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Decálogo de la anomia argentina

Eduardo Fidanza Para LA NACION

Entre nosotros se ha abusado de la palabra anomia -un término acuñado por la

sociología clásica- hasta convertirla en un tópico. Anomia significa ausencia de normas

para regular la vida social. Sin duda su popularización -las palabras no son neutrales- es

un síntoma de nuestra sociedad, que con sus comportamientos nos obliga a recaer una y

otra vez en ella.

Sobre la anomia argentina escribió páginas ya clásicas Carlos Nino, cuyo concepto de

"anomia boba" designa un tipo de inobservancia de la ley que no favorece a nadie y

genera altos niveles de ineficiencia. La anomia que me interesa destacar, no obstante, es

la que se produce por una falla estructural de la clase dirigente. Se manifiesta como un

fracaso en el ejercicio de la autoridad y afecta las percepciones y los comportamientos.

Se trata de una patología que se contagia del poder y se transmite a los grupos sociales.

Su víctima es la gente común. Los victimarios, aquellos que ocupan posiciones de

poder. La anomia boba perjudica a todos, la anomia a la que me refiero somete a la

sociedad en beneficio de sus elites.

Mi descripción de la anomia argentina consta de diez rasgos o factores. El primero, y

acaso el más grave, lo definió Tulio Halperín Donghi, uno de nuestros mejores

historiadores, cuando concluyó: "Si hay un rasgo que caracteriza la vida política

argentina es la recíproca denegación de legitimidad de las fuerzas que en ella se

enfrentan, agravada porque éstas no coinciden ni aun en los criterios aplicables para

reconocer esa legitimidad".

Denegar legitimidad significa descalificar por completo al que piensa distinto. Y

suponer que si prevaleciera, sólo atendería a sus intereses y dañaría al conjunto. No

caben aquí la contraposición de ideas ni el intento de establecer acuerdos mínimos. La

razón es un trágico leitmotiv de la cultura política argentina: cada uno percibe al que

piensa distinto como un enemigo, no como un adversario.

El segundo factor, que es consecuencia del anterior, lo llamaré demarcación de

territorios. Las elites argentinas, como los animales domésticos, fijan obsesivamente los

límites de sus espacios de acción y pretenden reinar allí sin intromisiones ni límites.

Amos de sus cotos, los líderes sectoriales construyen una leyenda edificante destinada a
encubrir sus intereses. Lo que, hasta cierto punto, podría considerarse un efecto normal

de la división del trabajo adquiere en la Argentina un carácter sofocante: la

demarcación de territorios anula cualquier espacio compartido. Nuestras elites

pretenden apropiarse de toda la renta, simbólica o material, sin contribuir al

patrimonio común.

El tercer rasgo es el desacople entre poder y autoridad. Como nadie le reconoce

legitimidad al otro, en la Argentina cada sector se dedica a ejercer el poder. El poder sin

legitimidad se reduce a la pura fuerza. Hay que ser prepotente, avanzar, apretar,

atropellar, ocupar espacios, depredar. La barra brava, el piquete y la patota simbolizan

esas conductas, pero no hay que engañarse: existen en las canchas de fútbol y en las

calles como en los salones y despachos más influyentes. Con cuidados argumentos o con

palos, los argentinos buscan imponerse unos a otros por la fuerza. Pocas veces

prevalecen la moderación y la autoridad.

El cuarto factor es la falta de consenso respecto del perfil institucional del país. La clase

dirigente argentina no se pone de acuerdo acerca de qué tipo de instituciones habrán de

regir la sociedad. Aquí se manifiesta la ausencia de criterios de la que hablaba Halperín.

Desde hace 25 años acatamos formalmente la democracia, pero no deja de corroernos la

disputa acerca de cuáles deberán ser sus características y acentos. Esa divergencia, que

involucra aspectos económicos y políticos, puede rastrearse ya en los siglos XIX y XX,

cuando unos plantearon la contradicción entre civilización y barbarie, y otros, entre

pueblo y oligarquía.

El quinto rasgo es la utilización del Estado para fines partidarios. Este fenómeno, que es

una tentación irresistible en cualquier sistema político, alcanzó en la Argentina niveles

intolerables. Implica, como tantas veces se ha repetido, una confusión entre Estado,

gobierno y partido. Llegar al gobierno supone apropiarse del Estado y usarlo como

instrumento arbitrario de acumulación de poder. Esta malversación de la función

estatal, convertida en costumbre y fuera de todo control, tiene efectos devastadores

para la cultura pública. Tratemos de convencer a un votante común de que los políticos

que debe elegir cumplirán su papel atendiendo al interés general y no al de su propio

sector. Nadie nos va a creer.

El sexto rasgo deriva del anterior. Es la deserción del Estado de sus funciones básicas.

