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Un sermón predicado el 4 de Mayo de 1856, En la capilla de New Park Street, Southwark, Inglaterra ,

Por C.H. Spurgeon

LA SOBERANÍA DIVINA
¿No me es lícito hacer lo que quiero con lo mío? (Mateo
20:15).

El padre de familia dice: "¿No me es lícito hacer lo que quiero con lo


mío?" Y esta mañana, el Dios de cielos y tierra os hace la misma
pregunta: "¿No me es lícito hacer lo que quiero con lo mío?" No hay un
atributo de Dios más consolador para sus hijos que la doctrina de la
soberanía divina. Bajo las más adversas circunstancias, en los más graves
contratiempos, ellos creen que esa soberanía ha ordenado sus aflicciones,
que las gobierna y que las santifica. No hay otra cosa por la que los hijos
de Dios deban contender más firmemente que por el dominio de su Señor
sobre toda la creación, trono suyo -la realeza de Dios sobre las obras de
sus mano-, y el derecho a sentarse en ese trono. Por otra parte, tampoco
hay doctrina más odiada por los mundanos, ni verdad convertida en
semejante pelota de fútbol, como la de la grande, maravillosa y ciertísima
soberanía del infinito Jehová. Los hombres permitirán a Dios estar en
cualquier sitio menos en su trono. Consentirán en hallarlo en el taller
formando los mundos y haciendo las estrellas. Accederán a que esté en su
casa de caridad repartiendo limosnas y otorgando mercedes. Le tolerarán
mantener firme la tierra y sostener Sus pilares, o iluminar las lámparas del
cielo, o gobernar al inquieto océano; pero cuando Dios sube a su trono,
sus criaturas rechinan los dientes. Y cuando proclamamos un Dios
entronizado y su derecho a hacer según le plazca con lo suyo, a disponer
de sus criaturas como le parezca sin consultar con ellas, entonces somos
silbados y despreciados, y los hombres cierran sus oídos a nuestras
palabras, porque un Dios en su trono no es el Dios que ellos aman. Les
agradaría contemplarle en cualquier sitio menos en su solio con su cetro
en su mano y la corona en sus sienes. Pero es un Dios entronizado el que
a nosotros nos gusta predicar, en quien confiamos, de quien hemos
cantado y de quien hablaremos en esta plática. Sin embargo, haré
hincapié solamente sobre una parte de la soberanía de Dios, y es la que
toca a la distribución de sus dádivas. En este aspecto creo que, no
solamente tiene derecho a hacer lo que quiera con lo suyo, sino que, en
realidad, lo hace.

Antes de comenzar nuestro sermón, debemos reconocer como cierto que


todas las bendiciones son regalos de Dios, a los que no tenemos derecho
por nuestros propios méritos; y creo que toda persona que piense un poco
debe reconocerlo así. Una vez admitido esto, nos ocuparemos en
demostrar que si hace lo que quiere con lo suyo es porque tiene derecho a
quedárselo todo si le place, a repartirlo si así lo prefiere, a dar a unos y a
otros no, o bien a no dar a nadie o dar a todos, según parezca bien a sus
ojos. "¿No me es lícito hacer lo que quiero con lo mío?"

Dividiremos los dones de Dios en cinco clases: Temporales, salvadores,


honoríficos, útiles y consoladores. De todos ellos debemos decir: "¿No
me es lícito hacer lo que quiero con lo mío?"

