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Yalom
Psicología y Literatura
IRVIN D.YALOM
Psicología y literatura
El viaje de la psicoterapia a la ficción
PAIDÓS
INTRODUCCIÓN
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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura
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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura
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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura
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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura
Capítulo 1
La literatura informa a la psicología
Estampas literarias
INTRODUCCIÓN∗
A lo largo de este volumen se utilizan bloques sombreados para indicar el nuevo
texto escrito que introduce y acompaña al material extractado que contiene.
Los números entre corchetes en las notas a pie de página remiten al número de la
nota anterior de ese mismo capítulo en que se encuentra la cita completa de una
referencia bibliográfica.
1
M. Heidegger, Being and Time, traducido por J. Macquarrie y E. Robinson, Nueva
York, Harper & Row, 1962, pág. 284 (trad. cast.: El ser y el tiempo, Madrid, FCE, 9a
ed., 1993).
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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura
Sé un hombre alegre
tómatelo con la moral alta y no gimas
pero de una cosa te quiero avisar por santa Ana
como ha de pasar conmigo, irás solo.
2
Everyman, en The Norton Anthology of English Literature, editado por M. Abrams y
otros, vol. 1, Nueva York, W. W. Norton, 1962, págs. 281-303. R. Bollendorf,
disertación doctoral inédita, Northern Illinois University, 1976.
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Psicología y Literatura
viaje en solitario.
Aislamiento. Si no aceptamos el aislamiento existencial,
tendemos a buscar consuelo en nuestras relaciones interpersonales.
Más que relacionarnos auténticamente, generosamente, utilizamos al
otro para una función. En este pasaje de Psicología existencialesta,
recurro a la obra de Lewis Carroll en mi discusión sobre sobre una de
tales funciones: utilizar al otro para confirmar nuestra existencia.
«Lo peor de estar solo, la idea que me saca de quicio, es que en
un momento como éste, puede que nadie en el mundo esté pensando
en mí». Así se expresaba un paciente en una sesión de grupo, un
paciente que había sido hospitalizado debido a un ataque de pánico
cuando se encontraba solo. Hubo un acuerdo instantáneo con
respecto a esta experiencia entre los demás miembros de este grupo
de terapia con pacientes hospitalizados. Uno de diecinueve años de
edad, que había sido hospitalizado por haberse cortado las venas
después de la ruptura de una relación romántica, dijo simplemente:
«¡Preferiría estar muerto a estar solo!». Otro dijo, «Cuando estoy solo,
es cuando oigo voces. ¡Quizá las voces que oigo son un modo de no
estar solo!», (una fascinante explicación fenomenológica de la
alucinación). Otra paciente que, en varias ocasiones, se había
mutilado, afirmaba que lo había hecho debido a su desesperación por
la relación tan insatisfactoria que mantenía con un hombre. Sin
embargo, no podía dejarlo porque sentía terror a estar sola. Cuando
le pregunté qué es lo que le aterrorizaba de la soledad, dijo con una
cruda y directa lucidez psicótica: «Cuando estoy sola no existo».
La misma dinámica habla por boca de los niños con sus
incesantes peticiones, «Mira, mira», «Mírame»: se requiere la
presencia del otro para hacer real la realidad. (Aquí, como en otro
lugar, cito la experiencia del niño como una manifestación anterior,
no como causa, de un conflicto subyacente.) Lewis Carroll expresó
maravillosamente en A través del espejo la cruda creencia,
mantenida por muchos pacientes, de que «Existo tan sólo en la
medida en que soy pensado». Alicia, Tweedledee, y Tweedledum se
encuentran durmiendo al Rey Rojo:
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—¡Ídem de ídem! —gritó Tweedledee.
Gritó esto tan alto que Alicia no pudo ayudar diciendo:
—¡Shh! Lo vas a despertar, me temo, si haces tanto ruido.
—Bien, de nada sirve tu charla sobre despertarle —dijo Tweedledum
—cuando tú eres tan sólo una de las cosas de su sueño. Tú sabes
muy bien que no eres real.
—¡Yo soy real! —dijo Alicia, y empezó a llorar.
—No te harás un poco más real a base de llorar —subrayó
Tweedledee—. No hay nada por lo que llorar.
—Si no fuera real —dijo Alicia riendo a través de sus lágrimas, tan
ridículo como parecía todo— No sería capaz de llorar.
—¿No creerás que ésas son lágrimas reales? —interrumpió
Tweedledum con un tono de gran desprecio. 3
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madre, incluso aunque fuera a arrepentirme amargamente de ello. En
efecto, especialmente por una aventura de diez minutos, e incluso
más, de estar seguro que no dejaría secuelas. 4
4
A. Camus, The Fall, Nueva York, Vintage Books, 1956, pág. 58 (trad. cast.: La
caída, Madrid, Alianza, 4ta. ed., 1998).
5
Ibid., pág. 68.
6
Ibid , pág. 63.
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L. Tolstoi, War and Peace, Nueva York, Modern Library, 1931, pág. 231 (trad. cast.:
Guerra y paz, Madrid, Alba, 1997).
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8
Ibid., pág. 245
9
J. P. Sartre, citado en R. Hepburn, «Questions about the Meaning of Life»,
Religious Studies 1, 1965, págs. 125-140.
10
J. P. Sartre, No Exit and Three Other Plays, Nueva York, Vintage Books, 1955 (trad.
cast.: Las moscas, Madrid, Alianza, 6a ed.)
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15
Ibid.
16
Ibid., pág. 105.
17
Ibid., pág. 108.
18
Ibid., págs. 121-22.
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Hacia nosotros mismos. Más allá del río y las montañas están
un Orestes y una Electra esperándonos y debemos recorrer nuestro
paciente camino hacia ellos.20
Y así, Sartre —el mismo Sartre que dijo que «el hombre es una
pasión fútil», y que «es un sinsentido el haber nacido; es un
sinsentido que muramos»— llegó a una posición en la ficción valora
claramente la búsqueda de significado, e incluso sugiere los caminos
que hay que seguir en esa búsqueda. Estos incluyen encontrar un
«hogar» y compañerismo en el mundo, acción, libertad, rebelión
contra la opresión, ocuparse de los demás, tolerancia,
autorrealización, y compromiso, siempre y por encima de todo,
compromiso.
¿Y por qué hay significados que alcanzar? Sobre esa cuestión
Sartre guarda el más absoluto silencio. Ciertamente, los significados
no son establecidos por orden divina; no existen «ahí fuera», porque
no hay Dios, y nada existe «ahí fuera» al margen del hombre. Orestes
simplemente dice, «Yo quiero pertenecer», o «Es justo» servir a los
demás, devolver la dignidad al hombre, o abrazar la libertad; o cada
hombre «debe» encontrar su propio camino, debe viajar hacia el
Orestes plenamente realizado que le espera. Los términos «querer» o
«es justo» o «debe» son puramente arbitrarios y no constituyen una
base firme para la conducta humana; aunque parecen ser los mejores
argumentos que Sartre pudo reunir. Parece estar de acuerdo con la
posición pragmática de Thomas Mann: «Ya sea así o no lo sea, sería
bueno para el hombre comportarse como si así fuera».
Lo que es importante tanto para Sartre como para Camus es
que los seres humanos reconozcan que uno debe inventar los propios
significados (más que descubrir el significado de Dios o la naturaleza)
y entonces implicarse plenamente en alcanzar ese significado. Esto
requiere que uno esté, como ha sostenido Gordon Allport, «medio
seguro y entusiasta»,21 una proeza nada fácil. La ética de Sartre exige
un salto hacia el compromiso. En este único punto están de acuerdo
la mayor parte de los sistemas de la teología occidental y el
existencialismo ateo: es bueno y justo que uno se sumerja en la
corriente de la vida.
Las actividades seculares que proporcionan a los seres
humanos el sentido de un propósito en la vida están apoyadas por los
19
Ibid., pág. 123.
20
Ibid., pág. 124.
21
G. Allport, citado en V. Frankl, The Will to Meaning, Cleveland, New American
Library, 1969, pág. 66 (trad. cast.: La voluntad de sentido, Barcelona, Herder, 3a
ed., 1994).
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Capítulo 2
La psicología informa a la literatura
Ernest Hemingway:
22
J. Gardner, Grendel, Nueva York, Ballantine Books,1971, pág. 115 (trad. cast.:
Grendel, Barcelona, Destino, 1982).
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INTRODUCCIÓN
23
C. Baker, Ernest Hemingway. A Life Story, Nueva York, Charles Scribner's Sons,
1969.
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Carta de E. Hemingway a Charles E. Lanham, del 27 de noviembre de 1947.
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que se tiran a sus gatos
que a algunas chicas agarran
y aún así
¿qué puedo yo hacer
para poner las cosas en su sitio? 25
25
E. Hemingway, «The Earnest Liberal’s Lament», Der Quershnitt, otoño de 1924.
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26
L. Hemingway, My Brother, Ernest
27
. M. H. Sandford, At the Hemingways. A Family Portrait, Boston, Little Brown,
1962.
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32
Ibid., pág. 465.
33
R. P. Weeks (comp.), introducción a Hemingway: A Collection of Critical Essays.
Englewood Cliffs, N. J., Prentice-Hall, 1962, págs. 1-16.
34
C. T. Lanham, comunicación escrita, 22 de agosto de 1967.
35
Ibid.
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39
Ibid.,pág.461.
40
Cartas de E. Hemingway a Charles T. Lanhman, de 20 abril de 1945, 7 de agosto
de 1949, 18 de junio de 1952, y 18 de diciembre de 1952.
41
Baker, Ernest Hemingway [1].
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Debería encontrar cosas que no pueda perder.
48
P. Young, Ernest Hemtngway A Re te University Press, 1952.
49
S. Freud, Three Contributions to the Theory of Sex, Nueva York, E. P. Dutton, 1962
(trad. cast.: Tres ensayos sobre teoría sexual, Madrid, Alianza, 1995).
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50
Young, Ernest Hemingway [25], pág. 165.
51
E. Hemingway, Across the River and into the Trees, Nueva York, Charles Scribner’s
sons, 1950, pág. 33 (trad. cast.: Al otro lado del río y entre los árboles, Barcelona,
Planeta, 1994).
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Fue herido tres veces ese invierno, pero todas fueron heridas
sin complicaciones; pequeñas heridas corporales sin que hubieran
huesos rotos y se había sentido bastante seguro de su inmortalidad
personal ya que sabía que debería haber muerto en el bombardeo de
la artillería pesada que siempre precede a los ataques. Finalmente
recibió el golpe adecuado y beneficioso. Ninguna de sus otras heridas
le habían hecho nunca lo que le hizo la primera gran herida. Supongo
que es precisamente la pérdida de la inmortalidad, pensó. Bien, en
cierto modo, es una pérdida considerable.
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54
Baker, Ernest Hemingway [1], pág. 642.
55
C. T. Lanham, comunicación oral, abril 1967.
56
E. Hemingway, The Sun Also Rises, Nueva York, Charles Scribner’s Sons, 1950,
pág. 26 (trad. cast.: Fiesta, Barcelona, Planeta, 1993)
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57
E. Hemingway, For Whom the Bell Tolls, Nueva York, Charles Scribner's Sons,
1940, pág. 471 (trad. cast.: ¿Por quién doblan las campanas?, Barcelona, Planeta,
1997).
