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Colegio de Estudios Científicos y Tecnológicos del Estado de Jalisco

Antología de lecturas
Asignatura: literatura
Tamara Peralta

2016
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Propósitos de la asignatura

Que el estudiante: a. Identifique los recursos que se emplean para realizar el texto literario,
de manera que sean modelo para que él desarrolle sus capacidades expresivas; b. adquiera
los elementos para reconocer y disfrutar los textos literarios. Esto implica relacionar textos
entre sí y con diversas situaciones, valorar el texto mediante criterios estéticos así como
relacionarlo con factores sociales, políticos o económicos; c. explore los textos literarios, de
modo que reconozca o refuerce su identidad personal así como los va- lores que subyacen
al texto; y d. conciba a la literatura como una herramienta comunicativa para construir
identidades y para utilizar el lenguaje en forma creativa.

Relación de Literatura con el perfil de egreso de la Educación Media Superior

El marco en el que se relacionan las competencias genéricas y las disciplinares es la vida


misma y el mundo. La vida, el mundo, la interacción entre ambos y el conocimiento de
estas tres dimensiones presentan múltiples exigencias a las personas: desenvolverse en
contextos plurales, hacer frente al cada vez más amplio universo

de información, mantener una actitud crítica ante el mundo, desarrollar soluciones a


problemas complejos e inéditos, actuar de manera reflexiva y responsable para consigo
mismas y el mundo, así como promover el aprendizaje permanente, la convivencia en la
diversidad, la solidaridad y la democracia. En todo esto juega un papel crucial el arte y, de
manera particular, la literatura, la cual se relaciona con todas las competencias genéricas.

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Edad antigua

Antiguo oriente

Sumeria

La epopeya de Gilgamesh
La epopeya de Gilgamesh narra las andanzas del Rey Gilgamesh, esta obra de origen
sumerio fue hecha en tablas de arcilla con escritura cuneiforme y es posiblemente la
narración más antigua de la historia.

Gilgamesh y Enkidu están destinados a enfrentarse, no obstante al hacerlo deciden mejor


ser amigos; juntos matan al gigante Humbada y al Toro del Cielo, como castigo los dioses
hacen que Enkidu muera joven. Ante la pérdida de su amigo, Gilgamesh decide buscar la
inmortalidad hasta los lugares más lejanos del mundo, se encuentra con Ut-napishtim y su
mujer, únicos sobrevivientes del diluvio, a quienes los dioses concedieron vivir para
siempre.

Esta obra plantea varias interrogantes humanas: el significado de la vida, el miedo que
causa la muerte y la búsqueda de la inmortalidad.

Tablilla XI (fragmento)

Gilgamesh se dirigió al lejano Ut-Napishtim en estos términos: “Te admiro, Ut-Napishtim. y en


nada te veo diferente de mí; verdaderamente, en nada te veo distinto de mí: tienes un corazón
valiente y dispuesto a la lucha y descansas acostado de espaldas. ¿Cómo has podido presentarte
ante la asamblea de los dioses para pedir la inmortalidad?” Ut-Napishtim contestó a Gilgamesh:
“Voy a revelarte, Gilgamesh, algo que se ha mantenido oculto, un secreto de los dioses voy a
contarte: Shuruppak, una ciudad que tú conoces y que se extiende a orillas del Éufrates, era una
ciudad antigua, como sus dioses, cuando éstos decidieron desatar el diluvio. Estaba allí Anu, el
padre de los dioses, el valiente Enlil, su consejero, Ninurta, su heraldo, Ennuge, cuidador de los
regadíos. y también estaba presente Ninigiku-Ea, que en nombre de los dioses dice a la choza de
caña: ‘¡Choza! ¡Choza! ¡Tabique! ¡Tabique! ¡Choza, escucha! ¡Tabique, presta atención! ¡Hombre
de Shuruppak, hijo de Ubartutu, derriba esta casa y construye una nave, abandona las riquezas y
busca la vida, desprecia toda propiedad y mantén viva el alma! Reúne en la nave la semilla de toda
cosa viviente. Que las dimensiones de la nave que has de construir queden bien establecidas: su
longitud ha de ser igual que su anchura; como a Apsu, dale un techo.’ Comprendí y dije a Ea, mi
señor: ‘Será una honra para mí, ¡oh señor!, ejecutar lo que has ordenado, ¿pero qué diré a la
ciudad, al pueblo, a los ancianos?’ Ea abrió la boca y me contestó, a mí, su humilde servidor: ‘Les
dirás lo siguiente: He sabido que Enlil es mi enemigo, y así no puedo vivir en nuestra ciudad ni
pisar el territorio de Enlil. Por lo tanto, acudiré a las aguas profundas para vivir con mi señor Ea.

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Pero él os dará la abundancia: los más escogidos pájaros, los más raros peces, la tierra con sus
ricas cosechas. Quien, al crepúsculo, gobierna los cereales, os mandará aludes de trigo.’ (Laguna)

Los pequeños se encargaron de acarrear betún, mientras los mayores trajeron todo lo que era
necesario. Al quinto día, levantó el armazón, cuyo fondo era de un acre. Diez docenas de codos de
altura tenía cada uno de sus lados, diez docenas de codos cada lado de la cuadrada cubierta. Di
forma a sus dos costados y los uní. De seis cubiertas doté a la nave, que quedó dividida en siete
partes. Dividí su planta en nueve partes. Examiné las pértigas y me procuré abastecimientos. Seis
cargas de betún vertí en el horno, y vertí en él también tres cargas de asfalto, tres cargas de aceite
trajeron en cestos los acarreadores, además de la carga que consumieron los calafateadores y de
las dos que estibó el batelero. Sacrifiqué bueyes para la gente y degollé corderos cada día.

Todo cuanto yo tenía fue subido a bordo. Todo cuanto yo tenía de plata fue subido a bordo. Todo
cuanto yo tenía de oro fue subido a bordo. Todo cuanto yo tenía de criaturas vivas fue subido a
bordo. Toda mi familia y parientes fueron subidos a bordo. Los animales del campo, las bestias
salvajes del campo y todos los artesanos, dispuse que subieran a bordo. Shamash había fijado la
hora para mí: ‘Cuando el que gobierna el tiempo nocturno desate un gran aguacero, sube a bordo
y cierra la escotilla’. Observé el estado del tiempo y vi que amenazaba tormenta. Subí a la nave, y
cerré la principal escotilla y Puzur-Amurri, el batelero, cerró las otras y tomó el mando. Cuando
apuntó el alba, una negra nube cubría el horizonte.

Durante seis días y seis noches sopló el viento del diluvio, la tormenta del sur barrió la tierra. Al
séptimo día, la tempestad comenzó a ceder, como un ejército en la batalla. El mar se calmó, la
tormenta amainó, la inundación cesó. Observé el tiempo: reinaba la calma y la humanidad se
había cambiado en barro. El paisaje aparecía liso como un techo. Abrí una escotilla, y la luz cayó
sobre mi rostro. Me incliné, reverente, senteme y lloré. Las lágrimas resbalaban por mis mejillas.
Busqué con la mirada la línea de la costa en la expansión de las aguas. En cada una de las catorce
regiones emergía una montaña. La nave se detuvo en el monte Nisir. El monte Nisir retuvo
firmemente a la nave, sin dejar que se moviera. Un día, dos días el monte Nisir retuvo firmemente
a la nave, sin dejar que se moviera. Tres días, cuatro días el monte Nisir retuvo firmemente a la
nave, sin dejar que se moviera. Cinco días, seis días el monte Nisir retuvo firmemente a la nave, sin
dejar que se moviera. Cuando llegó el sexto día, solté una paloma. La paloma emprendió el vuelo,
pero regresó: no había encontrado donde posarse. Entonces solté una golondrina. La golondrina
emprendió el vuelo, pero regresó: no había encontrado lugar donde posarse. Entonces solté un
cuervo. El cuervo emprendió el vuelo, vio la mengua de las aguas, corrió, resbaló, croó y no
regresó. Entonces hice que todo saliera, hacia los cuatro vientos, ofrecí un sacrificio, en la cumbre
de la montaña, preparé siete hogueras para incienso.

Enlil subió a la nave, donde me tomó de la mano; luego tomó de la mano a mi esposa e hizo que se
arrodillara a mi lado. Colocándose entre ambos, tocó nuestras frentes y nos bendijo: ‘Hasta ahora,
Ut-Napishtim, sólo has sido humano; pero desde este momento, tú y tu esposa, seréis como
dioses. ¡Irás a vivir lejos, en la desembocadura de los ríos!’ Tras lo cual, me llevó a vivir lejos, en la
desembocadura de los ríos. En cuanto a ti, ¿quién reunirá a los dioses para que obtengas la vida

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que buscas? ¡Vamos! Trata de dormir durante seis días y seis noches”. En cuanto Gilgamesh se
hubo puesto en cuclillas, el sueño lo envolvió como un huracán. Ut-Napishtim dijo a su esposa:
“Mira al hombre fuerte que desea la inmortalidad: el sueño, como un viento furioso, lo ha
envuelto”.

India
El Ramayana
El Ramayana es un poema de más de 24 mil estrofas, considerado uno de los grandes libros
de la India. Se le atribuye a Valmiki Prachetasa, aunque por su extensión se cree que
pudieron intervenir más autores.

Esta obra narra las batallas de Rama contra los Asuras y Ravana, está dividido en siete
libros o kandas y ha sido traducida a un sinnúmero de lenguas.

Rama es el hijo y heredero del rey Dasaratha, es desterrado a la selva como resultado de
intrigas en el palacio. Lo acompaña su esposa Sita, a quien rapta el rey de los demonios y la
lleva a la isla de Ranka. Aliado con un ejército de monos Rama libra a Sita, vuelven a
palacio y suben al trono.

LOS HEROES MARCHAN A LA SELVA. MUERTE DE DASARATA

Transida por el dolor de la separación que iba a sufrir su hijo, la dulce reina Kausalia lloraba
amargas lágrimas. Laksmana la acompañaba en sus lamentos. El generosos príncipe había acudido
presuroso al lado de la reina al enterarse de su desgracia. Inútil fue que, para consolarla, Rama
dijera que nunca es triste estar dispuesto a cumplir la palabra empeñada por un rey y un padre,
como habían hecho sus antepasados los ragavas, los descendientes de Ragú, el dios celeste que
persigue a la luna en los eclipses, y como un galgo hambriento la devora ocultándola por unos
instantes a la vista de los mortales. Pero Laksmana, el hermano fiel, no consiguió dominar su furor,
y, con los ojos encendidos y coléricas voces, se asemejaba a los elefantes que custodian el trono
de Indra y arrojan fuego por sus terribles órbitas.

Resonaba el acento de Laksmana como la impetuosa corriente de un río desbordado y decía: –


¡Mantener la palabra! ¡La palabra de un rey! ¿Es acaso digno de llamarse juramento lo que se
arranca con perfidia? ¿Debe cumplirse lo prometido cuando el que nos lo exige se vale de los
sentimientos más bajos? ¡La palabra de un rey! ¿Puede prevalecer la astucia de una mujer sobre
las leyes del honor, para convertirlas en instrumento de su bajeza y de su envidia? ¡Quisiera ser yo
el rey a quien una malvada intentase ligar con su propio honor al carro de sus dignos propósitos!
¡Pronto conocería toda la extensión de mi poder y el desprecio que me inspira su rastrera
insolencia! Pero Rama, dueño siempre de sí mismo, le amonestó diciéndole: –Te suplico, querido

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hermano, que calmes tu ira. La dicha y la desventura, toda la vida del hombre, están encerradas en
el hueco de la mano del destino. Imítame, pues, y no te aflijas inútilmente.

Con el corazón destrozado, la dulce reina Kausalia, bendijo a su hijo, rogando al dios que gobierna
los mundos que le protegiera durante su estancia en la selva. Pero la fortaleza del príncipe vaciló
cuando tuvo que comunicar a su dulce y bellísima esposa la fatal noticia y despedirse de ella.
Teniéndola entre sus brazos le dijo que el cumplimiento del deber le impulsaba a ir a vivir durante
nueve años y cinco más a las selvas de Dandaka, rogándole que durante su ausencia considerase a
Barata como a su verdadero rey, sometiéndose en todo a su voluntad y no pronunciando jamás el
nombre de Rama, su esposo, para no hacerse odiosa a los príncipes y cortesanos.

Sita, la siempre obediente y dulce Sita, no pudo soportarlo. No quería dejar ir a la selva a su
marido, pues él era el único objeto de su vida y lejos de él no deseaba palacios ni joyas. Prefería
vivir en la selva, pero a su lado. Inútiles fueron los razonamientos que le hizo Rama, diciéndole los
peligros a que estaría expuesta. –Piensa –le dijo- que el bosque es muy peligroso: en él abundan
las fieras sanguinarias y las charcas pantanosas donde pululan los cocodrilos. Plantas venenosas y
arbustos se entremezclan y los caminos y veredas son de difícil tránsito aun para los elefantes de
gruesas patas. En muchos lugares se carece de agua, y se tiene que dormir durante la noche sobre
la tierra húmeda y desnuda, aunque nuestro cuerpo, cansado, deseara un blando lecho.
Numerosos mosquitos y escorpiones, serpientes y gusanos, toda clase de bichos repugnantes e
infectos vendrán a torturarnos. Y además de esto debo hacer ayunos y penitencias, macerar mi
cuerpo hasta el agotamiento, ceñir mis carnes con un áspero sayal de cáñamo sujeto a la cintura
con una cuerda, y deberé coger de las alturas, tal como ordena la regla de los ascetas, flores para
mi ofrenda cotidiana a los dioses. ¿Cómo podrías tú, hermosa princesa de Mitila, acostumbrada a
los lujos de la corte, resistir estos nueve años y cinco más que debo pasar en la selva?

Pero, lejos de asustarse ante todas aquellas penalidades que le aguardaban, Sita respondió que
aquellos peligros no eran otra cosa que alicientes, pues ella sólo ansiaba compartirlos con su
esposo. Los apasionados ruegos de la joven conmovieron el corazón de Rama, quien tuvo que
acceder, aunque preveía los dolores que habrían de sufrir, y permitió que le acompañara, así como
también Laksmana, su fiel hermano. Y así antes de partir para el destierro, entregaron sus joyas y
bienes a los menesterosos y brahmanes. Pero no pudieron salir de Ayodia en silencio, pues el
pueblo, enterado del castigo impuesto a su joven príncipe y de su generosidad, quiso compartir
también su desgracia, acompañándole largo trecho hasta la orilla del Tamasa, donde acamparon.

Durante la noche, mientras el pueblo dormía, Rama, acompañado de su hermano y su esposa,


atravesó el río, y allí, libre al fin de los lazos y obstáculos que el amor de su pueblo ponía ante su
paso, el héroe comenzó a cumplir su exilio. Al tercer día de camino llegaron los tres desterrados a
las orillas del Ganges. Al cuarto llegaron a la ermita de Baradvaja, cerca de la confluencia del
Ganges y el Jumna. Al quinto día atravesaron el Jumna hasta su orilla meridional, llegando al sexto
al cerro de Tsitrakuta, en donde hallaron al santo varón Valmiki. Alboreaba el día, y Sita, entre su
esposo y su cuñado, atravesaba las aguas turbulentas y oscuras del Jumna. Cerca de la rápida
corriente hicieron alto, comenzando los dos hermanos, tras largas horas dedicadas a la

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meditación, a cortar árboles con su hachas, derribando, con la fuerza de sus brazos, robustos
troncos para construir una cabaña

Israel
El Cantar de los Cantares
La literatura hebrea tiene como libro principal la Biblia, principalmente en la parte que
corresponde al Antiguo Testamento (denominado por los cristianos alconjunto de libros
bíblicos anteriores a la llegada de Jesucristo), en este apartado escrito en hebreo contiene
libros de tipo histórico, proféticos, filosófico-morales y poéticos, estos últimos están
escritos en verso y entre los más importantes están Los Proverbios, Job y El Cantar de los
Cantares.

El Cantar de los Cantares, conocido también como El Cantar de Salomón, es la máxima


expresión lírica de amor, lleno de sensualidad, hermosura e imágenes cargadas de erotismo.
Trata del amor entre un joven pastor y una sulamita, que obligados a separarte se buscan
desesperadamente. Es un texto cargado de metáforas partiendo de la naturaleza, las flores,
la leche, la miel, los frutos y los árboles.

EL ESPOSO:
Cuán hermosa eres, amada mía,
cuán hermosa eres.
Tus ojos son como palomas.

LA ESPOSA:
Cuán hermoso eres, amado mío,
y tan placentero.
Ciertamente nuestro lecho es de exuberante verdor.
Las vigas de nuestras casas son cedros,
nuestros artesonados, cipreses.
Yo soy la rosa de Sarón,
el lirio de los valles.

EL ESPOSO:
Como el lirio entre los espinos,
así es mi amada[b] entre las doncellas.

LA ESPOSA:
Como el manzano entre los árboles del bosque,
así es mi amado entre los jóvenes.

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A su sombra placentera me he sentado,


y su fruto es dulce a mi paladar.
El me ha traído a la sala del banquete,
y su estandarte sobre mí es el amor.
Sustentadme con tortas de pasas,
reanimadme con manzanas,
porque estoy enferma de amor.
Esté su izquierda bajo mi cabeza
y su derecha me abrace.

EL ESPOSO:
Yo os conjuro, oh hijas de Jerusalén,
por las gacelas o por las ciervas del campo,
que no levantéis ni despertéis a mi amor,
hasta que quiera.

LA ESPOSA:
¡Una voz! ¡Mi amado!
He aquí, él viene,
saltando por los montes,
brincando por los collados.
Mi amado es semejante a una gacela o a un cervatillo.
He aquí, se detiene detrás de nuestro muro,
mirando por las ventanas,
atisbando por las celosías.
Mi amado habló, y me dijo:
“Levántate, amada mía, hermosa mía,
y ven conmigo.
“Pues mira, ha pasado el invierno,
ha cesado la lluvia y se ha ido.
“Han aparecido las flores en la tierra;
ha llegado el tiempo de la poda,
y se oye la voz de la tórtola en nuestra tierra.
“La higuera ha madurado sus higos,
y las vides en flor han esparcido su fragancia.
Levántate amada mía, hermosa mía,
y ven conmigo.”

EL ESPOSO:
Paloma mía, en las grietas de la peña,
en lo secreto de la senda escarpada,
déjame ver tu semblante,

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déjame oír tu voz;


porque tu voz es dulce,
y precioso tu semblante.

EL CORO:
Cazadnos las zorras,
las zorras pequeñas que arruinan las viñas,
pues nuestras viñas están en flor.

LA ESPOSA:
Mi amado es mío, y yo soy suya;
él apacienta su rebaño entre los lirios.
Hasta que sople la brisa del día y huyan las sombras,
vuelve, amado mío, y sé semejante a una gacela
o a un cervatillo sobre los montes de Beter.

En mi lecho, por las noches, he buscado


al que ama mi alma;
lo busqué, mas no lo hallé.
“Me levantaré ahora, y andaré por la ciudad;
por las calles y por las plazas
buscaré al que ama mi alma.”
Lo busqué, mas no lo hallé.
Me hallaron los guardas que rondan la ciudad,
y les dije: “¿Habéis visto al que ama mi alma?”
Apenas los había pasado
cuando hallé al que ama mi alma;
lo agarré y no quise soltarlo,
hasta que lo introduje en la casa de mi madre
y en la alcoba de la que me concibió.

Clásica
La Iliada y La Odisea
Al más grande poeta griego, Homero, se le atribuye la creación de dos grandes obras La
Iliada y La Odisea. Se cree que Homero vivió entre los siglos IX a VII antes de nuestra era,
poco se sabe de su vida al grado que así como varias ciudades griegas se atribuyen su
nacimiento hay quienes cuestionan su existencia.

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La Iliada

Es un poema de carácter épico que consta de 24 rapsodias, relata la guerra entre Troya y
Esparta, misma que dura diez años. El nombre proviene de Ilión, nombre antiguo de la
ciudad de Troya. La guerra Troya tiene su origen con el rapto de Helena, esposa de
Menelao rey de Esparta, quien pide apoyo a los demás reyes griegos, principalmente a
Agamenón para sitiar a la ciudad de las grandes murallas, Troya.

A este llamado acuden Aquiles, guerrero valeroso y considerado invulnerable a las flechas
y Ulises, rey de Itaca.

La Iliada incia Aquiles está encolerizado, pues Agamenón le ha arrebatado a una esclava,
Briseida. Aquiles decide no volver a pelar, no obstante su amigo Patroclo le toma su
armadura y carruaje para enfrentarse a los troyano. Patroclo, vestido de Aquiles, se enfrenta
a Héctor, príncipe de Troya; Héctor mata a Patroclo creyendo que es Aquiles.

Este hecho obliga a Aquiles a enfrentarse a Héctor, lo vence y le da muerte, furioso ata el
cuerpo del príncipe troyano a su carruaje y lo arrastra por las afueras de Troya, más tarde
Príamo rey de Esparta y padre de Héctor, acude con Aquiles para pedirle en cuento de su
hijo y celebrar sus funerales.

CANTO XXII

* Muerte de Héctor *

Aquiles, después de decirle que se vengaría de él si pudiera, torna al campo de batalla y delante de
las puertas de la ciudad encuentra a Héctor, que le esperaba; huye éste, aquél le persigue y dan
tres vueltas a la ciudad de Troya; Zeus coge la balanza de oro y ve que el destino condena a
Héctor, el cual, engañado por Atenea se detiene y es vencido y muerto por Aquiles, no obstante
saber éste que ha de sucumbir poco después que muera el caudillo troyano. 1 Los troyanos,
refugiados en la ciudad como cervatos, se recostaban en los hermosos baluartes, refrigeraban el
sudor y bebían para apagar la sed; y en tanto los aqueos se iban acercando a la muralla, con los
escudos levantados encima de los hombros. La Parca funesta sólo detuvo a Héctor para que se
quedara fuera de Ilio, en las puertas Esceas. Y Febo Apolo dijo al Pelión: 8 -¿Por qué, oh hijo de
Peleo, persigues en veloz carrera, siendo tú mortal, a un dios inmortal? Aún no conociste que soy
una deidad, y no cesa to deseo de alcanzarme. Ya no te cuidas de pelear con los troyanos, a
quienes pusiste en fuga; y éstos han entrado en la población, mientras to extraviabas viniendo
aquí. Pero no me matarás, porque el hado no me condenó a morir. 14 Muy indignado le respondió
Aquiles, el de los pies ligeros: 15 -¡Oh tú, que hieres de lejos, el más funesto de todos los dioses!
Me engañaste, trayéndome acá desde la muralla, cuando todavía hubieran mordido muchos la
tierra antes de llegar a Ilio. Me has privado de alcanzar una gloria no pequeña, y has salvado con
facilidad a los troyanos, porque no temías que luego me vengara. Y ciertamente me vengaría de ti,
si mis fuerzas to permitieran. 21 Dijo y, muy alentado, se encaminó apresuradamente a la ciudad;

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como el corcel vencedor en la carrera de carros trota veloz por el campo, tan ligeramente movía
Aquiles pies y rodillas. 25 EI anciano Príamo fue el primero que con sus propios ojos le vio venir
por la llanura, tan resplandeciente como el astro que en el otoño se distingue por sus vivos rayos
entre muchas estrellas durante la noche obscura y recibe el nombre de "perro de Orión", el cual
con ser brillantísimo constituye una señal funesta porque trae excesivo calor a los míseros
mortales; de igual manera centelleaba el bronce sobre el pecho del héroe, mientras éste corría.
Gimió el viejo, golpeóse la cabeza con las manos levantadas y profirió grandes voces y lamentos,
dirigiendo súplicas a su hijo. Héctor continuaba inmóvil ante las puertas y sentía vehemence deseo
de combatir con Aquiles. Y el anciano, tendiéndole los brazos, le decía en tono lastimero: 38 -
¡Héctor, hijo querido! No aguardes, solo y lejos de los amigos, a ese hombre, para que no mueras
presto a manos del Pelión, que es mucho más vigoroso. ¡Cruel! Así fuera tan caro a los dioses,
como a mí: pronto se lo comerían, tendido en el suelo, los perros y los buitres, y mi corazón se
libraría del terrible pesar. Me ha privado de muchos y valientes hijos, matando a unos y vendiendo
a otros en remotas islas. Y ahora que los troyanos se han encerrado en la ciudad, no acierto a ver a
mis dos hijos Licaón y Polidoro, que parió Laótoe, ilustre entre las mujeres. Si están vivos en el
ejército, los rescataremos con bronce y oro, que todavía to hay en el palacio; pues a Laótoe la dotó
espléndidamente su anciano padre, el ínclito Altes. Pero, si han muerto y se hallan en la morada
de Hades, el mayor dolor será para su madre y para mí que los engendramos; porque el del pueblo
durará menos, si no mueres tú, vencido por Aquiles. Ven adentro del muro, hijo querido, para que
salves a los troyanos y a las troyanas; y no quieras procurar inmensa gloria al Pelida y perder tú
mismo la existencia. Compadécete también de mí, de este infeliz y desgraciado que aún conserva
la razón; pues el padre Cronida me quitará la vida en la senectud y con aciaga suerte, después de
presenciar muchas desventuras: muertos mis hijos, esclavizadas mis hijas, destruidos los tálamos,
arrojados los niños por el suelo en el terrible combate y las nueras arrastradas por las funestas
manos de los aqueos. Y cuando, por fin, alguien me deje sin vida los miembros, hiriéndome con el
agudo bronce o con arma arrojadiza, los voraces perros que con comida de mi mesa crié en el
palacio para que lo guardasen despedazarán mi cuerpo en la puerta exterior, beberán mi sangre,
y, saciado el apetito, se tenderán en el pórtico. Yacer en el suelo, habiendo sido atravesado en la
lid por el agudo bronce, es decoroso para un joven, y cuanto de él pueda verse todo es bello, a
pesar de la muerte; pero que los perros destrocen la cabeza y la barba encanecidas y las panes
verendas de un anciano muerto en la guerra es to más triste de cuanto les puede ocurrir a los
míseros mortales. 77 Así se expresó el anciano, y con las manos se arrancaba de la cabeza muchas
canas, pero no logró persuadir a Héctor. La madre de éste, que en otro sitio se lamentaba llorosa,
desnudó el seno, mostróle el pecho, y, derramando lágrimas, dijo estas aladas palabras: 82 -
¡Héctor! ¡Hijo mío! Respeta este seno y apiádate de mí. Si en otro tiempo te daba el pecho para
acallar tu lloro, acuérdate de tu niñez, hijo amado; y penetrando en la muralla, rechaza desde la
misma a ese enemigo y no salgas a su encuentro. ¡Cruel! Si te mata, no podré llorarte en tu lecho,
querido pimpollo a quien parí, y tampoco podrá hacerlo tu rica esposa, porque los veloces perros
te devorarán muy lejos de nosotras, junto a las naves argivas. 90 De esta manera Príamo y Hécuba
hablaban a su hijo, llorando y dirigiéndole muchas súplicas, sin que lograsen persuadirle, pues
Héctor seguía aguardando a Aquiles, que ya se acercaba. Como silvestre dragón que, habiendo

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comido hierbas venenosas, espera ante su guarida a un hombre y con feroz cólera echa terribles
miradas y se enrosca en la entrada de la cueva, así Héctor, con inextinguible valor, permanecía
quieto, desde que arrimó el terso escudo a la torre prominente. Y gimiendo, a su magnánimo
espíritu le decía: 99 -¡Ay de mí! Si traspongo las puertas y el muro, el primero en dirigirme
baldones será Polidamante, el cual me aconsejaba que trajera el ejército a la ciudad la noche
funesta en que el divinal Aquiles decidió volver a la pelea. Pero yo no me dejé persuadir -mucho
mejor hubiera sido aceptar su consejo--, y ahora que he causado la ruina del ejército con mi
imprudencia temo a los troyanos y a las troyanas, de rozagantes peplos, y que alguien menos
valiente que yo exclame: «Héctor, fiado en su pujanza, perdió las tropas». Así hablarán; y
preferible fuera volver a la población después de matar a Aquiles, o morir gloriosamente delante
de ella. ¿Y si ahora, dejando en el suelo el abollonado escudo y el fuerte casco y apoyando la pica
contra el muro, saliera al encuentro del irreprensible Aquiles, le dijera que permitía a los Atridas
llevarse a Helena y las riquezas que Alejandro trajo a Ilio en las cóncavas naves, que esto fue to
que originó la guerra, y le ofreciera repartir a los aqueos la mitad de lo que la ciudad contiene; y
más tarde tomara juramento a los troyanos de que, sin ocultar nada, formarian dos lotes con
cuantos bienes existen dentro de esta hermosa ciudad?... Mas ¿por qué en tales cosas me hace
pensar el corazón? No, no iré a suplicarle; que, sin tenerme compasión ni respeto, me mataría
inerme, como a una mujer, tan pronto como dejara las armas. Imposible es mantener con él,
desde una encina o desde una roca, un coloquio, como un mancebo y una doncella; como un
mancebo y una dondella suelen mantener. Mejor será empezar el combate cuanto antes, para que
veamos pronto a quién el Olímpico concede la victoria. 131 Tales pensamientos revolvía en su
mente, sin moverse de aquel sitio, cuando se le acercó Aquiles, igual a Enialio, el impetuoso
luchador, con el terrible fresno del Pelión sobre el hombro derecho y el cuerpo protegido por el
bronce que brillaba como el resplandor del encendido fuego o del sol naciente. Héctor, al verlo, se
puso a temblar y ya no pudo permanecer allí; sino que dejó las puertas y huyó espantado. Y el
Pelida, confiando en sus pies ligeros, corrió en seguimiento del mismo. Como en el monte el
gavilán, que es el ave más ligera, se lanza con fácil vuelo tras la tímida paloma, ésta huye con
tortuosos giros y aquél la sigue de cerca, dando agudos graznidos y acometiéndola repetidas
veces, porque su ánimo le incita a cogerla, así Aquiles volaba enardecido y Héctor movía las ligeras
rodillas huyendo azorado en torno de la muralla de Troya. Corrían siempre por la carretera, fuera
del muro, dejando a sus espaldas la atalaya y el lugar ventoso donde estaba el cabrahígo; y
llegaron a los dos cristalinos manantiales, que son las fuentes del Escamandro voraginoso. El
primero tiene el agua caliente y lo cubre el humo como si hubiera allí un fuego abrasador; el agua
que del segundo brota es en el verano como el granizo, la fría nieve o el hielo. Cerca de ambos hay
unos lavaderos de piedra, grandes y hermosos, donde las esposas y las bellas hijas de los troyanos
solían lavar sus magníficos vestidos en tiempo de paz, antes que llegaran los aqueos. Por a11í
pasaron, el uno huyendo y el otro persiguiéndolo: delante, un valiente huía, pero otro más fuerte
le perseguía con ligereza; porque la contienda no era por una víctima o una piel de buey, premios
que suelen darse a los vencedores en la carrera, sino por la vida de Héctor, domador de caballos.
Como los solípedos corceles que tomán parte en los juegos en honor de un difunto corren
velozmente en torno de la meta donde se ha colocado como premio importante un trípode o una

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Tamara Peralta
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mujer, de semejante modo aquéllos dieron tres veces la vuelta a la ciudad de Príamo, corriendo
con ligera planta. Todas las deidades los contemplaban. Y Zeus, padre de los hombres y de los
dioses, comenzó a decir: 168 -¡Oh dioses! Con mis ojos veo a un caro varón perseguido en torno
del muro. Mi corazón se compadece de Héctor, que tantos muslos de buey ha quemado en mi
obsequio en las cumbres del Ida, en valles abundoso, y en la ciudadela de Troya; y ahora el divino
Aquiles le persigue con sus ligeros pies en derredor de la ciudad de Príamo. Ea, deliberad, oh
dioses, y decidid si lo salvaremos de la muerte ó dejaremos que, a pesar de ser esforzado,
sucumba a manos del Pelida Aquiles. 177 Respondióle Atenea, la diosa de ojos de lechuza: 178 -
¡Oh padre, que lanzas el ardiente rayo y amontonas las nubes! ¿Qué dijiste? ¿De nuevo quieres
librar de la muerte horrísona a ese hombre mortal, a quien tiempo ha que el hado condenó a
morir? Hazlo, pero no todos los dioses te lo aprobaremos. 182 Contestó Zeus, que amontona las
nubes: 183 Tranquilízate, Tritogenia, hija querida. No hablo con ánimo benigno, pero contigo
quiero ser complaciente. Obra conforme a tus deseos y no desistas. 186 Con tales voces instigóle a
hacer lo que ella misma deseaba, y Atenea bajó en raudo vuelo de las cumbres del Olimpo. 188
Entre canto; el veloz Aquiles perseguía y estrechaba sin cesar a Héctor. Como el perro va en el
monte por valles y cuestas tras el cervatillo que levantó de la cama, y, si éste se esconde, azorado,
debajo de los arbustos, corre aquél rastreando hasta que nuevamente lo descubre; de la misma
manera, el Pelión, de pies ligeros, no perdía de vista a Héctor. Cuantas veces el troyano intentaba
encaminarse a las puertas Dardanias, al pie de las tomes bien construidas, por si desde arriba le
socorrían disparando flechas; otras tantas Aquiles, adelantándosele, lo apartaba hacia la llanura, y
aquél volaba sin descanso cerca de la ciudad. Como en sueños ni el que persigue puede alcanzar al
perseguido, ni éste huir de aquél; de igual manera, ni Aquiles con sus pies podía dar alcance a
Héctor, ni Héctor escapar de Aquiles. ¿Y cómo Héctor se hubiera librado entonces de las Parcas de
la muerte que le estaba destinada, si Apolo, acercándosele por la postrera y última vez, no le
hubiese dado fuerzas y agilizado sus rodillas? 205 El divino Aquiles hacía con la cabeza señales
negativas a los guerreros, no permitiéndoles disparar amargas flechas contra Héctor: no fuera que
alguien alcanzara la gloria de herir al caudillo y él llegase el segundo. Mas cuando en la cuarta
vuelta llegaron a los manantiales, el padre Zeus tomó la balanza de oro, puso en la misma dos
suertes de la muerte que tiende a lo largo -la de Aquiles y la de Héctor, domador de caballos-,
cogió por el medio la balanza, la desplegó, y tuvo más peso el día fatal de Héctor, que descendió
hasta el Hades. Al instante Febo Apolo desamparó al troyano. Atenea, la diosa de ojos de lechuza,
se acercó al Pelión, y le dijo estas aladas palabras: 216 -Espero, oh esclarecido Aquiles, caro a Zeus,
que nosotros dos procuraremos a los aqueos inmensa gloria, pues al volver a las naves habremos
muerto a Héctor, aunque sea infatigable en la batalla. Ya no se nos puede escapar, por más cosas
que haga Apolo, el que hiere de lejos, postrándose a los pies del padre Zeus, que lleva la égida.
Párate y respira; a iré a persuadir a Héctor para que luche contigo frente a frente. 224 Así habló
Atenea. Aquiles obedeció, con el corazón alegre, y se detuvo en seguida, apoyándose en el arrimo
de la pica de asta de fresno y broncínea punta. La diosa dejóle y fue a encontrar al divino Héctor. Y
tomando la figura y la voz infatigable de Deífobo, llegóse al héroe y pronunció estas aladas
palabras: 229 -¡Mi buen hermano! Mucho te estrecha el veloz Aquiles, persiguiéndote con ligero
pie alrededor de la ciudad de Príamo. Ea, detengámonos y rechacemos su ataque. 232

