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TEMA 12: ORIGEN Y LEGITIMIDAD DEL PODER POLÍTICO.

1.- Poder político y legitimidad.


Por poder político entendemos la autoridad encargada de hacer que se cumplan las
leyes. Si suponemos que no puede existir una sociedad que carezca de leyes para
regular la convivencia de las personas, y que, en muchos casos obedecemos la ley
por temor al castigo, entonces hemos de concluir que no puede existir sociedad en
la que no haya poder político.
A lo largo de la historia ha habido diversas formas de entender el poder político que
resumimos en dos: los absolutismos que otorgan a la autoridad política todos los
poderes – legislativo, ejecutivo y judicial-, los absolutismos ha adoptado diversas
formas y nombres (faraones, emperadores, monarquía absoluta, nazismo, fascismo,
comunismo, teocracia, etc), en los absolutismos la voluntad del gobernante está por
encima de la ley y, por ello, prevalece la arbitrariedad de la autoridad. La otra forma
de poder es la se da en la democracia, en ella el poder está repartido entre diversas
instituciones, y al poder político le corresponde el de ejecutar las leyes, que el poder
legislativo hace y el judicial, juzga. En la democracia la ley prevalece sobre el
gobernante y, por ello, prevalece el imperio de la ley.

La palabra legitimidad posee diversos significados que a continuación trataremos de


concretar:
- Con la palabra “legitimidad” podemos referirnos al fundamento en el que se
apoya el poder político: ¿de dónde le viene al que manda el poder para mandar?
¿por qué hay que obedecer al que manda?
- También podemos referirnos al modo en que la persona que posee la autoridad
ha llegado a adquirirla: ¿qué procedimientos permiten que unas personas se
conviertan en autoridades y posean poder para mandar?. Será legítima aquella
autoridad que ha llegado al poder por un procedimiento que se considera
adecuado.
- Otro sentido de la palabra “legitimidad” es el que hace referencia al ejercicio
mismo del poder, a las leyes que dicta la autoridad. El que manda, ¿puede
mandar cualquier cosa?. En este sentido suele decirse que una ley es legítima si
es justa.
2) El origen del poder.
2.1 El origen divino del poder político.
A lo largo de la historia, y en muchas culturas, ha sido, y sigue siendo frecuente,
legitimar la autoridad afirmando que el poder viene de Dios. Son los dioses, o el
Dios único en las culturas con religiones monoteístas, quienes conceden a una
persona o grupo de personas, el poder para ejercer el poder en su nombre. De
esta manera los que dirigen la sociedad, los “jefes” poseen “algo” que les diferencia
del resto de los hombres, poseen un “poder”, otorgado por los dioses, que hace que
obedecerles o desobedecerles sea en el fondo obedecer o desobedecer a la
divinidad.
En muchos pueblos primitivos y en los grandes Imperios de la antigüedad (en
China, Egipto, Mesopotamia, también entre los mayas y los aztecas…) los reyes
tenían una estrecha vinculación con los dioses y en ocasiones se atribuían
cualidades divinas, llegando incluso a proclamar, como en el caso de los faraones
egipcios, que ellos mismos eran dioses. Su vinculación con la divinidad era tan
fuerte que, en algunos pueblos, se pensaba que su poder les permitía no sólo mandar
a los seres humanos, sino a las fuerzas mismas de la naturaleza.
Esta forma de legitimar el poder (teocracia) es la que ha mantenido el cristianismo
durante muchos siglos y sigue vigente en algunos países islámicos.