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59
Ibid.
60
Ibid.págs. 315 y 477.
61
O. Fallaci (comp.), «Interview with Mary Hemingway: My Husband Ernest
Hemingway», Look 30, 1966, págs. 62-68.
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62
C. T. Lanham, comunicación escrita, 22 de agosto de 1967.
63
Baker, Ernest Hemingway [1], pág. 175.
64
Carta de Ernest Hemingway a Charles T. Lanham, 11 de septiembre de 1950.
65
C. T. Lanham, comunicación escrita, 22 de agosto de 1967.
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barra del bar eran agentes del FBI, disfrazados de vendedores, que
habían sido designados para mantenerle bajo vigilancia.
Aparecieron graves tendencias persecutorias, ya que
Hemingway llegó a estar convencido de que la oficina de
Inmigración, así como el FBI y Hacienda, estaba tras él por corrupción
de la moral de un menor. Los amigos pronto serían advertidos de que
no escribieran, usaran el teléfono o hablaran demasiado alto ya que
le estaban espiando constantemente. Sus convicciones persecutorias
constituían verdaderas ideas delirantes en las que quedaban fijadas
falsas creencias inmunes a la lógica. Su sistema ilusorio se expandió
gradualmente hasta incluir a todos los que le rodeaban: enfermeras,
doctores, amigos, y, finalmente, su familia inmediata. Un elaborado y
delirante sistema persecutorio es la voz de un yo presuntuoso, fuera
de control y descompensado; si todo el mundo en tu propio ambiente
se preocupa de conspirar, escuchar, entonces puede ser solamente
porque uno es una persona extremadamente especial. Cada idea
paranoide tiene un núcleo central de verdad: Hemingway era una
persona muy especial e importante, pero, obviamente no tan especial
como para justificar toda la energía de su ambiente.
La grandiosidad no tiene lugar de buenas a primeras. Surge en
respuesta a una identidad central interior experimentada como mala
y sin ningún valor. La solución grandiosa o expansiva le permitió a
Hemingway sobrevivir sin una disforia agobiante; le permitió formar
una plataforma, si bien es cierto que, como ya hemos visto, carente
de solidez, en la que sustentar sus sentimientos de autovaloración y
autoestima. Al final, se fragmentó la unión de la identidad central
psicológica y el sistema periférico de grandiosidad: el núcleo interno
de Hemingway, desnudo y vulnerable, dominó su mundo de
experiencia. Consumido por los sentimientos de culpa y desprecio, se
hundió en una profunda desesperación. Las ideas delirantes de
pobreza le invadieron; exteriorizó su sensación de vacío interior y
desarrolló la convicción de que no tenía reservas financieras
materiales.
En 1960, las señales y los síntomas que acompañan a la
depresión —la anorexia, la pérdida grave de peso, el insomnio, una
profunda tristeza, un pesimismo total, tendencias autodestructivas—
se hicieron tan acusadas que se requirió la hospitalización. En la
clínica Mayo le fueron administradas dos sesiones de tratamiento
electroconvulsivo, pero fue en vano. El tratamiento electroconvulsivo
es una opción de tratamiento para las enfermedades depresivas
agudas, pero frecuentemente resulta ineficaz ante la presencia de las
fuertes tendencias paranoicas que las acompañan. Finalmente,
Hemingway llegó a considerar su cuerpo y su vida como una prisión
de desesperación de la cual había tan sólo una salida: y esa salida, el
suicidio, era lo más innoble de todo. Fue la «cosa» vergonzosa que el
padre de Robert Jordán y su propio padre, y, más tarde, su hermana
tuvieron que hacer. Fue la acción que ninguno de los héroes de
Hemingway había llevado a cabo nunca. No fue la muerte que
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Capítulo 3
El viaje de la psicoterapia
a la ficción
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Vicky
Una paciente, Vicky, frecuentemente criticaba la terapia de
grupo al comentar su preferencia por la terapia cara a cara. A
menudo apoyaba su opinión citando literatura psicoanalítica, crítica
con el enfoque de terapia de grupo. Le amargaba tener que compartir
tiempo con el grupo. Por ejemplo, un día a tres cuartas partes del
tiempo de un encuentro, el terapeuta observó que veía a Vicky y John
bajo mucha presión. Ambos admitieron que necesitaban y querían
tiempo en la reunión de ese día. Después de una situación un poco
embarazosa, John renunció diciendo que pensaba que su problema
podía esperar a la siguiente sesión. Vicky consumió el tiempo que
quedaba de reunión y, en la siguiente sesión, continuó donde lo había
dejado. Cuando pareció que tenía la intención de ocupar de nuevo
toda la reunión, uno de los miembros del grupo comentó que John
había dejado su asunto pendiente desde la sesión anterior. Pero el
relevo no fue fácil, porque, tal y como el terapeuta señaló, sólo Vicky
podía ceder ante el grupo, y no parecía tener ninguna intención de
hacerlo cortésmente (se había sumido en un silencio resentido).
No obstante, el grupo se dirigió a John, que estaba en medio de
una profunda crisis vital. John presentó su situación, pero no se
avanzó mucho. Justo al final del encuentro, Vicky empezó a llorar en
silencio. Los miembros del grupo, pensando que lloraba por John, se
giraron hacia ella. Pero lloraba, dijo, por todo el tiempo que se
gastaba en John, tiempo que ella podía haber invertido mucho mejor.
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Lo que Vicky no pudo apreciar, durante por lo menos un año en el
grupo, era que este tipo de incidente no indicaba que podía estar
mejor fuera, en una terapia individual. Sino más bien al contrario: el
hecho de que ese tipo de dificultades surgieran en grupo era
precisamente la razón por la cual la terapia de grupo estaba
especialmente indicada para ella.
Joe
Cinco miembros estaban presentes en una reunión de un grupo
formado desde hacía un año. (Dos miembros estaban fuera de la
ciudad y uno estaba enfermo.) Joe, el protagonista de este episodio,
empezó el encuentro con una larga e inconexa declaración sobre el
hecho de que se sentía incómodo en un grupo más pequeño. Desde
el momento en que Joe había empezado en el grupo, su forma de
hablar repelía a los miembros del grupo. A todo el mundo le parecía
pesado escucharlo y ansiaban que dejase de hablar. Pero en realidad
nadie se había enfrentado honestamente a estos vagos e incómodos
sentimientos sobre Joe hasta este encuentro, cuando, tras unos pocos
minutos,
Betsy lo interrumpió: «¡Si no grito voy a explotar! No puedo aguantar
más! Joe, me gustaría que dejaras de hablar. No soporto escucharte.
No sé a quién te estás dirigiendo: quizás al techo, quizás al suelo,
pero desde luego a mí no te diriges. Me preocupa cada uno de los
demás miembros del grupo. Pienso en ellos. Significan mucho para
mí. Odio decir esto, pero por alguna razón, Joe, no me importas».
Aturdido, Joe trató de entender la razón que había detrás de los
sentimientos de Betsy. Otros miembros estaban de acuerdo con
Betsy y sugirieron que Joe nunca decía nada personal. Todo era de
relleno, algodón azucarado: nunca revelaba nada importante sobre sí
mismo; nunca se relacionaba personalmente con ninguno de los
miembros del grupo. Incitado y picado, Joe se atrevió a dirigirse al
grupo y a describir sus sentimientos personales hacia cada uno de los
miembros.
Pensé que, a pesar de que Joe se había abierto más de lo que
lo había hecho anteriormente, aún se mantenía en un territorio
cómodo y seguro. Le pregunté: «Joe, si tuvieras que valorar en una
escala del uno al diez en qué profundidad te has sincerado,
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considerando que "uno" representa una conversación de cóctel y
"diez" representa lo máximo que jamás podrías imaginarte revelar
sobre ti a otra persona, ¿cómo valorarías lo que has hecho en el
grupo los últimos diez minutos?», Pensó en ello un momento y dijo
que suponía que se daría a sí mismo un «tres» o un «cuatro». Le
pregunté: «¿Qué pasaría, Joe, si te movieras uno o dos grados más
arriba?».
Meditó un poco y dijo: «Si me moviera un par de grados le diría
al grupo que soy alcohólico».
Esto fue una asombrosa muestra de apertura personal. Joe
había estado en el grupo durante un año, y nadie -ni yo, ni mi
coterapeuta, ni los miembros del grupo- sabíamos nada de ello. Es
más, se trataba de una información crucial. Durante semanas, por
ejemplo, Joe se había lamentado del hecho de que su mujer estaba
embarazada y había decidido abortar en lugar de tener un hijo suyo.
El grupo estaba desconcertado por el comportamiento de su mujer y
en tres semanas llegó a ser muy crítico con ella; algunos miembros se
preguntaban incluso por qué Joe permanecía casado. El nuevo dato
de que Joe era alcohólico aportaba un eslabón perdido crucial. ¡Ahora
el comportamiento de su mujer tenía sentido!
Mi primera reacción fue de enfado. Recordé todas esas horas
inútiles en las que Joe había llevado al grupo por sitios imposibles.
Tuve la tentación de gritar: «¡Maldita sea, Joe, la de sesiones
gastadas hablando de tu mujer! ¿Por qué no nos lo dijiste antes?».
Pero éste es justo uno de aquellos momentos en los que hay que
morderse la lengua. Lo importante no es que Joe no nos diera antes
esa información sino que sí nos la dio ese día. En lugar de castigarlo
por haber ocultado la información anteriormente, debía ser animado
por haber provocado tal ruptura y por desear arriesgarse en el grupo.
La técnica apropiada consistía en apoyar a Joe y facilitarle una mayor
apertura «horizontal», esto es, una apertura sobre el proceso de
apertura.
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Emily
Emily era una mujer joven extremadamente aislada. Se
quejaba de que siempre era ella la que tenía que tomar la iniciativa
para una reunión social. Nunca recibía invitaciones; no tenía amigas
cercanas que acudieran a su encuentro. Sus citas con hombres
siempre se convertían en citas de una sola noche. Intentaba
complacerles yéndose con ellos a la cama, pero nunca llamaban para
una segunda cita. La gente parecía olvidarse de ella tan pronto como
se la encontraban. A lo largo de las tres sesiones en grupo a las que
vino, el grupo le dio coherentes respuestas sobre el hecho de que
siempre era agradable, siempre parecía tener una cortés sonrisa en
la cara, y siempre parecía decir lo que creía que los otros querían oír.
En este proceso, sin embargo, la gente siempre perdía pronto la pista
sobre quién era Emily. ¿Cuáles eran sus propias opiniones? ¿Cuáles
eran sus propios deseos y sentimientos? Su necesidad de ser siempre
complaciente tenía una seria consecuencia negativa: la gente la
encontraba aburrida y predecible.
Un dramático ejemplo tuvo lugar en su segundo encuentro,
cuando olvidé su nombre y me disculpé por ello. Su respuesta fue:
«Es igual, no importa». Sugerí que el hecho de que no le importara
era quizá una de las razones por las que había olvidado su nombre.