13 Antología de Lecturas
Tamara Peralta
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Respondióle el gran Héctor, de tremolante casco: 233 -¡Deífobo! Siempre has sido para mí el
hermano predilecto entre cuantos somos hijos de Hécuba y de Príamo, pero desde ahora hago
cuenta de tenerte en mayor aprecio, porque al verme con tus ojos osaste salir del muro y los
demás han permanecido dentro. 238 Contestó Atenea, la diosa de ojos de lechuza: 239 -¡Mi buen
hermano! El padre, la venerable madre y los amigos abrazábanme las rodillas y me suplicaban que
me quedara con ellos -¡de tal modo tiemblan todos!-, pero mi ánimo se sentía atormentado por
grave pesar. Ahora peleemos con brio y sin dar reposo a la pica, para que veamos si Aquiles nos
mata y se lleva nuestros sangrientos despojos a las cóncavas naves, o sucumbe vencido por to
lanza. 246 Así diciendo, Atenea, para engañarlo, empezó a caminar. Cuando ambos guerreros se
hallaron frente a frente, dijo el primero el gran Héctor, el de tremolante casco: 250-No huiré más
de ti, oh hijo de Peleo, como hasta ahora. Tres veces di la vuelta, huyendo, en torno de la gran
ciudad de Príamo, sin atreverme nunca a esperar tu acometida. Mas ya mi ánimo me impele a
afrontarte, ora te mate, ora me mates tú. Ea, pongamos a los dioses por testigos, que serán los
mejores y los que más cuidarán de que se cumplan nuestros pactos: Yo no te insultaré cruelmente,
si Zeus me concede la victoria y logro quitarte la vida; pues tan luego como te haya despojado de
las magníficas armas, oh Aquiles, entregaré el cadáver a los aqueos. Pórtate tú conmigo de la
misma manera. 260 Mirándole con torva faz, respondió Aquiles, el de los pies ligeros: 261 -
¡Héctor, a quien no puedo olvidar! No me hables de convenios. Como no es posible que haya fieles
alianzas entre los leones y los hombres, ni que estén de acuerdo los lobos y los corderos, sino que
piensan continuamente en causarse daño unos a otros, tampoco puede haber entre nosotros ni
amistad ni pactos, hasta que caiga uno de los dos y sacie de sangre a Ares, infatigable
combatiente. Revístete de toda clase de valor, porque ahora te es muy preciso obrar como
belicoso y esforzado campeón. Ya no te puedes escapar. Palas Atenea te hará sucumbir pronto,
herido por mi lanza, y pagarás todos juntos los dolores de mis amigos, a quienes mataste cuando
manejabas furiosamente la pica. 273 En diciendo esto, blandió y arrojó la fornida lanza. El
esclarecido Héctor, al verla venir, se inclinó para evitar el golpe: clavóse la broncínea lanza en el
suelo, y Palas Atenea la arrancó y devolvió a Aquiles, sin que Héctor, pastor de hombres, lo
advirtiese. Y Héctor dijo al eximio Pelión: 279 -¡Erraste el golpe, oh Aquiles, semejante a los dioses!
Nada te había revelado Zeus acerca de mi destino, como afirmabas; has sido un hábil forjador de
engañosas palabras, para que, temiéndote, me olvidara de mi valor y de mi fuerza. Pero no me
clavarás la pica en la espalda, huyendo de ti: atraviésame el pecho cuando animoso y frente a
frente to acometa, si un dios te lo permite. Y ahora guárdate de mi broncínea lanza. ¡Ojalá que
toda ella penetrara en tu cuerpo! La guerra sería más liviana para los troyanos, si tú murieses;
porque eres su mayor azote. 289 Así habló; y, blandiendo la ingente lanza, despidióla sin errar el
tiro, pues dio un bote en medio del escudo del Pelida. Pero la lanza fue rechazada por la rodela, y
Héctor se irritó al ver que aquélla había sido arrojada inútilmente por su brazo; paróse, bajando la
cabeza, pues no tenía otra lanza de fresno; y con recia voz llamó a Deífobo, el de luciente escudo,
y le pidió una larga pica. Deífobo ya no estaba a su lado. Entonces Héctor comprendiólo todo, y
exclamó: 297 -¡Oh! Ya los dioses me llaman a la muerte. Creía que el héroe Deífobo se hallaba
conmigo, pero está dentro del muro, y fue Atenea quien me engañó. Cercana tengo la perniciosa
muerte, que ni tardará, ni puedo evitarla. Así les habrá placido que sea, desde hace tiempo, a Zeus

14 Antología de Lecturas
Tamara Peralta
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y a su hijo, el que hiere de lejos; los cuales, benévolos para conmigo, me salvaban de los peligros.
Ya la Parca me ha cogido. Pero no quisiera morir cobardemente y sin gloria, sino realizando algo
grande que llegara a conocimiento de los venideros. 306 Esto dicho, desenvainó la aguda espada,
grande y fuerte, que llevaba en el costado. Y encogiéndose, se arrojó como el águila de alto vuelo
se lanza a la llanura, atravesando las pardas nubes, para arrebatar la tierna corderilla o la tímida
liebre; de igual manera arremetió Héctor, blandiendo la aguda espada. Aquiles embistióle, a su
vez, con el corazón rebosante de feroz cólera: defendía su pecho con el magnífico escudo labrado,
y movía el luciente casco de cuatro abolladuras, haciendo ondear las bellas y abundantes crines de
oro que Hefesto había colocado en la cimera. Como el Véspero, que es el lucero más hermoso de
cuantos hay en el cielo, se presenta rodeado de estrellas en la obscuridad de la noche, de tal modo
brillaba la pica de larga punta que en su diestra blandía Aquiles, mientras pensaba en causar daño
al divino Héctor y miraba cuál parte del hermoso cuerpo del héroe ofrecería menos resistencia.
Éste lo tenía protegido por la excelente armadura de bronce que quitó a Patroclo después de
matarlo, y sólo quedaba descubierto el lugar en que las clavículas separan el cuello de los
hombros, la garganta que es el sitio por donde más pronto sale el alma: por a11í el divino Aquiles
envasóle la pica a Héctor, que ya lo atacaba, y la punta, atravesando el delicado cuello, asomó por
la nuca. Pero no le cortó el garguero con la pica de fresno que el bronce hacía ponderosa, para que
pudiera hablar algo y responderle. Héctor cayó en el polvo, y el divino Aquiles se jactó del triunfo,
diciendo: 331 -¡Héctor! Cuando despojabas el cadáver de Patroclo, sin duda te creíste salvado y no
me temiste a mí porque me hallaba ausente. ¡Necio! Quedaba yo como vengador, mucho más
fuerte que él, en las cóncavas naves, y te he quebrado las rodillas. A ti los perros y las aves te
despedazarán ignominiosamente, y a Patroclo los aqueos le harán honras fúnebres. 336 Con
lánguida voz respondióle Héctor, el de tremolante casco: 337 -Te lo ruego por tu alma, por tus
rodillas y por tus padres: ¡No permitas que los perros me despedacen y devoren junto a las naves
aqueas! Acepta el bronce y el oro que en abundancia te darán mi padre y mi veneranda madre, y
entrega a los míos el cadáver para que lo lleven a mi casa, y los troyanos y sus esposas lo
entreguen al fuego. 344 Mirándole con torva faz, le contestó Aquiles, el de los pies ligeros: 345 -No
me supliques, ¡perro!, por mis rodillas ni por mis padres. Ojalá el furor y el coraje me incitaran a
cortar tus carnes y a comérmelas crudas. ¡Tales agravios me has inferido! Nadie podrá apartar de
tu cabeza a los perros, aunque me traigan diez o veinte veces el debido rescate y me prometan
más, aunque Príamo Dardánida ordene redimirte a peso de oro; ni, aun así, la veneranda madre
que te dio a luz te pondrá en un lecho para llorarte, sino que los perros y las aves de rapiña
destrozarán to cuerpo. 355 Contestó, ya moribundo, Héctor, el de tremolante casco: 356 -Bien lo
conozco, y no era posible que te persuadiese, porque tienes en el pecho un corazón de hierro.
Guárdate de que atraiga sobre ti la cólera de los dioses, el día en que Paris y Febo Apolo te darán
la muerte, no obstante tu valor, en las puertas Esceas. 361 Apenas acabó de hablar, la muerte le
cubrió con su manto: el alma voló de los miembros y descendió al Hades, llorando su suerte,
porque dejaba un cuerpo vigoroso y joven. Y el divino Aquiles le dijo, aunque muerto lo viera: 365
-¡Muere! Y yo recibiré la Parca cuando Zeus y los demás dioses inmortales dispongan que se
cumpla mi destino.

15 Antología de Lecturas
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La Odisea
Es la obra posterior a La Iliada, se deriva del nombre Odyssea, nombre griego de Ulises,
Odyseus. Es poema que costa de 24 rapsodias escritas en griego clásico.

Al terminar la guerra de Troya los griegos regresan a casa. A causa del viento, Ulises
recorre el camino más largo, en él le suceden una serie de aventuras que hacen que el viaje
a Itaca dure diez años.

Ulises está casado con Penélope, a quien pretenden obligar a que elija otro hombre por
esposo pues se cree que éste ha muerto en el mar; Penélope acepta casarse con la condición
de terminar de tejer su colcha nupcial antes de hacerlo, así que por las mañanas teje y por
las noches deshace el tejido.

CANTO XXII LA VENGANZA (Fragmento)

Entonces el muy astuto Odiseo se despojó de sus andrajos, saltó al gran umbral con el arco y el
carcaj lleno de flechas y las derramó ante sus pies diciendo a los pretendientes:

«Ya terminó este inofensivo certamen; ahora veré si acierto a otro blanco que no ha alcanzado
ningún hombre y Apolo me concede gloria.»

Así dijo, y apuntó la amarga saeta contra Antínoo. Levantaba éste una hermosa copa de oro de
doble asa y la tenía en sus manos para beber el vino. La muerte no se le había venido a las
mientes, pues ¿quién creería que, entre tantos convidados, uno, por valiente que fuera, iba a
causarle funesta muerte y negro destino? Pero Odiseo le acertó en la garganta y le clavó una
flecha; la punta le atravesó en línea recta el delicado cuello, se desplomó hacia atrás, la copa se le
cayó de la mano al ser alcanzado y al punto un grueso chorro de humana sangre brotó de su nariz.
Rápidamente golpeó con el pie y apartó de sí la mesa, la comida cayó al suelo y se mancharon el
pan y la carne asada.

Los pretendientes levantaron gran tumulto en el palacio al verlo caer, se levantaron de sus
asientos lanzándose por la sala y miraban por todas las bien construidas paredes, pero no había en
ellas escudo ni poderosa lanza que poder coger. E increparon a Odiseo con coléricas palabras:

«Forastero, haces mal en disparar el arco contra los hombres; ya no tendrás que afrontar más
certámenes, pues te espera terrible muerte. Has matado a uno que era el más excelente de. los
jóvenes de Itaca; te van a comer los buitres aquí mismo.»

Así lo imaginaban todos, porque en verdad creían que lo había matado involuntariamente; los
necios no se daban cuenta de que también sobre ellos pendía el extremo de la muerte. Y
mirándolos torvamente les dijo el muy astuto Odiseo:

16 Antología de Lecturas
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«Perros, no esperabais que volviera del pueblo troyano cuando devastabais mi casa, forzabais a las
esclavas y, estando yo vivo tratabais de seducir a mi esposa sin temer a los dioses que habitan el
ancho cielo ni venganza alguna de los hombres. Ahora pende sobre vosotros todos el extremo de
la muerte.»

Así habló y se apoderó de todos el pálido terror y buscaba cada uno por dónde escapar a la
escabrosa muerte. Eurímaco fue el único que le contestó diciendo:

«Si de verdad eres Odiseo de Itaca que ha llegado, tienes razón en hablar así de las atrocidades
que han cometido los aqueos en el palacio y en el campo. Pero ya ha caído el causante de todo,
Antínoo; fue él quien tomó la iniciativa, no tanto por intentar el matrimonio como por concebir
otros proyectos que el Cronida no llevó a cabo: reinar sobre el pueblo de la bien construida Itaca
tratando de matar a tu hijo con asechanzas. Ya ha muerto éste por su destino, perdona tú a tus
conciudadanos, que nosotros, para aplacarte públicamente, te compensaremos de lo que se ha
comido y bebido en el palacio estimándolo en veinte bueyes cada uno por separado, y te
devolveremos bronce y oro hasta que tu corazón se satisfaga; antes de ello no se te puede
reprochar que estés irritado.»

Y mirándole torvamente le dijo el muy astuto Odiseo: «Eurímaco, aunque me dierais todos los
bienes familiares y añadierais otros, ni aun así contendría mis manos de matar hasta que los
pretendientes paguéis toda vuestra insolencia. Ahora sólo os queda luchar conmigo o huir, si es
que alguno puede evitar la muerte y las Keres, pero creo que nadie escapará a la escabrosa
muerte. Así habló y las rodillas y el corazón de todos desfallecieron allí mismo. Eurímaco habló
otra vez entre ellos y dijo: «Amigos, no contendrá este hombre sus irresistibles manos, sino que
una vez que ha cogido el pulido arco y el carcaj lo disparará desde el pulido umbral hasta matarnos
a todos. Pensemos en luchar; sacad las espadas, defendeos con las mesas de los dardos que
causan rápida muerte. Unámonos todos contra él por si logramos arrojarlo del umbral y las
puertas, vayamos por la ciudad y que se promueva gran alboroto: sería la última vez que manejara
el arco.»

Así habló, y sacando la aguda espada de bronce, de doble filo, se lanzó contra él con horribles
gritos. Al mismo tiempo le disparó una saeta el divino Odiseo, y acertándole en el pecho, junto a la
tetilla, le clavó la veloz flecha en el hígado. Se le cayó de la mano al suelo la espada y doblándose
se desplomó sobre la mesa y derribó por tierra los manjares y la copa de doble asa. Golpeó el
suelo con su frente, con espíritu conturbado, y sacudió la silla con ambos pies, y una niebla se
esparció por sus ojos. Anfínomo se fue derecho contra el ilustre Odiseo y sacó la aguda espada por
si podía arrojarlo de la puerta, pero se le adelantó Telémaco y le clavó por detrás la lanza de
bronce entre los hombros y le atravesó el pecho. Cayó con estrépito y dio de bruces en el suelo.

Telémaco se retiró dejando su lanza de larga sombra allí, en Anfínomo, por temor a que alguno de
los aqueos le clavara la espada mientras él arrancaba la lanza de larga sombra o le hiriera al estar
agachado. Echó a correr y llegó enseguida adonde estaba su padre y, poniéndose a su lado, le
dirigió aladas palabras: «Padre, voy a traerte un escudo y dos lanzas y un casco todo de bronce

17 Antología de Lecturas
Tamara Peralta
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que se ajuste a tu cabeza. De paso me pondré yo las armas y daré otras al porquero y al boyero,
que es mejor estar armados.» Y le respondió el muy astuto Odiseo: «Tráelas corriendo mientras
tengo flechas para defenderme, no sea que me arrojen de la puerta al estar solo.»

Así habló, y Telémaco obedeció a su padre. Fue a la estancia donde estaban sus famosas armas y
tomó cuatro escudos, ocho lanzas y cuatro cascos de bronce con crines de caballo, los llevó y se
puso enseguida al lado de su padre. Primero protegió él su cuerpo con el bronce y, cuando los dos
siervos se habían puesto hermosas armaduras, se colocaron todos junto al prudente y astuto
Odiseo. Mientras tuvo flechas para defenderse, fue hiriendo sin interrupción a los pretendientes
en su propia casa apuntando bien. Y caían uno tras otro. Pero cuando se le acabaron las flechas al
soberano, una vez que las hubo disparado, apoyó el arco contra una columna del bien construido
aposento, junto al muro reluciente, y se cubrió los hombros con un escudo de cuatro pieles; en la
robusta cabeza se colocó un labrado casco el penacho de crines de caballo ondeaba terrible en lo
alto , y tomó dos poderosas lanzas guarnecidas con bronce. Había en la bien construida pared un
postigo y en el umbral extremo de la sólida estancia había una salida hacia un corredor y estaba
cerrado por batientes bien ajustados. Mandó Odiseo que lo custodiara el divino porquero
manteniéndose firme en él, pues era la única. salida. Entonces Agelao les habló a todos con estas
palabras: «Amigos, ¿no habrá nadie que ascienda por el postigo, se lo diga a la gente y se produzca
al punto un tumulto? Sería la última vez que éste manejara el arco.» Y le respondió el cabrero
Melantio: «No es posible, Agelao de linaje divino; está muy cerca la hermosa puerta del patio y es
difícil la salida al corredor; un solo hombre, que sea valiente, nos contendría a todos. Pero, vamos,
os traeré armas de la despensa, pues creo que allí, y no en otro sitio, las colocaron Odiseo y su
ilustre Hijo.» Así diciendo, subió el cabrero Melantio por una tronera del mégaron a la estancia de
Odiseo, de donde tomó doce escudos, otras tantas lanzas e igual número de cascos de bronce con
crines de caballo. Fue y se lo entregó rápidamente a los pretendientes.

Entonces sí que desfallecieron las rodillas y el corazón de Odiseo cuando vio que se ponían las
arenas y blandían en sus manos las largas lanzas, pues ahora la empresa le parecía arriesgada. Y al
punto dirigió a Telémaco aladas palabras: «Telémaco, alguna de las mujeres del palacio, o
Melantio, encienden contra nosotros combate funesto.» Y le respondió Telémaco discretamente:
«Padre, yo tuve la culpa de ello, no hay otro culpable, que dejé abierta la bien ajustada puerta de
la habitación, y su espía ha sido más hábil. Pero vete, divino Eumeo, y cierra la puerta de la
despensa; y entérate de si quien hace esto es una mujer o Melantio, el hijo de Dolio, como yo
creo.»

Mientras así hablaban entre sí, el cabrero Melantio volvió a la estancia para traer hermosas armas,
pero se dio cuenta el divino porquero y al punto dijo a Odiseo, que estaba cerca: «Hijo de Laertes,
de linaje divino, Odiseo rico en ardides, aquel hombre desconocido del que sospechábamos ha
vuelto al aposento.

La Eneida
18 Antología de Lecturas
Tamara Peralta
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La Eneida, es el poema épico más grande del pueblo latino, escrito por Virgilio La Eneida
viene de Eneas, soldado troyano que combatió contra los griegos. La obra está formada por
doce libros, se dice que fue escrita por mandato del emperador Augusto, en el siglo I antes
de nuestra era, para glorificar al imperio romano.

SEXTO LIBRO DE LA ENEIDA (Fragmento)

Habla así Eneas, llorando, y tendidas al viento las velas, deslízase la escuadra; arriba en fin, a las
eubeas playas de Cumas. Vuelven las proas hacia el mar; sujeta el áncora las naves con tenaz
diente y las corvas popas recaman las costas con sus varios colores. Fogoso tropel de mancebos
salta a la ribera hisperia; unos sacan las chispas escondidas en las entrañas del pedernal; otros
despojan el monte, densa guarida de las fieras, y enseñan a sus compañeros los ríos que van
descubriendo. Entretanto el pío Eneas se encamina a las alturas que corona el templo de Apolo y a
la recóndita inmensa caverna de la pavorosa Sibila, a quien el delio vate infunde inteligencia y
ánimo grande y revela las cosas futuras. Ya penetran en los bosques de Diana y bajo los dorados
techos.

Es fama que Dédalo, huyendo de los reinos de Minos, osó remontarse por los aires con veloces
alas, surcó el desusado derrotero con dirección a las heladas Osas, y fue a parar encima de la
ciudadela de Calcis: tomada allí tierra por primera vez, te consagró ¡Oh Febo! sus alados remos y
te erigió un soberbio templo. En las puertas representó la muerte de Androgeo y a los Cecrópidas,
condenados ¡Oh miseria! a entregar en castigo, todos los años, siete de sus hijos; vese allí la urna
en que se acaban de echar las suertes. Hace frente a esta escena la isla de Creta: allí están
representados los horribles amores del toro, el delirio de Pasifae y el Minotauro, su biforme prole,
monumento de una execrable pasión.

Allí se ve también aquel asombroso edificio donde no es posible dejar de perderse; por lo cual,
Dédalo, compadecido del vehemente amor de la Reina, resolvió él mismo los artificios y rodeos de
su obra, dirigiendo con un hilo los inciertos pasos de Teseo. Tú también ¡Oh Icaro! hubieras sido
gran parte en aquel tan prodigioso trabajo, si el dolor lo hubiera permitido. Dos veces intentó
esculpir en oro tu desastre; dos veces cayó el cincel de sus manos paternales. Sin duda Eneas y sus
compañeros hubieran seguido recorriendo con la vista todas aquellas maravillas, si ya Acates, a
quien el caudillo troyano había enviado por delante, no hubiese llegado entonces y con él Deifobe,
hija de Glauco, sacerdotisa de Apolo y de Diana, la cual le habló en estos términos: "No es ocasión
ésta de pararte a contemplar tales espectáculos. Lo que ahora importa es que inmoles conforme al
rito siete novillos nunca uncidos al yugo, e igual número de ovejas escogidas de dos años." Dicho
esto a Eneas (y los guerreros no demoran obedecer el sacro mandato), llama la sacerdotisa a los
Troyanos al alto templo. Una de las faldas de la roca eubea se abre en forma de inmensa caverna,
a la que conducen cien anchas bocas y cien puertas, de las cuales salen con estruendo otras tantas
voces, respuestas de la Sibila. Apenas llegaron al umbral, "Ahora es el momento de consultar los
hados, dijo la virgen: ¡he ahí, he ahí el dios!" Apenas pronunció estas palabras a la entrada de la
cueva, inmutósele el rostro y perdió el color y se le erizaron los cabellos; jadeando y sin aliento,
hinchado el pecho, lleno de sacro furor, parece que va creciendo y que su voz no resuena como la
19 Antología de Lecturas
Tamara Peralta
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de los demás mortales, porque la inspira el numen ya más cercano. "¿Demoras tus votos y preces,
Troyano Eneas? dice; ¿Los demoras? Pues ten por cierto que antes no se abrirán las grandes
puertas de este portentoso templo." Dicho esto, calló. Helado terror discurrió por los duros huesos
de los Troyanos, y de lo hondo del pecho exhaló el Rey estas plegarias:

"¡Oh Febo, siempre misericordioso para los grandes trabajos de Troya! ¡Oh tú, que dirigiste los
dardos troyanos y la mano de Paris al cuerpo del nieto de Eeaco! guiado por ti he penetrado en
tantos mares que ciñen vastos continentes, y en las remotas naciones de los Masilios, y en los
campos que rodean las Sirtes. Ya, en fin, pisamos las costas de Italia, que siempre huían de
nosotros. ¡Ay! ¡Ojalá que sólo hasta aquí nos haya seguido la fortuna troyana! Justo es ya que
perdonéis a la nación de Pérgamo, ¡Oh vosotros todos, dioses y diosas enemigos de Ilión y de la
gran gloria que alcanzó la dardania gente! Y tú, ¡Oh santa sacerdotisa, sabedora de lo porvenir,
concede a los Teucros y a sus errantes dioses, fatigados númenes de Troya, que logren por fin
tomar asiento en el Lacio! No pido reinos que no me estén prometidos por los hados. Entonces
erigiré un templo todo de mármol a Febo y a Hécate, e instituiré días festivos, a que daré el
nombre de Febo. Tú también tendrás en mi reino un magnífico santuario, en el que guardaré tus
oráculos y los secretos hados que anuncies a mi nación, y te consagraré ¡Oh alma virgen! varones
escogidos. Sólo te ruego que no confíes tus oráculos a hojas que, revueltas, sean juguete de los
vientos; anúncialos tú misma." Esto dijo Eneas. En tanto, aun no sometida del todo a Febo,
revuélvese en su caverna la terrible Sibila, procurando sacudir de su pecho el poderoso espíritu del
dios; pero cuanto más ella se esfuerza, tanto más fatiga él su espumante boca, domando aquel
fiero corazón e imprimiendo en él su numen. Abrense, en fin, por sí solas las cien grandes puertas
del templo, y llevan los aires las respuestas de la Sibila. "¡Oh tú! que al fin te libraste, exclama, de
los grandes peligros del mar, pero otros mayores te aguardan en tierra. Llegarán sí, los grandes
descendientes de Dárdano a los reinos de Lavino; arranca del pecho ese cuidado; pero también
desearán algún día no haber llegado a ellos.

Veo guerras, horribles guerras, y al Tíber arrastrando olas de espumosa sangre; no te faltarán aquí
ni el Simois, ni el Xanto, ni los campamentos griegos. Ya tiene el Lacio otro Aquiles, hijo también
de una diosa; tampoco te faltará aquí Juno, siempre enemiga de los Troyanos, con lo cual, ¿A qué
naciones de Italia, a qué ciudades no irás, suplicante, a pedir auxilio en tus desastres? Por segunda
vez una esposa extranjera, por segunda vez un himeneo extranjero será la causa de tantos males
para os troyanos... Tú, empero, no sucumbas a la desgracia; antes bien, cada vez más animoso, ve
hasta donde te lo consienta la fortuna. Una ciudad griega, y es lo que menos esperas, te abrirá el
primer camino de la salvación."

Edipo Rey
Sófocles, autor de Edipo Rey fue el poeta trágico griego, se sabe que nació cerca de Atenas
perteneciente a una familia acomodada y participó en la vida política, escribió cerca de cien
tragedias, aunque actualmente sólo se conservan siete, entre ellas: Electra y Edipo Rey.

20 Antología de Lecturas
Tamara Peralta
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Hijo de los reyes de Tebas, Layo y Yocasta, a Edipo le es vaticinado por el oráculo que al
crecer matará a su padre y se casará con su madre, Layo pide a un sirviente que mate al
niño llevándolo al bosque, al estar ahí el sirviente sólo abandona al niño. Edipo es
encontrado por unos campesino y termina siendo adoptado por los reyes de Corinto.

Al crecer, Edipo consulta al oráculo y recibe la misma profecía, por lo que creyendo ser
hijo verdadero de los reyes decide abandonar Corinto.

Se dirige a Tebas, al ingreso a la ciudad tiene un enfrentamiento con varios hombres, a uno
de ellos lo mata era Layo, su padre. Tiempo después, Edipo conoce a Yocasa y se casa con
ella. Tiempo después, Yocasta descubre el cinturón de Layo entre las pertenencias de Edipo
y en ese momento se devela toda la verdad, ¡está casada con su hijo! Va a su habitación y
se suicida ahorcándose. Con sus manos Edipo vacía las cuencas de sus ojos, pues no quiere
ver lo que sucede, ciego y vestido de mendigo se va de Tebas.

ESTROFA 1ª

EDIPO.- ¡Oh nube de mi oscuridad, que me aíslas, sobrevenida de indecible manera, inflexible e
irremediable! ¡Ay, ay de mí de nuevo! ¡Cómo me penetran, al mismo tiempo, los pinchazos de
estos aguijones y el recuerdo de mis males!

CORIFEO.- No tiene nada de extraño que en estos sufrimientos te lamentes y soportes males
dobles.

ANTÍSTROFA 1ª

EDIPO.- ¡Oh amigo!, tú eres aún mi fiel servidor, pues todavía te encargas de cuidarme en mi
ceguera. ¡Uy, uy!, No me pasas inadvertido, sino que, aunque estoy en tinieblas, reconozco, sin
embargo, tu voz.

CORIFEO.- ¡Ah, tú que has cometido acciones horribles! ¿Cómo te atreviste a extinguir así tu
vista?, ¿qué dios te impulsó?

ESTROFA 2ª

EDIPO.- Apolo era, Apolo, amigos, quien cumplió en mí estos tremendos, sí, tremendos,
infortunios míos. Pero nadie los hirió con su mano sino yo, desventurado. Pues ¿qué me quedaba
por ver a mí, a quien, aunque viera, nada me sería agradable de contemplar?

CORO.- Eso es exactamente como dices.

EDIPO.- ¿Qué es, pues, para mí digno de ver o de amar, o qué saludo es posible ya oír con agrado,
amigos? Sáquenme fuera del país cuanto antes, saquen, oh amigos, al que es funesto en gran
medida, al maldito sobre todas las cosas, al más odiado de los mortales incluso para los dioses.

21 Antología de Lecturas
Tamara Peralta
22

CORIFEO.- ¡Desdichado por tu clarividencia, así como por tus sufrimientos! ¡Cómo hubiera
deseado no haberte conocido nunca!

ANTÍSTROFA 2ª

EDIPO.- ¡Así perezca aquel, sea el que sea, que me tomó en los pastos, desatando los crueles
grilletes de mis pies, me liberó de la muerte y me salvó, porque no hizo nada de agradecer! Si
hubiera muerto entonces, no habría dado lugar a semejante penalidad para mí y los míos.

CORO.- Incluso para mí hubiera sido mejor.

EDIPO.- No hubiera llegado a ser asesino de mi padre, ni me habrían llamado los mortales esposo
de la que nací. Ahora, en cambio, estoy desasistido de los dioses, soy hijo de impuros, tengo hijos
comunes con aquella de la que yo mismo -¡desdichado!- nací. Y si hay un mal aún mayor que el
mal, ése alcanzó a Edipo.

CORIFEO.- No veo el modo de decir que hayas tomado una buena decisión. Sería preferible que ya
no existieras a vivir ciego.

EDIPO.- No intentes decirme que esto no está así hecho de la mejor manera, ni me hagas ya
recomendaciones. No sé con qué ojos, si tuviera vista, hubiera podido mirar a mi padre al llegar al
Hades, ni tampoco a mi desventurada madre, porque para con ambos he cometido acciones que
merecen algo peor que la horca. Pero, además, ¿acaso hubiera sido deseable para mí contemplar
el espectáculo que me ofrecen mis hijos, nacidos como nacieron? No por cierto, al menos con mis
ojos.

Ni la ciudad, ni el recinto amurallado, ni las sagradas imágenes de los dioses, de las que yo,
desdichado -que fui quien vivió con más gloria en Tebas-, me privé a mí mismo cuando, en
persona, proclamé que todos rechazaran al impío, al que por obra de los dioses resultó impuro y
del linaje de Layo. Habiéndose mostrado que yo era semejante mancilla, ¿iba yo a mirar a éstos
con ojos francos? De ningún modo. Por el contrario, si hubiera un medio de cerrar la fuente de
audición de mis oídos, no hubiera vacilado en obstruir mi infortunado cuerpo para estar ciego y
sordo. Que el pensamiento quede apartado de las desgracias es grato.

¡Ah, Citerón! ¿Por qué me acogiste? ¿Por qué no me diste muerte tan pronto como me recibiste,
para que nunca hubiera mostrado a los hombres de dónde había nacido? ¡Oh Pólibo y Corinto y
antigua casa paterna -sólo de nombre-, cómo me criaron con apariencia de belleza, pero
corrompido de males por dentro! Ahora soy considerado un infame y nacido de infames.

¡Oh tres caminos y oculta cañada, encinar y desfiladero en la encrucijada, que bebieron, por obra
de mis manos, la sangre de mi padre que es la mía! ¿Se acuerdan aún de mí? ¡Qué clase de
acciones cometí ante la presencia de ustedes y, después, viniendo aquí, cuáles cometí de nuevo!
¡Oh matrimonio, matrimonio, me engendraste y, habiendo engendrado otra vez, hiciste brotar la
misma simiente y diste a conocer a padres, hermanos, hijos, sangre de la misma familia, esposas,
mujeres y madres y todos los hechos más abominables que suceden entre los hombres! Pero no se
puede hablar de lo que no es noble hacer. Ocúltenme sin tardanza, ¡por los dioses!, en algún lugar
fuera del país o mátenme o arrójenme al mar, donde nunca más me puedan ver. Vengan, dígnense

22 Antología de Lecturas
Tamara Peralta
23

tocar a este hombre desgraciado. Obedézcanme, no tengan miedo, ya que mis males ningún
mortal, sino yo, puede arrostrarlos.

Edad media
El cantar de los nibelugos
El cantar de los nibelugos es una obra anónima de origen germánico, se trata de un poema
épico escrito al rededor del siglo XII. Este cantar reúne varias leyendas sobre los pueblos
germánicos, es una mezcla entre situaciones históricas y relatos mitológicos.

El cantar de los nibelugos narra la batalla de Sigfrido, cazador de dragones perteneciente a


la corte de los burgundios. Sigfrido consigue casarse con la princesa Krimilda, pero tiempo
después es atacado a traición por Hagen, quien lo mata. Tras varias situaciones, Krimilda
decapita a Hagen con la espada de Sigfrido , pero Hildebrando quien observa la escena,
lleno de coraje toma la espada de Hagen y parte en dos a Krimilda.

CANTO V

De cómo Sigfrido vio a Krimilda por primera vez

Continuamente se veían marchar hacia el Rhin a los que deseaban concurrir a la fiesta. A cuantos
llegaban atraídos por el cariño hacia el rey, se les ofrecían caballos y vestidos.

Mesas y bancos estaba preparados para los más ilustres y los más bravos, como ya se ha dicho;
treinta y dos príncipes vinieron a la fiesta. Las mujeres se adornaban a porfía para recibirlos.

No se permitió un momento de reposo el joven Geiselher. Los que ya eran conocidos y los
extraños fueron recibidos cordialmente por él, por Gernot y sus hombres. Saludaban a los héroes
en la forma que les correspondía según su clase.

Éstos traían al país muchas monturas de oro rojo; llevaban al Rhin cincelados escudos y magníficos
vestidos. Muchos aun no gozando de buena salud, experimentaron grandísima alegría.

Los que tenían que permanecer en el lecho a causa de sus heridas, se olvidaban de cuán amarga es
la muerte. Los tullidos y los enfermos dejaban de quejarse: la noticia de la fiesta de aquellos días
les alegraba mucho.

¡Iban a vivir en la dicha! Placeres sin cuento y alegrías superiores a sus fuerzas tenían que
experimentar todos los que allí vivían. Grande era el contento que reinaba en todo el país de
Gunter.

23 Antología de Lecturas
Tamara Peralta
24

En la mañana del día de Pascua se acercaron hacia el lugar de la fiesta, brillantemente vestidos,
muchos héroes valerosos, cinco mil o más. En más de un sitio comenzaron ya las diversiones.

El jefe sabía demás cuánto y cuán noblemente el héroe del Niderland amaba a su hermana, a la
que todavía no había visto; pero en la que más que en ninguna otra joven se debía amar a la
belleza. Así dijo al rey Ortewein, señor de Metz:

—Si queréis conseguir gran honor con esta fiesta, dejad que sean admiradas las más hermosas
jóvenes que son el orgullo de Borgoña.

»¿Qué alegría ni que felicidad podría experimentar el hombre, sino existieran hermosas vírgenes y
encantadoras mujeres? Dejad que vuestra hermana aparezca a la vista de vuestros huéspedes.

El consejo no podía ser más halagüeño para muchos héroes. —Lo haré con mucho gusto —
respondió el rey. Todos los que lo escucharon no pudieron menos que manifestarse muy
contentos. Suplicó luego a la reina Uta y a su hermana que vinieran a la fiesta con las jóvenes de su
acompañamiento.

Sacáronse de las arcas hermosos trajes y se prepararon ricos adornos que desde hacia tiempo
permanecían guardados cuidadosamente. Más de una mujer enamorada se atavió con vistosos
colores.

Muchos jóvenes guerreros pienso que serían felices en aquel día viendo hermosísimas mujeres y
que no hubieran aceptado en cambio, los ricos dominios de un rey. Verían con sumo gusto a las
que no conocían.

El poderoso rey mandó que en compañía de su hermana fueran para servirla cien guerreros de su
familia con las espadas desnudas y lo mismo para su madre. Tal era el aparato de la corte en el
país de los Borgoñones.

Uta la rica venía con ellos; había escogido un grupo de mujeres hermosas, compuesto de ciento o
más, llevando todas magníficos vestidos. También Crimilda venía rodeada de muchas jóvenes
bellas.

Salían de un grandioso salón y muchos héroes distinguidos se atropellaban para conseguir ver bien
a la noble virgen.

Avanzaba en aquel momento amorosa, como la rosada aurora saliendo de entre las negras nubes.
Un gran pesar quitó su vista al que hacía mucho tiempo la llevaba en su corazón. Pudo ver a la
hermosa en todo el esplendor de su belleza.

En su traje deslumbraban muchas piedras preciosas; sus bellísimos colores eran de los que
suspiran amor. Por grande que fuera el despecho, nadie hubiera podido decir que había visto una
más hermosa.

24 Antología de Lecturas
Tamara Peralta
25

De la misma manera que la brillante luna oscurece la luz de las estrellas, así la hermosa eclipsaba a
todas las demás mujeres; a su vista se ensanchó el alma de muchos héroes.

Ricas camareras marchaban delante de ella; los valientes guerreros se aglomeraban para ver a la
virgen encantadora. El valiente Sigfrido sentía al mismo tiempo amor y pena.

Pensaba en su interior: «¿Cómo ha sido que me he visto obligado a amarla? esta es una ilusión de
niño; sin embargo, de tener que alejarme, preferiría ser herido de muerte.» Y batallado por estos
pensamientos tornóse muchas veces rojo y pálido.

El hijo de Sigelinda, permanecía allí digno de ser amado, como retratado en pergamino por
habilísimo pintor. Todos confesaban no haber visto nunca a un héroe tan bello.

Los que acompañaban a Crimilda pidieron que cada cual fuera por su lado; los guerreros
obedecieron. La vista de aquellas mujeres de corazón elevado, alegraba a los bravos: se veía
avanzar con riquísimos trajes a muchas jóvenes hermosas. Así dijo el rey Gernot de Borgoña:

—Al héroe que generosamente os ha ofrecido sus servicios, Gunter hermano querido, hazle
honores ante toda esta gente; jamás me avergonzaré de haberte dado este consejo.

»Haz que Sigfrido se aproxime a mi hermana, para que lo salude y seremos felices: que la que
nunca saludó a un guerrero haga homenaje a Sigfrido, pues así nos captaremos la voluntad de
héroe tan arrogante.

Los amigos del jefe fueron a buscarle y hablaron de este modo al héroe del Niderland.

—El rey desea que os aproximéis a su corte, para que su hermana os pueda saludar, honrándoos
de este modo.

El jefe de héroes, sintió que su alma rebosaba de alegría; sentía en su corazón ternura sin aflicción,
pues iba a ver a la hermosa hija de Uta. La tan digna de amor, saludó al hermoso Sigfrido con
decoro y gracia.

Cuando ella vio ante sí al hombre de tan esforzado ánimo, se encendieron sus bellos colores.

—Bienvenido, señor Sigfrido, noble y buen caballero —le dijo la bella.

Este saludo lo alegró y elevó su alma. Se inclinó ante la amorosa y le dio las gracias. El mutuo amor
atraía al uno hacia el otro; y amorosas las miradas se contemplaban con cariño al héroe y la joven,
pero esto lo hacía recatadamente.

Si en aquel momento la blanca mano fue oprimida amorosamente, yo lo ignoro. Pero no puede
creerse que dejaran de hacerlo: aquellos dos corazones enamorados, hubieran sido torpes de otro
modo.

25 Antología de Lecturas
Tamara Peralta
26

Ni en el estío ni en las hermosas mañanas de mayo, experimentó él una alegría tan grande en su
corazón, como la que le hizo sentir el tacto de la mano de aquélla a quien deseaba como esposa.

