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SIGNIFICADO DEL BICENTENARIO (IX).

José Fernando Ocampo T. Bogotá, julio 18 de 2010

1810: el siglo XIX preservó la independencia

Colombia fue plenamente independiente durante el siglo XIX. El país no perdió lo que había
ganado el 7 de agosto de 1819, a pesar de los peligros y las amenazas de reconquista provenientes
desde Europa. Ninguna potencia extranjera retomó el control colonial que había dejado España.
Tenía el país que definir y defender sus límites nacionales. Era necesario transformar la
organización colonial. Se imponía la necesidad de una organización estatal. Hacía falta una
economía interna. Había que unificar las constituciones regionales y adoptar una de carácter
nacional. Sin una condición definida de Estado, resultaba imposible hablar de gobierno y de leyes.
A dos siglos de distancia toda esta organización de país hoy se da por descontada. En ese
momento era crucial. Entonces emergieron aquellas concepciones que habían permanecido
subterráneas o apaciguadas en la lucha por la independencia y proliferaron los conflictos.
Rápidamente fue descartada la alternativa monárquica propiciada por Bolívar y Urdaneta. Y de
entrada se planteó como un elemento fundamental la relación del Estado recién fundado con la
Iglesia Católica, cuyas raíces provenían de la Colonia. A medida que fueron aflorando las
contradicciones y fueron fundamentándose las distintas posiciones frente a la dirección del Estado
y a la estructuración económica del país, aparecieron los partidos políticos, el Partido Liberal y el
Partido Conservador, cada uno de ellos con posiciones ideológicas que definirían el rumbo
nacional en medio de luchas políticas y guerras civiles.

Un elemento fundamental de la nueva Nación fue el económico. Debería haber tenido prioridad el
impulso de la industrialización que tomaba auge en Europa. Para ello se requerían
transformaciones fundamentales en la agricultura y en la economía artesanal, porque dependía de
una acumulación de capital que no existía en el país y de la división del trabajo que significaba el
desarrollo de una clase proletaria, libre de la propiedad privada de medios de producción propia
de la artesanía. Tomás Cipriano de Mosquera entendió que para ello era necesaria la
transformación radical de la propiedad agraria y, para ello, expropió las tierras amortizadas de la
Iglesia que consideraba el obstáculo fundamental para una reforma agraria. Para la acumulación
de capital, sin la cual resultaba imposible una inversión en industria capitalista, se imponía abrirle
el paso al libre mercado, en ese momento histórico el medio expedito para lograrla. Mosquera,
con su ministro Florentino González, rompió la oposición del artesanado, enemigo de la
transformación industrial y abrió paso a la acumulación con base en la liberación del comercio. Los
avatares procelosos del período de la política radical entre 1863 y 1880, se convirtieron en un
obstáculo para la consecución de resultados económicos deseables. El advenimiento de la
Regeneración dirigido por Rafael Núñez y Miguel Antonio Caro condujo el país a un estancamiento
económico de medio siglo. La industrialización del país se retrasó y vino a desarrollarse en
condiciones ya muy desfavorables. A Núñez le aterrorizaba un posible surgimiento del
proletariado industrial al que había visto organizarse por toda Europa en sindicatos y huelgas por
mejores condiciones de vida.

La alianza política que había logrado Bolívar en la lucha independentista entre enciclopedistas,
partidarios de la Revolución francesa, demócratas radicales de modelo estadounidense,
monárquicos, católicos fundamentalistas, católicos progresistas, se volvió pedazos una vez la
Nación tomó su marcha. Quizás ninguna contradicción tan aguda como la religiosa, demarcada por
los intereses económicos de la Iglesia, de los terratenientes y el campesinado. Ni siquiera la carta
de Mosquera a Pio IX explicándole el sentido de su reforma agraria y manifestándole su condición
de católico, lograron impedir su excomunión y la rebelión del Partido Conservador, de los obispos
y de los párrocos por todo el país contra la desamortización de las tierras. ¿No fue acaso producto
de ello la rebelión del Partido Conservador en la guerra de 1876 contra la reforma educativa de los
radicales, cuyos seguidores organizaron los ejércitos con títulos de santos y denominaciones de la
Virgen, en una especie de guerra santa? Toda ese levantamiento condujo al triunfo de Núñez, a su
alianza con el sector fundamentalista del Partido Conservador dirigido por Caro, a la Constitución
del 86, al Concordato con la Iglesia, sobre la base de la recuperación de las tierras, del control
absoluto sobre la educación y, por supuesto, sobre la bendición al matrimonio de Núñez con
Soledad Román. Núñez derrotó al Partido Liberal en la guerra del 85, lo redujo a la mínima
expresión con la ayuda decidida de Caro, impuso un régimen dictatorial y llevó la economía a un
estancamiento secular. Un punto estratégico le dio el triunfo: su oposición fundamental contra el
federalismo de los radicales heredado de la Constitución de Rionegro.