Hace 20 años que nuestra clase dirigente discute si el Estado debe intervenir

activamente en la economía o debe limitarse a garantizar servicios esenciales, como


salud, educación, seguridad, justicia y defensa. Pues bien: tuvimos una década para

cada posición; al cabo, el Estado sigue demostrando ser un pésimo administrador de

empresas y un ente fracasado para asegurar los bienes públicos.

La gente sufre cada día la ausencia del Estado. Se siente desprotegida. Intentemos

convencerla de que no se repliegue, de que no se enfurezca, de que no se deprima, de

que no se asuste o de que no recurra a medios ilegales para alcanzar sus objetivos. Será

inútil: dirán, como se dice en la calle, "no nos queda otra".

La séptima característica es la fragmentación y pérdida de identidad de las fuerzas

políticas. La decadencia de los partidos, el uso arbitrario del poder estatal, las máscaras

del peronismo, los problemas del radicalismo para gobernar, la inexistencia de una

derecha y una izquierda presentables, entre otros infortunios, produjeron a la vez la

atomización y la disolución de las identidades políticas.

Como escribió Carlos Pagni hace unos días en este diario, la política argentina se

organiza hoy en torno a ejes temáticos de coyuntura, no según la pertenencia a

organizaciones con programas y proyectos. Esto es fuente de una enorme confusión. Y

un campo propicio para manipular las voluntades. La gente no entiende este

desbarajuste ni quiere hacer el esfuerzo para comprender, porque ya no le importa.

El octavo factor es el autismo. Las elites argentinas, enfrascadas en sus luchas facciosas,

perdieron la noción de que viven en una región del mundo que, aun con sus graves

problemas, considera una pérdida de tiempo (si no una imbecilidad) vivir dilapidando

oportunidades, debatiendo temas del pasado, practicando la desunión y dando la

espalda a la realidad internacional. El resultado es deplorable: nuestros vecinos

progresan y maduran, respetan y apoyan a sus presidentes, preservan consensos

básicos, ganan prestigio. Nosotros ya no somos un socio confiable para ellos.

Participamos del protocolo, pero cada vez menos de la confianza y los negocios. La

anomia política es una extravagancia que el mundo no está en condiciones de tolerar.

La novena característica es la desigualdad. Es cierto que trata de un problema mundial

de difícil solución, pero la Argentina es el país de la región que se volvió más desigual en

menos tiempo. Conserva aún altos índices relativos de desarrollo humano, aunque

pierde terreno con rapidez. Y muestra un aumento notable de la mortalidad infantil y de

otros indicadores similares. Cuando las elites se desentienden de la desigualdad o se

acuerdan de ella en ocasiones, se generan resentimiento, frustración y violencia. Las

clases sociales se separan por muros invisibles pero infranqueables. Cada grupo con sus

códigos, sus recelos y sus estrategias. De un lado, los que pueden darse una vida entre
digna y ostentosa; del otro, los que no poseen nada y no tienen perspectivas de mejorar.

Es una caldera de odio.

Las invocaciones al rol del Estado y de la iniciativa privada, la retórica populista, las

pulcras recetas liberales se proclaman en las plazas y en los simposios, pero, como se

dice en el lenguaje común, "no pasa nada". Los argentinos siguen muriéndose cada día

de pobreza o de violencia.

El último rasgo es un signo de los gobiernos irresponsables. Lo denomino la excitación

de las apetencias individuales. ¿Qué quiere decir? Significa, dicho rápido y con

sencillez, que, cuando la economía marcha bien, se reparte o se promete repartir sin

prever los malos tiempos. Se induce a creer que no hay límites. Que siempre se vivirá en

la abundancia. Cuando ésta cesa, cada sector se cree con el derecho de seguir

reclamando la cuota prometida. La irresponsabilidad consiste en ocultar que las

necesidades se atienden según los recursos disponibles y que éstos son por naturaleza

fluctuantes. Los buenos gobiernos dependieron siempre de las ecuaciones, no de la

demagogia.

La sociedad argentina vive momentos de crispación. La gente está harta de sus

dirigentes. Hay esfuerzos sensatos para cambiar el rumbo, pero no alcanzan. Se impone

la intolerancia. Parece que camináramos, para usar la expresión del poeta César Vallejo,

por el "borde célebre de la violencia". Es una sensación desagradable, amenazadora.

Emile Durkheim, el sociólogo que describió la anomia, pensaba que la desorganización

social abre la puerta a todas las aventuras. Yo agregaría: cuando las democracias se

desorganizan, suelen engendrar aventuras totalitarias.

