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CESAR AIRA by MARIA MORENO

Esta entrevista es la versión original de la publicada en BOMB 106 en traducción al


inglés.

La obra de César Aira es una máquina de invención perfecta: escribe sin deber y
sin padres, como si por primera vez. El procedimiento tutor que Aira utiliza es
siempre el mismo, es algo que él ha practicado desde su infancia y que sigue
practicando: leer exhaustivamente cada autor, cada género, cada período, cada
país, como si se pudiera tenerlos a todos, hasta lograr un archivo tan basto y
heterogéneo que se vuelva inconsultable, hasta que la huella de cada lectura
quede borrada por la yuxtaposición de las otras. A Aira le gusta todo y escribe en
consecuencia. Aira nunca acepta ser interrogado en su país de origen —y rara vez
lo hace en el exterior— ya que se reserva la invención literaria, la originalidad,
precisamente para su propia literatura. Habría en Aira un sueño de autonomía:
todo dentro de la obra, nada fuera de ella, y como decía Roberto Arlt “que los
eunucos bufen”. A veces tienta resumir el dispositivo Aira de la manera más
simple: escribir asociando desde la última línea escrita el día anterior, plantar en la
obra un inverosímil y volverlo verosímil. Es algo tan simple como el recurso del
guardián de “La carta robada” de Poe, como si Aira simplemente hubiera cumplido
sin esfuerzo el sueño infantil de escribir novelas en serie como las que tenían de
personaje a Sandokán o el sueño juvenil de ser como Borges. Hay pruebas de que
lo complejo puede tener una solución simplísima: Joseph Conrad dice con razón
en algún lugar de su correspondencia que el Titanic se hubiera salvado con sólo
colocar una suerte de almohadilla de suspensión en la proa. Los movimientos
físicos de Aira son una cita de Borges (cuando se distrae, cuando responde
preguntas). Es la misma voz vacilante, la misma mirada huidiza, y eso que Aira no
es ciego sino todo lo contrario: un miope que se acerca a cada objeto hasta
conseguir la visión de un naturalista. A la influencia la tiene fuera de su literatura,
en el propio cuerpo. Enumerar su obra excedería el largo de esta introducción y
ocuparía parte de la entrevista. En los títulos elegidos va mi gusto personal: Ema,
la cautiva; El vestido rosa; La liebre; La prueba; Madre e hijo; Los dos payasos; La
trompeta de mimbre; Cómo me hice monja; Las tres fechas; El tilo; Yo era una chica
moderna; Yo era una niña de siete años; Copi; Alejandra Pizarnik; Diccionario de autores
latinoamericanos; Un episodio en la vida del pintor viajero; La cena; La vida nueva; y Las
conversaciones.

César Aira Viví en Pringles hasta los 18 años y luego seguí la historia clásica en
las novelas de Balzac del joven que va a la gran ciudad. Me vine a Buenos Aires
con la excusa de estudiar derecho, cosa que fingí durante dos años.

María Moreno Siempre es un misterio cómo empieza el deseo de leer en hogares


en los que no hay libros o en el ámbito de un pueblo sin ninguna marca cultural.

CA Sé que empecé a leer en algún momento novelas de Emilio Salgari, el escritor


decimonónico italiano que fue un pionero de la ciencia ficción y las novelas de
aventuras, así como las que en aquel entonces se llamaban “revistas mexicanas”
(historietas que se traducían en México antes de ser distribuidos en Sudamérica).
Llegué a tener una colección bastante completa de La pequeña Lulú que luego
regalé y volví a armar. Hay un libro sobre Robert Crumb que dice que a él también
le gustaba La pequeña Lulú. Salgari me interesaba por el hecho de que escribía
novelas que se continuaban. De la serie de Los piratas de la Malasia con Sandokán
como protagonista había 20 y pico de novelas—Los misterios de la Jungla Negra, El
misterio del Raimangal, El Rajah de Sarawak—y me gustaba esa continuidad.

MM ¿Qué te gustaba de La pequeña Lulú? Se suponía que era una lectura de


nenas. Las revistas mexicanas parecían tener claro el público de uno y otro
género: por supuesto había algunos personajes neutros como Elmer el Gruñón,
que era bastante poco épico. ¿Vos estabas del lado de Lulú o de la pandilla del
Oeste?

