesa de los objetos que aseguran que no han sido
tocados nunca. Se ve que no lee.
Mira los cuadros con las caras y hasta la cintura, al óleo, de sus
antepasados, y resuella. Ella supone suspirar…, pero no.
Las piezas, seguiditas, forman como una vía de ferrocarril
interminable. No es posible contarlas. En la mansión, la
monstruosidad elude cualquier logística.
Hay un baño; en él hay una bañera no instalada.
Adentro de la bañera, hay trastos inservibles: ropa, palanganas y
escupideras desfondadas, zapatos antiquísimos, sombreros, etc.
Junto al inodoro, un balde.
En el pequeño mueble de toilettes, botellas y botellitas
semivacías, cisnes, talqueras, rouge rojísimo, peines, peinetas,
cajas y cajitas. Un baratillo cojo y enloquecido.
Diseminados por los pisos se ven comederos con yuyos, con agua,
o vacíos y volcados.
Andando por los numerosos pasillos y corredores uno encuentra
percheros con capas tejidas, bufandas, chales y chalinas; collares
de perla, de vidrio, de madera, de metal y de otros materiales que
parecen extraplanetarios. Penden desde los techos abovedados
arañas de caireles y de bronce.
En la mansión Tartaruga, aunque sobran luces eléctricas, una
oscuridad sofocante resulta invencible.
Algunos pasillos denotan no haber sido transitados por siglos.
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La vitrina de los frascos de perfume lleva al transeúnte a exóticos
interiores africanos y parisinos, a un mismo tiempo. Pachulí y
Coty, se confunden en ardiente abrazo.
La puerta principal, de hosca madera tosca, agrede a quien
intente oscilar la campanilla que alerte su presencia.
Esa puerta, cerrada, ahoga; abierta, muerde.
Las portezuelas, a su vez, son agresivas. Baten un no se sabe qué,
peligroso y cruel al entrarsalir, al salirentrar.
Igual ocurre con las ventanas y con los balcones. Quienes
construyeron esta gran casa adoraron los pisos de laja.
Por las hendiduras de lajas circulan las tortuguitas recién
nacidas, los bebétortuga, los nenes y las nenas.
Cuando viene de un paseo por la ciudad, Carbúncula observa el
piso de hendiduras a fin de no aplastar a un
bebitotortuguitapobrecito; hijitomíoadoradorubiecito… venga con
mamá.
Un esfuerzo descomunal le significa agacharse para levantar a
uno de los pergenios.
Lo hace resollando aunque ella supone que suspira un bello
romanticismo. En cuanto al amor a las tortugas, es bien sincero…
A veces, conversa con su hijito, el rubio, y yo he comprobado
durante una visita al caserón que el rubio le contesta.
Es una respuesta amorosa de boca de víbora doméstica, aunque
sin voz.
Casi olfateando las lajas con su nariz picuda, camina hacia la
cocina. Agarra varias hojas de lechuga, las troza y va
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distribuyéndolas nido por nido, puesto que las quelonias madres
ocupan nidos en las oquedades de los cimientos de los patios.
Las escenas de la casa extraña, aunque espantosas, deslíen un
sopor tierno como de neblina del viejo Londres.
Ella vigila el connubio de los quelonios apareados en tremebunda
y estertórea bulla de aserradero.
Carbúncula vive al mismo tiempo el tiempo de coyunda de los
córneos caparazones.
“Vamos… vamos…”, aúlla cuando él la sube a ella; la dueña se ha
levantado la pollera y bajado el calzón y acciona en su vulva
tormentosamente: “Basta… basta…”, aúlla aún.
Carbúncula nunca tuvo relaciones sexuales con nadie; podríamos
decir que ha mantenido relaciones sexuales a distancia, con las
tortugas del esfuerzo y del orgasmo.
Carbúncula Tartaruga morirá virgen porque con sus deditos
cortitos no ha podido romperse el himen.
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La cabeza de mi padre
Alberto Laiseca
¿Por qué estoy aquí? Yo no sé por qué estoy aquí, ni quién es toda
esta gente, no puedo entender nada, el personal directivo está
vestido de blanco, nosotros con piyamas grises, sé perfectamente
que esto es un manicomio, pero no es mi lugar, yo no estoy loco.
Ahora, en verdad no sé por qué hice lo que hice, pero eso no
quiere decir que esté loco. Lo quería mucho a mi padre, creo que
mejor padre no puede tener un hijo que el que yo tuve, era como
un gigante de cinco metros de altura, un genio, como un Dios, por
tener el padre que tenía era realmente privilegiado, privilegiado…
Vivíamos juntos, yo solo con papá, desde que murió mamá
cuando era muy chico, él me daba consejos, muy buenos consejos,
era un verdadero padre, daba muy buenos consejos, lástima que
yo no podía seguir ni uno, él por ejemplo me decía pero con justa
razón:
-¡Oye infeliz!, ya es hora de que estudies o trabajes que ya tienes
20 años, que no puedes seguir viviendo a costillas de tu padre
toda la vida.
Tenía razón papá, tenía toda la razón.
-¡Oye!, otros chavales andan detrás de las chavalas, pero no tú, tú
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te quedas acá todo el día, así nunca me vas a dar un nieto, ya
tienes 20 años, eres grande.
Él tenía razón, papá siempre tenía razón, era un genio, todo, todo
sabía, yo le quería decir a la muchacha, no me animaba a
decírselo, pero cómo voy a hacer para acercármele, hay que
conmoverlas, yo no sé cómo conmover a una mujer, si tú a una
mujer no la conmueves nunca va a andar contigo por más joven y
lindo que seas, y qué las voy a conmover yo que soy un yeso, así,
todo apretado, duro, siempre mirando a las chavalas con ojos de
huevo frito, si soy un infeliz, les tengo miedo, ¿ustedes no se
sienten inseguros?, ¿no? Yo sí, toda la vida.
Papá hacía la comida, era muy buen cocinero, yo no sé ni
preparar un huevo frito, yo quise aprender cuando era chico, pero
papá se reía de mí y me decía:
-¡Eeeh!, ¡esto no es pa’ ti! La cocina es una cosa de artistas, tú no
tienes talento pa’ esto, anda, anda, ¡ve y lava los platos!
Eso sí, les voy a decir una cosa eh, soy muy buen carpintero,
porque buen carpintero sí que soy, muy buen carpintero. En casa,
en mis ratos libres, que eran los más, pues hacía mesitas,
juguetes, sillas y todo muy perfecto, eso lo enojaba mucho a papá,
decía:
-¡Tú sí eres bueno pa’ hacer pamplinas!, ya que eres bueno pa’
hacer pamplinas, ¿por qué no te empleas en una carpintería? Así
traerías un poco de dinero a casa, ¡pero no!, a ti ni se te ocurre, ¡ni
se te ocurre!
Yo me reía porque es algo que me pasa cuando me dan consejos y
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yo ya había pensado en emplearme en una carpintería, pero bastó
que papá me dijese que me empleara en una carpintería para que
se me fuesen las ganas, jaja, no sé por qué soy así, se me fueron
las ganas.
Yo soy un misterio, incluso para mí mismo, un misterio muy
aburrido la verdad, pero misterio al fin, no sé por qué hice lo que
hice, pero no estoy loco. Fue ahí donde empecé a pensar en la
ballesta, ¿ustedes saben qué es una ballesta? Sirve para tirar
flechas, es como un fusil pero sin pólvora, tira flechas con más
precisión y más fuerza que un arco.
Yo así en un paseíto que di, vi en una armería que había una
ballesta, entré, le pedí al dueño que me la mostrara, la tuve en mis
manos y en seguida comprendí el mecanismo, me fui a casa y ahí
me fabriqué yo una, con maderas y bronce, soy muy buen
carpintero. La probaba en el patio, a 10 metros la agarraba a tiros,
entonces como siempre todos los días estábamos igual, a comer y
después de comer, yo hacía como que me iba a mi cuarto para
hacer cosas y él protestaba que “¡ah!, éste que no lava los platos
en seguida después de comer, siempre dejando las cosas a lo
último”, estaba refunfuñando mi apá y yo volvía a punta de pie a
mi cuarto y le apuntaba con la ballesta, no le iba a tirar, ¿cómo le
voy a tirar a mi padre?, ¡pues no!, a mi padre no le voy a tirar,
pero me excitaba apuntarle a la cabeza con una flecha puesta,
¿cómo le iba a tirar?
Hasta que una tarde, fue un día igual que cualquier otro, él me
daba más y mejores consejos que nunca, y no sé por qué le dio por
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hablar de la Dolores, me dijo:
-¡Oye!, a ti la Dolores te mira mucho, ¿qué esperás para ir y
enamorarla?, así me darías un nieto.
La Dolores es una muchacha de acá a la vuelta, es a la que a mí
me hubiera gustado acercármele, claro que hubiera tenido hijos
con ella, entonces, francamente cuando me dijo eso, ahí se me
fueron las ganas de comer, le dije a papá que no tenía más
hambre y me fui a mi cuarto y volví con la ballesta, como otras
veces él estaba rezongando como siempre:
-¡Eh!, este que no lava los cacharros en seguida después de
comer, siempre dejando las cosas pa’ lo último.
Estaba refunfuñando papá, y ahí sí apreté el gatillo, la flecha que
tenía puntas de plomo pues yo les hice puntas de plomo, le entró
en la nuca y cayó al piso sin ningún gemido, con convulsión…
convulsión… no lo podía creer, yo creí que papá iba a vivir para
siempre porque un hombre tan alto de cinco metros de altura,
una mísera flecha no le puede hacer nada a papá, ¡pues no!, le
entró como si fuera una bala.
Me acerqué y vi que todavía estaba vivo, entonces le tiré otras
cuatro flechas más en la cabeza, la primera no, la primera sentí
una especie de odio y amor, o yo qué sé y no sé por qué, pero las
otras cuatro no, las otras cuatro sí lo hice por caridad, por piedad,
para que no sufra, para que no sufra, claro.
Entonces me di cuenta que algo no estaba bien, me fui a mi
cuarto y traje una almohada, le quité la flecha de la nuca que era
la primera, la que había traído tol incordio, y lo puse a reposar, las
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otras 4 flechas no se las saqué, tenía como una corona de espinas,
y es lo lógico porque para un padre tener un hijo como yo era una
verdadera cruz, ¡eso es cierto!, por eso me sorprendió lo que me
preguntó la policía, que por qué había hecho una cosa tan rara de
sacarle la flecha de atrás y ponerlo boca arriba, pues para que
repose, para que esté tranquilo, para que esté más cómodo, para
eso lo hice.
Ya hace 10 años que me han traído a este lugar, y no comprendo
por qué, la verdad, yo siempre quise a mi padre, me daba tan
buenos consejos. La cabeza de mi padre, siempre admiré a la
cabeza de mi padre, el centro de todo su poder, la cabeza de un
genio, la cabeza de un rey, la cabeza de un Dios.
32
Usurpación
Beatriz Guido
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pasaba la limosna que gustosos todos le respondían.
“Un ángel, es un ángel", "Cada vez más bella", "Una santa", "La
otra en nada se le parece... y se le parece en todo".
No se equivocaban. Mi hermana gemela Victoria y yo poseíamos
un parecido tal que maravillaba a la peonada. Y no sabían ellos
tampoco que rompíamos el más revolucionario de los inventos
argentinos: nuestras huellas digitales eran idénticas. Sobre todo,
la del pulgar derecho, y la del izquierdo era discutible, porque
sólo un poderosísimo lente de aumento podía identificar una
sombra en la línea media, decía mi padre cuando tenía que ir a
buscarme a Bella Vista, adonde solía escaparme en las épocas de
peonada, con algunos misioneros que me calentaban la sangre.
Porque en eso sí; en nada nos parecíamos. Creo que ni siquiera el
primer año de nuestra vida. Contaba mi madre cómo yo clavaba
los dientes en sus pechos y mis primeros dientes destrozaban
cuanto juguete y sonajero nos obsequiaban. Hasta la granada
madura o el carozo de aguacate me sabían a ambrosía.
Pero después del infortunado accidente, que dejó a mi hermana
paralítica para siempre en una silla —ante nuestros ojos mi padre
estacó crucificado al bastardo tordillo, que la había arrojado entre
la lianas y las hojas de tabaco, y lo dejó morir devorado por los
buitres— y nadie pudo explicarse la fatalidad incuestionable de la
caída. Desde entonces hasta hoy Victoria, cuya risa, cuya ternura
no desaparecieron nunca y el llanto, pienso, fue ofrenda
silenciosa, se convirtió en la más feliz de las mortales y en el único
objeto adorado de mi padre. El no disimulaba ante mí la
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obligación que tenían en el pueblo de elegirla reina de los Juegos
Florales, y el premio consistía en un viaje a Buenos Aires para la
coronación del poeta provincial, a quien ella ceñía las sienes con
hojas de tabaco.
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Dormíamos en el mismo cuarto, temíamos las estancias vacías,
acechadas siempre por forasteros, chaqueños, misioneros,
paraguayos, a los que el vino, la grapa y la ginebra volvían locos
en las barracas como el sol en el desierto.
Nuestra casa era el blanco de agresividades: antorchas
encendidas, botellas y piedras de barro que arrojaban. La
respuesta era un balazo en la frente disparado por el guardián que
velaba nuestro sueño, entre balaustradas de mármol o desde el
torreón que todavía se conserva.
Cuántas veces Victoria y yo veíamos recoger el cadáver y
encontrar al día siguiente en cualquier lugar de la selva, la tierra
removida y las dos callábamos porque sabíamos que debajo de
ella yacía el cuerpo de un bracero enloquecido por el vino chinche
de nuestros almacenes de Ramos Generales. Pero yo no les temía.
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pastillas Sen-Sen y los extractos de Myrurgia importados que se
vendían en los almacenes, me ayudaron a sobrellevar esa
diversión sin remordimientos, que me hacía atravesar, bajo el sol
caliente, las largas siestas hasta el extremo del río, para
encontrarme con aquel que solamente me había mirado, o me
había ayudado a bajar del caballo, o los trashumantes de algún
circo fortuito, equilibristas de shows, que su efímero paso por el
pueblo me los hacía inmunes a la calumnia.
Recuerdo a un acróbata húngaro que se encerraba en su cuarto
de pensión, mientras yo me excitaba con sus contorsiones, y su
silenciosa acompañante filipina limpiaba los cordones de la
muerte, las víboras amaestradas.
Sin mediar la más mínima palabra, me revolcaba entre las
antiguas sábanas de encaje de la pensión Hermana Fratellini, en
una cálida siesta de febrero y los ventiladores del techo
refrescaban mi sudada cabellera y sus envejecidos músculos,
tentadores de la muerte.
Sin diálogo, desaparecía embrujada por la pasión y el éxtasis,
siempre alcanzable, y no me importaba sostener la mirada de un
peón o de un capataz los domingos en Misa o en los grandes
asados con que mi padre festejaba su fortuna, su impiedad y sus
dividendos.
