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En el presente trabajo analizaremos ¿Quién mató a Rosendo?

, de Rodolfo Walsh y publicado


inicialmente como una serie de notas en el semanario CGT a mediados de 1968. La elección de
este corpus responde a la consideración de que su lectura nos permitirá indagar sobre la
conformación y particularidades de la escritura testimonial en cruce con la tradición literaria y
las formaciones hegemónicas en las década del sesenta y setenta en la Argentina. En
particular, la pregunta que guiará nuestra lectura es: ¿cuáles son las particularidades que
hacen de “Quién mató a Rosendo” un texto testimonial? La conjetura que trataremos de
demostrar sostiene que se pueden identificar dos elementos que le dan legitimidad al texto
como testimonio: un narrador-detective-periodista y el rasgo de subjetivización.

De acuerdo con la propuesta de Raymond Williams (1977), la hegemonía constituye un


cuerpo de prácticas y expectativas en relación con la totalidad de la vida que implica las
percepciones definidas que los sujetos tienen de sí mismos y del mundo. Es un proceso en el
cual las formas de dominación y subordinación se corresponden con los procesos de
organización de una sociedad. Sin embargo, la hegemonía, en tanto se configura como un
proceso dinámico es siempre resistida, alterada, desafiada, es decir, se consolida como un
campo de fuerzas en tensión. Nunca es dominante en su totalidad, siempre presenta formas
alternativas u opuestas que la transforman en un proceso de relaciones dinámicas. En este
contexto, las formaciones “son más reconocibles como tendencias y movimientos conscientes
(literarios, artísticos, filosóficos o científicos) (...) que de ningún modo pueden ser plenamente
identificables con las instituciones formales o con sus significados y valores formales, y que a
veces pueden ser positivamente opuestas a ellas” (Williams, 1977: 141).
Por consiguiente, este posicionamiento nos exige la consideración del texto que hemos
elegido estudiar no como una manifestación artística aislada e individual sino como parte de
un proceso cultural caracterizado por la presencia de diferentes fuerzas y elementos que se
enfrentan y se relacionan entre sí y que, por lo tanto, se condicionan.
Claudia Gilman (2003) delimita el período en América Latina que comprende desde 1959 –año
en que se produce la Revolución Cubana– hasta 1973 o 1976 –cuando la mayoría de los países
latinoamericanos se encontraban bajo el control de gobiernos militares– como la época de
“los sesenta/setenta”, caracterizada por una misma problemática: la valorización de la política
y las expectativas revolucionarias. Este período se define por la percepción compartida de una
inminente transformación de las instituciones, la subjetividad, el arte y la cultura.

Asimismo, durante dichas décadas, debemos destacar la aparición de un gran movimiento