Acaso no esté de más recordarlo en estos días de furia. © LA NACION

El autor es sociólogo, director de la consultora Poliarquía

Polémica sobre el populismo


En la cumbre de jefes de Estado y de gobierno de la Unión Europea, América latina y el

Caribe, celebrada hace pocos días en Viena, José Manuel Durâo Barroso, presidente de

la Comisión Ejecutiva de la Unión Europea, dijo que “ el populismo es una amenaza a

nuestros valores” . El populismo ha adquirido pues status internacional. Ampliamente

difundido en América latina desde hace más de medio siglo, ahora la cuestión populista

abraza las inquietudes de dos continentes.

Como cualquier expresión capaz de trascender una coyuntura política particular, el

populismo es, según decía Raymond Aron aludiendo a otras palabras, un concepto
“ históricamente saturado” . ¿Qué podrían tener en común, en efecto, con la mirada

larga que nos depara una experiencia de sesenta años, el populismo de Juan Domingo

Perón y el de Hugo Chávez, o el de Víctor Paz Estenssoro y Evo Morales? Convengamos

en que no es sencillo introducir una explicación satisfactoria en semejante conjunto de

fenómenos. Durâo Barroso afirmó que la mejor definición que le cabe al populismo es

su tendencia “ a una simplificación abusiva de los problemas complejos” y su

intención de apelar “ a los sentimientos negativos y no a los valores democráticos y al

Estado de Derecho… ”

Esta perspectiva destaca el estilo propio de un conductor que subordina la ley a su

voluntad y presenta el debate político como una opción tajante entre la vieja y la nueva

política, entre los amigos y los enemigos (externos y domésticos), entre la justicia, en

fin, y el oprobio de la injusticia establecida. Quien encarna esas dicotomías en el

discurso populista es un líder ungido por la voluntad popular: un soberano de nuevo

cuño que, colocándose por encima del antiguo régimen representativo, pretende

instaurar un orden distinto valiéndose del auxilio de un texto constitucional también

novedoso. Siempre los populistas imponen una constitución a la medida de sus

designios. Ocurrió antaño con Perón y Paz Estenssoro, recientemente con Chávez y

acontecerá muy pronto con Evo Morales.

Investido por esta suerte de autoridad excepcional (por tanto inestable), el líder

populista despierta apetencias colectivas en pos del cambio social. En gran medida, él

mismo es el producto de una larga demora en esta materia. Su propósito es entonces

ambicioso y vasto, pero aunque varíen las circunstancias de tiempo y lugar, la política

populista abreva, en general, en dos corrientes históricas de larga duración. La primera

arrastra consigo el impulso, inscripto en el repertorio de las sociedades modernas, de

alcanzar mayores niveles de igualdad social; la segunda corriente, por su parte,

enarbola el estandarte del nacionalismo.

No todos los nacionalismos son populistas, ni tampoco lo son las políticas inspiradas en

criterios de igualdad o de equidad. Hubo en otras épocas nacionalismos conservadores

y, en la actualidad, hay democracias devotas, al mismo tiempo, de los beneficios del

desarrollo humano y del Estado de Derecho. La peculiaridad del populismo consiste

entonces en apropiarse de estos dos emblemas vaciándolos en el molde de un


personalismo hegemónico que tira por la borda las restricciones institucionales. En

ausencia de estas limitaciones, aptas para delinear el contorno de la legitimidad

constitucional, las experiencias populistas suelen fabricar mayorías sin consenso.

Los populismos pueden generar procesos de incorporación social, como sucedió entre

nosotros en el curso del primer peronismo, o anteponer las reivindicaciones

nacionalistas frente a presuntos enemigos externos (el sempiterno demonio del

imperialismo), según se desprende del militante discurso de Chávez. En una y otra de

estas operaciones, mediante un movimiento hegemónico de captación masiva de

apoyos, la dialéctica del populismo arrincona a los partidos de oposición y hace de ellos

un rehén al que a veces asalta la tentación conspirativa. Merced a esta lógica, el

populismo, en lugar de considerarse, al modo de un partido, una parte del pueblo,

busca encarnar a todo el pueblo y, por ende, en clave nacionalista, a toda la Nación.

Este multifacético fenómeno no tendría sentido si el líder populista no dispusiese de

recursos económicos. De no contar con ese instrumento decisivo, el populismo agoniza

prisionero del desequilibrio entre gastos e ingresos y de la inflación. No es por lo tanto a

causa de un acertijo inesperado de la historia que el populismo haya reaparecido en

estos momentos. No se entiende a Chávez sin el petróleo y a Morales sin el gas. Estos

dos pilares configuran hoy la base del nacionalismo y del propósito de erradicar la

pobreza y la marginación social. Más allá de las conquistas electorales, no parece que

Chávez haya tenido al respecto éxitos visibles en el combate contra la pobreza; lo de

Morales, junto con las legítimas reivindicaciones de la gran mayoría de la población

boliviana sumergida en deplorables condiciones de vida, está por verse.