CA Me interesaba el erotismo relacionado con la violencia ejercida sobre la parte


inferior del cuerpo, el “spanking” (tan importante en Crumb también), y el club de
hombres.
MM Con ese cartel que decía “No se admiten mujeres”. Creo que marcó mi vida
de otra manera. ¿Te acordás de Alicia y de la bruja Ágata?

CA Lulú le contaba cuentos a su amiguito Memo, cuentos sobre la bruja Ágata


(Witch Hazel en el original inglés: una especie de juego de palabras con el nombre
de un arbusto). Lo que tenían de fascinante esos cuentos era que repetían, en
clave de fábula, los incidentes cotidianos de la vida de los chicos. En general, esa
historieta tenía una elegancia narrativa que siempre admiré; la tienen también las
películas de Woody Allen y las de Almodóvar.

MM Recuerdo un episodio en donde Alicia está peinando a su muñeca y le


pregunta a Lulú: “¿Sabés por qué los cabellos de mi muñeca parecen de alambre?
Porque son de alambre”. Era un humor extraño para chicos. Decís que volviste a
armar la colección. ¿Sos coleccionista?

CA Nunca fui coleccionista salvo con la filatelia, como todos los chicos. Siempre
me resistí porque pienso que tengo como un gen peligroso que podría llevarme a
la colección.

MM A lo mejor sos un raro coleccionista de tus propias novelas.

CA Puede ser, porque siempre edito en editoriales pequeñas y entonces es como


si le propusiera al lector buscar la figurita difícil, darle un poco de suspenso porque
no le va a ser tan fácil conseguir un libro mío. Hubo una época en que quise tener
libros en cada editorial, con esas tapas tan lindas de Anagrama, Tusquets,
Alfaguara, Mondadori…. ¡Pero no! Me dedico a esas editoriales independientes
casi clandestinas. Pero a las revistas mexicanas las coleccionaba, y tenía toda
una barra de entusiastas como yo. Después me fui aislando de esa homogeneidad
de amiguitos. A los 12 o 13 años ya me había hecho un lector asiduo. En el
pueblo, si bien no había librerías y en mi casa no había libros, había una biblioteca
municipal y otra fundada por un médico que eran muy buenas. En esa época, fines
de los 50 o principios de los 60, no existía la industria del best seller, del
entretenimiento barato y popular. Lo que leí era todo bueno. Sacaba algún libro en
préstamo o me quedaba leyendo hasta tarde. Al día siguiente volvía. Y no tenía a
nadie para comentar lo que leía.

MM Arturo Carrera iba a las mismas bibliotecas. Te detectó como lector porque un
día fue a pedir algo de Kafka y lo tenías vos. Para él era el primer libro de Kafka,
pero vos ya habías recorrido toda la serie.

CA Mi contacto intelectual con Arturo empezó en la adolescencia, pero él es un


lector distinto. Yo soy un lector narrativo que va a buscar la historia y él, un lector
poeta que busca la palabra. Yo le recomendaba a Arturito una novelita de Balzac,
él la leía un poco a regañadientes, y después me decía: “¡Me encantó la parte en
que dice ‘la cucharita salada’!”

MM En Cómo me hice monja contás un episodio en donde un personaje que bien


podría ser Arturo le muerde, a través de una nariz de cartón, la verdadera nariz al
niño Aira.

CA Arturito efectivamente me mordió la nariz. Yo tenía una semana de vida, él 11


meses y ya tenía dientes. Ha sido una larga amistad, de hecho no podría haber
sido más larga, a pesar de haberse iniciado de modo tan agresivo.

MM A veces has dicho que decís ciertas cosas “porque suenan bien”. ¿Te
interesa realmente el relato?

CA Nunca me interesó la sensualidad de la palabra. De hecho, lo que escribo es


con el tono más claro, más neutro posible. Trato de que la prosa sea casi
transparente. Eso a la larga puede crear un estilo y una forma de sensualidad en
la cadencia, en el ritmo.

MM En el ensayo “La otra escritura” decís que te anotarías en una vanguardia que
intente recuperar el gesto del aficionado: la invención.

CA No tengo pasta de vanguardista, me gusta demasiado la literatura


convencional. Deliberadamente quiero crear lo nuevo, pero instintivamente sigo
amando lo viejo. Últimamente estoy cediendo a la tentación de la relectura. Un
signo de la edad. En la relectura encuentro un placer multiplicado; leo libros que
leí hace 40 años. Antes releía poco porque, como tengo buena memoria, a veces
intentaba releer algo y lo tenía demasiado presente.