En otras palabras, si hubiera sido el tipo de persona a la que le
hubiera importado, o el tipo de persona que expresa sus necesidades
de forma más abierta, entonces probablemente no habría olvidado su
nombre. En las tres sesiones con el grupo, Emily dio muestras de
tener un problema básico con consecuencias de gran alcance para
sus relaciones en el exterior: su tendencia a sumergirse en un intento
desesperado y contraproducente de conseguir el afecto de los demás.
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el peso del paciente, que está convencido de que nada útil ocurrirá en
la hora de visita, a no ser que él o ella sea el responsable de ello, lo
que ha hecho es permitirle al paciente trasladar el peso de la
responsabilidad de sus hombro a los del terapeuta. Los terapeutas
pueden enfrentarse a este proceso de distintas formas. La mayoría de
los terapeutas optan por reflexionar sobre ello. El terapeuta puede
comentar que el paciente parece cargarlo todo sobre sus espaldas
(las del terapeuta), o que él o ella (el terapeuta) no ve que el paciente
esté colaborando activamente en la terapia. O puede hacer
comentarios sobre la sensación de tener que cargar con todo el peso
de la terapia. También puede considerar que no queda otro modo
más efectivo de empujar a un paciente lento a la acción que
simplemente preguntándole: «¿Para qué vienes?».
Hay varias resistencias típicas por parte de los pacientes frente
a estas intervenciones, y se centran en la idea: «No sé qué hacer», o
«Si supiera que hacer, no estaría aquí», o «Ésta es la razón por la que
he venido a verle», o «Dígame lo que tengo que hacer». El paciente
finge impotencia. A pesar de insistir en que él o ella no sabe qué
hacer, de hecho el paciente ha recibido muchas directrices explícitas
e implícitas del terapeuta. Pero el paciente no revela sus
sentimientos; no puede recordar sus sueños (o está demasiado
cansado para escribirlos o se olvida de dejar papel y lápiz cerca de la
cama); el paciente prefiere discutir cuestiones intelectuales, o
empezar una discusión inacabable con el terapeuta sobre cómo
funciona la terapia. El problema, como ya sabe un terapeuta muy
experimentado, no es que el paciente no sepa lo que hacer. Cada una
de estas tácticas refleja la misma cuestión: el paciente rechaza
aceptar la responsabilidad de cambiar, de la misma manera que,
fuera de las horas de terapia, él o ella rechaza aceptar la
responsabilidad de un difícil problema vital.
Ruth
Ruth, una paciente de terapia de grupo, ilustra este punto.
Eludía la responsabilidad en todos los ámbitos de su vida. Estaba
desesperadamente sola, no tenía amigas íntimas, y todas sus
relaciones con hombres habían fracasado porque sus necesidades de
dependencia eran demasiado fuertes para sus parejas. Más de tres
años de terapia individual habían resultado ineficaces. Su terapeuta
individual decía que Ruth parecía un «peso pesado» de la terapia: no
producía más material que sus pensamientos circulares sobre sus
dilemas con los hombres, ni fantasías, ni transferencias de material, y
ni un solo sueño a lo largo de un período de tres años. Desesperado,
su terapeuta individual la había enviado a un grupo de terapia. Pero
en el grupo Ruth simplemente retomó su postura de impotencia y
pasividad. Pasados seis meses no había trabajado nada en el grupo y
no había hecho ningún progreso.
En un encuentro crucial se lamentó del hecho de que no había
recibido ayuda del grupo y dio a entender que se preguntaba si ese
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era el grupo adecuado o la terapia adecuada para ella.
TERAPEUTA: Ruth, haces aquí lo que haces fuera del grupo.
Esperas a que pase algo. ¿Cómo quieres que sea posible que el grupo
te sea útil si tú no lo utilizas?
RUTH: No sé qué hacer. Vengo aquí cada semana y no pasa
nada. No saco nada de la terapia.
TERAPEUTA: Claro que no sacas nada de la terapia. ¿Cómo
quieres que pase algo si tú no haces que ocurra?
RUTH: Me he quedado en blanco. No sé qué decir.
TERAPEUTA: Parece importante para ti no saber nunca qué
decir o qué hacer.
RUTH: (llorando) Dígame qué quiere que haga. No quiero ser
así toda mi vida. Este fin de semana me fui de acampada; todos los
demás se encontraban en el séptimo cielo, el campo estaba en flor, y
yo me pasé todo el tiempo en la más completa miseria.
TERAPEUTA: Quieres que te diga lo que tienes que hacer
aunque sabes perfectamente cómo funcionarías mejor en el grupo.
RUTH: Si lo supiera, lo haría.
TERAPEUTA: ¡Todo lo contrario! Parece que te dé miedo hacer
lo que te conviene.
RUTH: (sollozando) Estoy otra vez aquí en este jodido sitio.
Tengo la cabeza hecha un lío. Tú estás enfadado conmigo. En este
grupo no me siento mejor sino peor. No sé qué hacer.
En este punto el resto del grupo intervino. Uno de sus
miembros se unió a Ruth diciendo que él se encontraba en la misma
situación. Otros dos dijeron que estaban hartos de su eterna
impotencia. Otro comentó, con exactitud, que ya había habido en el
grupo discusiones inacabables sobre cómo podían los miembros
participar de forma más efectiva. (De hecho, gran parte del encuentro
anterior había sido dedicada precisamente a esa cuestión.) Otro le
dijo que tenía gran cantidad de opciones. Podía hablar de sus
lágrimas, su tristeza, o sobre lo herida que estaba. O sobre lo capullo
que era el terapeuta. O sobre sus sentimientos respecto a cualquiera
de los miembros del grupo. Ella ya sabía estas opciones, y todo el
mundo sabía que las sabía. «¿Por qué -se preguntaba el grupo-,
necesitaba mantener esa postura de impotencia y pseudo demencia?
Eso fue un empuje, Ruth explicó que durante las tres últimas
semanas mientras iba hacia el encuentro tomaba la resolución de
discutir sus sentimientos hacia otros miembros del grupo, pero
siempre se echaba atrás. Este día dijo que quería hablar de por qué
nunca iba a tomar café con el grupo después de los encuentros. A ella
le habría gustado pero no lo había hecho porque era reacia a intimar
con Cynthia (otro miembro del grupo) no fuera que Cynthia, a la que
veía especialmente necesitada, la empezase a llamar a mitad de la
noche pidiéndole ayuda. Siguiendo una abierta interacción con
Cynthia, Ruth mostró abiertamente sus sentimientos hacia otros dos
miembros del grupo y hacia el final de la sesión había avanzado más
que durante los seis meses anteriores juntos. Lo importante a señalar
de este ejemplo es que la afirmación de Ruth -«Dígame lo que quiere
que haga»- era una forma de eludir la responsabilidad. Cuando se le
dio el impulso suficiente, supo muy bien lo que tenía que hacer en la
terapia. ¡Pero ella no quería saber lo que tenía que hacer! Quería que
la ayuda y los cambios viniesen de fuera. Ayudarse a sí misma, ser su
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propia madre, le daba miedo; le hacía demasiado consciente de que
era libre, responsable y de que estaba básicamente sola.
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Prólogo de Ginny
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explotando su talento para escribir para que produzca algo para mí?
¿Hasta qué punto no le he pedido que escriba en lugar de pagarme
para desviar mi altruismo? ¿Cuánto egoísmo hay en ello? Quiero
seguir presionándola para hablar de lo que piensa que estoy
esperando de ella; debo seguir concentrándome en ello -la divina y
todopoderosa contratransferencia- cuanto más la adoro menos la
provoco en Ginny. Lo que no debo hacer es llenar su sentimiento de
vacío interior con mis propias expectativas de Pigmalión.
Ginny es un alma atractiva y encantadora, sí que lo es. Aunque
también es un dilema para un doctor. Cuanto más me guste cómo es,
más difícil le será cambiar; pero para que tenga lugar un cambio,
tengo que mostrarle que me gusta, y al mismo tiempo transmitirle el
mensaje de que yo también quiero que cambie.
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«Quiero saber que estás orgulloso de mí.» «Quiero que sepas que te
quiero y lo mucho que siento no habértelo dicho nunca.» «Quiero que
vuelvas; estoy tan solo.» «Quiero la infancia que nunca tuve.»
«Quiero tener salud, ser joven de nuevo. Quiero ser amado,
respetado. Quiero que mi vida signifique algo. Quiero lograr algo.
Quiero importar, ser importante, ser recordado.»
Querer tantas cosas. Anhelar tanto. Y tanto dolor, tan cerca de
la superficie, a sólo unos minutos de profundidad. El dolor por el
destino. El dolor por la existencia. Un dolor que siempre está ahí,
zumbando continuamente justo debajo de la membrana de la vida. Un
dolor que es muy fácilmente accesible. Muchas cosas -un simple
ejercicio de grupo, unos cuantos minutos de reflexión profunda, una
obra de arte, un sermón, una crisis personal, una pérdida- nos
recuerdan que nuestras carencias más profundas nunca podrán ser
satisfechas: nuestras necesidades de juventud, de interrumpir el
envejecimiento, de que vuelvan nuestros seres queridos, de amor
eterno, protección, trascendencia, nuestra necesidad incluso de
inmortalidad.
Cuando estas carencias inalcanzables toman posesión de
nuestras vidas nos volvemos para pedir ayuda a la familia, a los
amigos, a la religión y algunas veces a los psicoterapeutas.
En este libro cuento la historia de diez pacientes que le pidieron
ayuda a la terapia y en el curso de su trabajo se enfrentaron al dolor
existencial. Ésta no era la razón por la que habían venido a pedirme
ayuda; al contrario, los diez sufrían problemas habituales de la vida
cotidiana: soledad, autodesprecio, impotencia, migrañas, compulsión
sexual, obesidad, hipertensión, dolor, una obsesión amorosa
aniquiladora, cambios de humor, depresión. Pero de alguna manera
(«alguna manera» que se revela de forma distinta en cada historia),
la terapia dejó al descubierto las raíces profundas de estos problemas
cotidianos; raíces que se extendían en la profundidad de la existencia.
«¡Quiero! ¡Quiero!» se oye a lo largo de estos relatos. Una
paciente gritaba: «Quiero que vuelva mi querida hija muerta»
mientras descuidaba a sus dos hijos vivos. Otro insistía: «Quiero
follarme a cualquier tía que vea», mientras su cáncer linfático invadía
los sitios más recónditos de su cuerpo. Otro suplicaba: «Quiero los
padres, la infancia que nunca tuve», mientras se atormentaba por
tres cartas que no conseguía obligarse a abrir. Otra, una mujer
anciana, declaraba: «Quiero ser joven para siempre»: mientras se
negaba a renunciar a un obsesivo amor hacia un hombre treinta años
menor que ella.
Creo que la sustancia original de la psicoterapra es siempre
este tipo de
dolor existencial, y no, como se reivindica a menudo, instintivas
pulsiones reprimidas o fragmentos de un trágico pasado mal
enterrados. En la terapia que llevé a cabo con cada uno de estos diez
pacientes, mi premisa clínica principal -premisa en la que basé toda
mi técnica- es que la ansiedad básica surge de los esfuerzos de la
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propia soledad.