Así las cosas, existe el riesgo de otorgar al populismo una exagerada trascendencia. Si

nos atenemos a los hechos, el populismo es hoy minoritario en América latina. Tiene sí

relevancia por los recursos que controla, pero parecería que, codo a codo con esta clase

de irrupciones, está en marcha en nuestros países un esfuerzo para incorporar a la

esfera pública el valor de la responsabilidad. De Brasil a Chile y Uruguay, y de Colombia

a Perú, nuestras políticas no arrojan un saldo populista sino, más bien, resultados

opuestos que, con enormes dificultades y tropiezos, buscan aproximarse a las exigencias

propias del reformismo democrático. Este último objetivo no es contrario, en principio,

a la propiedad pública de esos recursos estratégicos (Chile tiene en manos del Estado el
cobre y Brasil el petróleo) pero sujeta ésta y otras políticas al imperio de la ley y de las

reglas de un régimen competitivo de pluralismo de partidos.

No importa que esta orientación sea de izquierda o de derecha; lo que importa, en

definitiva, es trazar la línea entre por un lado la política que se ajusta el Estado de

Derecho y, por otro, la política que rechaza esta restricción. No se trata, por

consiguiente, de un debate entre dos tipos de izquierda sino de una polémica, acaso más

decisiva, entre dos tipos de república. Chávez dijo en Viena que algunos llaman

populismo al comienzo de una nueva era en América latina, “ tratando de desfigurar la

hermosura que tenemos” . En realidad, ese rostro aparentemente desfigurado tiene dos

referentes: o queremos una república democrática representativa en la cual la

inteligencia ciudadana irradie a través de buenas leyes y de una alternancia constructiva

en el ejercicio del poder, o nos entregamos a la aventura de inyectar en la república el

contenido propio de un principado.

Esta es una disyuntiva de peso. La Argentina debe ubicarse claramente del lado de las

repúblicas templadas por la solidez institucional a sabiendas de que nada está adquirido

de antemano. Si el populismo es una amenaza, no menos preocupantes son los

gravísimos desafíos que se incuban en nuestras megalópolis, esos inmensos

conglomerados humanos duramente castigados por las desigualdades y el crimen

organizado. A la vista de lo que está sucediendo en estos días en San Pablo, este

panorama sobrecoge y plantea una severa advertencia porque – a no olvidarlo– las

ilusiones populistas son también producto de la incapacidad reformista de las

democracias.

Por Natalio R. Botana Para LA NACION

No invoquen el nombre de populismo en vano


Hay un abuso de populismo.

No me refiero a las políticas que padecemos sino a la palabra, al concepto. Hay algo de pereza
mental en su uso: se quiere explicar de un plumazo un mundo que va de Mussolini a Perón y de Chávez a
Jean-Marie Le Pen. Otros hacen lo mismo con el neoliberalismo.

También lo usa mucha gente valiosa y perspicaz. Populismo es uno de los muchos conceptos elaborados
por las ciencias sociales que han enriquecido el trabajo de los historiadores. Nuestro gremio está en deuda
con ellos, pues en el último siglo pudimos pasar de la simple narración a la explicación.

Sin sus conceptos, los historiadores no podríamos vivir.


Pero con ellos solamente tampoco.

Sobre todo cuando dejamos de considerarlos herramientas para la investigación y los transformamos en
objetos reales. Algunos atribuyen al populismo genérico una serie de rasgos esenciales, y luego se
preguntan si el caso concreto corresponde al concepto o no.

Por ejemplo, si el peronismo es un caso de populismo, de fascismo o de totalitarismo.

Con esto se formulan teorías atractivas. Para quien quiere, quizá más modestamente, averiguar cosas
nuevas, eso es poner el carro delante del caballo.

Pero el concepto de populismo está instalado y conviene mirarlo un poco. Creo que incluye al menos tres
cuestiones diferentes; no siempre coinciden y sobre todo, no son exclusivas de los regímenes llamados
populistas. La primera -donde su uso es más útil- es la discursiva.

Hay fórmulas del discurso político que interpelan al “pueblo nacional”, en lugar de invocar al “ciudadano
universal” o al “trabajador del mundo”. Al interpelarlo, el discurso construye o refuerza en su interlocutor
esa manera de autodefinirse.

La fórmula nacional y popular ha tenido una eficacia tremenda en la política de masas.

Quien le habla al “pueblo nacional” define a la vez su polo opuesto: el enemigo antipopular y
antinacional.

Así lo hicieron Mussolini, Perón, Le Pen y Cristina. Pero también la reina Victoria y su hijo Eduardo VI,
cuando en 1902 establecieron el Día del Imperio y convocaron a todos los “británicos” a unirse en torno
de la bandera y el ritual imperial. ¿Los convierte esto en populistas?

