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En el primer artículo de esta serie mencionamos a unos pocos dictadores. Dejamos fuera de la lista a
muchos más. Algunos accedieron al poder como resultado de una elección, lo cual les confirió
inicialmente una aureola de legitimidad. La mayoría sin embargo, alcanzó la condición de dictador y
mantuvieron ese estatus por medio de la represión, de la violencia y la negación de las libertades
individuales.
Afirmar que un dictador surge necesariamente a través de medios antidemocráticos o ilegítimos no es una
verdad categórica. Hitler fue designado Canciller Imperial por el propio presidente Hindenburg. Después
llegó a ser Führer (líder máximo, caudillo nacional) haciendo trampas con los mecanismos institucionales
que entonces existían. Después de eso, vino una escalada de ascenso totalitario: Centralizó el poder y
suprimió el federalismo; liquidó la libertad de expresión, dejó sin efecto el principio de la inviolabilidad
del domicilio y de la correspondencia; abolió el derecho a la propiedad privada; prohibió la libertad de
reunión y de asociación. Desató la persecución contra todos aquellos sobre quienes pudiera recaer una
ligera sospecha de que eran enemigos de su régimen y desencadenó un antisemitismo que condujo al
asesinato de millones de judíos, así como también de gitanos. Fue un perverso desarrollo político que lo
convirtió en un dictador absoluto y totalitario, narcisista y megalómano que provocó e inició la Segunda
Guerra Mundial invocando el artificioso derecho que tenían los pueblos germánicos a asegurarse un
“espacio vital” (Lebensraum).
Pudiera ser entonces, que dictaduras como las modernas hayan tenido un origen formalmente democrático
o que incluso, hayan contado con una base electoral legitimadora. Pero a corto o mediano plazo los
dictadores transgreden impunemente el estado de derecho y se constituyen en regímenes arbitrarios que
atropellan las libertades individuales, la libertad de pensamiento y de expresión y generan lo que se ha
dado en llamar un “culto a la personalidad”.