You are on page 1of 26

Textos literarios, Historia Social II

Atahualpa Yupanqui - Tiempo Del Hombre


La partícula cósmica que navega en mi sangre Entonces vine a América para nacer en hombre.

Es un mundo infinito de fuerzas siderales. Y en mí junté la pampa, la selva y la montaña.

Vino a mí tras un largo camino de milenios Si un abuelo llanero galopó hasta mi cuna,

Cuando, tal vez, fui arena para los pies del aire. Otro me dijo historias en su flauta de caña.

Luego fui la madera. raíz desesperada. Yo no estudio las cosas ni pretendo entenderlas.

Hundida en el silencio de un desierto sin agua. Las reconozco, es cierto, pues antes viví en ellas.

Después fui caracol quién sabe dónde. Converso con las hojas en medio de los montes

Y los mares me dieron su primera palabra. Y me dan sus mensajes las raíces secretas.

Después la forma humana desplegó sobre el mundo Y así voy por el mundo, sin edad ni destino.

La universal bandera del músculo y la lágrima. Al amparo de un cosmos que camina conmigo.

Y creció la blasfemia sobre la vieja tierra. Amo la luz, y el río, y el silencio, y la estrella.

Y el azafrán, y el tilo, la copla y la plegaria. Y florezco en guitarras porque fui la madera.


Eduardo Galeano - Tiempo que dice
De tiempo somos. Somos sus pies y sus bocas. Los pies del tiempo caminan en nuestros pies. A la corta
o a la larga, ya se sabe, los vientos del tiempo borrarán las huellas. ¿Travesía de la nada, pasos de nadie? Las
bocas del tiempo cuentan el viaje.

Eduardo Galeano – Puntos de vista

Puntos de vista I
Desde el punto de vista del búho, del murciélago, del bohemio y del ladrón, el crepúsculo es la hora
del desayuno.

La lluvia es una maldición para el turista y una buena noticia para el campesino.

Desde el punto de vista del nativo, el pintoresco es el turista.

Desde el punto de vista de los indios de las islas del mar Caribe, Cristóbal Colón, con su sombrero de
plumas y su capa de terciopelo rojo, era un papagayo de dimensiones jamás vistas.

Puntos de vista II
Desde el punto de vista del sur, el verano del norte es invierno.

Desde el punto de vista de una lombriz, un plato de espaguetis es una orgía.

Donde los hindúes ven una vaca sagrada, otros ven una gran hamburguesa.

Desde el punto de vista de Hipócrates, Galeno, Maimónides y Paracelso existía una enfermedad
llamada indigestión, pero no existía una enfermedad llamada hambre.

Desde el punto de vista de sus vecinos del pueblo de Cardona, el Toto Zaugg, que andaba con la
misma ropa en verano y en invierno, era un hombre admirable:

-El Toto nunca tiene frío.- decían.

Él no decía nada, frío tenía, lo que no tenía era un abrigo.

Puntos de vista III


Desde el punto de vista de las estadísticas, si una persona recibe mil dólares y otra persona no recibe
nada, cada una de esas dos personas aparece recibiendo quinientos dólares en el cómputo del ingreso per
cápita.

Desde el punto de vista de la lucha contra la inflación, las medidas de ajuste son un buen remedio.

Desde el punto de vista de quienes las padecen, las medidas de ajuste multiplican el cólera, el tifus, la
tuberculosis y otras maldiciones.
Puntos de vista IV
Desde el punto de vista del oriente del mundo, el día de occidente es noche.

En la India, quienes llevan luto, visten de blanco.

En la Europa antigua, el negro, color de la tierra fecunda, era el color de la vida, y el blanco, color de
los huesos, era el color de la muerte.

Según los viejos sabios de la región Colombiana del Chocó, Adan y Eva eran negros, y negros eran sus
hijos Caín y Abel. Cuando Caín mató a su hermano de un garrotazo, tronaron las iras de Dios. Ante las furias
del Señor, el asesino palideció de culpa y miedo, y tanto palideció que blanco quedó hasta el fin de sus días.

Los blancos somos, todos, hijos de Caín.

Puntos de vista V
Si las santas apóstalas hubieran escrito los evangelios, ¿cómo sería la primera noche de la era
cristiana?

San José, contarían las apóstalas, estaba de mal humor. Él era el único que tenía esa cara larga en
aquel pesebre donde todos sonreían. La virgen María, los angelitos, los pastores, las ovejas, el buey, el asno,
los magos venidos del oriente y la estrella que los había conducido hasta Belén. Todos sonreían menos uno.
San José, sombrío, murmuro: -Yo quería una nena.

Puntos de vista VI
Si Eva hubiera escrito el génesis, ¿cómo sería la primera noche de amor del género humano? Eva
hubiera empezado por aclarar que ella no nació de ninguna costilla, ni conoció a ninguna serpiente, ni
ofreció manzanas a nadie, y que Dios nunca le dijo que parirás con dolor y tu marido te dominará. Que todas
estas historias son puras mentiras que Adán contó a la prensa.

Puntos de vista VII


En la selva, ¿llaman ley de la ciudad a la costumbre de devorar al más débil?

Desde el punto de vista de un pueblo enfermo, ¿qué significa la moneda sana?

La venta de armas es una buena noticia para la economía, pero no es tan buena para sus difuntos.

Desde el punto de vista del presidente Fujimori, está muy bien asaltar al Poder Legislativo y al Poder
Judicial, delitos que fueron premiados con su reelección, pero está muy mal asaltar una embajada, delito que
fue castigado con una aplaudida carnicería.
Eduardo Galeano – La palabra
En la selva del Alto Paraná, un camionero me advirtió que tuviera cuidado: - Ojo con los salvajes -me
dijo- Todavía andan algunos sueltos por aquí. Por suerte, quedan pocos. Ya los están encerrando en el
zoológico. Él me lo dijo en idioma castellano. Pero no era ésa su lengua cada día. El camionero hablaba en
guaraní, en la lengua de esos salvajes que él temía y despreciaba. Cosa rara: el Paraguay habla el idioma de
los vencidos. Y cosa más rara, todavía: los vencidos creen, siguen creyendo, que la palabra es sagrada. La
palabra mentida insulta lo que nombra, pero la palabra verdadera revela el alma de cada cosa. Creen los
vencidos que el alma vive en las palabras que la dicen. Si te doy mi palabra, me doy. La lengua no es un
basurero.

Eduardo Galeano – La función del arte


Diego no conocía la mar. El padre, Santiago Kovadloff, lo llevó a descubrirla.

Viajaron al sur. Ella, la mar, estaba más allá de los altos médanos, esperando.

Cuando el niño y su padre alcanzaron por fin aquellas cumbres de arena, después de mucho caminar,
la mar estalló ante sus ojos. Y fue tanta la inmensidad de la mar, y tanto su fulgor, que el niño quedó mudo
de hermosura.

Y cuando por fin consiguió hablar, temblando, tartamudeando, pidió a su padre:

—¡Ayúdame a mirar!

Eduardo Galeano – Los comentarios reales


A los setenta años, se inclina sobre la mesa, moja la pluma en el tintero de cuerno y escribe
disculpando. Es hombre de prosa minuciosa y galana. Elogia al invasor en la lengua del invasor, que ha
hecho suya. Con una mano saluda la conquista, por ser obra de la Divina Providencia; los conquistadores,
brazos de Dios, han evangelizado el Nuevo Mundo y la tragedia ha pagado el precio de la salvación.

Con la otra mano dice adiós al reino de los incas, antes destruido que conocido, y lo evoca
con nostalgias de paraíso. Una mano pertenece a su padre, capitán de Pizarro. La otra es de su madre, prima
de Atahualpa, que ese capitán humilló y arrojó a los brazos de un soldado.

Como América, el Inca Garcilaso de la Vega ha nacido de una violación. Como América, vive
desgarrado.
Jorge Luis Borges – El cautivo
En Junín o en Tapalqué refieren la historia. Un chico desapareció después de un malón; se dijo que lo
habían robado los indios. Sus padres lo buscaron inútilmente; al cabo de los años, un soldado que venía de
tierra adentro les habló de un indio de ojos celestes que bien podía ser su hijo. Dieron al fin con él (la crónica
ha perdido las circunstancias y no quiero inventar lo que no sé) y creyeron reconocerlo. El hombre, trabajado
por el desierto y por la vida bárbara, ya no sabía oír las palabras de la lengua natal, pero se dejó conducir,
indiferente y dócil, hasta la casa.

Ahí se detuvo, tal vez porque los otros se detuvieron. Miró la puerta, como sin entenderla. De pronto
bajó la cabeza, gritó, atravesó corriendo el zaguán y los dos largos patios y se metió en la cocina. Sin vacilar,
hundió el brazo en la ennegrecida campana y sacó el cuchillito de mango de asta que había escondido ahí,
cuando chico. Los ojos le brillaron de alegría y los padres lloraron porque habían encontrado al hijo.