intelectual, estrechamente vinculado con la izquierda, que contribuyó a iniciar una nueva
tradición literaria latinoamericana. Se trató de un momento de gran producción literaria,
especialmente en el género de la narrativa, y de un éxito editorial nunca antes visto que dio
lugar a lo que se conoce como el boom latinoamericano. Gilman (2003) señala, como
característica de este período, la voluntad de los intelectuales de borrar las fronteras entre el
arte y la vida y fusionar las esferas del arte y la política. En este contexto, resulta interesante
señalar el rol que la revista Casa de las Américas cumple en la canonización del género
testimonial. Hasta 1969, los libros que respondían a las características del testimonio
concursaban, según el caso en los géneros tradicionales, fundamentalmente en novela y
ensayo; situación que cambiaría en el año 1970 con la inclusión del género testimonial.
Si bien, Casa de las Américas no creó el género, al tomarlo en consideración lo legitimó y le
proporcionó un nuevo marco de referencia. Desde el punto de vista williamsiano, este gesto
contribuye a comprender cómo el género testimonial se va configurando como hegemónico
en las décadas del 60 y del 70.
Por otra parte, debemos considerar otras dos periodizaciones de la época que resultan
fundamentales porque se centran en el devenir de la historia Argentina. Por un lado, Silvia
Sígal sitúa el comienzo de la década con la caída de Perón en 1955 y la cierra en 1973 con su
regreso a Argentina. Por el otro, María Teresa Gramuglio divide el período a partir de tres
fechas en se producen golpes militares en el país: 1955-1958 (Dictadura de Aramburu), 1966-
1971 (Dictadura de Onganía) y 1976-1983 (Dictadura de Videla). Tenemos, pues, tres modos
de abordar la compleja problemática que supone la aproximación a un estudio de la década
del sesenta. Las tres interpretaciones resultan fundamentales para la comprensión del papel
del intelectual y las tres ponen como centro la política.
En lo que respecta al campo literario argentino en particular, Cañón asegura que la década
del sesenta presenta un panorama complejo y controvertido ya que “en él se cruzan distintos
emergentes, se canonizan ciertos autores y se legitima un centro” (Cañón, 2003: 1). Muy
esquemáticamente, llegaban los años ‘60 y el panorama literario se definía por dos corrientes
marcadas, una de temática nacional, orientada hacia el contexto, y la otra llevaba a cabo, “un
cuidadoso trabajo formal, que instaura dentro de la ficción un espacio teórico permanente
ocupado por la reflexión que ejercen los textos sobre las condiciones de producción de su
escritura, sobre el lenguaje que recortan...” (651).
En este singular contexto, se cruzan una cantidad de zonas -geográficas, pero además,
metafóricamente hablando, ideológicas o estéticas-, sujetos y prácticas literarias; se recortan
ocupando un lugar además, los excluidos y autoexcluidos de la serie canonizada del momento,
imbuidos también, del acontecer histórico y social que recorre estos años- las tensiones
sociales; la confusión caracterizan esta época de débil democracia que termina con la
dictadura militar, en 1966.
La literatura nacional se debate en varios frentes, entonces, a grandes rasgos entre dos
corrientes fuertemente arraigadas; Borges transita su propio éxito, los escritores “islas”
fundan sus propias poéticas, el “boom” traza una historia de encuentros y desencuentros, de
penetración del campo cultural y replanteo de identidades nacionales, regionales o
americanas
De acuerdo con Victoria García, la violencia característica del siglo XXI constituye una
condición de producción de la literatura testimonial en Latinoamérica, cuyos protagonistas-
narradores pueden identificarse como sobrevivientes ya sea de crímenes perpetuados por el
Estado, de la guerra o de la pobreza y la enfermedad propias de la desigualdad. Esta práctica
de lenguaje subalterna, opuesta al discurso hegemónico surge a su vez como modo de
denuncia ante ese orden preestablecido y como un modo de darle voz a aquellos sujetos
silenciados, reprimidos y torturados por el Estado.
De acuerdo con Etcharren (2005), la relación de Walsh con la literatura se da en dos etapas:
de sobrevalorización y mitificación hasta 1967; y de desvalorización y paulatino rechazo a
partir de 1968, cuando la tarea política se vuelve una alternativa. El escenario social del ‘68
cambió la perspectiva de Walsh. El país empezaba a sacudirse por todas partes y él no pudo
quedarse afuera de los conflictos. Así, el periodismo pasa a ocupar otro lugar en la escena
política. Desde el punto de vista de Hellmann, los nuevos periodistas buscaban mezclar las
formas sofisticadas y fluidas que provee la ficción con los hechos que persigue el periodismo,
es un problema crucial para ellos encontrar los métodos de ficción con los cuales dar forma a
la narrativa sin destruir su status periodístico.

¿Quién mató a Rosendo? se trata, según la presentación del propio Walsh, del relato de
una investigación que perseguía el objetivo de reconstruir los hechos ocurridos en el tiroteo
de la confitería La Real de la localidad de Avellaneda, en el cual muere, entre otros, Rosendo
García, en aquel entonces dirigente de la Unión Obrera Metalúrgica (UOM). Ya en las primeras
líneas paratexto “Noticia Preliminar”, el autor adelanta que “Su tema superficial es la muerte
del simpático matón y capitalista de juego que se llamó Rosendo García, su tema profundo es
el drama del sindicalismo peronista a partir de 1955, sus destinatarios naturales son los
trabajadores de mi país” (Walsh, 2004: 7). De este modo, la literatura y el periodismo se
presentan para Walsh como las dos caras de una misma moneda, actividades que se
retroalimentan a partir de la experiencia de escritura de una narrativa de corte testimonial. Da
cuenta de esto la irónica advertencia que indica que “Si alguien quiere leer este libro como
una simple novela policial, es cosa suya” (Walsh, 2004: 9)