1. Empezaremos, pues, con LOS DONES TEMPORALES. Es un hecho


indiscutible que Dios, en las cosas temporales, no ha repartido a todos por
igual; no todas sus criaturas han recibido la misma cantidad de ventura y
posición en este mundo. Existe una desigualdad. Notadla sobre todo en
los hombres, porque de ellos nos ocuparemos principalmente. Unos nacen
como Saúl, que "del hombro arriba sobresalía a cualquiera del pueblo";
otros serán toda su vida como un Zaqueo, hombre de corta estatura. Unos
tienen un cuerpo musculoso y son físicamente atractivos; otros son
débiles y distan de tener una figura hermosa. Cuantos encontramos cuyos
ojos nunca han gozado de la luz del sol; cuyos oídos jamás han escuchado
el encanto de la música y cuyos labios en la vida han pronunciado
palabras inteligibles o armoniosas. Id por el mundo y hallaréis hombres
superiores a vosotros en vigor, salud y figura; y otros inferiores en todas
estas mismas cosas. Algunos de los que están aquí son preferidos por su
aspecto exterior al resto de sus semejantes, mientras que otros son dejados
a un lado y no tienen nada de que puedan gloriarse en la carne. ¿Por qué
ha dado Dios belleza a un hombre y a otro no? ¿A uno todos sus sentidos
y a otro sólo parte de ellos? ¿Por qué ha despertado en unos el sentido del
entendimiento, mientras que otros se ven obligados a tener una mente
obtusa y terca? Digan lo que digan los hombres, no puede haber otra
respuesta que esta: "Así, Padre, pues que así agradó en tus ojos". Los
antiguos fariseos preguntaron: "Rabí, ¿quién pecó este o sus padres, para
que naciese ciego?" Sabemos que no fueron los pecados de los padres ni
los del hijo la causa de que éste naciera ciego, como tampoco es por eso
por lo que otros han sufrido desgracias parecidas; sino porque Dios ha
actuado según le ha placido en el reparto de sus beneficios terrenales,
diciendo de este modo al mundo: "¿No me es lícito hacer lo que quiero
con lo mío?"

Notad, también, la desigualdad que existe en la distribución de los dones


intelectuales. No todos los hombres son como Sócrates; hay pocos como
Platón; los hombres como Bacon aparecen muy de tarde en tarde; no se
da muy frecuentemente la ocasión de poder hablar con algún Isaac
Newton. Algunos tienen maravillosa inteligencia con la que pueden
desentrañar grandes misterios, sondear las profundidades de los océanos,
medir la altura de las montañas, analizar los rayos del sol y pesar los
astros. Otros no tienen sino pocos alcances. Podéis educarlos y educarlos,
que nunca lograréis hacer de ellos grandes hombres. Es imposible mejorar
lo que no tienen. Carecen de genio y vosotros no podéis impartírselo.
Cualquiera puede ver que hay una diferencia inherente en el hombre
desde su mismo nacimiento. Algunos, con poca instrucción, aventajan a
aquellos que han sido concienzudamente preparados. Tomad dos
muchachos, educadlos en el mismo colegio, por el mismo maestro; los
dos se aplicarán en sus estudios con la misma diligencia, pero uno de
ellos dejará rezagado a su compañero. ¿Por qué es esto? Porque Dios hace
sentir su soberanía tanto sobre la inteligencia como sobre el cuerpo. Él no
nos ha hecho a todos iguales; sino que ha dado variedad a sus dones. Un
hombre es elocuente como Whitefleld, y otro tartamudea aunque sólo
tenga que hablar tres palabras en su propia lengua. ¿Qué es lo que
establece estas marcadas diferencias entre hombre y hombre? Tenemos
que responder que debemos atribuirlo todo a la soberanía de Dios, quien
hace lo que quiere con lo suyo.

Reparad de nuevo en las diferentes condiciones de los hombres en el


mundo. De vez en cuando han surgido preclaras inteligencias entre
hombres cuyos miembros han arrastrado las cadenas de la esclavitud y
cuyas espaldas han sido ofrecidas al látigo; hombres de piel negra, pero
de entendimiento inmensamente superior al de sus brutales amos.
También en Inglaterra es frecuente encontrar a sabios que viven en la
pobreza, y ricos no pocas veces ignorantes y vanos. Unos vienen a este
mundo para ser ataviados con la púrpura imperial, otros no llevaran más
que sus humildes ropas de campesino. Unos tienen un palacio para morar
y colchón de plumas para descansar, mientras otros no tienen sino un
duro catre y nunca les cobijará más suntuoso techo que el de paja de su
cabaña. Si de nuevo preguntásemos la razón de todo esto, la respuesta
seguiría siendo la misma: "Así, Padre, pues que así agradó en tus ojos". A
vuestro paso por la vida podréis observar de otras muchas maneras la
manifestación de la soberanía de Dios. Da a algunos hombres una salud
recia durante toda su vida, de forma que apenas saben lo que es una
indisposición; mientras que otros se arrastran vacilantes por el mundo
esperando encontrar la tumba abierta a cada paso, viviendo miles de miles
de muertes al temer constantemente a una. Hay personas, como Moisés,
que aun en los últimos días de una vida extraordinariamente larga tienen
una vista aguda y que, aunque tengan el cabello blanco, se mantienen
firmes sobre sus pies, como cuando eran jóvenes. Nuevamente
preguntamos: ¿cuál es la causa de esta diferencia? Y otra vez aparece la
única respuesta adecuada: La soberanía de Jehová. Encontraréis también
que, mientras a unos se les quita la vida prematuramente -en la flor de su
vida-, a otros les es dado llegar más allá de setenta; unos parten antes de
haber cubierto la primera etapa de su existencia, mientras otros prolongan
sus días hasta convertirse totalmente en un estorbo. Estimo que
necesariamente debemos atribuir la causa de todas estas diferencias de la
vida a la soberanía de Dios. El es Rey y Soberano y, ¿no hará lo que
quiera con lo suyo?