Acaso a este recuerdo siguieron otros, pero el indio no podía vivir entre paredes y un día fue a buscar
su desierto. Yo querría saber qué sintió en aquel instante de vértigo en que el pasado y el presente se
confundieron; yo querría saber si el hijo perdido renació y murió en aquel éxtasis o si alcanzó a reconocer,
siquiera como una criatura o un perro, los padres y la casa.
María Esther de Miguel – El Grumete
De modo que ha llegado. Cuántos años aguardándolo. Diez. Diez vidas. Ahora están aquí, por fin. He
visto las velas de sus naves en la costa, bajo la bendita luz del alba. Y después los vi a ellos, calzas negras y
jubones blancos, sayos de terciopelo al viento, hundiendo sus borceguíes en la arena; estoques, espadas y
pabellones revolviendo el aire. Vestidos para fiesta vienen. Estrenan esta tierra. Es lindo verlos, pobres
ilusos.

Porque todo es anomalía en este continente. Si lo sabré yo, el único que queda de los otros.

También nosotros llegamos así, el alma llena de esperanzas, la escarcela vacía de maravedíes.
Cambiamos el océano por este río ancho como el mar. Su calmería sedujo al capitán (engañoso era el río; y
barriento). Los gestos amistosos de los indios lo halagaron (mendaces, tales indios). Pobre incauto:
aborígenes y agua lo convencieron para mal de tantísimos.

En el bote de la nave mayor, bajamos. Yo entre ellos. No por valiente, sino por ambicioso. Pero ¿quién
podía presumir que esa generación pagana era comedora de hombres?

Palos nos recibieron y flechazos. Linda acogida para conquistadores presumidos. Un aquelarre. Yo
sólo oí el ay, ay, ay, de Solís y su gente entre el humo de las fogatas y después el insidioso olor del asado
revolviendo mis entrañas.

Horrible. Pero de esto, sólo testigos muertos.

¿Que cómo me salvé? Virtudes de la flacura y de los pocos años. En una caponera me pusieron. A
engordar.

Dios fue servido de que no me muriese, pueblo muy belicoso el de estos aborígenes. Mala entraña la
suya. Pero yo desparramé padrenuestros de vidrio azul y sonrisas, curé heridas según la antigua usanza de
mi raza y el afán por aprender su lengua ablandó resquemores. Mí obediencia mandó sosegar la natural
maldad y el tratamiento mejoró.

Un día perforé orejas y nariz, y pinté mi cara. Ropa ya no tenía: me acostumbré a la desnudez sin
vergüenza ni pecado de esta gente. Así, fui intocable. ¿Cómo me iban a comer, si era uno de ellos?

Otro día me interné en el monte. Solo.

En esta tierra de la lujuria y la abundancia, harta hambre pasé. Calidad de hembra arisca la de este
país, a fe mía. Bastimentos para comer, todo y nada. Endurecí mi estómago: me mantuvieron la miel, los
yuyos, pescados y otras viandas extrañas. Conocí las virtudes del abatí y el cardo y las culebras jóvenes.
Aprendí tretas. Por ejemplo: los monos se suben a los altos árboles y asidos de la cola, con pies y manos
sacuden los frutos. Puercos monteses esperan, abajo, y se los quitan. Yo también esperé. Tuve así
bastimento seguro.

Sin paradero propio, cercado de peligros, me volví astuto. Y sabio: conocí pájaros que chiflan las
órdenes de Dios, y mujeres antropófagas y otras que fajaban sus piernas con hilos para que parecieran más
gruesas y otras que alimentaban a sus hijos por la espalda (tan grandes eran sus mamas) y aborígenes
bebedores de sangre y otros que comen bollos de barro cocidos al rescoldo, untados con aceite de pescado y
otros habituados a cortar las coyunturas de sus dedos por cada deudo muerto (vi algunos: manos y pies,
muñones) y otros, flecheros de flechas ponzoñosas. Y tantos.

Cierto día, una mujer se aficionó a mí. Su inocencia bárbara y fresca me conquistó. La india salió con
la suya y tuve compañía: me preparaba tortas de maíz, quitó las niguas dentro mis uñas, curó heridas,
espantó alimañas. Cuidados y placer ¿qué más podía pedir?

Por supuesto, a veces recordaba. Dios, cuántas lágrimas, entonces. Detrás de la montaña líquida, la
tierra, tan lejana, los mesones del puerto dador de mi apellido (por ausencia del padre). El nombre, el del
santo elegido por mi madre, ni no olvidado, nadie lo usaba ya. Nadie más que yo: por las noches, como para
hacer patente filiación y destino, me decía: Francisco, Francisquito del Puerto, un día volverán.

Y volvieron. A Dios gracias.

Los veo barloventeando por el río ancho y barroso, buscando. ¿Qué? Me imagino, vaya. Suerte
tendrán: la generación de los indios de esta tierra es pacífica. Los supongo entregando el secreto por cuentas
de vidrio veneciano, trozos de loza, agujas o collares. Yo los miro, mientras quito, con lágrimas y agua, los
rastros de pintura de mi cara, arranco dijes de orejas y nariz, borro el impudor de esta traza salvaje y corro
con los brazos abiertos hacia ellos, mis hermanos.

Querellé a mis hermanos. Tharsis y Ophir era la orden del Rey, Para encontrarlas, debían traspasar el
Estrecho que avistó Magallanes, camino a la ignota Especería. Pero a Caboto lo entusiasmaron decires de
hombres hallados en la costa portuguesa: que las Minas de Plata, que el Rey Blanco, que el Lago donde el
Rey se adormece noche a noche. ¿Embelecos de náufragos hambreados? Pistas ciertas, lo sé. Pero también
sé lo otro: selvas hirsutas guardan el tesoro. Brujos dañinos levantan con aires venenosos invisibles y
mortales murallas para el Imperio áureo. El Lago tiene ígnea sustancia. Y este río barroso, que ya están
llamando de la Plata, nada bueno promete: río de la traición debería apodarse.

Traen ánimo de emprender la conquista de tantos embelecos, mis hermanos. Tal ánimo, les dije, es
nefasto. Y agregué: esta tierra es tierra aparejada para labradíos y sembrados. Para crianza de ganado,
insistí. Pero no me escucharon: otras metas persiguen. Sólo ven el reflejo del oro y la dulzura blanda de la
plata. Quieren metales. ¿Para qué, digo yo? ¿Para comerlos? ¿Para aventar con ellos endriagos y serpientes?
¿Para buscar cobijo en la intemperie?

Por eso discutí. ¡Gran caso me hicieron! Fui vencido. Sujeto a su gobierno estoy: soy blanco, cristiano y
súbdito del Rey.

Ahora los guío, aguas arriba, por el Río Grande, hasta el Carcarañá, en la ruta que lleva a Sierras de la
Plata, si Dios así es servido. A causa del mucho monte, la recia vegetación y el escaso alimento, son duras las
jornadas. Se entremezclan con fiebres, delirios y mosquitos. Muchos van quedando en el camino. Tendal de
huesos blanquecinos marcará la senda de los otros, los que vendrán después (porque esta estirpe no se
acaba; la de los ambiciosos, digo).

Qué turbonadas arman. Anoche, dos españoles sacaron arcabuces y mosquetes por ciertos granos de
oro. Vi la sangre de unos y las persignaciones de otros. Vi también al viejo cacique de una tribu lanzar con su
ánima la última maldición, sus huesos descoyuntados uno a uno. Entregó máscaras de plata, áureas coronas,
amuletos. Pero el secreto, no. Yo, temblé.
Algo así como un asco me va entrando, ¿No aprenderán ya nunca estos hermanos? ¿Jamás sacudirán
este fermento agrio que envenena la sangre y desata la muerte? Ya me estoy hartando de sus tratos
confusos, lenguaraces de promesas mentidas, mercaderes de turbios comercios, enmadejando y
embarullando todo. Si ni tiempo se dan para mirar el sol, una gloria.

En Santispiritus parecieron darme la razón. Allí sembramos, plantamos y afincamos algunos


rancheríos. Un gusto. Pero ellos, dale y dale con el oro y la plata. Para buscarlos más a prisa, hicieron
divisiones: unos para acá, otros para allá. Esta no es tierra que permite tales lujos entre blancos; se los repetí
mil veces. Inútilmente, ay.

Con sobrado temor los he visto partir. Que se las arreglen. En la alta noche, escuché los susurros. Son
los otros. Los que firman con sangre sus tratados y rubrican con fuego el paso de los pies. Los he oído. Y
también el bum bum de tambores convocando a las huestes guerreras.