Aunque asumir la responsabilidad conduce al paciente al
vestíbulo del cambio, ello no es sinónimo de cambiar. Y, por mucho
que el terapeuta pueda solicitar comprensión, asunción de la
responsabilidad y autorrealización, la verdadera presa es el cambio.
La libertad no sólo nos exige asumir la responsabilidad sobre
nuestras decisiones en la vida sino que también postula que el
cambio exige un acto de voluntad. Aunque voluntad es un concepto
que los terapeutas rara vez utilizan explícitamente, sin embargo nos
dedicamos mucho tiempo a influir en la voluntad de un paciente.
Continuamente nos dedicamos a aclarar e interpretar, asumiendo (y
esto es un acto de fe, sin ningún apoyo empírico convincente) que la
comprensión invariablemente engendrará el cambio. Cuando han
fracasado años de interpretación para engendrar un cambio,
podemos empezar a hacer llamamientos directos a la voluntad:
«También se necesita esfuerzo. Tienes que intentarlo, sabes. Hay un
tiempo para pensar y analizar pero también hay un tiempo para la
acción». Y cuando la exhortación directa fracasa, al terapeuta ya sólo
le queda, como dan fe estas historias, emplear todos los medios
conocidos por los que una persona puede influir a otra. Así, puedo
aconsejar, razonar, acosar, camelar, irritar, implorar, o simplemente
aguantar, esperando a que la neurótica cosmovisión del paciente se
desmorone de pura fatiga.
Es la voluntad, el origen de la acción, el medio para realizar
nuestra libertad. En mi opinión la voluntad tiene dos estadios: la
persona empieza deseando y luego se realiza decidiendo.
Algunas personas están bloqueadas para desear, sin saber ni lo
que sienten ni lo que quieren. Sin opiniones, sin impulsos, sin
inclinaciones, se convierten en parásitos de los deseos de los otros.
Este tipo de personas tienden a ser pesadas. Betty era aburrida
precisamente porque ahogaba sus deseos, y otros se cansaban de
facilitarle deseos e imaginación.
Otros pacientes no pueden decidir. Aunque saben
perfectamente lo que quieren y lo que deben hacer, no pueden actuar
y, en lugar de ello, se pasean preocupados y atormentados delante
de la puerta de la decisión. Saul, en «Tres cartas sin abrir», sabía que
cualquier persona razonable abriría las cartas; pero el miedo que
invocaban paralizaba su voluntad. Thelma (Love's Executioner) sabía
que su obsesión amorosa estaba despojando a su vida de realidad.
Sabía que estaba, tal y como ella decía, viviendo su vida ocho años
atrás; y que para recuperarla tendría que abandonar su
encaprichamiento. Pero también sabía que no podría hacerlo o,
simplemente, no lo haría, y ferozmente resistía todos mis intentos de
activar su voluntad.
Las decisiones son difíciles por muchas razones, algunas de
ellas provenientes de lo más hondo del ser. John Gardner, en su
novela Grendel, habla de un hombre sabio que resume sus
meditaciones sobre los misterios de la vida en dos simples pero
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tan desafiante. Temía que más tarde se sintiera incómoda por ello, y
no quería empeorarlo con alguna crítica indirecta.
-¿Qué hizo?
-Le hizo a Martha muchas preguntas sobre detalles concretos:
cuándo, dónde, qué, quién. Al principio eso la ayudó a hablar, pero
tan pronto como yo empecé a hablar de mi ataque, ignoró a Martha y
empezó a hacer lo mismo conmigo. Entonces empezó a preguntarnos
por detalles más íntimos. ¿El violador nos arrancó la ropa? ¿Eyaculó
dentro de nosotras? ¿En algún momento empezamos a disfrutar de
ello? Pasó de forma tan insidiosa que tuvo que pasar un lapso antes
de que el grupo empezara a caer en la cuenta de que él mismo
estaba disfrutando con ello. No condenó lo que nos habían hecho a
Martha y a mí, simplemente estaba consiguiendo placer sexual. Sé
que debería sentir más compasión por él, ¡pero es que es tan canalla!
-¿Cómo acabó todo?
-Bueno, al final el grupo lo cazó y empezó a echarle en cara su
insensibilidad, pero él no mostró ningún remordimiento en absoluto.
De hecho, pasó a ser más ofensivo y nos acusó a Martha y a mí (y a
todas las víctimas de una violación) de darle demasiada importancia.
«¿Qué tiene de grave?», preguntó y entonces declaró que a él
personalmente no le importaría que una mujer atractiva lo violara. La
traca final al grupo fue decir que daría la bienvenida a un intento de
violación de cualquiera de las mujeres del grupo. Entonces fue
cuando le dije: «Si eso es lo que crees, entonces eres un jodido
ignorante!»
-Creía que tu intervención terapéutica había sido llamarle
estúpido de mierda. -Esto redujo la tensión de Sarah, y los dos
sonreímos.
-¡Eso también! Perdí totalmente los estribos.
Me esforcé por encontrar constructivas palabras de apoyo, pero
me salieron más pedantes de lo que pretendía.
-Recuerda, Sarah, que a menudo las situaciones extremas como
ésta pueden acabar siendo importantes puntos decisivos si son
trabajadas cuidadosamente. Se le puede sacar provecho a todo lo que
ocurre en la terapia. Intentemos convertir esto en una experiencia de
la que él pueda sacar alguna enseñanza. Mañana tengo una sesión
con él, y trabajaré duro en este asunto. Pero quiero asegurarme que
te cuidarás. Estoy disponible si quieres hablar con alguien; hoy o en
cualquier momento de la semana.
Saruh me dio las gracias y me dijo que necesitaba tiempo para
pensar en ello. Mientras se iba de mi despacho, pensé que si en
efecto decidía hablar con otra persona de sus propios problemas,
intentaría tener un encuentro con ella más adelante cuando estuviera
más calmada, para ver si podíamos hacer de esto una experiencia de
la que también ella pudiera sacar alguna enseñanza. Para ella había
supuesto pasar por algo horrible, y lo sentía en el alma, pero
consideré que había cometido un error al intentar obtener
clandestinamente una terapia para ella misma en el grupo. Hubiera
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sido mejor, pensé, que hubiera trabajado sobre ese problema primero
en su terapia personal y luego, incluso si escogía hablar de ello en el
grupo -y esto era problemátieo- se las hubiera manejado mejor
respecto a todas las partes implicadas.
Entró entonces mi siguiente paciente, y dirigí mi atención hacia
ella. Pero no puede evitar pensar en Carlos y preguntarme cómo me
las arreglaría en la próxima sesión con él. No era raro que Carlos me
viniese a la mente. Era un paciente extraordinario; y desde que lo
había empezado a ver unos meses antes, siempre pensaba en él
bastante más de la una o dos horas semanales que pasábamos
juntos.
-Carlos es como un gato con siete vidas, pero parece como si
estuviera llegando al final de su séptima vida-. Ésta fue la primera
cosa que el oncólogo que me lo envió para tratamiento psiquiátrico
me dijo. Continuó explicándome que Carlos tenía un linfoma raro, que
crecía poco a poco, que le causaba más problemas por su brutal
volumen que por su malignidad. Durante diez años el tumor había
respondido bien al tratamiento pero ahora había invadido sus
pulmones y estaba avanzando hacia su corazón. Sus doctores se
estaban quedando sin opciones: le habían dado la máxima exposición
de radiación y habían agotado su farmacopea de agentes de
quimioterapia. ¿Hasta qué punto tenían que ser honestos? me
preguntaron. Carlos parecía no escuchar. No estaban seguros de lo
honesto que él quería ser consigo mismo. Lo que sí sabían es que
estaba entrando en una profunda depresión y parecía que no tenía a
nadie a quien acudir para pedir ayuda.
Carlos estaba ciertamente solo. A parte de un hijo y una hija de
diecisiete años -gemelos bivitelinos, que vivían con su ex-mujer en
Sudamérica- Carlos, a la edad de treinta y nueve años, se encontraba
virtualmente sólo en el mundo. Se había criado, como hijo único, en
Argentina. Su madre había muerto de sobreparto, y veinte años atrás
su padre sucumbió al mismo tipo de linfoma que ahora estaba
matando a Carlos. Nunca había tenido un amigo. «¿Quién los
necesita? -me dijo una vez-. Nunca he conocido a nadie que no te
fuera a hacer el vacío por un dólar, un trabajo o un coño.» Había
estado casado por un corto período de tiempo y no había tenido otras
relaciones significativas con mujeres. «¡Tienes que estar loco para
joder a una mujer más de una vez!» Su objetivo en la vida, me dijo sin
muestra alguna de vergüenza o timidez, era tirarse a tantas mujeres
distintas como pudiera.
No, en mi primer encuentro no me pareció muy entrañable el
carácter de Carlos, ni su apariencia física. Estaba demacrado, lleno de
protuberancias (tenía nódulos linfáticos hinchados, muy visibles, en
los codos, en el cuello y detrás de las orejas) y, como resultado de la
quimioterapia, estaba completamente calvo. Sus patéticos esfuerzos
cosméticos -un sombrero panameño de ala ancha, las cejas pintadas,
y una bufanda para ocultar los bultos de su cuello- sólo conseguían
llamar más la atención de forma adicional sobre su apariencia
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inintencionadamente.
Era evidente que estaba deprimido -y con razón- y hablaba con
amargura y fatiga de su ordalía de diez años de duración con el
cáncer. Su linfoma, decía, le estaba matando por fases. Ya había
matado la mayor parte de él: su energía, su fuerza, y su libertad
(tenía que vivir cerca del Hospital de Stanford, en un exilio
permanente de su propia cultura).
Lo más importante era que había matado su vida social, que
para él era lo mismo que su vida sexual: cuando tenía quimioterapia
era impotente; cuando acababa un período de quimioterapia, y sus
fluidos sexuales empezaban a correr de nuevo, no podía hacerlo con
mujeres porque era calvo. Incluso cuando le volvió a crecer el pelo,
unas semanas después de la quimioterapia, decía que todavía no
podía ligar: ninguna prostituta se iba con él porque creían que sus
grandes nodos linfáticos eran por el sida. Su vida sexual estaba ahora
confinada en la masturbación mientras veía vídeos sadomasoquistas
alquilados.
Era verdad -me dijo, sólo después de que yo le incitara a
hacerlo- que estaba solo y, sí, que eso le suponía un problema, pero
sólo porque había veces en que se encontraba demasiado mal para
cuidar de sus propias necesidades físicas. La idea de placer derivado
de un estrecho contacto humano (no sexual) parecía ajena a él. Había
una excepción -sus hijos- y cuando Carlos hablaba de ellos una
auténtica emoción, emoción a la que yo me unía, se abría camino. Me
conmoví por la imagen de su débil cuerpo palpitando en sollozos
cuando describía su miedo a que ellos, también, le abandonaran:
miedo a que su madre triunfara finalmente en ponerlos en contra
suya, o a que su cáncer les repeliera y se alejaran de él.