Vamos a dejar este extremo de la cuestión; pero antes de hacerlo,


debemos recapacitar un poco más sobre él. ¡Oh!, tú que has sido dotado
de una noble figura, de un cuerpo hermoso: no te enorgullezcas de ello,
porque tus dones proceden de Dios. No te gloríes, porque si lo haces,
desaparecerá en un momento toda tu apostura. Las flores no presumen de
su belleza ni los pájaros cantan su plumaje. Hijas, no os envanezcáis con
vuestra hermosura; hijos, no seáis engreídos de vuestra gallardía. Y
vosotros, ¡oh! hombres, poderosos e inteligentes, recordad que todo
cuanto tenéis os ha sido concedido por un Soberano Señor: El creó, El
puede destruir. No hay mucha diferencia entre la más preclara
inteligencia y el idiota más desvalido: las mentes penetrantes rayan en la
locura. Vuestros cerebros pueden ser trastornados en cualquier momento,
y en adelante estar condenados a vivir en la demencia. No os jactéis de
vuestro saber, porque aun el más pequeño conocimiento que poseéis os ha
sido dado. Por lo tanto, yo os digo, no os enaltezcáis sobremanera, sino
emplead para Su gloria los dones que Dios os ha dado, porque son
dádivas reales que no podéis rechazar. Si el Soberano Señor os ha dado
un talento, y no más, no lo guardéis en vuestra faltriquera, sino haced
buen uso de él y quizá os será aumentado. Bendecid a Dios porque tenéis
más que algunos, y dadle gracias, también, porque os ha dado menos que
a otros, porque así no es tanto lo que tenéis que llevar sobre vuestros
hombros; ya que cuanto más ligera sea vuestra carga, menos gemiréis en
vuestro caminar hacia la tierra mejor. Bendecid a Dios, pues, si poseéis
menos que vuestros semejantes, y ved su bondad tanto en el dar como en
el retener.

II. En todo cuanto hemos dicho hasta aquí, probablemente la mayoría esta
de acuerdo con nosotros; pero cuando entramos en el segundo punto, LAS
DÁDIVAS SALVADORAS, gran número de personas discrepan, porque
no pueden aceptar nuestra doctrina. Cuando aplicamos esta verdad con
relación a la soberanía de Dios en la salvación del hombre, vemos como
hay quien se levanta para defender a sus semejantes, a quienes consideran
perjudicados por la predestinación divina. Pero nunca oí de alguno que se
alzara para abogar por Satanás; y yo creo que si algunas criaturas de Dios
tuvieran derecho a quejarse de Su comportamiento, éstas serían los
ángeles caídos. Por su pecado fueron arrojados del cielo
fulminantemente, y no leemos que nunca les fuera enviado un mensaje de
misericordia. Una vez echados fuera, su condenación fue sellada;
mientras que a los hombres se les dio una tregua, fue enviada redención a
su mundo, y un gran número de ellos fueron escogidos para vida eterna.
¿Por qué no contender con la soberanía tanto en un caso como en otro?
Afirmamos que Dios ha elegido un pueblo de entre los hombres, y se le
niega el derecho a obrar así. Y yo pregunto: ¿por qué no se discute
igualmente el hecho de que haya escogido a los hombres y no a los
ángeles caídos, o su justicia por esa forma de proceder? Si la salvación
fuese asunto de derecho, los ángeles tendrían en verdad tanto como los
hombres. ¿No estaban situados en una dignidad superior?, ¿o es que
pecaron más? Creemos que no. El pecado de Adán fue tan intencionado y
pleno que no podemos imaginar uno mayor. Si los ángeles expulsados del
cielo hubiesen sido restaurados, ¿no habrían prestado mayor servicio a su
Hacedor que el que nosotros podamos prestarle jamás? Si se nos hubiera
permitido juzgar en esta cuestión hubiéramos liberado a los ángeles y no a
los hombres. Así pues, admirad el amor y la soberanía divinos, ya que
mientras aquellos fueron hechos pedazos, Dios levantó un número de
elegidos de entre la raza humana para hacerles estar entre príncipes por
los méritos de Jesucristo nuestro Señor.