Ahora miro las señales del humo que dicen mi destino; las estoy descifrando. Ellos duermen; yo
decido. Tomo a mi hembra: para hacer casta nuevo la tomo (sol y casa darán generación de piel morena;
nativa) y elijo el aire libre y la vida. Ya sé: me llamarán vil cristiano, renegado y herético, maldecirán mi
nombre. Qué me importa. Tiño mi cara con el jugo de hierbas que conozco. Dejo este jubón prestado; en
cueros quedo, como vine al mundo, como este nuevo mundo exige. Y me marcho antes de que fuego y sangre
borren las trazas del Fuerte malnacido. Y después digan lo que quieran de mí, de Francisco del Puerto, el
grumete que vino con Solís.
Julio Cortázar – La noche boca arriba

Y salían en ciertas épocas a cazar enemigos;

le llamaban la guerra florida.

A mitad del largo zaguán del hotel pensó que debía ser tarde y se apuró a salir a la calle y sacar la
motocicleta del rincón donde el portero de al lado le permitía guardarla. En la joyería de la esquina vio que
eran las nueve menos diez; llegaría con tiempo sobrado adonde iba. El sol se filtraba entre los altos edificios
del centro, y él -porque para sí mismo, para ir pensando, no tenía nombre- montó en la máquina saboreando
el paseo. La moto ronroneaba entre sus piernas, y un viento fresco le chicoteaba los pantalones.

Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes vitrinas de la calle
Central. Ahora entraba en la parte más agradable del trayecto, el verdadero paseo: una calle larga,
bordeada de árboles, con poco tráfico y amplias villas que dejaban venir los jardines hasta las aceras, apenas
demarcadas por setos bajos. Quizá algo distraído, pero corriendo por la derecha como correspondía, se dejó
llevar por la tersura, por la leve crispación de ese día apenas empezado. Tal vez su involuntario relajamiento
le impidió prevenir el accidente. Cuando vio que la mujer parada en la esquina se lanzaba a la calzada a
pesar de las luces verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles. Frenó con el pie y con la mano, desviándose
a la izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el choque perdió la visión. Fue como dormirse de golpe.

Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban sacando de debajo de la
moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla y cuando lo alzaron gritó, porque no podía soportar la
presión en el brazo derecho. Voces que no parecían pertenecer a las caras suspendidas sobre él, lo alentaban
con bromas y seguridades. Su único alivio fue oír la confirmación de que había estado en su derecho al cruzar
la esquina. Preguntó por la mujer, tratando de dominar la náusea que le ganaba la garganta. Mientras lo
llevaban boca arriba hasta una farmacia próxima, supo que la causante del accidente no tenía más que
rasguños en la piernas. "Usté la agarró apenas, pero el golpe le hizo saltar la máquina de costado...";
Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo de espaldas, así va bien, y alguien con guardapolvo dándole de
beber un trago que lo alivió en la penumbra de una pequeña farmacia de barrio.

La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda donde pudo
tenderse a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos de un shock terrible, dio sus
señas al policía que lo acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una cortadura en la ceja goteaba sangre por
toda la cara. Una o dos veces se lamió los labios para beberla. Se sentía bien, era un accidente, mala suerte;
unas semanas quieto y nada más. El vigilante le dijo que la motocicleta no parecía muy estropeada.
"Natural", dijo él. "Como que me la ligué encima..." Los dos rieron y el vigilante le dio la mano al llegar al
hospital y le deseó buena suerte. Ya la náusea volvía poco a poco; mientras lo llevaban en una camilla de
ruedas hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles llenos de pájaros, cerró los ojos y deseó estar
dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en una pieza con olor a hospital, llenando una ficha,
quitándole la ropa y vistiéndolo con una camisa grisácea y dura. Le movían cuidadosamente el brazo, sin que
le doliera. Las enfermeras bromeaban todo el tiempo, y si no hubiera sido por las contracciones del estómago
se habría sentido muy bien, casi contento.
Lo llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía húmeda puesta sobre el
pecho como una lápida negra, pasó a la sala de operaciones. Alguien de blanco, alto y delgado, se le acercó y
se puso a mirar la radiografía. Manos de mujer le acomodaban la cabeza, sintió que lo pasaban de una
camilla a otra. El hombre de blanco se le acercó otra vez, sonriendo, con algo que le brillaba en la mano
derecha. Le palmeó la mejilla e hizo una seña a alguien parado atrás.

Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero un olor a
pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los tembladerales de donde no volvía
nadie. Pero el olor cesó, y en cambio vino una fragancia compuesta y oscura como la noche en que se movía
huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural, tenía que huir de los aztecas que andaban a caza de hombre,
y su única probabilidad era la de esconderse en lo más denso de la selva, cuidando de no apartarse de la
estrecha calzada que sólo ellos, los motecas, conocían.

Lo que más lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del sueño algo se revelara
contra eso que no era habitual, que hasta entonces no había participado del juego. "Huele a guerra", pensó,
tocando instintivamente el puñal de piedra atravesado en su ceñidor de lana tejida. Un sonido inesperado lo
hizo agacharse y quedar inmóvil, temblando. Tener miedo no era extraño, en sus sueños abundaba el miedo.
Esperó, tapado por las ramas de un arbusto y la noche sin estrellas. Muy lejos, probablemente del otro lado
del gran lago, debían estar ardiendo fuegos de vivac; un resplandor rojizo teñía esa parte del cielo. El sonido
no se repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un animal que escapaba como él del olor a
guerra. Se enderezó despacio, venteando. No se oía nada, pero el miedo seguía allí como el olor, ese incienso
dulzón de la guerra florida. Había que seguir, llegar al corazón de la selva evitando las ciénagas. A tientas,
agachándose a cada instante para tocar el suelo más duro de la calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido
echar a correr, pero los tembladerales palpitaban a su lado. En el sendero en tinieblas, buscó el rumbo.
Entonces sintió una bocanada del olor que más temía, y saltó desesperado hacia adelante.

-Se va a caer de la cama -dijo el enfermo de la cama de al lado-. No brinque tanto, amigazo.

Abrió los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la larga sala. Mientras trataba de
sonreír a su vecino, se despegó casi físicamente de la última visión de la pesadilla. El brazo, enyesado,
colgaba de un aparato con pesas y poleas. Sintió sed, como si hubiera estado corriendo kilómetros, pero no
querían darle mucha agua, apenas para mojarse los labios y hacer un buche. La fiebre lo iba ganando
despacio y hubiera podido dormirse otra vez, pero saboreaba el placer de quedarse despierto, entornados los
ojos, escuchando el diálogo de los otros enfermos, respondiendo de cuando en cuando a alguna pregunta.
Vio llegar un carrito blanco que pusieron al lado de su cama, una enfermera rubia le frotó con alcohol la cara
anterior del muslo, y le clavó una gruesa aguja conectada con un tubo que subía hasta un frasco lleno de
líquido opalino. Un médico joven vino con un aparato de metal y cuero que le ajustó al brazo sano para
verificar alguna cosa. Caía la noche, y la fiebre lo iba arrastrando blandamente a un estado donde las cosas
tenían un relieve como de gemelos de teatro, eran reales y dulces y a la vez ligeramente repugnantes; como
estar viendo una película aburrida y pensar que sin embargo en la calle es peor; y quedarse.

Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un trozito de pan, más
precioso que todo un banquete, se fue desmigajando poco a poco. El brazo no le dolía nada y solamente en
la ceja, donde lo habían suturado, chirriaba a veces una punzada caliente y rápida. Cuando los ventanales de
enfrente viraron a manchas de un azul oscuro, pensó que no iba a ser difícil dormirse. Un poco incómodo, de
espaldas, pero al pasarse la lengua por los labios resecos y calientes sintió el sabor del caldo, y suspiró de
felicidad, abandonándose.

Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante embotadas o
confundidas. Comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad, aunque arriba el cielo cruzado de copas
de árboles era menos negro que el resto. "La calzada", pensó. "Me salí de la calzada." Sus pies se hundían en
un colchón de hojas y barro, y ya no podía dar un paso sin que las ramas de los arbustos le azotaran el torso
y las piernas. Jadeante, sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad y el silencio, se agachó para escuchar.
Tal vez la calzada estaba cerca, con la primera luz del día iba a verla otra vez. Nada podía ayudarlo ahora a
encontrarla. La mano que sin saberlo él aferraba el mango del puñal, subió como un escorpión de los
pantanos hasta su cuello, donde colgaba el amuleto protector. Moviendo apenas los labios musitó la
plegaria del maíz que trae las lunas felices, y la súplica a la Muy Alta, a la dispensadora de los bienes
motecas. Pero sentía al mismo tiempo que los tobillos se le estaban hundiendo despacio en el barro, y la
espera en la oscuridad del chaparral desconocido se le hacía insoportable. La guerra florida había empezado
con la luna y llevaba ya tres días y tres noches. Si conseguía refugiarse en lo profundo de la selva,
abandonando la calzada más allá de la región de las ciénagas, quizá los guerreros no le siguieran el rastro.
Pensó en la cantidad de prisioneros que ya habrían hecho. Pero la cantidad no contaba, sino el tiempo
sagrado. La caza continuaría hasta que los sacerdotes dieran la señal del regreso. Todo tenía su número y su
fin, y él estaba dentro del tiempo sagrado, del otro lado de los cazadores.