2.1.1. El origen del poder político en el cristianismo.


A partir de las últimas décadas del siglo IV- cuando el cristianismo deja de ser
perseguido y se convierte en religión oficial en el Imperio Romano– y durante toda
la Edad Media, los pensadores cristianos defendían claramente que el poder de los
gobernantes procedía de Dios. Se apoyaban para ello en varios pasajes del
Antiguo Testamento. Por ejemplo, en el libro de los Proverbios (8, 15-16) se dice:
“por mí gobiernan los reyes…, por mí mandan los príncipes y gobiernan los
poderosos de la tierra”. Y en el libro de la Sabiduría (6, 3-4) : “Escuchad vosotros
los que imperáis sobre las naciones… porque el poder os fue dado por Dios y la
soberanía por el Altísimo”. También en el Nuevo Testamento hay varios pasajes
que señalan en la misma dirección, y acaso el más claro es aquel en que Jesús
contesta al procurador romano Poncio Pilato que intenta juzgarle: “No tendrías
ningún poder sobre mí si no te hubiera sido dado de lo alto” (Juan , 19, 11).
Los pensadores cristianos también defendían que el poder estaba dividido, por
voluntad de Dios, en dos grandes brazos: El espiritual y el temporal. La autoridad
sobre los asuntos espirituales pertenecía a la Iglesia, a cuya cabeza se encontraba el
Papa; y la autoridad sobre los asuntos temporales era ejercida por el rey. Tanto el
Papa como el rey recibían de Dios el poder para mandar, y obedecerles era obedecer
a Dios.
Pero esta dualidad de poderes planteó desde el principio el problema de la relación
entre ambos poderes. ¿Era alguno de ellos superior al otro? ¿Estaba el Papa
sometido al rey o viceversa? Además, y puesto que ambos poderes se ejercían sobre
las mismas personas ¿qué debían hacer éstas en caso e colisión, en caso de que lo
mandado por uno fuera opuesto o diferente a lo mandado por el otro?
Agustín de Hipona, el pensador cristiano más importante del siglo V, trató este
tema en su obra La Ciudad de Dios, y en ella se subordinaba el poder civil al poder
religioso. Por supuesto que los creyentes habían de respetar las leyes de la sociedad
civil (obedecer al rey); pero, al mismo tiempo, afirmaba que la autoridad civil debía
someterse a los mandatos de la Iglesia al dictar las leyes ya que, “la verdadera
justicia reside sólo en la nación cuyo fundador y gobernante es Cristo”.
La afirmación de que las autoridades civiles debían estar sometidas a los
mandamientos de la Iglesia al legislar dio origen a lo que se conoce con el nombre
de agustinismo político, aunque no se encuentre directamente en los escritos de san
Agustín, sino en los Papas Gelasio (+ 496) y Gregorio Magno (+ 604), quien
afirmaba que:” El reino terrenal está al servicio del reino de los cielos”. Esta fue la
postura más extendida entre los pensadores cristianos a lo largo de toda la Edad
Media. El agustinismo político identificó a la Iglesia con la “ciudad de Dios” y la
convirtió en una institución política y administrativa gobernada por una persona con
poderes absolutos que recibía de Dios. Esta persona, el Papa, poseía lo que se
denominó en la época la plenitudo potestatis, la totalidad del poder sobre todas las
Iglesias, sobre todos los cristianos, e incluso sobre los Reyes que recibían de él el
permiso para gobernar en su nombre.
Carlomagno (siglo VIII), al construir el Imperio Cristiano, se atribuía su dirección,
y relegaba al Papa a tareas auxiliares. A su muerte, sus herederos, débiles y
divididos, pierden una parte de su poder en provecho de los obispos y éstos, lo
ceden al Papa, único beneficiario, en ultimo término de la obra de Carlomagno.
En el siglo XI el poder del Papado se encuentra muy debilitado (lucha de las
investiduras). Gregorio VII – el monje Hildebrando- acomete la reforma en 1073, y
en 1075 publica los Dictatus Papae: primacía del Papa en la Iglesia, poder de
deponer a los emperadores y de eximir a los súbditos de la fidelidad a los reyes (en
1076 es excomulgado y depuesto y depuesto Enrique IV). Gregorio VII afirma que
“la dignidad sacerdotal está por encima de la dignidad real”.
Bernardo de Claraval (1090-1153) formula la “teoría de las dos espadas”: “La
espada espiritual y la espada material pertenecen a la Iglesia; pero ésta debe
empuñarse para la Iglesia, y aquella por la Iglesia; una está en manos del sacerdote;
la otra, en manos del soldado, pero a las órdenes del sacerdote y bajo mando del
Emperador. Inocencio IV y Bonifacio VIII (1294-1303), defienden esta teoría en su
forma estricta.