Yo huía con algún ocasional acompañante hacia las caballerizas o
el torreón, y agudizaba en su ignorancia los terrores con leyendas
que corrían por el pueblo. ¿No sabían, acaso, que el acertijo de
tiro al blanco era algún indio boleado que mi abuelo elegía como
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blanco y trofeo? Sus almas en pena vagaban por los corredores y
sus lamentos se escapaban de los armarios si alguien los abría
abruptamente y, durante las tormentas, las brujas del pueblo
interpretaban sus maldiciones.
Yo notaba en Victoria el terror que le producían mis
acompañantes cuando, en las siestas de los largos almuerzos,
llevaba a descansar, como le decía púdica y procazmente a mi
hermana Vicky, a mi afortunado y temeroso acompañante. Ellos
huían mientras su hombría disimulaba su terror, porque decían
escuchar en las paredes de la trampa de las caballerizas o de las
bodegas, los gemidos de las almas de los innecesarios habitantes e
ignorantes indios matacos y mientras mi éxtasis se avivaba ante el
terror y el desprecio, imaginaba el relato que, poéticamente
desvirtuaría, ante los ojos deslumbrados de Victoria.
—¿Te gustaría que nos sirvieran esta noche lomo de indio
achicharrado?
—Ya no hay indios —repetía Victoria—. Son todos mestizos
—¡Te hablo de indios reencarnados, tonta! Como si viviéramos el
Juicio Final y cada uno de ellos se encontrara con su cuerpo y tu
Tatita volviera a asesinarles, porque es el único manjar de su
querida Vicky.
Victoria me acariciaba los labios y bendecía mi frente y luego
añadía:
—No hay que repetir los malos pensamientos, si no los repetís,
desaparecen por la corriente sanguínea.
—Se van por las cloacas —responde Marina.
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Victoria apoya su cabeza en mi falda y repite:
—Se los llevan los ángeles.
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un gato en una trampera de zorrinos. Se acercó hasta la ventana,
desde donde provenían los lastimosos gritos y, de repente, rompió
el vidrio en un rapto de violencia. Afuera, una tormenta muy
fuerte se había abatido sobre la casa y el viento y la lluvia
comenzaron a soplar dentro de la habitación. Me metí en su cama
y la cobijé en mis brazos.
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rondan borrachos por las noches. Y aunque nadie hable en el
pueblo, todo el mundo se acuerda de esto.
Ambas permanecimos en silencio, envueltas por el viento que
soplaba desde el río.
Pero mi curiosidad tal vez comenzó en ese instante. ¿Cuál era la
vida de Vicky cuando las sábanas cubrían su cuerpo desnudo;
cuando las Nanas untaban con aceites su cuerpo...?
Su única amistad viril era la de Pablo Fuentes, un muchacho que
vivía a la entrada de la ciudad de Mercedes con su madre, cuyo
padre fue muerto en una refriega en una de las barracas. Pablo
creció con nosotros en bondad y sabiduría porque todos los días
viajaba a la ciudad de Corrientes para terminar sus estudios de
medicina, que penosamente solventaba con el oficio de
enfermero, aplicando inyecciones en la farmacia de Santa Lucía y
conduciendo una ambulancia, tal vez la única del pueblo, que mi
padre había regalado al Municipio y, como no había quién la
manejara, pasó a ser propiedad exclusiva de él, entonces apenas
un adolescente.
Y debo decir que su único placer era hacer sonar la sirena como si
viviéramos en una gran ciudad, y cuando llegaba a la puerta de la
estancia, sabíamos de su presencia. El rostro de Victoria se
transfiguraba y me obligaba a arrastrar su silla hasta su
encuentro. Las dos subíamos a la ambulancia y repetíamos casi
siempre el mismo juego. Yo era la accidentada:
—¡Me muero! ¡Me muero! ¡Me asesinaron por el corazón! —Y
obligaba a Pablo a auscultarme. El, pudorosamente, entreabría mi
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blusa, me colocaba una máscara que simulaba ser de oxígeno y
corríamos a campo traviesa, haciendo sonar la sirena como si
fuera un potro desbocado.
Pablo era alto, robusto, con una pequeña desviación en los ojos.
Había sido monaguillo de niño hasta que mis primos, los de
Resistencia y yo, le pusimos un petardo debajo de la sotana un
domingo de Ramos. Además, no soportó ni pudo soportar el
escarnio y las risas en las procesiones hasta que nos confesó que
llevaba el palio y ayudaba a dar Misa por un simple plato de
feixoada o de arroz o una planta de tabaco.
Entonces, a mi madre se le ocurrió que podía ser un buen
carretero para arrastrar la silla de Victoria.
Pero Vicky y él tenían un mundo muy particular. Un oficio de
bondad que crecía con el tiempo, una ayuda al prójimo que me
repugnaba: no había incendio en el que él no se pusiera un casco
de bombero para ayudar a evacuar gente en las quemas
provocadas en los campos cuando la temperatura pasaba de los
40º C a la sombra.
Y yo, para provocarlos tal vez, ejercitaba mi crueldad dejando
morir de sed a los perros domésticos de la casa o a alguna gata
que acababa de parir. Pensaba que así sus aullidos en la noche,
justificaban las leyendas despiadadas que corrían por el pueblo.
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taciturno y sólo sonreía cuando arrastraba la silla de Victoria y
corrían por los patios y los parques, se internaban en la selva,
merendaban entre las plantaciones de tabaco y volvían muy caída
la noche.
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La palidez de Victoria sobre la cortina de raso carmesí, reflejaba
el éxtasis y el placer; casi el canto o el trino de la despiadada
belleza.
El ritual y posesión se prolongaron hasta muy entrado el
crepúsculo, y para castigarme, asistí a sus postres, mientras mis
rodillas se negaban a sostenerme. Sentí que la cara me ardía y me
vi en el espejo de la sala, no pudiendo imitar jamás los
movimientos y el ritual del amor.
Tal vez desde ese día, me sentí impotente y quebrada, y tan sola
en el mundo como ese rincón de la provincia que sólo me había
dado violencia y hastío, y ya no fui la misma.
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dirigimos al entierro de Carnaval.
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Entré a la barraca.
Me costó descubrirla porque todos la habían abandonado en el
suelo, dejando las máscaras y cabezotas de vainas de tabaco.
Junto a su silla yacía, muerta y violada varias veces, mi hermana
Victoria. No dudé un instante. Disimulé sus ropas; pinté los labios
y los ojos yacentes, me senté en su silla y comencé a gimotear
hasta que a la mañana siguiente nos encontró la peonada, mi
padre que no deja de besarme, Pablo Fuentes, quien arrastra
desde hoy mi silla, consuela mi llanto, me acompaña al
cementerio y, me pasea en su ambulancia, y yo, Victoria, he
aprendido que un cuerpo puede, a veces, pertenecer solo a otro
cuerpo.
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Las hamacas voladoras
Miguel Briante
Primer punto.
Movió la palanca y la gente empezó a girar. La cara de una chica.
Un hombre gordo. Una vieja que con una mano se sujetaba el
sombrero. Los demás, igual: aferrándose al borde de los asientos
de madera. Los había mirado a todos, uno por uno, mientras le
entregaban el boleto: alguno tenía una lapicera dorada,
sobresaliente del bolsillito del saco, junto al pañuelo blanco; otro,
una mancha en la camisa, junto a la corbata gastada; la vieja, una
medalla con algún santo; acerca del gordo, no podía recordar si
llevaba o no cadena; los ojos de la chica eran marrones y el pelo
rubio, suelto. La primera vez que los miraba así.
Todos se habrían despertado, esa mañana de domingo, pensando
en la tarde, en el momento feliz de entrar al parque desplegando
la sonrisa, la plata, de subir al tren fantasma, al látigo, a las
hamacas voladoras. El, en cambio, se había despertado pensando:
"hoy va a ser distinto". Tres días que lo pensaba, tres mañanas
eludiendo la cara del viejo, haciéndole trampas: poner cara de
miedo pero burlarse para adentro de esos ojos terribles,
dominantes. Y ahora, como siempre, estaba ahí: con los dedos de
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la mano derecha doblados sobre la palanca de hierro.
Dirigía -por primera vez sintió eso: que dirigía- ese remolino de
caras que estaba envolviéndolo. Era necesario que la gente se
acostumbrara de a poco al movimiento. Se lo había explicado el
viejo, la primera vez que le permitió manejar eso que ellos
llamaban la máquina. (Segundo punto, inconscientemente).
Despacio, muy despacio, la palanca avanzaba sobre esa especie de
semicírculo parecido a un engranaje: el trozo de cobre, el
contacto, iba entrando sucesivamente en las ranuras. La máquina
aumentaba su velocidad. Lo aprendió mucho tiempo después de
encontrar al viejo. El tenía la espalda amoldada a esos bancos
curvos, las piernas acostumbradas a replegarse en los asientos,
cuando los guardas lo dejaban dormir en los trenes en marcha.
Aún se acordaba de muchas cosas: un policía haciéndolo bajar en
Aristóbulo del Valle, preguntándole dónde vivía. Alguien,
diciendo: la culpa la tienen los padres. Y él había descubierto que
sí, que si papá no se hubiese muerto, si mamá. Después, al poco
tiempo, otro agente avanzando hacia él, en Retiro. Y esa figura
encogida, esa cara de viejo apareciendo de atrás, adelantándose al
uniforme y tomándolo de un brazo. Vamos, apúrate que te llevan,
había dicho el viejo. El se dejaba arrastrar. Escapando de las
comisarías de las preguntas, de esos patios traseros que había
lavado tantas veces, entre los presos, o de esos zapatos que había
lustrado cayéndose de sueño, entre las risas de los agentes. Las
hamacas volaban bajo. Pero no tan bajo como deberían estar
volando, pensó.
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Las cadenas cimbraban levemente. La chica parecía más feliz. El
pelo de la vieja, libre de sombrero, ondulaba. Dentro de un rato va
a flotar. El pibe que la seguía iba a tocarlo; la madre del pibe,
atrás, iba a tocarlo a él. Todos despreocupados, contentos,
ninguno había advertido nada: el movimiento brusco sacudiendo
la máquina, al comenzar. Se acostumbraban lentamente -como
explicaba siempre el viejo- a la altura, a la velocidad. Recordaba la
cara del viejo (esa cara que los años iban gastando hacia adentro,
ahuecándola como una roca, creándole nuevas aristas duras,
brutales), y su voz diciendo: estúpido, entendés ahora, a ver,
probá. El probó: con una sensación de torpeza, de inseguridad en
las manos. La palanca, demasiado separada, corrió casi todos los
puntos de golpe: las hamacas, vacías, estaban allá arriba, girando
a la máxima velocidad. Entonces el viejo hizo una mueca, una de
las manos se apoyó en su cuello, la otra subió hasta él,
golpeándolo.
Tercer golpe.
Lo dio con rabia. El viejo dio ese tercer golpe, y el cuarto, y los
demás, con una rabia casi increíble. Pero yo sí debía creerla.
Porque desde hace mucho tiempo esa rabia, esos golpes, eran
reales, cotidianos, para él. Me ha pegado mucho, me ha pegado
demasiadas veces. Desde la vez en que lo llevó al parque y le dijo:
vos, por ahora, tenés que limpiar. Y él, con el trapo en la mano,
pensaba: poder estar allá arriba, poder subir. Mientras limpiaba
los engranajes, aceitaba las ruedas, arreglaba los asientos que la
gente rompía. Las caras pasando constantemente, recortándose
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felices contra el cielo. Los boletos desplegándose en sus manos,
durante unos segundos. El viejo en la boletería. Las manos
blancas. Las manos grandes de los hombres oscuros o de los
marineros. Los sombreros de las viejas. El pelo rubio y el rostro
de las chicas, flotando. Dando vueltas. Vueltas. Poder estar allá
arriba. Y recordaba esa mañana en que el viejo le había dicho:
subí, vamos a probar cómo anda. Porque algo estaba roto y había
que tener seguridad. Eso: seguridad. Me estaba usando para
hacer las pruebas. Y él había subido. Después de tantos años era
hermoso -aunque nunca supo decir qué era, en realidad- sentir
esa detenida felicidad de estar subiendo. Se ajustó, lentamente, el
cinturón. Acomodó las manos sobre la madera. Yo tenía diez
años, o más. El viejo movió la palanca. El movía la palanca para
que subiera yo. La máquina arrancó. Las hamacas tomaron
velocidad lentamente. Mucho más lentamente que ahora: en
forma normal. Girar. Subir. Girarsubir en un apuro envolvente
hasta que el parque estuvo abajo. Primero -a pedazos, tratando de
ver por entre los hierros de la montaña rusa, imaginando lo que
ocultaban los edificios del parque- se preocupó de la Torre de los
Ingleses, de los relojes de Retiro que pasaban hacia atrás en
círculo, después la avenida y la plaza San Martín, y después la
ciudad y después el puerto con los barcos que parecían navegar
rápidamente mientras él daba vueltas, feliz, hasta que miró hacia
abajo, hacia el parque, y lo vio desierto, largamente vacío,
silencioso, sin rostros, sin luces, muerto mientras la velocidad
decrecía (movió la palanca: arriba, la velocidad aumentaba) y él,
50
al bajar, se encontraba con el viejo, con los trapos sucios que
durante años iban a ser su único trabajo. Y hasta después de
cumplir los quince años (aunque nunca supo exactamente su
edad) siguió pensando lo mismo que había pensado aquella vez:
cómo será de noche, cuando las luces y los rostros. Sobre todo
desde aquella vez en que el viejo le dio la orden: Bueno, ahora
tenés que manejar vos; yo voy afuera, a los boletos. Cada vez que
ponía en marcha la máquina pensaba eso. Poder estar allá arriba,
entre la gente, pensó.
Cinco.
Cinco veces había subido, a lo largo de todos esos años. Cada vez
que se rompían las hamacas. Primero las arreglaba el viejo: él las
probaba. Pero hace poco el viejo le dio las herramientas: vos tenés
que arreglarlas, a ver cómo te portás. Y se fue. Durante toda la
mañana trabajó, con esa pequeña molestia de la grasa; una
costumbre, en sus manos. La palanca estaba desenganchada.
Manejó los tornillos, mientras pensaba en el viejo. (El viejo en la
boletería, la gente arriba volando; el viejo a la noche, haciéndole
limpiar los asientos y las correas y la máquina. El viejo, después,
en la piecita, despertándolo temprano para que fuese a arreglar la
máquina, cuando él hubiera querido permanecer ahí, dentro del
sueño, en ese lugar donde la cara del viejo no era tan terrible y a
veces ni siquiera existía.) Miró hacia arriba: los rostros. Un solo
rostro circular y sonriente que lo rodeaba cada vez más rápido,
una cara que ahora, al mover la palanca, cuando él pasara al sexto
punto cambiaría de gesto, pensó mientras todos cambiaban de
51
gesto; se mareaban, seguramente, porque ya las hamacas han
salido de lo que antes era velocidad máxima, y nadie sabe que
antes sólo al pensar diez -cuando la palanca, sobre los contactos,
ya no podía avanzar más- las hamacas llegaban a la máxima
velocidad. Todo va a ser distinto. Y recordaba la escena: su
sonrisa al terminar de probar las hamacas; el viejo, después,
preguntando si ya andaban bien. Ya vas a ver qué bien andan,
pensó, y dijo que sí, que andaban muy bien. Su cuerpo tapaba la
palanca mientras miraba cómo las hamacas, vacías, empezaban a
funcionar. Ahora, está pensando lo mismo: Ya vas a ver qué bien
andan. Ya van a ver. El gesto de la gente -aunque, en realidad, no
podía verlo- no habría cambiado mucho. Ningún grito, hasta
ahora.