Oyó los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se incendiara en el horizonte,
vio antorchas moviéndose entre las ramas, muy cerca. El olor a guerra era insoportable, y cuando el primer
enemigo le saltó al cuello casi sintió placer en hundirle la hoja de piedra en pleno pecho. Ya lo rodeaban las
luces y los gritos alegres. Alcanzó a cortar el aire una o dos veces, y entonces una soga lo atrapó desde atrás.

-Es la fiebre -dijo el de la cama de al lado-. A mí me pasaba igual cuando me operé del duodeno. Tome
agua y va a ver que duerme bien.

Al lado de la noche de donde volvía, la penumbra tibia de la sala le pareció deliciosa. Una lámpara
violeta velaba en lo alto de la pared del fondo como un ojo protector. Se oía toser, respirar fuerte, a veces un
diálogo en voz baja. Todo era grato y seguro, sin acoso, sin... Pero no quería seguir pensando en la pesadilla.
Había tantas cosas en qué entretenerse. Se puso a mirar el yeso del brazo, las poleas que tan cómodamente
se lo sostenían en el aire. Le habían puesto una botella de agua mineral en la mesa de noche. Bebió del
gollete, golosamente. Distinguía ahora las formas de la sala, las treinta camas, los armarios con vitrinas. Ya
no debía tener tanta fiebre, sentía fresca la cara. La ceja le dolía apenas, como un recuerdo. Se vio otra vez
saliendo del hotel, sacando la moto. ¿Quién hubiera pensado que la cosa iba a acabar así? Trataba de fijar el
momento del accidente, y le dio rabia advertir que había ahí como un hueco, un vacío que no alcanzaba a
rellenar. Entre el choque y el momento en que lo habían levantado del suelo, un desmayo o lo que fuera no le
dejaba ver nada. Y al mismo tiempo tenía la sensación de que ese hueco, esa nada, había durado una
eternidad. No, ni siquiera tiempo, más bien como si en ese hueco él hubiera pasado a través de algo o
recorrido distancias inmensas. El choque, el golpe brutal contra el pavimento. De todas maneras al salir del
pozo negro había sentido casi un alivio mientras los hombres lo alzaban del suelo. Con el dolor del brazo
roto, la sangre de la ceja partida, la contusión en la rodilla; con todo eso, un alivio al volver al día y sentirse
sostenido y auxiliado. Y era raro. Le preguntaría alguna vez al médico de la oficina. Ahora volvía a ganarlo el
sueño, a tirarlo despacio hacia abajo. La almohada era tan blanda, y en su garganta afiebrada la frescura del
agua mineral. Quizá pudiera descansar de veras, sin las malditas pesadillas. La luz violeta de la lámpara en lo
alto se iba apagando poco a poco.

Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a reconocerse, pero en cambio el
olor a humedad, a piedra rezumante de filtraciones, le cerró la garganta y lo obligó a comprender. Inútil abrir
los ojos y mirar en todas direcciones; lo envolvía una oscuridad absoluta. Quiso enderezarse y sintió las sogas
en las muñecas y los tobillos. Estaba estaqueado en el piso, en un suelo de lajas helado y húmedo. El frío le
ganaba la espalda desnuda, las piernas. Con el mentón buscó torpemente el contacto con su amuleto, y supo
que se lo habían arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo del final. Lejanamente,
como filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los atabales de la fiesta. Lo habían traído al teocalli,
estaba en las mazmorras del templo a la espera de su turno.

Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un quejido. Era él que
gritaba en las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpo se defendía con el grito de lo que iba a
venir, del final inevitable. Pensó en sus compañeros que llenarían otras mazmorras, y en los que ascendían ya
los peldaños del sacrificio. Gritó de nuevo sofocadamente, casi no podía abrir la boca, tenía las mandíbulas
agarrotadas y a la vez como si fueran de goma y se abrieran lentamente, con un esfuerzo interminable. El
chirriar de los cerrojos lo sacudió como un látigo. Convulso, retorciéndose, luchó por zafarse de las cuerdas
que se le hundían en la carne. Su brazo derecho, el más fuerte, tiraba hasta que el dolor se hizo intolerable y
hubo que ceder. Vio abrirse la doble puerta, y el olor de las antorchas le llegó antes que la luz. Apenas
ceñidos con el taparrabos de la ceremonia, los acólitos de los sacerdotes se le acercaron mirándolo con
desprecio. Las luces se reflejaban en los torsos sudados, en el pelo negro lleno de plumas. Cedieron las sogas,
y en su lugar lo aferraron manos calientes, duras como el bronce; se sintió alzado, siempre boca arriba,
tironeado por los cuatro acólitos que lo llevaban por el pasadizo. Los portadores de antorchas iban adelante,
alumbrando vagamente el corredor de paredes mojadas y techo tan bajo que los acólitos debían agachar la
cabeza. Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca arriba, a un metro del techo de roca viva que por
momentos se iluminaba con un reflejo de antorcha. Cuando en vez del techo nacieran las estrellas y se alzara
ante él la escalinata incendiada de gritos y danzas, sería el fin. El pasadizo no acababa nunca, pero ya iba a
acabar, de repente olería el aire libre lleno de estrellas, pero todavía no, andaban llevándolo sin fin en la
penumbra roja, tironeándolo brutalmente, y él no quería, pero cómo impedirlo si le habían arrancado el
amuleto que era su verdadero corazón, el centro de la vida.

Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra blanda que lo rodeaba.
Pensó que debía haber gritado, pero sus vecinos dormían callados. En la mesa de noche, la botella de agua
tenía algo de burbuja, de imagen traslúcida contra la sombra azulada de los ventanales. Jadeó buscando el
alivio de los pulmones, el olvido de esas imágenes que seguían pegadas a sus párpados. Cada vez que
cerraba los ojos las veía formarse instantáneamente, y se enderezaba aterrado pero gozando a la vez del
saber que ahora estaba despierto, que la vigilia lo protegía, que pronto iba a amanecer, con el buen sueño
profundo que se tiene a esa hora, sin imágenes, sin nada... Le costaba mantener los ojos abiertos, la modorra
era más fuerte que él. Hizo un último esfuerzo, con la mano sana esbozó un gesto hacia la botella de agua;
no llegó a tomarla, sus dedos se cerraron en un vacío otra vez negro, y el pasadizo seguía interminable, roca
tras roca, con súbitas fulguraciones rojizas, y él boca arriba gimió apagadamente porque el techo iba a
acabarse, subía, abriéndose como una boca de sombra, y los acólitos se enderezaban y de la altura una luna
menguante le cayó en la cara donde los ojos no querían verla, desesperadamente se cerraban y abrían
buscando pasar al otro lado, descubrir de nuevo el cielo raso protector de la sala. Y cada vez que se abrían
era la noche y la luna mientras lo subían por la escalinata, ahora con la cabeza colgando hacia abajo, y en lo
alto estaban las hogueras, las rojas columnas de rojo perfumado, y de golpe vio la piedra roja, brillante de
sangre que chorreaba, y el vaivén de los pies del sacrificado, que arrastraban para tirarlo rodando por las
escalinatas del norte. Con una última esperanza apretó los párpados, gimiendo por despertar. Durante un
segundo creyó que lo lograría, porque estaba otra vez inmóvil en la cama, a salvo del balanceo cabeza abajo.
Pero olía a muerte y cuando abrió los ojos vio la figura ensangrentada del sacrificador que venía hacia él con
el cuchillo de piedra en la mano. Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba a
despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los
sueños; un sueño en el que había andado por extrañas avenidas de una ciudad asombrosa, con luces verdes y
rojas que ardían sin llama ni humo, con un enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas. En la
mentira infinita de ese sueño también lo habían alzado del suelo, también alguien se le había acercado con
un cuchillo en la mano, a él tendido boca arriba, a él boca arriba con los ojos cerrados entre las hogueras.
Gabino Palomares – La maldición de Malinche
Del mar los vieron llegar Porque los dioses ni comen, Hoy en pleno siglo XX

mis hermanos emplumados ni gozan con lo robado nos siguen llegando rubios

eran los hombres barbados y cuando nos dimos cuenta y les abrimos la casa

de la profecía esperada. ya todo estaba acabado. y los llamamos amigos.