Un segundo rasgo populista consiste en repartir beneficios materiales, para recolectar votos o reunir
plazas aclamantes,sin pensar en las consecuencias. Algo así como la cigarra, a quien la hormiga recuerda
sin éxito la importancia de las políticas de largo plazo y de la inversión. Es un rasgo muy común de la
política democrática desde fines del siglo XIX, y es difícil imaginar a algún político indiferente a este
aspecto de su práctica. Sin embargo, un gran líder populista, Mussolini, convenció a las multitudes
reunidas en la Plaza Venezia que los cañones eran más importantes que el pan, es decir, que la inversión
tenía prioridad sobre el consumo. Mussolini no era pródigo en retribuciones materiales para el pueblo e
incluso pensaba que éste debía ser pobre, para mantener su dignidad. Las reemplazaba por
compensaciones simbólicas, como el orgullo de construir el imperio que Italia merecía tener. No tan
distinto de Thatcher o Galtieri.

Pero este tipo de lógica política es bastante anterior al siglo XX. Se la suele atribuir a los tiranos de las
ciudades griegas del siglo VI antes de Cristo; Aristóteles acuñó para ellos la palabra “demagogia”, un
poco envejecida pero perfectamente útil para definir esta práctica. También se ha usado “cesarismo”, pues
Julio César, que aspiraba a la dictadura, cultivaba la fidelidad de sus soldados repartiendo gloria y
recompensas pagadas por la República.

El tercer rasgo que se asocia con populismo es una idea corporativa del Estado, que une más
claramente a Mussolini con Perón y su Comunidad Organizada, pero que deja fuera a los llamados
populistas europeos contemporáneos. Le Pen o el austríaco Haider son nacionalistas xenófobos, pero
están más preocupados por la camorra que por gobernar. En cambio, este modelo incluye casos que no se
suelen llamar populistas. El Estado de Mussolini tiene muchos parecidos con los Estados de Bienestar y
sus Consejos Económico Sociales, aunque ciertamente sin la porra y el ricino del Duce.

Hasta aquí, el concepto de populismo ayuda a los historiadores a internarse en el mundo de las
diferentes experiencias políticas. Desde aquí, puede convertirse en una anteojera. Deben
abandonarlo y ocuparse de su caso, con todas sus circunstancias específicas.

El peronismo es complejo. Es uno y varios a la vez.

No es algo estático, pues va desarrollando su existencia a lo largo del tiempo.

Con la etiqueta populista no alcanza.


Pensemos por ejemplo en su origen. Hay rasgos de la sociedad argentina de 1945, singularmente móvil y
democrática, que el peronismo supo expresar, muy diferentes de la brasileña de Getulio Vargas.

El Estado ya venía exhibiendo, desde los años de la década de 1920, su facilidad para dar y su
dificultad para decir que no.

El nacionalismo nos lleva a la inmigración masiva, a las migraciones internas y a los problemas de
identidad colectiva -la obsesión por definir el “ser nacional”-, a los que el peronismo dio una
respuesta.

Poco decimos de todo esto con la etiqueta de populismo. Y además, corremos el riesgo de poner en la
misma bolsa, alegremente y sin recaudos, cosas muy diferentes. En suma, si queremos entender al
peronismo, por un tiempo dejemos tranquilo al populismo.

La política petrolera de Perón


LA política petrolera adoptada durante la primera y segunda presidencias de Juan

Domingo Perón (1946-1955), constituye un temprano ejemplo de nacionalismo

desarrollista. Asimismo, confirma el componente realista y pragmático que orientó a

dicha política. En otras palabras, Perón compartía con los sectores nacionalistas

ortodoxos su interés por la explotación de un recurso estratégico y potencialmente

disponible en el territorio y en el mar argentinos. Pero mientras para estos sectores el

monopolio estatal del petróleo era un dogma incuestionable, Perón se preguntaba si el

Estado argentino estaba realmente capacitado para su explotación en forma eficiente.

No era un nacionalista de medios, sino de fines. Estaba convencido de que Yacimientos

Petrolíferos Fiscales (YPF), no tenía suficiente capacidad organizativa, técnica y

financiera para un esfuerzo de esa naturaleza, tal como reconoció en su libro La fuerza

es el derecho de las bestias, publicado en 1958, durante su exilio. Dada esta debilidad de

YPF, Perón buscó la ayuda del capital extranjero como medio para lograr el

autoabastecimiento petrolero, un fin incuestionablemente nacionalista y a la vez

práctico. En este sentido, su política antecedió al nacionalismo de fines que procuró

llevar a cabo el desarrollista Rogelio Frigerio, el cerebro económico de la gestión del

radical intransigente Arturo Frondizi (1958-1962).