-¿Qué puedo hacer para ayudarte, Carlos?
-Si quieres ayudarme, entonces ¡enséñame a odiar a los
armadillos!
Por un momento Carlos disfrutó de mi perplejidad, y entonces
procedió a explicarme que había estado trabajando en metáforas
visuales, una forma de autocuración que muchos pacientes
experimentan. Las metáforas visuales para su nueva quimioterapia (a
la que sus oncólogos llamaban OC) eran «Os» y «Ces» gigantes: Osos
y Cerdos: la metáfora que representaba a sus nodos linfáticos
cancerosos era un armadillo plateado. Así, en sus sesiones de
meditación, veía a osos y cerdos matando armadillos. El problema era
que no conseguía que sus osos y cerdos fueran lo suficientemente
perversos para abrir violentamente y destrozar a los armadillos.
A pesar del horror de su cáncer y su estrechez de espíritu, me vi
arrastrado hacia Carlos. Quizás era una generosidad que brotaba de
mi alivio por ser él, y no yo, el que estaba muriendo. Quizás era el
amor por sus hijos o la quejumbrosa forma con que sus dos manos
agarraban la mía cuando abandonaba mi despacho. Quizá fue la
extravagancia de su petición: «Enséñame a odiar a los armadillos».
Así pues, cuando consideré si podía tratarlo, minimicé los
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Yo asentí.
- Y Martha también. Esa Martha. Dios mío, esa sí que es para ti.
Es un desastre, una auténtica enferma, sí que lo es. Es un caso
mental, para tranquilizantes. ¿Qué coño estoy haciendo en un grupo
con gente como esa? Pero escucha. Lo importante es que hablaron de
sus violaciones, las dos, y todo el mundo se quedó ahí sentado, con la
boca abierta, embobados. Por lo menos yo reaccioné. Les hice
preguntas.
-Sarah sugirió que algunas de tus preguntas no eran del tipo de
preguntas que ayudan.
-Alguien tenía que hacerlas hablar. Además, siempre han
despertado mi curiosidad las violaciones. ¿A ti no? ¿Acaso no a todos
los hombres? ¿Sobre cómo se hace, sobre la experiencia de la
víctima?
-Oh, venga Carlos, si esto es lo que estabas buscando, podrías
haberlo leído en algún libro. Lo que allí había eran personas de
verdad, no fuentes de información. Algo más estaba en juego.
-Quizá sí, lo admito. Cuando empecé en el grupo, tus
instrucciones fueron que debía ser honesto para expresar mis
sentimientos en el grupo. Admito que me excité. Es una emoción
fantástica imaginarse a Sarah siendo jodida. Me encantaría unirme a
ello y poner mis manos sobre sus tetas. Aún no te he perdonado que
me desaconsejaras pedirle una cita.
Cuando seis semanas atrás empezó por vez primera en el
grupo, hablaba mucho de su encaprichamiento por Sarah -o mejor por
sus pechos- y estaba convencido de que ella estaba deseando salir
con él. Para ayudar a Carlos a que fuera aceptado en el grupo, en los
primeros encuentros, tuve que prepararlo para que se comportara
socialmente del modo apropiado. Le convencí, con dificultad, de que
un acercamiento sexual a Sarah sería tan inútil como impropio.
-Además, todo el mundo sabe que los hombres se excitan con
las violaciones. Los otros hombres del grupo se reían de mí. ¡Mira el
negocio de la pornografía! ¿Alguna vez has mirado con atención los
libros y cintas de vídeo sobre violaciones y secuestros? ¡Hazlo! Ve y
visita las tiendas porno de Tenderloin: será bueno para tu educación.
Graban esas cosas para alguien, algún mercado debe de haber. Te
diré la verdad, si violar fuera legal, yo lo haría... de vez en cuando.
Carlos paró en este punto y me sonrió con satisfacción, ¿o era
una maliciosa sonrisa de complicidad, una invitación a tomar asiento
a su lado en la hermandad de los violadores?
Estuve sentado en silencio varios minutos, intentando
identificar mis opciones. Era fácil estar de acuerdo con Sarah:
efectivamente, parecía un depravado. Pero estaba convencido de que
parte de esto eran fanfarronadas, y de que había una forma de llegar
a algo mejor, a algo más bueno en él. Estaba interesado, y
agradecido, por sus últimas palabras: el «de vez en cuando». Estas
palabras, añadidas casi como una reflexión posterior, parecían sugerir
algún resto de inseguridad y vergüenza.
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descender.
Se dio cuenta de dónde conducía esta conversación, y empezó
a sudar. El denso bosque de estupidez y crueldad que le rodeaba
siempre había chocado y espantado a sus visitantes. Pero ahora le
tocaba a él sorprenderse. Yo había invadido sus dos templos más
sagrados: su amor por sus hijos y su creencia en la reencarnación.
- Venga, Carlos, es importante: aplica esto a ti mismo y a tu
vida. Arrancó de su boca cada una de las palabras muy
despacio.
-El sueño dice que no estoy viviendo de la manera correcta.
-Estoy de acuerdo, creo que esto es lo que dice el sueño. Di
algo más
sobre lo que piensas de vivir correctamente.
Iba a pontificar sobre lo que constituye una vida buena en todo
sistema religioso -amor, generosidad, cuidado, pensamientos nobles,
búsqueda de la bondad, caridad- pero nada de eso fue necesario.
Carlos me dejó ver que había acertado: dijo que estaba aturdido, y
que aquello era demasiado para tratarlo en un solo día. Quería tiempo
para pensar en ello durante la semana. Al ver que aún teníamos
quince minutos, decidí trabajar un poco en otro frente.
Volví al primer asunto que había sacado en la sesión: su
creencia de que había perdido una oportunidad de oro con Ruth, la
mujer que había visto brevemente en una reunión de la parroquia, y
los golpes que se había dado en la cabeza y las autorrecriminaciones
por no haberla acompañado al coche. La función a la que obedecía
esta creencia irracional era patente. Desde el momento en que
continuase creyendo que estaba cerca de ser deseado y amado por
una mujer atractiva, podía reforzar su creencia de que no era
diferente a los demás, de que no había nada seriamente malo en él,
de que no estaba desfigurado, de que no estaba mortalmente
enfermo.
En el pasado no me había entrometido en su negación. En
general, es mejor no minar una defensa a menos que esté creando
más problemas que soluciones, y a menos que uno tenga algo mejor
que ofrecer en su lugar. La reencarnación es uno de estos casos:
aunque personalmente lo considero una forma de negación de la
muerte, esta creencia le fue a Carlos de mucha utilidad (igual que a
mucha de la población mundial); de hecho, en lugar de socavarla,
siempre la había apoyado y en esta sesión la reforcé al apremiarlo
para que fuera consecuente y prestara atención a todas las
implicaciones de la reencarnación.
Pero era hora de desafiar algunas de las partes que menos
ayudaban de su sistema de negación.
-Carlos, ¿de verdad crees que si hubieras acompañado a Ruth a
su coche tendrías de un diez a un quince por ciento de posibilidades
de casarte con ella?
-Una cosa podría llevar a la otra. Había algo entre los dos. Lo
sentía. ¡Sé lo que sé!
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Capítulo 4
La novela pedagógica
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74
Ibid., pág. 430.
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75
Carta de Friederich Nietzsche a Malwida van Mesenburg, mayo de 1884.
76
F. Nietzsche, Humano, demasiado humano, Madrid, Edaf, 2da. ed., 1980.
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conoce un amor así? ¿Quién lo ha experimentado? Su nombre
correcto es amistad.82
No permanezcas en el terreno
ni escales hasta perderte de vista;
la mejor vista del mundo
está a media altura.83
Soy una reja junto al torrente: permito que me agarren aquellos que
pueden. ¡No soy, sin embargo, una muleta! 84
Por eso es por lo que estoy una y otra vez: tambaleante, alzándome,
subiendo, soy el que se levanta, un cultivador, quien impone la
disciplina, quien una vez se aconsejó a sí mismo, no en vano, ¡llega a
ser quien eres!85
82
Nietzsche, Gay Science [5], pág. 89.
83
Ibid., pág. 43.
84
Portable Nietzsche [1], pág. 152.
85
Ibid., pág. 351.
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86
Nietzsche, Gay Science [5], pág. 104.
87
E. Jones, The Life and Work of Sigmund Freud, 3 vols., Nueva York, Basic Books,
págs. 1.953-1.957 (trad. cast.: Vida y obra de Sigmund Freud, 3 vols., Barcelona,
Anagrama, 1970).
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88
Carta de F. Nietzsche a F. Overbeck, 5 de agosto de 1986, en P. Fuss y H. Shapiro
(comps.), Nietzsche, a Self-Portrait from his Letters, Cambridge, Harvard Univ.
Press, 1971, págs. 87 y 90.
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y yo le enseñaba filosofía?
-No, esta petición es enteramente diferente. No le pido que me
enseñe, sino que me cure.
-¿De qué?, si puedo preguntarlo.
-Difícil pregunta. Y, sin embargo, la planteo siempre a mis
pacientes.
Yo lo exigía de usted, y ahora me corresponde a mí responderlo. Le
pido a usted que me cure de desesperación.
-¿Desesperación? -Nietzsche aflojó la presión sobre el maletín y
se inclinó hacia delante-. ¿Qué tipo de desesperación? Yo no veo
desesperación.
-No en la superficie. Ahí parezco estar viviendo una vida
satisfactoria. Pero, bajo la superficie, reina la desesperación. ¿Usted
pregunta qué tipo de desesperación? Vamos a decir que mi mente no
me pertenece, que estoy invadido y atacado por pensamientos ajenos
y sórdidos. Como resultado, siento desprecio por mí mismo, y dudo de
mi integridad. Aunque cuido de mi mujer y de mis hijos, ¡yo no los
quiero! En realidad me molesta estar encarcelado por ellos. Me falta
coraje: el coraje tanto para cambiar mi vida como para continuar
viviéndola. He perdido la visión de por qué vivo, la razón de todo ello.
Me preocupa envejecer. Aunque cada día estoy más próximo a la
muerte, me siento aterrorizado por ello. Incluso la idea del suicidio
algunas veces pasa por mi cabeza.
Durante el domingo, Breuer había ensayado varias veces esta
respuesta.
Pero hoy había resultado -de un modo extraño, considerando la
duplicidad subyacente del plan- sincera. Breuer sabía que era un mal
mentiroso. Aunque tuvo que ocultar la gran mentira -que su
propuesta era una estratagema para implicar a Nietzsche en el
tratamiento- había resuelto decir la verdad respecto a todo lo demás.
Por lo tanto, en su discurso presentó la verdad sobre sí mismo
exagerando la forma ligeramente. También trató de seleccionar
preocupaciones que pudieran de algún modo entrelazarse con
algunas de las preocupaciones no mencionadas del propio Nietzsche.
Por una vez, Nietzsche pareció verdaderamente atónito.
Sacudió su cabeza ligeramente, obviamente no queriendo participar
de la propuesta. Sin embargo, estaba teniendo dificultades para
formular una objeción racional.