MM Lo reconocías.

CA Totalmente. Ahora tengo que hacer un esfuerzo para leer algo que no he leído
porque, si tengo que elegir en iguales condiciones, prefiero que sea algo releído.
Hace poco leí —era una de esas lagunas que a uno le quedan hasta un día de
lluvia— Los hermanos Karamasov. Cuando uno lee se hace su propia novela; le
encontré todos esos excesos del grotesco, las puestas surrealistas, no tanto la
parte místico/moral. Como nunca di clases ni hice crítica siempre leí por leer. Pero
tengo mi sistema: cuando empiezo por un autor lo leo todo. No porque me obligue
sino porque naturalmente quiero leerlo todo y, después, una biografía, estudios
sobre él, autores que leyó, sus discípulos. Es la manera de hacer de la lectura
algo orgánico. Hay gente que lee por capricho o por curiosidad o porque le gustó
la tapa de un libro y termina no construyendo nada. Yo pensaba que hace un
tiempo estaba de moda este asunto de la búsqueda de las influencias y me puse a
preguntarme por qué yo nunca, leyendo y escribiendo tanto, había sentido ese
temor de estar contaminándome con alguien.

MM O robando.

CA No por evitarlo, sino por lo contrario. Dejo que me influya todo, sólo que parto
de que todo se diluye. Esa angustia puede sentirla alguien que lea un solo libro o
que se fascine con un solo autor. Pero si se va saltando de un autor a otro, época,
género, todo termina diluyéndose.

MM Pero seguramente tendrás la marca de algún contemporáneo como Osvaldo


Lamborghini.

CA Antes de publicar, siendo chico, estuve rodeado de gente que me consideraba


un gran escritor. Se empecinaban en que publicara y me presentaban editores,
cosa que yo saboteaba porque ya estaba muy satisfecho con mi consagración (por
ahí publicaba un libro y veían que no era tan bueno como ellos se pensaban).
Creo que tengo la marca exclusivamente de Osvaldo, por la relación que tuvimos,
la personalidad de él, la diferencia de edad que teníamos. Todo eso sigue muy
presente para mí. Muchas veces pienso “¿Qué diría Osvaldo de esto?” y, a veces,
escribo en contra. No es cuestión de ser tan servil a los fantasmas. El otro día me
estaba acordando de él porque pasé por la esquina de Córdoba y Pueyrredón en
donde antes había un barcito que se llamaba Tobas. En ese barcito nos
encontramos por primera vez a solas —yo en ese entonces tendría 22, 23 años—
y me pedí un gin tonic, no sé por qué, nunca tomé alcohol y no tengo ninguna
resistencia para beber. Debe haber sido por hacerme el interesante. Osvaldo
estaba tomando un café; después, en todos nuestros años de amistad, él se
acordaba de ese momento en que pensó: “Éste es de los míos”. Me acuerdo que
una vez —yo no había publicado nada todavía— él me dijo: “Vos sos un gran
escritor”. Entonces, otro día, me lo quiso especificar mejor y me dijo: “Vos sos un
gran escritor, pero no como estos escritores sino como Tomas Mann o Borges”.

MM ¿Y qué querría decir?

CA Hasta el día de hoy me lo sigo preguntando.

MM Pero hacés la apología de la vanguardia…

CA No soy del todo sincero ahí. “Vanguardia” es una palabra militar y, para ser un
verdadero vanguardista, hay que tener una decisión de destrucción. Yo trato de
construir. Por ejemplo, desde siempre la poeta Marianne Moore fue un modelo
para mí, y todo lo que no era tan estricto, mecánico y “aloof” como lo de ella me
parecía sentimental, patético, efectista. Pero últimamente, no sé si por el natural
reblandecimiento de la edad, he empezado a apreciar a poetas más “humanos”,
como Elizabeth Bishop. Y no es que ahora aprecie menos a la Moore; en realidad
estos cambios de gusto en mí no me asombran. Soy ecléctico. Me las arreglo para
que, tarde o temprano, llegue a gustarme todo lo que leo, o casi todo. Últimamente
me dediqué a John Ashbery. Había leído los viejos libros de él y no me habían
parecido nada en especial, hasta que, hace poco, encontré en una revista
norteamericana un poema y vi que había evolucionado hacia la locura. Había
capturado esa atmósfera de los primeros poetas surrealistas, entonces me gustó.
MM Escribiste sobre Roberto Arlt. Te prendiste en la invención contemporánea de
Roberto Arlt.