La mayoría de los especialistas reconocen este sesgo desarrollista de la política

petrolera de Perón como un antecedente de la ensayada por Frondizi, pero lo ubican en

ejemplos posteriores a la crisis económica iniciada en 1949, como si hubiera sido una

respuesta de adaptación tardía del líder justicialista a dicha crisis. En la argumentación

de estos especialistas, habría dos etapas. La primera, que abarca los años de 1946 a

1948, caracterizada por un modelo económico estatista, orientado hacia el consumo

interno y cercano a la ortodoxia nacionalista, restrictivo a la participación del capital


extranjero. Rasgos presentes en el texto del Primer Plan Quinquenal 1947-1951. La

segunda etapa -iniciada a partir de la crisis económica de 1949, y que abarcó los años de

la segunda presidencia de Perón (1952-1955)- sería de reemplazo del modelo estatista y

mercado internista por uno claramente desarrollista y con mayor sesgo exportador, que

le daba la bienvenida al capital extranjero. Rasgos presentes en el Segundo Plan

Quinquenal y en ejemplos como la sanción de la ley de inversiones extranjeras, en

agosto de 1953, y la firma del convenio con la California Argentina de Petróleo SA,

subsidiaria de la empresa norteamericana Standard Oil de California, en mayo de 1955.

No obstante, la sola revisión de los discursos de Juan Perón y de los diarios de sesiones

de las cámaras legislativas, muestra que esta tajante división en dos etapas, al menos en

lo que respecta a la política petrolera, es cuestionable. Hay indicios del desarrollismo de

esta política bastante anteriores a la crisis de 1949. Si bien Perón adoptó entre 1946 y

1949 un modelo económico estatista, acorde con las expectativas de los sectores

nacionalistas ubicados dentro y fuera de su partido, a diferencia de éstos consideró

tempranamente la alternativa de "flexibilizar" dicho modelo. Así, en declaraciones

efectuadas ante un grupo de periodistas norteamericanos el 19 de julio de 1946, el

entonces presidente procuró aventar temores en los empresarios estadounidenses al

señalar que "sólo han sido nacionalizados los servicios públicos" y que posteriormente

"la Argentina creará nuevas industrias que serán de propiedad privada y que el

gobierno tratará de fomentar". Demostrando una notoria capacidad de anticipación a la

tendencia de apertura económica que el propio Perón se vio obligado a adoptar después

de la crisis de balanza comercial y de pagos de 1949, prometió a sus interlocutores que

la Argentina "proseguirá una política liberal con el capital extranjero llegado al país".

Contra lo que un escéptico podría suponer, estas declaraciones de Perón no fueron un

guiño coyuntural destinado a conformar a los periodistas norteamericanos. Así lo

prueba la precoz firma, el 11 de diciembre de 1947, de un contrato entre YPF y la

petrolera norteamericana Drilexco (Drilling and Explorations Company) para la

perforación en la Argentina de 40 pozos de exploración. Decisión que motivó el envío,

el 30 de junio de 1948, de un proyecto de resolución firmado por un grupo de diputados

radicales. En las consideraciones que acompañaron al proyecto, Arturo Frondizi

preguntaba a las autoridades del Ejecutivo si este contrato se debía a la

"desorganización de los equipos técnicos" o a la "carencia de maquinarias y repuestos"

por YPF, carencia que a su vez podía producirse "ya sea porque no ha proporcionado las
divisas necesarias el Banco Central, o porque Estados Unidos ha obstaculizado las

compras".

Estas tempranas señales de desarrollismo en la política petrolera peronista se

convirtieron en opciones forzosas a partir de 1949, año signado por malas cosechas,

caída de los términos de intercambio y déficit en la balanza comercial y de pagos.

Dificultades que se intentó combatir por medio de la aplicación de un Plan de

Estabilización Económica en 1952, y de una política económica que ponía el énfasis en

el incremento de la productividad y de las exportaciones y que otorgaba mayor

participación al capital externo. En el contexto de este giro en el modelo económico, los

especialistas identifican el citado ejemplo del contrato con la California. Contrato que,

de acuerdo con las explicaciones otorgadas por el propio Perón en su citado libro La

fuerza es el derecho de las bestias, establecía una explotación de carácter mixto (joint

venture), mediante el cual la California produciría en forma conjunta con YPF los

9.000.000 de metros cúbicos que la Argentina importaba, anulando un gasto extra de

casi 300 millones de dólares en concepto de importación de combustible. Por medio de

este acuerdo, Perón buscaba incrementar la producción petrolera en los años sucesivos

con el fin de mantener el abastecimiento interno y e incluso comenzar la exportación de

petróleo y sus derivados, para poder aumentar así la disponibilidad de divisas.

Argumentos típicamente desarrollistas y notoriamente similares a los que utilizaría

Frondizi años después para justificar la firma de contratos con empresas petroleras

norteamericanas y europeas en 1959.

Los ejemplos citados aquí demuestran no sólo la existencia de un sesgo desarrollista en

la política petrolera de Perón, cuyos indicios fueron bastante anteriores en el tiempo a

los identificados por los especialistas, también evidencian la existencia de un

pensamiento y acción caracterizados por su realismo y pragmatismo, rasgos que le

permitían a Perón contemplar opciones contradictorias en su menú personal de

alternativas de decisión.