-No, no, doctor Breuer, esto es imposible. No puedo hacer esto.
No tengo la capacitación. Considere los riesgos; todo podría llegar a
empeorar.
-Pero, profesor, no hay una tal capacitación. ¿Quién está
capacitado? ¿Hacia quién me puedo dirigir? ¿A un médico? Tal
curación no forma parte de la disciplina médica. ¿A un dirigente
religioso? ¿Daré el salto a los cuentos de hadas de la religión? Yo,
como usted, he perdido la habilidad para tal salto. Usted, un filósofo-
vivificador, pasa su vida contemplando los verdaderos problemas que
confunden mi vida. ¿A quién me puedo dirigir sino es a usted?
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estudiante. Bien, ¿por qué esperar hasta el año dos mil? ¡Aquí me
tiene! ¡Tiene usted al estudiante adecuado aquí, justo ahora. ¡Y yo
soy un estudiante que le escuchará, porque mi vida depende de
comprenderle a usted!
Breuer hizo una pausa para coger aire. Estaba muy satisfecho.
En su preparación el día anterior, había anticipado correctamente
cada una de las objeciones de Nietzsche y tuvo en cuenta cada una
de ellas. La trampa resultó elegante. Apenas podría contenerse de
contárselo a Sigmund.
Sabía que no podía detenerse en esta coyuntura -siendo el
primer objetivo, después de todo, asegurarse de que Nietzsche no
tomaría hoy el tren para Basel-, pero no pudo resistir añadir un
aspecto más.
-Y le recuerdo, profesor Nietzsche, que usted dijo el otro día que
nada le molestaba más que estar en deuda con alguien sin posibilidad
de un pago equivalente.
La respuesta de Nietzsche fue rápida y cortante.
-¿Quiere usted decir que hace usted esto por mí?
-No, ésta es precisamente la cuestión. Aun cuando mi plan
podría de algún modo servirle a usted, ¡ésta no es mi intención! Mi
motivación es enteramente la de servirme a mí mismo. ¡Necesito
ayuda! ¿Es usted suficientemente fuerte como para ayudarme?
Nietzsche se levantó de su asiento.
Breuer contuvo la respiración.
Nietzsche dio un paso hacia Breuer yextendió su mano.
-Estoy de acuerdo con su plan -dijo.
Friedrich Nietzsche y Josef Breuer habían llegado a un acuerdo.
Mi querido Peter,
Un cambio de planes. Una vez más. Permaneceré en Viena durante
todo un mes y, por lo tanto, debo, a mi pesar, aplazar nuestra visita a
Rapallo. Volveré a escribir cuando conozca mis planes con mayor precisión.
Han sucedido muchas cosas, la mayor parte de ellas interesantes. Tengo un
ligero ataque (con lo que habrían sido dos semanas monstruosas sino
hubiera sido por la intervención del doctor Breuer) y ahora estoy demasiado
débil para hacer algo más que darte un resumen de lo que ha sucedido. Ya
te informaré con más detalle.
Gracias por darme el nombre de este doctor Breuer: es una gran
curiosidad, un pensador, un médico científico. ¿No es sorprendente? Está
dispuesto a decirme lo que él sepa sobre mi enfermedad y -lo que resulta
aún más sorprendente- ¡lo que no sabe!
Es un hombre con grandes deseos de desafío y creo que se siente
atraído por mi audacia para desafiar profundamente. Se ha atrevido a
hacerme una proposición de lo más inusual, y la he aceptado. Me propone
hospitalizarme durante el próximo mes en la clínica Lauzon, donde él
estudiará y tratará mi enfermedad desde el punto de vista médico. (¡Y todo
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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura
esto correrá a su cargo! Esto significa, querido amigo, que no necesitas
preocuparte por mi subsistencia durante este invierno.)
¿Y yo? ¿Qué debo ofrecerle a cambio? Yo, que no creía que alguna
vez volvería a tener un trabajo retribuido, he sido solicitado como filósofo
personal del doctor Breuer, durante un mes, para proporcionarle consejo
filosófico personal. Su vida es un tormento, ha contemplado la posibilidad
del suicidio, me ha pedido que le oriente en su salida de la espesura de la
desesperación.
Debes pensar lo irónico que resulta que tu amigo sea invitado para
acallar los cantos de sirena de la muerte, el mismo amigo que tan atraído se
siente por esa rapsodia, ¡el mismo amigo que te escribió la última vez que
el cañón de una pistola no parecía una visión tan poco amistosa!
Querido amigo, te comento este acuerdo con el doctor Breuer como
una confidencia absoluta. Esto no debe llegar a oídos de ningún otro, ni
incluso de Overbeck. Eres el único al que le confío esto. Le debo al buen
doctor una reserva absoluta.
Nuestro singular convenio se desarrolló hasta su forma actual de un
modo complejo. ¡Primero propuso aconsejarme como parte de mi
tratamiento médico! ¡Qué subterfugio tan torpe! Pretendía estar interesado
tan sólo en mi bienestar, siendo su único deseo, y su única recompensa,
¡sanarme por completo! Pero ya conocemos a estos curanderos
sacerdotales que proyectan su debilidad en los demás para después ejercer
su ministerio sobre los otros tan sólo como un medio de incrementar su
propia fuerza. ¡Nosotros sabemos de la «caridad cristiana»!
Naturalmente, me percaté de ello y lo llamé por su verdadero
nombre. Por un momento se turbó ante la verdad, llamándome ciego e
innoble. Juró por los elevados motivos, mostrando una compasión fingida y
un cómico altruismo, pero finalmente, hay que reconocerle el mérito,
encontró la fuerza para fortalecerse, abierta y honestamente, a costa de mí.
¡Tu amigo, Nietzsche, en el mercado! ¿No estás horrorizado con la
idea? ¡Imagina mi Humano, demasiado humano, o mi La gaya ciencia,
enjauladas, domesticadas, educadas! ¡Imagina mis aforismos alfabetizados
en un practicum de homilías para la vida y el trabajo cotidianos! Al principio,
yo, también, ¡estaba horrorizado! Pero no por mucho tiempo. El proyecto
me intriga: un foro para mis ideas, un recipiente para llenar cuando yo esté
a punto y desbordado, una oportunidad incluso, un laboratorio, para
verificar ideas en un espécimen individual antes de postularlas para la
especie (ésta era la noción de Breuer).
El doctor Breuer, por cierto, parece un espécimen superior, con la
agudeza y el deseo de llegar a más. Sí, él tiene el deseo. Y tiene la cabeza.
¿Pero tiene los ojos -y el corazón- para ver? ¡Ya veremos!
De modo que hoy me recupero y pienso tranquilamente sobre la
aplicación: una nueva aventura. Quizás estaba en un error al pensar que mi
única misión era la declaración de la verdad. Durante el próximo mes veré si
mi sabiduría hará capaz a otro de vivir en la desesperación. ¿Por qué vino a
mí? Dice que después de saborear mi conversación y mordisquear un poco
de Humano, demasiado humano, ha desarrollado el apetito por mi filosofía.
Quizá, dada la carga de mi dolencia física, él pensó que yo debo ser un
experto en la supervivencia.
Desde luego no conoce ni la mitad de la carga que soporto. Amigo
mío, la zorra rusa del demonio, esa mona de pechos falsos, continúa el
curso de su traición. Elisabeth, que dice que Lou está viviendo con Rée, está
haciendo campaña para que sea deportada por inmoralidad.
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Psicología y Literatura
Elisabeth también escribe que la amiga Lou ha llevado su campaña
de odio y mentira hasta Basel, donde intenta poner en peligro mi pensión.
Maldito sea aquel día en Roma en que la vi por primera vez. Muchas veces
te he dicho que cada adversidad -incluso mis encuentros con la pura
maldad- me hace más fuerte. Pero si puedo convertir esta mierda en oro,
yo... yo... veremos,
No tengo la energía suficiente para hacer una copia de esta carta,
querido amigo. Por favor, devuélvemela.
Tuyo,
F. N.
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inflexión en su relación?
¡No, todavía no! Después de un momento, Nietzsche añadió:
-De todos modos, hay una diferencia entre codiciar la
aprobación de un padre y esforzarse por elevar a aquellos que te
seguirán en el futuro.
Breuer no respondió, aunque era obvio para él que los motivos
de Nietzsche no eran puramente autotrascendentes; él tenía sus
propios recovecos para alentar el recuerdo. Hoy le parecía a Breuer
como si todos los motivos, los suyos y los de Nietzsche, surgieran de
una sola fuente: el impulso de librarse del olvido que la muerte
supone. ¿Se estaba haciendo demasiado morboso? Quizá era el
efecto del cementerio. Probablemente, incluso una visita al mes
resultaba una frecuencia excesiva.
Pero ni la morbosidad pudo estropear la atmósfera de este
paseo. Pensó en la definición de Nietzsche sobre la amistad: dos
personas que se alían en busca de una verdad más elevada. ¿No era
eso precisamente lo que él y Nietzsche habían estado haciendo ese
día? Sí, ellos eran amigos.
Pensó que eso era un consuelo, incluso aunque Breuer sabía
que su profunda relación y su discusión fascinante no le aproximaría
más al alivio de su dolor. Por su amistad, trataría de ignorar esta idea
perturbadora.
Sin embargo, como amigo, Nietzsche debía haber leído su
pensamiento.
-Me gusta este paseo que damos juntos, Josef, pero no debemos
olvidar la razón de ser de nuestros encuentros: su estado psicológico.
Breuer resbaló y se agarró a un delgado árbol para apoyarse
cuando descendían de una colina.
-Cuidado, Friedrich, esta pizarra es resbaladiza-. Nietzsche dio
su mano a Breuer y continuaron el descenso.
-He estado pensando -continuó Nietzsche-, que, aunque nuestra
discusión parece ser difusa, sin embargo, nos acercamos con paso
firme hacia una solución. Es cierto que nuestros ataques directos
hacia su obsesión por Bertha han resultado inútiles. Aunque en el
último par de días hemos encontrado el por qué: porque la obsesión
no implica a Bertha, o no sólo a ella, sino una serie de significados
incorporados a Bertha. ¿Estamos de acuerdo en esto?
Breuer asintió con la cabeza, queriendo sugerir amablemente
que la ayuda no estaba yendo por el camino de tales formulaciones
intelectualizadas. Pero Nietzsche se apresuró a seguir su
argumentación.
-Está claro ahora que nuestro error primario ha estado en
considerar a Bertha el objetivo. No hemos elegido el verdadero
enemigo.
-¿Y éste es?
-¡Usted lo sabe, Josef! ¿Por qué me lo hace decir a mí? El
verdadero enemigo lo constituye el significado que subyace en su
obsesión. Piense en nuestra charla de hoy: una y otra vez, hemos
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según Nietzsche, que todos los estados posibles deben haber ocurrido
ya; y que el estado presente debe ser una repetición; y, de la misma
manera, lo que da origen a algo y aquello mismo que es originado, y
así sucesivamente, se remonta hacia el pasado y sigue adelante hacia
el futuro.
La perplejidad de Breuer iba en aumento.