Trató de distinguir a la vieja, a la chica rubia, al gordo. Todo era
un círculo veloz. Recién en el séptimo golpe iban a darse cuenta.
Pero nadie iba a detenerlo. La palanca la tengo yo. Durante un
instante sintió ese mismo placer de subir por primera vez a las
hamacas. El silencio, como aquel día, era una cara aislante
creciendo en sus oídos, más acá del círculo rápido de las hamacas
que giraban a su alrededor. El viejo estaba en la boletería,
ocupado en contar la plata, en atender a los que después pasaban
a formar cola para la próxima vuelta. La próxima vuelta. Ninguno
había advertido nada. Ellos están arriba, yo abajo: puedo decidir.
Las caras unificándose; tapando, incluso, la del viejo, haciendo
que esa cara esté ahí abajo, y gire, como si hubiese entendido
algo, hacia él. Ese viejo bruto lo ha mirado como presintiendo
52
algo. Ahora, avanza hacia las hamacas. El sabe que la velocidad ha
sobrepasado lo normal. Pero van a ir más arriba. Acércate viejo. Y
la palanca saltó hacia el séptimo punto y la gente, el viejo, todos,
pudieron oír el crujido no muy fuerte, pero perfectamente
transmitido a través del poste central, hacia abajo, desde las
cadenas. No había gritos, pero se empezaban a inquietar. El viejo
avanzaba hacia él, enderezando justo al centro del amplio círculo,
por la pieza, mientras él se acurrucaba y el viejo sacudía el
cinturón. En ese lugar, muchas veces había subido los brazos,
primero pidiendo perdón, inútilmente; después, atajándose los
golpes, el movimiento de esas tiras de cuero traídas del parque,
para arreglar. La hebilla estaba siempre para el lado de su cuerpo.
El rostro del viejo, ahora, viniendo hacia las hamacas. La gente,
sin gritar mucho todavía, arriba. La hebilla bajando sobre su
cuerpo, abriendo surcos, subiendo llena de sangre para volver a
bajar y subir girando allí arriba con sonidos secos, crujidos que
bajaban y subían, giraba con el rostro de la chica rubia el pelo el
tipo gordo de pronto asustado seguramente la mujer tratando de
aferrar con una pirueta el sombrero que trataría de escaparse el
viejo avanzando con la máquina de los boletos en la mano cerrada
sobre la cinta de cuero que se balancea mientras él siente la
palanca redondeada en su mano. Yo soy el que puede decidir
ahora, viejo. Tu ruina, todo. Los de arriba ya no van a reírse
porque cuando dé el octavo golpe las hamacas dan un salto, las
cadenas giran casi horizontales y ahora sí, el miedo. Vos también
tenés miedo, viejo. Estás por entender.
53
El rostro del viejo era una mueca terrible: ya no tengo miedo. El
viejo decía que la máquina estaba descompuesta, que la parara. Y
que después, en la pieza -eso creyó oírlo, como todo, entre ruido-
iba a ver. Eso: en la pieza. La hebilla manchada de sangre bajando
a desgarrarle la cara haciendo de su cara esa cosa horrible que
había visto cada mañana, en el espejito de la pieza, viendo
también la cara del viejo, atrás, más allá, del círculo. Y su mano,
fuertemente apretada a la palanca se mueve hasta el noveno
punto y siente saltar las hamacas. Sin mirar hacia arriba oye los
gritos, confusamente perdidos. Después, ve la gente borroneada
formando una sola cara, la del viejo, allá arriba, girando,
amenazándolo mientras el viejo, abajo, quiere cruzar y no se
anima. El silencio era algo más real, como una bruma que dejaba
pasar los gritos, algún ruido, y a través de la cual veía
amontonarse la gente, abajo, la gente que señalaba para arriba,
mientras él sólo podía oír ese crujido creciente, ahora, ese jadeo
del motor que estaba a punto de quebrarse, de reventar como van
a reventar todos, como vas a reventar vos, viejo, y ya no vas a
poder volver a pegarme, pensaba, mientras el viejo, entre la gente,
encerraba la cabeza entre los brazos, grotesco, y gritaba. La cara
del viejo volvía a estar allá arriba, gritando un grito enorme,
girando, las cadenas se entrechocaban. Oyó un ruido más fuerte.
Le pareció que un bulto oscuro cruzaba el aire. Los gritos
crecieron también abajo, subieron, uniéndose a los de ese rostro
único, al de ese maldito viejo que estaba arriba. La gente corría.
Vio uniformes. Pensó: vengan. Gritó: vení, viejo de mierda, que
54
no van a pararme. Gritó: vengan, gran puta.
Gritó: Me queda, todavía, un punto más.
55
El aljibe
Mariana Enriquez
56
Tenían miedo. Siempre tenían miedo. En verano, cuando
Josefina y Mariela querían bañarse en la Pelopincho, la abuela
Rita llenaba la pileta con apenas diez centímetros de agua y
vigilaba cada chapoteo sentada en una silla bajo la sombra del
limonero del patio, para llegar a tiempo si sus nietas se ahogaban.
Josefina recordaba que su madre lloraba y llamaba a médicos y
ambulancias de madrugada si ella o su hermana tenían unas
líneas de fiebre. O las hacía faltar a la escuela ante un inofensivo
catarro. Nunca les daba permiso para dormir en casa de amigas, y
apenas las dejaba jugar en la vereda; si lo hacía, podían verla
vigilándolas por la ventana, escondida detrás de las cortinas. A
veces Mariela lloraba de noche, diciendo que algo se movía debajo
de su cama, y nunca podía dormir con la luz apagada. Josefina era
la única que nunca tenía miedo, como su padre. Hasta aquel viaje
a Corrientes.
Apenas recordaba cuántos días habían pasado en casa de los tíos,
ni si habían ido a la Costanera o a caminar por la peatonal. Pero
se acordaba perfectamente de la visita a la casa de doña Irene. Ese
día el cielo estaba nublado, pero el calor era pesado, como
siempre en Corrientes antes de una tormenta. Su padre no las
había acompañado; la casa de doña Irene quedaba cerca de la de
los tíos, y las cuatro habían ido caminando acompañadas de la tía
Clarita. No la llamaban bruja, le decían La Señora; su casa tenía
un patio delantero hermoso, un poco demasiado recargado de
plantas, y casi en el centro había un aljibe pintado de blanco;
cuando Josefina lo vio se soltó de la mano de su abuela y corrió
57
ignorando los aullidos de pánico, para verlo de cerca y asomarse
al pozo. No pudieron detenerla antes de que viera el fondo y el
agua estancada en lo profundo.
Su madre le dio un cachetazo que la habría hecho llorar si
Josefina no hubiera estado acostumbrada a esos golpes nerviosos
que terminaban en llantos y abrazos y “mi nenita, mi nenita, mirá
si te pasa algo”. Algo como qué, había pensado Josefina. Si ella
nunca había pensado en tirarse. Si nadie iba a empujarla. Si ella
sólo quería ver si el agua reflejaba su cara, como siempre sucedía
en los aljibes de los cuentos, su cara como una luna con cabello
rubio en el agua negra.
Josefina la había pasado bien esa tarde en casa de La Señora. Su
madre, su abuela y su hermana, sentadas sobre banquetas, habían
dejado que Josefina curioseara las ofrendas y chucherías que se
amontaban frente a un altar; la tía Clarita, respetuosa, esperaba
mientras tanto en el patio, fumando. La Señora hablaba, o rezaba,
pero Josefina no podía recordar nada extraño, ni cánticos, ni
humaredas, ni siquiera que tocara con las manos a su familia.
Solamente les susurraba lo suficientemente bajo como para que
ella no pudiera escuchar lo que decía, pero no le importaba: sobre
el altar descubría escarpines de bebé, ramos de flores y ramas
secas, fotografías en color y blanco negro, cruces decoradas con
lazos rojos, estampitas de santos, muchos rosarios –de plástico,
de madera, de metal plateado– y la fea figura del santo al que su
abuela le rezaba, San La Muerte, un esqueleto con su guadaña,
repetida en diferentes tamaños y materiales, algunas veces tosco,
58
otras tallado al detalle, con los huecos de los globos oculares
negrísimos y la sonrisa amplia.
Al rato, Josefina se aburrió y La Señora le dijo: “Chiquita, por
qué no te acostás en el sillón, andá”. Ella lo hizo y se durmió al
instante, sentada. Cuando despertó, ya era de noche y la tía
Clarita se había cansado de esperar. Tuvieron que volver
caminando solas. Josefina se acordaba que, antes de salir, había
tratado de volver a mirar dentro del aljibe, pero no se había
animado. Estaba oscuro y la pintura blanca brillaba como los
huesos de San La Muerte; era la primera vez que sentía miedo.
Volvieron a Buenos Aires pocos días después. La primera noche
en casa, Josefina no había podido dormir cuando Mariela apagó
el velador.
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59
controlaba la frecuencia de los latidos cuando tenían fiebre–. Si
eran demasiado rápidos, tenía tanto miedo que ni siquiera se
atrevía a llamar a sus padres para que la salvaran. Si eran lentos,
se apoyaba la mano en el pecho para controlar que el corazón no
se detuviera. A veces se dormía contando, atenta al minutero. Una
noche había descubierto que la mancha de revoque en el techo,
justo sobre su cama –el arreglo de una gotera– tenía forma de
rostro con cuernos, la cara del diablo. Eso sí se lo había dicho a
Mariela; pero su hermana, riéndose, dijo que las manchas eran
como las nubes, que se podían ver distintas formas si uno las
miraba demasiado. Y que ella no veía ningún diablo, le parecía un
pájaro sobre dos patas. Otra noche había escuchado el relincho de
un caballo o un burro… pero las manos le empezaron a transpirar
cuando pensó que debía ser el Alma Mula, el espíritu de una
muerta que transformado en mula no podía descansar y salía a
trotar de noche. Eso se lo había contado a su padre; él le besó la
cabeza, dijo que eran pavadas y a la tarde lo había escuchado
gritarle a su madre: “¡Que tu vieja deje de contarle pelotudeces a
la nena! ¡No quiero que le llene la cabeza, ignorante supersticiosa
de mierda!”. La abuela negaba haberle contado nada, y no mentía.
Josefina no tenía idea de dónde había sacado esas cosas, pero
sentía que las sabía, como sabía que no podía acercar la mano a
una hornalla encendida sin quemarse, o que en otoño tenía que
ponerse un saquito sobre la remera porque de noche refrescaba.
Años después, sentada frente a uno de sus tantos psicólogos,
había tratado de explicarse y racionalizar cada miedo: lo que
60
Mariela había dicho del revoque podía ser cierto, a lo mejor le
había escuchado contar esas historias a la abuela porque eran
parte de la mitología correntina, a lo mejor un vecino del barrio
tenía un gallinero, a lo mejor la mula era de los botelleros que
vivían a la vuelta. Pero no creía en la explicaciones. Su madre
solía ir a las sesiones y explicaba que ella y su madre eran
“ansiosas” y “fóbicas”, que por cierto podían haberle contagiado
esos miedos a Josefina; pero se estaban recuperando, y Mariela
había dejado de sufrir terrores nocturnos, así que “lo de Jose”
sería cuestión de tiempo.
Pero el tiempo fueron años, y Josefina odiaba a su padre porque
un día se había ido dejándola sola con esas mujeres que ahora,
después de años de encierro, planeaban vacaciones y salidas de
fin de semana mientras ella se mareaba cuando llegaba a la
puerta; odiaba haber tenido que dejar la escuela y que su madre la
acompañara a rendir los exámenes cada fin de año; odiaba que los
únicos chicos que visitaban su casa fueran amigos de Mariela;
odiaba que hablaran de “lo de Jose” en voz baja, y sobre todo
odiaba pasarse días en su habitación leyendo cuentos que de
noche se transformaban en pesadillas. Había leído la historia de
Anahí y la flor del ceibo, y en sueños se le había aparecido una
mujer envuelta en llamas; había leído sobre el urataú, y ahora
antes de dormirse escuchaba al pájaro, que en realidad era una
chica muerta, llorando cerca de su ventana. No podía ir a La Boca
porque le parecía que debajo de la superficie del riachuelo negro
había cuerpos sumergidos que seguro intentarían salir cuando
61
ella estuviera cerca de la orilla. Nunca dormía con una pierna
destapada porque esperaba la mano fría que la rozara. Cuando su
madre tenía que salir, la dejaba con la abuela Rita; y si se
retrasaba más de media hora, Josefina vomitaba porque la
tardanza sólo podía significar que se había muerto en un
accidente. Pasaba corriendo frente al retrato del abuelo muerto al
que jamás había conocido porque podía sentir cómo la seguían
sus ojos negros, y nunca se acercaba al cuarto donde estaba el
viejo piano de su madre porque sabía que cuando nadie lo tocaba,
se ocupaba de hacerlo el diablo.
*****************
62
jamás en el patio; Josefina ya tenía pesadillas sobre el Sagrado
Corazón de Jesús, sobre el pecho abierto de Cristo que en sueños
sangraba y le empapaba la cara, sobre Lázaro, pálido y podrido
levantándose de una tumba entre las rocas, sobre ángeles que
querían violarla.
Así que se había quedado en casa, y de vuelta a rendir materias
cada fin de año con certificado médico. Y mientras tanto Mariela
volvía de madrugada en autos que frenaban en la puerta, y se
escuchaban los gritos de los chicos al final de una noche de
aventuras que Josefina ni siquiera podía imaginar. Envidiaba a
Mariela incluso cuando su madre le gritaba porque la cuenta del
teléfono era impagable; si sólo ella hubiera tenido alguien con
quién hablar. Porque no le servía el grupo de terapia, todos esos
chicos con problemas reales, con padres ausentes o infancias
llenas de violencia que hablaban de drogas y sexo y anorexia y
desamor. Y sin embargo seguía yendo, siempre en taxi, de ida y de
vuelta –y el taxista tenía que ser siempre el mismo, y esperarla en
la puerta, porque se mareaba y los latidos de su corazón no la
dejaban respirar si se quedaba sola en la calle. No había subido a
un colectivo desde aquel viaje a Corrientes y la única vez que
había estado en el subterráneo gritó hasta quedarse afónica, y su
madre tuvo que bajarse en la estación siguiente; ésa vez la había
zamarreado y arrastrado por las escaleras, pero a Josefina no le
importó porque tenía que salir de cualquier manera de ese
encierro, ese ruido, esa oscuridad serpenteante.
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64
nerviosismo de las primeras salidas, cuando debía estar
preparada para llamar de urgencia a un taxi –o a una ambulancia,
en el peor de los casos– para llevar a Josefina de vuelta a casa o a
la guardia de un hospital. Acomodó los mechones de largo pelo
rubio detrás de las orejas y encendió un cigarrillo.