Notad de nuevo la soberanía divina en el hecho de que Dios escogió al


pueblo israelita y dejó a los gentiles en la oscuridad durante años. ¿Por
qué fue Israel enseñado y salvado mientras Siria se perdía en la idolatría?
¿Era una raza más pura en su origen y mejor en su condición que la otra?
¿No tuvieron los israelitas dioses falsos centenares de veces, que
provocaron la ira y el aborrecimiento del Dios verdadero? ¿Por qué
fueron favorecidos más que todos sus semejantes? ¿Por qué el sol brilló
sobre ellos, mientras a su alrededor las naciones eran dejadas en la
oscuridad, y miríadas eran sepultados en el infierno? ¿Por qué? La única
respuesta que puede darse es esta: Que Dios es soberano y "del que quiere
tiene misericordia; y al que quiere, endurece".

Y también, ¿cómo es que Dios nos ha dado su Palabra a nosotros,


mientras multitud de personas están todavía sin ella?

-¿Por qué nos podemos acercar al tabernáculo de Dios cada uno de


nosotros, domingo tras domingo, teniendo el privilegio de escuchar la voz
de un ministro de Jesús, mientras otras naciones no han sido bendecidas
del mismo modo? ¿No podía Dios haber hecho que la luz resplandeciera
también en sitios de tinieblas? ¿No podía Él, si le hubiese placido, haber
enviado mensajeros raudos como la luz para que proclamasen su
Evangelio por toda la tierra? Podía haberlo hecho si hubiera querido.
Pero, puesto que sabemos que no ha sido así, nos inclinamos con
humildad, confesando su derecho de hacer lo que quiera con lo suyo.

