Professional Documents
Culture Documents
La obra de César Aira es una máquina de invención perfecta: escribe sin deber y
sin padres, como si por primera vez. El procedimiento tutor que Aira utiliza es
siempre el mismo, es algo que él ha practicado desde su infancia y que sigue
practicando: leer exhaustivamente cada autor, cada género, cada período, cada
país, como si se pudiera tenerlos a todos, hasta lograr un archivo tan basto y
heterogéneo que se vuelva inconsultable, hasta que la huella de cada lectura
quede borrada por la yuxtaposición de las otras. A Aira le gusta todo y escribe en
consecuencia. Aira nunca acepta ser interrogado en su país de origen —y rara vez
lo hace en el exterior— ya que se reserva la invención literaria, la originalidad,
precisamente para su propia literatura. Habría en Aira un sueño de autonomía:
todo dentro de la obra, nada fuera de ella, y como decía Roberto Arlt “que los
eunucos bufen”. A veces tienta resumir el dispositivo Aira de la manera más
simple: escribir asociando desde la última línea escrita el día anterior, plantar en la
obra un inverosímil y volverlo verosímil. Es algo tan simple como el recurso del
guardián de “La carta robada” de Poe, como si Aira simplemente hubiera cumplido
sin esfuerzo el sueño infantil de escribir novelas en serie como las que tenían de
personaje a Sandokán o el sueño juvenil de ser como Borges. Hay pruebas de que
lo complejo puede tener una solución simplísima: Joseph Conrad dice con razón
en algún lugar de su correspondencia que el Titanic se hubiera salvado con sólo
colocar una suerte de almohadilla de suspensión en la proa. Los movimientos
físicos de Aira son una cita de Borges (cuando se distrae, cuando responde
preguntas). Es la misma voz vacilante, la misma mirada huidiza, y eso que Aira no
es ciego sino todo lo contrario: un miope que se acerca a cada objeto hasta
conseguir la visión de un naturalista. A la influencia la tiene fuera de su literatura,
en el propio cuerpo. Enumerar su obra excedería el largo de esta introducción y
ocuparía parte de la entrevista. En los títulos elegidos va mi gusto personal: Ema,
la cautiva; El vestido rosa; La liebre; La prueba; Madre e hijo; Los dos payasos; La
trompeta de mimbre; Cómo me hice monja; Las tres fechas; El tilo; Yo era una chica
moderna; Yo era una niña de siete años; Copi; Alejandra Pizarnik; Diccionario de autores
latinoamericanos; Un episodio en la vida del pintor viajero; La cena; La vida nueva; y Las
conversaciones.
César Aira Viví en Pringles hasta los 18 años y luego seguí la historia clásica en
las novelas de Balzac del joven que va a la gran ciudad. Me vine a Buenos Aires
con la excusa de estudiar derecho, cosa que fingí durante dos años.
CA Nunca fui coleccionista salvo con la filatelia, como todos los chicos. Siempre
me resistí porque pienso que tengo como un gen peligroso que podría llevarme a
la colección.
MM Arturo Carrera iba a las mismas bibliotecas. Te detectó como lector porque un
día fue a pedir algo de Kafka y lo tenías vos. Para él era el primer libro de Kafka,
pero vos ya habías recorrido toda la serie.
MM A veces has dicho que decís ciertas cosas “porque suenan bien”. ¿Te
interesa realmente el relato?
MM En el ensayo “La otra escritura” decís que te anotarías en una vanguardia que
intente recuperar el gesto del aficionado: la invención.
MM Lo reconocías.
CA Totalmente. Ahora tengo que hacer un esfuerzo para leer algo que no he leído
porque, si tengo que elegir en iguales condiciones, prefiero que sea algo releído.
Hace poco leí —era una de esas lagunas que a uno le quedan hasta un día de
lluvia— Los hermanos Karamasov. Cuando uno lee se hace su propia novela; le
encontré todos esos excesos del grotesco, las puestas surrealistas, no tanto la
parte místico/moral. Como nunca di clases ni hice crítica siempre leí por leer. Pero
tengo mi sistema: cuando empiezo por un autor lo leo todo. No porque me obligue
sino porque naturalmente quiero leerlo todo y, después, una biografía, estudios
sobre él, autores que leyó, sus discípulos. Es la manera de hacer de la lectura
algo orgánico. Hay gente que lee por capricho o por curiosidad o porque le gustó
la tapa de un libro y termina no construyendo nada. Yo pensaba que hace un
tiempo estaba de moda este asunto de la búsqueda de las influencias y me puse a
preguntarme por qué yo nunca, leyendo y escribiendo tanto, había sentido ese
temor de estar contaminándome con alguien.