De esta forma, podía concebir la nacionalizalización de los servicios públicos y, al

mismo tiempo, contemplar la participación del capital externo en el sector petrolero,

dado que YPF no contaba con los recursos necesarios para su explotación. Así lo explica

Perón en la obra citada a lo largo de esta nota, en la cual polemizó con su sucesor

Eduardo Lonardi, presidente del régimen de facto que lo derrocó en septiembre de

1955, quien había dispuesto la anulación del convenio con la California: "Yo creo que
YPF no tiene ni capacidad organizativa ni capacidad técnica ni capacidad financiera

para un esfuerzo de esa naturaleza. Los sistemas empleados en la Argentina distan

mucho de los nuevos métodos de exploración, prospección, cateo y exploración racional

de los yacimientos modernos (?) Los costos de producción de YPF son absolutamente

antieconómicos. Hacer de esto una cuestión de amor propio es peligroso y estúpido." Y

concluía: "Estos nacionalistas de opereta han hecho tanto mal al país con sus

estupideces como los colonialistas con su viveza. Unos negativos y otros excesivamente

positivistas representan dos flagelos para la economía del país".

Palabras que evidencian un nacionalismo pragmático en materia petrolera, ubicado en

las antípodas del principismo. Un sano nacionalismo pocas veces implementado en la

historia argentina, y que nuestros dirigentes deberían tener en cuenta en cada una de

las decisiones de agenda interna y externa vinculadas con el desarrollo social y

económico de nuestro país.

El autor es doctor en Historia.

LA MUERTE DE ESTENSSORO NUBLA EL FUTURO DE YPF


La muerte de José Estenssoro, presidente de la petrolera YPF, priva a la mayor
empresa argentina de un carismático líder justo cuando estaba embarcada en una
ambiciosa estrategia de expansión internacional.
Por: POR JONATHAN FRIEDLAND
Estenssoro, jefe desde 1990 de la petrolera controlada por el Estado y arquitecto de su
privatización tres años más tarde, perdió la vida ayer junto a cuatro o seis ejecutivos chilenos y
argentinos y dos miembros de la tripulación, cuando el avión privado en que viajaban se
estrelló cerca de Quito.

También se confirmó la muerte de Juan Pedrals Gili, gerente general de la Empresa Nacional

de Petróleos de Chile.

La tragedia se produce un mes después que YPF completara la compra por US$745 millones

de Maxus Energy Corp., compañía estadounidense de gas y petróleo, con sede en Dallas,

fuertemente endeudada y con propiedades en EE.UU., Sudamérica e Indonesia. Estenssoro

esperaba que la compra de Maxus le diera a YPF el talento técnico y administrativo para

expandirse por toda América Latina.


A Estenssoro, boliviano de nacimiento, con frecuencia se le nombraba en Argentina como

posible sucesor del ministro de Economía, Domingo Cavallo. Se le echará muchísimo de

menos , dice Frederick Leuffer, analista de energía de Bear Stearns Inc., en Nueva York. Su

papel fue mucho más allá del típico presidente de una petrolera .

De hecho, a Estenssoro, de 61 años, se le atribuye el mérito de transformar esta empresa mal

administrada en una de las generadoras de energía más eficientes de la región y predilecta de

quienes invierten en mercados emergentes. El martes, YPF anunció ganancias de US$177

millones durante el primer trimestre de 1995, más del doble de los US$74 millones del mismo

período el año anterior.

En la Bolsa de Buenos Aires, las acciones de YPF cayeron un 2,8% a 20,70 pesos. La

negociación de YPF se suspendió durante la mayor parte de la sesión en espera de noticias

sobre el accidente. En Nueva York, el ADR de YPF cerró a US$20,25, una caída del 4,71%.

Estenssoro tenía planes de aprovechar su éxito y presentar ofertas en las futuras

privatizaciones de petróleo y gas en Bolivia y Perú, así como abrir nuevas zonas de exploración

a lo largo del cordón andino, rico en hidrocarburos, y en alta mar en el inexplorado Atlántico

Sur.

Los analistas dicen que no esperan que YPF cambie de curso. Hay un muy buen equipo que

ha trabajado junto mucho tiempo , dice Gabriella Romeri, analista de Barings Securities

Argentina.

YPF convocó para hoy a una reunión de directorio para analizar las consecuencias de la

muerte de Estenssoro, mientras que el presidente de Argentina, Carlos Menem, dijo que

nombraría un sucesor a la brevedad. Con una participación del 20%, el gobierno argentino es

el accionista mayoritario de YPF.