Mas permitidme que traiga, una vez más, la doctrina a nuestros ámbitos.
Observad cómo manifiesta Dios su soberanía en el hecho de que de la
misma congregación donde todos han oído al mismo predicador y
escuchado idéntica verdad, es tomado el uno y dejado el otro. ¿Por qué
será que en una de mis oyentes, sentada en los últimos bancos de la
capilla junto a su hermana, el efecto de la predicación es diferente que en
la otra que está a su lado? Ambas han sido criadas sobre las mismas
rodillas, mecidas en la misma cuna y educadas con igual esmero; las dos
han oído al mismo predicador y con idéntica atención; ¿por qué una será
salvada y la otra dejada? Lejos esté de nosotros el buscar excusas en favor
del hombre que se condena, cuando no hay ninguna. Igualmente, lejos
esté de nosotros el restarle gloria a Dios, pues sabemos que es Él quien
hace la diferencia; por eso la hermana que se ha salvado no debe
agradecérselo a sí misma, sino a su Señor. Habrá también dos hombres
dados al vicio de la bebida. Unas palabras de la predicación traspasarán a
uno de ellos de parte a parte, pero el otro permanecerá impasible, aunque
serán bajo todos los aspectos idénticamente iguales, tanto en
temperamento como en educación. ¿Cuál es la razón? Tal vez digáis:
porque uno ha aceptado el mensaje del Evangelio y el otro lo ha
rechazado. Pero debemos responder con la misma pregunta: ¿quién hace
que uno acepte y el otro rechace? Me figuro que diréis que el hombre
mismo hizo la distinción; pero debéis admitir en vuestra conciencia que
es a Dios solo a quien pertenece este poder; a pesar de ello, aquellos a los
que no les agrada esta doctrina, están siempre en pugna contra nosotros y
dicen: ¿Cómo puede Dios hacer tal acepción entre los miembros de su
familia? Imaginaos un padre que tuviese determinado número de hijos, y
que a uno diera todos sus beneficios, relegando a los otros a la miseria:
¿diríamos que era un padre duro y cruel? Admito que sí, pero no es el
mismo caso, porque no es con un padre con quien tenéis que tratar, sino
con un juez. Decís que todos los hombres son hijos de Dios, y yo os sitúo
a probarlo con la Biblia. Nunca he leído en ella nada parecido, y jamás
me atrevería a decir: "Padre nuestro que estás en el cielo", hasta que fuese
regenerado; no puedo gozarme de su paternidad hasta saber que soy uno
con Él y coheredero con Cristo; no osaría llamarle Padre mientras fuera
una criatura sin regenerar. No existe aquí la misma relación que entre
padre e hijo -porque el hijo siempre tiene algún derecho sobre su padre-
sino entre rey y súbdito; y aun ni siquiera ésta, porque el súbdito tiene a
veces algo, por pequeño que sea, que reivindicar de su rey. Pero una
criatura, una criatura pecadora, jamás puede tener derechos sobre Dios;
porque si así fuera, la salvación sería por obras y no por gracia. Si el
hombre pudiera merecerla, el salvarlo sería entonces el pago de una
deuda, y no se le daría más que lo que se le debía. Sostenemos que la
gracia, para que sea tal, ha de hacer diferencias. Alguno dirá: Pero, ¿no
está escrito que "a cada uno le es dada medida de gracia para provecho"
Bien, si os gusta podéis repetir esa maravillosa cita hasta la saciedad, que
seréis bien recibidos. Pero tened en cuenta que esta no es una cita de las
Escrituras, a menos que se halle en una edición arminiana. El único pasaje
parecido a este se refiere a los dones espirituales de los santos, y sólo de
los santos. Ya que, admitiendo vuestra suposición, si a cada uno le es
dada medida de gracia para provecho, es evidente que hay otros que la
reciben con carácter especial para que, precisamente, les sea provechosa.
¿Qué entendéis por gracia que puede usarse para provecho? Me es fácil
comprender los adelantos humanos para perfeccionar la utilización de la
grasa, pero lo que no entiendo es una gracia que sea perfeccionada para
ser usada por los hombres.
La gracia no es una cosa que yo pueda usar, sino algo que me usa a mí;
sin embargo la gente habla de ella como pudiéndola manejar, y no como
una influencia que tiene poder sobre ellos. No es algo que yo pueda
perfeccionar, sino que me perfecciona a mi, que me emplea y obra sobre
mí. Que los hombres hablen cuanto quieran sobre la gracia universal;
absurdo por completo porque no existe tal cosa ni puede existir. De lo que
pueden hablar con propiedad es de bendiciones universales, porque
vemos que los dones naturales de Dios han sido esparcidos por doquier,
en mayor o menor profusión, y los hombres pueden aceptarlos o
rechazarlos. Pero que no digan lo mismo de la gracia, porque nadie puede
cogerla para, por sí mismo, y volverse de las tinieblas a la luz. La luz no
viene a la oscuridad y le dice: úsame, sino que la toma y la echa fuera. La
vida no acude al cadáver y le dice: válete de mi y torna a vivir, sino que
con su propio poder lo resucite. Lo espiritual no se acerca a los huesos
resecos para decirle: usadme y revestios de carne, sino que él los cubre, y
acaba la obra. La gracia es, pues, algo que se nos da y que ejerce su
influjo sobre nosotros.

Solamente el deseo soberano

De Dios, nos hace herederos de gracia;

Nacidos a la imagen de su hijo,

Restaurados de la caída raza..

Y nosotros decimos a todos aquellos que rechinan sus dientes al oír esta
verdad, que, tanto si lo saben como si no, sus corazones están llenos de
enemistad contra Dios; porque mientras no lleguen al conocimiento de
esta doctrina, hay algo que aun no han descubierto, y que les hace
oponerse a la idea de un Dios absoluto, libre, sin cadenas, inmutable y
teniendo libre albedrío, cosa que son tan dados a demostrar que las
criaturas poseen. Estoy persuadido de que debemos mantener la doctrina
de la soberanía de Dios, si tenemos una mente sana. "De Jehová es la
salud." Dad, pues, toda la gloria a su santo nombre, pues a Él le pertenece
toda.