CA Quizás no sea tan bueno como nos obligamos a creer. Tenemos a Borges y
eso nos obliga a buscar a otro, para decir que hay algo más. Pero nunca he hecho
una obligación de leer literatura argentina por ser argentina. Creo que los lectores
nos adelantamos a la globalización. Al no tener que dar clases como otros
escritores, si en una época tenía que elegir entre leer al argentino Groussac o a
Proust, podía leer a Proust. Para mí, tanto la lectura como la escritura tiene que
ver con la libertad que no tenemos en nuestra vida social. Soy un hombre de
libros, pero eso no significa que esté descolgado de todo el resto. Una vez estaba
en un avión con un crítico literario; íbamos a un congreso de literatura y de pronto
vi que en un asiento cerca estaba Robert Duvall. Se lo dije y él me contestó: “No
conozco a ningún Duvall en este congreso”.

MM Vos estás informado.

CA Hasta de la guerra de las vedettes.

MM Sé que mentís y, encima, decís que mentís de acuerdo a la invención del


momento. En las entrevistas insistís con que escribís a diario pero muy poco.

CA Para mí la escritura siempre ha sido un gusto, una continuación del sistema de


lectura. Escribo poco porque se da así, porque escribo muy lento y voy pensando
cada palabra, cada párrafo. Tengo todo un fetichismo del papel, los cuadernos, la
lapicera. Uso cuadernos de papel muy bueno, liso, sin renglones ni cuadriculado,
con espiral. Hay un señor de la Casa Wussmann que me los provee. Wussmann
fabrica los billetes para la Casa de la Moneda. Los billetes se imprimen con
sistema de seguridad en un lugar cerrado. Antes, la casa Espasa Calpe imprimía
dólares. Compro papel en Wussmann porque la calidad que encuentro ahí hace
que la tinta corra bien. De este modo muestro mi vocación frustrada de artista
plástico: para mí escribir tiene algo de dibujar, por la elección de los materiales,
pero, sobre todo, porque, como lo que yo escribo siempre tiene un componente
visual, haría como un dibujo escrito que después desaparece porque se transmuta.
MM Que la tinta corra pero vos sos lento…. O bien, cuando lentamente llegás al
texto ¿la tinta tiene que fluir?

CA ¡No quiero sumar dos lentitudes! La Montblanc, que es la lapicera que uso
habitualmente, se carga con cartuchos de tinta negra. Ayer andaba por la Recoleta
y pasé por la casa Vuitton porque tengo una lapicera Vuitton y ellos tienen unas
tintas buenísimas. Compré una caja de cartuchos. Me gusta que la tinta sea fluida
y brillante.

MM ¿Qué permanezca un poco húmeda y se pueda borronear? ¿Una tinta con


suspenso?

CA Eso no pasa si es un buen papel. ¡A veces me llevo cada sorpresa! ¡Pero


estábamos hablando de que yo no me ocupo de la sensualidad de la palabra! En
mi caso, quizás no se trate de buscar la sensualidad sino la elegancia.

MM Elegancia en la lentitud, sos como los dandies y las tortugas. Si te miro


escribir ¿no veo que tu mano va de izquierda a derecha y de derecha a izquierda
sino que escribe una frase y se detiene?

CA Totalmente. Por eso me gusta escribir en los cafés. Ahí escribo un poquito,
paginita, paginita y media diarias, levanto la vista, miro gente, cosas…. Tengo que
tener una mezcla de concentración y distracción. He probado escribir sólo en casa
pero no me funciona tan bien. Ahí veo la pared, lo que veo siempre. Vuelvo del
café, paso a la computadora y arranco la hoja.

MM ¡Che! ¿Y la crítica genética? ¿La crítica basada en el origen de una obra y


sus mutaciones subsiguientes?

CA Es curioso, ahora que me lo hacés pensar, yo sostengo que en el trabajo


literario, o artístico en general, lo que vale es el proceso, no el resultado. Y, sin
embargo, me ocupo de borrar metódicamente las huellas del proceso, haciendo
desaparecer todas las notas y manuscritos. Quizás no sea contradictorio, si la
intención es hacer que todo sea proceso, sobre todo el resultado, y que nada
distraiga de eso.
MM ¿La escena del café irrumpe en el texto?