–Jose– le dijo. –Hay una cosa.
–¿Qué?
–¿Te acordás cuando viajamos a Corrientes? Vos tendrías seis
años, yo ocho…
–Sí.
–Buen, ¿te acordás que fuimos a una bruja? Mamá y la abuela
fueron porque ellas eran como vos, así, tenían miedo todo el
tiempo, y se fueron a curar.
Josefina ahora la escuchaba atentamente. El corazón le latía muy
rápido, pero respiró hondo, se secó las manos en los pantalones y
trató de concentrarse en lo que decía su hermana, como le había
recomendado su psiquiatra (“Cuando viene el miedo”, le había
dicho, “prestale atención a otra cosa. Cualquier cosa. Fijate qué
está leyendo la persona que tenés al lado. Leé los carteles de las
publicidades, o contá cuántos autos rojos pasan por la calle”.)
–Y yo me acuerdo que la bruja dijo que podían volver si les
pasaba otra vez. A lo mejor podrías ir. Ahora que estás mejor. Yo
sé que es una locura, parezco la abuela con sus boludeces de la
provincia, pero a ellas se les pasó ¿o no?
–Mariel, yo no puedo viajar. Vos sabés que no puedo.
–¿Y si yo te acompaño? Me la banco, en serio. Lo planeamos
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bien.
–No me animo. No puedo.
–Buen. Si te animás, pensalo, qué se yo. Yo te ayudo en serio.
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En cambio, empezó a pensar en Corrientes y la Señora. Y en
cómo era la vida en su casa antes del viaje. Recordó a su abuela
llorando en cuclillas al lado de la cama, rezando para que parara
la tormenta, porque le tenía miedo a los rayos, a los truenos, a los
relámpagos, incluso a la lluvia. Recordó que su madre miraba por
la ventana con ojos desorbitados cada vez que se inundaba la
calle, y cómo gritaba que se iban a ahogar todos si no bajaba el
agua. Recordó que Mariela nunca quería ir a jugar con los hijos de
los vecinos, ni siquiera cuando la venían a buscar, y se abrazaba a
sus muñecos como si temiera que se los robaran. Se acordó de
que su padre llevaba a su madre una vez por semana al psiquiatra,
y que ella siempre volvía semidormida, directo a la cama. Y hasta
se acordó de doña Carmen, que se encargaba de hacerle los
mandados y cobrarle la jubilación a su abuela, que no quería –
no podía, ahora Josefina lo sabía– salir de la casa. Doña María
llevaba diez años muerta, dos más que su abuela, y después del
viaje a Corrientes sólo visitaba para tomar el té, porque todos los
encierros y terrores se habían terminado. Para ellas. Porque para
Josefina, recién empezaban.
¿Qué había pasado en Corrientes? ¿La Señora se había olvidado
de “curarla” a ella? Pero, si no tenía que curarla de nada, si
Josefina no tenía miedo. Pero entonces, si poco después había
empezado a padecer lo mismo que las otras, ¿por qué no la habían
llevado con La Señora? ¿Porque no la querían? ¿Y si Mariela se
equivocaba? Josefina empezó a comprender que el enojo era el
límite, que si no se aferraba al enojo y lo dejaba llevarla hasta un
67
micro de larga distancia, hasta La Señora, nunca podría salir de
ese encierro, y que valía la pena morir intentándolo.
Esperó a Mariela despierta una madrugada, y le hizo un café para
despejarla.
–Mariel, vamos. Me animo.
–¿Adónde?
Josefino tuvo miedo de que su hermana retrocediera, retirara el
ofrecimiento, pero se dio cuenta que no le entendía sólo porque
estaba bastante borracha.
–A Corrientes, a ver a la bruja.
Mariela la miró completamente lúcida de golpe.
–¿Estás segura?
–Ya lo pensé, tomo muchas pastillas y duermo todo el camino. Si
me pongo mal… me das más. No hacen nada. Como mucho,
dormiré un montón.
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rechinarlos. Se fue directo a la pieza de la tía Clarita, que las
esperaba, y no aceptó comida ni bebida ni visitas de parientes;
apenas podía abrir la boca para tragar las pastillas, le dolían las
mandíbulas y no podía olvidar la ráfaga de odio y pánico en los
ojos de su madre cuando le dijo que se iba a buscar a la bruja, ni
cómo le había dicho: “Sabés bien que es al pedo” con tono
triunfal. Mariela le había gritado “yegua hija de puta”, y no quiso
escuchar ninguna explicación; encerrada en la habitación con
Josefina, se quedó toda la noche despierta sin hablar, fumando,
eligiendo remeras y pantalones frescos para el calor de
Corrientes. Cuando salieron para la terminal Josefina ya estaba
drogada, pero bastante consciente como para notar que su madre
no había salido de su pieza para despedirlas.
La tía Clarita les dijo que La Señora seguía viviendo en el mismo
lugar, pero estaba muy vieja y ya no atendía a la gente. Mariela
insistió: sólo para verla habían venido a Corrientes, y no se iban a
ir hasta que las recibiera. En los ojos de Clarita asomaba el mismo
miedo que en el de su madre, se dio cuenta Josefina. Y también
supo que no las iba a acompañar, así que apretó el brazo de
Mariela para interrumpir sus gritos (“¡Pero qué mierda te pasa,
por qué vos tampoco la querés ayudar, no ves cómo está!”) y le
susurró: “Vamos solas”. En las tres cuadras hasta la casa de La
Señora, que le parecieron kilómetros, Josefina pensó en ese “¡no
ves como está!” y se enojó con su hermana. Ella también podría
ser linda si no se le cayera el pelo, si no tuviera esas aureolas
sobre la frente que dejaban ver el cuero cabelludo; podría tener
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esas piernas largas y fuertes si fuera capaz de caminar al menos
una vuelta manzana; sabría cómo maquillarse si tuviera para qué
y para quién; sus manos serían bellas si no se comiera las uñas
hasta la cutícula; su piel sería dorada como la de Mariela si el sol
la tocara más seguido. Y no tendría los ojos siempre enrojecidos y
las ojeras si pudiera dormir o distraerse con algo más que la
televisión o Internet.
Mariela tuvo que aplaudir en el patio de La Señora para que
abriera la puerta, porque la casa no tenía timbre. Josefina miró el
jardín, ahora muy descuidado, las rosas muertas de calor, las
azucenas exangües, las plantas de ruda por todas partes, crecidas
hasta alturas insólitas. La Señora apareció en el umbral cuando
Josefina localizó el aljibe, casi oculto entre pastos, la pintura
blanca tan descascarada que era posible ver los ladrillos rojos
debajo.
La Señora las reconoció enseguida, y las hizo pasar. Como si las
esperara. El altar seguía en pie, pero tenía el triple de ofrendas, y
un San La Muerte enorme, del tamaño de un crucifijo de iglesia;
dentro de los ojos huecos brillaban lucecitas intermitentes,
seguramente de una guirnalda eléctrica navideña. Quiso sentar a
Josefina en el mismo sillón donde se había dormido casi veinte
años atrás, pero tuvo que correr a buscar un balde, porque habían
empezado las arcadas; Josefina vomitó fluidos intestinales y
sintió que el corazón le obturaba la garganta, pero La Señora le
puso una mano en la frente.
–Respirá hondo, criatura, respirale.
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Josefina le hizo caso, y por primera vez en muchos años volvió a
sentir el alivio de los pulmones llenos de aire, libres, ya no
atrapados detrás de las costillas. Tuvo ganas de llorar, de
agradecerle; tuvo la seguridad de que La Señora la estaba
curando. Pero cuando levantó la cabeza para mirarla a los ojos,
tratando de sonreír con los dientes apretados, vio pena y
arrepentimiento en La Señora.
–Nena, no hay nada que hacerle. Cuando te trajeron acá, ya
estaba listo. Le tuve que tirar al aljibe. Yo sabía que los santitos no
me lo iban a perdonar, que Añá te iba a traer de vuelta.
Josefina negó con la cabeza. Se sentía bien. ¿Qué quería decirle?
¿Estaría de verdad vieja y ya loca, como había dicho la tía Clarita?
Pero La Señora se levantó suspirando, se acercó al altar y trajo de
vuelta una foto vieja. La reconoció: su madre y su abuela,
sentadas en un sillón, y entre ellas Mariela a la derecha y un
hueco a la izquierda, donde debía estar Josefina.
–Me dieron una pena, una pena. Las tres con malos
pensamientos, con carne de gallina, con un daño de muchos años.
Yo me sobresaltaba de mirarlas nomás, eructaba, no les podía
sacar de adentro los males.
–¿Qué males?
–Males viejos, nena, males que no se pueden decir –La Señora se
santiguó. –Ni el Cristo de las Dos Luces podía con eso, no. Era
viejo. Muy atacadas estaban. Pero vos nena no estabas. No
estabas atacada. No sé por qué.
–¿Atacada de qué?
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–¡Males! No se pueden decir –La Señora se llevó un dedo a los
labios, pidiendo silencio, y cerró los ojos. –Yo no podía sacarles lo
podrido y meterlo adentro mío porque no tengo esa fuerza, y no la
tiene nadie. No podía fluidar, no podía limpiar. Podía nomás
pasarlos, y los pasé. Te los pasé a vos, nena, cuando dormías acá.
El Santito decía que no te iba a atacar tanto, porque estabas pura
vos. Pero el Santito me mintió, o yo no le entendí. Ellas te los
querían pasar, que te iban a cuidar decían. Pero no te cuidaron. Y
yo le tuve que tirar. A la foto, la tiré al aljibe. Pero no se puede
sacar. No te los puedo sacar nunca porque los males están en la
foto tuya en el agua, y ya se habrá pudrido la foto. Ahí quedaron
en la foto tuya, pegados a vos.
La Señora se tapó la cara con las manos. Josefina creyó ver que
Mariela lloraba, pero no le prestó atención porque trataba de
entender.
–Se quisieron salvar ellas, nena. Ésta también –Y señaló a
Mariela –Era chica pero era bicha, ya.
Josefina se levantó con el resto de aire que le quedaba en los
pulmones, con la nueva fuerza que le endurecía las piernas. No
iba a durar mucho, estaba segura, pero por favor que fuera
suficiente, suficiente para correr hasta el aljibe y arrojarse al agua
de lluvia y ojalá que no tuviera fondo, ahogarse ahí con la foto y la
traición. La Señora y Mariela no la siguieron, y Josefina corrió
todo lo que pudo pero cuando alcanzó los bordes del aljibe las
manos húmedas resbalaron, las rodillas se agarrotaron y no pudo,
no pudo trepar, y apenas alcanzó a ver el reflejo de su cara en el
72
agua antes de caer sentada entre los pastos crecidos, llorando,
ahogada, porque tenía mucho mucho miedo de saltar.
73
En rojo culpa
Antonio Di Benedetto
74
supiera no me diría, no, que dejara de hacerlo aunque tuviese que
vender sus pieles y aunque hubiéramos de quedar sólo con las
nuestras originales. No se lo digo por su aprensión a los ratones.
Pensaría después que viste pieles de ratones y estaría
constantemente histérica e insoportable.
Es un absurdo. Entienden que su vida es así por culpa de los
hombres, más poderosos, más numerosos, mejor armados que
ellos. Cuando los ofenden, cuando los dañan, fue el hombre;
cuando infestan una ciudad, la culpa es de la ciudad. Se
consideran inculpables y quieren tener en quien descargar la
culpa que los hombres les adjudican, y me pagan a mí para que yo
sea la culpa de ellos. Los culpables son, según su punto de vista,
todos los hombres, y yo, que soy un solo hombre, les cuesto
trabajo —un trabajo que los regocija, he de reconocerlo— para ser
mantenido como culpable. Es absurdo. Cuando cometen una
canallada y hasta se asustan de haberla cometido, por temor a las
represalias humanas, no me exponen como culpable ante mis
congéneres. No me presentan y dicen: “Somos inocentes. La culpa
es de Caín. Descargad en él vuestra razonable furia”. No.
Tampoco les sirvo para alegato alguno ante un orden superior. Se
conforman con saber que el culpable soy yo, aunque sepan que no
lo soy. Es estúpidamente absurdo. O quizás no lo sea. Quizás se
trate de una forma y un problema de la responsabilidad; pero…
no está a mi alcance. Quizás, para comprenderlo, tendría que
ilustrarme con algún ilustrado profesor. Tendré que hacerlo, si
procuro ser, como muy probablemente ellos me prefieren, una
75
culpa sosegada.
***
76
oficio, puesto que hambre no tenía, harto de bien alimentado por
la doméstica dueña.
La enconada desgracia. La enconada desgracia para el nuevo
viudo, el viudo de la mujer que sonreía, la desdichada optimista.
La enconada desgracia para él, para los ratones y para mí.
Allí hubo de ser, porque la desgracia estaba enconada allí. Allí
hubo de brotar la peste bubónica y prender en los dos niños, allí.
No esperó, no, a los fumigadores de Salubridad. Instantáneo, con
un arrebato como el de la muerte sobre sus hijos, el hombre de
luto, armado de hacha, pico, un garrote, un cuchillo, escarbó,
demolió, en busca de madrigueras, sacando a la luz los animalejos
de su catástrofe, y estrellándolos en rojo implacable. Y la casa
siniestra tuvo por una vez, efímero, un jardín de abundantes rosas
rojas.
***
77
ajena y la propia.
Ellos no me olvidan, no. Se han cebado en mí para anularme,
expeditivos como una revolución triunfante, pero sádicos como
los que montan con despaciosa delectación el aparato de la horca
de los vencidos a la vista de éstos.
Me previnieron que no debía intentar la fuga. Cubrieron el
espacio que me circunda de ratones muertos por la bubónica.
Comprendí. Menosprecié la advertencia y quise huir. Tres de los
vivientes treparon por mis piernas y paralizaron mis movimientos
con el miedo de sentirlos sobre mi cuerpo y de ignorar qué harían
de mí. Nada hicieron, por unos minutos. Intenté dar otro paso. Se
escurrieron por mi pecho y surgieron por el cuello de la camisa.
Grité, despavorido y en demanda de socorro. Uno de ellos se
zambulló en mi boca. Me llenó de náuseas. Procuré escupirlo y se
aferró a la lengua y finalmente se me introdujo en la garganta.
Espantado, adivinando sin esfuerzo lo que harían los otros, apreté
los dientes y me lancé a la carrera, pero sólo por unos metros. Los
dos que estaban en mi cara, para obligarme a abrir la boca, me
mordieron los labios, principiaron a comérmelos y yo grité y ellos
se suicidaron. Y otros subieron por mis piernas, por mi pecho y
por mi cuello, y me desgarraron labios, orejas, nariz, y fueron
colmando mi boca y mi garganta y mi estómago. Comprendí. No
hubo necesidad de que ninguno más fuera devorado por su culpa,
por su culpa paga.