Una nota sobre la educación. Cada vez que la política tomó un rumbo contrario al anterior, un
sector que sufrió de inmediato, fue el educativo. La secularización de la educación de Santander
enfrentó todo tipo de embates, fue desmontada y vuelta a establecer una y otra vez. Entre el
carácter secular y el control religioso siempre tuvo sus efectos cada guerra y cada gobierno de
régimen político contradictorio. La última fue la ya mencionada reforma de 1870 de los radicales
liberales. Con la Constitución del 86, el Concordato y la hegemonía de la Iglesia Católica, sucumbió
y no vino sino a liberarse de amarras concordatarias hasta avanzada la segunda mitad del siglo XX.
Contra el control ejercido por la Iglesia durante la Colonia vino la reforma de Santander; contra los
ires y venires de cada control político surgió la reforma de los radicales; contra el carácter secular
Núñez impuso el control eclesiástico por casi un siglo. La educación siempre constituyó un foco de
lucha y enfrentamiento entre el Partido Liberal y el Partido Conservador.

De todas maneras, entre 1819 y 1903, la soberanía nacional ganada con la lucha de independencia
que se inició el 20 de julio de 1810, se conservó incólume.
SIGNIFICADO DEL BICENTENARIO(X)

José Fernando Ocampo T.

La pérdida de Panamá en 1903, una tragedia histórica

La pérdida de Panamá fue la tragedia más grande de la historia nacional. Cien años después ya no
sentimos lo que significó aquella desmembración. Panamá lleva más de cien años como nación
separada de Colombia. Pero su separación tiene que ver con el tema central de la conmemoración
de 1810 y de la independencia nacional. Significa un punto de quiebre en las relaciones de
Colombia con Estados Unidos y determina una modificación sustancial en el carácter de la nación
norteamericana, cuando asciende al escenario de la lucha por la hegemonía mundial. Estados
Unidos carece en ese momento de colonias y, para competir en el mundo como potencia, se abre
camino principalmente en América Latina, gracias al poderío de su capital financiero, pero no
pocas veces mediante intervenciones directas de sus fuerzas de ocupación y de apoyo a las
dictaduras militares del continente hasta la segunda mitad del siglo XX cuando se convierte en la
primera potencia militar de la historia. Fue con ella, y no con Panamá, con la que negoció el
gobierno colombiano de Carlos E. Restrepo la entrega de Panamá en el tratado Urrutia-Thompson
de 1914.

Al menos ocho personajes que eran o llegarían a ser presidentes tuvieron que ver en la
traición que condujo a la pérdida de Panamá. José Manuel Marroquín y Rafael Reyes son los
principales, el primero porque miró pasivamente el atraco, y el segundo porque eludió su
responsabilidad de retomar el Istmo con el ejército como se lo ordenó el Congreso y se lo exigió la
protesta popular. Pero están también, José Vicente Concha, embajador en Washington que no
protestó el atentado por consideraciones diplomáticas; Pedro Nel Ospina, miembro de la comisión
Reyes que fue a mendigar la devolución a los traidores panameños; Marco Fidel Suárez,
negociador del Tratado definitivo Urrutia-Thompson que terminó señalando a Estados Unidos
como la “estrella polar” hacia la que debía orientarse este país; Miguel Abadía Méndez, ministro
de guerra del impávido Marroquín; y Jorge Holguín y Ramón González Valencia, negociadores de la
devolución de Panamá y del Tratado Urrutia-Thompson, respectivamente. Esta historia lamentable
de los presidentes está por escribirse.