Así pensaban muchos guerreros. «¡Ah! quien pudiera caminar a su lado y reposar junto a ella,
como veo que él lo hace; todo mi odio se acabaría.» Nunca guerrero alguno había servido a tan
hermosa princesa.

Todos los que habían llegado de los dominios de otros reyes admiraban en el salón a uno y otro.
Permitieron a la joven que abrazara al hombre esforzado; en toda la vida le había sucedido nada
más dulce.

El rey de Dinamarca habló así en aquel momento:

—Por tan elevadas salutaciones muchos han recibido grandes heridas, yo también he
experimentado el poder de la mano de Sigfrido. Que Dios quiera que jamás se le ocurra ir a
Dinamarca.

Por todos lados hicieron abrir paso a la hermosa Crimilda; muchos guerreros valientes
magníficamente vestidos la acompañaron hasta la iglesia. El valeroso héroe se vio pronto alejado
de ella.

Hela aquí que se dirige hacia la catedral, seguida de muchas mujeres. Va tan bien vestida la
princesa, que muchos murmullos se elevaban alrededor de ella; había nacido para recrear las
miradas de más de un héroe.

Grande era la impaciencia de Sigfrido por que acabaran los cantos. Podía felicitarse, pues sabía
que era favorecido por aquélla a quien llevaba en su corazón. Él también acariciaba en su alma a la
hermosa.

Cuando después de la misa salió de la catedral, se invitó al héroe que fuera junto a ella, y la joven
digna de amor comenzó a darle las gracias por lo que ante aquellos guerreros había realizado.

—Que Dios os pague, señor Sigfrido —le dijo la hermosa joven—, lo que habéis hecho para que los
guerreros os estén tan agradecidos y os profesen tan buena amistad.

El comenzó a mirar con ternura a la virgen Crimilda.

—Siempre os serviré lo mismo —respondió el héroe Sigfrido—; y jamás reposará mi cabeza, hasta
que haya conquistado vuestro favor si conservo la vida. Así debe hacerse por vuestro amor,
hermosa Crimilda.

Durante doce días se vio cerca del héroe a la joven digna de elogios, cuando caminaba hacia su
corte seguida de sus amigos. Todos servían al héroe con gran afección. Todos los días había
delante del palacio del rey Gunter alegría, placer y gran ruido; dentro y fuera se veían muchos
hombres valientes. Ortewein y Hagen realizaron prodigios.

26 Antología de Lecturas
Tamara Peralta
27

Todo lo que puede intentarse, lo realizaban inmediatamente aquellos héroes fuertes en el


combate. Aquellos guerreros se hicieron notar por todos los huéspedes. Aquel fue un gran honor
para todo el país de Gunter.

Se adelantaron luego los que se habían visto retenidos por sus heridas; querían participar de la
alegría de muchos de los convidados y luchar con el escudo y la lanza. Muchos combatieron con
ellos, pues sus fuerzas eran grandes.

Mientras duró la fiesta, el rey hizo servir los más delicados manjares. No quería que escaseara
nada de aquello porque un príncipe puede ser reprochado: se le veían atender amistosamente a
todos los convidados. Dijo así:

—Mis buenos guerreros, antes que os marchéis de aquí, aceptad mis regalos; mi intención es la de
seros siempre agradable; no desdeñéis mi fortuna; quiero compartirla con vosotros, tal es mi firme
voluntad.

Los de Dinamarca dijeron a su vez: —Antes de encaminarnos nuevamente a nuestro país,


queremos una paz perpetua; así es menester que sea para nuestros guerreros. A los golpes de los
vuestros hemos perdido un buen número de amigos.

Ludegasto estaba curado ya de sus heridas. El jefe del país de los Sahsen, pudo escapar a las
resultas del combate, pero en aquel país quedaron muchos muertos. El rey Gunter se dirigió en
busca de Sigfrido. Así le dijo al guerrero:

—Aconséjame lo que debo hacer; nuestros prisioneros quieren marchar mañana temprano y
ofrecen una paz durable a mí y a los míos. Dime, héroe valeroso, lo que debo hacer.

»Te daré cuenta de lo que esos héroes me ofrecen: si los dejo partir libremente me enviarán la
cantidad de oro que pueden conducir quinientos caballos.

—Esto sería obrar mal —le respondió el señor Sigfrido—. Dejadlos que partan libremente, y que
tan nobles guerreros desistan en adelante de hacer excursiones hostiles por vuestro país. Que un
apretón de manos de los jefes sea la única garantía.

—Seguiré vuestro consejo; pueden partir cuando quieran.

Se comunicó luego a los enemigos que no se aceptaba nada del oro que habían ofrecido. Los que
los amaban en su patria, lamentaban la derrota de aquellos guerreros.

Trajéronse muchos escudos llenos de joyas y el rey sin pesarlas las distribuyó entre sus amigos.
Puede calcularse que valdrían quinientos marcos o más. El atrevido Gernot había dado este
consejo a Gunter.

Se despidieron en seguida, pues deseaban marchar cuanto antes. Los huéspedes se dirigieron al
encuentro de Crimilda y de la noble Uta, la reina. Nunca hasta entonces habían sido los guerreros
tratados con tanta cortesía.
27 Antología de Lecturas
Tamara Peralta
28

Muchos alejamientos quedaron vacíos cuando partieron hacia su patria. El rey de tan suntuosas
costumbres, permaneció con los suyos y gran número de nobles: todos los días se les veía ir a las
habitaciones de Crimilda.

Sigfrido, el noble héroe, quiso despedirse también, pues no tenía esperanzas de conseguir a la que
llevaba en su corazón. Oyó decir el rey que quería marchar, pero el joven Geiselher le hizo
desechar la idea del viaje.

—¿A dónde quieres marchar, noble Sigfrido?, permanece con nuestros guerreros; quédate, yo te
lo suplico, con Gunter y sus guerreros. Aquí hay muchas hermosas mujeres a las que podrías ver.

—Dejemos nuestros caballos —respondió Sigfrido el fuerte—; quer- ía irme muy lejos de aquí,
pero ya he abandonado tal propósito; guardad vuestros escudos. Quería regresar a mi país, pero
Geiselher me ha convencido honrosamente. De este modo quedó retenido el bravo por la amistad
de los que le querían. En ninguna parte, en ningún país hubiera podido experimentar felicidad más
grande, pues resultó que todos los días podía ver a Crimilda.

El jefe era estimado por su belleza extraordinaria: el tiempo se pasaba en agradables diversiones
de las que el amor era encanto, por más que con frecuencia le hiciera experimentar pena. Por
causa de este amor, tuvo después una muerte lamentable.

El cantar del Mío Cid


El más grande de los cantares de gesta de España, de autor anónimo se dice que fue escrito
a finales del siglo XII o a principios del XIII, relata las batallas heroicas del caballero
Rodrigo Díaz de Vivar, está divido en tres partes: Cantar del destierro, Cantar de las bodas
de las hijas del Cid y Cantar de la afrenta de Corpes.

Rodrigo Díaz de Vivar es desterrado y desposeído de su propiedades y su familia, aunque


después recupera todo incluido el perdón real gracias a la conquista de Valencia.

Las dos hijas del Cid, doña Elvira y doña Sol, son maltratadas en el bosque de Corpes por
sus maridos, los infantes de Carrión, en venganza por las burlas recibidas por parte de los
servidores de Díaz de Vivar al ver su cobardía.

CANTAR TERCERO
La afrenta de Corpes

Tirada 112

Suéltase el león del Cid


Miedo de los infantes de Carrión
El Cid amansa al león
Vergüenza de los infantes

28 Antología de Lecturas
Tamara Peralta
29

Estaba el Cid con los suyos en Valencia la mayor


y con él ambos sus yernos, los infantes de Carrión.
Acostado en un escaño dormía el Campeador,
ahora veréis qué sorpresa mala les aconteció.
De su jaula se ha escapado, y andaba suelto el león,
al saberlo por la corte un gran espanto cundió.
Embrazan sus mantos las gentes del Campeador
y rodean el escaño protegiendo a su señor.
Pero Fernando González, el infante de Carrión,
no encuentra dónde meterse, todo cerrado lo halló,
metióse bajo el escaño, tan grande era su terror.
El otro, Diego González, por la puerta se escapó
gritando con grandes: "No volveré a ver Carrión."
Detrás de una gruesa viga metióse con gran pavor
y, de allí túnica y manto todos sucios los sacó.
Estando en esto despierta el que en buen hora nació
y ve cercado el escaño suyo por tanto varón.
"¿Qué es esto, decid, mesnadas? ¿Qué hacéis aquí alrededor?"
"Un gran susto nos ha dado, señor honrado, el león."
Se incorpora Mío Cid y presto se levantó,
y sin quitarse ni el manto se dirige hacia el león:
la fiera cuando le ve mucho se atemorizó,
baja ante el Cid la cabeza, por tierra la cara hincó.
El Campeador entonces por el cuello le cogió,
como quien lleva un caballo en la jaula lo metió.
Maravilláronse todos de aquel caso del león
y el grupo de caballeros a la corte se volvió.
Mío Cid por sus yernos pregunta y no los halló,
aunque los está llamando no responde ni una voz.
Cuando al fin los encontraron, el rostro traen sin color
tanta broma y tanta risa nunca en la corte se vio,
tuvo que imponer silencio Mío Cid Campeador.
Avergonzados estaban los infantes de Carrión,
gran pesadumbre tenían de aquello que les pasó.

113
El rey Búcar de Marruecos ataca a Valencia

Así estaban los infantes dolidos de gran pesar,


cuando fuerzas de Marruecos Valencia quieren cercar.
Allí en el campo de Cuarto van los moros a acampar,
cincuenta mil tiendas grandes allí plantadas están.
Mandábalos el rey Búcar, de quien habréis oído hablar.

114
Los infantes temen la batalla
El Cid los reprende.

29 Antología de Lecturas
Tamara Peralta
30

Al Cid y a todos los suyos gran contento les entró,


van a tener más ganancias y dan las gracias a Dios.
Pero mucho lo sintieron los infantes de Carrión,
y al ver tanta tienda mora muy poco gusto les dio.
Entonces los dos hermanos se apartaron a un rincón:
"Calculamos las ganancias, pero los peligros no.
Ahora aquí en esta batalla tendremos que entrar los dos,
me parece que ya nunca volveremos a Carrión
y que enviudarán las hijas de Mío Cid Campeador."
Aunque hablaban en secreto, los oye Muño Gustioz
y fue a contarlo en seguida a Rodrigo su señor.
"Ahí tenéis a vuestros yernos. De tan valientes que son
al ir a entrar en batalla echan de menos Carrión.
Idlos vos a consolar, por amor del Creador,
que no entren en la batalla y se estén en paz los dos.
Con vos nos basta a nosotros y ya nos valdrá el Señor."
Mío Cid el de Vivar muy sonriente salió:
"Dios os guarde, yernos míos, los infantes de Carrión,
mis hijas en vuestros brazos están, más blancas que el sol.
Yo suspiro por batallas y vosotros por Carrión.
Quedáos aquí en Valencia, holgad a vuestro sabor,
que de luchar con los moros ya entiendo bastante yo
y a derrotarlos me atrevo con merced del Creador."

115
Mensaje de Búcar
Espolonada de los cristianos
Cobardía del infante Fernando

(Laguna el manuscrito: cincuenta versos que se suplen con el texto de la "Crónica de veinte
reyes.")
Generosidad de Pedro Bermúdez

Cuando estaban hablando de esto envió el rey Búcar al Cid que le dejase Valencia y se marchase
en paz; que, si no, le pagaría todo lo que había hecho. El Cid dijo a aquél que trajera el mensaje:
"Id a decir a Búcar, a aquel hijo de enemigos, que antes de tres días ya le daré yo lo que pide."
Al día siguiente mandó el Cid que se armasen todos los suyos y salió contra los moros. Los infantes
de Carrión le pidieron entonces atacar en primer lugar, y cuando el Cid ya tuvo formadas sus filas,
don Fernando, uno de los infantes, se adelantó para ir a atacar a un moro llamado Aladraf. El
moro, cuando le vio, arrancó también contra él, y el infante, con el gran miedo que le infundió el
moro, volvió riendas y huyó, y ni siquiera se atrevió a esperarle.
Pedro Bermúdez, que iba junto a él, cuando vio aquello fue a atacar el moro, luchó con él y le
mató. Luego cogió el caballo del moro y se fue tras el infante que iba huyendo, y díjole: "Don
Fernando, tomad este caballo y decid a todos que vos matasteis al moro, su dueño, y yo lo
atestiguaré."

30 Antología de Lecturas
Tamara Peralta
31

El infante le dijo: "Don Pedro, mucho os agradezco lo que decís."

"Ojalá llegue algún día en que esto pueda ser pagado."


Allí el infante y don Pedro los dos juntos se tornaron.
Don Pedro dice que es cierto lo que cuenta don Fernando.
Mucho le ha gustado el Cid y también a sus vasallos.
"Todavía creo yo, si quiere el que está en lo alto,
que luchando en campo abierto mis dos yernos serán bravos".
Así hablaba el Cid, y mientras las fuerzas se iban juntando
y en las huestes de los moros los tambores van sonando;
por maravilla lo tienen muchos que aquellos cristianos
que nunca vieran tambores porque son recién llegados.
Más que todos se asombraban don Diego y don Fernando;
si atendieran a su gusto de allí se habrían marchado.
Oíd ahora lo que habló Mío Cid el bienhadado:
"Ven acá, Pedro Bermúdez, tú, mi sobrino tan caro,
cuídame tú de don Diego, cuídame de don Fernando,
que los dos son yernos míos y cosa que mucho amo.
Los moros, si Dios ayuda, no han de quedar en el campo."

116
Pedro Bermúdez se desentiende de los infantes
Minaya y don Jerónimo piden el primer puesto en la batalla

"Yo os digo, Mío Cid, y espero esa caridad,


que este día los infantes por ayo no me tendrán,
acompáñelos quien quiera, que a mí poco se me dan.
Yo en vanguardia con los míos los moros iré a atacar
y vos con los vuestros, Cid, aquí a retaguardia estad,
y si hubiere algún peligro ya me vendréis a ayudar."
El buen Minaya Álvar Fáñez entonces se fué a acercar:
"Escuchad lo que os digo, Cid Campeador leal,
esta batalla de ahora el Señor es quien la hará,
vos gozáis de su favor, y con vos ha de luchar.
Decidnos a cada uno dónde tiene que atacar
y todos su obligación cual vos mandéis cumplirán.
Con Dios y con vuestra suerte veamos lo que va a pasar."
Mío Cid dijo: "No hay prisa, tengamos tranquilidad."
Llega entonces don Jerónimo, muy armado que está,
delante de Mío Cid se fue el obispo a parar:
"Hoy os he dicho la misa de la Santa Trinidad;
si he salido de mi tierra y aquí os vine a buscar
es por ganas que tenía de algunos moros matar,
honrar quiero yo mis armas y mi orden sacerdotal
y ser en esta batalla quien primero atacará.
Traigo yo pendón y armas que de lejos se verán,

31 Antología de Lecturas
Tamara Peralta
32

si así place al Creador hoy las querría ensayar,


porque así mi corazón tranquilo se quedará,
y vos, Mío Cid, por eso aún me estimaríais más.
Si ese favor no me hacéis de aquí me quiero marchar"
Dijo entonces Mío Cid: "Tal como queréis se hará,
allí están los moros, id vuestras armas a probar,
de aquí veremos nosotros qué tal pelea el abad."

Tristán e Isolda
Tristán e Isolda, otro cantar de gestas, es la historia de dos enamorados profundamente , es
una amor extraordinario, entregado en su totalidad. Originalmente fue escrita en francés,
para posteriormente traducirla al alemán y al inglés, para tener su máximo desarrollo
artístico en el siglo XII

De la obra original no se sabe de un autor definitivo, no obstante aparecieron distintas


versiones escritas por Béroul, Thomas de Bretaña y Eilhart von Olberg, pero fue la de
Godofredo de Estrasburgo, quien reunió a las tres anteriores.

XV

ISOLDA LA DE LAS BLANCAS MANOS

Ire de femme est a duter,

Mult s'en deit bien chascuns garder. Cum de leger vient lur amur,

De leger revient lur haür.

(Thomas de Bretaña)

Los amantes no podían ni vivir ni morir el uno fin el otro. La separación no era ni vida ni
muerte, sino la vida y la muerte a la vez.

Por marea, islas y países, Tristán quiso ahuyentar su miseria. Volvió a ver su tierra de
Leonís, donde Rohalt el Fidelísimo recibió a su hijo con lágrimas de ternura; pero, no
pudiendo soportar la descansada vida de su tierra, Tristán se fue por los reinos y los
ducados, buscando aventuras. De Leonís a Frisia, de Frisia a Gavoya, de Alemania a
España, sirvió a muchos señores, acometió muchas empresas. ¡Ay! Durante dos años, no
le llegó de Cornualles ninguna noticia, ningún amigo, ningún mensaje.

Entonces creyó que Isolda había dejado de quererle y que le olvidado.

32 Antología de Lecturas
Tamara Peralta
33

Acaeció que un día, cabalgando solo con Gorvalán, entró en tierras de Bretaña.
Atravesaron un llano devastado. Veíanse por doquier muros derruidos, lugares
despoblados, campos arrasados por el fuego. Sus caballos pisaban cenizas y carbones. Por
la landa desierta, Tristán pensó:

«Estoy fatigado y rendido. ¿De qué me sirven estas aventuras? Mi dama está lejos y jamás
volverá a verla. De dos años a esta parte, ¿por qué no me ha hecho buscar por el mundo?
Ni un mensaje ha mandado. En Tintagel, el rey la honra y la sirve; ella vive con alegría.
¡Con toda seguridad el cascabel del perro encantado cumple bien su misión! Ella me olvida
y poco le importan los duelos y las alegrías de antaño, nada le importa el miserable que
vaga por este país desolado, ¿No olvidaré yo nunca a aquella que me olvida? ¿No
encontraré nunca quien remedie mi desdicha?»

Durante dos días, Tristán y Gorvalán atravesaron campos y caseríos sin ver ni un hombre,
ni un gallo, ni un perro. Al tercer día, a la hora nona, se acercaron a una colina donde se
levantaba una vieja capilla y, muy cerca, la estancia de un ermitaño. El ermitaño no
llevaba vestidos tejidos, sino una piel de cabra con harapos de lana en la espalda.
Prosternado en tierra, con las rodillas y los codos desnudos, rogaba a María Magdalena
que le inspirara oraciones eficaces. Dio la bienvenida a los que llegaban y mientras
Gorvalán metía los caballos en el establo desarmó a Tristán y luego dispuso la cena. No les
ofreció manjares, sino agua de la fuente y pan de cebada amasado con ceniza. Acabaron
de cenar entrada la noche y se sentaron alrededor del fuego. Tristán preguntó cuál era
aquella tierra arruinada.

—Buen señor —dijo el ermitaño—, es la tierra de Bretaña, que pertenece al duque Hoel.
Antes era un hermoso país, rico en praderas y en tierras de labrantío; aquí molinos, allá
manzanos, más allá alquerías. Pero el conde Riol de Nantes lo ha devastado todo; sus
hombres han prendido fuego en todas partes y se han lanzado a sus rapiñas. Sus hombres
se han enriquecido por mucho tiempo. Así es la guerra.

—Hermano —dijo Tristán—, ¿por qué el conde Riol ha afrentado a vuestro señor Hoel de
esta manera?

—Os diré, señor, el motivo de la guerra. Sabed que Riol era el vasallo del duque Hoel.
Ahora bien, el duque tiene una hija, bella entre las más bellas hijas de los grandes señores,
y el conde Riol quería tomarla por esposa. Pero su padre rehusó darla a un vasallo y el
conde Riol probó de llevársela a la fuerza. Ya han muerto muchos hombres por esta
querella.

Tristán preguntó:

33 Antología de Lecturas
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—¿Puede el duque Hoel sostener todavía su guerra?

—A duras penas, señor. Con todo, su último castillo, Carhaix, resiste, todavía, pues las
murallas son fuertes y fuerte es el corazón del hijo del duque Hoel, Kaherdín, el buen
caballero, pero el enemigo los cerca y reduce por hambre: ¿podrán resistir mucho
tiempo?

Tristán preguntó a qué distancia se hallaba el castillo de Carhaix.

—Señor, a dos millas solamente.

Se separaron y fuéronse a acostar. A la mañana siguiente, cuando el ermitaño hubo


cantado y se hubieron partido el pan de cebada y ceniza, Tristán se despidió del prudente
varón y cabalgó hacia Carhaix. Cuando se detuvo al pie de las murallas cerradas, vio una
multitud de hombres en pie sobre el camino de ronda y preguntó por el duque. Hoel se
encontraba entre estos hombres con su hijo Kaherdín. Se dio a conocer, y Tristán le dijo:

—Yo soy Tristán, rey de Leonís, y Marés, el rey de Cornualles, es mi tío. He sabido, señor,
que vuestros vasallos os hacen la guerra y he venido a ofreceros mis servicios.

—¡Ah, caballero Tristán! Seguid vuestro camino y que Dios os recompense. ¿Cómo
acogeros aquí dentro? No tenemos más víveres; no queda ya ni un grano de trigo; sólo
tenemos habas y cebada para subsistir.

—¿Qué importa? —dijo Tristán—. He vivido en una selva durante dos años,
alimentándome con hierbas, raíces y venados, y sabed que esta vida me parecía buena.
Ordenad que me abran esta puerta.

Kaherdín dijo entonces:

—Recibidle, padre mío, si es tan valeroso, para que tenga parte en nuestros bienes y en
nuestros males.

Le recibieron con honor. Kaherdín mostró a su huésped las fuertes murallas y la torre del
homenaje, bien flanqueada de aspilleras reforzadas donde se emboscaban los arqueros.
Por las aspilleras le hizo mirar en la llanura, a lo lejos, las tiendas y los pabellones
plantados por el duque Riol. De regreso, en el umbral del castillo, Kaherdín dijo a Tristán:

—Ahora, buen, amigo, subiremos a la sala donde se hallan mi madre y mi hermana.

Los dos, cogidos de la mano, entraron a la cámara de las Mujeres. Madre e hija, sentadas
sobre una colcha, bardaban en oro un palio de Inglaterra y cantaban una linda canción:
decían cómo la Bella Doeta, sentada al viento bajo el espino blanco, espera y añora a su

34 Antología de Lecturas
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amigo Dóón, qua tarda tanto «n volver. Tristán las saludó y ellas correspondieron. Luego,
los dos caballeros se sentaron a su vera. Kaherdín, mostrando la prenda que bordaba su
madre:

—¡Mirad —dijo—, buen amigo Tristán, qué delicada obrera es mi señora y cuan
maravillosamente sabe adornar las estolas y las casullas, para darlas en limosna a los
monasterios pobres! Y ved cómo las manos de mi hermana hacen correr los hilos de oro
sobre este blanco lienzo. ¡A fe mía, querida hermana, con justicia lleváis el nombre de
Isolda la de las Blancas Manos!

Entonces Tristán, oyendo que se llamaba Isolda, sonrió, mirándola con más dulzura.

Ahora bien, el conde Riol había acampado a tres millas de Carhaix desde hacía muchos
días y los hombres del duque Hoel no se atrevían, para acometerle, a saltar las barreras.
Pero a la mañana siguiente, Tristán, Kaherdín y doce jóvenes caballeros salieron de
Carhaix, ceñida la cota, calados los yelmos, y cabalgaron por los bosques de abetos hasta
las proximidades de las tierras enemigas. Después, surgiendo del lugar de acecho,
arrebataron a la fuerza una formación de carros del conde Riol. Desde aquel día,
alternando varias astucias y proezas, derribaban los convoyes, herían y mataban a sus
hombres y no volvían, nunca a Carhaix sin llevarse alguna presa. Desde entonces Tristán y
Kaherdín empezaron a guardarse fe y afecto, tanto, que se juraron amistad y
compañerismo. Jamás traicionaron esta palabra, como os confirmará la historia.

De regreso de estas cabalgadas, hablando de caballerías y de cortesanía, con frecuencia


Kaherdín loaba ante su querido compañero a su hermana Isolda la de las Blancas Manos,
la sencilla, la bella.

Una mañana, al rayar el alba, un vigía descendió de su torre y corrió por las salas gritando:

—¡Señores, habéis dormido demasiado! Levantaos. ¡Riol viene al asalto!

Caballeros y burgueses se armaron y corrieron a las murallas; vieron por la llanura brillar
los yelmos, flotar los pendones de cendal y toda la hueste de Riol que avanzaba en
hermosa formación, El duque Hoel y Kaherdín dispusieron al punto ante las puertas las
primeras huestes de caballeros. Cuando se encontraron a la distancia de un tiro de arco,
encuadraron los caballos, con las lanzas bajas. Y las flechas les caían encima como lluvia de
abril.

Pero Tristán se armaba a su vez con los que el vigía había despertado últimamente.
Abrocha su jubón, se pone el brial, calza las estrechas polainas y las espuelas de oro;
cíñese la cota, fija el yelmo sobre la celada. Monta y espolea a su caballo hasta la llanura y

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aparece con el escudo erguido contra su pecho gritando: «¡Carhaix!»

Ya, era tiempo; ya los hombres de Hoel retrocedían hacia las fortificaciones. Entonces era
de ver la mezcolanza de caballos derribados y de vasallos heridos, los golpes asestados por
los jóvenes caballeros y la hierba que, bajo sus pasos, quedaba ensangrentada. Delante de
todos, Kaherdín se había detenido gallardamente, viendo arremeter contra él a un audaz
barón, el hermano del conde Riol. Chocaron los dos con las lanzas bajas. El de Nantes
rompió la suya sin hacer vacilar a Kaherdín, quien, de un golpe seguro, destrozó el escudo
del adversario y le hincó su hierro bruñido en su costado hasta el gonfalón. Derribado de
la silla, el caballero se desprende del arzón y cae.

Al grito que lanzó su hermano, el duque Riol arremetió contra Kaherdín a rienda suelta.
Pero Tristán le cerró el paso. Cuando se enfrentaron, la lanza de Tristán se rompió entre
sus manos, y la de Riol, tocando el pecho del caballo enemigo, se clavó en la carne del
animal y le derribó muerto en la hierba. Tristán, rápidamente incorporado, con la bruñida
espada en la mano, le gritó:

—¡Cobarde!, mala muerte merece quien deja al caballero para herir al caballo. No
saldrás vivo de este prado.

—Creo que mentís —respondió Riol, arrojándole su corcel encima.

Pero Tristán esquivó el ataque y levantando el brazo hizo caer pesadamente su hoja sobre
el yelmo de Riol, del cual embarró el círculo y arrancó el nasal. La lanza se deslizó de la
espalda, del caballero al flanco del caballo, que vaciló y se desplomó a su vez. Riol
consiguió desasirse y se incorporó; en pie los dos, con el escudo agujereado y rajado,
desmarrada la cota, luchan cuerpo a cuerpo. Al fin Tristán hiere a Riol en el carbunclo del
yelmo. El círculo cede y el golpe es asestado tan fuertemente que el barón cae sobre las
manos y las rodillas.

—Levántate, si puedes, vasallo —le gritó Tristán—; en mala hora has venido a este campo;
¡vas a morir!

Riol se levantó de nuevo, pero Tristán le derribó de un golpe que hendió el yelmo, cortó la
cofa y descubrió el cráneo. Riol imploró gracia, pidió merced de la vida y Tristán recibió su
espada. Cogióla a tiempo, pues por todos lados acudían los nanteses en ayuda de su
señor. Pero ya éste se había rendido y entregado.

Riol prometió ir a la prisión del duque Hoel, jurarle de nuevo homenaje y fe y restaurar los
caseríos y las villas arrasadas. Dio orden de que terminara la batalla, y sus huestes se
alejaron.

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Cuando los vencedores hubieron regresado a Carhaix, Kaherdín dijo a su padre:

—Señor, mandad llamar a Tristán y retenedle. No hay mejor caballero y será útil a vuestro
país un barón tan intrépido.

Habiendo tomado consejo de sus hombres, el duque Hoel llamó a Tristán.

—Amigo, nunca podré pagaros el bien que me habéis hecho restituyéndome esta tierra.
Quiero, pues, saldar esta deuda. Mi hija Isolda, la de las Blancas Manos, es descendiente
de duques, de reyes y de reinas. Tomadla, os la doy.

—La tomo, señor —dijo Tristán. ¡Ah, señores! ¿Por qué pronunció tal palabra? Por ella
había de venirle la muerte.

Marcado está el día y fijado el término. Viene el duque con sus amigos, Tristán con los
suyos. El capellán canta la misa. Delante de todos, en la puerta del monasterio, según la
ley de la Santa Iglesia, Tristán toma por esposa a Isolda la de las Blancas Manos. Sus bodas
fueron ricas y fastuosas. Pero llegada la noche, mientras los hombres de Tristán le
despojaban de sus vestidos, sucedió que, al quitarle la angosta manga del brial, se llevaron
e hicieron salir del dedo el anillo de jaspe verde, el anillo de Isolda la Rubia. Cae contra las
losas con un claro sonido. Tristán mira y lo ve. Entonces renace su antiguo amor y Tristán
comprende su delito.

Le recuerda el día en que Isolda la Rubia le dio aquel anillo; fue en el bosque donde, por
él, ella, había arrostrado una vida durísima. Y acostado, al lado de la otra Isolda, volvió a
ver la cabaña del Morois. ¿Por qué locura había acusado en su interior de traición a su
amiga? No, ella sufría, por él toda clase de sinsabores y él la había abandonado.

Pero también sentía compasión por su esposa, la sencilla, la bella. Las dos Isoldas le
habían amado en mala hora.

Con todo, Isolda la de las Blancas Manos se extrañaba de oírle suspirar, echado a su vera.
Por último, se atrevió a decirle, toda encendida en rubor:

—Querido señor, ¿os he ofendido en alguna cosa? ¿Por qué no me dais un solo beso?
Decídmelo. Conozca yo mi ofensa y os ofreceré, si puedo, cumplido desagravio.

—Amiga —dijo Tristán—, no os irritéis, pero tengo hecho un voto. Hace poco tiempo, en
otro país, combatí con un dragón, y ya iba a morir cuando me acordé de la Virgen María;
le prometí que, pues por su intercesión me libraba del monstruo, como alguna vez tomara

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mujer, por todo un año me abstendría, de besarla y abrazarla.

—Si es así —dijo Isolda la de las Blancas Manos—, lo sufriré con paciencia.

Pero cuando las sirvientas le pusieron a la mañana siguiente el camisolín de las


desposadas, sonrió tristemente y pensó que no tenía mucho derecho a tales galas.

El Decamerón
El Decamerón (diez días) es un libro escrito por Giovanni Boccaccio a mediados de siglo
XIV, consta de cien cuentos en los que se desarrollan tres temas principales: el amor, la
inteligencia humana y la fortuna. La obra comienza describiendo la peste bubónica, misma
que atacó a Florencia en 1348, lo que provocó que un grupo de diez jóvenes, formado por
siete mujeres y tres hombres, huyen de la ciudad y se instalaran en una villa.

Para entretenerse cada uno de los integrantes del grupo cuenta una historia, hasta llegar a
diez noches; cada uno de los diez se nombre jefe de grupo, alternadamente, cada diez días.
Excepto dos días de cada diez días, uno de los jóvenes es denominado como rey y decide
de qué se tratarán los cuentos.

NARRACIÓN PRIMERA

(Fragmento)

El seor Cepparello engaña a un santo fraile con una falsa confesión y muere después, y habiendo
sido un hombre malvado en vida, es, muerto, reputado por santo y llamado San Ciapelletto.

Conviene, carísimas señoras, que a todo lo que el hombre hace le dé principio con el nombre de
Aquél que fue de todos hacedor; por lo que, debiendo yo el primero dar comienzo a nuestro
novelar, entiendo comenzar con uno de sus maravillosos hechos para que, oyéndolo, nuestra
esperanza en él como en cosa inmutable se afirme, y siempre sea por nosotros alabado su
nombre. Manifiesta cosa es que, como las cosas temporales son todas transitorias y mortales,
están en sí y por fuera de sí llenas de dolor, de angustia y de fatiga, y sujetas a infinitos peligros; a
los cuales no podremos nosotros sin algún error, los que vivimos mezclados con ellas y somos
parte de ellas, resistir ni hacerles frente, si la especial gracia de Dios no nos presta fuerza y
prudencia. La cual, a nosotros y en nosotros no es de creer que descienda por mérito alguno
nuestro, sino por su propia benignidad movida y por las plegarias impetradas de aquellos que,
como lo somos nosotros, fueron mortales y, habiendo seguido bien sus gustos mientras tuvieron
vida, ahora se han transformado con él en eternos y bienaventurados; a los cuales nosotros
mismos, como a procuradores informados por experiencia de nuestra fragilidad, y tal vez no
atreviéndonos a mostrar nuestras plegarias ante la vista de tan grande juez, les rogamos por las
cosas que juzgamos oportunas.

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Y aún más en Él, lleno de piadosa liberalidad hacia nosotros, señalemos que, no pudiendo la
agudeza de los ojos mortales traspasar en modo alguno el secreto de la divina mente, a veces
sucede que, engañados por la opinión, hacemos procuradores ante su majestad a gentes que han
sido arrojadas por Ella al eterno exilio; y no por ello Aquél a quien ninguna cosa es oculta (mirando
más a la pureza del orante que a su ignorancia o al exilio de aquél a quien le ruega) como si fuese
bienaventurado ante sus ojos, deja de escuchar a quienes le ruegan. Lo que podrá aparecer
manifiestamente en la novela que entiendo contar: manifiestamente, digo, no el juicio de Dios
sino el seguido por los hombres.

Se dice, pues, que habiéndose Musciatto Franzesi convertido, de riquísimo y gran mercader en
Francia, en caballero, y debiendo venir a Toscana con micer Carlos Sin Tierra, hermano del rey de
Francia, que fue llamado y solicitado por el papa Bonifacio, dándose cuenta de que sus negocios
estaban, como muchas veces lo están los de los mercaderes, muy intrincados acá y allá, y que no
se podían de ligero ni súbitamente desintrincar, pensó encomendarlos a varias personas, y para
todos encontró cómo; fuera de que le quedó la duda de a quién dejar pudiese capaz de rescatar
los créditos hechos a varios borgoñones.

Y la razón de la duda era saber que los borgoñones son litigiosos y de mala condición y desleales, y
a él no le venía a la cabeza quién pudiese haber tan malvado en quien pudiera tener alguna
confianza para que pudiese oponerse a su perversidad. Y después de haber estado pensando
largamente en este asunto, le vino a la memoria un seor Cepparello de Prato que muchas veces se
hospedaba en su casa de París, que porque era pequeño de persona y muy acicalado, no sabiendo
los franceses qué quería decir Cepparello, y creyendo que vendría a decir capelo, es decir,
guirnalda, como en su romance, porque era pequeño como decimos, no Chapelo, sino Ciappelletto
le llamaban: y por Ciappelletto era conocido en todas partes, donde pocos como Cepparello le
conocían.

Era este Ciappelletto de esta vida: siendo notario, sentía grandísima vergüenza si alguno de sus
instrumentos (aunque fuesen pocos) no fuera falso; de los cuales hubiera hecho tantos como le
hubiesen pedido gratuitamente, y con mejor gana que alguno de otra clase muy bien pagado.
Declaraba en falso con sumo gusto, tanto si se le pedía como si no; y dándose en aquellos tiempos
en Francia grandísima fe a los juramentos, no preocupándose por hacerlos falsos, vencía
malvadamente en tantas causas cuantas le pidiesen que jurara decir verdad por su fe.

Tenía otra clase de placeres (y mucho se empeñaba en ello) en suscitar entre amigos y parientes y
cualesquiera otras personas, males y enemistades y escándalos, de los cuales cuantos mayores
males veía seguirse, tanta mayor alegría sentía. Si se le invitaba a algún homicidio o a cualquier
otro acto criminal, sin negarse nunca, de buena gana iba y muchas veces se encontró
gustosamente hiriendo y matando hombres con las propias manos. Gran blasfemador era contra
Dios y los santos, y por cualquier cosa pequeña, como que era iracundo más que ningún otro. A la
iglesia no iba jamás, y a todos sus sacramentos como a cosa vil escarnecía con abominables
palabras; y por el contrario las tabernas y los otros lugares deshonestos visitaba de buena gana y
los frecuentaba. A las mujeres era tan aficionado como lo son los perros al bastón, con su
contrario más que ningún otro hombre flaco se deleitaba. Habría hurtado y robado con la misma
conciencia con que oraría un santo varón. Golosísimo y gran bebedor hasta a veces sentir
repugnantes náuseas; era solemne jugador con dados trucados.

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Mas ¿por qué me alargo en tantas palabras? Era el peor hombre, tal vez, que nunca hubiese
nacido. Y su maldad largo tiempo la sostuvo el poder y la autoridad de micer Musciatto, por quien
muchas veces no sólo de las personas privadas a quienes con frecuencia injuriaba sino también de
la justicia, a la que siempre lo hacía, fue protegido.

