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“LA MUERTE”
Emprender el viaje a las profundas latitudes del alma: su génesis, trayectoria y fin; conlleva
significativos riesgos, riesgos que están representados en las filigranas de este labrado cuyas
líneas y marcas llevan las señales de la duda y la esperanza, signos de la provisionalidad de su
construcción. Por esa razón quiero, en primer lugar, agradecer la confianza del taller al
encomendarme esta tarea y así posibilitar este viaje el cual, en segundo lugar, los invita
fraternalmente a ser partícipes activos en su periplo.
La pregunta que interroga sobre la muerte es, a mi entender, una de los primeros signos que hace
al hombre diferente del resto de las especies. En un ignoto momento de nuestra particular historia,
aproximadamente hace 35 mil años, nuestra especie comenzó a enterrar y a honrar a sus muertos;
casi al mismo tiempo surgen las preguntas sobre el destino que le espera al animus (alma) –la
fuerza que animaba al cuerpo ahora yacente-.
Estas preguntas aun hoy después de milenios siguen suscitando profundas reflexiones,
investigaciones e interpretaciones. Las respuestas también se pueden contabilizar por millares y
de forma equivalente; pero, sin embargo son muy pocas las que consiguen perfilar una visión
integral de la muerte, de su esencialidad y existencia, pero también su destino, su permanencia y
de su trascendencia.
La evolución simbólica de la búsqueda humana: masónica y profana por encontrar la clave del
significado de la muerte puede dividirse genéricamente en tres grandes etapas. En la primera
exploraremos la mitología y el simbolismo asociado a la búsqueda de la inmortalidad que
desarrollaron aquellas culturas y civilizaciones que son referentes permanentes en nuestra
especulación filosófica. La segunda indaga sobre enseñanzas planteadas por nuestra Orden, las
cuales por su carácter ecléctico son múltiples y diversas en su interpretación y la tercera pretende
sintetizar tradición con especulación, simbolismo con empirismo para así proponer una visión
personal pero iniciática sobre la misma.
Se cambia de ideas como se cambia de corbatas; pues toda idea, todo criterio viene de lo exterior,
de las configuraciones y de los accidentes del tiempo. Pero hay algo que viene de nosotros
mismos, que es nosotros mismos, una realidad invisible, pero interiormente verificable, una
presencia insólita y de siempre, que puede concebirse en todo instante y que no nos atrevemos
jamás a admitir, y que no tiene actualidad más que antes de su consumación: es la muerte, el
verdadero criterio…..Y es ella, la más íntima dimensión de todos los vivientes. Cada uno es su
sentimiento de la muerte.
Debo confesar que cuando supe la naturaleza del tema planteado, recordé inmediatamente que
durante muchos años me había dedicado filosóficamente al estudio y reflexión sobre este
Absoluto de la existencia humana. Esa primera aproximación filosófica me condujo casi
naturalmente hacia el estoicismo clásico, y dentro de esa filosofía, en especial hacia Séneca quien
para mí representaba la quintaesencia de la Sabiduría. Un patricio romano de origen español, que
dada su riqueza y conocimiento ocupaba un puesto privilegiado dentro del Imperio. Sin embargo
a pesar de su condición de privilegio, demostró que ideas y acción podían conjugarse
ejemplarmente. Como buen estoico menospreciaba los placeres sensuales que la época imponía;
al mismo tiempo minusvaloraba el poder político y el aparente prestigio que de él irradiaba. Pero
donde lo descubrimos íntegro e inmortal por eso, es precisamente en el momento de su muerte.
Su pupilo y amigo: el emperador Nerón, en un arranque de ira le ordenó que se suicidara. Como
era de esperar y con la misma disposición, al igual que Sócrates cuatro siglos antes, miró de frente
a la muerte y la acogió como una compañera vieja y muy conocida. Interpretando sus escritos
acerca de la muerte podríamos inferir que sabía que la muerte es la desdicha pero la conciencia
de la muerte es dignidad.
Pero, al iniciar este labrado hice una temeraria afirmación: la profundidad de la muerte y la
complejidad de su entendimiento exige una navegación hacia abismos aún más ocultos y quizás
más peligrosos. Parafraseando a Nietzsche: ¿quieres buscar el camino que lleva a ti mismo? El
que busca se pierde fácilmente a sí mismo….El enemigo peor que puedes encontrar serás siempre
tú mismo. ..Es menester que quieras consumirte en tu propia llama… ¿Cómo querrías renovarte
sin reducirte ante todo a cenizas?
Pascal dijo que la diferencia entre el hombre y el universo es que el primero sabe que el mundo
va a matarle, y el segundo nada sabe de su propia eternidad. Sabemos que nos espera la muerte,
pero somos incapaces de comprenderla, o incluso, como escribió Susan Sontag, ni tan siquiera
imaginarla. Contra el peso ominoso de esa sombra, que representa el símbolo decisivo de nuestro
destino, los seres humanos hemos construido la complejidad de nuestras vidas llenas de inventos
materiales y mentales (cuentos, ritos, tabúes) cuyo objetivo a menudo no es otro que el de
aliviarnos o distraernos de la certeza de nuestro final
La filosofía renegó de lo mítico, pretendiendo poder acceder a un conocimiento más profundo del
hombre y del mundo. Pero, al problematizar la pregunta por el hombre, centró su reflexión en
investigar una supuesta esencia profunda y universal. Apareció así la pregunta por “qué” es el
hombre, la pregunta por el ser, olvidando aquella triple cuestión –“quién”, “cómo” y “dónde”- por la
que debía pasar cualquier reflexión para el pensamiento mítico.