He vuelto. Aquí estoy, sin nariz, sin labios, con restos de orejas,
vomitando, tirado en medio del círculo de ratones muertos. Ellos,
78
muertos, se enfrían, y yo, con una maldita resistencia
involuntaria, no muero ni me desvanezco. Abro los ojos, abro los
ojos y veo más claro, con un horror que no puedo superar, que me
seduce. Horror de mí mismo y de verlos y de ver lo que a mí
viene. Verlos muertos, enfriándose, mientras mi sangre se
coagula. Verlos muertos, y las pulgas transmisoras del mal que los
abandonan al sentirlos fríos y que vienen, una a una, a mi carne
caliente, derrotada e inculpable.
79
La condesa sangrienta
Alejandra Pizarnik
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Gritos, jadeos, imprecaciones, forman una "sustancia silenciosa",
la de este subsuelo es maléfica. Sentada en su trono, la condesa
mira torturar y oye gritar. Sus viejas y horribles sirvientas son
figuras silenciosas que traen, fuego, cuchillos, agujas, atizadores;
que torturan muchachas, que luego las entierran. Como el
atizador o los cuchillos, esas viejas son instrumentos de una
posesión. Esta sombría ceremonia tiene una sola espectadora
silenciosa.
La virgen de hierro
...parmi les rires rouges
des lévres luiantes et les gestes
monstrueux des femmes mécaniques.
R. Daumal
81
hierro, ambos iguales en belleza. De pronto, los senos
maquillados de la dama de hierro se abren y aparecen cinco
puñales que atraviesan a su viviente compañera de largos cabellos
sueltos como los suyos. Ya consumado el sacrificio, se toca otra
piedra del collar: los brazos caen, la sonrisa se cierra así como los
ojos, y la asesina vuelve a ser la "Virgen" inmóvil en su féretro.
Torturas clásicas
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así: Se escogían varias muchachas altas, bellas y resistentes --su
edad oscilaba entre los 12 y los 18 años-- y se las arrastraba a la
sala de torturas en donde esperaba, vestida de blanco en su trono,
la condesa. Una vez maniatadas, las sirvientas las flagelaban
hasta que la piel del cuerpo se desgarraba y las muchachas se
transformaban en llagas tumefactas; les aplicaban los atizadores
enrojecidos al fuego; les cortaban los dedos con tijeras o cizallas;
les punzaban las llagas; les practicaban incisiones con navajas (si
la condesa se fatigaba de oír gritos les cosían la boca; si alguna
joven se desvanecía demasiado pronto se la auxiliaba haciendo
arder entre sus piernas papel embebido en aceite). La sangre
manaba como un geiser y el vestido blanco de la dama nocturna
se volvía rojo. Y tanto, que debía ir a su aposento y cambiarlo por
otro (¿en qué pensaría durante esa breve interrupción?). También
los muros y el techo se teñían de rojo. No siempre la dama
permanecía ociosa en tanto los demás se afanaban y trabajaban
en torno a ella. A veces colaboraba, y entonces, con gran ímpetu,
arrancaba la carne --en los lugares más sensibles-- mediante
pequeñas pinzas de plata, hundía agujas, cortaba la piel de entre
los dedos, aplicaba a las plantas de los pies cucharas y planchas
enrojecidas al fuego, fustigaba (en el curso de un viaje ordenó que
mantuvieran de pie a una muchacha que acababa de morir y
continuó fustigándola aunque estaba muerta); también hizo
morir a varias con agua helada (un invento de su hechicera
Darvulia consistía en sumergir a una muchacha en agua fría y
dejarla en remojo toda la noche). En fin, cuando se enfermaba las
84
hacía traer a su lecho y las mordía. Durante sus crisis eróticas,
escapaban de sus labios palabras procaces destinadas a las
supliciadas. Imprecaciones soeces y gritos de loba eran sus
formas expresivas mientras recorría, enardecida, el tenebroso
recinto. Pero nada era más espantoso que su risa. (Resumo: el
castillo medieval; la sala de torturas; las tiernas muchachas; las
viejas y horrendas sirvientas; la hermosa alucinada riendo desde
su maldito éxtasis provocado por el sufrimiento ajeno.) ...sus
últimas palabras, antes de deslizarse en el desfallecimiento
concluyente, eran: "Más, todavía más, más fuerte!"
No siempre el día era inocente, la noche culpable. Sucedía que
jóvenes costureras aportaban, durante las horas diurnas, vestidos
para la condesa, y esto era ocasión de numerosas escenas de
crueldad. Infaliblemente, Dorkó hallaba defectos en la confección
de las prendas y seleccionaba a dos o tres cupables (en ese
momento los ojos lóbregos de la condesa se ponían a relucir). Los
castigos a las costureritas --y a las jóvenes sirvientas en general--
admitían variantes. Si la condesa estaba en uno de sus
excepcionales días de bondad, Dorkó se limitaba a desnudar a las
culpables que continuaban trabajando desnudas, bajo la mirada
de la condesa, en los aposentos llenos de gatos negros. Las
muchachas sobrellevaban con penoso asombro esta condena
indolora pues nunca hubieran creído en su posibilidad real.
Oscuramente, debían de sentirse terriblemente humilladas pues
su desnudez las ingresaba en una suerte de tiempo animal
realzado por la presencia "humana" de la condesa perfectamente
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vestida que las contemplaba. Esta escena me llevó a pensar en la
Muerte --la de las viejas alegorías; la protagonista de la Danza de
la Muerte. Desnudar es propio de la Muerte. También lo es la
incesante contemplación de las criaturas por ella desposeídas.
Pero hay más: el desfallecimiento sexual nos obliga a gestos y
expresiones del morir (jadeos y estertores como de agonía;
lamentos y quejidos arrancados por el paroxismo). Si el acto
sexual implica una suerte de muerte, Erzébet Báthory necesitaba
de la muerte visible, elemental, grosera, para poder, a su vez,
morir de esa muerte figurada que viene a ser el orgasmo. Pero,
¿quién es la Muerte? Es la Dama que asola y agosta cómo y dónde
quiere. Sí, y además es una definición posible de la condesa
Báthory. Nunca nadie no quiso de tal modo envejecer, esto es:
morir. Por eso, tal vez, representaba y encarnaba a la Muerte.
Porque, ¿cómo ha de morir la Muerte? Volvemos a las
costureritas y a las sirvientas. Si Erzébet amanecía irascible, no se
conformaba con cuadros vivos, sino que: A la que había robado
una moneda le pagaba con la misma moneda... enrojecida al
fuego, que la niña debía apretar dentro de su mano. A la que
había conversado mucho en horas de trabajo, la misma condesa le
cosía la boca o, contrariamente, le abría la boca y tiraba hasta que
los labios se desgarraban. También empleaba el atizador, con el
que quemaba, al azar, mejillas, senos, lenguas... Cuando los
castigos eran ejecutados en el aposento de Erzébet, se hacía
necesario, por la noche, esparcir grandes cantidades de ceniza en
derredor del lecho para que la noble dama atravesara sin
86
dificultad las vastas charcas de sangre.
La fuerza de un nombre
87
parrilla. En cuanto a ella, fue violada --si se puede emplear este
verbo a su respecto-- por toda la guarnición turca. Pero no murió
por ello, al contrario, sino porque sus secuestradores --tal vez
exhaustos de violarla-- la apuñalaron. Solía recoger a sus amantes
por los caminos de Hungría y no le disgustaba arrojarse sobre
algún lecho en donde, precísamente, acababa de derribar a una de
sus doncellas. Cuando la condesa llegó a la cuarentena, los
Báthory se habían ido apagando y consumiendo por obra de la
locura y de las numerosas muertes sucesivas. Se volvieron casi
sensatos, perdiendo por ello el interés que suscitaban en
Erzébeth. Cabe advertir que, al volverse la suerte contra ella, los
Báthory, si bien no la ayudaron, tampoco le reprocharon nada.
Un marido guerrero
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a una niña desnuda amarrada a un árbol; untada con miel,
moscas y hormigas la recorrían y ella sollozaba. La condesa le
explicó que la niña estaba expiando el robo de un fruto. Nadasdy
rió candorosamente, como si le hubieran contado una broma.
El guerrero no admitía ser importunado con historias que
relacionaban a su mujer con mordeduras, agujas, etc. Grave error:
ya de recién casada, durante esas crisis cuya fórmula era el
secreto de los Báthory, Erzébet pinchaba a sus sirvientas con
largas agujas; y cuando, vencida por sus terribles jaquecas, debía
quedarse en cama, les mordía los hombros y masticaba los trozos
de carne que había podido extraer. Mágicamente, los alaridos de
las muchachas le calmaban los dolores.
Pero estos son juegos de niños --o de niñas. Lo cierto es que en
vida de su esposo no llegó al crimen.
El espejo de la melancolía
¡Todo es espejo!
Octavio Paz
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mágicas en la cabaña de la hechicera o -sobre todo- los subsuelos
anegados de sangre humana, pudieron alumbrar en los ojos de su
perfecta cara algo a modo de mirada viviente. Porque nadie tiene
más sed de tierra, de sangre y de sexualidad feroz que estas
criaturas que habitan los fríos espejos. Y a propósito de espejos:
nunca pudieron aclararse los rumores acerca de la
homosexualidad de la condesa, ignorándose si se trataba de una
tendencia inconsciente o si, por lo contrario, la aceptó con
naturalidad, como un derecho más que le correspondía. En lo
esencial, vivió sumida en su ámbito exclusivamente femenino. No
hubo sino mujeres en sus noches de crímenes. Luego, algunos
detalles, son obviamente reveladores: por ejemplo, en la sala de
torturas, en los momentos de máxima tensión, solía introducir
ella misma un cirio ardiente en el sexo de la víctima. También hay
testimonios que dicen de una lujuria menos solitaria. Una
sirvienta aseguró en el proceso que una aristocrática y misteriosa
dama vestida de mancebo visitaba a la condesa. En una ocasión
las descubrió juntas, torturando a una muchacha. Pero se ignora
si compartían otros placeres que los sádicos. Continúo con el
tema del espejo. Si bien no se trata de explicar a esta siniestra
figura, es preciso detenerse en el hecho de que padecía el mal del
siglo XVI: la melancolía. Un color invariable rige al melancólico:
su interior es un espacio de color de luto; nada pasa allí, nadie
pasa. Es una escena sin decorados donde el yo inerte es asistido
por el yo que sufre por esa incercia. Ëste quisiera liberar al
prisionero, oero cualquier tentativa fracasa como hubiera
90
fracasado Teseo si , además de ser él mismo, hubiese sido,
también, el Minotauro; matarlo, entonces, habría exigido
matarse. Pero hay remedios fugitivos: los placeres
sexuales, por ejemplo, por un breve tiempo pueden borrar la
silenciosa galería de ecos y de espejos que es el alma melancólica.
Y más aún: hasta pueden iluminar ese recinto enlutado y
transformarlo en una suerte de cajita de música con figuras de
vivos y alegres colores que danzan y cantan deliciosamente.
Luego, cuando se acabe la cuerda, habrá que retornar a la
inmovilidad y al silencio. La cajita de música no es un medio de
comparación gratuito. Creo que la melancolía es, en suma, un
problema musical: una disonancia, un ritmo trastornado.
Mientras afuera todo sucede con un ritmo vertiginoso de cascada,
adentro hay una lentitud exhausta de gota de agua cayendo de
tanto en tanto. De allí que ese afuera contemplado desde el
adentro melancólico resulte absurdo e irreal y constituya "la farsa
que todos tenemos que representar". Pero por un instante -sea
por una música salvaje, o alguna droga, o el acto sexual en su
máxima violencia-, el ritmo lentísimo del melancólico no sólo
llega a acordarse con el del mundo externo, sino que lo sobrepasa
con una desmesura indeciblemente dichosa; y el yo vibra
animado por energías delirantes. Al melancólico el tiempo se le
manifiesta como suspensión del transcurrir -en verdad, hay un
transcurrir, pero su lentitud evoca el crecimiento de las uñas de
los muertos- que precede y continúa a la violencia fatalmente
efímera. Entre dos silencios o dos muertes, la prodigiosa y fugaz
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velocidad, revestida de variadas formas que van de la inocente
ebriedad a las perversiones sexuales y aun al crimen. Y pienso en
Erzébet Báthory y en sus noches cuyo ritmo medían los gritos de
las adolescentes. El libro que comento en estas notas lleva un
retrato de la condesa: la sombría y hermosa dama se parece a la
alegoría de la melancolía que muestran los viejos grabados.
Quiero recordar, además, que en su época una melancólica
significaba una poseída por el demonio.
Magia negra
92
a mí, Erzébet, y dame una larga vida. Oh nube, estoy en peligro.
Envíame noventa gatos, pues tú eres la suprema soberana de los
gatos. Ordénales que se reúnan viniendo de todos los lugares
donde moran, de las montañas, de las aguas, de los ríos, del agua
de los techos y del agua de los océanos. Diles que vengan rápido a
morder el corazón de... y también el corazón de... y el de... Que
desgarren y muerdan también el corazón de Megyery el Rojo. Y
guarda a Erzébet de todo mal. Los espacios eran para inscribir los
nombres de los corazones que habrían de ser mordidos. Fue en
1604 que Erzébet quedó viuda y que conoció a Darvulia. Este
personaje era, exactamente, la hechicera del bosque, la que nos
asustaba desde los libros para niños. Viejísima, colérica, siempre
rodeada de gatos negros, Darvulia correspondió a la fascinación
que ejercía en Erzébet pues en los ojos de la bella encontraba una
nueva versión de los poderes maléficos encerrados en los venenos
de la selva y la nefasta insensibilidad de la luna. La magia negra
de Darvulia se inscribió en el negro silencio de la condesa: la
inició en los juegos más crueles; le enseño a mirar morir y el
sentido de mirar morir; la animó a buscar la muerte y la sangre en
un sentido literal, esto es: a quererlas por sí mismas, sin temor.
Baños de sangre
93
preservar su lozanía, tomaba baños de sangre humana. En efecto,
Darvulia, como buena hechicera, creía en los poderes
reconstitutivos del "fluido humano". Ponderó las excelencias de la
sangre de muchachas --en lo posible vírgenes-- para someter al
demonio de la decrepitud y la condesa aceptó este remedio como
si se tratara de baños de asiento. De este modo, en la sala de
torturas, Dorkó se aplicaba a cortar venas y arterias; la sangre era
recogida en vasijas y, cuando las dadoras ya estaban exangües,
Dorkó vertía el rojo y tibio líquido sobre el cuerpo de la condesa
que esperaba tan tranquila, tan blanca, tan erguida, tan
silenciosa. A pesar de su invariable belleza, el tiempo infligió a
Erzébet algunos de los signos vulgares de su transcurrir. Hacia
1610, Darvulia había desaparecido misteriosamente, y Erzébet,
que frisaba la cincuentena, se lamentó ante su nueva hechicera de
la ineficacia de los baños de sangre. En verdad, más que
lamentarse amenazó con matarla si no detenía inmediatamente la
propagación de las excecradas señales de la vejez. La hechicera
edujo que esa ineficacia era causada por la utilización de sangre
plebeya. Aseguró --o auguró-- que, trocando la tonalidad,
empleando sangre azul en vez de roja, la vejez se alejaría corrida y
avergonzada. Así se inició la caza de hijas de gentilhombres. Para
atraerlas, las secuaces de Erzébet argumentaban que la Dama de
Csejthe, sola en su desolado castillo, no se resignaba a su soledad.