Venido, pues, este seor Cepparello a la memoria de micer Musciatto, que conocía óptimamente su
vida, pensó el dicho micer Musciatto que éste era el que necesitaba la maldad de los borgoñones;
por lo que, llamándole, le dijo así:

-Seor Ciappelletto, como sabes, estoy por retirarme del todo de aquí y, teniendo entre otros que
entenderme con los borgoñones, hombres llenos de engaño, no sé quién pueda dejar más
apropiado que tú para rescatar de ellos mis bienes; y por ello, como tú al presente nada estás
haciendo, si quieres ocuparte de esto entiendo conseguirte el favor de la corte y darte aquella
parte de lo que rescates que sea conveniente.

Seor Cepparello, que se veía desocupado y mal provisto de bienes mundanos y veía que se iba
quien su sostén y auxilio había sido durante mucho tiempo, sin ningún titubeo y como empujado
por la necesidad se decidió sin dilación alguna, como obligado por la necesidad y dijo que quería
hacerlo de buena gana. Por lo que, puestos de acuerdo, recibidos por seor Ciappelletto los
poderes y las cartas credenciales del rey, partido micer Musciatto, se fue a Borgoña donde casi
nadie le conocía: y allí de modo extraño a su naturaleza, benigna y mansamente empezó a rescatar
y hacer aquello a lo que había ido, como si reservase la ira para el final. Y haciéndolo así,
hospedándose en la casa de dos hermanos florentinos que prestaban con usura y por amor de
micer Musciatto le honraban mucho, sucedió que enfermó, con lo que los dos hermanos hicieron
prestamente venir médicos y criados para que le sirviesen en cualquier cosa necesaria para
recuperar la salud.

La Divina Comedia
Escrita por Dante Alighieri (1261-1321), italiano nacido en Florencia, su nombre original
fue Comedia, pero más tarde los lectores le agregaron el calificativo de Divina. Este poema
trata del viaje por el infierno, purgatorio y paraíso que realiza el mismo Dante.
Acompañado del poeta Virgilio, quien le confiesa que está ahí por petición de Beatriz, la
mujer a quien Dante ama, descienden a lo más bajo del infierno compuesto por siete
círculos, en donde Alighieri describe como son castigados cada uno de los pecados.
Posteriormente van al Purgatorio, representado por una gran montaña llena de precipicios,
en donde los pecadores van a expiar sus culpas con la esperanza de pasar al paraíso. En el
paraíso, Dante logra ver a Beatriz y a la luz que representa a Dios. La Divina Comedia es
al mismo tiempo una fuerte crítica a los personajes de la época en la que vivió Dante.

CANTO III (Infierno)

POR MÍ SE VA HASTA LA CIUDAD DOLIENTE,


POR MÍ SE VA AL ETERNO SUFRIMIENTO,

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POR MÍ SE VA A LA GENTE CONDENADA.

LA JUSTICIA MOVIÓ A MI ALTO ARQUITECTO.


HÍZOME LA DIVINA POTESTAD,
EL SABER SUMO Y EL AMOR PRIMERO.

ANTES DE MÍ NO FUE COSA CREADA


SINO LO ETERNO Y DURO ETERNAMENTE.
DEJAD, LOS QUE AQUÍ ENTRÁIS, TODA ESPERANZA.

Estas palabras de color oscuro


vi escritas en lo alto de una puerta;
y yo: «Maestro, es grave su sentido.»

Y, cual persona cauta, él me repuso:


«Debes aquí dejar todo recelo;
debes dar muerte aquí a tu cobardía.

Hemos llegado al sitio que te he dicho


en que verás las gentes doloridas,
que perdieron el bien del intelecto.»

Luego tomó mi mano con la suya


con gesto alegre, que me confortó,
y en las cosas secretas me introdujo.

Allí suspiros, llantos y altos ayes


resonaban al aiire sin estrellas,
y yo me eché a llorar al escucharlo.

Diversas lenguas, hórridas blasfemias,


palabras de dolor, acentos de ira,
roncos gritos al son de manotazos,

un tumulto formaban, el cual gira


siempre en el aiire eternamente oscuro,
como arena al soplar el torbellino.

Con el terror ciñendo mi cabeza


dije: «Maestro, qué es lo que yo escucho,
y quién son éstos que el dolor abate?»

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Y él me repuso: «Esta mísera suerte


tienen las tristes almas de esas gentes
que vivieron sin gloria y sin infamia.

Están mezcladas con el coro infame


de ángeles que no se rebelaron,
no por lealtad a Dios, sino a ellos mismos.

Los echa el cielo, porque menos bello


no sea, y el infierno los rechaza,
pues podrían dar gloria a los caídos.»

Y yo: «Maestro, ¿qué les pesa tanto


y provoca lamentos tan amargos?»
Respondió: «Brevemente he de decirlo.

No tienen éstos de muerte esperanza,


y su vida obcecada es tan rastrera,
que envidiosos están de cualquier suerte.

Ya no tiene memoria el mundo de ellos,


compasión y justicia les desdeña;
de ellos no hablemos, sino mira y pasa.»

Y entonces pude ver un estandarte,


que corría girando tan ligero,
que parecía indigno de reposo.

Y venía detrás tan larga fila


de gente, que creído nunca hubiera
que hubiese a tantos la muerte deshecho.

Y tras haber reconocido a alguno,


vi y conocí la sombra del que hizo
por cobardía aquella gran renuncia.

Al punto comprendí, y estuve cierto,


que ésta era la secta de los reos
a Dios y a sus contrarios displacientes.
Los desgraciados, que nunca vivieron,

42 Antología de Lecturas
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iban desnudos y azuzados siempre


de moscones y avispas que allí había.

Éstos de sangre el rostro les bañaban,


que, mezclada con llanto, repugnantes
gusanos a sus pies la recogían.

Y luego que a mirar me puse a otros,


vi gentes en la orilla de un gran río
y yo dije: «Maestro, te suplico

que me digas quién son, y qué designio


les hace tan ansiosos de cruzar
como discierno entre la luz escasa.»

PURGATORIO
CANTO I (Fragmento)

Por surcar mejor agua alza las velas


ahora la navecilla de mi ingenio,
que un mar tan cruel detrás de sí abandona;
y cantaré de aquel segundo reino
donde el humano espíritu se purga
y de subir al cielo se hace digno.
Mas renazca la muerta poesía,
oh, santas musas, pues que vuestro soy; .
y Calíope un poco se levante,
mi canto acompañando con las voces
que a las urracas míseras tal golpe
dieron, que del perdón desesperaron.

Dulce color de un oriental zafiro,


que se expandía en el sereno aspecto
del aire, puro hasta la prima esfera,
reapareció a mi vista deleitoso,
en cuanto que salí del aire muerto,
que vista y pecho contristado había.
El astro bello que al amor invita
hacía sonreir todo el oriente,
y los Peces velados lo escoltaban.

Me volví a la derecha atentamente,

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y vi en el otro polo cuatro estrellas


que sólo vieron las primeras gentes.
Parecía que el cielo se gozara
con sus luces: ¡Oh viudo septentrión,
ya que de su visión estás privado!

Cuando por fin dejé de contemplarlos


dirigiéndome un poco al otro polo,
por donde el Carro desapareciera,
vi junto a mí a un anciano solitario,
digno al verle de tanta reverencia,
que más no debe a un padre su criatura.

Larga la barba y blancos mechones


llevaba, semejante a sus cabellos,
que al pecho en dos mechones le caían.
Los rayos de las cuatro luces santas
llenaban tanto su rostro de luz,
que le veía como al Sol de frente.

¿Quién sois vosotros que del ciego río


habéis huido la prisión eterna?
-dijo moviendo sus honradas plumas.
¿Quién os condujo, o quién os alumbraba,
al salir de esa noche tan profunda,
que ennegrece los valles del infierno?

Paraíso
Canto XXXI (Fragmento)

Una cosa quería y otra vino:


creí ver a Beatriz y vi a un anciano
vestido cual las gentes gloriosas.

Por su cara y sus ojos difundía


una benigna dicha, y su semblante
era como el de un padre bondadoso.

«¿Dónde está ella?» Dije yo de pronto.


Y él: «Para que se acabe tu deseo
me ha movido Beatriz desde mi Puesto:
y si miras el círculo tercero
del sumo grado, volverás a verla
en el trono que en suerte le ha cabido.»

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Sin responderle levanté los ojos,


y vi que ella formaba una corona
con el reflejo de la luz eterna.

De la región aquella en que más truena


el ojo del mortal no dista tanto
en lo más hondo de la mar hundido,
como allí de Beatriz la vista mía;
mas nada me importaba, pues su efigie
sin intermedio alguno me llegaba.

«Oh mujer que das fuerza a mi esperanza,


y por mi salvación has soportado
tu pisada dejar en el infierno,
de tantas cosas cuantas aquí he visto,
de tu poder y tu misericordia
la virtud y la gracia reconozco.

La libertad me has dado siendo siervo


por todas esas vías, y esos medios
que estaba permitido que siguieras.

En mí conserva tu magnificencia
y así mi alma, que por ti ha sanado,
te sea grata cuando deje el cuerpo.»

Así recé; y aquélla, tan lejana


como la vi, me sonrió mirándome;
luego volvió hacia la fuente incesante.

Y el santo anciano: «A fin de que concluyas


perfectamente -dijo,- tu camino,
al que un ruego y un santo amor me envían,
vuelven tus ojos por estos jardines;
que al mirarlos tu vista se prepara
más a subir por el rayo divino.

Y la reina del cielo, en el cual ardo


por completo de amor, dará su gracia,
pues soy Bernardo, de ella tan devoto.»

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Igual que aquel que acaso de Croacia,


viene por ver el paño de Verónica,
a quien no sacia un hambre tan antigua,
mas va pensando mientras se la enseñan:
«Mi señor Jesucristo, Dios veraz,
¿de esta manera fue vuestro semblante?»;
estaba yo mirando la ferviente
caridad del que aquí en el bajo mundo,
de aquella paz gustó con sus visiones.

«Oh hijo de la gracia, el ser gozoso


-empezó- no es posible que percibas,
si no te fijas más que en lo de abajo;
pero mira hasta el último los círculos,
hasta que veas sentada a la reina
de quien el reino es súbdito y devoto.»

Alcé los ojos; y cual de mañana


la porción oriental del horizonte,
está más encendida que la otra,
así, cual quien del monte al valle observa,
vi al extremo una parte que vencía
en claridad a todas las restantes.

Renacimiento y barroco

Hamlet

Obra escrita por William Shakespeare, nacido en Stratford Inglaterra en 1564, poeta y
dramaturgo, considerado como uno de los autores de la literatura universal. Cuenta con
obras como Romeo y Julieta, Sueño de una noche de verano y Macbeth, entre otras.

Hamlet, narra la historia del príncipe de mismo nombre que triste por la muerte de su
padre, Rey de Dinamarca, quien ha sido envenenado por su hermano Claudio vaciando
veneno en su oído. La madre de Hamlet ha contraído matrimonio con Claudio, quien es el
nuevo rey. Los soldados de palacio hablan constantemente de una sombra que deambula

46 Antología de Lecturas
Tamara Peralta
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por los pasillos, Hamlet y sus amigos, entre ellos Marcelo y Horacio, deciden enfrentar la
sobra, el príncipe llega a ella y la identifica como el alma de su padre.

La sombra le pide a Hamlet venganza, lo que pone al príncipe en un dilema cumplir con la
voluntad de su padre o callar, ser o no ser, he aquí el problema. Claudio teme a Hamlet y lo
envía a Inglaterra, ordenando que lo asesinen en el barco, a partir de ahí una serie de más
sucesos convierte a esta obra en una tragedia.

Ser o no ser, ésa es la cuestión. ¿Cuál es más digna acción del ánimo, sufrir los tiros penetrantes de
la fortuna injusta, u oponer los brazos a este torrente de calamidades, y darlas fin con atrevida
resistencia? Morir es dormir. ¿No más? ¿Y por un sueño, diremos, las aflicciones se acabaron y los
dolores sin número, patrimonio de nuestra débil naturaleza?... Este es un término que deberíamos
solicitar con ansia. Morir es dormir... y tal vez soñar. Sí, y ved aquí el grande obstáculo, porque el
considerar que sueños podrán ocurrir en el silencio del sepulcro, cuando hayamos abandonado
este despojo mortal, es razón harto poderosa para detenernos. Esta es la consideración que hace
nuestra infelicidad tan larga. ¿Quién, si esto no fuese, aguantaría la lentitud de los tribunales, la
insolencia de los empleados, las tropelías que recibe pacífico el mérito de los hombres más
indignos, las angustias de un mal pagado amor, las injurias y quebrantos de la edad, la violencia de
los tiranos, el desprecio de los soberbios? Cuando el que esto sufre, pudiera procurar su quietud
con sólo un puñal. ¿Quién podría tolerar tanta opresión, sudando, gimiendo bajo el peso de una
vida molesta si no fuese que el temor de que existe alguna cosa más allá de la Muerte (aquel país
desconocido de cuyos límites ningún caminante torna) nos embaraza en dudas y nos hace sufrir
los males que nos cercan; antes que ir a buscar otros de que no tenemos seguro conocimiento?
Esta previsión nos hace a todos cobardes, así la natural tintura del valor se debilita con los barnices
pálidos de la prudencia, las empresas de mayor importancia por esta sola consideración mudan
camino, no se ejecutan y se reducen a designios vanos. Pero... ¡la hermosa Ofelia! Graciosa niña,
espero que mis defectos no serán olvidados en tus oraciones.

El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha


En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que
vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor.
Así inicia esta obra escrita por Miguel de Cervantes y Saavedra, es una de las más grandes
de la literatura española y universal, publicada en su primera parte en 1604 y en 1615 la
segunda, Don Quijote narra las aventuras de un hidalgo que gusta de las novelas de
caballería, enamorado de Dulcinea del Toboso y acompañado por su fiel escudero, Sancho
Panza, pasa por una serie de situaciones como la de enfrentarse a los molinos de viento
dándoles calidad de gigantes.

Capítulo 6: Del donoso y grande escrutinio que el cura y el barbero hicieron en la


librería de nuestro ingenioso hidalgo

El cual aún todavía dormía. Pidió las llaves a la sobrina del aposento donde estaban los
libros autores del daño, y ella se las dio de muy buena gana. Entraron dentro todos, y el
ama con ellos, y hallaron más de cien cuerpos de libros grandes muy bien encuadernados, y
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otros pequeños; y así como el ama los vio, volviose a salir del aposento con gran priesa, y
tornó luego con una escudilla de agua bendita y un hisopo, y dijo: tome vuestra merced,
señor licenciado; rocíe este aposento, no esté aquí algún encantador de los muchos que
tienen estos libros, y nos encanten en pena de la que les queremos dar echándolos del
mundo. Causó risa al licenciado la simplicidad del ama, y mandó al barbero que le fuese
dando de aquellos libros uno a uno, para ver de qué trataban, pues podía ser hallar algunos
que no mereciesen castigo de fuego. No, dijo la sobrina, no hay para qué perdonar a
ninguno, porque todos han sido los dañadores, mejor será arrojarlos por las ventanas al
patio, y hacer un rimero de ellos, y pegarles fuego, y si no, llevarlos al corral, y allí se hará
la hoguera, y no ofenderá el humo. Lo mismo dijo el ama: tal era la gana que las dos tenían
de la muerte de aquellos inocentes; mas el cura no vino en ello sin primero leer siquiera los
títulos.

Y el primero que maese Nicolás le dió en las manos, fue los cuatro de Amadís de Gaula, y
dijo el cura: parece cosa de misterio esta, porque, según he oído decir, este libro fue el
primero de caballerías que se imprimió en España, y todos los demás han tomado principio
y origen de este; y así me parece que como a dogmatizador de una secta tan mala, le
debemos sin excusa alguna condenar al fuego. No, señor, dijo el barbero, que también he
oído decir que es el mejor de todos los libros que de este género se han compuesto, y así,
como a único en su arte, se debe perdonar. Así es verdad, dijo el cura, y por esa razón se le
otorga la vida por ahora. Veamos ese otro que está junto a él. Es, dijo el barbero, Las sergas
de Esplandián, hijo legítimo de Amadís de Gaula. Pues es verdad, dijo el cura, que no le ha
de valer al hijo la bondad del padre; tomad, señora am, abrid esa ventana y echadle al
corral, y dé principio al montón de la hoguera que se ha de hacer. Hízolo así el ama con
mucho contento, y el bueno de Esplandián fue volando al corral, esperando con toda
paciencia el fuego que le amenazaba.

Adelante, dijo el cura. Este que viene, dijo el barbero, es Amadís de Grecia, y aun todos los
de este lado, a lo que creo, son del mismo linaje de Amadís. Pues vayan todos al corral, dijo
el cura, que a trueco de quemar a la reina Pintiquiniestra, y al pastor Darinel, y a sus
églogas, y a las endiabladas y revueltas razones de su autor, quemara con ellos al padre que
me engendró, si anduviera en figura de caballero andante. De ese parecer soy yo, dijo el
barbero. Y aun yo, añadió la sobrina. Pues así es, dijo el ama, vengan, y al corral con ellos.
Diéronselos, que eran muchos, y ella ahorró la escalera, y dió con ellos por la ventana
abajo. ¿Quién es ese tonel? dijo el cura. Este es, respondió el barbero, Don Olicante de
Laura. El autor de ese libro, dijo el cura, fue el mismo que compuso a Jardín de Flores, y en
verdad que no sepa determinar cuál de los dos libros es más verdadero, o por decir mejor,
menos mentiroso; solo sé decir que este irá al corral por disparatado y arrogante. Este que
sigue es Florismarte de Hircania, dijo el barbero. ¿Ahí está el señor Florismarte? replicó el
cura. Pues a fe que ha de parar presto en el corral a pesar de su extraño nacimiento y
soñadas aventuras, que no da lugar a otra cosa la dureza y sequedad de su estilo; al corral
con él, y con ese otro, señora ama. Que me place, señor mío, respondió ella... y con mucha
alegría ejecutaba lo que era mandado. Este es El caballero Platir, dijo el barbero. Antiguo
libro es ese, dijo el cura, y no hallo en él cosa que merezca venia; acompañe a los demás sin
réplica... Y así fue hecho.

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Abrióse otro libro, y vieron que tenía por título El caballero de la Cruz. Por nombre tan
santo como este libro tiene, se podía perdonar su ignorancia; mas también se suele decir
tras la cruz está el diablo: vaya al fuego. Tomando el barbero otro libro, dijo: Este es Espejo
de Caballerías. Ya conozco a su merced, dijo el cura: ahí anda el señor Reinaldos del
Montalban con sus amigos y compañeros, más ladrones que Caco, y los doce Pares con el
verdadero historiador Turpin; y en verdad que estoy por condenarlos no más que a destierro
perpetuo, siquiera porque tienen parte de la invención del famoso Mato Boyardo, de donde
también tejió su tela el cristiano poeta Ludovico Ariosto, al cual, si aquí le hallo, ya que
habla en otra lengua que la suya, no le guardaré respeto alguno; pero si habla en su idioma,
le pondré sobre mi cabeza. Pues yo le tengo en italiano, dijo el barbero, mas no le entiendo.
Ni aun fuera bien que vos le entendiérais, respondió el cura; y aquí le perdonáramos al
señor capitán, que no le hubiera traído a España, y hecho castellano; que le quitó mucho de
su natural valor, y lo mismo harán todos aquellos que los libros de verso quisieren volver
en otra lengua, que por mucho cuidado que pongan y habilidad que muestren, jamás
llegarán al punto que ellos tienen en su primer nacimiento. Digo, en efecto, que este libro y
todos los que se hallaren, que tratan de estas cosas de Francia, se echen y depositen en un
pozo seco, hasta que con más acuerdo se vea lo que se ha de hacer de ellos, exceptuando a
un Bernardo del Carpio, que anda por ahí, y a otro llamado Roncesvalles, que estos, en
llegando a mis manos, han de estar en las del alma, y de ellas en las del fuego, sin remisión
alguna. Todo lo confirmó el barbero, y lo tuvo por bien y por cosa muy acertada, por
entender que era el cura tan buen cristiano y tan amigo de la verdad, que no diría otra cosa
por todas las del mundo. Y abriendo otro libro, vió que era Palmerín de Oliva, y junto a él
estaba otro que se llamaba Palmerín de Inglaterra, lo cual, visto por el licenciado, dijo: esa
oliva se haga luego rajas y se queme, que aun no queden de ella las cenizas, y esa palma de
Inglaterra se guarde y se conserve como cosa única, y se haga para ella otra caja como la
que halló Alejandro en los despojos de Darío, que la diputó para guardar en ellas las obras
del poeta Homero. Este libro, señor compadre, tiene autoridad por dos cosas: la una porque
él por sí es muy bueno, y la otra, porque es fama que le compuso un discreto rey de
Portugal. Todas las aventuras del castillo de Miraguarda son bonísimas y de grande
artificio, las razones cortesanas y claras que guardan y miran el decoro del que habla, con
mucha propiedad y entendimiento. Digo, pues, salvo vuestro buen parecer, señor maese
Nicolás, que este y Amadís de Gaula queden libres del fuego, y todos los demás, sin hacer
más cala y cata, perezcan. No, señor compadre, replicó el Barbero, que este que aquí tengo
es el afamado Don Belianís. Pues ese, replicó el cura, con la segunda y tercera y cuarta
parte, tienen necesidad de un poco de ruibarbo para purgar la demasiada cólera suya, y es
menester quitarles todo aquello del castillo de la fama, y otras impertinencias de más
importancia, para lo cual se les da término ultramarino, y como se enmendaren, así se usará
con ellos de misericordia o de justicia; y en tanto tenedlos vos, compadre, en vuestra casa;
mas no lo dejéis leer a ninguno.

Que me place, respondió el barbero, y sin querer cansarse más en leer libros de caballerías,
mandó al ama que tomase todos los grandes, y diese con ellos en el corral. No lo dijo a
tonta ni a sorda, sin o a quien tenía más gana de quemarlos que de echar una tela por grande
y delgada que fuera; y asiendo casi ocho de una vez, los arrojó por la ventana. Por tomar
muchos juntos se le cayó uno a los pies del barbero, que le tomó gana de ver de quién era, y
vió que decía: Historia del famoso caballero Tirante el Blanco. Válame Dios dijo el cura,

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dando una gran voz; ¡que aquí esté Tirante Blanco! Dádmele acá, compadre, que hago
cuenta que he hallado en él un tesoro de contento y una mina de pasatiempos. Aquí está don
Kirieleison de Montalván, valeroso caballero, y su hermano Tomás de Montalván y el
caballero Fonseca, con la batalla que el valiente de Tirante hizo con Alano, y las agudezas
de la doncella Placerdemivida, con los amores y embustes de la viuda Reposada, y la
señora emperatriz enamorada de Hipólito su escudero. Dígoos verdad, señor compadre, que
por su estilo es este el mejor libro del mundo; aquí comen los caballeros, y duermen y
mueren en sus camas, y hacen testamento antes de su muerte, con otras cosas de que todos
los demás libros de este género carecen. Con todo eso, os digo que merecía el que lo
compuso, pues no hizo tantas necedades de industria, que le echaran a galeras por todos los
días de su vida.

Llevadle a casa y leedle, y veréis que es verdad cuanto de él os he dicho. Así será,
respondió el barbero; pero ¿qué haremos de estos pequeños libros que quedan? Estos, dijo
el cura, no deben de ser de caballerías, sino de poesía; y abriendo uno, vió que era la Diana,
de Jorge de Montemayor, y dijo (creyendo que todos los demás eran del mismo género:)
estos no merecen ser quemados como los demás, porque no hacen ni harán el daño que los
de caballerías han hecho, que son libros de entretenimiento, sin perjuicio de tercero. ¡Ay,
señor!, dijo la sobrina. Bien los puede vuestra merced mandar quemar como a los demás,
porque no sería mucho que habiendo sanado mi señor tío de la enfermedad caballeresca,
leyendo estos se le antojase de hacerse pastor, y andarse por los bosques y prados cantando
y tañendo, y lo que sería peor, hacerse poeta, que, según dicen, es enfermedad incurable y
pegadiza. Verdad dice esta doncella, dijo el cura, y será bien, quitarle a nuestro amigo este
tropiezo y ocasión de delante.

Y pues comenzamos por la Diana de Montemayor, soy de parecer que no se queme, sino
que se le quite todo aquello que trata de la sabia Felicia y de la agua encantada, y casi todos
los versos mayores, y quédesele en hora buena la prosa y la honra de ser primero en
semejantes libros. Este que se sigue, dijo el barbero, es la Diana llamada Segunda del
Salmantino; y este otro, que tiene el mismo nombre, cuyo autor es Gil Polo. Pues la del
Salmantino, respondió el cura, acompañe y acreciente el número de los condenados al
corral, y la de Gil Polo se guarde como si fuera del mismo Apolo; y pase adelante, señor
compadre, y démonos priesa, que se va haciendo tarde. Este libro es, dijo el barbero
abriendo otro, los diez libros de Fortuna de Amor, compuesto por Antonio de Lofraso,
poeta sardo. Por las órdenes que recibí, dijo el cura, que desde que Apolo fue Apolo, y las
musas musas, y los poetas poetas, tan gracioso ni tan disparatado libro como ese no se ha
compuesto, y que por su camino es el mejor y el más único de cuantos de este género han
salido a la luz del mundo; y el que no le ha leído puede hacer cuenta que no ha leído jamás
cosa de gusto. Dádmele acá, compadre, que precio más de haberle hallado, que si me dieran
una sotana de raja de Florencia. Púsole aparte con grandísimo gusto, y el Barbero prosiguió
diciendo: Estos que siguen son el Pastor de Iberia, Ninfas de Henares y Desengaño de
Zelos.

Pues no hay más que hacer, dijo el cura, sino entregárselos al brazo seglar del ama, y no se
me pregunte el porqué, que sería nunca acabar. Este que viene es el Pastor de Filida. No es
ese pastor, dijo el cura, sino muy discreto cortesano; guárdese como joya preciosa. Este

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grande que aquí viene se intitula, dijo el barbero, Tesoro de varias poesías. Como ellas no
fueran tantas, dijo el cura, fueran más estimadas; menester es que este libro se escarde y
limpie de algunas bajezas que entre sus grandezas tiene; guárdese, porque su autor es amigo
mío, y por respeto de otras más heroicas y levantadas obras que ha escrito. Este es, siguió el
barbero, el Cancionero de López Maldonado. También el autor de ese libro, replicó el cura,
es grande amigo mío, y sus versos en su boca admiran a quien los oye, y tal es la suavidad
de la voz con que los canta, que encanta; algo largo es en las églogas, pero nunca lo bueno
fue mucho, guárdese con los escogidos. Pero ¿qué libro es ese que está junto a él? La
Galatea de Miguel de Cervantes, dijo el barbero. Muchos años ha que es grande amigo mío
ese Cervantes, y sé que es más versado en desdichas que en versos.

Su libro tiene algo de buena invención, propone algo y no concluye nada. Es menester
esperar la segunda parte que promete; quizá con la enmienda alcanzará del todo la
misericordia que ahora se le niega; y entre tanto que esto se vé, tenedle recluso en vuestra
posada, señor compadre. Que me place, respondió el barbero; y aquí vienen tres todos
juntos: la Araucana de don Alonso de Ercilla; la Austríada de don Juan Rufo, jurado de
Córdoba y el Montserrat de Cristóbal de Virues, poeta valenciano. Todos estos tres libros,
dijo el cura, son los mejores que en verso heroico, en lengua castellana están escritos, y
pueden competir con los más famosos de Italia: guárdense como las más ricas prendas de
poesía que tiene España. Cansóse el cura de ver más libros, y así a carga cerrada, quiso que
todos los demás se quemasen; pero ya tenía abierto uno el barbero que se llamaba Las
lágrimas de Angélica. Lloráralas yo, dijo el cura en oyendo el nombre, si tal libro hubiera
mandado quemar, porque su autor fue uno de los famosos poetas del mundo, no sólo de
España, y fue felicísimo en la traducción de algunas fábulas de Ovidio.

La vida es un sueño
Escrita por el sacerdote católico español Pedro Calderón de la Barca (1600-1681) , esta
obra teatral dramatiza temas como la libertad, la voluntad y el escepticismo. Es una obra
que consta de tres actos, propia del barroco .

Acto Primero (Fragmento)

Personajes:

ROSAURA, dama
SEGISMUNDO, príncipe
CLOTALDO, viejo
ESTRELLA, infanta
CLARÍN, gracioso
BASILIO, rey de Polonia
ASTOLFO, infante
GUARDAS
SOLDADOS
MÚSICOS

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[En las montañas de Polonia]

Salen en lo alto de un monte ROSAURA, en hábito de hombre, de


camino, y en representado los primeros versos va bajando

ROSAURA: Hipogrifo violento


que corriste parejas con el viento,
¿dónde, rayo sin llama,
pájaro sin matiz, pez sin escama,
y bruto sin instinto
natural, al confuso laberinto
de esas desnudas peñas
te desbocas, te arrastras y despeñas?
Quédate en este monte,
donde tengan los brutos su Faetonte;
que yo, sin más camino
que el que me dan las leyes del destino,
ciega y desesperada
bajaré la cabeza enmarañada
de este monte eminente,
que arruga al sol el ceño de su frente.
Mal, Polonia, recibes
a un extranjero, pues con sangre escribes
su entrada en tus arenas,
y apenas llega, cuando llega a penas;
bien mi suerte lo dice;
mas ¿dónde halló piedad un infelice?
Sale CLARÍN, gracioso

CLARÍN: Di dos, y no me dejes


en la posada a mí cuando te quejes;
que si dos hemos sido
los que de nuestra patria hemos salido
a probar aventuras,
dos los que entre desdichas y locuras
aquí habemos llegado,
y dos los que del monte hemos rodado,
¿no es razón que yo sienta
meterme en el pesar, y no en la cuenta?
ROSAURA: No quise darte parte
en mis quejas, Clarín, por no quitarte,
llorando tu desvelo,
el derecho que tienes al consuelo.
Que tanto gusto había
en quejarse, un filósofo decía,

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que, a trueco de quejarse,


habían las desdichas de buscarse.
CLARÍN: El filósofo era
un borracho barbón; ¡oh, quién le diera
más de mil bofetadas!
Quejárase después de muy bien dadas.
Mas ¿qué haremos, señora,
a pie, solos, perdidos y a esta hora
en un desierto monte,
cuando se parte el sol a otro horizonte?
ROSAURA: ¿Quién ha visto sucesos tan extraños!
Mas si la vista no padece engaños
que hace la fantasía,
a la medrosa luz que aun tiene el día,
me parece que veo
un edificio.
CLARÍN: O miente mi deseo,
o termino las señas.
ROSAURA: Rústico nace entre desnudas peñas
un palacio tan breve
que el sol apenas a mirar se atreve;
con tan rudo artificio
la arquitectura está de su edificio,
que parece, a las plantas
de tantas rocas y de peñas tantas
que al sol tocan la lumbre,
peñasco que ha rodado de la cumbre.
CLARÍN: Vámonos acercando;
que éste es mucho mirar, señora, cuando
es mejor que la gente
que habita en ella, generosamente
nos admita.
ROSAURA: La puerta
--mejor diré funesta boca--abierta
está, y desde su centro
nace la noche, pues la engendra dentro.
Suena ruido de cadenas
CLARÍN: ¿Qué es lo que escucho, cielo!
ROSAURA: Inmóvil bulto soy de fuego y hielo.
CLARÍN: ¿Cadenita hay que suena?
Mátenme, si no es galeote en pena.
Bien mi temor lo dice.
Dentro SEGISMUNDO
SEGISMUNDO:¡Ay, mísero de mí, y ay infelice!
ROSAURA: ¡Qué triste vos escucho!
Con nuevas penas y tormentos lucho.
CLARÍN: Yo con nuevos temores.

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ROSAURA: Clarín...
CLARÍN: ¿Señora...?
ROSAURA: Huyamos los rigores
de esta encantada torre.
CLARÍN: Yo aún no tengo
ánimo de huír, cuando a eso vengo.
ROSAURA: ¿No es breve luz aquella
caduca exhalación, pálida estrella,
que en trémulos desmayos
pulsando ardores y latiendo rayos,
hace más tenebrosa
la obscura habitación con luz dudosa?
Sí, pues a sus reflejos
puedo determinar, aunque de lejos,
una prisión obscura;
que es de un vivo cadáver sepultura;
y porque más me asombre,
en el traje de fiera yace un hombre
de prisiones cargado
y sólo de la luz acompañado.
Pues huír no podemos,
desde aquí sus desdichas escuchemos.
Sepamos lo que dice.

Fuenteovejuna
Obra escrita por uno de los más prolíficos escritores españoles, Lope de Vega (1562-1635),
llamado el Fénix de los ingenios, junto con Tirso de Molina y Calderón de la Barca, es el
máximo exponente del teatro barroco español.

Fuenteovejuna es una obra teatral que presente a un protagonista colectivo (el pueblo)
quien se levanta contra el abuso de poder, concretamente contra el comendador a quien el
pueblo asesina casado de tantas injusticia. Cuando en el juicio por el hecho se pregunta
¿Quién mató al comendador? El pueblo contesta "Fuenteovejuna señor".

ESTEBAN: ¿Quién mató al comendador?


MENGO: Fuenteovejuna lo hizo.
ESTEBAN: Perro, ¿si te martirizo?
MENGO: Aunque me matéis, señor.
ESTEBAN: Confiesa, ladrón.
MENGO: Confieso.
ESTEBAN: Pues, ¿quién fue?
MENGO: Fuenteovejuna.
ESTEBAN: Dadle otra vuelta.
MENGO: ¡Es ninguna!
ESTEBAN: ¡Cagajón para el proceso!
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Sale el REGIDOR
REGIDOR: ¿Qué hacéis de esta suerte aquí?
FRONDOSO: ¿Qué ha sucedido, Cuadrado?
REGIDOR Pesquisidor ha llegado.
ESTEBAN: Echad todos por ahí.
REGIDOR: Con él viene un capitán.
ESTEBAN: ¡Venga el diablo! Ya sabéis
lo que responder tenéis.
REGIDOR: El pueblo prendiendo van,
sin dejar alma ninguna.
ESTEBAN: Que no hay que tener temor.
¿Quién mató al comendador,
Mengo?
MENGO: ¿Quién? Fuenteovejuna.
Vanse. Salen el MAESTRE y un SOLDADO
MAESTRE: ¡Que tal caso ha sucedido!
Infelice fue su suerte.
Estoy por darte la muerte
por la nueva que has traído.
SOLDADO: Yo, señor, soy mensajero,
y enojarte no es mi intento.
MAESTRE: ¡Que a tal tuvo atrevimiento
un pueblo enojado y fiero!
Iré con quinientos hombres
y la villa he de asolar;
en ella no ha de quedar
ni aun memoria de los nombres.
SOLDADO: Señor, tu enojo reporta;
porque ellos al rey se han dado,
y no tener enojado
al rey es lo que te importa.
MAESTRE: ¿Cómo al rey se pueden dar,
si de la encomienda son?
SOLDADO: Con él, sobre esa razón,
podrás luego pleitear.
MAESTRE: Por pleito, ¿cuándo salió
lo que él le entregó en sus manos?
Son señores soberanos,
y tal reconozco yo.
Por saber que al rey se han dado
se reportará mi enojo,
y ver su presencia escojo
por lo más bien acertado;
que puesto que tenga culpa
en casos de gravedad,
en todo mi poca edad
viene a ser quien me disculpa.

55 Antología de Lecturas
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Con vergüenza voy; mas es


honor quien puede obligarme,
e importa no descuidarme
en tan honrado interés.
Vanse. Sale LAURENCIA sola
LAURENCIA: Amando, recelar daño en lo amado
nueva pena de amor se considera;
que quien en lo que ama daño espera
aumenta en el temor nuevo cuidado.
El firme pensamiento desvelado,
si le aflige el temor, fácil se altera;
que no es a firme fe pena ligera
ver llevar el temor el bien robado.
Mi esposo adoro; la ocasión que veo
al temor de su daño me condena,
si no le ayuda la felice suerte.
Al bien suyo se inclina mi deseo:
si está presenta, está cierta mi pena;
si está en ausencia, está cierta mi muerte.
Sale FRONDOSO
FRONDOSO: ¡Mi Laurencia!
LAURENCIA: ¡Esposo amado!
¿Cómo a estar aquí te atreves?
FRONDOSO: Esas resistencias debes
a mi amoroso cuidado.
LAURENCIA: Mi bien, procura guardarte,
porque tu daño recelo.
FRONDOSO: No quiera, Laurencia, el cielo
que tal llegue a disgustarte.
LAURENCIA: ¿No temes ver el rigor
que por los demás sucede,
y el furor con que procede
aqueste pesquisidor?
Procura guardar la vida.
Huye, tu daño no esperes.
FRONDOSO: ¿Cómo que procure quieres
cosa tan mal recibida?
¿Es bien que los demás deje
en el peligro presente
y de tu vista me ausente?
No me mandes que me aleje;
porque no es puesto en razón
que por evitar mi daño
sea con mi sangre extraño
en tan terrible ocasión.
Voces dentro
Voces parece que he oído,

56 Antología de Lecturas
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y son, si yo mal no siento,


de alguno que dan tormento.
Oye con atento oído.
Dice dentro el JUEZ y responden
JUEZ: Decid la verdad, buen viejo.
FRONDOSO: Un viejo, Laurencia mía,
atormentan.
LAURENCIA: ¡Qué porfía!
ESTEBAN: Déjenme un poco.
JUEZ: Ya os dejo.
Decid: ¿quién mató a Fernando?
ESTEBAN: Fuenteovejuna lo hizo.
LAURENCIA: Tu nombre, padre, eternizo;
[a todos vas animando].
FRONDOSO: ¡Bravo caso!
JUEZ: Ese muchacho
aprieta. Perro, yo sé
que lo sabes. Di quién fue.
¿Callas? Aprieta, borracho.
NIÑO: Fuenteovejuna, señor.
JUEZ: ¡Por vida del rey, villanos,
que os ahorque con mis manos!
¿Quién mató al comendador?
FRONDOSO: ¡Que a un niño le den tormento
y niegue de aquesta suerte!
LAURENCIA: ¡Bravo pueblo!
FRONDOSO: Bravo y fuerte.
JUEZ: Esa mujer al momento
en ese potro tened.
Dale esa mancuerda luego.
LAURENCIA: Ya está de cólera ciego.
JUEZ: Que os he de matar, creed,
en este potro, villanos.
¿Quién mató al comendador?
PASCUALA: Fuenteovejuna, señor.
JUEZ: ¡Dale!
FRONDOSO: Pensamientos vanos.
LAURENCIA: Pascuala niega, Frondoso.
FRONDOSO: Niegan niños. ¿Qué te espanta?
JUEZ: Parece que los encantas.
¡Aprieta!
PASCUALA: ¡Ay, cielo piadoso!
JUEZ: ¡Aprieta, infame! ¿Estás sordo?
PASCUALA: Fuenteovejuna lo hizo.
JUEZ: Traedme aquel más rollizo,
ese desnudo, ese gordo.
LAURENCIA: ¡Pobre Mengo! Él es, sin duda.