Estos son los presidentes, pero faltan los políticos. En la tragedia de Panamá la historia
pudo ser diferente. Si el jefe del liberalismo Benjamín Herrera no se rinde en Panamá en 1902
cuando estaba ganando la guerra contra el régimen conservador; o si el ejército colombiano en
Panamá defiende los intereses de la Nación; o si Reyes, como general en jefe del ejército, cumple
la misión de dirigirlo para marchar sobre el Istmo; o si los negociadores plenipotenciarios de
Colombia no entregan la soberanía en el tratado Herrán-Hay; lo más seguro es que Panamá
hubiera seguido siendo parte del territorio patrio. La principal equivocación del Gobierno
colombiano fue considerar que había que entregar el canal a cualquier precio a Estados Unidos,
aún a costa de la soberanía territorial. Sin embargo, dos personajes son especialmente
responsables de prolongar esa traición, Guillermo Valencia y Rafael Uribe Uribe. Ambos fueron
enviados como delegados a la Conferencia Panamericana de Río de Janeiro en 1906, sólo a tres
años del despojo. Ni protestaron allí por la presencia de Estados Unidos, ni utilizaron la diplomacia
para unir a los latinoamericanos en la defensa de la soberanía colombiana, ni dejaron constancia
alguna por el atentado cometido. Al contrario. El informe oficial de la delegación firmado por
Uribe Uribe termina declarando su “amor” a la delegación estadounidense: “Contra los
pronósticos pesimistas de muchos que auguraban una política egoísta, absorbente e imperiosa de
los Estados Unidos de América en el seno de la Conferencia; contra el deseo acaso de los que en
muchas partes la anhelaban, para salir verídicos en sus afirmaciones antiyanquistas, la conducta
de los representantes de la república del Norte, ha sido inspirada en su conjunto como en el más
insignificante de sus detalles, por el más elevado, noble y desinteresado amor al bienestar común.
Por ninguna parte ha aparecido la más leve insinuación de imperio, el menor gesto de desdén
hacia una nación débil, la más insignificante tendencia a beneficiarse desde el punto de vista
comercial, con algún acto impuesto a la asamblea. Dando un hermoso ejemplo del más puro
sentimiento republicano, nos han tratado a todos en el mismo pie de igualdad, han hecho uso de
una exquisita tolerancia, y en casos en que habrían podido tomar iniciativas incontrastables, han
preferido adherir modestamente a las fórmulas de conciliación. El gran trust panamericano,
predicho por algunos, no ha aparecido por ninguna parte. La delegación americana ha dado esta
vez el inesperado espectáculo de hacerse amar irresistiblemente, aun de sus adversarios
naturales.” (Uribe Uribe, Por América del Sur, Biblioteca de la Presidencia de Colombia, Editorial
Kelly, 2 vols, Bogotá, 1955, t. I, pag. 135). Como premio, el gobierno de Carlos E. Restrepo lo
nombraría negociador del fatídico tratado Urrutia-Thompson de 1914 y ese mismo año caería
asesinado en la carrera séptima de Bogotá.

Pero muchos colombianos defendieron a Panamá con valentía y consecuencia. Hay que
hacer honor a Juan Bautista Pérez y Soto, panameño y senador, que luchó sin descanso contra los
gobiernos de Marroquín y Reyes por su traición; a Oscar Terán, panameño y representante a la
Cámara, autor de la mejor obra sobre la pérdida de Panamá; a Miguel Antonio Caro que hizo una
defensa impecable de los derechos de Colombia sobre Panamá en el Congreso de 1903; a los
senadores que improbaron el Tratado Herrán-Hay; a los miembros de la sociedad La Integridad
Colombiana fundada por Fabio Lozano Torrijos para defender la soberanía de Colombia sobre
Panamá; a la Asamblea de Panamá que votó en contra de la separación; al general Diego Ortiz con
su contingente listo en la aldea chocoana de Titumate a recuperar por tierra el territorio perdido;
a los indígenas de San Blas en Panamá que se unieron al ejército de Titumate; a Diego Mendoza,
nombrado embajador en Washington por Reyes, pero destituido y perseguido por defender los
intereses colombianos. Y también honor a los 100.000 voluntarios que se alistaron en el ejército
de liberación; a Pedro A. Cuadrado y Eleazar Guerrero, prefecto y alcalde de Colón que se negaron
a colaborar con los nuevos amos; y al pueblo de Bogotá que se amotinó contra Marroquín; y a los
de Barranquilla y Magangué que se levantaron a su paso contra todos los traidores: Pompilio
Gutiérrez (general de la República que prefirió seguir a Cuba por unos novillos y no dirigir la tropa
acantonada en Colón); Cortés (delegado por Reyes para firmar el tratado Cortés-Rooth); Vásquez
Cobo (que como ministro de guerra de Marroquín persiguió a los manifestantes y buscó al
delegado gringo a su paso por Barranquilla para congraciarse con él); Antonio José Uribe, Suárez y
Uribe Uribe (negociadores del tratado Urrutia-Thompson que negociaron a Panamá por 25
millones de dólares y la entrega del subsuelo petrolero). El movimiento popular por la traición que
sobrevivió a los gobiernos de Reyes, Concha, Suárez y Ospina, logró aplazar la aprobación de la
entrega de Panamá hasta 1924, fecha de su reconocimiento como nación independiente.