En el nivel anecdótico, debemos señalar que, la noche del tiroteo, en La real se


encontraban dos grupos. El primero estaba compuesto por siete sindicalistas de la CGT
rebelde, entre los que resultan asesinados “alguien mucho más valioso que Rosendo”, el
Griego Blajaquis, y Zalazar “cuya humildad y cuya desesperanza eran tan insondables que
resulta como un espejo de la desgracia obrera”. En el segundo, se encontraba además de
Rosendo García, el secretario general de la UOM Timoteo Vandor, acompañado de lo que el
autor denomina un “despliegue protector”, formado por once hombres, entre los que se logró
identificar a guardaespaldas, varios sindicalistas y representantes gremiales, un prosecretario
del bloque de diputados justicialistas y el chofer del gremialista Vandor. Lo cierto es que este
episodio constituyó para la justicia un misterio imposible de desentrañar. La investigación de
Walsh, originalmente publicada en forma de notas, da cuenta de que el sistema judicial, los
medios hegemónicos, los sindicatos y el gobierno de turno fabricaron e instalaron un relato
fraguado e, incluso, inverosímil de lo acontecido. Como veremos, lo que se presentó como un
verdadero enfrentamiento entre ambos grupos, no fue más que el ataque de uno sobre el
otro y el asesinato de Rosendo, atribuido al grupo del Griego, innegablemente fue
responsabilidad de un miembro de su propio grupo, el único que pudo comprobarse
fehacientemente que portó y utilizó armas esa noche.

Retomando entonces nuestra hipótesis, dijimos que uno de los rasgos que le daban
legitimidad al texto como testimonio es la presencia de un narrador-detective-periodista.
Si bien el tiempo verbal que prevalece en la obra es el tiempo pasado, ya que hace falta
remontarse a otro lugar más allá del momento preciso del acontecimiento para explicarlo, ya
en la noticia preliminar del texto se hace presente la primera persona del singular y va a ser
esta voz quien narre de aquí en adelante toda la obra, dándole voz a los otros personajes.
En la reconstrucción de los hechos que narro en este libro conté con la ayuda de los
sobrevivientes Francisco Alonso, Nicolás Granato, Raimundo y Rolando Villaflor, y de
su abogado defensor Norberto Liffschitz. La investigación en sí fue breve y simultánea
a las notas. Cuando apareció la primera el 16 de mayo de 1968, ignorábamos aún los
nombres de los ocho protagonistas "fantasmas" que la policía y los jueces no habían
conseguido identificar en dos años (ahora han pasado tres). Nueve días más tarde los
tuve en una conversación que grabé con Norberto Imbelloni, integrante del grupo
vandorista. Número a número los invité desde el semanario a presentarse y decir la
verdad, designándolos por iniciales. Mi intención no era llevarlos ante una justicia en la
que no creo, sino darles la oportunidad, puesto que se titulaban sindicalistas, de
presentar su descargo en el periódico de los trabajadores. Ninguno atendió esa
advertencia. Si con alguno he cometido error -cosa que no creo-, no ha sido por mi
culpa. No hay una línea en esta investigación que no esté fundada en testimonios
directos o en constancias del expediente judicial.

Abiertamente, como afirma Amar Sánchez, “el género acepta y expone la “parcialidad” de
los sujetos y denuncia la ilusión de verdad y objetividad de otros discursos: la revisión de las
fojas del expediente, los pronunciamientos de los jueces, las versiones periodísticas, las
declaraciones oficiales de los protagonistas del episodio, todo ello señala que no hay una
verdad sino que esta siempre es el resultado de las posiciones de los sujetos.
Estas reflexiones nos conducen a atender el segundo rasgo que señalábamos en la
hipótesis como constitutivo del texto testimonial que nos ocupa: la subjetivización.
Subjetivización de las figuras provenientes de lo real que pasan a constituirse en personajes y
narradores. La no ficción narrativiza o ficcionaliza a los protagonistas de los hechos. Es decir,
construye una narración e individualiza a aquellos sujetos que en un informe periodístico
quedarían en el anonimato. Las categorías de personaje y narrador permiten el pasaje de lo
real a lo textual y la participación en ambos planos al mismo tiempo; son elementos que se
“literaturizan” en la construcción narrativa. La subjetivización implica una puesta en relato de
los acontecimientos. Narrar es convertir en sujetos a los que permanecen desdibujados en las
notas de prensa. Esta es, la gran diferencia entre las notas periodísticas y el relato del libro;
mientras que el periodismo generaliza y disuelve las individualidades, la puesta en relato
focaliza la atención sobre los sujetos y sus acciones. El sentido del relato se constituye en la
narración.