57 Antología de Lecturas
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FRONDOSO: Temo que ha de confesar.


MENGO: ¡Ay, ay!
JUEZ: Comenza a apretar.
MENGO: ¡Ay!
JUEZ: ¿Es menester ayuda?
MENGO: ¡Ay, ay!
JUEZ: ¿Quién mató, villano,
al señor comendador?
MENGO: ¡Ay, yo lo diré, señor!
JUEZ: Afloja un poco la mano.
FRONDOSO: Él confiesa.
JUEZ: Al palo aplica
la espalda.
MENGO: Quedo; que yo
lo diré.
JUEZ: ¿Quién lo mató?
MENGO: Señor, ¡Fuenteovejunica!
JUEZ: ¿Hay tan gran bellaquería?
Del dolor se están burlando.
En quien estaba esperando,
niego con mayor porfía.
Dejadlos; que estoy cansado.
FRONDOSO: ¡Oh, Mengo, bien te haga Dios!
Temor que tuve de dos,
el tuyo me le ha quitado.

Los favores del mundo


Escrita por Juan Ruiz de Alarcón, nacido en 1581 en Taxco, actual municipio del Estado
de Guerrero, y muerto en Madrid España en 1639. Ruiz de Alarcón fue un dramatrurgo
característico del periodo barroco.

En los favores del mundo, el autor muestra una historia de amor desigual, en la que Anarda,
perteneciente a los más altos círculos sociales se enamora del noble García Ruiz de
Alarcón. Es una comedia de enredo, con un final abierto para los lectores. Puede
considerarse también una obra de tipo social, pues Ruiz de Alarcón señala ciertas acciones
públicas consideradas como poco favorables.

Acto Primero (Fragmento)

Salen don GARCÍA Ruiz y HERNANDO, con


vestido de color

58 Antología de Lecturas
Tamara Peralta
59

HERNANDO: ¡Lindo lugar!


GARCÍA: El mejor;
todos, con él, son aldeas.
HERNANDO: Seis años ha que rodeas
aqueste globo inferior,
y no vi en su redondez
hermosura tan extraña.
GARCÍA: Es corte del rey de España,
que es decirlo de una vez.
HERNANDO: ¡Hermosas casas!
GARCÍA: Lucidas;
no tan fuertes como bellas.
HERNANDO: Aquí las mujeres y ellas
son en eso parecidas.
GARCÍA: Que edifiquen al revés
mayor novedad me ha hecho,
que primero hacen el techo,
y las paredes después.
HERNANDO: Lo mismo, señor, verás
en la mujer, que adereza,
al vestirse, la cabeza
primero que lo demás.
GARCÍA: Bizarras las damas son.
HERNANDO: Diestras pudieras decir
en la herida del pedir,
que es su primera intención.
Cifrase, si has advertido,
en la de mejor sujeto,
toda la gala en el peto,
toda la gracia en el pido.
Tanto la intención crüel
sólo a este fin enderezan,
que si el "Padre nuestro" rezan,
es porque piden con él.
Hoy a la mozuela roja
que en nuestra esquina verás,
dije al pasar, "¿Cómo estás?,
Y respondió, "Para aloja."
GARCÍA: Con todo, siento afición
de Madrid en ti.
HERNANDO: Y me hicieras
merced si aquí fenecieras
esta peregrinación;
que molerán a un diamante
seis años de caminar
de un lugar a otro lugar,
hecho caballero andante.
GARCÍA: Hernando, estoy agraviado,
y según leyes de honor,
debo hallar a mi ofensor;
no basta haberlo buscado.
Mas no pienses que me canso,
que hasta llegar a matarle,
de suerte estoy, que el buscarle
tengo sólo por descanso.

59 Antología de Lecturas
Tamara Peralta
60

No a mitigarme es bastante
tiempo, cansancio ni enojos,
que siempre tengo en los ojos
aquel afrentoso guante.
¡Ah, cielos! ¿En qué lugar
escondéis un hombre así?
Cielos, o matadmc a mi,
o dejádmelo matar.
Yo, que en la africana tierra
tantos moros he vencido;
yo, que por mi espada he sido
el asombro de la guerra,
yo, que en tan diversas partes
fijé, a pesar del pagano
y el hereje, con mi mano
católicos estandartes,
¿he de vivir agraviado
tantos años, cielo? ¿Es bien
que esté deshonrado quien
tantas honras os ha dado?
HERNANDO: Por Dios te pido, señor,
que no te aflijas así,
que yo espero en Dios que aqui
has de restaurar tu honor.
Si las señas no han mentido,
don Juan en Madrid está.
Sufre lo menos, pues ya
lo más, señor, has sufrido.
Deja esa pena inhumana,
no pienses en tu contrario.
GARCÍA: Es pedir al cuartanarío
que no piense en la cuartana.
HERNANDO: Diviértete, considera
cómo está en caniculares
con ser pobre Manzanares,
tan honrada su ribera,
que de él dijo una señora,
cuyo saber he envidiado,
que es, por lo pobre y honrado,
hidalgo de los de agora.
Bien puede aliviar tus males
ver ese parque, abundoso
de conejo temeroso,
blanco de tiros reales.
GARCÍA: Detente. ¿No es mi enemigo
el que miro?
HERNANDO: ¿Don Juan?
GARCÍA: Sí,
el que viene hablando allí...
con aquel coche...
HERNANDO: Yo digo
que me parece don Juan,
pero no puedo afirmarlo.
GARCÍA: Ya ves que importa no errarlo.
Pues tan divertidos van,
al descuido has de acercarte,

60 Antología de Lecturas
Tamara Peralta
61

y con cuidado mirar


si es él; que yo quiero estar
escondido en esta parte
hasta que vuelvas. Advierte
que certificado quedes.
De espacio mirarlo puedes,
que él no podrá conocerte.
HERNANDO: El coche paró... una dama
sale...; él sirve de escudero.
GARCÍA: Acaba, vete.
HERNANDO: El cochero
me dirá cómo se llama.

Inundación Castálida

Juana de Asbaje y Ramírez de Santillana, también conocida como Sor Juan Inés de la Cruz,
autora de esta obra, nació en 1651 en San Miguel Nepantla, México, y murió en 1695 en la
capital del país, hija de padre español y madre mexicana, gran parte de su producción
literaria es de orden poético, entre sus obras principales están Amor es más laberinto y Los
empeños de una casa.

La Inundación Castálida fue el primer libro que se edito de Juana de Asbaje, esto en 1689,
su primera edición apareció en España, básicamente es un libro de poesías dedicadas a
celebridades religiosas. Esta obra se divide en cuatro partes: Lírica personal, Loas,
Villancicos y Neptuno, en la última parte contempla textos en prosa.

Redondillas

Arguye de inconsecuentes el gusto y la censura de los hombres, que en las


mujeres acusan lo que causan

Hombres necios que acusáis


a la mujer sin razón,
sin ver que sois la ocasión,
de lo mismo que culpáis:
si con ansia sin igual
solicitáis su desdén,
¿por qué queréis que obren bien,
si las incitáis al mal?

Combatís su resistencia,
y luego, con gravedad,
decís que fue liviandad
lo que hizo la diligencia.

61 Antología de Lecturas
Tamara Peralta
62

Parecer quiere el denuedo


de vuestro parecer loco,
al niño que pone el coco
y fuego le tiene miedo.

Queréis, con presunción necia,


hallar a la que buscáis,
para pretendida, Taïs,
y en la posesión, Lucrecia.

¿Qué humor puede ser más raro


que el que falto de consejo,
él mismo empaña el espejo,
y siente que no esté claro?

Con el favor y el desdén


tenéis condición igual,
quejándoos, si os tratan mal,
burlándoos, si os quieren bien.

Opinión ninguna gana,


pues la que más se recata,
si no os admite, es ingrata,
y si os admite, es liviana.

Siempre tan necios andáis


que, con desigual nivel,
a una culpáis por crüel,
y a otra por fácil culpáis.

¿Pues cómo ha de estar templada


la que vuestro amor pretende,
si la que es ingrata, ofende,
y la que es fácil, enfada?

Mas entre el enfado y pena


que vuestro gusto refiere,
bien haya la que no os quiere,
y quejaos en hora buena.

Dan vuestras amantes penas


a sus libertades, alas,
y después de hacerlas malas,
las queréis hallar muy buenas.

¿Cuál mayor culpa ha tenido

62 Antología de Lecturas
Tamara Peralta
63

en una pasión errada,


la que cae de rogada,
o el que ruega de caído?

¿O cuál es más de culpar,


aunque cualquiera mal haga,
la que peca por la paga,
o el que paga por pecar?

¿Pues para qué os espantáis


de la culpa que tenéis?
Queredlas cual las hacéis,
o hacedlas cual las buscáis.

Dejad de solicitar,
y después, con más razón,
acusaréis la afición
de la que os fuere a rogar.
Bien con muchas armas fundo
que lidia vuestra arrogancia,
pues en promesa e instancia,
juntáis diablo, carne y mundo.

El Avaro
Jean Baptiste Poquelin, conocido por el psudónimo Moliere (1622-1673) actor y
dramaturgo, autor de El Avaro, una de las grandes obras del teatro francés que muestra la
mezquindad a la que puede llegar el ser humano.

El personaje central de la obra es Harpagón, hombre adinerado con dos hijos, Elisa y
Cleanto, a ella quiere casarla con un viejo que la acepta sin dote, a él con una viuda rica.
Pero Elisa se ha enamorado de Valerio, un joven que para estar cerca de ella ha aceptado el
puesto de mayordomo en la casa del avaro y Cleanto de Mariana, una chica pobre a la que
también ama Harpagón.

La trama de esta comedia pasa por una serie de situaciones desatadas a luego de la
desaparición de unos escudos que forman parte de la fortuna del protagonista, a partir de
aquí se manifiestas las acciones más obscuras del personaje.

ESCENA VII

HARPAGÓN, solo

HARPAGÓN. (Llega gritando desde el jardín y sin sombrero.) ¡Al ladrón! ¡Al ladrón! ¡Al ladrón! ¡Al
asesino! ¡Al criminal! ¡Justicia, justo Cielo! ¡Estoy perdido! ¡Asesinado! ¡Me han cortado el cuello!
63 Antología de Lecturas
Tamara Peralta
64

¡Me han robado mi dinero! ¿Quién podrá ser? ¿Qué ha sido de él? ¿Dónde está? ¿Dónde se
esconde? ¿Qué haré para encontrarlo? ¿Adónde correr? ¿Adónde no correr? ¿No está ahí? ¿No
está ahí? ¿Quién es? ¡Detente! ¡Devuélveme mi dinero, bandido!... (A sí mismo, cogiéndose del
brazo.) ¡Ah, soy yo! Mi ánimo está trastornado; no sé dónde me encuentro, ni quién soy, ni lo que
hago. ¡Ay! ¡Mi pobre! ¡Mi pobre dinero! ¡Mi más querido amigo! Me han privado de ti, y, puesto
que me has sido arrebatado, he perdido mi sostén, mi consuelo, mi alegría; se ha acabado todo
para mí, y ya no tengo nada que hacer en el mundo. Sin ti no puedo vivir. Se acabó; ya no puedo
más; me muero; estoy muerto; estoy enterrado. ¿No hay nadie que quiera resucitarme,
devolviéndome mi dinero o diciéndome quién lo ha cogido? ¡Eh! ¿Qué decís? No hay nadie. Es
preciso que quienquiera que sea el que ha dado el golpe haya acechado el momento con mucho
cuidado, y han escogido precisamente el rato en que hablaba yo con el traidor de mi hijo.
Salgamos. Voy en busca de la Justicia, y haré que den tormento a todos los de mi casa: a sirvientas,
a criados, al hijo, a la hija y también a mí. ¡Cuánta gente reunida! No pongo la mirada en nadie que
no suscite mis sospechas, y todos me parecen ser el ladrón. ¡Eh! ¿De qué han hablado ahí? ¿Del
que me ha robado? ¿Qué ruido hacen arriba? ¿Está ahí mi ladrón? Por favor, si saben noticias de
mi ladrón, suplico que me las digan. ¿No está escondido entre vosotros? Todos me miran y se
echan a reír. Ya veréis cómo han tomado parte, sin duda, en el robo de que he sido víctima.
¡Vamos, de prisa, comisarios, alguaciles, prebostes, jueces, tormentos, horcas y verdugos! Quiero
hacer colgar a todo el mundo, y si no encuentro mi dinero, me ahorcaré yo mismo después.

Micromegas
Considerada como una de las primeras obras de ciencia ficción, fue escrita por Voltaire
(1694-1778) autor francés. La obra narra la vista a la tierra de un ser originario de un
planeta de la estrella Sirio, llamado micromegas, y de su compañero del planeta saturno.

Capítulo 4.– Lo que les sucedió en el globo terráqueo


Después de reposar un poco, almorzaron un par de montañas que les guisaron sus criados con
mucho aseo. Quisieron luego reconocer el mezquino país donde se hallaban y marcharon de Norte
a Sur. Los pasos que daban el siriano y sus acompañantes abarcaban unos treinta mil pies cada
uno. Seguíales de lejos el enano de Saturno, que perdía el aliento, porque tenía que dar doce
pasos mientras los otros daban una zancada. Iba, si se me permite la comparación, como un
perrillo faldero que sigue a un capitán de la Guardia del rey de Prusia.
Como andaban de prisa, dieron la vuelta al globo en veinticuatro horas; verdad es que el Sol, o por
mejor decir, la Tierra, hace el mismo viaje en un día; pero hemos de convenir que es cosa más fácil
girar sobre su eje que andar a pie. Volvieron al fin al sitio de donde partieron después de haber
visto la balsa, casi imperceptible para ellos, denominada mar Mediterráneo y el otro pequeño
estanque que llamamos gran Océano y que rodea nuestra madriguera; al enano no le llegaba el
agua a media pierna y apenas si se mojaba el otro los talones. Fueron y vinieron arriba y abajo,
procurando averiguar si estaba o no habitado este mundo; agachándose, tendiéronse lo más
posible palpando por todas partes; pero eran tan enormes sus ojos y sus manos en relación con los
seres minúsculos que nos arrastramos aquí abajo, que no lograron captar nuestra presencia, ni
siquiera sorprender algún indicio que la revelase.

64 Antología de Lecturas
Tamara Peralta
65

El enano, que a veces juzgaba con ligereza, manifestó terminantemente que no había habitantes
en la Tierra; basado en primer lugar en que él no veía ninguno.
Micromegas le dio a entender cortésmente que su deducción no era fundada, porque -le dijo- ¿es
que acaso con esos ojos tan pequeños que tenéis sois capaz de ver las estrellas de quincuagésima
magnitud? Yo en cambio las veo perfectamente. ¿Afirmaréis, sin embargo, que esas estrellas no
existen?
-Os digo que he buscado y rebuscado por todas partes -dijo el enano.
-¿Y no hay nada?
-Lo único que hay es que este planeta está muy mal hecho -replicó el enano-; irregular y mal
dispuesto, resulta no sólo ridículo, sino caótico. ¿No veis esos arroyuelos que ninguno corre
derecho; esos estanques que no son redondos ni cuadrados, ni ovalados ni de forma geométrica
alguna? Observad esos granos de arena (se refería a las montañas), que por cierto se me han
metido en los pies... Ved el achatamiento de los polos de este globo que gira y gira alrededor del
Sol y cuyo régimen climatológico es tan absurdo que las zonas de ambos polos son yertas y
estériles. Lo que más me hace creer que no hay habitantes, es considerar que nadie con un poco
de sentido común querría vivir en él.
-Eso no importa nada -dijo Micromegas-. Pueden no tener sentido común y habitarle. Todo aquí se
os antoja irregular y descompuesto porque no está trazado con tiralíneas como en Júpiter y
Saturno. Eso es lo que os confunde. Por mi parte estoy acostumbrado a ver en mis viajes las cosas
más distintas y los aspectos más variados.
Replicó el saturnino a estas razones, y no se hubiera concluido esta disputa, si en el calor de ella
no hubiese roto Micromegas el hilo de su collar de diamantes y caídose éstos, que eran muy
hermosos aunque pequeñitos y desiguales. Los más gruesos pesaban cuatrocientas libras y
cincuenta los más menudos. Cogió el enano alguno y arrimándoselos a los ojos observó que tal
como estaban tallados resultaban excelentes microscopios. Tomó uno, pequeño, puesto que no
tenía más de ciento sesenta pies de diámetro, y se lo aplicó a un ojo mientras que se servía
Micrornegas de otro de dos mil quinientos pies. Al principio no vieron nada con ellos, pero hechas
las rectificaciones oportunas, advirtió el saturnino una cosa imperceptible que se movía entre dos
aguas en el mar Báltico: era una ballena; púsosela bonitamente encima de la uña del pulgar y se la
enseñó al siriano, que por la segunda vez se echó a reír de la insignificancia de los habitantes de la
Tierra.
Creyó, pues, el saturnino que nuestro mundo estaba habitado sólo por ballenas y como era muy
listo quiso averiguar de qué manera podía moverse un átomo tan ruin, y si tenía ideas, voluntad y
libre albedrío.
Micromegas no sabía qué pensar; mas después de examinar con mucha atención al animal, sacó
en consecuencia que no podía caber un alma en un cuerpo tan chico. Inclinábanse ya a creer
ambos viajeros que en el terráqueo no existía vida racional, cuando, con el auxilio del microscopio
descubrieron otro bulto más grande que la ballena flotando en el mar Báltico. Como es sabido, por
aquellos días regresaba del círculo polar una banda de filósofos, que habían ido a tomar unas
medidas en que nadie hasta entonces había pensado. Se dijo en los papeles públicos que su barco
había encallado en las costas de Botnia y que por poco perecen todos. Pero nunca se sabe en este

65 Antología de Lecturas
Tamara Peralta
66

mundo la verdad oculta de las cosas. Contaré con sinceridad lo ocurrido sin quitar ni añadir nada;
esfuerzo que por parte de un historiador es meritorio en alto grado.

El sí de las niñas
Es una obra de teatro escrita por Leandro Fernández de Moratín, dramaturgo y poeta
español, nacido en Madrid en 1760 y fallecido en París 1828, escribió obras como La toma
de la Grana, premiado por la Real Academia Española en 1779 y volvió a ser premiado en
1782 por Lección Poética.
El sí de las niñas es una comedia de tres actos que llegó a ser prohibida por la inquisición, a
pesar de su incuestionado éxito, ya que hace un llamado directo a la autoridad para que
actúe conforme a los dictados racionalistas, en 1815 con la restauración de Fernando, la
inquisición española encontró motivos para prohibirla, pudo reestrenarse en 1834 con
algunos recortes debido a la censura.
La obra narra la historia de Francisca, joven de 16 años educada en un convento y
prometida en matrimonio a Don Diego de 59. Francisca está enamorada de un soldado y,
Rita, su sirvienta los ayuda a estar juntos, al enterarse Don Diego de la relación de
Francisca decide abandonar el compromiso. Poco después se descubre que el soldado es
sobrino de Don Diego y este último da la anuencia para su matrimonio con Francisca.

Escena VIII

DON DIEGO, DOÑA FRANCISCA.

DON DIEGO.- ¿Usted no habrá dormido bien esta noche?

DOÑA FRANCISCA.- No, señor. ¿Y usted?

DON DIEGO.- Tampoco.

DOÑA FRANCISCA.- Ha hecho demasiado calor.

DON DIEGO.- ¿Está usted desazonada?

DOÑA FRANCISCA.- Alguna cosa.

DON DIEGO.- ¿Qué siente usted? (Siéntase junto a DOÑA FRANCISCA.)

DOÑA FRANCISCA.- No es nada... Así un poco de... Nada... no tengo nada.

DON DIEGO.- Algo será, porque la veo a usted muy abatida, llorosa, inquieta... ¿Qué tiene usted,
Paquita? ¿No sabe usted que la quiero tanto?

66 Antología de Lecturas
Tamara Peralta
67

DOÑA FRANCISCA.- Sí, señor.

DON DIEGO.- Pues ¿por qué no hace usted más confianza de mí? ¿Piensa usted que no tendré yo
mucho gusto en hallar ocasiones de complacerla?

DOÑA FRANCISCA.- Ya lo sé.

DON DIEGO.- ¿Pues cómo, sabiendo que tiene usted un amigo, no desahoga con él su corazón?

DOÑA FRANCISCA.- Porque eso mismo me obliga a callar.

DON DIEGO.- Eso quiere decir que tal vez soy yo la causa de su pesadumbre de usted.

DOÑA FRANCISCA.- No, señor; usted en nada me ha ofendido... No es de usted de quien yo me


debo quejar.

DON DIEGO.- Pues ¿de quién, hija mía?... Venga usted acá... (Acércase más.) Hablemos siquiera
una vez sin rodeos ni disimulación... Dígame usted: ¿no es cierto que usted mira con algo de
repugnancia este casamiento que se la propone? ¿Cuánto va que si la dejasen a usted entera
libertad para la elección no se casaría conmigo?

DOÑA FRANCISCA.- Ni con otro.

DON DIEGO.- ¿Será posible que usted no conozca otro más amable que yo, que la quiera bien, y
que la corresponda como usted merece?

DOÑA FRANCISCA.- No, señor; no, señor.

DON DIEGO.- Mírelo usted bien.

DOÑA FRANCISCA.- ¿No le digo a usted que no?

DON DIEGO.- ¿Y he de creer, por dicha, que conserve usted tal inclinación al retiro en que se ha
criado, que prefiera la austeridad del convento a una vida más...?

DOÑA FRANCISCA.- Tampoco; no señor... Nunca he pensado así.

DON DIEGO.- No tengo empeño de saber más... Pero de todo lo que acabo de oír resulta una
gravísima contradicción. Usted no se halla inclinada al estado religioso, según parece. Usted me
asegura que no tiene queja ninguna de mí, que está persuadida de lo mucho que la estimo, que no
piensa casarse con otro, ni debo recelar que nadie dispute su mano... Pues ¿qué llanto es ése? ¿De
dónde nace esa tristeza profunda, que en tan poco tiempo ha alterado su semblante de usted, en
términos que apenas le reconozco? ¿Son éstas las señales de quererme exclusivamente a mí, de
casarse gustosa conmigo dentro de pocos días? ¿Se anuncian así la alegría y el amor? (Vase
iluminando lentamente la escena, suponiendo que viene la luz del día.)

DOÑA FRANCISCA.- Y ¿qué motivos le he dado a usted para tales desconfianzas?

67 Antología de Lecturas
Tamara Peralta
68

DON DIEGO.- ¿Pues qué? Si yo prescindo de estas consideraciones, si apresuro las diligencias de
nuestra unión, si su madre de usted sigue aprobándola y llega el caso de...

DOÑA FRANCISCA.- Haré lo que mi madre me manda, y me casaré con usted.

DON DIEGO.- ¿Y después, Paquita?

DOÑA FRANCISCA.- Después... y mientras me dure la vida, seré mujer de bien.

DON DIEGO.- Eso no lo puedo yo dudar... Pero si usted me considera como el que ha de ser hasta
la muerte su compañero y su amigo, dígame usted: estos títulos ¿no me dan algún derecho para
merecer de usted mayor confianza? ¿No he de lograr que usted me diga la causa de su dolor? Y no
para satisfacer una impertinente curiosidad, sino para emplearme todo en su consuelo, en mejorar
su suerte, en hacerla dichosa, si mi conato y mis diligencias pudiesen tanto.

DOÑA FRANCISCA.- ¡Dichas para mí!... Ya se acabaron.

DON DIEGO.- ¿Por qué?

DOÑA FRANCISCA.- Nunca diré por qué.

DON DIEGO.- Pero ¡qué obstinado, qué imprudente silencio!... Cuando usted misma debe
presumir que no estoy ignorante de lo que hay.

DOÑA FRANCISCA.- Si usted lo ignora, señor Don Diego, por Dios no finja que lo sabe; y si en
efecto lo sabe usted, no me lo pregunte.

DON DIEGO.- Bien está. Una vez que no hay nada que decir, que esa aflicción y esas lágrimas son
voluntarias, hoy llegaremos a Madrid, y dentro de ocho días será usted mi mujer.

DOÑA FRANCISCA.- Y daré gusto a mi madre.

DON DIEGO.- Y vivirá usted infeliz.

DOÑA FRANCISCA.- Ya lo sé.

DON DIEGO.- Ve aquí los frutos de la educación. Esto es lo que se llama criar bien a una niña:
enseñarla a que desmienta y oculte las pasiones más inocentes con una pérfida disimulación. Las
juzgan honestas luego que las ven instruidas en el arte de callar y mentir. Se obstinan en que el
temperamento, la edad ni el genio no han de tener influencia alguna en sus inclinaciones, o en que
su voluntad ha de torcerse al capricho de quien las gobierna. Todo se las permite, menos la
sinceridad. Con tal que no digan lo que sienten, con tal que finjan aborrecer lo que más desean,
con tal que se presten a pronunciar, cuando se lo mandan, un sí perjuro, sacrílego, origen de
tantos escándalos, ya están bien criadas, y se llama excelente educación la que inspira en ellas el
temor, la astucia y el silencio de un esclavo.

68 Antología de Lecturas
Tamara Peralta
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DOÑA FRANCISCA.- Es verdad... Todo eso es cierto... Eso exigen de nosotras, eso aprendemos en la
escuela que se nos da... Pero el motivo de mi aflicción es mucho mas grande.

DON DIEGO.- Sea cual fuere, hija mía, es menester que usted se anime... Si la ve a usted su madre
de esa manera, ¿qué ha de decir?... Mire usted que ya parece que se ha levantado.

DOÑA FRANCISCA.- ¡Dios mío!

DON DIEGO.- Sí, Paquita; conviene mucho que usted vuelva un poco sobre sí... No abandonarse
tanto... Confianza en Dios... Vamos, que no siempre nuestras desgracias son tan grandes como la
imaginación las pinta... ¡Mire usted qué desorden éste! ¡Qué agitación! ¡Qué lágrimas! Vaya, ¿me
da usted palabra de presentarse así..., con cierta serenidad y...? ¿Eh?

DOÑA FRANCISCA.- Y usted, señor... Bien sabe usted el genio de mi madre. Si usted no me
defiende, ¿a quién he de volver los ojos? ¿Quién tendrá compasión de esta desdichada?

DON DIEGO.- Su buen amigo de usted... Yo... ¿Cómo es posible que yo la abandonase...
¡criatura!..., en la situación dolorosa en que la veo? (Asiéndola de las manos.)

DOÑA FRANCISCA.- ¿De veras?

DON DIEGO.- Mal conoce usted mi corazón.

DOÑA FRANCISCA.- Bien le conozco. (Quiere arrodillarse; DON DIEGO se lo estorba, y ambos se
levantan.)

DON DIEGO.- ¿Qué hace usted, niña?

DOÑA FRANCISCA.- Yo no sé... ¡Qué poco merece toda esa bondad una mujer tan ingrata para con
usted!... No, ingrata no; infeliz... ¡Ay, qué infeliz soy, señor Don Diego!

DON DIEGO.- Yo bien sé que usted agradece como puede el amor que la tengo... Lo demás todo ha
sido... ¿qué sé yo?..., una equivocación mía, y no otra cosa... Pero usted, ¡inocente! usted no ha
tenido la culpa.

DOÑA FRANCISCA.- Vamos... ¿No viene usted?

DON DIEGO.- Ahora no, Paquita. Dentro de un rato iré por allá.

DOÑA FRANCISCA.- Vaya usted presto. (Encaminándose al cuarto de DOÑA IRENE, vuelve y se
despide de DON DIEGO besándole las manos.)

DON DIEGO.- Sí, presto iré.

El jardín de Venus

69 Antología de Lecturas
Tamara Peralta
70

Félix María de Samaniego es el autor de este libro de poemas de corte erótico, español
(1745-1801), fue reconocido por sus fábulas aleccionadoras mediante moralejas. No
obstante El jardín de Venus Samaniego presenta, para su época, una literatura
"desvergonzada" pero que invita a la risa.

El sueño
de Félix María Samaniego

Vivían una vez, y va de cuento,


en un chico aposento
un pobre matrimonio con un niño,
fruto de su cariño,
y una niña graciosa,
que más que su hermanito era curiosa;
los cuales con sus padres en un lecho,
por no haber otra cama de provecho,
juntitos se acostaban
y a los pies abrigados reposaban.
Una noche el marido,
jugando al mete y saca, embebecido
con su mujer, de tal ardor se inflama
que entre los dos echaron de la cama,
sin saber lo que hacían,
al niño y a la niña que dormían.
Despertaron del golpe dando gritos
los tristes angelitos,
y el muchacho, llorando sin consuelo,
exclama: -¡ Ay, padre mío!, ¿ por qué al suelo
nos echa usted y madre a puntillones,
cuando cabemos bien en los colchones?
-Hombre, dijo el padre, no he podido
libraros del porrazo, porque ha sido

70 Antología de Lecturas
Tamara Peralta
71

sin saber lo que hacía:


con tu madre soñaba que reñía
y tuve grande empeño
en amansarla un poco con el sueño.
Dijo: y luego enfadado
por no haber el negocio consumado,
fue a recoger sus hijos; y al meterlos
en la cama queriendo componerlos,
la muchacha, abrazándole llorosa,
le tocó cierta cosa,
y preguntó con mucho desenfado:
-Padre, ¿ qué es esto tieso que he tocado?
-Es la mano del niño, respondiole
el padre. Y la muchacha replicole:
-No señor, que los dedos no le encuentro.
-Suelta: los tiene vueltos hacia dentro
porque el puño ha cerrado.
-¿Y a dónde, padre, se habrá mojado?
-Niña, en la escupidera...
Duérmete y no seas bachillera.
Calló, atemorizada,
la chica; pero como escarmentada
estaba del dolor de la caída,
no se quedó dormida;
y sus padres, rijosos y encendidos,
creyendo que ya estaban bien dormidos
los chicos, la faena que dejaron
por su golpe, de nuevo comenzaron.
Sintiolo la muchacha y al chiquillo
despertándole dice: -Oye, Juanillo,
agárrate bien fuerte, que con madre
otra vez a soñar se ha puesto padre.

71 Antología de Lecturas
Tamara Peralta
72

Fausto
Fausto, escrito por el alemán Johann Wolfgang Goethe, mejor conocido como Goethe,
(1749-1832) esta obra presenta la historia de un científico insatisfecho con la vida, que hace
un pacto con el diablo intercambiando su alma por conocimiento y placeres mundanos. La
obra se divide en dos partes, Fauto y Mefistófeles son los personajes principales. La trama
versa en que Dios y el diablo (Mefistófeles) realizan una apuesta en la que este último
asegura que sacará del buen camino al primero. La trama presenta una constante pelea entre
el bien y el mal.

PRIMERA PARTE

DE NOCHE

(En una habitación gótica, estrecha y de altas bóvedas, FAUSTO está sentado en un sillón ante su
pupitre.)

FAUSTO Ay, he estudiado ya Filosofía, Jurisprudencia, Medicina y también, por desgracia, Teología,
todo ello en profundidad extrema y con enconado esfuerzo. Y aquí me veo, pobre loco, sin saber
más que al principio. Tengo los títulos de Licenciado y de Doctor y hará diez años que arrastro mis
discípulos de arriba abajo, en dirección recta o curva, y veo que no sabemos nada. Esto consume
mi corazón. Claro Este documento ha sido descargado de está que soy más sabio que todos esos
necios doctores, licenciados, escribanos y frailes; no me atormentan ni los escrúpulos ni las dudas,
ni temo al infierno ni al demonio. Pero me he visto privado de toda alegría; no creo saber nada con
sentido ni me jacto de poder enseñar algo que mejore la vida de los hombres y cambie su rumbo.
Tampoco tengo bienes ni dinero, ni honor, ni distinciones ante el mundo. Ni siquiera un perro
querría seguir viviendo en estas circunstancias. Por eso me he entregado a la magia: para ver si
por la fuerza y la palabra del espíritu me son revelados ciertos misterios; para no tener que decir
con agrio sudor lo que no sé; para conseguir reconocerlo que el mundo contiene en su interior;
para contemplar toda fuerza creativa y todo germen y no volver a crear confusión con las palabras.

Oh, reflejo de la luna llena, por la que tantas veces velé sentado ante este pupitre hasta que
aparecías, melancólico amigo, sobre los libros y los papeles, si iluminaras por última vez mi pena;
¡ay!, si pudiera andar por las cumbres de los montes bajo tu amada claridad; flotar en las grutas
acompañado de espíritus; vagar en tu penumbra por los prados y, habiéndose disipado todas las
brumas del saber, bañarme, robusto, en tu rocío. ¡Ah!, ¿pero seguiré preso en esta cárcel?,
agujero maldito y húmedo, hecho en un muro a través del cual incluso la querida luz del cielo
entra turbia al pasar por las vidrieras. Encerrado detrás de un montón de libros roídos por los
gusanos y cubiertos de polvo, que llegan hasta las altas bóvedas y están envueltos en papel
ahumado. Cercado por cofres y retortas, aherrojado por instrumentos y trastos de los
antepasados. Este es tu mundo, ¡vaya un mundo!

72 Antología de Lecturas
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¿Y aún te preguntas por qué tu corazón se para, temeroso, en el pecho? ¿Por qué un dolor
inexplicable inhibe tus impulsos vitales? En lugar de la naturaleza viva, en medio de la que Dios
puso al hombre, lo que te rodea son osamentas de animales y esqueletos humanos humeantes y
mohosos. ¡Huye!, sal fuera, a la amplia llanura. ¿No te será suficiente compañía ese libro
misterioso, autógrafo de Nostradamus? Con su ayuda reconocerás el curso de las estrellas y,
cuando la naturaleza te haya instruido, aumentará en ti la fuerza del alma, como si un espíritu le
hablara a otro. En vano tratarás de explicar los sagrados signos mediante la ayuda de la árida
reflexión; ¡volad, oh espíritus, junto a mí y decidme si me oís! (Abre el libro y serva el signo del
Macrocosmosl .) ¡Ah!, qué deleite corre de súbito, al mirarlo, todos mis sentidos. Siento cómo la
joven y santa felicidad vital me fluye por músculos y las venas con renovado ardor. ¿Fue acaso un
Dios el que escribió estos signos que calman el furor de mi interior, llenan mi pobre corazón de
gozo y, con un impulso secreto, me desvelan las fuerzas naturales? ¿Soy acaso, un dios? Todo se
llena de claridad. En estos trazos puros se evidencia ante mi espíritu la activa naturaleza. Ahora sí
que entiendo lo que dice el sabio: «No está cerrado el mundo espiritual; son tus sentidos los que
están cerrados, es tu corazón el que está muerto; discípulo, levanta, y baña infatigablemente tu
pecho terrenal en la aurora». (Observa el signo.)

¡Cómo se entreteje el conjunto de las cosas en el Todo y cómo lo uno repercute y vive en lo otro!
¡Cómo las fuerzas celestiales suben y bajan y se siguen los áureos cangilones! ¡Con un vaivén que
huele a bendición, bajan desde el cielo a recorrer la tierra y hacen que resuene en armonía el
universo! ¡Qué espectáculo!; pero, ay, ¡es sólo un espectáculo! ¿Dónde te comprenderé,
naturaleza infinita? ¿Dónde estáis, pechos, fuentes de la vida de las que penden el cielo y la tierra
y adonde el corazón marchito acude? Vosotros manáis en torrentes y alimentáis el mundo;
¿languidezco yo en vano? (Hojea el libro de mala gana y ve el signo del Espíritu de la Tierra.)