Ya Panamá no es Colombia. Pero su robo por Estados Unidos inicia la historia de un país
que se convirtió de vanguardia de la revolución democrática en 1784 con su independencia de
Inglaterra, en un imperio que impone su hegemonía con el capital y la fuerza de las armas por
todo el mundo. Y en Colombia, su pérdida progresiva de soberanía durante el último siglo.

SIGNIFICADO DEL BICENTENARIO (XI)

Por José Fernando Ocampo T.

¿Y la independencia en la primera mitad del siglo veinte?

El robo de Panamá por Estados Unidos dividió en dos la historia moderna de Colombia, como lo
había hecho un siglo antes la independencia de España. Todos los detalles de este acontecimiento
trascendental para la historia contemporánea así lo prueban. De ahí en adelante el problema de la
soberanía se convierte en la piedra de toque del devenir histórico nacional. Cada acontecimiento
fundamental del último siglo queda referido a la preservación o no de la independencia,
conquistada en 1819 y sostenida hasta 1903. La construcción de la economía, la estructura
política, las reformas constitucionales, los conflictos internacionales, el desarrollo social, las
ideologías, apuntan a una relación fundamental, la de la entidad de Colombia como Nación
independiente. Primero fue la conclusión del conflicto sobre el canal. Segundo fue la
modernización de la economía. Tercero fue la explotación de los recursos nacionales. Cuarto fue el
conflicto mundial contra el fascismo. Quinto fue la contradicción antagónica entre el Partido
Liberal y Conservador a punto de guerra civil. Pero lo que determina y define la independencia y la
soberanía desde entonces, es la relación de Colombia con Estados Unidos. Y así es para toda
América Latina.

Teodoro Roosevelt fue quien definió el carácter de Estados Unidos en el siglo XX. Al incluirle un
corolario a la Doctrina Monroe, el Corolario Roosevelt, según el cual se destinaba a proteger los
ciudadanos y los negocios de los estadounidenses en el hemisferio, ya no constituía una defensa
de los americanos contra la reconquista europea, sino la constitución de una América para los
norteamericanos. Hubo otro Roosevelt, Franklin Delano, quien con la política del buen vecino,
intervino lo mismo que los presidentes anteriores, Taft, Wilson y Hoover. Se tomaron a Cuba,
instalaron allí a Batista—al que Roosevelt llamaría “esa figura extraordinariamente brillante y
hábil”—en República Dominicana a Trujillo, en Nicaragua a Somoza, invadieron a México en 1914
y 1920, tramaron el asesinato de Sandino, apoyaron las dictaduras de Venezuela, Argentina, Chile
y Brasil y convirtieron a Haití en un protectorado. Fueron más de veinte intervenciones directas
antes de la Segunda Guerra Mundial. Esgrimieron todos los motivos imaginables. Pasaron del
argumento de la seguridad nacional al de la defensa contra el fascismo de Mussolini y Hitler.
Combinaron las intervenciones directas con la adecuación de las economías latinoamericanos a las
necesidades de la importación de capital. Para ello utilizaron la misión Kemmerer por varios países
de América Latina—dos veces en Colombia—para estructurar las economía a las necesidades del
capital financiero estadounidense. El mismo Franklin D. Roosevelt lo confesaba: "Los bancos de
New York, ayudados por los viajes del Profesor Kemmerer a varias repúblicas, obligaron a la
mayoría de éstas a aceptar empréstitos innecesarios a tipos exorbitantes de interés y pagando
fuertes comisiones." Colombia tendría que declarar una moratoria de la deuda por menos de
doscientos millones de dólares que puso al país en peligro de una invasión por presiones de los
Tenedores de Bonos Extranjeros de Estados Unidos. A eso se le llamó la “danza de los millones”,
en lo que terminó la fórmula de Kemmerer. En estas condiciones, sólo nos libraría de una invasión
la crisis económica del país del Norte.