En el siglo XIV la alianza entre la “cruz” y la “espada”, entendida de esta manera,


comenzó a hacer crisis con en Cisma de Avignon y la situación cambió
radicalmente en el siglo XVI al cobrar fuerza el nacimiento de los estados
nacionales e iniciarse el Absolutismo. Los reyes de los diversos estados nacionales
no sólo tendieron a asumir la totalidad del poder temporal, sino que también
pretendieron convertirse en cabeza de las iglesias nacionales. En las monarquías que
siguieron fieles a Roma se incremento la injerencia del soberano en los asuntos
eclesiásticos, aunque nunca llegó a afirmarse por completo, mientras que en los
países en los que triunfó la Reforma se crearon iglesias nacionales, encabezadas por
los monarcas correspondientes. En estos países la afirmación de que la autoridad
poseía un origen divino – que había sido apoyada decididamente tanto por Lutero
como por Calvino- fue aceptada de buen grado y se transformó en la teoría del
origen divino del poder real, que sirvió a los monarcas de la época para sustituir el
poder de la Iglesia romana por el suyo propio.
En el siglo XVII se rompe esta tendencia con los autores contractualistas que
afirman que el origen del poder político esta en los propios individuos como luego
veremos.
Asumiendo esta nueva perspectiva, el Concilio Vaticano II (1962-1965) convocado
por Juan XXIII y finalizado por Pablo VI, en uno de sus documentos titulado
Gaudium et Spes, en el número 74 dice: “Es, pues, evidente que la comunidad
política y la autoridad pública se fundan en la naturaleza humana y, por lo mismo,
pertenecen al orden previsto por Dios, aun cuando la determinación del régimen
político y la designación de los gobernantes se dejen a la libre designación de los
ciudadanos”. Pero posiblemente lo más importante de este documento sea la
separación que estableció entre la Iglesia y el Estado, a los que calificó de
“comunidades” independientes y autónomas. En concretó afirmó en el número 76:
“La comunidad política y la Iglesia son independientes y autónomas, cada una en
su propio terreno” No obstante, esta separación de poderes –como siempre que la
han mantenido los pensadores cristianos desde Agustín de Hipona- es una
afirmación matizada, puesto que se señala a continuación que los ciudadanos están
obligados a obedecer en conciencia a la autoridad cuando ésta legisle “dentro de los
límites del orden moral para procurar el bien común”, y la Iglesia puede “dar su
juicio moral, incluso sobre materias referentes al orden político, cuando lo exijan
los derechos fundamentales de las personas o la salvación de las almas”.

En esta misma dirección se encuentran las afirmaciones de Benedicto XVI en su


primera encíclica Deus caritas est: “El orden justo de la sociedad y del Estado es
una tarea principal de la política. La Iglesia no puede ni debe emprender por
cuenta propia la empresa política de realizar la sociedad más justa posible. No
puede ni debe sustituir al Estado: pero tampoco debe quedarse al margen de la
lucha por la justicia. Debe insertarse en ella a través de la argumentación racional
y debe despertar las fuerzas espirituales, sin las cuales la justicia, que siempre
exige renuncias, no puede afirmarse ni prosperar. La sociedad justa no puede ser
obra de la Iglesia, sino de la política. No obstante, le interesa sobremanera
trabajar por la justicia esforzándose por abrir la inteligencia y la voluntad a las
exigencias del bien”.