MM O robando.
CA No por evitarlo, sino por lo contrario. Dejo que me influya todo, sólo que parto
de que todo se diluye. Esa angustia puede sentirla alguien que lea un solo libro o
que se fascine con un solo autor. Pero si se va saltando de un autor a otro, época,
género, todo termina diluyéndose.
CA No soy del todo sincero ahí. “Vanguardia” es una palabra militar y, para ser un
verdadero vanguardista, hay que tener una decisión de destrucción. Yo trato de
construir. Por ejemplo, desde siempre la poeta Marianne Moore fue un modelo
para mí, y todo lo que no era tan estricto, mecánico y “aloof” como lo de ella me
parecía sentimental, patético, efectista. Pero últimamente, no sé si por el natural
reblandecimiento de la edad, he empezado a apreciar a poetas más “humanos”,
como Elizabeth Bishop. Y no es que ahora aprecie menos a la Moore; en realidad
estos cambios de gusto en mí no me asombran. Soy ecléctico. Me las arreglo para
que, tarde o temprano, llegue a gustarme todo lo que leo, o casi todo. Últimamente
me dediqué a John Ashbery. Había leído los viejos libros de él y no me habían
parecido nada en especial, hasta que, hace poco, encontré en una revista
norteamericana un poema y vi que había evolucionado hacia la locura. Había
capturado esa atmósfera de los primeros poetas surrealistas, entonces me gustó.
MM Escribiste sobre Roberto Arlt. Te prendiste en la invención contemporánea de
Roberto Arlt.
CA Quizás no sea tan bueno como nos obligamos a creer. Tenemos a Borges y
eso nos obliga a buscar a otro, para decir que hay algo más. Pero nunca he hecho
una obligación de leer literatura argentina por ser argentina. Creo que los lectores
nos adelantamos a la globalización. Al no tener que dar clases como otros
escritores, si en una época tenía que elegir entre leer al argentino Groussac o a
Proust, podía leer a Proust. Para mí, tanto la lectura como la escritura tiene que
ver con la libertad que no tenemos en nuestra vida social. Soy un hombre de
libros, pero eso no significa que esté descolgado de todo el resto. Una vez estaba
en un avión con un crítico literario; íbamos a un congreso de literatura y de pronto
vi que en un asiento cerca estaba Robert Duvall. Se lo dije y él me contestó: “No
conozco a ningún Duvall en este congreso”.
CA ¡No quiero sumar dos lentitudes! La Montblanc, que es la lapicera que uso
habitualmente, se carga con cartuchos de tinta negra. Ayer andaba por la Recoleta
y pasé por la casa Vuitton porque tengo una lapicera Vuitton y ellos tienen unas
tintas buenísimas. Compré una caja de cartuchos. Me gusta que la tinta sea fluida
y brillante.
CA Totalmente. Por eso me gusta escribir en los cafés. Ahí escribo un poquito,
paginita, paginita y media diarias, levanto la vista, miro gente, cosas…. Tengo que
tener una mezcla de concentración y distracción. He probado escribir sólo en casa
pero no me funciona tan bien. Ahí veo la pared, lo que veo siempre. Vuelvo del
café, paso a la computadora y arranco la hoja.
CA A veces sí. Las cosas que pasan en el día, los accidentes. Si en el café donde
estoy escribiendo entra un pajarito (una vez pasó), entra también en lo que estoy
escribiendo. Aunque a priori no tenga nada que ver, a posteriori yo lo hago tener
que ver.
MM ¿Cómo?
CA No creas. Paro.
MM Hay una descripción detallada del hombre que queda, a pesar de la tormenta,
montado en el caballo. El pelaje magnetizado del animal —no sé si esto es muy
científico— hace de imán, y al final el hombre cae y queda colgado del estribo por
un efecto de “elongamiento eléctrico” que tampoco sé si es científico. ¿No es una
escena muy “alta” para parar?
CA No en esa novela. Otra vez estaba escribiendo algo y leí en alguna parte la
frase “Los católicos adoran una marioneta sangrienta”. Me gustó y la puse. Y
como hago siempre, le armé un contexto (el personaje se metía en un convento).
Un crítico mexicano, que debía de ser católico, se escandalizó por lo que
consideraba una horrible blasfemia. Pero todo lo que se dice en una novela, por lo
menos en una novela como las mías, es ficción, y el único sentido que tiene es
estético. En ese caso yo había pensado simplemente que los hilos de las
marionetas salen de una especie de cruz.
MM ¿Pensás en el lector?