Se oyó la voz del monarca En ese error entregamos Pero si llega cansado

de que el Dios había llegado la grandeza del pasado un indio de andar la sierra

y les abrimos la puerta y en ese error nos quedamos lo humillamos y lo vemos

por temor a lo ignorado. trescientos años esclavos. como extraño por su tierra.

Iban montados en bestias Se nos quedó el maleficio Tú, hipócrita que te muestras

como demonios del mal de brindar al extranjero humilde ante el extranjero

iban con fuego en las manos nuestra fe, nuestra cultura pero te vuelves soberbio

y cubiertos de metal. nuestro pan, nuestro dinero. con tus hermanos del pueblo.

Sólo el valor de unos cuántos Y les seguimos cambiando ¡Oh, Maldición de Malinche!

les opuso resistencia oro por cuentas de vidrio ¡Enfermedad del presente!

y al mirar correr la sangre y damos nuestra riqueza ¿Cuándo dejarás mi tierra?

se llenaron de vergüenza. por sus espejos con brillo. ¿Cuándo harás libre a mi
gente?
Víctor Heredia – Encuentro en Cajamarca
No, ciertamente no eran dioses.
No eran Viracocha; cuando Pizarro entró al Cuzco
y junto con el padre Valverde decidieron
la muerte de nuestro amado señor Atahualpa.
A pesar del rescate que pagamos equivalente
a tres habitaciones repletas de oro,
nos dimos cuenta entonces
de las verdaderas intenciones de esos hombres.
Pero ya era tarde, la sangre había comenzado a derramarse
y esas primeras y queridas gotas se iban a constituir
en un río inmenso que recorrería todo el continente
y ya no habría salvación.

Creo en mis dioses, creo en mis huacas


creo en la vida y en la bondad de Viracocha
creo en Inti y Pachacamac.

Como mi charqui, tomo mi chicha


tengo mi Coya, mi cumbi.
lloro mis mallquis hago mi chuño
y en esta pacha quiero vivir
tô me presentas runa Valverde
junto a Pizarro un nuevo dios.

Me das un libro que llamas Biblia


con el que dices habla tu dios.

Nada se escucha por más que intento


tu dios no me habla, quiere callar
porqué me matas si no comprendo
tu libro no habla, no quiere hablar.
Augusto Monterroso – El eclipse
Cuando fray Bartolomé Arrazola se sintió perdido aceptó que ya nada podría salvarlo. La selva poderosa de
Guatemala lo había apresado, implacable y definitiva. Ante su ignorancia topográfica se sentó con tranquilidad
a esperar la muerte. Quiso morir allí, sin ninguna esperanza, aislado, con el pensamiento fijo en la España
distante, particularmente en el convento de los Abrojos, donde Carlos Quinto condescendiera una vez a bajar de
su eminencia para decirle que confiaba en el celo religioso de su labor redentora.

Al despertar se encontró rodeado por un grupo de indígenas de rostro impasible que se disponían a sacrificarlo
ante un altar, un altar que a Bartolomé le pareció como el lecho en que descansaría, al fin, de sus temores, de su
destino, de sí mismo.

Tres años en el país le habían conferido un mediano dominio de las lenguas nativas. Intentó algo. Dijo algunas
palabras que fueron comprendidas.

Entonces floreció en él una idea que tuvo por digna de su talento y de su cultura universal y de su arduo
conocimiento de Aristóteles. Recordó que para ese día se esperaba un eclipse total de sol. Y dispuso, en lo más
íntimo, valerse de aquel conocimiento para engañar a sus opresores y salvar la vida.

-Si me matáis -les dijo- puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura.

Los indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió la incredulidad en sus ojos. Vio que se produjo un
pequeño consejo, y esperó confiado, no sin cierto desdén.

Dos horas después el corazón de fray Bartolomé Arrazola chorreaba su sangre vehemente sobre la piedra de los
sacrificios (brillante bajo la opaca luz de un sol eclipsado), mientras uno de los indígenas recitaba sin ninguna
inflexión de voz, sin prisa, una por una, las infinitas fechas en que se producirían eclipses solares y lunares, que
los astrónomos de la comunidad maya habían previsto y anotado en sus códices sin la valiosa ayuda de
Aristóteles.
Isabel Allende – Walimai
El nombre que me dio mi padre es Walimai, que en la lengua de nuestros hermanos del norte quiere decir
viento. Puedo contártelo, porque ahora eres como mi propia hija y tienes mi permiso para nombrarme, aunque
sólo cuando estemos en familia. Se debe tener mucho cuidado con los nombres de las personas y de los seres
vivos, porque al pronunciarlos se toca su corazón y entramos dentro de su fuerza vital. Así nos saludamos como
parientes de sangre. No entiendo la facilidad de los extranjeros para llamarse unos a otros sin asomo de temor,
lo cual no sólo es una falta de respeto, también puede ocasionar graves peligros. He notado que esas personas
hablan con la mayor liviandad, sin tener en cuenta que hablar es también ser. El gesto y la palabra son el
pensamiento del hombre. No se debe hablar en vano, eso lo he enseñado a mis hijos, pero mis consejos no
siempre se escuchan. Antiguamente los tabúes y las tradiciones eran respetados. Mis abuelos y los abuelos de
mis abuelos recibieron de sus abuelos los conocimientos necesarios. Nada cambiaba para ellos. Un hombre con
una buena enseñanza podía recordar cada una de las enseñanzas recibidas y así sabía cómo actuar en todo
momento. Pero luego vinieron los extranjeros hablando contra la sabiduría de los ancianos y empujándonos
fuera de nuestra tierra: Nos internamos cada vez más adentro de la selva, pero ellos siempre nos alcanzan, a
veces tardan años, pero finalmente llegan de nuevo y entonces nosotros debemos destruir los sembrados,
echarnos a la espalda los niños, atar los animales y partir. Así ha sido desde que me acuerdo: dejar todo y echar
a correr como ratones y no como grandes guerreros y los dioses que poblaron este territorio en la antigüedad.
Algunos jóvenes tienen curiosidad por los blancos y mientras nosotros viajamos hacia lo profundo del bosque
para seguir viviendo como nuestros antepasados, otros emprenden el camino contrario. Consideramos a los que
se van como si estuvieran muertos, porque muy pocos regresan y quienes lo hacen han cambiado tanto que no
podemos reconocerlos como parientes.

Dicen que en los años anteriores a mi venida al mundo no nacieron suficientes hembras en nuestro
pueblo y por eso mi padre tuvo que recorrer largos caminos para buscar esposa en otra tribu. Viajó por los
bosques, siguiendo las indicaciones de otros que recorrieron esa ruta con anterioridad por la misma razón, y que
volvieron con mujeres forasteras. Después de mucho tiempo, cuando mi padre ya comenzaba a perder la
esperanza de encontrar compañera, vio a una muchacha al pie de una alta cascada, un río que caía del cielo. Sin
acercarse demasiado, para no espantarla, le habló en el tono que usan los cazadores para tranquilizar a su
presa, y le explicó su necesidad de casarse. Ella le hizo señas para que se aproximara, lo observó sin disimulo y
debió haberle complacido el aspecto del viajero, porque decidió que la idea del matrimonio no era del todo
descabellada. Mi padre tuvo que trabajar para su suegro hasta pagarle el valor de la mujer. Después de cumplir
con los ritos de la boda, los dos hicieron el viaje de regreso a nuestra aldea.

Yo crecí con mis hermanos bajo los árboles, sin ver nunca el sol. A veces caía un árbol herido y quedaba
un hueco en la cúpula profunda del bosque, entonces veíamos el ojo azul del cielo. Mis padres me contaron
cuentos, me cantaron canciones y me enseñaron lo que deben saber los hombres para sobrevivir sin ayuda, sólo
con su arco y sus flechas. De este modo fui libre. Nosotros, los Hijos de la Luna, no podemos vivir sin libertad.
Cuando nos encierran entre paredes o barrotes nos volcamos hacia adentro, nos ponemos ciegos y sordos y en
pocos días el espíritu se nos despega de los huesos del pecho y nos abandona. A veces nos volvemos como
animales miserables, pero casi siempre preferimos morir. Por eso nuestras casas no tienen muros, sólo un techo
inclinado para detener el viento y desviar la lluvia, bajo el cual colgamos nuestras hamacas muy juntas, porque
nos gusta escuchar los sueños de las mujeres y los niños y sentir el aliento de los monos, los perros y las lapas,
que duermen bajo el mismo alero. Los primeros tiempos viví en la selva sin saber que existía mundo más allá de
los acantilados y los ríos. En algunas ocasiones vinieron amigos visitantes de otras tribus y nos contaron rumores
de Boa Vista y de El Platanal, de los extranjeros y sus costumbres, pero creíamos que eran sólo cuentos para
hacer reír. Me hice hombre y llegó mi turno de conseguir una esposa, pero decidí esperar porque prefería andar
con los solteros, éramos alegres y nos divertíamos. Sin embargo, yo no podía dedicarme al juego y al descanso
como otros, porque mi familia es numerosa: hermanos, primos, sobrinos, varias bocas que alimentar, mucho
trabajo para un cazador.