¡Qué diferente es el efecto de este signo sobre mí! Tú, Espíritu de la Tierra, me resultas más
cercano. Siento que mis fuerzas aumentan, ardo como si hubiera bebido un vino nuevo; siento
valor para aventurarme por el mundo, para afrontar el dolor y la fortuna que me reporte la tierra,
para adentrarme en la tempestad y no temer el crujido de la nave al zozobrar. Las nubes se
amontonan sobre mí, la luna oculta su luz, la lámpara se extingue, el ambiente está húmedo. Unos
rayos rojos se concentran sobre mi cabeza, un estremecimiento va descendiendo desde la bóveda
y se hace dueño de mí. Siento que flotas sobre mí, espíritu anhelado, ¡revélate! Ah, ¡cómo se
desgarra mi corazón! Mis sentidos se abren a nuevos sentimientos. Mi corazón está plenamente
entregado a ti. ¡Revélate!, aunque me cueste la vida. (Toma el libro y pronuncia misteriosamente
el signo del ESPÍRITU. Se enciende una llama rojiza y el ESPÍRITU aparece en la llama.) ESPÍRITU
¿Quién me llama? FAUSTO (Volviendo la cara.) ¡Qué aterradora visión! ESPÍRITU Me has atraído
aquí con gran poder, absorbiéndome lejos de mi esfera; y ahora, ¿qué?

.........
GABINETE DE ESTUDIO

FAUSTO ¿Llaman? ¡Adelante! ¿Quién querrá incordiarme?

MEFISTÓFELES Soy yo.

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FAUSTO ¡Adelante!

MEFISTÓFELES Lo habrás de decir tres veces.

FAUSTO ¡Adelante, pues!

MEFISTÓFELES Así es como me gusta que seas. Confío en que nos toleremos. Para disipar tu mal
humor he venido aquí vestido de hidalgo, con traje rojo, bordado en oro, con esclavina de tersa
seda, una pluma de gallo en el sombrero y una daga larga y afilada. Y ahora te recomiendo que, sin
más dilación, te vistas igual para que, una vez liberado, experimentes lo que es la vida.

FAUSTO Con cualquier traje sufriré la pena de las estrecheces de la vida terrenal. Soy demasiado
viejo para limitarme a jugar y demasiado joven para morir sin deseos. ¿Qué podrá ofrecerme el
mundo? «¡Renuncia, tienes que renunciar!». He aquí el precepto que continuamente resuena en
nuestro oído y que cada hora repite con ronca y acompasada voz. Por la mañana me despierto
sobresaltado, y con razón podría llorar amargamente al ver que el nuevo día sigue con rapidez su
camino sin dejar satisfecho ninguno de mis deseos; al ver que con su curso ahoga toda esperanza
de felicidad, y que, con la ayuda de los ridículos y cómicos actos de la vida, hace desaparecer
cuantas agradables creaciones buscan un albergue en mi mente. Después, al llegar la noche, me
acuesto con desasosiego ni aun allí puedo descansar, e incluso me llenan de espanto pesados y
horrorosos sueños. El espíritu que reina en mi interior puede conmover profundamente mi ser; no
obstante, a pesar de que tiene imperio sobre todas mis fuerzas, no puede hacerlas obrar en el
exterior: por eso me he convencido de que vivir es una pesada carga, por eso deseo la muerte y
aborrezco la vida.

MEFISTÓFELES Y sin embargo, en aquella noche hubo alguien que no se bebió la pócima color
marrón.
FAUSTO Parece que te gusta el fisgoneo.
MEFISTÓFELES No soy omnisciente, pero sé muchas cosas.

FAUSTO Aunque un dulce y conocido canto, con ecos de los buenos tiempos, me apartó del
terrible abismo y despertó lo que queda en mí de sentimientos infantiles, maldigo ahora todo lo
que el alma enreda con sus juegos de seducción y engaño y cómo, cegándonos y adulándonos, nos
ata a esta cueva de penas. ¡Desde ahora declaro maldita la alta opinión de sí mismo con la que el
espíritu se aprisiona!, ¡maldito el engaño de los sentidos que oprime nuestra alma!, ¡maldito todo
aquello que nos embelece en sueños: el engaño de la fama y el renombre!, ¡maldito lo que nos
halaga como posesión, como mujer y como hijo, como criado y arado!, ¡maldito Mammón cuando,
prometiéndonos tesoros, nos anima a hazañas temerarias y cuando nos ofrece almohadones para
nuestro ocioso placer!, ¡maldito el balsámico jugo de uvas!, ¡maldita la más refinada caricia del
amor!, ¡maldita la esperanza!, ¡maldita la fe! y, sobre todo, ¡maldita la paciencia!

El conde de Montecristo

Escrita por Alejandro Dumas (1802-1870) novelista y dramaturgo francés, esta obra
presenta la historia de Edmond Dantès quien llega a Marsella, joven exitoso, enamorado de

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Mercedes y a punto de casarse con ella es traicionado y lo encarcelan sin juicio en la If,
lugar en el que nadie sobrevive.

Catorce años de su vida pasa en prisión, en donde conoce al abad Faria, quien le legará una
grandiosa fortuna escondida en la isla de Montecristo. Edmond Dantès, resurge en
sociedad como el Conde de Montecristo con el propósito de vengarse de quienes los
traicionaron.

Capítulo catorce

El preso furioso y el preso loco

Al cabo de un año aproximadamente después de la vuelta de Luis XVIII, el inspector general de


cárceles efectuó una visita a las del reino. Desde su calabozo, Dantés percibía el rumor de los
preparativos que se hacían en el castillo, y no por el alboroto que ocasionaban, aunque no era
grande, sino porque los presos oyen en el silencio de la noche hasta la araña que teje su tela, hasta
la caída periódica de la gota de agua que tarda una hora en filtrarse

por el techo de su calabozo, y adivinó que algo nuevo sucedía en el mundo de los vivos: hacía
tanto tiempo que le habían encerrado en una tumba, que podía muy bien tenerse por muerto. En
efecto, el inspector iba visitando una tras otra las prisiones, calabozos y subterráneos. A muchos
presos interrogaba, particularmente a aquellos cuya dulzura o estupidez los hacía recomendables
a la benevolencia de la administración: sus preguntas se redujeron a cómo estaban alimentados y
qué reclamaciones tenían que hacer a su autoridad. Todos convinieron unánimemente en que la
comida era detestable, y pedían la libertad. El inspector les preguntó entonces si tenían otra cosa
que decirle. Su respuesta fue un ademán de cabeza. ¿Qué otra cosa que la libertad pueden pedir
los presos? El inspector se volvió sonriendo, y dijo al gobernador del castillo: -No sé para qué nos
obligan a estas visitas inútiles. Quien ve a un preso los ve a todos. ¡Siempre lo mismo! Todos están
mal alimentados y son inocentes por añadidura. ¿Hay algunos más? -Sí, tenemos los peligrosos y
los dementes, que están en los subterráneos. -Vamos -dijo el inspector con aire de aburrimiento-.
Cumplamos nuestra obligación en regla. Bajemos a los subterráneos. -Aguardad por lo menos a
que vayan a buscar dos hombres -respondió el gobernador- que los presos, sea por hastío de la
vida, sea para hacerse condenar a muerte, intentan tal vez crímenes desesperados, y podríais ser
víctima de alguno. -Tomad, pues, precauciones -dijo el inspector. En efecto, enviaron a buscar dos
soldados, y comenzaron a bajar una escalera, tan empinada, tan infecta y tan húmeda, que el
olfato y la respiración se lastimaban a la par. -¡Oh! ¿Quién diablos habita este calabozo? -dijo el
inspector a la mitad del camino. -Un conspirador de los más temibles: nos lo han recomendado
particularmente como hombre capaz de cualquier cosa. -¿Está solo? -Sí. -¿Y cuánto tiempo hace? -
Un año, con corta diferencia. -¿Y desde su entrada en el castillo está en el subterráneo? -No,
señor, sino desde que quiso matar al llavero encargado de traerle la comida. -¿Ha querido matar al
llavero? -Sí, señor: a ese mismo que nos viene alumbrando. ¿No es cierto, Antonio? -le preguntó el
gobernador. -Como lo oye, señor -respondió el llavero. -¿Está loco este hombre? -Peor que loco,
es el diablo. -¿Queréis que demos cuenta a la superioridad? -preguntó el inspector al gobernador.
-Es inútil. Bastante castigado está. Ya raya en la locura, y según la experiencia que nuestras
observaciones nos dan, dentro de un año estará completamente loco. -Mejor para él -dijo el
inspector-, pues sufrirá menos. Como se ve, era este inspector un hombre muy humano, y digno

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del filantrópico empleo que gozaba. -Tenéis razón, caballero -repuso el gobernador- y vuestra
reflexión da a entender que habéis estudiado la materia a fondo. En otro subterráneo que está
separado de éste unos veinte pies y al cual se desciende por otra escalera, tenemos un viejo abate,
jefe del partido de Italia in illo tempore, preso aquí desde 1811. Desde fines de 1813 se le ha
trastornado la cabeza, y ya nadie le podría reconocer físicamente. Antes lloraba, ahora ríe; antes
enflaquecía, ahora engorda. ¿Queréis verle antes que a éste? Su locura es divertida y os aseguro
que no os entristecerá. -A uno y otro veré -respondió el inspector-. Hagamos las cosas como se
deben hacer. Era ésta la primera vez que el inspector hacía una visita de cárceles, por lo que
deseaba dar a sus jefes buena idea de sí. -Entremos, pues, en éste -dijo. -Bien -respondió el
gobernador, haciendo una seña al llavero, el cual abrió la puerta. A1 rechinar de las macizas
cerraduras; al rumor de los pesados cerrojos, Dantés, que estaba acurrucado en un rincón del
calabozo recreándose deleitosamente en el exiguo rayo de luz que penetraba por un tragaluz con
gruesísimos barrotes, Dantés, repetimos, levantó la cabeza. Viendo a un desconocido alumbrado
por dos llaveros que llevaban antorchas encendidas, custodiado por dos soldados y respetado por
el gobernador de tal manera que le hablaba con el sombrero en la mano, comprendió Dantés el
objeto de su visita, y viendo en fin que se le presentaba coyuntura de hablar a una autoridad
superior, saltó hacia él con las manos en actitud de súplica. Los soldados calaron bayoneta,
temiendo que el preso se dirigiese al inspector con malas intenciones; éste retrocedió un paso,
asustado. Dantés comprendió que le habían pintado a sus ojos como un hombre temible. Procuró
entonces poner en su mirada cuanto de humildad y mansedumbre hay en el corazón humano, y
con una elocuencia piadosa que admiró a todos los circunstantes trató de conmover al recién
llegado. Escuchó hasta el fin el inspector el discurso de Dantés, y volviéndose al gobernador le dijo
en voz baja: -Ya va haciéndose humano, y los sentimientos dulces empiezan a dominarle.
Observad cómo el temor obra en él su efecto; retrocedió ante las bayonetas, y el loco no
retrocede ante peligro alguno. Sobre este síntoma he hecho ya en Charentón observaciones muy
curiosas. Después, volviéndose al preso: -En resumen-le dijo-, ¿qué pedís? -Pido que me digan el
crimen que he cometido; que se me nombren jueces; que se me juzgue; que se me fusile si soy
culpable, pero que me pongan en libertad si soy inocente. -¿Coméis bien? -le preguntó el
inspector. -Sí, yo lo creo..., no lo sé; pero eso importa poco. Lo que debe importar, no solamente a
mí, pobre preso, sino a todos los que se ocupan en hacer justicia, y sobre todo al rey que nos
manda, es que el inocente no sea víctima de una delación infame, y no muera entre cerrojos
maldiciendo a sus verdugos. -¡Qué humilde estáis hoy! -le dijo el gobernador-. No siempre sucede
lo mismo, de otra manera hablabais el día que quisisteis asesinar a vuestro guardián. -Es verdad,
señor -respondió Dantés-, y por ello pido humildemente perdón a este hombre, que ha sido
siempre bondadoso conmigo. Pero ¿qué queréis? Yo estaba loco, yo estaba furioso. -¿Y ahora, ya
no lo estáis? -No, señor; porque la prisión me doma, me anonada. ¡Hace tanto tiempo que estoy
aquí! -¡Mucho tiempo! ¿En qué época os detuvieron? -le preguntó el inspector. -El 28 de febrero
de 1815, a las dos de la tarde. El inspector se puso a calcular. -Estamos a 30 de julio de 1816; no
hace más que diecisiete meses que estáis preso. -¿No hace más? -repuso Dantés-. ¿Os parecen
pocos diecisiete meses? ¡Ah!, señor, ignoráis lo que son diecisiete meses de cárcel; diecisiete años,
diecisiete siglos, sobre todo para un hombre como yo, que estaba próximo a ser feliz; para un
hombre que vela abierta una carrera honrosa, y que todo lo pierde en aquel mismo instante, que
del día más claro y hermoso pasa a la noche más profunda, que ve su carrera destruida, que no
sabe si le ama aún la mujer que antes le amaba, que ignora en fin si su anciano padre está muerto
o vivo. Diecisiete meses de cárcel para un hombre acostumbrado al aire del mar, a la
independencia del marino, al espacio, a la inmensidad, a lo infinito; caballero, diecisiete meses de
cárcel es el mayor castigo que pueden merecer los crímenes más horribles del vocabulario

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humano. Compadeceos de mí, caballero, y pedid para mí no indulgencia, sino rigor, no indulto,
sino justicia. Justicia, señor, yo no pido más que justicia. ¿Quién se la niega a un preso? -Está bien,
ya veremos -dijo el inspector. Y volviéndose hacia su acompañante añadió: -En verdad me da
lástima este pobre diablo. Luego me enseñaréis en el libro de registro su partida. -Con mucho
gusto -respondió el gobernador-, pero creo que hallaréis notas tremendas contra él. -Caballero -
prosiguió Edmundo-, bien sé que vos no podéis hacerme salir de aquí por vuestra propia decisión,
pero podéis transmitir mi súplica a la autoridad, provocar una requisitoria, hacer en fin que se me
juzgue. ¡Justicia es todo lo que pido! Sepa yo al menos de qué crimen se me acusa, y a qué castigo
se me sentencia. La incertidumbre es el peor de todos los suplicios. -Contadme, pues, detalles del
asunto -dijo el inspector. -Señor -exclamó Dantés-, por vuestra voz comprendo que estáis
conmovido. ¡Señor! ¡Decidme que tenga esperanza! -No puedo decíroslo -respondió el inspector-,
sino solamente prometeros examinar vuestra causa. -¡Oh! Entonces, caballero, estoy libre, ¡me he
salvado! -¿Quién os mandó detener? -preguntó el inspector. -El señor de Villefort -respondió
Edmundo Dantés-. Vedle y entendeos con él. -Desde hace un año que el señor de Villefort no está
en Marsella, sino en Tolosa. -¡Ah! , no me extraña -balbució Dantés-. ¡He perdido a mi único
protector! -¿Tenía el señor de Villefort algún motivo para estar resentido con vos? -Ninguno,
señor; antes al contrario, fue muy bondadoso conmigo. -¿Podré fiarme de las notas que haya
dejado escritas sobre vos, o que me proporcione él mismo? -Sí, señor. -Pues bien: tened
esperanza. Dantés cayó de rodillas levantando las manos al cielo, y recomendándole en una
oración aquel hombre que había bajado a su calabozo como el Salvador a sacar almas del infierno.
La puerta se volvió a cerrar, pero la esperanza que acompañaba al inspector se quedó encerrada
en el calabozo de Dantés. -¿Queréis ver ahora el libro de registro -dijo el gobernador-, o bajamos
antes al calabozo del abate? -Acabemos la visita -respondió el inspector-. Si volviese a salir al aire
libre quizá no tendría valor para acabarla.

-Este preso no es por el estilo del otro, que su locura entristece menos que la razón de su vecino. -
¿Cuál es su locura? -¡Oh!, muy extraña. Se cree poseedor de un tesoro inmenso. El primer año
ofreció al gobierno un millón si le ponía en libertad; el segundo año le ofreció dos millones; el
tercero, tres, y así progresi- vamente. Ahora está en el quinto año: es probable que os pida una
entrevista, y os ofrezca cinco millones. -Manía rara es, en efecto -dijo el inspector-. ¿Y cómo se
llama ese millonario? -El abate Faria. -Número 27 -dijo el inspector. -Aquí es. Abrid, Antonio. El
llavero obedeció, con lo que pudo el inspector pasear su mirada curiosa por el calabozo del abate
loco, que así solían llamar a aquel preso. En mitad de la estancia, dentro de un círculo trazado en
el suelo con un pedazo de yeso de la pared, veíase agazapado un hombre casi desnudo, tan roto
estaba su traje. Ocupábase en aquellos momentos en hacer dentro del círculo líneas geométricas
muy bien trazadas, y parecía tan preocupado con su problema como Arquímedes cuando le mató
el soldado de Marcelo. Ni siquiera pestañeó al rumor de la puerta que se abría, ni dio muestra
alguna de sorpresa cuando el resplandor de las antorchas iluminó con desusado brillo el húmedo
suelo en que trabajaba. Volvióse entonces y vio con gran sorpresa la numerosa comitiva que
acababa de entrar en su calabozo. Acto continuo se puso en pie y cogió un cobertor que yacía a los
pies de su miserable lecho para envolverse y recibir con mayor decencia a los recién venidos. -
¿Qué es lo que pedís? -le dijo el inspector sin alterar la fórmula. -¿Yo, caballero...?, no pido nada -
respondió el abate como admirado. -Sin duda no me comprendéis -dijo el inspector-. Yo soy un
delegado del gobierno para visitar las cárceles y atender las reclamaciones de los presos. -¡Oh!,
entonces es otra cosa, caballero -exclamó vivamente el abate- Espero que vamos a entendernos. -
¿Lo veis? -dijo el gobernador por lo bajo- El principio, ¿no os indica que va a parar a lo que yo os
decía? -Caballero -prosiguió el preso-, yo soy el abate Faria, natural de Roma. A los veinte años era

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secretario del cardenal Rospigliossi. Sin saber por qué, me detuvieron a principios de 1811, y
desde entonces suplico vanamente mi libertad a las autoridades italianas y francesas. -¿Y por qué
a las francesas? -le preguntó el gobernador. -Porque me prendieron en Piombino, y supongo que,
como Milán y Florencia, Piombino será actualmente capital de un departamento francés. El
inspector y el gobernador se miraron sonriendo. -¿Sabéis, amigo mío -le dijo el inspector-, que no
son muy frescas vuestras noticias de Italia? -Datan del día en que fui preso, caballero -repuso el
abate Faria- y como Su Majestad el emperador había creado el reino de Roma para el hijo que el
cielo acababa de darle, supongo que, siguiendo el curso de sus conquistas, haya realizado el sueño
de Maquiavelo y de César Borgia, que era hacer de Italia entera un solo y único reino. -Caballero -
dijo el inspector-, la Providencia, por fortuna, ha modificado ese gigantesco plan de que parecéis
partidario tan ardiente. -Ese es el único medio de hacer de Italia un Estado fuerte, independiente y
feliz -respondió el abate. -Puede ser -repuso el inspector-; pero yo no he venido a estudiar un
curso de política ultramontana, sino a preguntaros, como ya lo hice, si tenéis algo que reclamar
sobre vuestra habitación, trato y comida. -La comida es igual a la de todas las cárceles, quiero
decir, malísima -respondió el abate- la habitación ya lo veis, húmeda a insalubre, aunque muy
buena para calabozo. Pero no tratemos de eso sino de revelaciones de la más alta importancia que
tengo que hacer al gobierno. -Ya va a su negocio -dijo en voz baja el gobernador al inspector. -Me
felicito, pues, de veros -prosiguió el abate-, aunque me habéis interrumpido un cálculo excelente
que a no fallarme cambiaría quizás el sistema de Newton. ¿Podéis concederme una entrevista
secreta? -¿Eh? ¿Qué decía yo? -dijo el gobernador al inspector. -Bien conocéis a vuestra gente -
respondió este último sonriéndose, y volviéndose a Faria le dijo: -Caballero, lo que me pedís es
imposible. -Sin embargo, ¿y si se tratase, caballero -repuso el abate-, de hacer ganar al gobierno
una suma enorme, una suma de cinco millones? -A fe mía que hasta la cantidad adivinasteis -dijo
el inspector volviéndose otra vez hacia el gobernador. -Vamos -prosiguió el abate, conociendo que
el inspector iba a marcharse-, no hay necesidad de que estemos absolutamente solos. El señor
gobernador puede asistir a nuestra entrevista. -Amigo mío -dijo el gobernador-, sabemos por
desgracia de antemano lo que queréis decirnos. De vuestros tesoros, ¿no es verdad?

Miró Faria a este hombre burlón con ojos en que un observador desinteresado hubiera leído la
razón y la verdad. -Sin duda alguna -le respondió-. ¿De qué queréis que yo os hable, sino de mis
tesoros? -Señor inspector -repuso el gobernador-, puedo contaros esa historia tan bien como el
abate, porque hace cuatro o cinco años que no me habla de otra cosa. -Eso demuestra, señor
gobernador -dijo Faria-, que sois como aquellos de que habla la Escritura, que tienen ojos y no
ven, oídos y no oyen. -Amigo -añadió el inspector-, el gobierno es rico, y a Dios gracias no necesita
de vuestro dinero. Guardadlo, pues, para cuando salgáis de vuestro encierro. Dilatáronse los ojos
del abate, y asiendo de la mano al inspector, le dijo: -Pero, ¿y si no salgo nunca? ¿Y si contra toda
justicia permanezco siempre en este calabozo? ¿Y si muero sin haber legado a nadie mi secreto?
¡El tesoro se perderá! ¿No es preferible que lo poseamos el gobierno y yo? Daré hasta seis
millones, caballero, sí, le daré hasta seis millones, y me contentaré con el resto si se me pone en
libertad.

Madame Bovary
Esta novela fue escrita por Gustave Flaubert (1821-1880), reconocido como uno de los
grandes autores franceses junto con Balzac. Madame Bovary, casada con Charles, es una
asidua lectora de novelas de amor, sin embargo sus historias no coinciden en nada con su
relación matrimonial lo que la lleva a caer enferma, se van a vivir a Yonville, sin embargo

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su vida continua siendo igual. Poco después nace su hija Berthe, no obstante nunca hará las
tareas de madre.

Madame Bobary conoce a Léon Dupuis con quien simpatiza por la pasión por el mismo
tipo de literatura, y se convierte en un amor imposible en un principio, porque poco después
son amantes clandestino.

Capítulo IX (Fragmento)

Pasaron seis semanas. Rodolfo no volvió. Por fin, una tarde apareció. Se había dicho, al día
siguiente de los comicios:

~No volvamos tan pronto, sería un error.~

Y al final de la semana se fue de caza. Después de la cacería, pensó que era demasiado tarde,
luego se hizo este razonamiento:

~Pero si desde el primer día me ha amado, por la impaciencia de volver a verme, tiene que
quererme más. Sigamos, pues.~

Y comprendió que había calculado bien cuando, al entrar en la sala, vio que Emma palidecía.
Estaba sola. Anochecía. Los visillos de muselina, a lo largo de los cristales, oscurecían la luz del
crepúsculo, y el dorado del barómetro, sobre el que daba un rayo de sol, proyectaba luces en el
espejo, entre los festones del polípero.

Rodolfo permaneció de pie, y Emma apenas contestó a sus primeras frases de cortesía.

-Yo –dijo– he tenido ocupaciones. He estado enfermo.


-¿Grave? –exclamó ella. -
...¡Bueno –dijo Rodolfo sentándose a su lado sobre un taburete–, no! ... Es que no he querido
volver. -¿Por qué? -¿No adivina usted? La volvió a mirar, pero de un modo tan violento que ella
bajó la cabeza sonrojándose. Rodolfo continuó. -¡Emma! -¡Señor! –dijo ella, separándose un poco.
-¡Ah!, ya ve usted –replicó él con voz melancólica– que yo tenía razón de no querer volver; pues
este nombre este nombre que llena mi alma y que se me ha escapado, usted me lo prohibe,
¡Madame Bovary! ...¡Eh!, ¡todo el mundo la llama así!... Ese no es su nombre, además; ¡es el
nombre de otro! Y repitió: -¡De otro! Y se ocultó la cara entre las manos. -¡Sí, pienso en usted
continuamente!... Su recuerdo me desespera ¡Ah!, ¡perdón!... La dejo... ¡Adiós!... ¡Me iré lejos, tan
lejos que usted ya no volverá a oír hablar de mí! Y sin embargo..., hoy..., ¡no sé qué fuerza me ha
empujado de nuevo hacia usted! ¡Pues no se lucha contra el cielo, no se resiste a la sonrisa de los
ángeles!, ¡uno se deja arrastrar por lo que es bello, encantador, adorable! Era la primera vez que
Emma oía decir estas cosas; y su orgullo, como alguien que se solaza en un baño caliente, se
satisfacía suavemente y por completo al calor de aquel lenguaje. -Pero si no he venido –continuó–,
si no he podido verla, ¡ah!, por lo menos he contemplado detenidamente lo que le rodea. De
noche, todas las noches, me levantaba, llegaba hasta aquí, miraba su casa, el tejado que brillaba
bajo la luna, los árboles del jardín que se columpiaban en su ventana, y una lamparita, un
resplandor, que brillaba a través de los cristales, en la sombra. ¡Ah!, usted no podía imaginarse
que a11í estaba, tan cerca y tan lejos, un pobre infeliz... Emma, sollozando, se volvió hacia él.

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-¡Oh!, ¡qué bueno es usted! –dijo ella. -¡No, la quiero, eso es todo!, ¡usted no lo duda! Dígamelo;
¡una palabra!; ¡una sola palabra! Y Rodolfo, insensiblemente, se dejó resbalar del taburete al
suelo; pero se oyó un ruido de zuecos en la cocina, y él se dio cuenta de que la puerta de la sala no
estaba cerrada. -Qué caritativa sería –prosiguió levantándose– satisfaciendo un capricho mío.
Quería que le enseñase su casa; deseaba conocerla, y como Madame Bovary no vio ningún
inconveniente, se estaban levantando los dos cuando entró Carlos. -Buenas tardes, doctor –le dijo
Rodolfo. El médico, halagado por ese título inesperado, se deshizo en obsequiosidades, y el otro
aprovechó para reponerse un poco. -La señora me hablaba –dijo él entonces– de su salud...

Carlos le interrumpió, tenía mil preocupaciones, en efecto; las opresiones que sufría su mujer
volvían a presentarse. Entonces Rodolfo preguntó si no le sería bueno montar a caballo. -¡Desde
luego!, ¡excelente, perfecto!... ¡Es una gran idea! Debería ponerla en práctica. Y como ella
objetaba que no tenía caballo, el señor Rodolfo le ofreció uno; ella rehusó su ofrecimiento; él no
insistió; después, para justificar su visita, contó que su carretero, el hombre de la sangría, seguía
teniendo mareos. -Pasaré por a11í –dijo Bovary. -No, no, se lo mandaré; vendremos aquí, será más
cómodo para usted. -¡Ah! Muy bien, se lo agradezco. Y cuando se quedaron solos: -¿Por qué no
aceptas las propuestas del señor Boulanger, que son tan amables? Ella puso mala cara, buscó mil
excusas, y acabó diciendo que “aquello parecería un poco raro. -¡Ah!, ¡a mí me trae sin cuidado! –
dijo Carlos, haciendo una pirueta–. ¡La salud ante todo! ¡Haces mal! -¿Y cómo quieres que monte a
caballo si no tengo traje de amazona? -¡Hay que encargarte uno! –contestó él. Lo del traje la
decidió. Cuando tuvo el traje, Carlos escribió al señor Boulanger diciéndole que su mujer estaba
dispuesta, y que contaban con su complacencia. Al día siguiente a mediodía Rodolfo llegó a la
puerta de Carlos con dos caballos soberbios. Uno de ellos llevaba borlas rojas en las orejas y una
silla de mujer de piel de ante. Rodolfo calzaba botas altas, flexibles, pensando que sin duda ella
nunca las había visto semejantes; en efecto, Emma quedó encantada de su porte, cuando él
apareció sobre el rellano con su gran levita de terciopelo y su pantalón de punto blanco.

Ella estaba preparada, le esperaba. Justino se escapó de la farmacia para verla, y el boticario
también salió. Hizo unas recomendaciones al señor Boulanger: -¡Pronto llega una desgracia!
¡Tenga cuidado! ¡Sus caballos quizás son fogosos! Ella oyó ruido por encima de la cabeza: era
Felicidad que repiqueteaba en los cristales para entretener a la pequeña Berta. La niña le envió de
lejos un beso; su madre le respondió con un gesto de la empuñadura de su fusta. -¡Buen paseo! –
dijo el señor Homais–. ¡Prudencia, sobre todo prudencia! Y agitó su periódico viéndoles alejarse.
En cuanto sintió tierra, el caballo de Emma emprendió el galope. Rodolfo galopaba a su lado. A
intervalos cambiaban una palabra. La cara un poco inclinada, la mano en alto y el brazo derecho
desplegado, se abandonaba a la cadencia del movimiento que la mecía en su silla. Al pie de la
cuesta Rodolfo soltó las riendas; salieron juntos, de un solo salto; después, en lo alto, de pronto
los caballos se pararon y el gran velo azul de Emma se cayó. Era a primeros de octubre. Había
niebla en el campo. Por el horizonte se extendían unos vapores entre el contorno de las colinas; y
otros, deshilachándose, subían, se perdían. A veces, en una rasgadura de las nubes, bajo un rayo
de sol, se veían a to lejos los tejados de Yonville, con las cuestas a la orilla del agua, los corrales, las
paredes y el campanario de la iglesia.

Emma entornaba los párpados para reconocer su casa, y nunca aquel pobre pueblo le había
parecido tan pequeño. Desde la altura en que estaban, todo el valle parecía un inmenso lago
pálido que se evaporaba en el aire. Los macizos de árboles, de trecho en trecho, sobresalían como

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rocas negras; y las altas líneas de los álamos, que sobresalían entre la bruma, parecían arenales
movidos por el viento. Al lado, sobre el césped, entre los abetos, una tenue luz iluminaba la tibia
atmósfera. La tierra, rojiza como polvo de tabaco, amortiguaba el ruido de los pasos, y con la
punta de sus herraduras, al caminar, los caballos se llevaban por delante las piñas caídas. Rodolfo
y Ernma siguieron así el lindero del bosque.

Ella se volvía de vez en cuando a fin de evitar su mirada, y entonces no veía más que los troncos de
los abetos alineados, cuya sucesión continuada le aturdía un poco. Los caballos resoplaban. El
cuero de las sillas crujía. En el momento en que entraron en el bosque salió el sol. -¡Dios nos
protege! –dijo Rodolfo. -¿Usted cree? –dijo ella. -¡Avancemos!, ¡avancemos! –replicó él. Chasqueó
la lengua. Los dos animales corrían. Largos helechos a orilla del camino prendían en el estribo de
Emma. Rodolfo, sin pararse, se inclinaba y los retiraba al mismo tiempo. Otras veces, para apartar
las ramas, pasaba cerca de ella, y Emma sentía su rodilla rozarle la pierna. El cielo se había vuelto
azul. No se movía una hoja. Había grandes espacios llenos de brezos completamente floridos, y
mantos de violetas alternaban con el revoltijo de los árboles, que eran grises, leonados o dorados,
según la diversidad de los follajes. A menudo se oía bajo los matorrales deslizarse un leve batir de
alas, o bien el graznido ronco y suave de los cuervos, que levantaban el vuelo entre los robles. Se
apearon. Rodolfo ató los caballos. Ella iba delante, sobre el musgo, entre las rodadas. Pero su
vestido demasiado largo la estorbaba aunque lo llevaba levantado por la cola, y Rodolfo,
caminando detrás de ella, contemplaba entre aquella tela negra y la botina negra, la delicadeza de
su media blanca, que le parecía algo de su desnudez.

Emma se paró. -Estoy cansada –dijo. -¡Vamos, siga intentando! –repuso él–. ¡Ánimo! Después, cien
pasos más adelante, se paró de nuevo; y a través de su velo, que desde su sombrero de hombre
bajaba oblicuamente sobre sus caderas, se distinguía su cara en una transparencia azulada, como
si nadara bajo olas de azul. -¿Pero adónde vamos? Él no contestó nada. Ella respiraba de una
forma entrecortada. Rodolfo miraba alrededor de él y se mordía el bigote. Llegaron a un sitio más
despejado donde habían hecho cortas de árboles. Se sentaron sobre un tronco, y Rodolfo empezó
a hablarle de su amor. No la asustó nada al principio con cumplidos. Estuvo tranquilo, serio,
melancólico.

Emma le escuchaba con la cabeza baja, mientras que con la punta de su pie removía unas virutas
en el suelo. Pero en esta frase: -¿Acaso nuestros destinos no son ya comunes? -¡Pues no! –
respondió ella–. Usted lo sabe bien. Es imposible. Emma se levantó para marchar. Él la cogió por la
muñeca. Ella se paró. Después, habiéndole contemplado unos minutos con ojos enamorados y
completamente húmedos, le dijo vivamente: -¡Vaya!, no hablemos más de esto... ¿dónde están los
caballos? ¡Volvámonos! Él tuvo un gesto de cólera y de fastidio. Ella repitió: -¿Dónde están los
caballos?, ¿dónde están los caballos? Entonces Rodolfo, con una extraña sonrisa y con la mirada
fija, los dientes apretados, se adelantó abriendo los brazos. Ella retrocedió temblando.
Balbuceaba: -¡Oh! ¡Usted me da miedo! ¡Me hace daño! Vámonos. Y él se volvió enseguida
respetuoso, acariciador, tímido. -Ya que no hay más remedio –replicó él, cambiando de talante.
Emma le ofreció su brazo. Dieron vuelta. Él decía: -¿Qué le pasaba? ¿Por qué? No la he entendido.
Usted se equivoca conmigo sin duda. Usted está en mi alma como una madona sobre un pedestal,
en un lugar elevado, sólido a inmaculado. Pero la necesito para vivir. ¡Necesito sus ojos, su voz, su
pensamiento! ¡Sea mi amiga, mi hermana, mi ángel! Y alargaba el brazo y le estrechaba la cintura.
Ella trataba débilmente de desprenderse. Él la retenía así, caminando. Pero oyeron los dos
caballos que ramoneaban el follaje. -¡Oh!, un poco más –dijo Rodolfo–. ¡No nos vayamos!,

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¡quédese! La llevó más lejos, alrededor de un pequeño estanque, donde las lentejas de agua
formaban una capa verde sobre las ondas. Unos nenúfares marchitos se mantenían inmóviles
entre los juncos. Al ruido de sus pasos en la hierba, unas ranas saltaban para esconderse. -Hago
mal, hago mal –decía ella–. Soy una loca haciéndole caso. -¿Por qué?... ¡Emma! ¡Emma! -¡Oh,
Rodolfo!... –dijo lentamente la joven mujer apoyándose en su hombro. La tela de su vestido se
prendía en el terciopelo de la levita de Rodolfo; inclinó hacia atrás su blanco cuello, que dilataba
con un suspiro; y desfallecida, deshecha en llanto, con un largo estremecimiento y tapándose la
cara, se entregó.

Caían las sombras de la tarde, el sol horizontal que pasaba entre las ramas le deslumbraba los
ojos. Por un lado y por otro, en torno a ella, en las hojas o en el suelo, temblaban unas manchas
luminosas, como si unos colibríes al volar hubiesen esparcido sus plumas. El silencio era total; algo
suave parecía salir de los árboles; Emma se sentía el corazón, cuyos latidos recomenzaban, y la
sangre que corría por su carne como un río de leche. Entonces oyó a lo lejos, más a11á del bosque,
sobre las otras colinas, un grito vago y prolongado, una voz que se perdía y ella la escuchaba en
silencio, mezclándose como una música a las últimas vibraciones de sus nervios alterados.
Rodolfo, con el cigarro entre los dientes, recomponía con su navaja una de las riendas que se había
roto. Regresaron a Yonville por el mismo camino, volvieron a ver sobre el barro las huellas de sus
caballos, unas al lado de las otras, y los mismos matorrales, las mismas piedras en la hierba. Nada
había cambiado en torno a ellos; y sin embargo, para ella había ocurrido algo más importante que
si las montañas se hubiesen desplazado. Rodolfo de vez en cuando se inclinaba y le tomaba la
mano para besársela. ¡Estaba encantadora a caballo! Erguida, con su talle fino, la rodilla doblada
sobre las crines del animal y ligeramente coloreada por el aire libre sobre el fondo rojizo de la
tarde. Al entrar en Yonville caracoleó sobre el pavimento.

Desde las ventanas la miraban. Su marido en la cena le encontró buen aspecto; pero ella pareció
no oírlo cuando le preguntó sobre su paseo; y siguió con el codo al borde de su plato, entre las dos
velas encendidas. -¡Emma! –dijo él. -¿Qué? -Bueno, he pasado esta tarde por casa del señor
Alexandre; tiene una vieja potranca todavía muy buena, con una pequeña herida en la rodilla
solamente, y que nos dejarían, estoy seguro, por unos cien escudos... Y añadió: -Incluso pensando
que te gustaría, la he apalabrado..., la he comprado... ¿He hecho bien? ¡Dímelo! Ella movió la
cabeza en señal de asentimiento; luego, un cuarto de hora después: Sales esta noche? –preguntó
ella. -Sí, ¿por qué? -¡Oh!, nada, nada, querido.

Crimen y castigo
Obra de Fedor Dostoievski (1821-1881) autor ruso, quien en 1849 fue condenado a muerte
por su colaboración en grupos revolucionarios y liberado al momento de su ejecución, fue
enviado cuatro años a Siberia experiencia que relataría en su trabajo Recuerdo de la casa
de los muertos, a partir de ahí obtiene gran reconocimiento y es considerado uno de los
principales genios de su época.