Colombia se sometió a la estrategia expansionista de Estados Unidos de 1903 a 1942. Entregada


Panamá sin pena ni gloria por veinticinco millones de dólares, cada uno de los gobiernos siguientes
se orientó a buscar la mejor adecuación del país al ingreso del capital estadounidense en todas las
formas. Estados Unidos buscaba comercio de mercancías, exportación de capitales, materias
primas y petróleo. El presidente Suárez definió la política exterior con su famoso “Respice
Polum”—miremos hacia ese país del Norte que nos llenará de beneficios. Pedro Nel Ospina
iniciaría la famosa “danza de los millones” con la bolsa de Nueva York dirigida a una
modernización adecuada a las necesidades de inversión norteamericana. Abadía Méndez
defendería a la bananera United Fruit Company contra los trabajadores pagados con sueldos
miserables. Olaya negociaría desde su embajada de ocho años en Washington la entrega del
petróleo. López Pumarejo mejoraría aún más las condiciones de las petroleras y firmaría el primer
tratado de Comercio con Estados Unidos en 1935 que atentaba contra la incipiente industria
nacional, a cambio de unos centavos en el precio del café. López se ajustó a la medida de los
tratados de comercio definidos por la Ley de Convenios Comerciales aprobada por el Congreso de
Estados Unidos en 1934, a la que de inmediato se ajustarían también Cuba, Brasil y Argentina.
Colombia le dio el tratamiento de “nación más favorecida”, redujo al mínimo las tarifas aduaneras
a los productos estadounidenses y liberó los impuestos proteccionistas de los productos
exportados. No sería sino el ingreso de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial en 1942 lo
que impediría el funcionamiento pleno del Tratado. Pero en 1949 el ministro de hacienda de
Ospina Pérez, Hernán Jaramillo Ocampo, declararía nulo este tratado por considerarlo depredador
de la economía nacional.

Colombia no sufrió exclusivamente el embate de Estados Unidos por actos de intervención directa
y de dominación económica. El sector del Partido Conservador dirigido por Laureano Gómez se
convirtió en un defensor de las ideas fascistas de moda en Europa desde el ascenso al poder de
Mussolini en Italia después de la Primera Guerra Mundial. A Gómez le tocó el ascenso de Hitler
siendo embajador en Alemania y quedó fascinado con las ideas del nacional socialismo.
Rápidamente el fascismo se expandió por Europa: Austria, Hungría, Polonia, Rumania, Bulgaria,
Grecia y llegaría al Japón. Y en América Latina tomaría fuerza en Brasil, Argentina, Paraguay y
Chile. El periódico El Siglo asumió el papel de promotor del fascismo europeo. El Partido
Conservador quedó dividido entre los fascistas y los pronoteamericanos. Ese fue el
enfrentamiento entre Gómez y Mariano Ospina Pérez. Y de allí surgieron las amenazas del
laureanismo contra los gobiernos de López Pumarejo, de intentos de guerra civil, que terminarían
en la renuncia de López en 1945. Allí se pueden encontrar las raíces del enfrentamiento del
Partido Liberal contra el gobierno de Laureano Gómez en 1950, de carácter corporativista,
militarismo, poder absoluto, arbitrariedad, antiparlamento y personalista.

En estas condiciones estalló la Segunda Guerra Mundial en 1939. Pero Estados Unidos no entró
sino después del ataque de Japón a Pearl Harbor en 1942. América Latina se dividió entre los
países que apoyaban a los aliados en la guerra y los que defendían la neutralidad exigida por
Alemania. Contra la férrea oposición del fascismo criollo, el presidente Eduardo Santos alineó el
país con los aliados, ya al finalizar su período. Siempre había estado en su carrera política, desde
su apoyo al gobierno republicano de Carlos E. Restrepo, con Estados Unidos. Y había apoyado toda
la política de modernización imperialista de los gobiernos conservadores. Durante su gobierno
continuó la entrega del petróleo a las multinacionales estadounidenses. Su paso del liberalismo al
republicanismo y de este de nuevo al liberalismo, contribuyeron a las divisiones del Partido Liberal
en este período, principalmente enfrentado con el lopismo. De todas maneras, Estados Unidos
quedaría absorbido por su lucha en Europa y el Pacífico durante la guerra.