III. En tercer lugar, vamos a considerar las distinciones que Dios hace en
su Iglesia al repartir los DONES HONORIFICOS. Hay diferencia entre
los propios hijos de Dios; cuando éstos son tales. Fijaos en lo que quiero
decir: Unos tienen, por ejemplo, el don honorífico del conocimiento en
mayor grado que otros. Tropiezo de vez en cuando con un hermano con el
que podría hablar durante meses, y aprender algo de él cada día. Posee
una profunda experiencia -ha buscado en "lo profundo de Dios"-, toda su
vida ha sido un continuo estudio, dondequiera que ha estado. Parece
haber sacado sus pensamientos, no de 1os libros meramente, sino de la
vida de los hombres, de Dios, de su propio corazón; y conoce todas las
vueltas y recodos de la experiencia cristiana: ha comprendido la anchura,
lo largo, profundidad y altura del amor de Cristo, que excede a todo
conocimiento. Ha conseguido una clara idea e íntimo conocimiento del
sistema de la gracia, y puede vindicar la conducta del Señor para con su
pueblo.

Os encontraréis con otro que ha pasado por multitud de tribulaciones,


pero que no tiene un conocimiento profundo de la experiencia cristiana;
no aprendió ni un solo secreto en todas sus calamidades. Surgía del barro
de una charca para caer inmediatamente en otra, pero nunca se detuvo a
recoger alguna de las joyas depositadas en el cieno, ni trató jamás de
descubrir las perlas escondidas en sus aflicciones. Conoce muy poco de la
altura y la profundidad del amor del Salvador. Podéis charlar con ese
hombre tanto como queráis, que no sacaréis de él nada de provecho. Si
me preguntáis por qué es esto, os responderé que hay una soberanía de
Dios que da el conocimiento a unos y a otros no. Paseando el otro día con
un cristiano de edad avanzada, me hablaba de cuánto provecho había
sacado de mi ministerio. Nada hay que me haga humillar más que el
pensamiento de que un creyente anciano reciba instrucción en los
caminos del Señor de un neófito en la gracia. Pero yo espero, cuando
llegue a viejo, si es que llego, ser también instruido por algún recién
nacido en la fe; porque Dios cierra muchas veces la boca de los mayores y
abre la de los niños. ¿Por qué somos maestros de centenares de personas
que, en otros aspectos, están mucho más capacitadas para instruirnos a
nosotros? La única respuesta que hemos encontrar reside en la soberanía
de Dios, y debemos inclinarnos ante ella; porque, ¿no le es lícito a Él
hacer lo que quiera con lo suyo? En vez de tener envidia de aquellos que
tienen el don del conocimiento, procuremos tenerlo nosotros también, si
nos es posible. En lugar de murmurar, protestando por no tener más
entendimiento, deberíamos recordar que ni el pie puede decirle a la
cabeza, ni la cabeza al pie, no te necesito; porque Dios nos ha dado los
talentos como a Él le ha placido.

No penséis, cuando hablamos de dones honoríficos, que éstos se reducen


solamente al del conocimiento; también el del servicio es un don
honorífico. No hay nada más honroso para un hombre que el cargo de
diácono o ministro de la Palabra. Engrandecemos nuestro oficio, pero no
a nosotros mismos; porque estamos plenamente convencidos de que el
desempeñar cualquier cometido en la iglesia es uno de los más grandes
honores. Preferiría ser diácono antes que alcalde de Londres. No hay
honor más grande para mí que el de ser ministro de Cristo. Mi púlpito me
es más apetecible que el más alto trono, y mi congregación es un gran
imperio, ante el cual los más grandes reinos de la tierra quedan reducidos
a algo sin importancia eterna. ¿Por qué Dios, por medio del Espíritu
Santo, llama con especial vocación a unos para que sean pastores, y no a
otros? Incluso hay personas mejor dotadas, pero no nos atreveríamos a
darles el púlpito, porque no han sido llamadas con esa vocación. Igual
ocurre con el diaconado; hombres a los que consideramos los más
capacitados son excluidos, mientras otros son escogidos. Es la soberanía
de Dios, que también se hace patente en el nombramiento dé los que han
de ser utilizados en cualquier cometido -al poner a David sobre el trono,
al escoger a Moisés como caudillo de los hijos de Israel por el desierto, y
a Daniel para desenvolverse en las esferas palaciegas; al elegir a Pablo
como ministro de los gentiles, y a Pedro como apóstol de la circuncisión-.
Y los que no habéis recibido ningún don honorífico, meditad
humildemente en la verdad y razón de la pregunta del Señor: "¿No me es
lícito hacer lo que quiero con lo mío?"