Crimen y Castigo, narra la vida de Rodión Raskólnikov, un estudiante que al ver trucados
sus estudios debido a la miseria decide matar a una anciana por considerarla un ser inútil
para la sociedad, cree que hay dos tipos de seres humanos, los que tienen derecho a

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delinquir en pro de la sociedad y los inferiores. Después de una serie de situaciones, Rodión
se entrega a las autoridades y en enviado a Siberia, a donde lo acompaña Sonia.

Minutos después, Raskolnikof abrió los ojos, contempló largamente la sopa y el té, cogió la
cuchara y empezó a comer.

Dio tres o cuatro cucharadas, sin apetito, maquinalmente. Se le había calmado el dolor de cabeza.
Cuando terminó de comer se echó de nuevo en el diván. Pero no pudo dormir y se quedó inmóvil,
de bruces, con la cabeza hundida en la almohada. Soñaba, y su sueño era extraño. Se imaginaba
estar en África, en Egipto... La caravana con la que iba se había detenido en un oasis. Los camellos
estaban echados, descansando. Las palmeras que los rodeaban balanceaban sus tupidos
penachos. Los viajeros se disponían a comer, pero Raskolnikof prefería beber agua de un riachuelo
que corría cerca de él con un rumoreo cantarín. El aire era deliciosamente fresco. El agua, fría y de
un azul maravilloso, corría sobre un lecho de piedras multicolores y arena blanca con reflejos
dorados...

De súbito, las campanadas de un reloj resonaron claramente en su oído. Se estremeció, volvió a la


realidad, levantó la cabeza y miró hacia la ventana. Entonces recobró por completo la lucidez y se
levantó precipitadamente, como si lo arrancaran del diván. Se acercó a la puerta de puntillas, la
entreabrió cautelosamente y aguzó el oído, tratando de percibir cualquier ruido que pudiera llegar
de la escalera.

Su corazón latía con violencia. En la escalera reinaba la calma más absoluta; la casa entera parecía
dormir... La idea de que había estado sumido desde el día anterior en un profundo sueño, sin
haber hecho nada, sin haber preparado nada, le sorprendió: su proceder era absurdo,
incomprensible. Sin duda, eran las campanadas de las seis las que acababa de ofr... Súbitamente, a
su embotamiento y a su inercia sucedió una actividad extraordinaria, desatinada y febril. Sin
embargo, los preparativos eran fáciles y no exigían mucho tiempo. Raskolnikof procuraba pensar
en todo, no olvidarse de nada. Su corazón seguía latiendo con tal violencia, que dificultaba su
respiración. Ante todo, había que preparar un nudo corredizo y coserlo en el forro del gabán.
Trabajo de un minuto. Introdujo la mano debajo de la almohada, sacó la ropa interior que había
puesto allí y eligió una camisa sucia y hecha jirones. Con varias tiras formó un cordón de unos
cinco centímetros de ancho y treinta y cinco de largo. Lo dobló en dos, se quitó el gabán de
verano, de un tejido de algodón tupido y sólido (el único sobretodo que tenla) y empezó a coser el
extremo del cordón debajo del sobaco izquierdo. Sus manos temblaban. Sin embargo, su trabajo
resultó tan perfecto, que cuando volvió a ponerse el gabán no se veía por la parte exterior el
menor indicio de costura. El hilo y la aguja se los había procurado hacía tiempo y los guardaba,
envueltos en un papel, en el cajón de su mesa. Aquel nudo corredizo, destinado a sostener el
hacha, constituía un ingenioso detalle de su plan. No era cosa de ir por la calle con un hacha en la
mano. Por otra parte, si se hubiese limitado a esconder el hacha debajo del gabán, sosteniéndola
por fuera, se habría visto obligado a mantener continuamente la mano en el mismo sitio, lo cual
habría llamado la atención. El nudo corredizo le permitía llevar colgada el hacha y recorrer así todo
el camino, sin riesgo alguno de que se le cayera. Además, llevando la mano en el bolsillo del gabán,
podría sujetar por un extremo el mango del hacha e impedir su balanceo. Dada la amplitud de la
prenda, que era un verdadero saco, no había peligro de que desde el exterior se viera lo que
estaba haciendo aquella mano.

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Terminada esta operación, Raskolnikof introdujo los dedos en una pequeña hendidura que había
entre el diván turco y el entarimado y extrajo un menudo objeto que desde hacía tiempo tenía allí
escondido. No se trataba de ningún objeto de valor, sino simplemente de un trocito de madera
pulida del tamaño de una pitillera. Lo había encontrado casualmente un día, durante uno de sus
paseos, en un patio contiguo a un taller. Después le añadió una planchita de hierro, delgada y
pulida de tamaño un poco menor, que también, y aquel mismo día, se había encontrado en la
calle. Juntó ambas cosas, las ató firmemente con un hilo y las envolvió en un papel blanco, dando
al paquetito el aspecto más elegante posible y procurando que las ligaduras no se pudieran
deshacer sin dificultad. Así apartaría la atención de la vieja de su persona por unos instantes, y él
podría aprovechar la ocasión. La planchita de hierro no tenía más misión que aumentar el peso del
envoltorio, de modo que la usurera no pudiera sospechar, aunque sólo fuera por unos momentos,
que la supuesta prenda de empeño era un simple trozo de madera. Raskolnikof lo había guardado
todo debajo del diván, diciéndose que ya lo retiraría cuando lo necesitara.

Poco después oyó voces en el patio.

-¡Ya son más de las seis!

-¡Dios mío, cómo pasa el tiempo!

Corrió a la puerta, escuchó, cogió su sombrero y empezó a bajar la escalera cautelosamente, con
paso silencioso, felino... Le faltaba la operación más importante: robar el hacha de la cocina. Hacía
ya tiempo que había elegido el hacha como instrumento. Él tenía una especie de podadera, pero
esta herramienta no le inspiraba confianza, y todavía desconfiaba más de sus fuerzas. Por eso
había escogido definitivamente el hacha.

Respecto a estas resoluciones, hemos de observar un hecho sorprendente: a medida que se


afirmaban, le parecían más absurdas y monstruosas. A pesar de la lucha espantosa que se estaba
librando en su alma, Raskolnikof no podía admitir en modo alguno que sus proyectos llegaran a
realizarse.

Es más, si todo hubiese quedado de pronto resuelto, si todas las dudas se hubiesen desvanecido y
todas las dificultades se hubiesen allanado, él, seguramente, habría renunciado en el acto a su
proyecto, por considerarlo disparatado, monstruoso. Pero quedaban aún infinidad de puntos por
dilucidar, numerosos problemas por resolver. Procurarse el hacha era un detalle insignificante que
no le inquietaba lo más mínimo. ¡Si todo fuera tan fácil! Al atardecer, Nastasia no estaba nunca en
casa: o pasaba a la de algún vecino o bajaba a las tiendas. Y siempre se dejaba la puerta abierta.
Estas ausencias eran la causa de las continuas amonestaciones que recibía de su dueña. Así,
bastaría entrar silenciosamente en la cocina y coger el hacha; y después, una hora más tarde,
cuando todo hubiera terminado, volver a dejarla en su sitio. Pero esto último tal vez no fuera tan
fácil. Podía ocurrir que cuando él volviera y fuese a dejar el hacha en su sitio, Nastasia estuviera ya
en la casa. Naturalmente, en este caso, él tendría que subir a su aposento y esperar una nueva
ocasión. Pero ¿y si ella, entre tanto, advertía la desaparición del hacha y la buscaba primero y
después empezaba a dar gritos? He aquí cómo nacen las sospechas o, cuando menos, cómo
pueden nacer.

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Sin embargo, esto no eran sino pequeños detalles en los que no quería pensar. Por otra parte, no
tenía tiempo. Sólo pensaba en la esencia del asunto: los puntos secundarios los dejaba para el
momento en que se dispusiera a obrar. Pero esto último le parecía completamente imposible. No
concebía que pudiera dar por terminadas sus reflexiones, levantarse y dirigirse a aquella casa.
Incluso en su reciente «ensayo» (es decir, la visita que había hecho a la vieja para efectuar un
reconocimiento definitivo en el lugar de la acción) distó mucho de creer que obraba en serio. Se
había dicho: «Vamos a ver. Hagamos un ensayo, en vez de limitarnos a dejar correr la
imaginación.» Pero no había podido desempeñar su papel hasta el último momento: habíase
indignado contra sí mismo. No obstante, parecía que desde el punto de vista moral se podía dar
por resuelto el asunto. Su casuística, cortante como una navaja de afeitar, había segado todas las
objeciones. Pero cuando ya no pudo encontrarlas dentro de él, en su espíritu, empezó a buscarlas
fuera, con la obstinación propia de su esclavitud mental, deseoso de hallar un garfio que lo
retuviera.

Los imprevistos y decisivos acontecimientos del día anterior lo gobernaban de un modo poco
menos que automático. Era como si alguien le llevara de la mano y le arrastrara con una fuerza
irresistible, ciega, sobrehumana; como si un pico de sus ropas hubiera quedado prendido en un
engranaje y él sintiera que su propio cuerpo iba a ser atrapado por las ruedas dentadas.

Al principio -de esto hacía ya bastante tiempo-, lo que más le preocupaba era el motivo de que
todos los crímenes se descubrieran fácilmente, de que la pista del culpable se hallara sin ninguna
dificultad. Raskolnikof llegó a diversas y curiosas conclusiones. Según él, la razón de todo ello
estaba en la personalidad del criminal más que en la imposibilidad material de ocultar el crimen.

En el momento de cometer el crimen, el culpable estaba afectado de una pérdida de voluntad y


raciocinio, a los que sustituía una especie de inconsciencia infantil, verdaderamente monstruosa,
precisamente en el momento en que la prudencia y la cordura le eran más necesarias. Atribuía
este eclipse del juicio y esta pérdida de la voluntad a una enfermedad que se desarrollaba
lentamente, alcanzaba su máxima intensidad poco antes de la perpetración del crimen, se
mantenía en un estado estacionario durante su ejecución y hasta algún tiempo después (el plazo
dependía del individuo), y terminaba al fin, como terminan todas las enfermedades.

Raskolnikof se preguntaba si era esta enfermedad la que motivaba el crimen, o si el crimen, por su
misma naturaleza, llevaba consigo fenómenos que se confundían con los síntomas patológicos.
Pero era incapaz de resolver este problema.

Después de razonar de este modo, se dijo que él estaba a salvo de semejantes trastornos
morbosos y que conservaría toda su inteligencia y toda su voluntad durante la ejecución del plan,
por la sencilla razón de que este plan no era un crimen. No expondremos la serie de reflexiones
que le Ilevaron a esta conclusión. Sólo diremos que las dificultades puramente materiales, el lado
práctico del asunto, le preocupaba muy poco.

«Bastaría -se decía- que conserve toda mi fuerza de voluntad y toda mi lucidez en el momento de
llevar la empresa a la práctica. Entonces es cuando habrá que analizar incluso los detalles más
ínfimos.»

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Pero este momento no llegaba nunca, por la sencilla razón de que Raskolnikof no se sentía capaz
de tomar una resolución definitiva. Así, cuando sonó la hora de obrar, todo le pareció
extraordinario, imprevisto como un producto del azar.

Antes de que terminara de bajar la escalera, ya le había desconcertado un detalle insignificante. Al


llegar al rellano donde se hallaba la cocina de su patrona, cuya puerta estaba abierta como de
costumbre, dirigió una mirada furtiva al interior y se preguntó si, aunque Nastasia estuviera
ausente, no estaría en la cocina la patrona. Y aunque no estuviera en la cocina, sino en su
habitación, ¿tendría la puerta bien cerrada? Si no era así, podría verle en el momento en que él
cogía el hacha.

Tras estas conjeturas, se quedó petrificado al ver que Nastasia estaba en la cocina y, además,
ocupada. Iba sacando ropa de un cesto y tendiéndola en una cuerda. Al aparecer Raskolnikof, la
sirvienta se volvió y le siguió con la vista hasta que hubo desaparecido. Él pasó fingiendo no
haberse dado cuenta de nada. No cabía duda: se había quedado sin hacha. Este contratiempo le
abatió profundamente.

«¿De dónde me había sacado yo -me preguntaba mientras bajaba los últimos escalones- que era
seguro que Nastasia se abría marchado a esta hora?» Estaba anonadado; incluso experimentaba
un sentimiento de humillación. Su furor le llevaba a mofarse de sí mismo. Una cólera sorda,
salvaje, hervía en él.

Al llegar a la entrada se detuvo indeciso. La idea de irse a pasear sin rumbo no le seducía; la de
volver a su habitación, todavía menos. «¡Haber perdido una ocasión tan magnífica!», murmuró,
todavía inmóvil y vacilante, ante la oscura garita del portero, cuya puerta estaba abierta. De
pronto se estremeció. En el interior de la garita, a dos pasos de él, debajo de un banco que había a
la izquierda, brillaba un objeto... Raskolnikof miró en torno de él. Nadie. Se acercó a la puerta
andando de puntillas, bajó los dos escalones que había en el umbral y llamó al portero con voz
apagada.

«No está. Pero no debe de andar muy lejos, puesto que ha dejado la puerta abierta.»

Se arrojó sobre el hacha (pues era un hacha el brillante objeto), la sacó de debajo del banco,
donde estaba entre dos leños, la colgó inmediatamente en el nudo corredizo, introdujo las manos
en los bolsillos del gabán y salió de la garita. Nadie le había visto.

«No es mi inteligencia la que me ayuda, sino el diablo», se dijo con una sonrisa extraña.

Esta feliz casualidad le enardeció extraordinariamente. Ya en la calle, echó a andar


tranquilamente, sin apresurarse, con objeto de no despertar sospechas. Apenas miraba a los
transeúntes y, desde luego, no fijaba su vista en ninguno; su deseo era pasar lo más inadvertido
posible.

De súbito se acordó de que su sombrero atraía las miradas de la gente.

«¡Qué estúpido he sido! Anteayer tenía dinero: habría podido comprarme una gorra.»

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Y añadió una imprecación que le salió de lo más hondo.

Demian

Una de las obras más representativas de Hermann Hesse (1877-1962), autor alemán, premio
Nobel 1946, sus primeras publicaciones se hicieron bajo el seudónimos de Emil Sinclair, y
además de Demian escribió El lobo estepario, Bajo la rueda y Siddharta.

En Demian, Hesse presenta la historia de Emil Sinclair quien vive en dos mundo, uno lleno
de luz y otro completamente obscuro, mismos que muchas veces se confunden y entrelazan.
En esta novela Hesse deja claro las emociones del adolescente Sinclair.

Caín (Fragmento)

La salvación de mis penalidades vino de una manera totalmente inesperada y fue acompañada al
mismo tiempo de algo nuevo que ha estado actuando hasta hoy en mi vida.

En nuestro colegio había ingresado hacía poco un nuevo alumno. Era hijo de una viuda rica, que
había venido a vivir a nuestra ciudad, y llevaba un brazalete negro en la manga. Iba a una clase
superior a la mía y tenía unos años más; pero a mí como a todos, me llamó en seguida la atención.
Este alumno tan sorprendente parecía mucho mayor de lo que en realidad era. A nadie le daba la
impresión de que fuera un chico. Entre nosotros se movía extraño y maduro, como un hombre,
como un señor más bien. No era popular, no participaba en los juegos y menos en las peleas;
únicamente su tono seguro y decidido frente a los profesores nos gustaba. Se llamaba Max
Demian.

Un día, como solía ocurrir en nuestro colegio, instalaron a otra clase en nuestra espaciosa aula, por
no sé qué motivos. Esta clase era la de Demian. Nosotros, los pequeños, teníamos Historia
Sagrada, y los mayores debían hacer una redacción. Mientras nos explicaban la historia de Caín y
Abel, yo miraba de reojo la cara de Demian, que me fascinaba de manera extraña, y observaba
aquel rostro seguro, inteligente y claro inclinado sobre su trabajo con atención y carácter. No
parecía en absoluto un alumno haciendo sus deberes, sino un investigador dedicado a sus propios
problemas. En el fondo no me resultaba simpático; al contrario, sentía algo contra él: me resultaba
superior y frío, demasiado seguro de sí mismo. Sus ojos tenían la expresión de los adultos -que
nunca gusta a los niños-, un poco triste y con destellos de ironía. Pero yo me sentía obligado a
mirarle constantemente, me gustara o no; sin embargo, cuando él me dirigía la mirada, yo
apartaba los ojos asustado. Si hoy recuerdo el aspecto que tenía Demian entonces, puedo decir
que era diferente de todos los demás en cualquier sentido y que tenía una personalidad muy
definida; por eso mismo llamaba la atención, aunque él hacía todo lo posible por pasar
inadvertido, comportándose como un príncipe disfrazado que se encuentra entre campesinos y se
esfuerza en parecer uno de ellos.

Al terminar las clases, salió detrás de mí. Cuando los demás se dispersaron, me alcanzó y saludó.
También este saludo resultaba muy adulto y cortés, aunque imitara nuestro tono de colegiales.

-¿Vamos un rato juntos? -me preguntó con amabilidad.

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Me sentí muy halagado y dije que sí. Entonces le expliqué dónde vivía.

-¡Ah! ¿Allí? -dijo sonriendo-. Conozco esa casa. Sobre vuestra puerta hay una cosa muy curiosa que
me ha interesado desde que la vi.

No supe al principio a lo que se refería y me asombró que conociera mi casa mejor que yo. Debía
referirse al escudo que campeaba sobre el portón; con el paso del tiempo se había desgastado y
había sido pintado varias veces; creo que no tenía nada que ver con nosotros y nuestra familia.

-No sé lo que es -dije tímidamente-. Me parece que es un pájaro o algo parecido. Debe de ser muy
antiguo. Dicen que la casa perteneció antiguamente a un convento. -Puede ser -asintió él-.
Obsérvalo bien; esas cosas suelen ser muy interesantes. Creo que el pájaro es un gavilán.
Seguimos adelante, yo muy aturdido. De pronto, Demian se rió, como si se le hubiera ocurrido
algo muy divertido. -Hoy he asistido a vuestra clase -dijo-. Sobre la historia de Caín, el que llevaba
un estigma en la frente, ¿no? ¿Te gusta? No, pocas veces me gustaba lo que tenía que estudiar. Sin
embargo, no me atrevía a decirlo, porque era como si estuviera hablando con una persona mayor.
Contesté que la historia me gustaba. Demian me dio unas palmaditas en el hombro.

-No necesitas fingir, amigo. Pero esa historia es verdaderamente muy rara, mucho más que la
mayoría de las que se tratan en clase. El profesor no ha dicho mucho; sólo lo habitual sobre Dios y
el pecado, y todo eso. Pero yo creo... Se interrumpió sonriendo y me pregunto:

-Oye, ¿pero esto te interesa?

Pues yo creo -continuó- que la historia de Caín se puede interpretar de manera muy distinta. La
mayoría de las cosas que nos enseñan son seguramente verdaderas, pero se pueden ver desde
otro punto de vista que el de los profesores y generalmente se entienden entonces mucho mejor.
Por ejemplo, no se puede estar satisfecho con la explicación que se nos da de Caín y la señal que
lleva en su frente. ¿No te parece? Que uno mate a su hermano en una pelea, puede pasar; que
luego le dé miedo y se arrepienta, también es posible; pero que precisamente por su cobardía le
recompensen con una distinción que le proteja y que inspire miedo, eso me parece muy raro.

-Sí, es verdad -dije interesado. El asunto empezaba a intrigarme-. ¿Pero cómo vas a interpretar si
no la historia? Me dio una palmada en el hombro. -¡Muy sencillo! El estigma fue lo que existió en
un principio y en él se basó la historia. Hubo un hombre con algo en el rostro que daba miedo a los
demás. No se atrevían a tocarle; él y sus hijos les impresionaban. Quizás, o seguramente, no se
trataba de una auténtica señal sobre la frente, de algo como un sello de correos; la vida no suele
ser tan tosca. Probablemente fuera algo apenas perceptible, inquietante: un poco más de
inteligencia y audacia en la mirada. Aquel hombre tenía poder, aquel hombre inspiraba temor.
Llevaba una «señal». Esto podía explicarse como se quisiera; y siempre se prefiere lo que resulta
cómodo y da razón.

Se temía a los hijos de Caín, que llevaban una «señal». Esta no se explicaba como lo que era, es
decir, como una distinción, sino como todo lo contrario. La gente dijo que aquellos tipos con la
«señal» eran siniestros; y la verdad, lo eran. Los hombres con valor y carácter siempre les han
resultado siniestros a la gente. Que anduviera suelta una raza de hombres audaces e inquietantes

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resultaba incomodísimo; y les pusieron un sobrenombre y se inventaron una leyenda para


vengarse de ellos y justificar un poco todo el miedo que les tenían. ¿ Comprendes? -Sí, eso quiere
decir que Caín no fue malo. Entonces, ¿toda la historia de la Biblia es mentira? -Sí y no. Estas viejas
historias son siempre verdad, pero no siempre han sido recogidas y explicadas como debiera ser.
Yo pienso que Caín era un gran tipo y que le echaron toda esa historia encima sólo porque le
tenían miedo. La historia era simplemente un bulo que la gente contaba; era verdad sólo lo
referente al estigma que Cain y sus hijos llevaban y que les hacían diferentes a la demás gente. Yo
estaba asombrado.

-¿Y crees que lo del asesinato no fue tampoco verdad? -pregunté emocionado.

-¡Oh, sí! Seguramente es verdad.

El más fuerte mató a uno más débil. Que fuera su hermano, eso ya se puede dudar. Además, no
importa; a fin de cuentas, todos los hombres son hermanos. Así que un fuerte mató a un débil.
Quizá fue un acto heroico, quizá no lo fue. En todo caso, los débiles tuvieron miedo y empezaron a
lamentarse mucho. Y cuando les preguntaban: «¿Por qué no le matáis?», ellos no contestaban,
«porque somos unos cobardes», sino que decían: «No se puede. Tiene una señal. ¡Dios le ha
marcado!» Así nació la mentira. Bueno no te entretengo más. ¡Adiós! Dobló por la Altgasse y me
dejó solo, sorprendido como jamás en toda mi vida. Nada más desaparecer, todo lo que me había
dicho me pareció increíble. ¡Caín un hombre noble y Abel un cobarde! ¡La señal que llevaba Caín
en la frente era una distinción! Era absurdo, blasfemo e infame. Y Dios, ¿dónde se quedaba? ¿No
había aceptado el sacrificio de Abel? ¿No quería a Abel? ¡Qué tontería! Y empecé a pensar que
Demian me había tomado el pelo y quería ponerme en ridículo. ¡Qué chico más inteligente y qué
bien que hablaba! Pero no, no podía ser. De todos modos, nunca había recapacitado tanto sobre
una historia, fuera o no de la Biblia. Y hacía tiempo que no olvidaba tan por completo a Franz
Kromer, durante horas, una tarde entera. En casa leí la historia otra vez, tal como estaba en la
Biblia. Era breve y clara. Resultaba una insensatez buscarle una interpretación especial y
misteriosa.

¡Así cualquier asesino podría declararse elegido de Dios! No, era absurdo. Lo fascinante era la
manera tan ligera y graciosa con que Demian sabía decir las cosas, como si todo fuera tan natural.
Y además, ¡con qué mirada! Sin embargo, algo había en mí mismo que no estaba en orden sino en
franco desorden. Yo había vivido en un mundo claro y limpio, había sido una especie de Abel, y
ahora me encontraba metido en el «otro» mundo. Había caído tan bajo y, sin embargo, no tenía
en el fondo tanta culpa. ¿Qué había sucedido? En ese momento me vino un recuerdo que casi me
cortó la respiración. En aquella tarde aciaga, que dio comienzo a mi actual desgracia, había
ocurrido aquello mismo con mi padre; durante un momento fue como si le hubiera
desenmascarado y despreciado a él, a su mundo y a su sabiduría. Sí, en aquel momento yo, que
era Caín y llevaba una marca en la frente, pensé que esa marca no era una vergüenza sino una
distinción y que yo era superior a mi padre, superior a los buenos y piadosos precisamente por mi
maldad y mi desgracia. Entonces no comprendí estas cosas con mente clara, pero las intuí en una
llamarada de sentimientos, de extrañas emociones, que me dolían pero me llenaban de orgullo.
¡De qué manera tan extraña había hablado Demian de los valientes y de los cobardes! ¡Cómo
había interpretado la señal en la frente de Caín! ¡Y cómo habían brillado sus ojos, sus extraños ojos
de hombre! Se me ocurrió que Demian mismo era un Caín. ¿Por qué le defendía si no se sentía
semejante a él? ¿Por qué tenía aquel poder en la mirada? ¿Por qué hablaba tan despectivamente

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de los «otros», los cobardes, que son en verdad los piadosos, los elegidos de Dios? Con estos
pensamientos no acababa de llegar a ninguna conclusión. Una piedra había caído en el pozo: el
pozo era mi alma joven.

Durante mucho tiempo esta historia de Caín, con el homicidio y la «señal», fue el punto de partida
de mis intentos de conocimiento, duda y crítica. Observé que también los otros condiscípulos se
preocupaban mucho de Demian. No comenté con nadie nuestra conversación sobre la historia de
Caín, pero Demian parecía interesar también a los otros. En todo caso, surgieron muchos rumores
sobre el «nuevo». ¡Si aún los pudiera recordar todos!; cada uno de esos rumores le caracterizaría,
cada uno se podría interpretar. Sólo recuerdo que primero se dijo que la madre de Demian era
muy rica. Se decía, también, que nunca iba a la iglesia, y tampoco su hijo.

Que eran judíos, opinaba uno, pero que también podían ser mahometanos. Se contaban
verdaderas leyendas sobre la fuerza física de Max Demian. Desde luego, era el más fuerte de su
clase; y cuando uno le retó a una pelea y le llamó cobarde porque no quería aceptarla, Demian le
humilló horriblemente. Los que presenciaron la escena decían que Demian le había cogido con una
mano por la nuca y apretado con tanta fuerza que el otro se puso pálido y abandonó la lucha.
Durante días no había podido mover el brazo. Una tarde hasta se dijo que había muerto. De
Demian se afirmaban las cosas más insólitas, que eran creídas durante unos días. Todo era muy
raro y excitante. Al cabo del tiempo todos se cansaron del tema. Pero en seguida surgieron nuevos
cuentos entre los chicos, que afirmaban que Demian tenía relaciones intimas con chicas y que «lo
sabía todo». Mientras tanto, mi asunto con Franz Kromer seguía su curso fatal.

No llegaba a librarme, porque yo me sentía atado a él aunque me dejara tranquilo unos días. En
mis sueños estaba a mi lado como una sombra; y lo que no me hacía en la realidad, se lo permitía
mi fantasía en mis sueños, en los que me convertí en su esclavo. Acabé por vivir más en estos
sueños que en la realidad -siempre he soñado mucho- y por perder fuerza y vida con estas
sombras. Entre otras cosas soñaba a menudo que Kromer me maltrataba, que me escupía y se
arrodillaba sobre mí; y, lo que era peor, que con su tremenda influencia me inducía a cometer
crímenes terribles. El más espantoso de ellos, del que me desperté como enloquecido, era una
tentativa de asesinato contra mi padre. Kromer afilaba un cuchillo. Estábamos escondidos entre
los árboles de un paseo esperando a alguien, yo no sabía a quién; pero cuando apareció una
persona y Kromer me indicó, apretándome el brazo, que era aquella a quien tenía yo que
apuñalar, vi que era mi padre. Entonces me desperté. Con todo esto, pensaba mucho en Caín y
Abel pero poco en Demian.

La metamorfosis y Carta al padre


Franz Kafka (1883-1924), autor de estas novelas nació en República Checa y murió en
Austria, de origen judío, su obra se considera de las más influyentes de la literatura
universal.

La Metamorfosis presenta la vida de Gregorio Samsa, un comerciante joven que al


despertar está convertido en un insecto y toda su vida, incluyendo la relación con su familia
se ve transformada.

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Por otra parte Carta al padre, es una novela autobiográfica donde claramente Kafka hace
un reclamo a su padre por casi todo lo acontecido en su vida.

La Metamorfosis
Cuando Gregorio Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró
sobre su cama convertido en un monstruoso insecto. Estaba tumbado sobre su espalda dura, y en
forma de caparazón y, al levantar un poco la cabeza veía un vientre abombado, parduzco, dividido
por partes duras en forma de arco, sobre cuya protuberancia apenas podía mantenerse el
cobertor, a punto ya de resbalar al suelo. Sus muchas patas, ridículamente pequeñas en
comparación con el resto de su tamaño, le vibraban desamparadas ante los ojos.

«¿Qué me ha ocurrido?», pensó.

No era un sueño. Su habitación, una auténtica habitación humana, si bien algo pequeña,
permanecía tranquila entre las cuatro paredes harto conocidas. Por encima de la mesa, sobre la
que se encontraba extendido un muestrario de paños desempaquetados -Samsa era viajante de
comercio-, estaba colgado aquel cuadro que hacía poco había recortado de una revista y había
colocado en un bonito marco dorado. Representaba a una dama ataviada con un sombrero y una
boa de piel, que estaba allí, sentada muy erguida y levantaba hacia el observador un pesado
manguito de piel, en el cual había desaparecido su antebrazo.

La mirada de Gregorio se dirigió después hacia la ventana, y el tiempo lluvioso -se oían caer gotas
de lluvia sobre la chapa del alféizar de la ventana- lo ponía muy melancólico.

«¿Qué pasaría -pensó- si durmiese un poco más y olvidase todas las chifladuras?»

Pero esto era algo absolutamente imposible, porque estaba acostumbrado a dormir del lado
derecho, pero en su estado actual no podía ponerse de ese lado. Aunque se lanzase con mucha
fuerza hacia el lado derecho, una y otra vez se volvía a balancear sobre la espalda. Lo intentó cien
veces, cerraba los ojos para no tener que ver las patas que pataleaban, y sólo cejaba en su
empeño cuando comenzaba a notar en el costado un dolor leve y sordo que antes nunca había
sentido.

«¡Dios mío! -pensó-. ¡Qué profesión tan dura he elegido! Un día sí y otro también de viaje. Los
esfuerzos profesionales son mucho mayores que en el mismo almacén de la ciudad, y además se
me ha endosado este ajetreo de viajar, el estar al tanto de los empalmes de tren, la comida mala y
a deshora, una relación humana constantemente cambiante, nunca duradera, que jamás llega a
ser cordial. ¡Que se vaya todo al diablo!»

Sintió sobre el vientre un leve picor, con la espalda se deslizó lentamente más cerca de la cabecera
de la cama para poder levantar mejor la cabeza; se encontró con que la parte que le picaba estaba
totalmente cubierta por unos pequeños puntos blancos, que no sabía a qué se debían, y quiso

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palpar esa parte con una pata, pero inmediatamente la retiró, porque el roce le producía
escalofríos.

Se deslizó de nuevo a su posición inicial.

«Esto de levantarse pronto -pensó- hace a uno desvariar. El hombre tiene que dormir. Otros
viajantes viven como pachás. Si yo, por ejemplo, a lo largo de la mañana vuelvo a la pensión para
pasar a limpio los pedidos que he conseguido, estos señores todavía están sentados tomando el
desayuno. Eso podría intentar yo con mi jefe, pero en ese momento iría a parar a la calle. Quién
sabe, por lo demás, si no sería lo mejor para mí. Si no tuviera que dominarme por mis padres, ya
me habría despedido hace tiempo, me habría presentado ante el jefe y le habría dicho mi opinión
con toda mi alma. ¡Se habría caído de la mesa! Sí que es una extraña costumbre la de sentarse
sobre la mesa y, desde esa altura, hablar hacia abajo con el empleado que, además, por culpa de
la sordera del jefe, tiene que acercarse mucho. Bueno, la esperanza todavía no está perdida del
todo; si alguna vez tengo el dinero suficiente para pagar las deudas que mis padres tienen con él -
puedo tardar todavía entre cinco y seis años- lo hago con toda seguridad. Entonces habrá llegado
el gran momento; ahora, por lo pronto, tengo que levantarme porque el tren sale a las cinco», y
miró hacia el despertador que hacía tic tac sobre el armario.

«¡Dios del cielo!», pensó.

Eran las seis y media y las manecillas seguían tranquilamente hacia delante, ya había pasado
incluso la media, eran ya casi las menos cuarto. «¿Es que no habría sonado el despertador?»
Desde la cama se veía que estaba correctamente puesto a las cuatro, seguro que también había
sonado. Sí, pero... ¿era posible seguir durmiendo tan tranquilo con ese ruido que hacía temblar los
muebles? Bueno, tampoco había dormido tranquilo, pero quizá tanto más profundamente.

¿Qué iba a hacer ahora? El siguiente tren salía a las siete, para cogerlo tendría que haberse dado
una prisa loca, el muestrario todavía no estaba empaquetado, y él mismo no se encontraba
especialmente espabilado y ágil; e incluso si consiguiese coger el tren, no se podía evitar una
reprimenda del jefe, porque el mozo de los recados habría esperado en el tren de las cinco y ya
hacía tiempo que habría dado parte de su descuido. Era un esclavo del jefe, sin agallas ni juicio.
¿Qué pasaría si dijese que estaba enfermo? Pero esto sería sumamente desagradable y
sospechoso, porque Gregorio no había estado enfermo ni una sola vez durante los cinco años de
servicio. Seguramente aparecería el jefe con el médico del seguro, haría reproches a sus padres
por tener un hijo tan vago y se salvaría de todas las objeciones remitiéndose al médico del seguro,
para el que sólo existen hombres totalmente sanos, pero con aversión al trabajo. ¿Y es que en este
caso no tendría un poco de razón? Gregorio, a excepción de una modorra realmente superflua
después del largo sueño, se encontraba bastante bien e incluso tenía mucha hambre.

Mientras reflexionaba sobre todo esto con gran rapidez, sin poderse decidir a abandonar la cama -
en este mismo instante el despertador daba las siete menos cuarto-, llamaron cautelosamente a la
puerta que estaba a la cabecera de su cama.

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-Gregorio -dijeron (era la madre)-, son las siete menos cuarto. ¿No ibas a salir de viaje?

¡Qué dulce voz! Gregorio se asustó, en cambio, al contestar. Escuchó una voz que, evidentemente,
era la suya, pero en la cual, como desde lo más profundo, se mezclaba un doloroso e incontenible
piar, que en el primer momento dejaba salir las palabras con claridad para, al prolongarse el
sonido, destrozarlas de tal forma que no se sabía si se había oído bien. Gregorio querría haber
contestado detalladamente y explicarlo todo, pero en estas circunstancias se limitó a decir:

-Sí, sí, gracias madre, ya me levanto.


Probablemente a causa de la puerta de madera no se notaba desde fuera el cambio en la voz de
Gregorio, porque la madre se tranquilizó con esta respuesta y se marchó de allí. Pero merced a la
breve conversación, los otros miembros de la familia se habían dado cuenta de que Gregorio, en
contra de todo lo esperado, estaba todavía en casa, y ya el padre llamaba suavemente, pero con el
puño, a una de las puertas laterales.
-¡Gregorio, Gregorio! -gritó-. ¿Qué ocurre? -tras unos instantes insistió de nuevo con voz más
grave-. ¡Gregorio, Gregorio!

Desde la otra puerta lateral se lamentaba en voz baja la hermana.

-Gregorio, ¿no te encuentras bien?, ¿necesitas algo?


Gregorio contestó hacia ambos lados:
-Ya estoy preparado -y con una pronunciación lo más cuidadosa posible, y haciendo largas pausas
entre las palabras, se esforzó por despojar a su voz de todo lo que pudiese llamar la atención. El
padre volvió a su desayuno, pero la hermana susurró:
-Gregorio, abre, te lo suplico -pero Gregorio no tenía ni la menor intención de abrir, más bien
elogió la precaución de cerrar las puertas que había adquirido durante sus viajes, y esto incluso en
casa.

Al principio tenía la intención de levantarse tranquilamente y, sin ser molestado, vestirse y, sobre
todo, desayunar, y después pensar en todo lo demás, porque en la cama, eso ya lo veía, no llegaría
con sus cavilaciones a una conclusión sensata. Recordó que ya en varias ocasiones había sentido
en la cama algún leve dolor, quizá producido por estar mal tumbado, dolor que al levantarse había
resultado ser sólo fruto de su imaginación, y tenía curiosidad por ver cómo se iban desvaneciendo
paulatinamente sus fantasías de hoy. No dudaba en absoluto de que el cambio de voz no era otra
cosa que el síntoma de un buen resfriado, la enfermedad profesional de los viajantes.

Tirar el cobertor era muy sencillo, sólo necesitaba inflarse un poco y caería por sí solo, pero el
resto sería difícil, especialmente porque él era muy ancho. Hubiera necesitado brazos y manos
para incorporarse, pero en su lugar tenía muchas patitas que, sin interrupción, se hallaban en el
más dispar de los movimientos y que, además, no podía dominar. Si quería doblar alguna de ellas,
entonces era la primera la que se estiraba, y si por fin lograba realizar con esta pata lo que quería,

93 Antología de Lecturas
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entonces todas las demás se movían, como liberadas, con una agitación grande y dolorosa.

«No hay que permanecer en la cama inútilmente», se decía Gregorio.