¿Y cómo abolir la soledad? Llenando los sobríos recintos con
niñas de buenas familias a las que, en pago de su alegre
compañía, les daría lecciones de buen tono, les enseñaría cómo
94
comportarse exquisitamente en sociedad. Dos semanas después,
de las veinticinco "alumnas" que corrieron a aristocratizarse no
quedaban sino dos: una murió poco después, exangüe; la otra
logró suicidarse.
Castillo de Csejthe
95
feas y perversas Dorkó y Jó Ilona. Éstas intentaban divertirla
hasta con historias domésticas que ella no entendía, si bien
necesitaba de ese continuo y deleznable rumor. Otra manera de
matar el tiempo consistía en contemplar sus joyas, mirarse en su
famoso espejo y cambiarse quince trajes por día. Dueña de un
gran sentido práctico, se preocupaba de que las prisiones del
subsuelo estuvieran siempre bien abastecidas; pensaba en el
porvenir de sus hijos --que siempre residieron lejos de ella;
administraba sus bienes con inteligencia y se ocupaba, en fin, de
todos los pequeños detalles que rigen el orden profano de los días.
Medidas severas
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ceremonia de la noche anterior, encontró un bello cadáver
mutilado y dos niñas en agonía. No es esto todo. Aspiró el olor a
cadáver; miró los muros ensangrentados; vió la "Virgen de
Hierro", la jaula, los instrumentos de tortura, las vasijas con
sangre reseca, las celdas --y en una de ellas a un grupo de
muchachas que aguardaban su turno para morir y que le dijeron
que después de muchos días de ayuno les habían servido una
cierta carne asada que había pertenecido a los hermosos cuerpos
de sus compañeras muertas... La condesa, sin negar las
acusaciones de Thurzó, declaró que todo aquello era su derecho
de mujer noble y de alto rango. A lo que respondió el palatino:...
te condeno a prisión perpetua dentro de tu castillo.
Desde su corazón, Thurzó se diría que había que decapitar a la
condesa, pero un castigo tan ejemplar hubiese podido sucitar la
reprobación no sólo respecto a los Báthory sino a los nobles en
general. Mientras tanto, en el aposento de la condesa, fue hallado
un cuadernillo cubierto por su letra con los nombres y las señas
particulares de sus víctimas que allí sumaban 610... En cuanto a
los secuaces de Erzébet, se los procesó, confesaron hechos
increíbles, y murieron en la hoguera. La prisión subía en torno
suyo. Se muraron las puertas y las ventanas de su aposento. En
una pared fue practicada una ínfima ventanilla por donde poder
pasarle los alimentos. Y cuando todo estuvo terminado erigieron
cuatro patíbulos en los ángulos del castillo para señalar que allí
vivía una condenada a muerte. Así vivió más de tres años, casi
muerta de frío y de hambre. Nunca comprendió por qué la
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condenaron. El 21 de agosto de 1614, un cronista de la época
escribía: Murió hacia el anochecer, abandonada de todos. Ella no
sintió miedo, no tembló nunca. Entonces, ninguna compasión ni
admiración por ella. Sólo un quedar en suspenso en el exceso del
horror, una fascinación por un vestido blanco que se vuelve rojo,
por la idea de un absoluto desgarramiento, por la evocación de un
silencio constelado de gritos en donde todo es la imagen de una
belleza inaceptable. Como Sade en sus escritos, como Gilles de
Rais en sus crímenes, la condesa Báthory alcanzó, más alla de
todo límite, el último fondo del desenfreno. Ella es una prueba
más de que la libertad absoluta de la criatura humana es horrible.
98
El Laberinto
Rafael Pinedo
I.
Salgo de El Refugio.
Cuarenta y siete pasos. Giro a la izquierda. Otros cuarenta y siete
pasos. Otro giro a la izquierda.
Otra vez. Nuevo giro. Los últimos cuarenta y siete.
Vuelta. Esta vez los giros son a la derecha. Los pasos son los
mismos: cuatro veces cuarenta y siete.
Todos los ángulos fueron rectos.
Todos los pasos fueron iguales.
Nunca llegué al mismo lugar.
II.
Hubo otros laberintos, un Dédalo, un Minotauro.
Este no es otro, este es El Laberinto.
Inevitablemente,
El Laberinto es siempre igual.
Siempre cambiante.
III.
Apenas lo crucé, el portal se cerró con un ruido sordo.
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Reconozco el lugar, ya estuve, aunque ahora entré por otro lado.
Recorro nuevamente esa galería de jaulas con rótulos,
y extraños seres ocupándolas.
Me detengo frente a una vacía, que lleva mi nombre.
Releo el cartel con la descripción.
Una sombra me cae como una llovizna.
El texto cuenta todo lo que hice desde la última vez que lo leí.
IV.
El aire se iba tornando más denso.
Congoja. La presión había bajado, la tristeza y la temperatura
aumentaban.
Estaba llorando. Su nariz moqueaba y goteaba. La cantidad de
lágrimas no guardaba relación con su estado.
Transpiraba. Mucho.
Un ruido extraño lo sobresaltó: gotas sobre un hierro candente.
Eran sus lágrimas, su sudor, que deshacían, disolvían lo que
tocaban. No podía retener los líquidos.
Cada vez lloraba más, sudaba más, meaba, cagaba.
Podrían ocurrir dos cosas: se deshidrataba o, mucho antes, el
suelo se desintegraría bajo sus pies.
Y caería. Vaya a saber dónde.
Trató de agarrarse a la pared: se derretía al contacto de su mano
mojada.
Retroceder no era posible. Comenzó a avanzar.
Corría. Todo se derrumbaba detrás suyo con un ruido
100
ensordecedor.
Un trapecio delante, lejos, más cerca, cada vez más cerca.
Saltó, los brazos estirados hacia la barra. No se deshizo al tocarla.
Menos mal. Agotado, se sentó.
Todo se derrumbó a su alrededor.
La emisión de líquidos se detuvo.
Sólo quedó él, sentado en la barra del trapecio, sintiéndose
ridículo.
V.
Caen afiladísimas espadas. Son intolerables. Intolerables. Las
esquiva.
Duda si abrir los ojos o lanzarse de cabeza por el agujero de la
pared.
Se tira, sin saber que hay mas allá.
Más allá no hay nada, salvo esas luces desesperantes,
desesperadas, que más que iluminar, queman.
Tienen una regularidad que hace fácil eludirlas.
Esta vez no hay agujero en la pared.
VI.
No se lucha con El Laberinto
Solo se sobrevive
VII.
Por la escalera llegó a una oficina. Entró y caminó tranquilo hasta
101
su escritorio de siempre.
Se sentó frente a los papeles y aceptó un café. Sumó en su
máquina.
Todo era muy simple. No recordaba haber hecho nunca otra cosa.
Un par de horas después volvió el dolor de la espalda.
Recordó el consejo del médico: caminar cinco minutos cada hora,
aunque sea dentro de la oficina.
Se levantó, doblándose un poco hacia atrás con las manos en la
cintura.
Deambuló lentamente. Sus compañeros ya estaban
acostumbrados.
Se acercó a la ventana. Miró el cielo, límpido, y luego hacia abajo.
No encontró la calle tranquila de siempre: había un charco lleno
de formas gelatinosas que se movían.
Recordó. El Laberinto puede tomar cualquier forma.
Abrió la ventana y saltó con asco: era la única salida.
VIII.
Se incorporó instintivamente, sintiendo una mirada.
De pronto la vio. Dudó. Era ella, otra vez.
Estaba igual, apenas cubierta por un taparrabos. Un cuchillo
colgaba de su cintura.
Inmóvil y sorprendida, no dio señales de reconocerlo.
La presencia humana en El Laberinto era desconcertante.
Una mujer.
No pudo emitir sonido alguno, la garganta como llena de arena
102
seca y caliente.
Ella podría no escuchar ni reconocer palabras.
Podría ser un animal, bello pero salvaje.
Se quedó quieto.
Un leve movimiento y ella saltó lejos. Huyó.
Gritó. Aceleró su carrera.
Corrió detrás. Era mas rápido, no más joven, pero más rápido.
El recinto era rectangular, desnudo, sin salida.
Necesitaba agarrarla.
Ella iba, vertiginosa, hacia la pared lisa. Él se acercaba.
Ella llegó al borde. Saltó con los pies para adelante. Desapareció.
Por más que buscó no descubrió ninguna marca en la pared.
IX.
Tocó un portón más alto que él. Al apoyarse, éste cedió y se abrió.
Una ovación. Encandilado cerró los ojos. Intentó ver.
Un círculo de tierra, grande. Tribunas con figuras difusas, algunas
vagamente humanas.
Algo parecido a una mesa viene hacia él. Con un frasco. Silencio.
Latido en un párpado. Al girar la cabeza siente los músculos como
de cuero. La boca seca. Las rodillas quieren temblar.
Le tiran objetos. Levanta el frasco. Nuevo silencio.
Se queda quieto. Un grito, dos, muchos. Vuelven a caer cosas.
Algo como una lanza.
No tiene otra alternativa. Bebe del frasco.
Se le nubla la vista. Asco. Arcadas. Quema. No quiere morirse.
103
En el otro lado de la arena una figura hace lo mismo.
Un calor le sube. El terror vira hacia otra cosa, no sabe qué.
Pierde la conciencia, no cae.
X.
Cualquier ser o cosa que esté dentro de El Laberinto le pertenece
Forma parte de Él
Pero no le importa
XI.
Se escuchaba ruido de agua.
Trepó por el túnel, buscando la luz que allá se vislumbraba.
Asomó primero el sombrero. No pasó nada. El aire olía bien.
Sacó una mano, la cabeza, miró alrededor.
El lugar se parecía mucho a un patio andaluz. Al salir quedó
sentado en un reborde en el centro de una fuente. Con peces
rojos.
104
Había visto suficiente Laberinto como para no creer en la imagen.
Se acuclilló en el borde, para ver mejor.
Lo que veía era muy bello,
Ya sabía, sin embargo, desconfiar.
Todo estaba muy, muy quieto. Todo era muy, muy bello.
Ni una mota de polvo en el piso.
No puso el pie en el agua, ni siquiera estaba seguro que lo fuera.
La fuente era lo suficientemente angosta como para salvarla de un
tranco.
Juntó coraje y dio el paso que lo separaba del borde. No pasó
nada.
Miró atentamente el diseño del suelo. Era muy antiguo, mudéjar,
perfecto. El vértigo de la simetría.
Con cuidado apoyó su bota fuera de la fuente.
Algo crujió, como si hubiera pisado una alfombra de cucarachas.
Retiró el pie a toda velocidad.
Lo que había quedado bajo su suela estaba aplastado, segregaba
un líquido blancuzco, y ya las baldosas de alrededor se habían
desplazado, deglutiendo a las rotas.
Se había reacomodado, quedando todo como antes.
De su morral sacó un resto de carne, lo dejó caer.
Nuevo movimiento abajo. La carne desapareció.
Imposible salir por ahí.
Volvió al agujero por donde había entrado. Estaba anegado.
Tampoco por ese lado.
Se sentó.
105
Era improbable que hubiera otro peligro. No sabía por qué, pero
raramente había más de un elemento de riesgo en cada espacio.
Como si se anularan unos a otros.
O hubieran sido puestos con un propósito. O como si El Laberinto
probara a sus criaturas con una cosa por vez.
Corría el riesgo de morir de inanición.
Pensó. Pensó mucho.
Las baldosas no cubrían la fuente.
Decidió probar el agua.
Introdujo un dedo con cuidado. No sintió nada.
Dejó caer una gota fuera.
Como si fuera ácido, se levantó un vaho.
El suelo tardó casi un minuto en volverse a cerrar.
Hizo cálculos. El lugar no era grande, pero sólo tenía su sombrero
para cargar líquido.
Lo llenó. Por los orificios salían chorros finos y constantes.
Salió abriendo un fétido y asqueroso camino.
XII.
El paraje era agradable, y no había peligros a la vista. La luz era
suave.
Un prado con rocas de tonos pardos y ocres.
Se sentó en el suelo, con la espalda apoyada en la pared. Relajado.
A su izquierda estaba el pasillo por el que había llegado. Podía ver
cualquier cosa que apareciera por ese lado.
Disfrutaba el momento. Casi. Una sensación se le escapaba.
106
Una brisa lo acarició como una mano cálida.
Nunca había sentido viento en El Laberinto.
Su cuerpo pidió movimiento: caminó hacia las rocas. Trepó
sigilosamente.
Todo parecía muerto.
Llegó al tope. Miró del otro lado: montones de huesos, calcinados.
El aire se calentó un poco más. Un poco más. Más.
Salió rápidamente.
XIII.
Siempre hubo El Laberinto
Su tiempo tiene que ver con otro tiempo
Con el tiempo de El Laberinto
XIV.
No vio el pozo. Cayó. Mucho tiempo. Vacío e incertidumbre. Lo
inefable.
El final fue suave. Amortiguado por algo como un colchón con la
consistencia del barro blando.
Oscuridad. Se quedó quieto, acostumbrando la vista.
Empezó a sentir un hormigueo suave que le subía desde las
manos y los pies.
La cosquilla avanzó por sus miembros, llegó a la nuca, a la cabeza.
Se tocó el pecho. Estaba cubierto de insectos, moscas, que crujían
y se rompían al apretarlas.
Avanzaron sobre él. Quiso gritar. No pudo. Lo paralizó el miedo
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de abrir la boca y que se le llenara de bichos.
Era una horrible manera de morir...
Sus sentidos se detuvieron.
Sin saber cuánto tiempo había pasado volvió a recuperar sus
percepciones. Se sentía relajado y fresco. Percibió una tenue
claridad.
De pronto recordó. Saltó. Asqueado. Nada sobre su cuerpo.
El piso y las paredes: lisos y limpios. Salir. Pronto.
Inspeccionó. Unas hendiduras en un lado servían para subir.
Escaló. Se sentía extraño, muy extraño.
La idea de que los insectos estuvieran en su interior casi lo hizo
caer.
Llegó al borde. Salió. Se sentía bien. Su cuerpo parecía prestado.
Era agradable.
Lo descubrió al rato, cuando tuvo ganas de hacer pis.
No le había quedado ni un rastro, ni una sombra de pelo.
XV.
Me levanto y me acerco lentamente al teclado.
Mi excitación crece, desde la base del cerebelo a los dedos.
Golpeo, cada vez más, cada vez más, más rápido, furiosamente.
Vértigo. Hay un abismo bajo mis manos que pegan, solas, a toda
velocidad.
Ya no hago otra cosa que tratar de controlar el rebote de mis
dedos.
Las teclas saltan. Como balas se disparan hacia mi cara.
108
No sé cuánto más voy a poder esquivarlas.
XVI.
En El Laberinto existen límites
Dos
Uno es la muerte
El otro es matemático
XVII.
Una especie de tobogán. Menos mal, las caídas en el vacío dan
pánico.
Se deslizaba rápido.