CA A veces sí. Las cosas que pasan en el día, los accidentes. Si en el café donde
estoy escribiendo entra un pajarito (una vez pasó), entra también en lo que estoy
escribiendo. Aunque a priori no tenga nada que ver, a posteriori yo lo hago tener
que ver.

MM ¿Cómo?

CA Por ejemplo, si estoy escribiendo una escena conyugal, una discusión de


marido y mujer en una casa con puertas y ventanas cerradas, hago aparecer el
pajarito revoloteando entre los muebles, y me las arreglo para darle una
justificación. Podría ser un pajarito mecánico fabricado por un ingeniero que fue el
primer marido de la mujer, y que su actual marido creía muerto. Pero el ingeniero
ha fingido su muerte para escapar de la justicia (inventó unas palomas mecánicas
asesinas), sigue vivo con una identidad falsa, ella lo ha descubierto y lo está
chantajeando…. Eso o cualquier otra cosa. A pesar de toda mi admiración por el
surrealismo o el dadaísmo, nunca me gustó la mera acumulación de cosas
extrañas. Para mí todo tiene que estar cosido de modo convencional. Siempre se
me ocurre algo, y lo que se me ocurre cambia el curso del argumento, y como al
día siguiente pasa alguna otra cosa en el café, el argumento vuelve a cambiar de
rumbo. Esa marcha sinuosa de mis novelas me resulta más interesante, más
“escribible”, que un argumento en línea recta.

MM ¿Sos capaz de interrumpir una escena o no parás de escribir hasta


terminarla? Por ejemplo, esa escena impresionante de Un episodio en la vida del
pintor viajero en donde al pintor, que va cabalgando bajo una tormenta, le cae un
rayo tras otro…

CA No creas. Paro.

MM Hay una descripción detallada del hombre que queda, a pesar de la tormenta,
montado en el caballo. El pelaje magnetizado del animal —no sé si esto es muy
científico— hace de imán, y al final el hombre cae y queda colgado del estribo por
un efecto de “elongamiento eléctrico” que tampoco sé si es científico. ¿No es una
escena muy “alta” para parar?

CA Uno de los pocos buenos consejos que dio Hemingway —a él seguramente se


lo debe haber dado otro— era no seguir escribiendo en una jornada hasta agotar
todo lo pensado, sino interrumpir en un momento en que uno sabe cómo seguir. De
ese modo se evita, al sentarse a escribir al día siguiente, el “síndrome de la página
en blanco”. Es bastante obvio, como todos los buenos consejos. En general,
desconfío de los consejos de escritores sobre el oficio, porque la literatura es una
actividad tan rara, tan personal, tan particular, que nunca se va a ajustar a ninguna
generalización. Después de todo, el primer y último mérito de un escritor es ser
distinto. Entonces yo voy un poco como Schehrazada que al día siguiente sabía
cómo iba a seguir. Llego al final de un episodio y de algo que tenía pensado hasta
ahí, y paro. A lo mejor paro 15 días, un mes, siempre pensando que de ese modo
se me va a ocurrir algo. Pasan los días y no se me ocurre absolutamente nada,
pero cuando me decido a seguir, sigo y ahí se me empiezan a ocurrir las cosas.

MM Rumiar el texto no te da ideas.

CA No se me ocurren en el vacío, sino cuando estoy escribiendo. Por ejemplo,


cuando estaba escribiendo la novela de ciencia ficción El juego de los mundos, la
idea era que en un remoto futuro un hombre está preocupado por la posibilidad de
que se reintroduzca en el mundo la idea de Dios, felizmente eliminada por la
humanidad siglos atrás. Todo mi plan al escribir esta novela era que terminaría
con un enfrentamiento cara a cara del protagonista con Dios. Pero, cuando llegué
al último capítulo, sentí que eran tantas las figuras que podía darle a Dios, que me
paralicé, por lo del embarras de choix. Esto venía a cuento porque he notado que
cuando me pasa algo así, cuando no me decido por una continuación u otra, y
suspendo el trabajo a la espera de la inspiración, y puedo pasarme meses
esperando. Al fin me siento a escribir esa continuación, cuando me convenzo de
que es inútil seguir esperando, y no bien empiezo, salen las ideas y escribo. La
moraleja es que no puedo escribir sino cuando estoy escribiendo. Es lo que me
pasó con esta novelita El juego de los mundos: después de pasar un año esperando
que se me apareciera un Dios conveniente, me puse a escribir sin más (debo de
haber dicho “que sea lo que Dios quiera”) y lo que se me apareció fue un Dios
araña, con peluca rubia y futbolista.