La primera mitad del siglo XX es el período de una modernización que adecua el país a las
condiciones del dominio de Estados Unidos sobre Colombia y determinan la pérdida progresiva de
la independencia que comenzó en 1810.

primas y petróleo. El presidente Suárez definió la política exterior con su famoso “Respice
Polum”—miremos hacia ese país del Norte que nos llenará de beneficios. Pedro Nel Ospina
iniciaría la famosa “danza de los millones” con la bolsa de Nueva York dirigida a una
modernización adecuada a las necesidades de inversión norteamericana. Abadía Méndez
defendería a la bananera United Fruit Company contra los trabajadores pagados con sueldos
miserables. Olaya negociaría desde su embajada de ocho años en Washington la entrega del
petróleo. López Pumarejo mejoraría aún más las condiciones de las petroleras y firmaría el primer
tratado de Comercio con Estados Unidos en 1935 que atentaba contra la incipiente industria
nacional, a cambio de unos centavos en el precio del café. López se ajustó a la medida de los
tratados de comercio definidos por la Ley de Convenios Comerciales aprobada por el Congreso de
Estados Unidos en 1934, a la que de inmediato se ajustarían también Cuba, Brasil y Argentina.
Colombia le dio el tratamiento de “nación más favorecida”, redujo al mínimo las tarifas aduaneras
a los productos estadounidenses y liberó los impuestos proteccionistas de los productos
exportados. No sería sino el ingreso de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial en 1942 lo
que impediría el funcionamiento pleno del Tratado. Pero en 1949 el ministro de hacienda de
Ospina Pérez, Hernán Jaramillo Ocampo, declararía nulo este tratado por considerarlo depredador
de la economía nacional.

Colombia no sufrió exclusivamente el embate de Estados Unidos por actos de intervención directa
y de dominación económica. El sector del Partido Conservador dirigido por Laureano Gómez se
convirtió en un defensor de las ideas fascistas de moda en Europa desde el ascenso al poder de
Mussolini en Italia después de la Primera Guerra Mundial. A Gómez le tocó el ascenso de Hitler
siendo embajador en Alemania y quedó fascinado con las ideas del nacional socialismo.
Rápidamente el fascismo se expandió por Europa: Austria, Hungría, Polonia, Rumania, Bulgaria,
Grecia y llegaría al Japón. Y en América Latina tomaría fuerza en Brasil, Argentina, Paraguay y
Chile. El periódico El Siglo asumió el papel de promotor del fascismo europeo. El Partido
Conservador quedó dividido entre los fascistas y los pronoteamericanos. Ese fue el
enfrentamiento entre Gómez y Mariano Ospina Pérez. Y de allí surgieron las amenazas del
laureanismo contra los gobiernos de López Pumarejo, de intentos de guerra civil, que terminarían
en la renuncia de López en 1945. Allí se pueden encontrar las raíces del enfrentamiento del
Partido Liberal contra el gobierno de Laureano Gómez en 1950, de carácter corporativista,
militarismo, poder absoluto, arbitrariedad, antiparlamento y personalista.

En estas condiciones estalló la Segunda Guerra Mundial en 1939. Pero Estados Unidos no entró
sino después del ataque de Japón a Pearl Harbor en 1942. América Latina se dividió entre los
países que apoyaban a los aliados en la guerra y los que defendían la neutralidad exigida por
Alemania. Contra la férrea oposición del fascismo criollo, el presidente Eduardo Santos alineó el
país con los aliados, ya al finalizar su período. Siempre había estado en su carrera política, desde
su apoyo al gobierno republicano de Carlos E. Restrepo, con Estados Unidos. Y había apoyado toda
la política de modernización imperialista de los gobiernos conservadores. Durante su gobierno
continuó la entrega del petróleo a las multinacionales estadounidenses. Su paso del liberalismo al
republicanismo y de este de nuevo al liberalismo, contribuyeron a las divisiones del Partido Liberal
en este período, principalmente enfrentado con el lopismo. De todas maneras, Estados Unidos
quedaría absorbido por su lucha en Europa y el Pacífico durante la guerra.

La primera mitad del siglo XX es el período de una modernización que adecua el país a las
condiciones del dominio de Estados Unidos sobre Colombia y determinan la pérdida progresiva de
la independencia que comenzó en 1810.

1810: SIGNIFICADO DEL BICENTENARIO (XII)

Una mirada al presente y al futuro de Colombia

José Fernando Ocampo T.