-¿Quiere usted decir que mediante las puras ocurrencias
aleatorias, este momento preciso habría ocurrido previamente?
-Piense en el tiempo que ha existido siempre, el tiempo
extendiéndose hacia atrás por toda la eternidad. En tal tiempo
infinito, ¿no deben haberse repetido a sí mismas las recombinaciones
de todos los sucesos que constituyen el mundo?
-¿Como un gran juego de dados?
-¡Precisamente! ¡El gran juego de dados de la existencia!
Breuer continuó cuestionando la prueba cosmológica de
Nietzsche del eterno retorno. Aunque Nietzsche respondía a cada
objeción, al final se impacientó y alzó sus manos.
-Una y otra vez, Josef, ha pedido usted una ayuda concreta.
¿Cuántas veces me ha pedido que fuera relevante, que le ofreciera
algo que pudiera cambiarle? Ahora le doy lo que usted solicita, y
usted lo ignora perdiéndose en los detalles. Escúcheme, amigo mío,
escuche mis palabras, esto es lo más importante de todo lo que
alguna vez pueda llegar a decirle: ¡permita que este pensamiento
tome posesión de usted, y le prometo que le cambiará para siempre!
Breuer permanecía inconmovible.
-¿Pero cómo puedo creer sin pruebas? No puedo evocar una
creencia. ¿He abandonado yo una religión para abrazar a otra?
-La prueba es extremadamente compleja. Todavía está
inacabada y requerirá años de trabajo. Y ahora, como resultado de
nuestra discusión, no estoy seguro de si incluso debería tomarme la
molestia de dedicar el tiempo a resolver la prueba cosmológica:
quizás otros, también, la utilizarán como una distracción. Quizá, como
usted, se perderán en las complejidades de la prueba e ignorarán el
aspecto crucial, las consecuencias psicológicas del eterno retorno.
Breuer no dijo nada. Miró a través de la ventanilla del carruaje y
sacudió levemente la cabeza.
-Permítame adoptar otro camino -continuó Nietzsche-. ¿No me
concederá usted que es probable el eterno retorno? No, espere, ¡no
necesito ni eso! Vamos a decir simplemente que es posible, o
meramente posible. Eso es suficiente. ¡Ciertamente es más posible y
más probable que el cuento de hadas de la eterna condenación! ¿Qué
pierde usted con considerarlo una posibilidad? ¿No puede usted
pensar en ello, entonces, como la «apuesta de Nietzsche»?
Breuer asintió con un gesto.
-Le conmino, entonces, a considerar las implicaciones para su
vida del eterno retorno, no de forma abstracta, sino ahora, hoy, ¡en el
sentido más concreto!
-Usted sugiere -dijo Breuer-, que cada acción que lleve a cabo,
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antes de enseñar cómo tejer un nuevo vestido? ¿Le he enseñado «libertad
respecto a» sin haberle enseñado «libertad para»?
No, un guía debe ser una reja en el torrente, pero no debe ser una
muleta. El guía debe dejar al descubierto las huellas que se extienden ante
el alumno. Pero no debe elegir el camino.
«Sé mi maestro -solicita-. «Ayúdame a superar la desesperación.»
¿Ocultaré yo mi sabiduría? ¿Y la responsabilidad del alumno? Debe curtirse
para el frío, sus dedos deben asir la reja, debe perderse muchas veces, o
equivocar el camino antes de encontrar el correcto.
En las montañas, sólo yo sigo el camino más corto, desde una cima a
la otra. Pero los alumnos pierden su camino cuando me adelanto
demasiado. Debo aprender a acortar el paso. Hoy puedo haber ido
demasiado rápido. Desentrañé un sueño, separé una Bertha de la otra, volví
a enterrar la muerte, y enseñé a morir en el momento oportuno. Y todo esto
no fue sino un intento de acercamiento al poderoso tema del retorno.
¿Le he adentrado demasiado profundamente en el sufrimiento? A
menudo parecía demasiado afectado como para oírme. Sin embargo, ¿qué
es lo que desafié? ¿Qué destruí? ¡Tan sólo valores vacíos y creencias
vacilantes! ¡Aquello que se tambalea, uno debería derribarlo también!
Hoy comprendí que el mejor maestro es el que aprende de sus
alumnos. Quizá tiene razón sobre mi padre. ¡Qué diferente habría sido mi
vida si no lo hubiera perdido! ¿Puede ser cierto que mi crítica sea tan dura
debido a que le odio por haber muerto? ¿Y critico tan alto porque todavía
ansío un público?
Me preocupa su silencio al final. Sus ojos estaban abiertos, pero no
parecía ver. Apenas respiraba.
Sin embargo, yo sé que el rocío cae más fuerte cuando la noche es
más silenciosa.
Capítulo 5
La novela psicológica
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Psicología y Literatura
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TRANSPARENCIA
«Gracias, gracias», diría como en una letanía Ernest. Les daba las
gracias a todos ellos, a todos los curanderos que se habían cuidado
de la desesperación. Primero, los antecesores primitivos, con sus
perfiles celestiales apenas visibles: Jesús, Buda, Sócrates. Tras ellos,
algo más definidos, los grandes precursores: Nietzsche, Kierkegaard,
Freud, Jung. Aún más próximos, los abuelos de la terapia: Adler,
Horney, Sullivan, Fromm y el rostro agradable y sonriente de Sandor
Ferenczi.
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Psicología y Literatura
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cuenta que el día anterior la joven con la que estaba teniendo una
aventura amorosa le había dicho: «Es hora, Justin, de dejar a tu
mujer». Y así lo hizo, aquella misma tarde.
Ernest piensa, a su pesar: «Yo aquí, uno de los principales
terapeutas de San Francisco, rompiéndome los cuernos durante cinco
años para persuadirle de que dejara su matrimonio y esta imbécil
jovencita simplemente dice, "Es hora", y Justin lo hace de inmediato».
Y Ernest se enerva todavía más cuando Justin se pone a reflexionar
sobre la vida mucho más práctica que podría llevar si pudiera
permitirse comprar un apartamento, con sólo que tuviera todavía los
ochenta mil dólares que se había gastado en la terapia en los últimos
años.
Justin detecta el estado de ánimo de Ernest bastante
acertadamente y se enfrenta a él por no alegrarse de la positiva
decisión que su paciente ha adoptado. En un intento de protegerse y
de mantener la alianza terapéutica, Ernest rechaza autojustificándose
la observación de Justin. Más tarde, aquella misma tarde, mientras
revisa la hora de terapia, se da cuenta de que, sin más ni más, había
desmentido la precisa percepción de su paciente sobre un suceso. Si
un objetivo de la terapia es mejorar la prueba de realidad de un
paciente, reflexiona Ernest, entonces es difícil escapar a la conclusión
de que no había estado precisamente implicado en la terapia, sino en
la contraterapia.
Después de estar dándole más vueltas al asunto de la
duplicidad de su conducta, Ernest decide ser más sincero en su
relación con los pacientes. Toma la decisión de una plena, incluso
radical, autorrevelación: seguirá el experimento de la transparencia
de Ferenczi, de 1932, con el primer paciente nuevo que aparezca en
su consulta. Pero establecerá condiciones más sensatas, menos
heroicas: en lugar de horas alternas de asociación libre con el
paciente, él será sincero sistemáticamente en cada transacción,
durante cada hora de terapia. El experimento de ensayo y error de
Ernest continúa a lo largo de la novela y le enseña muchas cosas
-tanto positivas como negativas- sobre las consecuencias de una
mayor transparencia en la terapia.
A pesar de las secuencias burlescas en muchas secciones de
Lying on tbe Couch, mi actitud hacia la transparencia es
completamente seria y las reglas sobre la autorrevelación del
terapeuta con las que Ernest se encuentra se citan como directrices
útiles para la práctica clínica. Siempre he tenido la sensación de que
la franqueza en la terapia aumenta la eficacia del tratamiento. Los
terapeutas adoptan en su trabajo, demasiado a menudo, una postura
impenetrable: ya sea para ajustarse al mandato de Freud de la
máscara inexpresiva (una regla que el propio Freud no siguió en su
trabajo analítico) o para protegerse a sí mismos de un
autodescubrimiento excesivo, o de una excesiva implicación o fatiga.
Otros terapeutas permanecen impenetrables porque se toman en
serio las palabras del Gran Inquisidor de Dostoievsky, quien insistía
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92
I. D. Yalom. The Theory and Practice of Group Psychotherapy, 4ta. edición, Nueva
York, Basic Books, 1995, págs 514-515
93
I. D. Yalom, Inpatient Group Psychotherapy, Nueva York, Baste Books, 1983, págs
259- 274.
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LÍMITES TERAPÉUTICOS
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relación terapéutica?
Estas preocupaciones contemporáneas no son tan sólo cruciales
y complejas; son también altamente explosivas. Con bastantes
pleitos, bastantes casos de abusos declarados, llevados a cabo por los
terapeutas (y sacerdotes, maestros, médicos, agentes de policia,
contratistas, supervisores, gurús: por todo aquel que está involucrado
en una situación de desequilibrio de poder), parecía claramente
arriesgado discutir los límites en una novela irreverentemente
cómica. Intenté mantener una perspectiva equilibrada: por un lado,
para encarar la alarmante incidencia del abuso sufrido por los
pacientes, y por otro lado, para enfrentarse a la igualmente
alarmante reacción violenta por la vía legal que amenaza la
verdadera urdimbre de la relación terapéutica.
¿Qué tiene uno que pensar, por ejemplo, de los artículos en
revistas profesionales que proponen seriamente que todas las horas
de terapia sean grabadas en vídeo, con un equipo de cámaras de
seguridad continuamente en marcha, para proteger al paciente del
abuso sexual por parte del terapeuta, y al terapeuta de los falsos
cargos por parte del paciente? ¿Cómo tiene uno que responder a las
directrices moralistas que recomiendan la conducta apropiada,
patrocinadas oficialmente, que tantas organizaciones profesionales
envían por correo a los terapeutas? Estas publicaciones advierten que
los abogados suponen que ese humo anuncia el fuego y, en
consecuencia, instruyen a los profesionales en ejercicio para que, en
todo caso, pequen por exceso de formalidad; se debe llevar corbata;
acabar las sesiones con toda puntualidad; y (para los terapeutas del
sexo masculino) no dar cita a una paciente femenina a última hora
del día. (Pronto se hace uno lo suficientemente cauteloso como para
no citar a nadie a última hora del día.)
Todos estos factores han dado como resultado una nueva
psicoterapia defensiva. La profesión legal ha invadido tanto la
intimidad de la hora de terapia que los administradores no paran de
considerar la medida en que una cámara de televisión de seguridad
destruiría la esencia misma de la empresa terapéutica. Los
terapeutas en ejercicio dirigen las horas de terapia percibiendo la
presencia, como si estuviera ocupando un asiento junto a ellos, de un
abogado atento a los agravios que se puedan producir. Se enseña a
los estudiantes a que escriban sus notas sobre la marcha con todo
cuidado, como si un abogado hostil las estuviera leyendo. Los
terapeutas que han sido injustamente demandados -una cohorte en
crecimiento- se hacen menos abiertos, menos confiados.