Un día llegó un grupo de hombres pálidos a nuestra aldea. Cazaban con pólvora, desde lejos, sin destreza
ni valor, eran incapaces de trepar a un árbol o de clavar un pez con una lanza en el agua, apenas podían
moverse en la selva, siempre enredados en sus mochilas, sus armas y hasta en sus propios pies. No se vestían de
aire, como nosotros, sino que tenían unas ropas empapadas y hediondas, eran sucios y no conocían las reglas de
la decencia, pero estaban empeñados en hablarnos de sus conocimientos y de sus dioses. Los comparamos con
lo que nos habían contado sobre los blancos y comprobamos la verdad de esos chismes. Pronto nos enteramos
que éstos no eran misioneros, soldados ni recolectores de caucho, estaban locos, querían la tierra y llevarse la
madera, también buscaban piedras. Les explicamos que la selva no se puede cargar a la espalda y transportar
como un pájaro muerto, pero no quisieron escuchar razones. Se instalaron cerca de nuestra aldea. Cada uno de
ellos era como un viento de catástrofe, destruía a su paso todo lo que tocaba, dejaba un rastro de desperdicio,
molestaba a los animales y a las personas. Al principio cumplimos con las reglas de la cortesía y les dimos el
gusto, porque eran nuestros huéspedes, pero ellos no estaban satisfechos con nada, siempre querían más, hasta
que, cansados de esos juegos, iniciamos la guerra con todas las ceremonias habituales. No son buenos
guerreros, se asustan con facilidad y tienen los huesos blandos. No resistieron los garrotazos que les dimos en la
cabeza. Después de eso abandonamos la aldea y nos fuimos hacia el este, donde el bosque es impenetrable,
viajando grandes trechos por las copas de los árboles para que no nos alcanzaran sus compañeros. Nos había
llegado la noticia de que son vengativos y que por cada uno de ellos que muere, aunque sea en una batalla
limpia, son capaces de eliminar a toda una tribu incluyendo a los niños. Descubrimos un lugar donde establecer
otra aldea. No era tan bueno, las mujeres debían caminar horas para buscar agua limpia, pero allí nos
quedamos porque creímos que nadie nos buscaría tan lejos. Al cabo de un año, en una ocasión en que tuve que
alejarme mucho siguiendo la pista de un puma, me acerqué demasiado a un campamento de soldados. Yo
estaba fatigado y no había comido en varios días, por eso mi entendimiento estaba aturdido. En vez de dar
media vuelta cuando percibí la presencia de los soldados extranjeros, me eché a descansar. Me cogieron los
soldados. Sin embargo no mencionaron los garrotazos propinados a los otros, en realidad no me preguntaron
nada, tal vez no conocían a esas personas o no sabían que yo soy Walimai. Me llevaron a trabajar con los
caucheros, donde había muchos hombres de otras tribus, a quienes habían vestido con pantalones y obligaban a
trabajar, sin considerar para nada sus deseos. El caucho requiere mucha dedicación y no había suficiente gente
por esos lados, por eso debían traemos a la fuerza. Ése fue un período sin libertad y no quiero hablar de ello. Me
quedé solo para ver si aprendía algo, pero desde el principio supe que iba a regresar donde los míos. Nadie
puede retener por mucho tiempo a un guerrero contra su voluntad.

Se trabajaba de sol a sol, algunos sangrando a los árboles para quitarles gota a gota la vida, otros
cocinando el líquido recogido para espesarlo y convertirlo en grandes bolas. El aire libre estaba enfermo con el
olor de la goma quemada y el aire en los dormitorios comunes lo estaba con el sudor de los hombres. En ese
lugar nunca pude respirar a fondo. Nos daban de comer maíz, plátano y el extraño contenido de unas latas, que
jamás probé porque nada bueno para los humanos puede crecer en unos tarros. En un extremo del campamento
habían instalado una choza grande donde mantenían a las mujeres. Después de dos semanas trabajando con el
caucho, el capataz me entregó un trozo de papel y me mandó donde ellas. También me dio una taza de licor,
que yo volqué en el suelo, porque he visto cómo esa agua destruye la prudencia. Hice la fila, con todos los
demás. Yo era el último y cuando me tocó entrar en la choza, el sol ya se había puesto y comenzaba la noche,
con su estrépito de sapos y loros.

Ella era de la tribu de los Ila, los de corazón dulce, de donde vienen las muchachas más delicadas.
Algunos hombres viajan durante meses para acercarse a los Ila, les llevan regalos y cazan para ellos, en la
esperanza de conseguir una de sus mujeres. Yo la reconocí a pesar de su aspecto de lagarto, porque mi madre
también era una Ila. Estaba desnuda sobre un petate, atada por el tobillo con una cadena fija en el suelo,
aletargada, como si hubiera aspirado por la nariz el «yopo» de la acacia, tenía el olor de los perros enfermos y
estaba mojada por el rocío de todos los hombres que estuvieron sobre ella antes que yo. Era del tamaño de un
niño de pocos años, sus huesos sonaban como piedrecitas en el río. Las mujeres Ila se quitan todos los vellos del
cuerpo, hasta las pestañas, se adornan las orejas con plumas y flores, se atraviesan palos pulidos en las mejillas
y la nariz, se pintan dibujos en todo el cuerpo con los colores rojo del onoto, morado de la palmera y negro del
carbón. Pero ella ya no tenía nada de eso. Dejé mi machete en el suelo y la saludé como hermana, imitando
algunos cantos de pájaros y el ruido de los ríos. Ella no respondió. Le golpeé con fuerza el pecho, para ver si su
espíritu resonaba entre las costillas, pero no hubo eco, su alma estaba muy débil y no podía contestarme. En
cuclillas a su lado le di de beber un poco de agua y le hablé en la lengua de mi madre. Ella abrió los ojos y miró
largamente. Comprendí.

Antes que nada me lavé sin malgastar el agua limpia. Me eché un buen sorbo a la boca y lo lancé en
chorros finos contra mis manos, que froté bien y luego empapé para limpiarme la cara. Hice lo mismo con ella,
para quitarle el rocío de los hombres. Me saqué los pantalones que me había dado el capataz. De la cuerda que
me rodeaba la cintura colgaban mis palos para hacer fuego, algunas puntas de flechas, mi rollo de tabaco, mi
cuchillo de madera con un diente de rata en la punta y una bolsa de cuero bien firme, donde tenía un poco de
curare. Puse un poco de esa pasta en la punta de mi cuchillo, me incliné sobre la mujer y con el instrumento
envenenado le abrí un corte en el cuello. La vida es un regalo de los dioses. El cazador mata para alimentar a su
familia, él procura no probar la carne de su presa y prefiere la que otro cazador le ofrece. A veces, por desgracia,
un hombre mata a otro en la guerra, pero jamás puede hacer daño a una mujer o a un niño. Ella me miró con
grandes ojos, amarillos como la miel, y me parece que intentó sonreír agradecida. Por ella yo había violado el
primer tabú de los Hijos de la Luna y tendría que pagar mi vergüenza con muchos trabajos de expiación. Acerqué
mi oreja a su boca y ella murmuró su nombre. Lo repetí dos veces en mi mente para estar bien seguro pero sin
pronunciarlo en alta voz, porque no se debe mentar a los muertos para no perturbar su paz, y ella ya lo estaba,
aunque todavía palpitara su corazón. Pronto vi que se le paralizaban los músculos del vientre, del pecho y de los
miembros, perdió el aliento, cambió de color, se le escapó un suspiro y su cuerpo se murió sin luchar, como
mueren las criaturas pequeñas.