Otro de los dones honoríficos de Dios es el de la expresión. La elocuencia


ejerce mayor poder sobre los hombres que todos los demás dones juntos,
y si alguno quiere influir sobre las multitudes, deberá tocar sus corazones
y encadenar sus oídos. Hay quienes son como vasos llenos de
conocimiento hasta los mismos bordes, pero sin recursos para darlos a
conocer a los demás; poseen todas las perlas del saber, pero no saben
cómo engarzarlas en el dorado anillo de la elocuencia; pueden cortar las
más delicadas flores, pero no son capaces de trenzarlas en dulce guirnalda
para ofrecerla a los ojos de su amada. ¿Cómo puede ocurrir esto? He aquí
la misma e invariable respuesta: la soberanía de Dios también se
manifiesta en el reparto de los dones honoríficos. Aprended, hermanos, si
tenéis algún don, a poner todo su honor a lo pies del Salvador, y a no
murmurar, si no los tenéis; porque, recordad que Dios es igualmente
bondadoso tanto cuando retiene como cuando distribuye sus dádivas. Si
hay entre vosotros alguno que está encumbrado, que no se envanezca, ni
desprecie al humilde, porque Dios da a cada vaso su medida de gracia.
Servidle según vuestra medida, y adorad al Rey del cielo que hace según
le place.

IV. Consideraremos en cuarto lugar los dones de utilidad. Muchas veces


he hecho mal censurando a otros hermanos pastores por no tener más
fruto, y he dicho que podían haber sido tan efectivos como yo si hubiesen
mostrado mayor celo y diligencia; pero he llegado a comprender que hay
otros cuya efectividad no guarda relación, ni mucho menos, con su gran
celo y constancia. Por lo tanto, me retracto de mis censuras para afirmar
que el don de la utilidad es otra manifestación de la soberanía de Dios. No
reside en el hombre tal facultad, sino en Dios. Podemos desplegar tanta
actividad como queramos, pero sólo en Él está la virtud de hacernos
útiles. Izaremos todas nuestras velas cuando el viento sople, pero no nos
es dado el poder levantar ni la más ligera brisa.

Vemos también la soberanía Divina en la diversidad de los dones


ministeriales. Hay ministros cuya predicación es como mesa servida con
ricos y abundantes manjares, mentiras que otros no tienen suficiente para
dar de comer a un ratón; siempre que hablan es para censurar y no para
alimentar a los hijos de Dios. Hay otros que pueden ofrecer gran
consuelo, pero son incapaces de reprender a los que caen; no tienen la
suficiente fuerza de espíritu para dar unos cuantos azotes cariñosos que
tantas veces son necesarios. Y, ¿cuál es la razón? La soberanía de Dios.
Hay algunos, también, que son la antítesis de lo anterior: manejan
magníficamente el martillo, pero no saben curar un corazón quebrantado,
y si intentaran hacerlo, su efecto sería tan deplorable que os imaginaríais
a un elefante tratando de ensartar una aguja. Son buenos para reprender,
pero inútiles para aplicar aceite y vino a una conciencia abrasada. ¿Por
qué? Porque Dios no les ha dado ese don. Asimismo los hay que sólo
predican teología experimental, y muy pocas veces sobre temas
doctrinales. Otros son todo doctrina y hablan poco de Cristo crucificado.
¿Por qué, de nuevo? Dios no les ha dado el don de doctrina. Otros -como
los de la escuela Hawker- sólo predican a Jesús -¡bendito Jesús!-, y hay
quienes se quejan porque no hablan de los problemas de la vida cristiana,
porque no entran en detalles sobre la corrupción que experimentan y
aflige a los hijos de Dios. Pero no les censuréis por eso. Habréis reparado
como de la misma persona unas veces brotan chorros de agua de vida, y
otras no podría estar más seco. Por esto, un domingo os marcháis llenos y
gozosos, y al siguiente vacíos e indiferentes. Debemos aprender a
reconocer y a admirar la mano poderosa de la soberanía de Dios obrando
en todo ello. Predicando a una gran muchedumbre, la semana pasada,
ocurrió que, en cierto momento de la predicación, la emoción nos
embargó a todos y sentí como el poder de Dios estaba con nosotros. Una
pobre criatura, movida por el horror de la ira de Dios contra el pecado,
clamaba a voz en grito sin poderse reprimir. Aquellas mismas palabras
podrán ser pronunciadas de nuevo, con el mismo deseo en el corazón del
predicador, y no producir ningún efecto. En las dos ocasiones, pues,
debemos atribuirlo a la soberanía divina. La mano de Dios está en todo.
¿Os habéis percatado de que la generación actual es la más impía que
haya pisado la tierra? Yo al menos así lo creo. Cuando en tiempos de
nuestros padres caía un fuerte aguacero, decían que era Dios quien lo
mandaba; oraban pidiendo la lluvia, o el sol, o la bondad de la cosecha;
oraban por los pajares cuando se incendiaban, y oraban cuando el hambre
azotaba la tierra; nuestros antepasados decían: El Señor lo ha querido.
Pero ahora, nuestros filósofos tratan de explicarlo todo, atribuyendo
cuantos fenómenos ocurren a causas secundarias. Mas nosotros,
hermanos, pensamos que el origen y dirección de todas las cosas
pertenecen al Señor y sólo al Señor.