Quería salir de la cama en primer lugar con la parte inferior de su cuerpo, pero esta parte inferior
que, por cierto, no había visto todavía y que no podía imaginar exactamente, demostró ser difícil
de mover; el movimiento se producía muy despacio, y cuando, finalmente, casi furioso, se lanzó
hacia delante con toda su fuerza sin pensar en las consecuencias, había calculado mal la dirección,
se golpeó fuertemente con la pata trasera de la cama y el dolor punzante que sintió le enseñó que
precisamente la parte inferior de su cuerpo era quizá en estos momentos la más sensible.

Así pues, intentó en primer lugar sacar de la cama la parte superior del cuerpo y volvió la cabeza
con cuidado hacia el borde de la cama. Lo logró con facilidad y, a pesar de su anchura y su peso, el
cuerpo siguió finalmente con lentitud el giro de la cabeza. Pero cuando, por fin, tenía la cabeza
colgando en el aire fuera de la cama, le entró miedo de continuar avanzando de este modo
porque, si se dejaba caer en esta posición, tenía que ocurrir realmente un milagro para que la
cabeza no resultase herida, y precisamente ahora no podía de ningún modo perder la cabeza,
antes prefería quedarse en la cama.
Pero como, jadeando después de semejante esfuerzo, seguía allí tumbado igual que antes, y veía
sus patitas de nuevo luchando entre sí, quizá con más fuerza aún, y no encontraba posibilidad de
poner sosiego y orden a este atropello, se decía otra vez que de ningún modo podía permanecer
en la cama y que lo más sensato era sacrificarlo todo, si es que con ello existía la más mínima
esperanza de liberarse de ella. Pero al mismo tiempo no olvidaba recordar de vez en cuando que
reflexionar serena, muy serenamente, es mejor que tomar decisiones desesperadas. En tales
momentos dirigía sus ojos lo más agudamente posible hacia la ventana, pero, por desgracia, poco
optimismo y ánimo se podían sacar del espectáculo de la niebla matinal, que ocultaba incluso el
otro lado de la estrecha calle.
«Las siete ya -se dijo cuando sonó de nuevo el despertador-, las siete ya y todavía semejante
niebla», y durante un instante permaneció tumbado, tranquilo, respirando débilmente, como si
esperase del absoluto silencio el regreso del estado real y cotidiano. Pero después se dijo:

«Antes de que den las siete y cuarto tengo que haber salido de la cama del todo, como sea. Por lo
demás, para entonces habrá venido alguien del almacén a preguntar por mí, porque el almacén se
abre antes de las siete.» Y entonces, de forma totalmente regular, comenzó a balancear su cuerpo,
cuan largo era, hacia fuera de la cama. Si se dejaba caer de ella de esta forma, la cabeza, que
pretendía levantar con fuerza en la caída, permanecería probablemente ilesa. La espalda parecía
ser fuerte, seguramente no le pasaría nada al caer sobre la alfombra. Lo más difícil, a su modo de
ver, era tener cuidado con el ruido que se produciría, y que posiblemente provocaría al otro lado
de todas las puertas, si no temor, al menos preocupación. Pero había que intentarlo.

Cuando Gregorio ya sobresalía a medias de la cama -el nuevo método era más un juego que un
esfuerzo, sólo tenía que balancearse a empujones- se le ocurrió lo fácil que sería si alguien viniese
en su ayuda. Dos personas fuertes -pensaba en su padre y en la criada- hubiesen sido más que
suficientes; sólo tendrían que introducir sus brazos por debajo de su abombada espalda,

94 Antología de Lecturas
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descascararle así de la cama, agacharse con el peso, y después solamente tendrían que haber
soportado que diese con cuidado una vuelta impetuosa en el suelo, sobre el cual, seguramente, las
patitas adquirirían su razón de ser. Bueno, aparte de que las puertas estaban cerradas, ¿debía de
verdad pedir ayuda? A pesar de la necesidad, no pudo reprimir una sonrisa al concebir tales
pensamientos.

Ya había llegado el punto en el que, al balancearse con más fuerza, apenas podía guardar el
equilibrio y pronto tendría que decidirse definitivamente, porque dentro de cinco minutos serían
las siete y cuarto. En ese momento sonó el timbre de la puerta de la calle.

Carta al padre

Carta al padre

Queridísimo padre: Hace poco me preguntaste por qué digo que te tengo miedo. Como de
costumbre, no supe darte una respuesta, en parte precisamente por el miedo que te tengo, en
parte por- que para explicar los motivos de ese miedo necesito muchos pormenores que no puedo
tener medianamente presentes cuando hablo. Y si intento aquí responderte por escrito, sólo será
de un modo muy imperfecto, porque el miedo y sus secuelas me disminuyen frente a ti, incluso
escribiendo, y porque la amplitud de la materia supera mi memoria y mi capacidad de raciocinio.

A ti la cosa siempre te ha resultado muy sencilla, al menos en la medida en que has hablado de ella
delante de mí y delante -indiscriminadamente- de muchos otros. Tú piensas más o menos lo
siguiente: has trabajado a destajo tu vida entera, lo has sacrificado todo por tus hijos, muy
especialmente por mí, lo que me ha permitido vivir «por todo lo alto», he tenido completa libertad
para estudiar lo que me ha apetecido, no tengo motivos de preocupación en cuanto al pan de cada
día, o sea, no tengo motivo alguno de preocupación; tú no has exigido a cambio gratitud, conoces
«la gratitud de los hijos», pero sí al menos una cierta deferencia, alguna que otra muestra de
simpatía; en lugar de eso, yo siempre me he escabullido de tu presencia, refugiándome en mi
habitación, en los libros, en amigos chalados, en ideas exaltadas; nunca he hablado abiertamente
contigo, nunca me he puesto a tu lado en el templo, jamás te he ido a ver a Franzensbad 1, ni en
general he tenido nunca espíritu de familia, no me he ocupado de la tienda ni de tus demás
asuntos, te he endosado la fábrica2 y después te he dejado plantado, a Ottla3 la he apoyado en su
caprichosa testarudez y mientras que por ti no muevo un dedo (ni siquiera te traigo entradas para
el teatro), por los amigos lo hago todo. Si resumes lo que piensas de mí, el resultado es que no me
echas en cara nada propia- mente inmoral o malo (a excepción tal vez de mi último proyecto
matrimonial), pero sí frialdad, rareza, ingratitud. Y me lo echas en cara de una manera como si
fuese culpa mía, como si yo hubiese podido cambiarlo todo con sólo dar un giro al volante,
mientras que tú no tienes la menor culpa, como no sea la de haber sido demasiado bueno
conmigo.

Esta forma tuya habitual de presentar las cosas la considero acertada sólo en el sentido de que yo
también creo que tú no tienes en absoluto la culpa de nuestro mutuo distancia- miento. Pero
tampoco la tengo yo, en absoluto. Si pudiese llegar a convencerte de ello,

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entonces sería posible, no una nueva vida, para eso ya tenemos los dos demasiados años, pero sí
una especie de paz; sería posible, no que dejaras tus incesantes reproches, pero sí que los
suavizaras.

Es curioso, pero una cierta idea de lo que quiero decir sí que tienes. Así, por ejemplo, hace poco
me dijiste: «Yo siempre te he querido, aunque exteriormente no haya sido contigo como suelen
ser otros padres, precisamente porque no sé disimular como otros». Yo, padre, nunca he puesto
en duda, en general, tu bondad para conmigo, pero esa observación no la considero acertada. Tú
no sabes disimular, eso es cierto, pero sólo por ese motivo querer afirmar que los otros padres
disimulan es, o bien puras ganas de no dar el brazo a torcer, y entonces no vale la pena seguir
discutiendo, o bien (y de eso se trata realmente, en mi opinión) una forma velada de expresar que
algo no funciona entre nosotros y que tú has contribuido, aunque sin culpa, a que así sea. Si
realmente es esto lo que piensas, estamos de acuerdo.

No digo, naturalmente, que yo sea lo que soy solamente debido a tu influencia. Eso sería muy
exagerado (y yo incluso tiendo a esa exageración). Es muy posible que, aunque me hubiese criado
completamente fuera de tu influencia, no hubiera llegado a ser la persona que tú habrías deseado.
Probablemente hubiera sido un ser débil, pusilánime, vacilante, inquieto, ni un Robert Kafka ni un
Karl Hermann, pero completamente distinto del que realmente soy, y tú y yo nos habríamos
entendido a las mil maravillas. Yo habría sido feliz de tenerte como amigo, como jefe, como tío,
como abuelo, sí, incluso (si bien aquí ya vacilo más) como suegro. Pero justamente como padre
has sido demasiado fuerte para mí, sobre todo porque mis hermanos murieron pequeños, las
hermanas llegaron mucho después, y yo tuve que resistir completamente solo el primer embate y
fui demasiado débil para ello. Compáranos a los dos: yo, para expresarlo muy brevemente, un
Löwy con cierto fondo de los Kafka, pero un fondo que no entra en actividad por la voluntad de
vida, de ne- gocios, de conquista, de los Kafka, sino por un aguijón de los Löwy que empuja en otra
dirección y de un modo más secreto, más recatado, y que muchas veces deja por completo de
empujar.

Tú en cambio un auténtico Kafka en fuerza, salud, apetito, volumen de voz, elocuencia,


autocomplacencia, sentimiento de superioridad, tenacidad, presencia de espíritu, don de gentes,
una cierta generosidad, pero también, como es natural, con todos los defectos y deficiencias,
inherentes a esas cualidades, a que te incita tu temperamento y a veces tu irascibilidad. Quizás no
seas un Kafka completo en tu visión general del mundo, si te comparo con los tíos Philipp, Ludwig
o Heinrich. Esto es curioso, no tengo muy claro este punto. Todos eran más alegres, más naturales,
más es- pontáneos, más vividores, menos estrictos que tú. (En eso, por cierto, he heredado mucho
de ti y he administrado la herencia demasiado bien, sin tener, por otra parte, como tienes tú, la
necesaria contrapartida en mi forma de ser.) Por otro lado, quizás hayas pasado por otras épocas
en este aspecto, quizás hayas sido más alegre, antes de que tus hijos, sobre todo yo, te
defraudaran y te agobiaran en casa (cuando llegaba gente extraña, eras distinto), y ahora quizás te
hayas vuelto otra vez más alegre, por darte los nietos y el yerno algo de ese calor que los hijos, a
excepción tal vez de Valli, no pudieron darte. En cualquier caso éramos tan dispares y en esa
disparidad tan peligrosos el uno para el otro que, si se hubiese podido hacer una especie de
cálculo anticipado de cómo yo, el niño de tan lento desarrollo, y tú, el hombre hecho y derecho,
íbamos a comportarnos recíprocamente, se habría podido suponer que tú me aplastarías
simplemente de un pisotón, que no quedaría nada de mí. Sin embargo, no sucedió tal cosa, lo que
tiene vida no es predecible, pero quizás haya sucedido algo peor. Y al decirte esto, te ruego

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encarecidamente que no olvides que ni por lo más remoto he creído yo nunca en una culpabilidad
de tu parte. Tú hiciste en mí el efecto que tenías que hacer, pero, por favor, deja de considerar
como una malignidad especial mía el hecho de haber sucumbido a ese efecto. He sido un niño
miedoso; sin embargo, también era seguramente testarudo, como son los niños; es probable que
también me malcriara mi madre, pero no puedo creer que fuese especialmente indócil, no puedo
creer que una palabra amable, un silencioso coger-de-la- mano, una mirada bondadosa, no
hubiese conseguido de mí lo que se hubiese querido. Es verdad que tú, en el fondo, eres un
hombre blando y bondadoso (lo que viene a continuación no será una contradicción, sólo hablo
del efecto que tu persona hacía en aquel niño), pero no todos los niños tienen la constancia y la
valentía de escarbar hasta dar con la bondad.

Tú sólo puedes tratar a un niño de la manera como estás hecho tú mismo, con fuerza, ruido e
iracundia, lo que en este caso te pareció además muy adecuado, porque querías hacer de mí un
chico fuerte y valeroso. Tus métodos de educación de los primeros años, hoy, naturalmente, no los
puedo describir por recuerdo directo, pero me los imagino deduciéndolos de los años posteriores
y por tu manera de tratar a Felix5. Hay que tener además en cuenta, como agravante, que tú eras
entonces más joven, y por tanto más vivo, impetuoso, espontáneo, más despreocupado aún que
hoy y que además estabas completamente atado a la tienda y, todo lo más, aparecías ante mi vista
una vez al día, haciendo por eso una impresión tanto más fuerte en mí, una impresión que
prácticamente nunca quedó reducida a mera costumbre.

Sólo tengo recuerdo directo de un incidente de los primeros años. Quizás lo recuerdes tú también.
Una noche no paraba yo de lloriquear pidiendo agua, seguro que no por sed, sino probablemente
para fastidiar, en parte, y en parte para entretenerme. Después que no sirvieron de nada varias
recias amenazas, me sacaste de la cama, me llevaste al balcón y me dejaste allí un rato solo, en
camisa y con la puerta cerrada. No quiero decir que estuviese mal hecho, tal vez no hubo entonces
realmente otra manera de lograr el descanso nocturno, pero con ello quiero caracterizar tus
métodos de educación y su efecto en mí. En aquella ocasión, seguro que fui obediente después,
pero quedé dañado por dentro. Lo para mí natural de aquel absurdo pedir-agua y lo inusitado y
horrible del ser llevado fuera, yo, dado mi carácter, nunca pude combinarlo bien. Todavía años
después sufría pensando angustiado que aquel hombre gigantesco, mi padre, la última instancia,
pudiese venir casi sin motivo y llevarme de la cama al balcón, y que yo, por tanto, no era
absolutamente nada para él.

Aquello fue sólo un pequeño inicio, pero la sensación de nulidad que muchas veces se apodera de
mí (una sensación, por otra parte y en otros aspectos, también noble y fructífera se debe en
mucho a tu influencia. Yo habría necesitado un poco de aliento, un poco de amabilidad, un poco
de dejar abierto mi camino; en lugar de eso tú me lo cerraste, con la buena intención,
indudablemente, de que fuese por otro camino.

Literatura contemporánea

Los recuerdos del porvenir

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Tamara Peralta
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Primer novela publicada de Elena Garro (1916-1998), con la que obtuvo el premio Xavier
Villaurrutia en 1963, esta polifacética mexicana pues era periodista, dramaturga, poetiza y
narradora, es también una pionera del Realismo Mágico.

Los recuerdos del porvenir es una obra la vida de los hermanos Moncada durante la Guerra
Cristera en Ixtepec, un pueblo escondido quien también cuenta la historia. El pueblo, como
narrador principal, narra que el pueblo tienen miedo y está sometido a los militares que a él
han llegado. El general Rosas, quien tiene dominado al pueblo ha matado a varios hombres
a causa del amor por Julia, quien finalmente se escapa.

Se ha catalogado a los recuerdos de porvenir como la obra iniciadora del Realismo Mágico,
corriente que también siguiera el Nobel Gabriel García Márquez.

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Tamara Peralta
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XI

¿De dónde llegan las fechas y a dónde van? Viajan un año entero y con la precisión de
una saeta se clavan en el día señalado, nos muestran un pasado, presente en el
espacio, nos deslumbran y se apagan. Se levantan puntuales de un tiempo invisible y
en un instante recuperamos el fragmento de un gesto, la torre de una ciudad olvidada,
las frases de los héroes disecadas en los libros o el asombro de la mañana del bautizo
cuando nos dieron nombre.
Basta decir la magia de una cifra para entrar en un espacio inmediato que habíamos olvidado.
El primero de octubre es para siempre en mi memoria el día que empezó el juicio de los invitados.
Al decirlo ya no estoy sentado en esta aparente piedra, estoy abajo, entrando despacio en la plaza,
en los pasos de mis gentes que desde muy temprano se encaminaron allí para seguir la suerte de
los acusados. El juicio ocurría adentro de la Comandancia Militar y sin embargo nosotros
seguíamos paso a paso las palabras y los gestos que sucedían a puerta cerrada. El general paso
junto a nosotros mirando las copas de los arboles; en este momento me llega la frescura de su
agua de colonia y su mirada vacía de ramas y de hojas. Seguíamos bajo su sombra inmóvil que
repetía el mismo crimen una y otra vez con la precisión minuciosa de un maniático. En su tiempo
inmóvil los arboles no cambiaban de hojas, las estrellas estaban fijas, los verbos ir o venir eran el
mismo, Francisco Rosas detenía la corriente amorosa que hace y deshace las palabras y los hechos
y nos guardaba en su infierno circular. Los Moncada habían querido huir para hallar el ir y venir de
las estrellas y de las mareas, el tiempo luminoso que gira alrededor del sol, el espacio donde las
distancias están al alcance de la mano; habían querido escapar al día único y sangriento de
Ixtepec, pero Rosas abolió la puerta que nos lleva a la memoria del espacio y rencoroso los culpo
de las sombras inmóviles que él había acumulado sobre nosotros. El general sólo sabía de la
existencia de unas calles, y a fuerza de creer en ellas se le volvían irreales y sólo las tocaba
persiguiendo a las sombras que hallaba en sus esquinas. Su mundo fijo nos los cobraba en
crímenes.

—Viene de dormir con la hermana —murmuraron rencorosas las mujeres.

—¡Viva Nicolás Moncada! —gritó alguien entre la gente.

—¡Viva Nicolás Moncada! —contestaron muchas voces.

Francisco Rosas sonrío al escuchar los gritos, entró al curato y un cordón de soldados rodeó el
edificio. Vinieron después mas militares con cartapacios y caras preocupadas.

99 Antología de Lecturas
Tamara Peralta
100

—¡Ujule! ¡Ahí van los abogados! —gritó una voz burlona, y nosotros la coreamos con risas.
¡Los abogados!… ¿Y a quien van a juzgar? Esperamos la respuesta consabida: a los traidores a la
patria. ¿Qué traición y que patria? La Patria en esos días llevaba el nombre doble de Calles-
Obregón. Cada seis años la Patria cambia de apellido; nosotros, los hombres que esperamos en la
plaza lo sabemos, y por eso esa mañana los abogados nos dieron tanta risa.

Llegaron las mujeres vendiendo chalupitas y aguas frescas; nosotros comemos antojitos,
mientras los gobernantes patriotas nos fusilan.

Detrás de los barrotes de una ventana de su hotel, don Pepe Ocampo miraba lo que ocurría en
la plaza. Algunos hombres se acercaron a su balcón.

—¡Dígale a Isabel que están juzgando a su hermano!

El hotelero los miró con desprecio y siguió buscando con los ojos la fachada lejana del curato.

—¿No le importa la suerte de su hermano?

—Un hombre se agarro a los barrotes de la reja y miró burlonamente al dueño del hotel.

—¡Alcahuete! —Le gritaron muchas voces.

Al oír los gritos ofensivos don Pepe se metió de prisa y ordenó a sus sirvientes que cerraran las
persianas de todos los balcones. El hotel quedó apartado de la algarabía de la calle sin presentar
blanco a los gritos.

—¡Vamos a subirnos a las ramas de los tamarindos y a entrar por el tejado para sacar a Isabel
y que vaya a pedir por la vida de su hermano!

—¡Vamos! —corearon docenas de voces.

—¡Viva Nicolás Moncada!

Con la presteza de los gatos los hombres se treparon a los arboles para alcanzar los tejados y
entrar a los patios del hotel; otros trataron de forzar las puertas. Se produjo entonces una
algarabía que corrió por todo Ixtepec. De la Comandancia Militar llegó la orden, que nadie
obedeció, de desalojar la plaza. Las puertas del cuartel se abrieron y dieron paso a la caballería.
Ante el empuje de los jinetes, la gente se disperso lanzando gritos; sobre las piedras quedaron
aplastados los sombreros de petate y entre los cascos de los caballos se enredaron algunos
rebozos de mujeres. En el espacio luminoso de una mañana el proceso del padre Beltrán y sus
amigos se convirtió en la causa de Nicolás Moncada. El joven nos hizo olvidar a la iglesia y a los
otros enjuiciados. El padre, Joaquín, Juan Cariño, Charito, el doctor y su mujer pasaron a la
categoría de las comparsas en la tragedia de la familia Moncada. Los ojos de Ixtepec se fijaron en
Nicolás y sus frases y sus gestos atravesaron milagrosos las paredes del curato y llegaron a la plaza
para correr de boca en boca. Sabíamos que el joven rehusaba la comida que Francisco Rosas hacia

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venir del hotel para los procesados y que no aceptaba la ropa limpia que le ofrecían los militares.
Por la noche, en una cubeta que le llevaba uno de sus guardianes, lavaba su única camisa.

—¡Viva Nicolás Moncada! —gritaban mis calles y mis tejados. El grito se multiplicaba ahora,
como antes se multiplicaba «¡Viva Cristo Rey!», y llegaba hasta la sala del jurado. Por la noche,
acurrucado en su catre de campana, Nicolás lo escuchaba melancólico mientras buscaba las frases
y los gestos que emplearía al día siguiente delante de sus jueces. Se sabía en un callejón cuya sola
salida era la muerte.

«Nos iremos de Ixtepec, nos iremos»… habían dicho él y sus hermanos desde niños. Juan era el
primero que había encontrado la salida; cuando se acercó a verlo, estaba tirado boca arriba
mirando para siempre a las estrellas.

«¡Camine hijo de la chingada!», oyó que le decían mientras lo separaban de su hermano. «Me
iré boca abajo para no llevarme nada de este pueblo que nos ha traicionado»… y no pudo llorar;
asombrado por la fuga de su hermano, ni siquiera advirtió cuando los soldados le ataron las manos
a la espalda. «Nos iremos de Ixtepec…». Los tres habían querido huir para volver después y abrir
una corriente de frescura en el pueblo cerrado como un pudridero de cadáveres. Cerraron las rejas
de la celda y él se quedó de pie indagando el paradero de Juan.

¿Por qué Juanito? En un abrir y cerrar de ojos se soltó de su mano y de la mano de Isabel y
huyó a otros parajes. «Aquí la ilusión se paga con la vida» le dijo la voz de Felipe Hurtado desde la
noche que entraba caliente en el sudor de los soldados. Vio llegar el día, y antes de ir a prestar su
primera declaración, los guardianes le dijeron que Isabel había dormido con el general Francisco
Rosas. «¡Que se muera ahora mismo!». La presencia de Rosas le impidió llorar. No veía la cara de
Justo Corona haciéndole preguntas. «De la sangre de los inocentes brotan fuentes que lavan los
pecados de los malos»… La voz de Dorotea repetía un cuento de su infancia, y en el despacho de
Rosas la voz obtusa de Corona se convertía en palabras sin sentido. Y la fuente de sangre tirada en
las piedras de Las Cruces y la fuente regada en el zaguán ¿a quien habían purificado? Ni siquiera a
Isabel, encerrada en el Hotel Jardín. Su ira se convirtió en cansancio y su vida se redujo a un solo
día viejo y harapiento. La traición de su hermana lo lanzaba a ese día de escombros y dentro de
sus ruinas tenía que actuar como si viviera en los días enteros de sus jueces. Se obligó a ver con
frialdad al general y trató de saber lo que había sucedido en su vida y en la de sus hermanos; la
tarde que se fueron a Tetela para volver a Ixtepec, unos días después a recoger al padre Beltrán y
a don Roque, los tres estaban tristes. Desganados se refugiaron bajo la sombra de «Roma» y de
«Cartago» y allí platicaron por última vez.

—¿A ti te importa que el cura viva o muera? —preguntó Isabel.

—No —contestaron ellos.

—El que debería salvarlo es su amigo Rodolfito para que le siga bendiciendo las tierras que se
roba…

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Los muchachos se echaron a reír de la violencia de su hermana.

—¡Tonta! Es la puerta de huida.

«La puerta de huida» ahora se cerraba brutal en su última celda de la cárcel de Ixtepec. En
aquel instante, bajo los árboles de su casa, creyeron que podían volver para romper la maldición
de Francisco Rosas y así se lo dijeron. Luego, pensativos, tiraron piedritas a las filas de hormigas
que huían de prisa llevando las hojas robadas a las acacias del jardín.

—¡Son ladronas las Franciscas!…

Y aquella ultima tarde, los tres se echaron a reír al oír a Nicolás bautizar a las hormigas con el
nombre de Francisco Rosas.

—¿Crees que salgamos con bien? —preguntó el debajo de la sombra de «Cartago».

—¡Quítate de «Cartago», vente junto a «Roma»! —gritó Juan cruzando los dedos supersticioso
y tocando la corteza del árbol de la victoria para ahuyentar la mala suerte del árbol de su
hermana. Bajo las ramas de «Roma» hablaron con rencor de Ixtepec y recordaron las palabras y la
cara regordeta de doña Elvira: «A veces la señal la dan los simples».

—Si pasa algo malo, Rodolfito hará un negocio —dijeron proféticos.

En las noches de la cárcel, la tarde y sus palabras le llegaban fragmentadas. «Si pasa algo
malo»… Oyó la frase impregnada de olores y de sensaciones de un pasado remoto. Su pasado no
era ya su pasado, el Nicolás que hablaba así era un personaje desprendido del Nicolás que lo
recordaba desde la celda de la cárcel. No había continuidad entre los dos; el otro tenía una vida
propia distinta de la suya; se había quedado en un espacio separado del espacio del Nicolás que lo
recordaba con la precisión inapresable de los sueños. El como Isabel, tampoco recordaba con
exactitud la forma de su casa ni los días que había pasado en ella; su casa ya sólo era un montón
de ruinas olvidadas en un pueblo polvoriento y sin historia. Su pasado era esta celda de Ixtepec y
la presencia continua de los centinelas. Recordaba su futuro y su futuro era la muerte en un llano
de Ixtepec. La traición de Isabel abolió la muerte milagrosa. Ya no darían el paso hacia el misterio.
¿Y Juan? Ahora sabía que Juan había muerto como iba a morir él: de cuerpo entero, sin Isabel,
eran sus cabellos, sus ojos y sus pies los que morían en un horror inmóvil; se vería desde adentro,
agusanándose como los cuerpos hinchados de los muertos que encontraban de niños tirados en
los llanos de Ixtepec. No había escapado al crimen, no había escapado a la muerte del pueblo.
Obstinado, trataba de imaginar lo que haría Isabel para encontrarse con ellos en ese futuro tan
cercano como la puerta de su celda. «No puede quedarse aquí, no puede dejarnos aquí», y veía los
llanos de su infancia infestados de muertos. «¡Nos iremos de Ixtepec, nos iremos!».

—Joven, usted no duerme —le dijo uno de los soldados que lo había oído llorar a medianoche.

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—Estás loco, duermo muy bien —exclamó Nicolás fingiendo sorpresa. Su debilidad le pareció
imperdonable y se encerró en un orgullo seco. Frente a sus jueces trató de ocultar su cansancio y
el horror de hallarse tan solo en la sala que espiaba sus palabras y sus gestos.

—Si señores, soy «cristero» y quería unirme a los alzados de Jalisco. Mi difunto hermano y yo
compramos las armas.

Sus confesiones nos producían escalofríos. «Está juntando las balas para morir». Su decisión
irritó a sus jueces. Querían justificar su juicio agobiándolo con pruebas, deseaban que se
defendiera para probar su falta y matarlo como a un culpable, pero Nicolás quería morir por su
propia mano.

—Nadie nos instigó. Isabel, Juan y yo planeamos y ejecutamos el plan sin los consejos de
nadie, por nuestra propia voluntad.

Al oír el nombre de Isabel, dicho como si fuera propiedad del acusado, Corona se mordió los
labios y se volvió a ver si Francisco Rosas estaba en la sala del juicio. Su ausencia lo tranquilizó.

«Se burla de ellos. Abacuc va a entrar a Ixtepec», nos dijimos convencidos de que el ejercito
que esperábamos entrada una de esas noches para salvarnos. Algunos creyeron leer en las
palabras de Nicolás que la salvación nos vendría de Isabel. La joven no había entrado al hotel a
traicionarnos. Estaba allí, como la diosa vengadora de la justicia, esperando el momento propicio.

—¡Ya no le griten! ¡Ella está allí porque allí debe de estar!

—¡Desde niña fue muy hombrecito!

Y veíamos a Francisco Rosas con codicia. EL seguía cruzando la plaza a pie, ignorando a los
vecinos que se reunían bajo los tamarindos a dar vivas al hermano de su querida; no asistía al
juicio, se quedaba en un cuarto cercano jugando a los naipes y conversando con algunos de sus
ayudantes mientras otros le traían las noticias de lo que sucedía en el jurado. Cuando le repetían
que el joven insistía en declararse culpable, interrumpía el juego y se acercaba nerviosamente a la
ventana para mirar a los partidarios de Moncada que llenaban la plaza. Parecía muy abatido. La
voluntad de los hermanos lo llevaba a un terreno que desconocía: se sentía incapaz de juzgar a
Nicolás y de dormir con su hermana, pero ya era tarde para que pudiera retomar camino. ¿Qué
podía hacer? Asustado, entraba muy tarde en su habitación para encontrarse con Isabel. Su traje
rajo brillaba abajo de sus ojos oscuros junto al quinqué.

—¡Apaga la luz!

Su voz se había deshabitado. Ya no encontraba las huellas de su pasado. Los Moncada le


habían arrebatado a Julia. A oscuras se despojaba de sus botas y dudaba antes de entrar a la cama
en donde sólo hallaba el miedo de sí mismo. Andaba perdido, pisando noches y días desconocidos,
guiado por las sombras que le habían echado los hermanos.

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Querido Diego te abraza Quiela

Escrita por Elena Poniatowska, autora mexicana, nacida en París en 1932, ensayista,
activista y periodista además, su obra invita a la acción y al análisis de la realidad social. En
Querido Diego te abraza Quiela, presenta un testimonio de amor entre Angelina Beloff,
exiliada rusa en París, y Diego Rivera.

19 de octubre de 1921

En el estudio todo ha quedado igual, querido Diego, tus pinceles se yerguen en el vaso,
muy limpios, como a ti te gusta. Atesoro hasta el más mínimo papel en que has trazado una
línea. En la mañana, como si estuvieras presen te, me siento a preparar las ilustraciones
para Floreal. He abandonado las formas geométricas y me encuentro bien haciendo paisajes
un tanto dolientes y grises, borrosos y solitarios. Siento que también yo podría borrarme
con facilidad. Cuando se publique te enviaré la revista. Veo a tus amigos, sobre todo a Élie
Faure que lamenta tu silencio. Te extraña, dice que París sin ti está 19 de octubre de 1921 R
10 vacío. Si él dice eso, imagínate lo que diré yo. Mi español avanza a pasos agigantados y
para que lo compruebes adjunto esta fotografía en la que escribí especialmente para ti: «Tu
mujer te manda muchos besos con esta, querido Diego. Recibe esta fotografía hasta que nos
veamos. No salió muy bien, pero en ella y en la anterior tendrás algo de mí. Sé fuerte como
lo has sido y perdona la debilidad de tu mujer».

Te besa una vez más Quiela.

7 de noviembre de 1921

Ni una línea tuya y el frío no ceja en su intento de congelarnos. Se inicia un invierno


crudísimo y me recuerda a otro que tú y yo quisiéramos olvidar. ¡Hasta tú abandonabas la
tela para ir en busca de combustible! ¿Recuerdas cómo los Severini llevaron un carrito de
mano desde Montparnasse hasta más allá de la barrera de Montrouge donde consiguieron
medio saco de carbón? Hoy en la mañana al alimentar nuestra estufita pienso en nuestro
hijo. Recuerdo las casas ricas que tenían calefacción central a todo lujo, eran, creo, calderas
que funcionaban con gas, y cómo los Zeting, 7 de noviembre de 1921 R 12 Miguel y María,
se llevaron al niño a su de partamento en Neuilly para preservarlo. Yo no quise dejarte.
Estaba segura de que sin mí ni siquiera interrumpirías tu trabajo para comer. Iba a ver al
niño todas las tardes mientras tú te absorbías en El matemático. Caminaba por las calles de
nieve ennegrecida, enlodada por las pisadas de los transeúntes y el corazón me latía muy
fuerte ante la perspectiva de ver a mi hijo. Los Zeting me dijeron que apenas se recuperara

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se lo llevarían a Biarritz. Me conmovía el cuidado con que trataban al niño. María, sobre
todo, lo sacaba de la cuna —una cuna lindísima como nunca Dieguito la tuvo— con una
precaución de enfermera. Aún la miro separar las cobijas blancas, la sabanita bordada para
que pudiera yo verlo mejor. «Hoy pasó muy buena noche», murmuraba contenta. Lo
velaba. Ella parecía la madre, yo la visita. De hecho así era, pero no me daban celos, al
contrario agradecía al cielo la amistad de los Zeting, las dulces manos de la joven María
arropando a mi hijo. Al regresar a la casa, veía yo los rostros sombríos de los hombres en la
calle, las mujeres envueltas 13 en sus bufandas, ni un solo niño. Las noticias siempre eran
malas y la concierge se encargaba de dármelas. «No hay leche en todo París» o « Dicen que
van a interrumpir el sistemamunicipal de bombeo porque no hay carbón para que las
máquinas sigan funcionando», o más aún «el agua congelada en las tuberías las está
reventando». «Dios mío, todos vamos a morir.» Después de varios días, el médico declaró
que Dieguito estaba fuera de peligro, que había pasado la pulmonía. Podríamos muy pronto
llevárnoslo al taller, conseguir algo de carbón, los Zeting vendrían a verlo, nos llevarían té,
del mucho té que traían de Moscú. Más tarde viajaríamos a Biarritz, los tres juntos, el niño,
tú y yo cuando tuvieras menos trabajo. Imaginaba yo a Dieguito asoleándose, a Dieguito
sobre tus piernas, a Dieguito frente al mar. Imaginé días felices y buenos, tan buenos como
los Zeting y su casa en medio de los grandes pinos que purifican el aire como me lo ha
contado María, casa en que no habría privaciones ni racionamiento, en que nuestro hijo
empezaría a caminar fortalecido por los baños de sol, el yodo del 14 agua de mar. Dos
semanas más tarde, cuando María Zeting me entregó a Dieguito, vi en sus ojos un
relámpago de temor, todavía le cubrió la carita con una esquina de la cobija y lo puso en
mis brazos precipitadamente.

«Me hubira quedado con él unos días más, Angelina, es tan buen niño, tan bonito, pero
imagino cuánto debe extrañarlo.» Tú dejaste tus pinceles al vernos entrar y me ayudaste a
acomodar el pequeño bulto en su cama. Te amo, Diego, ahora mismo siento un dolor casi
insoportable en el pecho. En la calle, así me ha sucedido, me golpea tu recuerdo y ya no
puedo caminar y algo me duele tanto que tengo que recargarme contra la pared. El otro día
un gendarme se acercó: «Madame, vous êtes malade?» Moví de un lado a otro la cabeza,
iba a responderle que era el amor, ya lo ves, soy rusa, soy sentimental y soy mujer, pero
pensé que mi acento me delataría y los funcionarios franceses no quieren a los extranjeros.
Seguí adelante, todos los días sigo adelante, salgo de la cama y pienso que cada paso que
doy me acerca a ti, que pronto pasarán los meses 15 ¡ay, cuántos! de tu instalación, que
dentro de poco enviarás por mí para que esté siempre a tu lado.

Te cubre de besos tu Quiela.

Sugerencias

 Gioconda Belli
 Amparo Dávila
 Alejandra Pizarnik

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http://impedimenta.es/media/blogs/libros/capitulosPDF/9788415979203.pdf
http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/euro/kafka/metamor.htm
http://danielrojaspachas.blogspot.mx/2011/02/fragmento-de-crimen-y-castigo-de-fedor.html
http://biblio3.url.edu.gt/Libros/2011/Demian.pdf
http://www.battaletras.com/docs/madamebovary.pdf
http://librosonlineparaleer.com/leer-el-conde-de-montecristo-alejandro-dumas-libro-online/
http://www.ciudadseva.com/textos/teatro/esp/moratin/el_si_de_las_ninas_03.htm
http://www.ciudadseva.com/textos/teatro/fran/moliere/el_avaro_04.htm
http://www.cervantesvirtual.com/portales/academia_mexicana_de_la_lengua/
http://www.comedias.org/alarcon/favmun.html
http://www.ciudadseva.com/textos/teatro/esp/vega/fuenteovejuna3.htm
http://www.ciudadseva.com/textos/teatro/esp/calderon/la_vida_es_sueno_1.htm
https://www.donquijote.org/spanishlanguage/literature/library/quijote/quijote1.pdf
http://www.ciudadseva.com/textos/poesia/ita/dante/dc3.htm

http://www.biografiasyvidas.com/monografia/dante/

http://www.ciudadseva.com/textos/poesia/esp/cid/cid03.htm

http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/ita/boccaccio/01_01.htm
http://www.ciudadseva.com/
http://api.ning.com/files/Sa8mTyxETKL3mvBX2vjJ53pQeXofWg1yQbkkoPGx0R8uZgBHrwOuV71WZr89i
1D9Bg5Zk0Ib9Xw6ib*8*z9ppEpqA*72ZEmJ/ElCantardelosNibelungos.pdf
http://www.edu.mec.gub.uy/biblioteca_digital/libros/V/Virgilio%20-%20La%20Eneida%20(en%20prosa).pdf
http://www.alvarezperea.com/ulysses31/odisea.pdf
http://www.ecdotica.com/biblioteca/Homero%20-%20La%20Il%C3%ADada.pdf
La biblia latinoamericana
http://triplov.com/poesia/gilgamesh/index.html
http://ramonmr.webcindario.com/CursosUniversitarios/Gilgamesh.pdf
http://www.viajeporindia.com/india/antiguasescrituras/Ramayana_1.pdf

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