De inmediato sentí que el espíritu se le salía por las narices y se introducía en mí, aferrándose a mi
esternón. Todo el peso de ella cayó sobre mí y tuve que hacer un esfuerzo para ponerme de pie, me movía con
torpeza, como si estuviera bajo el agua. Doblé su cuerpo en la posición del descanso último, con las rodillas
tocando el mentón, la até con las cuerdas del petate, hice una pila con los restos de la paja y usé mis palos para
hacer fuego. Cuando vi que la hoguera ardía segura, salí lentamente de la choza, trepé el cerco del campamento
con mucha dificultad, porque ella me arrastraba hacia abajo, y me dirigí al bosque. Había alcanzado los
primeros árboles cuando escuché las campanas de alarma.
Toda la primera jornada caminé sin detenerme ni un instante. Al segundo día fabriqué un arco y unas
flechas y con ellos pude cazar para ella y también para mí. El guerrero que carga el peso de otra vida humana
debe ayunar por diez días, así se debilita el espíritu del difunto, que finalmente se desprende y se va al territorio
de las almas. Si no lo hace, el espíritu engorda con los alimentos y crece dentro del hombre hasta sofocarlo. He
visto algunos de hígado bravo morir así. Pero antes de cumplir con esos requisitos yo debía conducir el espíritu
de la mujer Ila hacia la vegetación más oscura, donde nunca fuera hallado. Comí muy poco, apenas lo suficiente
para no matarla por segunda vez. Cada bocado en mi boca sabía a carne podrida y cada sorbo de agua era
amargo, pero me obligué a tragar para nutrirnos a los dos. Durante una vuelta completa de la luna me interné
selva adentro llevando el alma de la mujer, que cada día pesaba más. Hablamos mucho. La lengua de los Ila es
libre y resuena bajo los árboles con un largo eco. Nosotros nos comunicamos cantando, con todo el cuerpo, con
los ojos, con la cintura, los pies. Le repetí las leyendas que aprendí de mi madre y de mi padre, le conté mi
pasado y ella me contó la primera parte del suyo, cuando era una muchacha alegre que jugaba con sus
hermanos a revolcarse en el barro y balancearse de las ramas más altas. Por cortesía, no mencionó su último
tiempo de desdichas y de humillaciones. Cacé un pájaro blanco, le arranqué las mejores plumas y le hice adornos
para las orejas. Por las noches mantenía encendida una pequeña hoguera, para que ella no tuviera frío y para
que los jaguares y las serpientes no molestaran su sueño. En el río la bañé con cuidado, frotándola con ceniza y
flores machacadas, para quitarle los malos recuerdos.

Por fin un día llegamos al sitio preciso y ya no teníamos más pretextos para seguir andando. Allí la selva
era tan densa que en algunas partes tuve que abrir paso rompiendo la vegetación con mi machete y hasta con
los dientes, y debíamos hablar en voz baja, para no alterar el silencio del tiempo. Escogí un lugar cerca de un hilo
de agua, levanté un techo de hojas e hice una hamaca para ella con tres trozos largos de corteza. Con mi cuchillo
me afeité la cabeza y comencé mi ayuno.

Durante el tiempo que caminamos juntos la mujer y yo nos amamos tanto que ya no deseábamos
separarnos, pero el hombre no es dueño de la vida, ni siquiera de la propia, de modo que tuve que cumplir con
mi obligación. Por muchos días no puse nada en mi boca, sólo unos sorbos de agua. A medida que las fuerzas se
debilitaban ella se iba desprendiendo de mi abrazo, y su espíritu, cada vez más etéreo, ya no me pesaba como
antes. A los cinco días ella dio sus primeros pasos por los alrededores, mientras yo dormitaba, pero no estaba
lista para seguir su viaje sola y volvió a mi lado. Repitió esas excursiones en varias oportunidades, alejándose
cada vez un poco más. El dolor de su partida era para mí tan terrible como una quemadura y tuve que recurrir a
todo el valor aprendido de mi padre para no llamarla por su nombre en voz alta atrayéndola así de vuelta
conmigo para siempre. A los doce días soñé que ella volaba como un tucán por encima de las copas de los
árboles y desperté con el cuerpo muy liviano y con deseos de llorar. Ella se había ido definitivamente. Cogí mis
armas y caminé muchas horas hasta llegar a un brazo del río. Me sumergí en el agua hasta la cintura, ensarté
un pequeño pez con un palo afilado y me lo tragué entero, con escamas y cola. De inmediato lo vomité con un
poco de sangre, como debe ser. Ya no me sentí triste. Aprendí entonces que algunas veces la muerte es más
poderosa que el amor. Luego me fui a cazar para no regresar a mi aldea con las manos vacías.
Mario Benedetti – Un Padrenuestro Latinoamericano

Padre nuestro que estás en los cielos en el pájaro que fecunda a la pájara
con las golondrinas y los misiles en los cancilleres que murmullan yes sir
quiero que vuelvas antes de que olvides en cada mano que se convierte en puño
cómo se llega al sur de Río Grande claro no estoy seguro si me gusta el estilo
Padre nuestro que estás en el exilio que tu voluntad elige para hacerse
casi nunca te acuerdas de los míos lo digo con irreverencia y gratitud
de todos modos dondequiera que estés dos emblemas que pronto serán la misma cosa
santificado sea tu nombre lo digo sobre todo pensando en el pan nuestro
no quienes santifican en tu nombre de cada día y de cada pedacito de día
cerrando un ojo para no ver las uñas ayer nos lo quitaste
sucias de la miseria dánosle hoy
en agosto de mil novecientos sesenta o al menos el derecho de darnos nuestro pan
ya no sirve pedirte no sólo el que era símbolo de Algo
venga a nos el tu reino sino el de miga y cáscara
porque tu reino también está aquí abajo el pan nuestro
metido en los rencores y en el miedo ya que nos queda pocas esperanzas y deudas
en las vacilaciones y en la mugre perdónanos si puedes nuestras deudas
en la desilusión y en la modorra pero no nos perdones la esperanza
en esta ansia de verte pese a todo no nos perdones nunca nuestros créditos
cuando hablaste del rico a más tardar mañana
la aguja y el camello saldremos a cobrar a los fallutos
y te votamos todos tangibles y sonrientes forajidos
por unanimidad para la Gloria a los que tienen garras para el arpa
también alzó su mano el indio silencioso y un panamericano temblor con que se enjugan
que te respetaba pero se resistía la última escupida que cuelga de su rostro
a pensar hágase tu voluntad poco importa que nuestros acreedores perdonen
sin embargo una vez cada tanto así como nosotros
tu voluntad se mezcla con la mía una vez
la domina por error
la enciende perdonamos a nuestros deudores
la duplica todavía nos deben como un siglo
más arduo es conocer cuál es mi voluntad de insomnios y garrote
cuándo creo de veras lo que digo creer como tres mil kilómetros de injurias
así en tu omnipresencia como en mi soledad como veinte medallas a Somoza
así en la tierra como en el cielo siempre como una sola Guatemala muerta
estaré más seguro de la tierra que piso no nos dejes caer en la tentación
que del cielo intratable que me ignora de olvidar o vender este pasado
pero quién sabe o arrendar una sola hectárea de su olvido
no voy a decidir ahora que es la hora de saber quiénes somos
que tu poder se haga o se deshaga y han de cruzar el río
tu voluntad igual se está haciendo en el viento el dólar y su amor contrarrembolso
en el Ande de nieve arráncanos del alma el último mendigo
y líbranos de todo mal de conciencia amén

Rubén Patagonia – AMUTUY


Ahí están festejando Fue el color de la piel Sometiendo a mi raza

La conquista de ayer Amutuy Soledad, En el nombre de Dios

Con mi propia bandera Que mi hermano me Con qué ley me juzgaron

Me robaron la fe arrincona, sin piedad Por culpable de qué

Los del Remintong antes Vámonos que el alambre

Y sus leyes después y el fiscal pueden más De ser libre en mi tierra

Pisotearon mis credos Amutuy sin mendigar O ser indio tal vez,

Y mi forma de ser Ahí están festejando Qué conquista festejan

Me impusieron cultura Los del sable y la cruz Que no puedo entender

Y este idioma también Como me despojaron Amutuy Amutuy Amutuy

Lo que no me impusieron Sin ninguna razón Vámonos sin mendigar


Pedro Orgambide – Los Otros

“No es verdad; no existen otros hombres más allá de las piedras y la nieve”. El joven calla, por temor a contrarias al
anciano, al que conoce los signos de las cosas. Teme que lo arrojen de allí, que lo aparten del calor de la mujer y de la
luz de las hogueras. El vio-dijo-las figuras de los otros. “No hay otros”. “No, no hay”. Hay un vuelo de albatros que
planea donde termina el mundo. “es verdad, siempre fue así”. Los hombres de la tribu ríen alrededor del fuego. Nadie
quiere hundirle el arpón de hueso en la garganta. Solo que no debe soñar (mentir) con los ojos abiertos. Acata el
joven la decisión, olvida lo que vio o creyó ver esa mañana: al animal que venia del mar. “Como una ballena. No;
como una tortuga con penachos blancos. Como un caracol que flotaba en las aguas. O un árbol vacío con los
hombres adentro.” Se arrepiente y en señal de obediencia se arroja al suelo y se hunde su cara en la ceniza.