V. Finalmente consideraremos que los DONES CONSOLADORES son


de Dios. Cuán reconfortantes son las dádivas que hacen que nos gocemos
con las ordenanzas del culto y con un ministerio provechoso. Pero,
¿cuántas iglesias hay que no lo tienen, y por qué nosotros sí? Porque Dios
ha hecho la diferencia. Algunos tenéis una fe firme y podéis sonreír ante
la adversidad; podéis cantar en todo tiempo, tanto en la tempestad como
en la calma. Sin embargo, hay otros con una fe tan flaca que están en
peligro de derrumbarse al menor soplo del viento. Unos nacen con un
carácter melancólico y, aun en la calma, ven señales de borrasca; otros
son de temperamento más alegre y, aunque las nubes sean negras, en cada
una de ellas ven una cinta de plata, y son felices. Pero, ¿por qué es esto?
Porque los dones consoladores vienen de Dios. Podéis observar que
nosotros mismos somos diferentes en determinados momentos de nuestra
vida. ¿Por qué ha habido épocas en que hemos podido tener un bendito
contacto con el cielo, y nos ha sido permitido el mirar más allá del velo?
Y otras veces, sin embargo, ese delicioso placer desaparece
repentinamente. ¿Murmuramos por ello? ¿No le es lícito a Él hacer lo que
quiere con lo suyo? ¿No puede quitar lo que antes había dado? El
consuelo que nosotros tenemos era suyo antes que nuestro.

"Y aunque te lo llevaras

Yo jamás me quejaría;

Que antes que me lo dieras.

Sólo Tú lo poseías."

No hay gozo del Espíritu, ni bendita esperanza, ni fe fuerte, ni deseo


ardiente, ni comunión íntima con Cristo que no sea una dádiva de Dios y
que no provenga de Él. Cuando esté en tinieblas y sufra contrariedades,
alzaré mis ojos y diré: Él da canciones en la noche; y cuando tenga que
gozarme, diré: Mi monte permanecerá para siempre. El Señor es el
soberano Jehová, y por tanto, postrado a sus pies estoy, y si perezco
pereceré allí.

Pero permitid que os diga, queridos hermanos, que esta doctrina de la


soberanía divina, lejos de hacer que os sentéis perezosamente, espero que,
con la ayuda de Dios, os humille y os lleve a exclamar: "Indigno soy de la
más pequeña de todas tus mercedes, y reconozco que tienes derecho a
hacer conmigo lo que quieras. Si me aplastas como a un vil gusano, no
serás afrentado; no tengo derecho a pedirte que tengas compasión de mí;
sólo te ruego que me mires según tu misericordia. Señor, si quieres
puedes perdonarme, y jamás diste tu gracia a alguien que la deseara más
ardientemente. Lléname del pan del cielo, porque estoy vacío; vísteme de
tus ropajes, porque estoy desnudo; dame vida, porque estoy muerto". Si
elevas esta plegaria con toda tu alma y con toda tu mente, aunque Jehová
es soberano, extenderá su cetro y salvará, y vivirás para adorarle en la
hermosura de la santidad, amando y bendiciendo su bondadosa soberanía.
"El que creyere", es la declaración de la Escritura, y fuere bautizado, será
salvo; mas el que no creyere será condenado." El que creyere en Cristo
únicamente y fuere bautizado con agua en el nombre del Padre, del Hijo y
del Espíritu Santo, será salvo; pero el que rechaza a Cristo y no cree en
El, será condenado. Éste es el decreto soberano y la proclamación
celestial; inclínate a él, reconócelo, obedécele, y Dios te bendiga.

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