La pregunta es si van a buscar un sucesor de fuera de la firma y si eso desestabilizaría el

actual equipo de gerencia , dice Walter Stoeppelwerth, director en Argentina de Smith New

Court Inc.

12:01 › SOBERANIA HIDROCARBURIFERA

El Gobierno Nacional propuso la


expropiación del 51 por ciento de las
acciones de Repsol en YPF y
declarar de interés público el
autoabastecimiento de combustibles
A través de un proyecto de ley enviado al Congreso, que hoy mismo entrará a la Cámara
alta, el Ejecutivo establece como "objetivo prioritario el logro del autoabastecimiento de
hidrocarburos, y la explotación, la industrialización, el transporte y la comercialización" de
los mismos, dispone la creación del Consejo Federal de Hidrocarburos y la remoción de la
totalidad de los directores y síndicos titulares y suplentes de la empresa. Cristina Kirchner
afirmó que de "proseguir con la política de vaciamiento, de falta de producción y de
exploración, nos tornaríamos en un país inviable, por políticas empresariales y no por falta
de recursos, ya que somos el tercer país en el mundo, luego de China y EE.UU., en
reservas de gas", y agregó que el año pasado fue "la primera vez en 17 años que la
Argentina tuvo que importar gas y petróleo". En el mismo acto, CFK confirmó que mediante
un Decreto de Necesidad y Urgencia el ministro de Planificación, Julio De Vido, fue
designado interventor de la compañía, a quien acompanará el viceministro de Economía,
Axel Kicillof, que se ocupará de los "aspectos económicos y financieros de la gestión".
Luego de denunciar que a pesar de haber reducido la producción YPF-Repsol había
duplicado sus ingresos en el último ejercicio y de cuestionar la necesidad de importar
combustibles para mantener la producción agrícola-ganadera e industrial, Cristina advirtió
que nadie esperara un exabrupto de su parte en respuesta a los agravios que la medida
anunciada hoy pudiera provocar y afirmó que "soy una jefa de Estado, no una patotera: se
trata de una política de recuperación de la soberanía". El proyecto oficial contempla
también que las acciones expropiadas no podrán ser vendidas sin la autorización del
Parlamento, que necesitará las dos terceras partes de sus miembros para su enajenación,
"la misma mayoría que se necesita para modificar la Constitución".

Al hacer uso de la palabra, la Presidenta afirmó que presentó el proyecto para la recuperación
de la soberanía de hidrocarburos porque "somos casi el único país del mundo que no maneja
los recursos naturales", y consignó que desde 1999 hasta el 2011 "la utilidad neta de YPF fue
de 16.450 millones de dolares" y que la empresa distribuyó dividentos por 13.246 millones de
dólares. "El problema fue la desnacionalización", agregó.

Además, la mandataria afirmó que el modelo elegido para el futuro de YPF "no es de
estatización" sino de "recuperación de la soberanía y control" de los hidrocarburos. "Durante
muchos años en distintos sectores de la economía manejados por el Estado, se aplicó un
criterio partidario, que siguió dando argumento a que el Estado era inútil y que sólo los privados
podían manejar recursos del Estado".

En referencia a las posibles repercusiones que la iniciativa pudiera tener en España, CFK
aseguró: "Esta Presidenta no va a contestar ninguna amenaza, no va a responder ningún
exabrupto, no se va a hacer eco de la falta de respeto ni de frases insolentes, porque
represento a los argentinos, soy una jefa de Estado, no una patotera”. Se preguntó además si
alguien la había escuchado reclamarle a España algo acerca del "escandaloso" vaciamiento de
Aerolíneas Argentinas”, y recordó “cómo eran defendidos los empresarios españoles que ahora
están procesados en España, entre otras cosas, por defraudaciones al fisco”.

Más adelante Cristina aclaró que "no tenemos problemas con las rentabilidades, pero sí espero
que las utilidades se reinviertan en el país: tengan la certeza de que si acompañan al país
vamos a seguir trabajando codo a codo”.

El proyecto establece la expropiciación del 51 por ciento de las acciones, de las cuales el
Estado nacional tendrá el 26,01 por ciento del total y las provincias productoras, el 24,99 por
ciento. El texto que hoy mismo ingresará al Senado establece la necesidad de garantizar el
desarrollo económico y el crecimiento "equitativo y sustentable de las provincias", y que el
Ejecutivo "arbitrará las medidas necesarias al cumplimiento de los objetivos planteados con el
concurso de los estados provinciales y el capital público y privado, nacional e internacional".

En el Salón de las Mujeres, la Presidenta estuvo acompañada por el vicepresidente, Amado


Boudou; el titular de la Cámara de Diputados, Julián Dominguez; el jefe de Gabinete, Juan
Manuel Abal Medina; los ministros de Planificación, Julio De Vido; de Interior, Florencio
Randazzo, y de Industria, Débora Giorgi, y la mayoría de los gobernadores.

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