Buscamos la inmortalidad a cualquier precio. Remedios reales para conseguirla no hay ninguno,
pero simbólicos los hay de muchos tipos. Las concepciones filosóficas y religiosas han optado
por la idea de que será nuestra alma, esa entidad inefable en la que se halla depositada nuestra
esencia, la que sobrevivirá al cuerpo cuando éste muera. El problema de la muerte, según este
enfoque equivaldría, por tanto, al de la supervivencia de esa alma después de ese hecho.
En función de lo que le suceda a esa entidad inefable que denominamos alma una vez el cuerpo
ha muerto, la inmortalidad espiritual distingue varias posibilidades.
Podemos incluso ampliar esa concepción considerada como materialista de la muerte; en Política
para Amador, Fernando Savater se pregunta por qué el ser humano necesita vivir de una forma
tan complicada, por qué no puede contentarse con comer, aparearse y descansar, y, impulsado por
una especie de inquietud que los demás seres no sienten, opta por una búsqueda incesante de
estímulos. La vida es tan compleja porque siempre estamos inventando gestos contra la muerte,
responde Savater. Todas las sociedades, incluso las más primitivas, están llenas de inventos cuyo
fin último es aliviarnos de esa certeza: rituales, tabúes, mitos, leyendas, ceremonias, bailes…
Algunos de esos remedios, los religiosos, los hemos visto más arriba: creencia en la vi da más allá
de la muerte, inmortalidad del alma, rencarnación o trasmigración, etc. Otro tipo de remedios, los
sociales, sirven para contrarrestar lo que cada cual teme de la fatalidad mortal de una forma más
pragmática, y mientras se está vivo: si la muerte es soledad definitiva, inacción y olvido, la
sociedad brinda compañía permanente, ofrece mil tareas, fomenta la memoria y el culto al
antepasado, brinda la comunicación y las historias; si la muerte borra toda diferencia personal, la
sociedad posibilita que nos distingamos y seamos admirados; si la muerte es insensibilidad, la
sociedad potencia nuestros sentidos e intensifica las emociones. Las sociedades humanas, pues,
funcionan como máquinas de inmortalidad. Mientras estemos enchufadas a ellas, los individuos
parecemos recibir descargas que nos permiten combatir la amenaza de la muerte. El individuo
apuesta voluntariamente por lo que no muere, por aquello que colectivamente representa la
negación de la muerte.
De esta manera las tres preguntas filosóficas irresolubles sobre las que humanidad viene
interrogándose desde el principio de los tiempos, quienes somos, de dónde venimos y a dónde
vamos, se truecan aquí en tres interpelaciones más sencillas, por tres actitudes ante la vida, cuál
es mi deber para conmigo mismo, cuál es mi deber para con el resto de la Humanidad y cuál es
mi deber para con el Creador, por eso el ritual masónico no es una ceremonia, sino una vida que
vivir.
Respuestas contundentes, pero que sin embargo tienen una condición absoluta: ninguna
respuesta tiene significado si no la descubre uno mismo. Y es precisamente en este punto donde
el aprendizaje que nos condujo a este grado, enriquece la íntima reflexión y devela algunos de los
misterios asociados a la muerte.
La muerte, un instante real y contundente del ser humano traspasa la realidad para buscar una
permanencia. La necesidad de seguir presente es una constante, el irremediable enfrentamiento
del hombre con su destino, el cual descubre a partir del transcurso del tiempo y al confrontarse
con la muerte. La conciencia de la muerte nos hace madurar personalmente: todos los niños se
creen inmortales (los más inmaduros incluso piensan que son omnipotentes y que el mundo gira
a su alrededor), pero luego crecemos cuando descubrimos la totalidad de la muerte: fatalmente
necesaria, perpetuamente inminente, íntimamente intransferible.
La existencia misma es una constante despedida; sin que lo sepamos y sintamos, es un adiós que
no sabemos en qué momento llegará, pero que es necesario tenerlo presente: “...La vida y el
tiempo han llegado a su morada final, es fútil todo intento de retorno porque todo es irreparable,
vano. Tiempo y espacio se han quedado atrás, y no hay camino de regreso, Borges lo canta mejor:
La intuición de una trascendencia es sólo una de las posibilidades que nos ofrece el acto mismo
de morir. Otra, tal vez de mayor intensidad, es que al morir se revela el verdadero significado de
la vida. Por ello podríamos decir que “cualquier destino, por largo y complicado que sea consta
en realidad de un solo momento: momento en que el hombre sabe para siempre quién es”
Tiempo y muerte son elementos primeros que hacen al hombre; cuando la muerte acontece, el
tiempo llega a su fin. En ese momento, el hombre se encuentra a sí mismo. Toda esta meditación
acerca de la muerte, es ejemplo de cómo el iniciado en los misterios de la muerte logra rebasar
los límites que impone el tiempo (aunque sólo sea un instante), logra responder la ansiada
interrogante de qué es la muerte, a partir de ella misma; la clave se ha encontrado. La muerte es
la llave de la revelación del destino, de la vida misma.