Aterrizó violentamente sobre una plataforma que, a su contacto,
comenzó a subir a toda velocidad, causándole un vacío en el
estómago.
El vértigo lo hizo vomitar.
No sabe cuántas veces se repitieron las subidas y bajadas. En un
momento se detuvieron y pudo seguir.
XVIII.
Durmió profundo y relajado, como hacía mucho que no podía
hacerlo.
Soñó, y supo que estaba soñando.
Un húmedo recorrido desde la ingle hasta el sexo comenzó a
crecer.
Un dolor al revés.
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Era un juego, del que él sólo participaba sintiendo placer.
Era un muñeco que devolvía goce y gemidos.
Se frotaba entre sus piernas. Lo apretaba, lo lamía, se detenía;
para recomenzar.
Lo recorría, cada milímetro. La cabeza se le llenó de colores, de
temperaturas, de tormentas.
Subía desde la entrepierna hasta la ingle un río de lava, que
llegaba a la lengua.
El orgasmo fue violento. Eterno.
Quedó relajado. Satisfecho.
Supo que no estaba dormido, que había sido completa y
totalmente real.
Se quedó inmóvil, con los ojos cerrados. Negándose a abrirlos.
Le aterraba ver qué cosa estaba entre sus piernas.
XIX.
El Laberinto es silencioso. Pero no tan silencioso.
Un murmullo.
Un ruido sordo, rítmico, la marcha de muchos pies.
El sudor le corrió por la espalda.
Un redoblar golpeó directamente en sus tripas.
Ahí estaban. Doblando desde la izquierda. Una masa compacta de
guerreros ocupando todo el ancho del corredor.
Con paso lento y regular, casi idénticos unos a otros en su aspecto
simiesco y furioso.
Sin rasgos, las caras medio cubiertas por bronces oscuros.
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Marchaban. Ordenados, regulares, macizos, sincronizados, los
cuerpos inmóviles.
Los enormes pectorales protegidos por algo parecido al cuero,
cruzados con cintos y cuchillos.
Unos llevaban una gigantesca maza, el as de bastos de la baraja
española, otros una especie de fusil de punta afilada.
La legión llenaba la galería de lado a lado. Detrás el abismo del
ascensor.
Avanzaban indiferentes a todo.
Sacó el cuchillo y se paró, dispuesto a morir aplastado, perforado.
El sudor no lo dejaba ver. Un latido en la garganta.
Se acercaban. Eran multitud.
Avanzaban con precisión de máquina.
Faltaban cinco pasos. Tres. Su decisión de pelear desapareció.
Cerró los ojos.
No sintió nada.
Se abrieron para rodearlo. Como si no ocuparan todo el ancho del
corredor. No lo tocaron. Avanzaron. Eran miles, millones.
Cuando los últimos pasaron pudo ver como se arrojaban, sin
vacilar, por el hueco del ascensor.
Se dejó caer en el suelo. Jadeando.
XX.
No se sabe, ni se puede saber si El Laberinto siente
No hay forma de averiguar si tiene conciencia de las criaturas que
sobreviven en su interior
111
XXI.
Otra vez las luces. Otra vez.
No sabe cómo aparecieron, pero debe evitarlas.
Duelen al tocarlas.
Ahora se mueven más despacio.
Es posible avanzar entre los círculos que se reflejan en el suelo.
Con prudencia, sin rozarlos. No gritar, hablar, ni gemir. La voz
humana las enloquece.
Camina, como entre desconocidos. Sabe que si lo tocan muere.
XXII.
Allí estaba. Lleno de cajoncitos labrados, con una pequeña manija
de bronce cada uno.
Alrededor no había nada.
No podía ser.
Cuando se acercó se encendió una fuerte luz cenital.
Sonó un tic-tac.
No podía ser.
No podía ser una salida.
No hay nada fortuito ni que pueda evitarse.
El tic-tac se aceleró. Tenía poco tiempo.
Abrió cajoncitos desesperadamente.
Estaban vacíos, o tenían pequeños objetos. Algunos absurdos,
otros incomprensibles.
No sabía qué buscaba, ni cómo iba reconocerlo cuando lo
112
encontrara.
Podía necesitar más de uno, o ninguno.
Estaba seguro que no encontrarlo sería terrible.
Mientras hurgaba pudo ver una puerta que no había percibido
antes.
Imaginó una llave. Temió haberla dejado pasar.
El tic-tac: el plazo se acortaba.
Un cajón no se abrió, forcejeó.
Corrió a la puerta.
La empujó con el hombro y la abrió. Salió. Cerró de un portazo.
Se escuchó un estrépito de destrucción.
Suspiró aliviado: a veces los lugares de El Laberinto tienen lógica,
a veces no.
XXIII.
Al frente un jardín. Parecía diseñado para él: ni salvaje, ni muy
cuidado.
Plantas silvestres, rosales, caléndulas, hortensias. Todo en flor.
Insectos, sonido de pájaros, un cielo completamente azul.
Colibríes, dos, tres.
No avanzó, pero no pudo evitar la sonrisa que le aleteaba en la
boca.
Se quedó en la entrada un largo rato, mirando, disfrutando.
Se quedó ahí hasta que entró esa cosa y empezó por comerse a los
picaflores...
113
XXIV.
El Laberinto está vivo
Tiene una vida diferente a la que ningún ser vivo puede imaginar
Pero respira
XXV.
No podía creerlo: un río con una pequeña cascada.
Agua. Azul, rosa, verde.
En un rincón retozaban unas criaturas pequeñas y peludas.
No había peligro. O sí.
Tomó de su bolsa un pedazo de carne y lo puso bajo el agua: no se
deshizo.
Era agua.
Definitivamente todo era inocuo. Se metió.
Estar fresco, estar limpio.
Repentinamente entró en pánico.
No era la primera vez. Los ataques se anunciaban...
pero no esta vez. Fue de golpe. En su cabeza se cambió una orden
por otra: enloquecer.
Era polvo. Polvo solo y consciente.
Perdido entre arena, plantas e insectos.
Veía un tumor cerebral que crecía, una ventana opaca, un animal
indescriptible.
Buscó un tren, una puerta.
Buscó los genes suicidas que lo movían.
No los encontró. Estaban ahí. Una cascada del tiempo. Un sol que
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se está apagando.
Lo insoportable, como siempre, era el dolor.
XXVI.
Comenzó a deslizarse. Las manos se le estaban por despellejar
cuando la soga, por milagro, se llenó de nudos, que no lo dejaban
resbalar.
Frenaba su ritmo, pero todo parecía estar tranquilo. Siguió
bajando.
La iluminación empezó a atenuarse. Con la luz se fue la noción del
tiempo.
Era lo mismo tener los ojos abiertos que cerrados. Lo peor era el
silencio.
De tanto en tanto un ligero cambio de temperatura generaba una
esperanza, pero nada modificaba la textura.
Sus pies se apoyaron. El piso cedía con el peso de su cuerpo, pero
no lo dejaba hundirse.
Se agachó, colocó los dedos sobre la superficie que lo sostenía. Se
aterró.
Estaba tibio. Latía.
XXVII.
El Laberinto se autojustifica,
se autoalimenta.
Existe
115
XXVIII.
De nuevo esa tibieza, ese placer indefinible, lo cubrió lentamente.
Por un segundo no pudo respirar. Pasó pronto.
Se aflojó, se dejó invadir por las caricias. No había manos sobre
su cuerpo, sí dentro de su cabeza.
La ternura era infinita.
Su cuerpo se ablandó. Se entregó.
No sufrir, no temer, no dudar.
Los recuerdos. Sólo volvían aquí. Sólo aquí.
Hubo una vida anterior a El Laberinto.
La emoción es un lujo de los libres.
Es un animal que camina por adentro, que se detiene en cada
orificio donde pasa el exterior, donde duele.
La primera lágrima, al recorrer su cara lo hizo pensar.
Abrió la puerta y salió, rápido.
XXIX.
Era una habitación inmensa y blanca, totalmente vacía.
La luz, como siempre, venía de algún lugar indefinible.
Las paredes desnudas resaltaban algo escrito en el lado opuesto.
El tamaño del recinto era tal que tuve que caminar para alcanzar
a leer lo que decía.
Era sólo una frase. Una sola.
Un nudo me nació en las tripas y terminó mordiendo mi garganta.
Odié al que escribió eso, al que pudo hacerlo.
Supe, definitivamente, que nunca iba a ser capaz de decir algo así.
116
XXX.
Hay una sola salida a El Laberinto:
Aceptar vivir en él.
XXXI.
Ahora una selva. Detrás de unas matas se oían ruidos. Algo pasó
disparado rozando su cabeza.
Corrió, lo perseguían de cerca.
Buscó una salida. No encontró.
Giró, y el pasillo terminó abruptamente, sólo se abría una puerta
en un costado. Detrás estaba oscuro.
No había tiempo. Entró.
Casi no se veía. A unos metros de la entrada, en el piso, ardía una
vela.
Salvado.
Fue rápido, se sentó frente a ella, con las piernas cruzadas,
dejando que su vista y su mente se fijaran en la llama.
Entró la horda, gritando, aullando.
Trataron de alcanzarlo desde todos lados: no lo consiguieron.
"La llama es un mundo para el solitario" ()
XXXII.
Su corazón era un trueno entre las costillas.
Llegó a un borde. Enfrente nada.
Miró hacia abajo: no se veía el fondo.
117
La pared era lisa y vertical.
Sin salida.
Trató de recordar si alguna vez estuvo fuera de El Laberinto.
No saltó.
XXXIII.
Los habitantes de El Laberinto sólo llegan.
A veces no mueren
XXXIV.
La vi. Completamente diferente.
Pero era la entrada a El Refugio.
Paso a paso avancé. Recordando. Nada era igual.
Pero el pozo estaba, lo salté.
Me agaché en el momento preciso. Esquivé el fuego.
Evité, una a una, todas las amenazas.
Despacio. Despacio. Todo está. Nada es igual.
La clave seguía activa, porque la puerta se abrió.
El Refugio.
Miré, masticando cada objeto con los ojos.
Un pedazo de tela, Un muñeco sin un brazo.
Un mango de cuchillo. Un hueso amarronado.
Y la foto. La prueba de que existe algo afuera.
No ablandarse. Había trabajo para hacer.
Revisé: las alarmas, las trampas, el depósito.
Todo intacto.
118
Comida. Para mucho tiempo.
Abrigo. Confianza. Hasta libros.
Dormí. Me desperté. Comí.
Volví a dormir, a comer, a despertarme.
Y así, hasta olvidar el hambre, el sueño, el cansancio.
Cerca de la puerta estaban el morral, el cuchillo, el sombrero.
Salí.
Caminé sin contar los pasos.
El Laberinto sabía. Yo también.
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Sótano, ser abajo
Fernanda García Lao
120
El suelo parece una vía, el recorrido reiterado ha creado un surco
endurecido. Soy una locomotora vacía.
Desde el día uno acá, la ventana de los pies me hizo suyo. Todas
mis actividades ligadas a eso: comer con la prisa de los otros,
dormir arrastrado por las esquirlas de personas diferidas,
taconeos sádicos, mierdita de can. La gente ha perdido cara,
torso, sexo.
Recuerdo unos dedos descalzos de costra violeta. Se sentaron
conmigo durante muchos días. El tufillo era de tal espesor que
traspasaba el vidrio como un diamante. Leía con ellos ahí, pero el
impacto de tenerlos diluía cualquier intento literario. Era de
noche cuando quedaron más tiesos que nunca. Sobre los pies se
plegó una boca partida en dos. Escupió sangre contra la ventana.
Pensé en una pecera con un tiburón adentro.
Quién es el tiburón.
Desde siempre, la inseguridad está conmigo. El mundo que se va
es lo que no soy. Mi realidad se unta un poco más abajo. La
situación física de mi desventaja provoca violencia en mis
turbinas mentales.
Pelliza trae pan. Un poco de manteca. Corta rebanadas sin
mirarme ni producir un saludo, una tos. Los pies del tragaluz me
distraen un momento y después, el plato frente a mí. Con las
cosas blandas a la espera de mi boca. El pan untado, seco. Como
un zapato. Mastico con dureza las suelas de la cena, mientras ella
hace un solitario o se come las uñas.
Ser de abajo me hace tejer desgracias para los de arriba.
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Agazaparse es pensar. Organizo una muerte por ametrallamiento
de tobillos. Me quedo pegado a la idea del agujero ahí. La
protuberancia ósea atravesada por mi tatatatá. Disparos en hilera.
Ella dijo no puede subir, y entonces nos dieron la pieza más baja.
Pero la escalera está ahí como una amenaza absurda. Cada
escalón, un sarcasmo. Me dice no con su manera de irse para
arriba, tan tosca e imposible. Me da vértigo pensar en los pies con
velocidad del que se mueve parado. Desconfío de los altos.
Cuando se duerme la miro y me recuerda a su mamá. Los pies de
ella no los vi. En esos años vivíamos en un primero. Yo tenía
movilidad y empleo. Era uno más en el desfile. Uno más.
Mi hija parece una sandalia. Toda al descubierto. La tapo para no
verla. Me turba su presencia. Y el sentimiento es mutuo. Un día
no va a venir. Ya huele a hombres que la siguen. Tiene semen en
el horizonte. Igual que la otra. Le reviso la cartera y saco plata, un
encendedor masculino. Lo toco mucho, me lo quedo.
Se ha hecho de madrugada. Unos pasos automáticos vienen y van
desde hace un rato. De pronto, frenan en mi ventana. Se instalan
como dos leones junto a una puerta. Son piernas largas y oscuras
con las medias rotas. Me acerco. Hace mucho que no me traslado
hasta ahí. Que no me pasa nada. Me trabo con ropa sucia que ha
caído al suelo.
Pelliza es más sucia de lo que merezco. Un tipo como yo debería
tener un agujero limpio para rodar hacia los hechos.
Mientras destrabo la silla, un pantalón gris y un par de
mocasines masculinos se detienen junto a las piernas de antes. Se
122
juntan, y parece que observo un monstruoso elefante, una fiera en
cuatro patas presa de un gemido. Una llaga hecha de suspiros
cortos, aceitunados. Las piernas se frotan y veo el humo que
desprenden. Carbones encendidos que me llaman, quiero meter
la mano ahí, desgarrar la tela y hacerme parte. La silla chirría y yo
me denigro. La pareja horrible se inclina mostrando las rodillas
sucias. Somos un triángulo siniestro.
Quién disfruta más.
A punto de sentir, veo gritar a Pelliza desde atrás de los dedos
rojos de la muerte. Ella grita todas las noches. Dice NO y sacude
la papada sin despertarse del todo. La pareja se asusta y se aparta
casi reptando hacia otra cueva nocturna. El amor se va. Habrá
que ser paciente, prender una vela al destino. Decir acá. Que la
vida se frote contra el tragaluz, que resista.
Después de una evacuación melancólica, vuelvo a la posición
primera: sentado y expectante. La orina se filtra por el
almohadón.
