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Hace más de cien años, en Suecia, vivía en una hermosa y verde colina
un gigante llamado Halvar. A pesar de ser un hombre mucho más grande
de lo normal, nadie le tenía miedo. Todos los habitantes de los
alrededores le querían y respetaban porque era un gigante bueno y
generoso.
Lo que más amaba Halvar era hacer feliz a la gente. En cuanto tenía
oportunidad regalaba todo lo que tenía incluso aunque él se quedara sin
nada. De hecho, era un gigante muy pobre que apenas tenía para comer
pero que a pesar de todo se consideraba un tipo afortunado.
Un día pasó junto a él un hombre que no conocía. Tenía mala cara, iba
vestido con harapos y tiraba de una vaca huesuda que de tan flaca casi no
podía andar. Halvar, tan amable como siempre, le saludó con la cabeza y
se interesó por él.
– Sí, a eso mismo voy. Mi mujer y yo estamos pasando una mala época y
no tenemos nada que llevarnos a la boca. No creo que me den mucho por
este viejo animal… ¡Con suerte podré cambiarlo por un saco de harina
para hacer pan!
Al gigante se le encogió el corazón ¡Qué pena le daba ese hombre! Una
vez más, quiso mostrar su generosidad.
– ¡Toma, aquí las tienes! Espero que a partir de ahora las cosas te vayan
mejor y seas muy feliz.
– ¡Amigo mío, qué gusto me da verte pasar por aquí! ¡Tienes buena cara!
¿Por qué no pasas, te invito a merendar y de paso me cuentas cómo te ha
ido con las siete cabritas?
– ¡Lo siento, pero tengo mucha prisa! Por cierto, veo que sigues en tu
casucha de madera y todo el día tumbado al sol. Te daré un consejo:
trabaja e invierte bien tu dinero y tal vez algún día podrás ser tan rico
como yo lo soy ahora.