Veamos, entonces, cómo configuran estos dos rasgos el texto que nos ocupa. Ante todo,
debemos señalar que su estructura está dividida en tres partes: la primera parte, denominada
“las personas y los hechos”, la segunda “la evidencia” y, por último, la tercera parte se
denomina “el vandorismo”.
En la primera parte, es el mismo narrador el que presenta a los personajes. Sin embargo,
no es una caracterización descriptiva propiamente dicha, sino que estas identidades surgen a
través del relato de los hechos. Los hechos, entonces, no pueden separarse de los personajes.
Aquí se esbozan los complejos contornos y siluetas de quienes vivieron la historia,
devolviéndoles su humanidad y, de cierta forma, evitando que cayeran en el olvido y la
indiferencia. El mismo Walsh explica en la Noticia preliminar que:
Para los diarios, para la policía, para los jueces, esta gente no tiene historia, tiene
prontuario; no los conocen los escritores ni los poetas; la justicia y el honor que se les
debe no cabe en estas líneas; algún día sin embargo resplandecerá la hermosura de
sus hechos, y los de tantos otros, ignorados, perseguidos y rebeldes hasta el fin.
Primero se va de lo particular a lo general, pero, al final, las barreras se borran y la historia
que se recupera de estos personajes no puede explicarse sin pensar en el contexto político
que los rodea y los engendra (Mertehikian). En el capítulo “Granato”, por ejemplo, el narrador
se remonta a la infancia del personaje, conectada íntimamente con anécdotas en las que
participa Eva Perón. “Después ella [Eva] se murió. Después Franciso Granato cambió de
trabajo. Después cayó Perón. La infancia había concluido” (Walsh, 2004: 54).
Hay dos destinos, uno personal y otro social, que se encuentran. Por eso se intercala en
esta primera parte del libro un capítulo como “Avellaneda”, donde se describen las
características que adquirió esta zona al industrializarse y de la importancia que tuvo durante
las primeras manifestaciones del fenómeno peronista. La zona funciona como pasaje del
conurbano a la capital, del espacio marginal de los trabajadores al lugar central, en la política
argentina y en la escritura de Walsh. Por eso, también, leemos: “Rolando Villaflor había
querido salvarse solo, y no hay salvación individual, sino del conjunto” (Walsh, 2004: 37). Hay
que volver siempre al grupo, a lo general en lo cual lo particular encuentra explicación.
La segunda parte, como su nombre lo anticipa, consiste en la presentación de la evidencia
que se va recabando a lo largo de toda la investigación para llegar a proponer una
reconstrucción de los hechos. Dentro de estas pruebas se destaca el croquis que el planista
Dardo Osle dibujó, en el que se pueden identificar a cada uno de los participantes del hecho,
la posición de las mesas, quiénes estaban armados y quiénes no. Una vez más, lo que este
gesto permite es explicar el crimen con una visión global de todos los eventos particulares que
tuvieron lugar esa noche. El gráfico aporta objetividad e integración de todos los elementos
presentados hasta ese momento.
Una “Reconstrucción” de los hechos cierra la segunda parte. Esta depende de un
entramado de puntos de vista y perspectivas y es el narrador quien sostiene el hilo que los
une, mientras se desplaza de un grupo a otro, de una mesa a otra. La mirada del narrador
pasa sucesivamente de uno a otro bando durante el tiroteo, sigue la trayectoria de las balas,
reconstruye lo ocurrido y teje una red que, de acuerdo con Amar Sánchez, sostiene su
correlato en el gráfico que acompaña al texto. Este plano cierra el relato propiamente dicho y
remite a otro código: el policial.
Este narrador-detective busca y construye una verdad, pero también denuncia y narra. Se
postula como un sujeto/antiestado que acusa y enfrenta a un estado criminal. El narrador
toma posición activa frente a él y se atribuye las funciones que le hubieran correspondido a
éste.
“Eso explica que en tres años la policía bonaerense no haya podido aclarar el triple
homicidio que nosotros aclaramos en un mes; que los servicios de informaciones, tan hábiles
para descubrir conspiradores, no hayan desentrañado esta conspiración; que dos jueces en
tres años no hayan averiguado los ocho nombres que faltaban y que yo descubrí en quince
minutos de conversación, sin ayuda oficial, sin presionar a nadie ni usar la picana. No se trata,
por supuesto, que el sistema, el gobierno, la justicia sean impotentes para esclarecer este
triple homicidio. Es que son cómplices de este triple homicidio, es que son encubridores de los
asesinos.”
Tal como sostiene Amar Sanchez, ese yo que surge e invade todo es la única autoridad, la
única instancia legal del texto. A pesar de los lazos que mantiene con lo real, el sujeto que
narra se ha ficcionalizado y ha logrado la independencia en el espacio del relato; es decir,
tiene una vida propia.
Esta figura del narrador-periodista-detective condensa múltiples funciones: narra,
construye, investiga, acusa e intenta reparar la injusticia; se expande y sostiene la búsqueda
de una verdad oculta. En tanto que duplica y ficcionaliza al autor real, remite a la investigación
del periodista Walsh, pero en él se superponen y fusionan elementos de códigos literarios,
especialmente del policial.
En la tercera parte, se intenta dar un marco político en el que se explica la dinámica
empleada desde el vandorismo, sus quebraduras, sus objetivos y el temor por parte de sus
miembros a perder el poder consolidado. Las cifras, las explicaciones económicas y
sociohistóricas configuran el cierre de ¿Quién mató a Rosendo?. Un cierre que abunda en
datos estadísticos y niega la posibilidad de escribir como se hacía antes, tanto desde el punto
de vista formal como desde el punto de vista político (Crespo citada por Mertehikian).
El “Epílogo del editor”, finalmente, cristaliza esa tendencia a unirse del sujeto que narra y el
sujeto que firma. Alguien que en principio permanece fuera de los límites del texto, viene a
clausurar la obra. Si el editor es parte esencial de esta escritura, bien puede decirse que el
autor, aquella figura que generalmente pensamos por fuera del texto y ajena a sus
interpretaciones, se ha unido del todo al sujeto que narra, y eso no puede ser olvidado a la
hora de pensar en el efecto de verdad que el texto persigue, que ya no solo solo se basa en la
idea de proponer, a través de mecanismos literarios como el montaje, que la realidad es una
construcción formal. Se trata de una visión que, si bien es cierto que renuncia a la adopción de
puntos de vista particulares y a la multiplicidad de voces, necesita dar un sentido total a
aquello que narra de esta manera.