CA Pienso en un lector que soy yo. Un lector que busca un verosímil, una línea
que siga un relato casi convencional que se pueda leer como una vieja novela,
aunque estén pasando cosas bastante extrañas. Al paso del tiempo se ha hecho
como un pequeño club de lectores míos que ya conozco; sé como reaccionan, yo
soy parte de ellos. Hablando de los lectores míos, una vez iba caminando por el
barrio de Flores por una calle muy solitaria y me crucé con un hombre que me dijo:
“¡Adiós, Aira!”. Yo lo miré pensando “¿De dónde lo conozco?”. Él me dijo: “No se
preocupe, usted no me conoce, yo soy un lector, un humilde lector”. ¿”Humilde”
lector? Humilde lector debe ser el de Isabel Allende, un lector mío es un lector de
lujo, no porque yo sea tan bueno sino porque para llegar a mí hay que hacer un
camino por la literatura, no a través de libros que se compran por curiosidad en la
librería. Un lector mío tiene que haber leído otras cosas. Una vez se publicó mi
novela La guerra de los gimnasios en el periódico La Nación. Fue un error, porque ahí
había gente que compraba libros mecánicamente. Un libro mío que caiga en
manos de alguien que no esté en el tema de la literatura contemporánea…. En fin,
hubo gente que me llamó por teléfono (que está en la guía) para quejarse. ¡Por
poco me pedían que les devolviera la plata! Por eso yo publico en editoriales que
ya están formateadas para cierto público que va a buscar cosas como las que yo
escribo.
CA Cuando leo sus novelas entiendo cosas mías. Hace tiempo un chico me
mostró una novela que era una especie de pastiche de una mía. La leí y me dio
una impresión muy clara de que era una novela mía escrita en prosa. Me di cuenta
de que lo que hago, a pesar de esa neutralidad que busco a través de una
narrativa transparente, tiene un trabajo poético que está en todos mis temas y
personajes.
CA Raymond Roussel dijo que él había recorrido todo el mundo pero que en sus
libros no había nada de eso. Justamente una novelita que publiqué hace poco, Las
conversaciones, sucede en Ucrania. No sé si cuando se publicó o después, le
comenté a una amiga: “Escribí una novela sobre las montañas de Ucrania y no sé
si en Ucrania habrá montañas”. Entonces ella fue a Wikipedia y me dijo: “Son los
montes tal y cual”. ¿Qué importancia tiene?
MM Pero ahí hablás del oleoducto Bakú, que realmente existe, ubicás los ríos
Dniéper, Dniéster y Dniérer, la meseta podólica. O consultás siempre Wikipedia o
el colegio en Pringles era buenísimo.
CA Ubiqué la acción de esa novela en Ucrania, pero podía haber sido cualquier
otro lugar. No sabía, y sigo sin saber, nada de Ucrania. Pero ahora recuerdo que
cuando la estaba escribiendo miré una enciclopedia, y ví que Ucrania produce
arrabio. Tampoco sé lo que es el arrabio, pero me gustó la palabra, e hice que los
villanos pertenecieran a “la mafia del arrabio”.
MM Lo que no suena bien es, al menos en Un episodio en la vida del pintor viajero,
tu “visión neurológica”, esos nervios que de pronto se cortan en la cabeza del
pintor luego de su accidente…
MM Las conversaciones es toda una teoría literaria sobre lo verosímil, casi una
respuesta problemática la antología de Barthes. Cuando hay un dato inverosímil,
para hacerlo verosímil ¿te ves obligado a seguir el relato? ¿Tener que corregir un
problema de ese tipo garantiza el ir para adelante?
CA A veces empiezo por una anécdota. En Las conversaciones la idea era poner
dos señores conversando cotidianamente. Se encontraban todos los días en un
bar para hablar siempre sobre temas filosóficos y creídos en el alto nivel de sus
conversaciones, hasta que uno dice una imbecilidad tan grande que el narrador se
da cuenta de que su interlocutor siempre ha sido un tonto. Ahí me lancé a inventar
cuáles eran las conversaciones, cuál era el error, cómo se resolvía todo. El
verosímil para mí es sagrado; creo que para todo novelista lo es. Uno se hace
novelista por amor al verosímil. Ahora bien, con mi utilización del azar (el pajarito),
y mi gusto innato por el surrealismo, mantener el verosímil es un desafío. Para
ponerme a la altura tengo que subir todo el tiempo la apuesta de la invención. Lo
primero que se me ocurrió en Un episodio en la vida del pintor viajero fue, mientras
veía El malón de Rugendas en el Museo de Bellas Artes, la escena surrealista de
que el indio lleva un pescado en vez de una mujer. Claro que me interesaba que
tuviera alguna verosimilitud, sabía que en el sur cordillerano había salmones.