MM ¿Algún problema con los católicos?

CA No en esa novela. Otra vez estaba escribiendo algo y leí en alguna parte la
frase “Los católicos adoran una marioneta sangrienta”. Me gustó y la puse. Y
como hago siempre, le armé un contexto (el personaje se metía en un convento).
Un crítico mexicano, que debía de ser católico, se escandalizó por lo que
consideraba una horrible blasfemia. Pero todo lo que se dice en una novela, por lo
menos en una novela como las mías, es ficción, y el único sentido que tiene es
estético. En ese caso yo había pensado simplemente que los hilos de las
marionetas salen de una especie de cruz.

MM Escribís poco pero sos prolífico.

CA No lo creo. Nunca tuve esa cosa de los novelistas de sentarse frente a la


máquina de escribir y escribir y escribir. He pensado siempre que para ser prolífico
en realidad no se necesita escribir mucho, basta con escribir bien. Escribir mucho
lo hace el mono al que le ponen la máquina de escribir. Físicamente yo podría
escribir diez páginas por día, pero lo que importa es que tengan algún valor, que
haya alguien interesado en leerlas y, que eso se pueda publicar. Yo encontré que
100 páginas es el formato perfecto para lo que yo quiero hacer. En esta brevedad
mía puede haber un componente de inseguridad; no me atrevería a darle una
novela de 1,000 páginas al lector. Una vez Rodrigo Fresán y yo hicimos el
siguiente cálculo: él en 15 días (colaborando en un diario, dos revistas,
escribiendo su propia novela) escribe lo que yo en un año. Mis novelas se fueron
haciendo más cortas a medida de que me fui volviendo más prestigioso. Me fueron
permitiendo más. De todas maneras, los editores prefieren los libros gordos. Pero
un libro, mientras más gordo sea, menos literatura tiene.

MM ¿Pensás en el lector?

CA Pienso en un lector que soy yo. Un lector que busca un verosímil, una línea
que siga un relato casi convencional que se pueda leer como una vieja novela,
aunque estén pasando cosas bastante extrañas. Al paso del tiempo se ha hecho
como un pequeño club de lectores míos que ya conozco; sé como reaccionan, yo
soy parte de ellos. Hablando de los lectores míos, una vez iba caminando por el
barrio de Flores por una calle muy solitaria y me crucé con un hombre que me dijo:
“¡Adiós, Aira!”. Yo lo miré pensando “¿De dónde lo conozco?”. Él me dijo: “No se
preocupe, usted no me conoce, yo soy un lector, un humilde lector”. ¿”Humilde”
lector? Humilde lector debe ser el de Isabel Allende, un lector mío es un lector de
lujo, no porque yo sea tan bueno sino porque para llegar a mí hay que hacer un
camino por la literatura, no a través de libros que se compran por curiosidad en la
librería. Un lector mío tiene que haber leído otras cosas. Una vez se publicó mi
novela La guerra de los gimnasios en el periódico La Nación. Fue un error, porque ahí
había gente que compraba libros mecánicamente. Un libro mío que caiga en
manos de alguien que no esté en el tema de la literatura contemporánea…. En fin,
hubo gente que me llamó por teléfono (que está en la guía) para quejarse. ¡Por
poco me pedían que les devolviera la plata! Por eso yo publico en editoriales que
ya están formateadas para cierto público que va a buscar cosas como las que yo
escribo.

MM Tenés un montón de “hijos” que curiosamente toman de tu obra la sucesión


de peripecias, la alusión a la televisión, lo inverosímil.

CA Cuando leo sus novelas entiendo cosas mías. Hace tiempo un chico me
mostró una novela que era una especie de pastiche de una mía. La leí y me dio
una impresión muy clara de que era una novela mía escrita en prosa. Me di cuenta
de que lo que hago, a pesar de esa neutralidad que busco a través de una
narrativa transparente, tiene un trabajo poético que está en todos mis temas y
personajes.

MM Siempre, en cada una de tus novelas, da la impresión de que dominás una


cantidad de saberes —física, geografía, historia del arte— y que esos saberes no
funcionan como una incrustación, lo que David Viñas llama “erudición reciente”.