Esta mirada a la historia del bicentenario de la independencia en doce entregas conduce a una
pregunta fundamental: ¿Por qué Colombia sigue siendo hoy un país subdesarrollado? Y esta
pregunta conduce a un examen del atraso económico de la Nación, al proceso de
´desindustrialización´ progresiva que sufre Colombia, al atraso inmisericorde del campo, a la
pavorosa concentración de la propiedad agraria, a la ausencia total de una industria de bienes de
capital y alta tecnología, a la persistencia de la pobreza de la población hoy en un 60%, a los
escandalosos niveles de miseria hoy en un 20%. Hace cincuenta años China era uno de los países
más pobres de la tierra, sin comparación con Colombia y lo mismo India sumida en la hambruna.
Hoy son dos potencias económicas. Hoy compiten con Estados Unidos, Japón y la Europa
desarrollada.

¿Por qué a Colombia no le sirvió la independencia para convertirse en un país desarrollado y


próspero? Pueden darse innumerables respuestas a este interrogante fundamental. Pero queda
clara una cosa. Quienes han dirigido el país en el siglo XX fracasaron. Ni el Partido Conservador
hasta 1930, ni el Partido Liberal hasta 1945, lograron sacar el país del atraso. La segunda mitad del
siglo XX y lo que va del siglo XXI, del Frente Nacional en adelante, han experimentado enormes
transformaciones económicas y sociales, pero ninguna ha sido suficiente para sacar el país del
atraso económico. En agricultura el país no alcanza a alimentar su población. En industria no hay
una sola empresa nacional de bienes avanzados de capital. En comunicaciones depende del capital
internacional. En transporte acabó con el ferrocarril en lugar de modernizarlo. Sus vías de
comunicación—primarias, secundarias y terciarias—son deplorables. Sus recursos naturales—
petróleo, carbón, minería—entregados al capital extranjero en condiciones de expropiación. Su
banca convertida en el más puro capital financiero y, parte de ella, en manos de capital
internacionalizado. El país tiene que preguntarse qué es lo que ha pasado aquí.

Desde 1951, cuando el Banco de Reconstrucción y Fomento—después Banco Mundial—elaboró el


primer plan de desarrollo, el llamado plan Currie, cada gobierno ha presentado uno cada cuatro
años. Sin mucho esfuerzo intelectual, resulta sencillo el análisis del término “de desarrollo” para
descubrir que no ha significado sino planes de endeudamiento externo. Antes de 1951, la deuda
externa del país no pasó de los doscientos millones de dólares escasos que condujo a la famosa
moratoria y a la amenaza de invasión por parte de los Tenedores de Bonos Extranjeros de Estados
Unidos y que impuso la presidencia de Enrique Olaya Herrera, como quedó consignado en la
Circular Especial del Departamento de Comercio de Estados Unidos. Resuelta la moratoria y
pasada la Segunda Guerra mundial, el endeudamiento se dispara en una forma alarmante.
Comienza en la década del cincuenta. Pero es el Frente Nacional, con el acuerdo bipartidista
antidemocrático, durante el cual el país se alinea en forma irrestricta con Estados Unidos en su
lucha por la hegemonía mundial, lo que dispara el endeudamiento y la sumisión a los organismos
internacionales de crédito en la orientación de la economía nacional. Para 1985 alcanzaba la suma
de 8 mil millones de dólares. En 1990 ascendía a 18 mil millones de dólares. Veinte años después,
llega a la inalcanzable suma de 55 mil millones de dólares. Con el dólar a mil ochocientos pesos, tal
como está hoy a mediados de 2010, equivale a 100 billones de pesos; pero si estuviera a dos mil,
ascendería a 110 billones de pesos; y si llegara a tres mil pesos, quedaría en la astronómica suma
de 165 billones de pesos. Estaría en niveles entre el 30% y el 50% del producto interno bruto del
país. Una barbaridad.