2.1.2. El origen del poder político en el Islam


El Islam, por lo menos en sus interpretaciones más fundamentalistas, también
defiende la teocracia: el poder político procede de Dios y el gobernante dirige la
sociedad en su nombre. Se basa para ello en el único versículo del Corán que hace
referencia al tema del poder y que dice: “obedeced a dios, a su enviado y a los que
ejercen la autoridad”.
La Constitución de Irán dice en el artículo 56: “La soberanía absoluta sobre el
hombre y el universo pertenece a dios y es Él quien hace al hombre soberano sobre
su destino social. Nadie puede privar al ser humano de este derecho divino ni
ejercerlo para beneficio de un individuo o de un grupo específico, pues el pueblo
ejerce este derecho otorgado por Dios”. El manantial de donde fluye la soberanía
no es, pues, el pueblo, sinop Dios que lo delega en los hombres para su ejercicio en
la tierra.
Pero para el Islam – y éste es el aspecto más destacado de su doctrina y en el que,
por lo menos en teoría, se diferencia más del cristianismo- no es sólo el poder de la
autoridad el que proviene de Dios, sino que también proviene de Él la ley bajo la
que tienen que vivir los hombres, ley que está revelada en el Corán.
En dicha ley (Sharia) se encuentra la guía que han de seguir tanto las personas
individuales, como las leyes que promulgue el gobierno. El ideal de sociedad
islámico exige la integración de la religión en la esfera de lo político. El ejercicio
del poder político sólo se justifica y posee valor cuando es un instrumento para
aplicar la ley islámica y para establecer el orden justo del Islam.
El pueblo puede participar en la elección de las personas que van a gobernar, pero
las leyes que dicte dicho gobierno han de ajustarse a lo que dice el Corán. Alá es el
único poder legislativo. Esta idea está recogida en el artículo 4 de la Constitución
iraní, cuando afirma: “todo lo civil, penal, financiero, económico, administrativo y
cultural, debe estar basado en la ley islámica”. También el poder judicial ha de
formarse y actuar de acuerdo con la ley islámica, como recuerda la misma
Constitución en el artículo 61.

2.2. El pueblo como origen del poder político.


En la actualidad la forma más extendida de legitimar y explicar el origen del poder
– al menos en la cultura occidental- es que el poder de los gobernantes procede
del pueblo que los elige. El pueblo es el único soberano y en él reside el poder.
Esta forma de entender el origen del poder recibe el nombre de democracia.
La democracia apareció por primera vez en la historia en el siglo V a.C en Atenas,
pero duró sólo un siglo y no se ha vuelto a repetir hasta ya entrado el siglo XVII en
algunos países como Inglaterra y Holanda. De todas formas, no ha sido hasta finales
del siglo XIX, tras varias revoluciones y revueltas en Europa y EE.UU, cuando se
ha abierto camino en estos continentes la idea de vivir en regímenes democráticos.
Son varios los factores que pueden explicar por qué en el mundo moderno resurge
la idea de que el poder es del pueblo y que el pueblo es el único soberano.
En primer lugar, la nueva concepción del ser humano que comienza a gestarse a
partir del Renacimiento y que se conoce con el nombre de humanismo. Lo
característico de esta nueva concepción es la revalorización que se hace del hombre,
de su razón y de su libertad. Si en el mundo medieval Dios era el centro alrededor
del cual giraba todo el universo, a partir del siglo XVI fue el ser humano el que
comenzó a convertirse en protagonista. Consecuentemente ya no se podía basar el
orden político en Dios como había ocurrido durante la Edad Media o como seguía
ocurriendo en las monarquías absolutas. La nueva ciencia y la Reforma protestante
tuvieron mucho que ver con esta nueva visión del ser humano.
Pero, sobre todo, fue la irrupción de la burguesía en la vida política la que
influyó en el resurgir de la idea de que el pueblo es el único soberano. Los
burgueses que se habían ido haciendo en los siglos anteriores con el poder
económico y que, poco a poco, habían ido adquiriendo un gran prestigio social,
lucharon en los siglos XVII y XVIII por obtener también el poder político con el fin
de crear las condiciones que les permitieran mayor libertad económica. Por eso
defendieron que eran ellos, el pueblo, los ciudadanos, quienes tenían que elegir a los
gobernantes