A modo de conclusión, podemos decir entonces que el problema de la verdad como objeto
de búsqueda se encuentra en los fundamentos del género testimonial. En el cas particular del
texto seleccionado, la configuración formal del corpus está determinada por dos elementos:
un narrador detective-periodista y el rasgo de subjetivización. Por un lado, el objetivo de
Quién mató a Rosendo es descubrir a los culpables del delito. Por este motivo, a lo largo de
toda la obra, el narrador recurre a una variedad de discursos, entre los que podemos nombrar
al expediente judicial, entrevistas, notas periodísticas, cartas, etc. Pero si el objetivo fracasa
no es porque no se sepa la verdad, sino porque el sistema y las autoridades que lo encarnan
son corruptos y arbitrarios. El Estado no solo es el culpable o el cómplice de estos delitos sino
que además acumula nuevos delitos como el ocultamiento de evidencias y la persecución y
maltrato de víctimas. El único sujeto legal del texto, como se dijo anteriormente, es el
narrador. Por el otro lado, el rasgo de subjetivización, permite explicar que el Walsh del relato
es el resultado de un cruce, de una transacción entre campos referenciales. Ese yo no indica al
sujeto biográfico concreto: situado en la escritura, se fusiona con el canon que contribuye a
conformar el texto y es ya una figura compleja con múltiples referencias. También, la
permanente articulación entre el material documental, (reportajes, testimonios, informes
policiales) y la reconstrucción de los hechos ficcionalizan a los protagonistas reales y
cuestionan, una vez más las categorías de verdad y realidad.

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