CA Raymond Roussel dijo que él había recorrido todo el mundo pero que en sus
libros no había nada de eso. Justamente una novelita que publiqué hace poco, Las
conversaciones, sucede en Ucrania. No sé si cuando se publicó o después, le
comenté a una amiga: “Escribí una novela sobre las montañas de Ucrania y no sé
si en Ucrania habrá montañas”. Entonces ella fue a Wikipedia y me dijo: “Son los
montes tal y cual”. ¿Qué importancia tiene?

MM Pero ahí hablás del oleoducto Bakú, que realmente existe, ubicás los ríos
Dniéper, Dniéster y Dniérer, la meseta podólica. O consultás siempre Wikipedia o
el colegio en Pringles era buenísimo.

CA Ubiqué la acción de esa novela en Ucrania, pero podía haber sido cualquier
otro lugar. No sabía, y sigo sin saber, nada de Ucrania. Pero ahora recuerdo que
cuando la estaba escribiendo miré una enciclopedia, y ví que Ucrania produce
arrabio. Tampoco sé lo que es el arrabio, pero me gustó la palabra, e hice que los
villanos pertenecieran a “la mafia del arrabio”.

MM Lo que no suena bien es, al menos en Un episodio en la vida del pintor viajero,
tu “visión neurológica”, esos nervios que de pronto se cortan en la cabeza del
pintor luego de su accidente…

CA Una vez se publicaron las ponencias de un pequeño coloquio interdisciplinario


sobre esa novela: había un historiador, un crítico de arte, y un médico que me
señalaba los errores de ese nervio que, luego del accidente se había encapsulado
pero que, al pasar a la fase aguda, se enganchó en algún centro del lóbulo frontal
provocándole al pintor terribles jaquecas. No leí todo el libro, pero ese capítulo sí
porque quería ver hasta qué punto mis ideas sobre la fisiología humana eran
fantásticas.

MM Las conversaciones es toda una teoría literaria sobre lo verosímil, casi una
respuesta problemática la antología de Barthes. Cuando hay un dato inverosímil,
para hacerlo verosímil ¿te ves obligado a seguir el relato? ¿Tener que corregir un
problema de ese tipo garantiza el ir para adelante?

CA A veces empiezo por una anécdota. En Las conversaciones la idea era poner
dos señores conversando cotidianamente. Se encontraban todos los días en un
bar para hablar siempre sobre temas filosóficos y creídos en el alto nivel de sus
conversaciones, hasta que uno dice una imbecilidad tan grande que el narrador se
da cuenta de que su interlocutor siempre ha sido un tonto. Ahí me lancé a inventar
cuáles eran las conversaciones, cuál era el error, cómo se resolvía todo. El
verosímil para mí es sagrado; creo que para todo novelista lo es. Uno se hace
novelista por amor al verosímil. Ahora bien, con mi utilización del azar (el pajarito),
y mi gusto innato por el surrealismo, mantener el verosímil es un desafío. Para
ponerme a la altura tengo que subir todo el tiempo la apuesta de la invención. Lo
primero que se me ocurrió en Un episodio en la vida del pintor viajero fue, mientras
veía El malón de Rugendas en el Museo de Bellas Artes, la escena surrealista de
que el indio lleva un pescado en vez de una mujer. Claro que me interesaba que
tuviera alguna verosimilitud, sabía que en el sur cordillerano había salmones.

MM La crítica habla de un supuesto giro autobiográfico en la literatura argentina.


Vos tendés a inventar, en algunas novelas, “versiones” autobiográficas.

CA El 90 por ciento de las novelas que se están publicando ahora son


autobiografías de vidas estereotipadas. Todas empiezan con “me levanté a la
mañana, tocaron el portero eléctrico, tomé unos mates” y ahí se termina la
inspiración. Los temas son “se murió mi viejo”, “me dejó mi novia”, o “me salió un
grano”. El material autobiográfico se agota. Lo difícil no es escribir, lo difícil es
seguir encontrando el estímulo para seguir escribiendo. Si vas a expresar lo que
tenés adentro, tus opiniones, lo que te pasó en la vida, tu relación familiar, eso se
va a terminar. En ese sentido yo no tengo problemas, porque lo mío está todo
inventado y yo puedo seguir inventando indefinidamente.

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