2.2.1. El contractualismo.
Se llama contractualismo a aquella teoría que afirma que la sociedad (la
convivencia regida por unas leyes y por una autoridad, en este sentido también
puede denominarse Estado porque nos estamos refiriendo al origen de la autoridad)
surge por un contrato o pacto y no es algo natural, como se había pensado hasta
ahora por la influencia de Aristóteles y Stº Tomás.
Antes de dicho pacto o contrato, los hombres vivían en lo que los contractualistas
llaman “estado de naturaleza”.
Con ambos conceptos: “contrato social” y “estado de naturaleza”, los autores
contractualistas no se están refiriendo a hechos históricos, sino que los utilizan
como instrumentos metodológicos para poder explicar que el origen del poder está
en el pueblo.
Por lo tanto, con “el contrato social” no se está afirmando que el hombre no es
social por naturaleza y que puede realizarse como tal al margen de la sociedad, no
se está contradiciendo a Aristóteles. Lo mismo ocurre con “el estado de naturaleza”,
es una ficción y no se corresponde con ningún hecho real. Rousseau al hablar del
“estado de naturaleza” dice: “es un estado que ya no existe, que quizás nunca haya
existido…, pero del que es necesario hacernos ideas adecuadas para juzgar bien
acerca de nuestro estado presente”. Kant, de manera más clara, afirma que tanto:
“el estado de naturaleza como el contrato social son ficciones metodológicas”.

Preguntas:
¿Qué es el “estado de naturaleza” y el “contrato social”?

¿Por qué se dice que son “ficciones metodológicas”?

¿Qué finalidad se persigue con ellas?

3) El acceso al poder y el ejercicio del mismo


Max Weber, en un texto que se ha hecho famoso, habla de que a lo largo de la
historia han existido tres maneras diferentes de legitimar el poder; aunque el autor
se refiere a la legitimidad en general, resulta muy adecuado para explicar los
diferentes modos que se ha dado en la historia de acceder al poder legítimamente.
Al margen de ellos sólo ha existido la conquista del poder por la fuerza.
En primer lugar, la legitimidad tradicional, la que llama del “eterno ayer”; basada
en la costumbre, en una costumbre muy antigua, de la que ni siquiera se recuerda el
origen en muchas ocasiones, pero que se respeta. En este tipo de legitimidad se
integran prejuicios, soluciones prácticas, experiencias positivas del pasado, etc. es la
legitimidad que se da en las sociedades patriarcales y en los regímenes monárquicos
no constitucionales.
Esta forma de legitimar el acceso al poder ha sido la mayoritaria en Europa a lo
largo de su historia, en concreto hasta la Revolución francesa, y ha estado casi
siempre vinculada a la concepción del origen divino del poder. Era Dios el que
había concedido a la familia del rey, y por tanto a sus herederos, el poder para
mandar a un determinado pueblo en su nombre.

En segundo lugar, la carismática. Es la legitimidad que produce el “carisma” de


una persona, la “autoridad de la gracia personal y extraordinaria” , que provoca
una confianza grande en sus capacidades y, por lo mismo, una entrega total a su
persona y a sus proyectos. Esta autoridad es la que ostentan los jefes guerreros
elegidos, los gobernantes plebiscitarios, los grandes demagogos y, también, en
ocasiones, los jefes de los partidos políticos. Esto conduce muchas veces a excesos
de personalismo y de culto a la personalidad de los líderes políticos.
Esta forma de legitimar el acceso al poder fue seguida, por ejemplo, por los pueblos
germanos hasta que se instalaron en el Imperio Romano, y también por este Imperio
en varios momentos de su historia. Suele ser muy frecuente en las revoluciones; los
que se ponen al frente de ellas poseen normalmente este tipo de autoridad. En
muchas ocasiones, sobre todo en el pasado, han estado también unidas a la
concepción del origen divino del poder.