123
Infierno grande
Guillermo Martínez
124
La cuestión es que lo mandé a la peluquería de Cervino y parece
que mientras Cervino le cortaba el pelo se asomó la Francesa. Y la
Francesa miró al muchacho como miraba ella a los hombres. Ahí
fue que empezó el maldito asunto, porque el muchacho se quedó
en el pueblo y todos pensamos lo mismo: que se quedaba por ella.
No hacía un año que Cervino y su mujer se habían establecido en
Puente Viejo y era muy poco lo que sabíamos de ellos. No se
daban con nadie, como solía comentarse con rencor en el pueblo.
En realidad, en el caso del pobre Cervino era sólo timidez, pero
quizá la Francesa fuera, sí, un poco arrogante. Venían de la
ciudad, habían llegado el verano anterior, al comienzo de la
temporada, y recuerdo que cuando Cervino inauguró su
peluquería yo pensé que pronto arruinaría al viejo Melchor,
porque Cervino tenía diploma de peluquero y premio en un
concurso de corte a la navaja, tenía tijera eléctrica, secador de
pelo y sillón giratorio, y le echaba a uno savia vegetal en el pelo y
hasta spray si no se lo frenaba a tiempo. Además, en la peluquería
de Cervino estaba siempre el último Gráfico en el revistero. Y
estaba, sobre todo, la Francesa.
Nunca supe muy bien por qué le decían la Francesa y nunca
tampoco quise averiguarlo: me hubiera desilusionado enterarme,
por ejemplo, de que la Francesa había nacido en Bahía Blanca o,
peor todavía, en un pueblo como éste. Fuera como fuese, yo no
había conocido hasta entonces una mujer como aquella. Tal vez
era simplemente que no usaba corpiño y que hasta en invierno
podía uno darse cuenta de que no llevaba nada debajo del
125
pulóver. Tal vez era esa costumbre suya de aparecerse apenas
vestida en el salón de la peluquería y pintarse largamente frente al
espejo, delante de todos. Pero no, había en la Francesa algo
todavía más inquietante que ese cuerpo al que siempre
parecíaestorbarle la ropa, más perturbador que la hondura de su
escote. Era algo que estaba en su mirada. Miraba a los ojos,
fijamente, hasta que uno bajaba la vista. Una mirada incitante,
promisoria, pero que venía ya con un brillo de burla, como si la
Francesa nos estuviera poniendo a prueba y supiera de antemano
que nadie se le animaría, como si ya tuviera decidido que ninguno
en el pueblo era hombre a su medida. Así, con los ojos provocaba
y con los ojos, desdeñosa, se quitaba. Y todo delante de Cervino,
que parecía no advertir nada, que se afanaba en silencio sobre las
nucas, haciendo sonar cada tanto sus tijeras en el aire.
Sí, la Francesa fue al principio la mejor publicidad para Cervino y
su peluquería estuvo muy concurrida durante los primeros meses.
Sin embargo, yo me había equivocado con Melchor. El viejo no
era tonto y poco a poco fue recuperando su clientela: consiguió de
alguna forma revistas pornográficas, que por esa época los
militares habían prohibido, y después, cuando llegó el Mundial,
juntó todos sus ahorros y compró un televisor color, que fue el
primero del pueblo. Entonces empezó a decir a quien quisiera
escucharlo que en Puente Viejo había una y sólo una peluquería
de hombres: la de Cervino era para maricas.
Con todo, creo yo que si hubo muchos que volvieron a la
peluquería de Melchor fue, otra vez, a causa de la Francesa: no
126
hay hombre que soporte durante mucho tiempo la burla o la
humillación de una mujer.
Como decía, el muchacho se quedó en el pueblo. Acampaba en
las afueras, detrás de los médanos, cerca de la casona de la viuda
de Espinosa. Al almacén venía muy poco; hacía compras grandes,
para quince días o para el mes entero, pero en cambio iba todas
las semanas a la peluquería. Y como costaba creer que fuera
solamente a leer el Gráfico, la gente empezó a compadecer a
Cervino. Porque así fue, al principio todos compadecían a
Cervino. En verdad, resultaba fácil apiadarse de él: tenía cierto
aire inocente de querubín y la sonrisapronta, como suele suceder
con los tímidos. Era extremadamente callado y en ocasiones
parecía sumirse en un mundo intrincado y remoto: se le perdía la
mirada y pasaba largo rato afilando la navaja, o hacía chasquear
interminablemente las tijeras y había que toser para retornarlo.
Alguna vez, también, yo lo había sorprendido por el espejo
contemplando a la Francesa con una pasión muda y
reconcentrada, como si ni él mismo pudiese creer que semejante
hembra fuera su esposa. Y realmente daba lástima esa mirada
devota, sin sombra de sospechas.
Por otro lado, resultaba igualmente fácil condenar a la Francesa,
sobre todo para las casadas y casaderas del pueblo, que desde
siempre habían hecho causa común contra sus temibles escotes.
Pero también muchos hombres estaban resentidos con la
Francesa: en primer lugar, los que tenían fama de gallos en
Puente Viejo, como el ruso Nielsen, hombres que no estaban
127
acostumbrados al desprecio y mucho menos a la sorna de una
mujer.
Y sea porque se había acabado el Mundial y no había de qué
hablar, sea porque en el pueblo venían faltando los escándalos,
todas las conversaciones desembocaban en las andanzas del
muchacho y la Francesa. Detrás del mostrador yo escuchaba una
y otra vez las mismas cosas: lo que había visto Nielsen una noche
en la playa, era una noche fría y sin embargo los dos se
desnudaron y debían estar drogados porque hicieron algo que
Nielsen ni entre hombres terminaba de contar; lo que decía la
viuda de Espinosa: que desde su ventana siempre escuchaba risas
y gemidos en la carpa del muchacho, los ruidos inconfundibles de
dos que se revuelcan juntos; lo que contaba el mayor de los Vidal,
que en la peluquería, delante de él y en las narices de Cervino...En
fin, quién sabe cuánto habría de cierto en todas aquellas
habladurías.
Un día nos dimos cuenta de que el muchacho y la Francesa
habían desaparecido. Quiero decir, al muchacho no lo veíamos
más y tampoco aparecía la Francesa, ni en la peluquería ni en el
camino a la playa, por donde solía pasear. Lo primero que
pensamos todos es que se habían ido juntos y tal vez porque las
fugas tienen siempre algo de romántico, o tal vez porque el
peligro ya estaba lejos, las mujeres parecían dispuestas ahora a
perdonar a la Francesa: era evidente que en ese matrimonio algo
fallaba, decían; Cervino era demasiado viejo para ella y por otro
lado el muchacho era tan buen mozo... Y comentaban entre sí con
128
risitas de complicidad que quizá ellas hubieran hecho lo mismo.
Pero una tarde que se conversaba de nuevo sobre el asunto
estaba en el almacén la viuda de Espinosa y la viuda dijo con voz
de misterio que a su entender algo peor había ocurrido; el
muchacho aquel, como todos sabíamos, había acampado cerca de
su casa y, aunque ella tampoco lo había vuelto a ver, la carpa
todavía estaba allí; y le parecía muy extraño -repetía aquello, muy
extraño- que se hubieran ido sin llevar la carpa. Alguien dijo que
tal vez debería avisarse al comisario y entonces la viuda murmuró
que sería conveniente vigilar también a Cervino. Recuerdo que yo
me enfurecí pero no sabía muy bien cómo responderle: tengo por
norma no discutir con los clientes. Empecé a decir débilmente
que no se podía acusar a nadie sin pruebas, que para mí era
imposible que Cervino, que justamente Cervino... Pero aquí la
viuda me interrumpió: era bien sabido que los tímidos, los
introvertidos, cuando están fuera de sí son los más peligrosos.
Estábamos todavía dando vueltas sobre lo mismo, cuando
Cervino apareció en la puerta. Hubo un gran silencio; debió
advertir que hablábamos de él porque todos trataban de mirar
hacia otro lado. Yo pude observar cómo enrojecía y me pareció
más que nunca un chico indefenso, que no había sabido crecer.
Cuando hizo el pedido noté que llevaba poca comida y que no
había comprado yoghurt. Mientras pagaba, la viuda le preguntó
bruscamente por la Francesa. Cervino enrojeció otra vez, pero
ahora lentamente, como si se sintiera honrado con tanta solicitud.
Dijo que su mujer había viajado a la ciudad para cuidar al padre,
129
que estaba muy enfermo, pero que pronto volvería, tal vez en una
semana. Cuando terminó de hablar había en todas las caras una
expresión curiosa, que me costó identificar: era desencanto. Sin
embargo, apenas se fue Cervino, la viuda volvió a la carga. A ella,
decía, no la había engañado ese farsante, nunca más veríamos a la
pobre mujer. Y repetía por lo bajo que había un asesino suelto en
Puente Viejo y que cualquiera podía ser la próxima víctima.
Transcurrió una semana, transcurrió un mes entero y la Francesa
no volvía. Al muchacho tampoco se lo había vuelto a ver. Los
chicos del pueblo empezaron a jugar a los indios en la carpa
abandonada y Puente Viejo se dividió en dosbandos: los que
estaban convencidos de que Cervino era un criminal y los que
todavía esperábamos que la Francesa regresara, que éramos cada
vez menos. Se escuchaba decir que Cervino había degollado al
muchacho con la navaja, mientras le cortaba el pelo, y las madres
les prohibían a los chicos que jugaran en la cuadra de la
peluquería y les rogaban a sus esposos que volvieran con Melchor.
Sin embargo, aunque parezca extraño, Cervino no se quedó por
completo sin clientes: los muchachos del pueblo se desafiaban
unos a otros a sentarse en el fatídico sillón del peluquero para
pedir el corte a la navaja, y empezó a ser prueba de hombría llevar
el pelo batido y con spray.
Cuando le preguntábamos por la Francesa, Cervino repetía la
historia del suegro enfermo, que ya no sonaba tan verdadera.
Mucha gente dejó de saludarlo y supimos que la viuda de
Espinosa había hablado con el comisario para que lo detuviese.
130
Pero el comisario había dicho que mientras no aparecieran los
cuerpos nada podía hacerse.
En el pueblo se empezó entonces a conjeturar sobre los
cadáveres: unos decían que Cervino los había enterrado en su
patio; otros, que los había cortado en tiras para arrojarlos al mar,
y así Cervino se iba convirtiendo en un ser cada vez más
montruoso.
Yo escuchaba en el almacén hablar todo el tiempo de lo mismo y
empecé a sentir un temor supersticioso, el presentimiento de que
en aquellas interminables discusiones se iba incubando una
desgracia. La viuda de Espinosa, por su parte, parecía haber
enloquecido. Andaba abriendo pozos por todos lados con una
ridícula palita de playa, vociferando que ella no descansaría hasta
encontrar los cadáveres.
Y un día los encontró.
Fue una tarde a principios de noviembre. La viuda entró en el
almacén preguntándome si tenía palas; y dijo en voz bien alta,
para que todos la escucharan, que la mandaba el comisario a
buscar palas y voluntarios para cavar en los médanos, detrás del
puente. Después, dejando caer lentamente las palabras, dijo que
había visto allí, con sus propios ojos, un perro que devoraba una
mano humana. Me estremecí; de pronto todo era verdad y
mientras buscaba en el depósito las palas y cerraba el almacén
seguía escuchando, aún sin poder creerlo, la conversación
entrecortada de horror, perro, mano, mano humana.
La viuda encabezó la marcha, airosa. Yo iba último, cargando las
131
palas. Miraba a los demás y veía las mismas caras de siempre, la
gente que compraba en el almacén yerba y fideos. Miraba a mi
alrededor y nada había cambiado, ningún súbito vendaval,
ningún desacostumbrado silencio. Era una tarde como cualquier
otra, a la hora inútil en que se despierta de la siesta. Abajo se iban
alineando las casas, cada vez más pequeñas, y hasta el mar,
distante, parecía pueblerino, sin acechanzas. Por un momento me
pareció comprender de dónde provenía aquella sensación de
incredulidad: no podía estar sucediendo algo así, no en Puente
Viejo.
Cuando llegamos a los médanos el comisario no había
encontrado nada aún. Estaba cavando con el torso desnudo y la
pala subía y bajaba sin sobresaltos. Nos señaló vagamente en
torno y yo distribuí las palas y hundí la mía en el sitio que me
pareció más inofensivo. Durante un largo rato sólo se escuchó el
seco vaivén del metal embistiendo la tierra. Yo le iba perdiendo el
miedo a la pala y estaba pensando que tal vez la viuda se había
confundido, que quizá no fuera cierto, cuando oímos un alboroto
de ladridos. Era el perro que había visto la viuda, un pobre animal
raquítico que se desesperaba alrededor de nosotros. El comisario
quiso espantarlo a cascotazos pero el perro volvía y volvía y en un
momento pareció que iba a saltarle encima. Entonces nos dimos
cuenta de que era ése el lugar, el comisario volvió a cavar, cada
vez más rápido, era contagioso aquel frenesí, las palas se
precipitaron todas juntas y de pronto el comisario gritó que había
dado con algo; escarbó un poco más y apareció el primer cadáver.
132
Los demás apenas le echaron un vistazo y volvieron enseguida a
las palas, casi con entusiasmo, a buscar a la Francesa, pero yo me
acerqué y me obligué a mirarlo con detenimiento. Tenía un
agujero negro en la frente y tierra en los ojos. No era el
muchacho.
Me di vuelta, para advertirle al comisario, y fue como si me
adentrara en una pesadilla: todos estaban encontrando cadáveres,
era como si brotaran de la tierra, a cada golpe de pala rodaba una
cabeza o quedaba al descubierto un torso mutilado. Por donde se
mirara muertos y más muertos, cabeza, cabezas.
El horror me hacía deambular de un lado a otro; no podía pensar,
no podía entender, hasta que vi una espalda acribillada y más allá
una cabeza con venda en los ojos. Miré al comisario y el comisario
también sabía, nos ordenó que nos quedáramos allí, que nadie se
moviera, y volvió al pueblo, a pedir instrucciones.
Del tiempo que transcurrió hasta su regreso sólo recuerdo el
ladrido incesante del perro, el olor a muerto y la figura de la viuda
hurgando con su palita entre los cadáveres, gritándonos que había
que seguir, que todavía no había aparecido la Francesa. Cuando el
comisario volvió caminaba erguido y solemne, como quien se
apresta a dar órdenes. Se plantó delante de nosotros y nos mandó
que enterrásemos de nuevo los cadáveres, tal como estaban.
Todos volvimos a las palas, nadie se atrevió a decir nada.
Mientras la tierra iba cubriendo los cuerpos yo me preguntaba si
el muchacho no estaría también allí. El perro ladraba y saltaba
enloquecido. Entonces vimos al comisario con la rodilla en tierra
133
y el arma entre las manos. Disparó una sola vez. El perro cayó
muerto. Dio luego dos pasos con el arma todavía en la mano y lo
pateó hacia adelante, para que también lo enterrásemos.
Antes de volver nos ordenó que no hablásemos con nadie de
aquello y anotó uno por uno los nombres de los que habíamos
estado allí.
La Francesa regresó pocos días después: su padre se había
recuperado por completo. Del muchacho, en el pueblo nunca
hablamos. La carpa la robaron ni bien empezó la temporada.
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índice
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