Pero esa noche no puede dormir y tiembla bajo la piel que le sirve de casa y de vestido. Se abstiene de mirar al fuego,
las llamas engañosas que calientan la cabeza y llenan los ojos de visiones. Se empeña en la tarea de olvidar.
Mañana-se promete- irá hasta la playa de piedra. “No habrá dioses.”

Solo la finitud de los animales que se pudren en la costa.

Ellos están allí. Los ve desembarcar, posar la tierra que antes fue de la Luna y antes del sol y antes del relámpago.
Son hombres pequeños y hablan con voces que no entiende que se desgarran en el aire como el chillido de los
grandes pájaros. Clavan un palo en la tierra. El joven no conoce la cruz y no sabe que ese día, tan remoto como el
sueño, terminará el ciclo del albatros. Los intrusos se arrodillan sobre las piedras. No puede moverse. Clavado como
la cruz, asiste al rito de los otros. Observa como los rostros de ceniza murmuran sus oraciones y conjuros. Intuye,
quizá, la fe extranjera y la plegaria. El mundo ha quedado inmóvil, como él.

Como el eclipse (aunque el sol brilla en lo alto). Los lobos marinos se agitan enloquecidos y se juntan en una sola
masa gris, mientras los intrusos-los dioses- continúan su rezo. Sueña, tal vez. En vano trata de mover sus piernas, de
escapar de esa visión que no le pertenece, que el anciano negará condenándolo al ostracismo. “sueño-se dice-
miento. Nada es verdad”.

Solo los viejos cuentan las historias del mundo. A los jóvenes les está vedada esa tarea y también las mujeres. Solo los
ancianos. Los que escarban en la memoria como los chicos en las entrañas de los animales muertos. Se entristece al
comprobar que desobedece la ley, que está contando su propia historia lejos de la tribu, muy lejos de las hogueras
donde los suyos se reúnen. Si regresa, lo sabe, pagará la osadía. Pero regresará, dirá lo que ha visto: que hay dioses
que vienen del mar, dioses con rostros de ceniza, con pelos en la cara, vestidos con caparazones de tortugas que
brillan al sol.

“Yo contaré la historia” se envanece el que mira. Cambiaré así la humillación de haber perdido la presa, cuando los
cazadores, más hábiles que él, llevaron alimento a la tribu. No tendrá que luchar con los otros para ejercitar sus
músculos ni apartarse como las mujeres en los días que sangran. Será el primero que diga lo que vio, el primero en
hablar con los dioses. Trata de arrodillarse, como ellos. Confunde al albatros con un ángel. Pero las piernas se
resisten. Una antigua, olvidada dignidad, lo mantiene erguido aun. Cierra los ojos. Quiere creer que sueña lo que
mira, que volverá a la tribu, que olvidara, que será el cazador que no pierde su presa, el joven pescador que, con las
manos, arrebata un pez al remolino de las aguas.

Un grito, un idioma de animales en celo, un chillido de gaviotas sobre el guano, sube desde la costa. Los hombres-los
dioses- corren hacia el con sus caparazones y sus caras con pelos y ceniza y entonces comprende que debe huir y
echar a correr sobre las piedras. Aúlla como un lobo.
Será por eso que el italiano fantasioso que va en la expedición lo dibujara después con cara de perro, le inventará
una historia, una leyenda, un cuerpo de gigante. Dirá que lo ha visto danzar alrededor de las hogueras en la tierra del
hielo. Más prosaico, un ex convicto de la Península, correrá detrás del indio, excitado por tener un enemigo, por ser
alguien en el universo dejado de la mano de Dios. Es él quien contará la historia, no el indio. El indio es el animal que
corre, espantado entre las piedras y el mar.

El español dispara su arcabuz.

Aliviado, casi feliz en su certidumbre, el hombre que vio a los dioses en la Tierra del Fuego, se derrumba, por fin, en el
olvido.

Indiferente, un albatros planea donde termina el mundo.


Ariruma Kowii – El Lenguaje de las Estrellas
El Sol y la Luna tuvieron doce hijos, seis mujeres: Taiwa, Pawak, Shawa, Tiyaylli, Warawa, Tsaiwa; y seis varones:
Apauki, Uniwa, Iwa, Jallka, amayami; que les gustaba cantar, bailar, conversar. Así, unos en el día otros en la noche,
formando círculos o media lunas, conversaban con la gente que les rodeaba. Dicen que las estrellas eran muy
alegres, que las personas se contagiaban de su entusiasmo y energía, que por esa razón, la gente canta cuando
trabaja, danza cuando está satisfecha con su trabajo, conversa para ahuyentar la soledad y solidarizarse con los
demás. En este sentido, antiguamente los Yayas decían que mantener alegre el espíritu era la principal garantía del
desarrollo y bienestar de la comunidad.

Dicen que un día Inti Tayta, Pura Mama y sus hijos estuvieron muy enfermos y tuvieron que retornar junto a su padre
Pachakamak Desde entónces no han vuelto, pero su energía, su alegría, sus cantos, sus diálogos se transmiten en
cada parpadeo de las estrellas y en el brillo de los luceros; que por esa razón los Yayas conocen el lenguaje de las
estrellas, dialogan con ellas y saben en que momento se debe sembrar, saben determinar con precisión los días y los
meses que transitan en este estrecho camino del tiempo.
Cristóbal Colon – Diario de viaje

Puestos en tierra vieron árboles muy verdes y aguas muchas y frutas de diversas maneras. El Almirante llamó a los
dos capitanes y a los demás que saltaron en tierra, y a Rodrigo de Escovedo, escribano de toda el armada, y a
Rodrigo Sánchez de Segovia, y dijo que le diesen por fe y testimonio cómo él por ante todos tomaba, como de hecho
tomó, posesión de la dicha isla por el Rey e por la Reina sus señores, haciendo las protestaciones que se requerían,
como más largo se contiene en los testimonios que allí se hicieron por escrito. Luego se ayuntó allí mucha gente de la
isla. Esto que se sigue son palabras formales del Almirante en su libro de su primera navegación y descubrimiento de
estas Indias. «Yo», dice él, «porque nos tuviesen mucha amistad, porque conocí que era gente que mejor se libraría y
convertiría a nuestra santa fe con amor que no por fuera, les di a algunos dellos unos bonetes colorados y unas
cuentas de vidrio que se ponían al pescuezo, y otras cosas muchas de poco valor, con que o vieron mucho placer y
quedaron tanto nuestros que era maravilla. Los cuales después venían a las barcas de los navíos adonde nos
estábamos, nadando, y nos traían papagayos y hilo de algodón en ovillos y azagayas y otras cosas muchas, y nos las
trocaban por otras cosas que nos les dábamos, como cuentecillas de vidrio y cascabeles. En fin, todo tomaban y
daban de aquello que tenían de buena voluntad, mas me pareció que era gente muy pobre de todo. Ellos andan
todos desnudos como su madre los parió, y también las mujeres, aunque no vida más de una faroto moca, y todos los
que yo vi eran todos mancebos, que ninguno vida de edad de más de XXX años, muy bien hechos, de muy ferrosos
cuerpos y muy buenas caras, los cabellos gruesos cuasi como sedas de cola de caballo e cortos. Los cabellos traen por
encima de las cejas, salvo unos pocos detrás que traen largos, que jamás cortan. Dellos se pintan de prieto, y dellos
son de la color de los canarios, ni negros ni blancos, y dellos se pintan de blanco y dellos de colorado y dellos de lo
que fallan; y dellos se pintan las caras, y dellos todo el cuerpo, y dellos solos los ojos, y dellos solo el nariz. Ellos no
traen armas ni las cognoscente, porque les amostré espadas y las tomaban por el filo y se cortaban con ignorancia.
No tienen algún fierro; sus azagayas son unas varas sin fierro y algunas de ellas tienen al cabo un diente de pece, y
otras de otras cosas. Ellos todos a una mano son de buena estatura de grandeza y buenos gestos, bien hechos. Yo
vide algunos que tenían señales de feridas en sus cuerpos, y les hice señas qué era aquello, y ellos me amostraron
cómo allí venían gente de otras islas que estaban acerca y les querían tomar y se defendían. Y yo creí e creo que aquí
vienen de tierra firme a tomados por captivos. Ellos deben ser buenos servidores y de buen ingenio, que veo que muy
presto dicen todo lo que les decía. Y creo que ligeramente se harían cristianos, que me pareció que ninguna secta
tenían. Yo placiendo a Nuestro Señor llevaré de aquí al tiempo de mi partida seis a Vuestras Altezas para que
deprendan fablar. Ninguna bestia de ninguna manera vide, salvo papagayos en esta isla. Todas son palabras del
Almirante.

You might also like