Y, por último, la legal racional. Es la manera que caracteriza a las sociedades


democráticas. La legitimidad para llegar al poder la determinan las leyes
establecidas por los representantes del pueblo. Si el poder reside en el pueblo, sólo
poseerá el poder legítimamente quien el pueblo decida, y el pueblo decide votando a
unos representantes para que elijan a la autoridad.
En este tipo de legitimaciones, la autoridad honesta vinculada a una sola persona,
como en las anteriores, sino a varias, cuyas competencias están determinadas por las
leyes. Las elecciones, por sí solas, no crean sistemas democráticos. Las elecciones
son una condición necesaria, pero no suficiente, para la instauración de regímenes
políticos democráticos. Además son necesarias constituciones que establezcan
frenos y contrapesos para el ejercicio de la autoridad, y una clara separación entre
los poderes del Estado.
La legitimidad legal racional es la única compatible con la idea de que el poder es
del pueblo, lo que no quiere decir que en los sistemas democráticos no haya restos
de la legitimación tradicional o de la carismática. Hay países, por ejemplo España,
en los que el papel de Jefe del Estado lo ostenta el rey y, cuando deje de serlo,
pasará a sus herederos, pero hay que tener en cuenta que la autoridad que posee el
Rey no le viene de su padre, como ocurría en la legitimación tradicional, sino de la
ley aprobada por el pueblo. En la Constitución Española, también en la de otros
países, se ha establecido que sea ése el camino para llegar a ser Jefe del Estado. En
cuanto al carisma de las personas, su capacidad para despertar confianza y
adhesiones, es claro que posee un gran papel a la hora de determinar la orientación
del voto de los electores.

4.- El ejercicio legítimo del poder


Una de las características fundamentales del Estado a partir del mundo moderno es
el monopolio del poder coercitivo y de la violencia. Es Estado posee el poder de
regular mediante normas la conducta de los que pertenecen a él y, al mismo tiempo,
de imponer coactivamente el cumplimiento de esas normas. Para que este poder sea
aceptado es necesario no sólo que los componentes de esa sociedad reconozcan la
legitimidad de las autoridades, sino también que estén convencidos de que las leyes
que dictan son justas, que buscan el bien del conjunto de la sociedad. Unas
autoridades poseen legitimidad de ejercicio cuando la ciudadanía considera que
legislan con justicia. M Weber afirmaba que “un orden político posee legitimidad
cuando la ciudadanía lo reconoce como justo”.
Esta posición, que a primera vista parece sencilla, se complica enormemente en las
sociedades democráticas actuales, sobre todo en aquellas que tienden al
bipartidismo. Cuando esto ocurre, la mayor parte de las leyes que está en el poder
son criticadas por el partido mayoritario de la oposición, labor que es deseable e
incluso necesaria. Pero, en ocasiones, esas críticas llegan al extremo de afirmar que
son leyes que “atentan contra la Constitución”, y son por tanto “injustas”, “que
destruyen la nación”… Como, además, en las sociedades actuales los medios de
comunicación no se caracterizan en general por su independencia y suelen estar
alineados con los partidos políticos, las actuaciones de los gobiernos son ensalzadas
por los medios afines a él y vituperadas por los afines a la oposición. ¿Se puede
afirmar, entonces, en la dirección de la frase de Max Weber, que un gobierno posee
legitimidad de ejercicio cuando la mitad de la sociedad considera que legisla con
justicia y la otra mitad no?
Como esta situación parece muy difícil que pueda cambiar, por lo menos en algunos
países, posiblemente haya que olvidarse del “reconocimiento de la ciudadanía”
como criterio para determinar la legitimidad en el ejercicio del poder político,
aunque sería el ideal, y situarlo en el hecho de que sus leyes sean justas. Un
gobierno poseerá legitimidad de ejercicio cuando su actuación y las leyes que
promueva sean justas.
¿Y cuándo se puede decir que unas leyes son justas? En los estados democráticos
actuales, que son todos ellos estados constitucionales, las leyes son justas cuando se
han aprobado en el Parlamento , que es el poder legislativo, y están de acuerdo con
la Constitución, que es la ley suprema por la que el país ha decidido regirse.
Además, se requiere, para que las leyes sean justas, que la Constitución, además de
ser democrática, respete la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
Cuando se cumplen estas tres condiciones, las leyes son “justas”, la autoridad está
legislando legítimamente, y no se puede recurrir, como se hace en ocasiones desde
determinadas instancias no excesivamente democráticas, a hablar de la
“imposición” de las “mayorías” –siempre, por cierto, se recurre a la Alemania de
Hitler para avalar esta crítica-, puesto que no se trata sólo de la imposición de una
“mayoría”. La Declaración Universal de los Derechos Humanos proporciona
“universalidad” a las constituciones que está de acuerdo con sus principios.

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