La esencia de la economía mundial dominada por diez o doce países, consiste en garantizar la
exportación de capitales y de mercancías elaboradas desde allí con tres propósitos fundamentales,
el de contrarrestar el bajo rendimiento del capital, el de resolver ese “sísifo” económico de la
superproducción industrial que padecen y el de aprovechar la mano de obra barata de los países
subdesarrollados. Los organismos internacionales de crédito—llámense Banco Mundial, Fondo
Monetario Internacional, Agencia Internacional del Desarrollo, Banco Interamericano de
Desarrollo—cumplen el papel fundamental de apretar el cumplimiento de las políticas
económicas, sin el cumplimiento de las cuales los países subdesarrollados se convertirían en los
competidores de los poderosos. Durante la crisis de la década del 80 del siglo pasado, quedó claro
que los países de América Latina estaban transfiriendo capital, por este proceso, a los países
desarrollados y sufriendo un proceso de pauperización inocultable. Así se cumple el mito griego
de un eterno retorno, los países dominantes de la economía mundial impulsando un desarrollo
económico suficiente de los países pobres, única forma de poder exprimir las riquezas y el capital,
pero impidiendo por medio de instrumentos económicos y no económicos su conversión en
competidores. Hace un siglo, en momentos de una transformación de la economía mundial y de la
aparición de nuevas potencias, Lenin denominó ese fenómeno “imperialismo” o la transformación
del colonialismo directo de los siglos anteriores en el del dominio indirecto basado en el capital
financiero, un poder que se separa cada vez más de la producción y exprime las economías
atrasadas. En Colombia, Estados Unidos lo preparó sistemáticamente por medio siglo, lo ha
disfrutado otro tanto y lo ha aplicado en forma minuciosa con el apoyo abierto y decidido de la
dirigencia política y económica.

No se entiende cómo este país tiene que importar diez millones de toneladas de alimentos. El caso
del trigo, un alimento esencial para la vida humana, es de un dramatismo histórico pavoroso. Por
la Alianza para el Progreso de los años sesenta del siglo pasado, Estados Unidos le impuso a
Colombia la importación de sus excedentes de grano. Argumentaban los gobiernos y los técnicos
que el país no podía producir buen trigo y en condiciones de buena rentabilidad. Se convirtió en
importador neto de trigo. De la sabana de Bogotá, que era una despensa alimenticia, desapareció
el producto en menos de diez años y fue reemplazado velozmente por cultivos de flores y el país
llegó a ser un gran exportador de adornos florales en lugar de productor de alimentos. Cuando la
extinguida Unión Soviética afrontó la escasez de trigo a finales de los años ochenta y tuvo que
someterse a las condiciones de su contrincante estratégico—Estados Unidos—para alimentar su
población, las condiciones de precios relativamente favorables del trigo desaparecieron. Y
Colombia ya carecía entonces de trigo para reemplazar las importaciones. Ha ido pasando igual
fenómeno con otros productos, o porque han desaparecido y hay que importarlos o porque se han
firmado acuerdos de importación en detrimento de los productores nacionales. Un caso dramático
es el arroz. Pero han ido esfumándose el algodón, el sorgo, la solla, el cacao, el maíz, la cebada y
hasta hemos empezado a importar el mismísimo café. No se diga nada en caso de que se llegue a
aprobar el TLC en el Congreso de Estados Unidos, con el que se derrumbaría así mismo el resto de
la agricultura, se afectaría la producción de pollos, cerdos, ganado de carne y casi todo el campo.
Es que se está convirtiendo Colombia, un país agrícola, en un país sin alimentos y sin materias
primas provenientes del campo.

Esto no fue lo que se propusieron los grandes combatientes de la Independencia. Nos sacudieron
del yugo colonial con el propósito de hacer un país próspero capaz de satisfacer las necesidades de
su población y con niveles de vida adecuados a una vida humana digna. Los últimos sesenta años
de historia nacional—para ponerlo en términos más concretos—desde el asesinato de Gaitán, nos
han dejado en el subdesarrollo, nos han mantenido en la pobreza, ha aumentado la dependencia
del extranjero en todo tipo de recursos, ha caído el país en manos del sector financiero
improductivo, hemos entregado la soberanía a pedacitos, la independencia ha quedado
despedazada.

Pero no soy pesimista. A todos los grandes imperios les ha llegado su hora de decadencia y caída.
Eso también les pasará a los dominantes de hoy. Países sumidos en la miseria y la desgracia se han
levantado y han salvado su gente. Si Bolívar y Santander y Nariño y Torres y tantos combatientes
creyeron en el futuro, no cedieron un ápice en sus principios de soberanía, no negociaron con el
enemigo, entregaron todo por salvar su patria, derrotaron la primera potencia mundial de
entonces, tiene que estar viva la esperanza y tiene que estar firme la decisión de hacer de
Colombia una patria soberana y próspera. El estudio de la historia no consiste en satisfacer un
prurito intelectualista, sino en aprender de ella para no repetir los fracasos y proseguir los éxitos.
Este ha sido el propósito al escribir estos doce ensayos sobre el Bicentenario del grito de
independencia de 1810.

(Prometo en el próximo, que será el último, una bibliografía seleccionada y útil)

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