Conozco a una competente psiquiatra, plenamente dedicada
-vamos a llamarla doctora Robertson- que trató con éxito a un
paciente con depresión, a base de antidepresivos, durante un año. El
paciente se negaba a someterse a psicoterapia o a tener más de una
visita al mes. La depresión del paciente surgió al cabo de un año y la
doctora Robertson probó sin éxito otros medicamentos. Exhortó al
paciente repetidas veces para que le visitara con más frecuencia y
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SUEÑOS
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un paraíso para mí- empiezo a sentirme dominado por el terror.
Entonces empecé a a ponerme una camisa de dormir con una cara
estampada, viva y sonriente, del oso Smokey. La cara se hace de
pronto más brillante, más tarde luminosa... pronto la cara se
convierte en el centro del sueño, como si toda la energía del sueño se
hubiera transferido a esa inteligente y sonriente cara del osito
Smokey.
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Psicología y Literatura
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-Otro sueño que tuve, Carolyn, fue sobre el contenido del bolso.
Desde luego, como tú sugieres, el dinero viene inmediatamente a la
mente. Pero de que más podía estar lleno que pudiera tener que ver
con nuestra intimidad?
-No estoy segura de lo que quieres decir, Ernest.
-Quiero decir que quizá puedes no estar viéndome como soy
realmente debido a algunas ideas preconcebidas y a algunos sesgos
adoptados sobre la marcha. Quizás estás acarreando alguna vieja
carga que está bloqueando nuestra relación; por ejemplo, heridas de
tus relaciones pasadas con otros hombres, tu padre, tu hermano, tu
marido. O quizás expectativas de otra época: piensa, por ejemplo, en
tu primer terapeuta, Ralph Cooke, y cómo me has dicho a menudo:
«Sé como Ralph Cooke, sé mi amante-terapeuta.» En un sentido,
Carolyn, me estás diciendo: no seas tú, Ernest, sé algo o alguien más.
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EL AQUÍ-Y-EL AHORA
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la cosa más maravillosa que uno podía hacer en la vida era escribir
una excelente novela, pero que, debido a presiones culturales, eligió
la carrera médica y tan sólo décadas más tarde fue capaz de volver a
su verdadera vocación.
Este relato romántico me ha servido bien. Estuvo siempre ahí
en un segundo plano, disponible cuando se necesitaba,
confortándome cuando me veía superado por las dudas sobre mi
investigación profesional o mi práctica terapéutica. Ahora, a medida
que tomo distancia de la reproblematización médica del campo de la
psiquiatría, la narración se ha desplazado más hacia el primer plano.
Siempre que destapo un problema del American Journal of Psychiatry
y hojeo página tras página de informes sobre investigación
psicofarmacológica o neuroimaginación, esperando, en vano,
encontrar aunque sólo sea un artículo que pueda comprender, un
artículo que trate de las inquietudes humanas de los pacientes, sitúo
esta narración más estrechamente ligada a mí, diciendo, «lo mío no
es la medicina, ni incluso la psiquiatría; yo soy un escritor: ahí es
donde realmente vivo».
Una segunda narración esencial, alternativa, que se reveló en
mi análisis comenzó cuando yo tenía trece años. En una fría noche de
noviembre, hacia las tres de la madrugada, mi padre sufrió un grave
infarto de miocardio y estuvimos (mi madre, mi padre y yo)
esperando la llegada de nuestro médico de familia, el doctor
Manchester. Mi madre estaba consternada y, como hacía
habitualmente en los momentos de tensión, miraba buscando a
alguien a quien culpar. Como era habitual, su mirada cayó sobre mí.
«Es culpa tuya -gritaba-, hiciste esto, todo el agravamiento,
todo el dolor que le proporcionaste: tú le hiciste esto. Tú. Tú.»
Esperamos la llegada del doctor, mi madre llorando, mi padre
gimiendo de dolor, y yo temblando vilmente al lado de su cama,
cogiendo su mano, odiando a mi madre y considerando si había algo
de verdad en su acusación. Finalmente llegó el doctor Manchester.
Nunca antes en mi vida había oído un sonido más bello, que aplacara
más el terror, que el de los neumáticos de su gran Buick haciendo
crujir las hojas de otoño, amontonadas al lado de la acera.
Fue maravilloso. Milagroso. Alivió el dolor de mi padre con una
inyección. Calmó a mi madre con tranquilizantes. Despeinó
afectuosamente mi cabello y me permitió coger su estetoscopio.
Esperó con nosotros hasta la llegada de la ambulancia y la siguió
hasta el hospital. Tan agradecido estaba que, en aquel momento y allí
mismo (tal y como lo recuerdo), decidí ser médico y transmitir a los
demás lo que el doctor Manchester me había dado.
Este relato ha tirado de mí la mayor parte de mi vida. Mi
identidad primaria ha sido la de un médico o un curandero, y nunca
he permitido que nada se antepusiera a mi compromiso con los
pacientes. Incluso en los últimos años, en que me he convertido en un
escritor con más dedicación, es difícil liberar mi apego a la narración
vital del «doctor». Sé que me resisto a disminuir mi práctica
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TENDERSE Y PSICOTERAPIA
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resto del terreno más blando había sido colonizado por arrugas y
placas seniles. Le colgaban del cuello profundos pliegues de la piel, y
unos rizos de un musgo velloso de color blanco sobresalían de sus
orejas. Sin embargo, la edad no había derrotado a este hombre: algo
juvenil, incluso infantil, sobrevivía en él. ¿Qué era? Quizá su pelo, gris
y denso, que llevaba cortado casi a rape, o su ropa, una chaqueta
azul tejana cubriendo un suéter blanco de cuello alto.
Se presentaron en la entrada. El doctor Trotter dio un par de
pasos balanceándose hacia el interior del despacho, repentinamente
alzó sus bastones, giró vigorosamente y, aunque por puro azar, en
una pirueta, cayó en su asiento.
-¡Diana! ¿Sorprendido, eh?
Emest no estaba como para que lo distrajeran.
-¿Comprende usted el propósito de esta entrevista, doctor
Trotter, y comprende por qué la estoy grabando?
-He oído que la administración del hospital está considerando
mi nombre para el premio de Trabajador del Mes.
Ernest, le miró fijamente sin pestañear por encima de sus
grandes gafas y no dijo nada.
-Lo siento, yo sé que usted tiene un trabajo que hacer, pero
cuando haya usted pasado de los setenta sonreirá ante intentos como
éste. Sí, setenta y uno la semana pasada. ¿ Y usted tiene, doctor ... ?
He olvidado su nombre. Cada minuto -dijo mientras se daba
golpecitos en la sien-, una docena de neuronas corticales enloquecen
como moscas agonizantes. Resulta irónico que haya publicado cuatro
artículos sobre la enfermedad de Alzheimer, naturalmente he
olvidado dónde, pero era en buenas revistas. ¿Sabía usted eso?
Ernest sacudió la cabeza.
-Así que usted nunca lo supo y yo lo he olvidado. Eso nos deja a
los dos en la misma situación. ¿Sabe usted dos buenas cosas sobre el
Alzheimer? Tus viejos amigos se convierten en tus nuevos amigos, y
puedes ocultar tus propios huevos de Pascua.
A pesar de su irritación, Ernest no pudo evitar sonreír.
-¿Su nombre, edad, y escuela?
-Soy el doctor Ernest Lash, y quizás el resto no viene al caso
ahora, doctor Trotter. Tenemos mucho camino que recorrer hoy.
-Mi hijo tiene cuarenta. Usted no puede tener muchos más. Sé
que se ha licenciado usted en la residencia Stanford. Le oí hablar a
usted el año pasado en el ciclo de conferencias de profesionales. Lo
hizo usted bien. Una presentación muy clara. Todo es psicofármaco
ahora, ¿no? ¿Qué tipo de formación psicoterapéutica estáis teniendo
ahora? ¿Ninguna?
Ernest se sacó el reloj y lo puso sobre la mesa.
-En algún otro momento estaré encantado de enviarle a usted
una copia con el currículo de la residencia Stanford, pero por ahora,
por favor, vamos a entrar en el asunto que tenernos entre manos,
doctor Trotter. Quizás lo mejor sería que me hablara usted de la
señora Felini del modo que a usted mejor le parezca.
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esta mujer.
»Siempre me ha gustado la acción, amo las carreras, apostar
por cualquier cosa: béisbol, baloncesto. Después del instituto me
alisté en la armada y me planté en la universidad gracias a las
ganancias de las partidas de póquer a bordo; durante mi estancia
como interno en el hospital Monte Sinaí, en Nueva York, pasaba
muchas de mis noches libres en una gran partida en la unidad de
obstetricia con los tocólogos de guardia de Park Avenue. Había una
partida continuamente en marcha en la sala de estar de los doctores,
al lado de la sala de trabajo. Siempre que había una mano abierta,
llamaban al operador para que avisara por la megafonía al "doctor
Blackwood." Siempre que oía el aviso por la megafonía, "doctor
Blackwood, se necesita en la sala de partos," podía subir la apuesta
tan rápido como pudiera. Unos doctores fenomenales, todos ellos,
pero tontorrones en el póquer. Ya sabe, Ernest, casi no se les pagaba
nada a los internos por aquel entonces, y al final del año todos los
demás internos tenían grandes deudas. ¿Yo? Yo conducía mi nuevo
De Soto descapotable hasta la residencia, en Ann Arbor, cortesía de
los tocólogos de Park Avenue.
»Volvamos a Belle. Estuve indeciso durante semanas sobre su
apuesta y entonces un día, me jugué el todo por el todo. Le dije a
Belle que podía entender que necesitara un incentivo, e iniciamos una
seria negociación. Yo insistí en dos años. Ella estaba tan agradecida
por haber sido tomada en serio que estuvo de acuerdo con todas mis
condiciones y, rápidamente, le dimos forma a un contrato en firme y
claro. Su parte del trato era permanecer completamente limpia
durante dos años: nada de drogas (incluido el alcohol), nada de
cortes, nada de purgamientos, nada de llevarse hombres de los
bares, o de las carreteras, o llevar a cabo cualquier otra conducta
sexual peligrosa. Las aventuras sexuales urbanas estaban permitidas.
Y nada de conductas ilegales. Pensé que eso lo cubría todo. Ah, sí,
tenía que empezar con la terapia de grupo y prometer participar con
su marido en la terapia de parejas. Mi parte del contrato era un fin de
semana en San Francisco: todos los detalles, hoteles, actividades
habían de ser de su elección: carta blanca. Yo tenía que estar a su
servicio.
»Belle trató este asunto con mucha seriedad. Al finalizar la
negociación, ella sugirió un juramento formal. Trajo una Biblia a la
sesión y los dos juramos sobre ella que respetaríamos nuestra parte
del contrato. Despues de eso nos dimos solemnemente las manos con
nuestro acuerdo.
»El tratamiento siguió como antes. Belle y yo nos
encontrábamos aproximadamente dos veces por semana; tres habría
sido mejor, pero su marido empezaba a quejarse por las facturas de
la terapia. Desde que Belle permanecía limpia y no teníamos que
pasar tiempo analizando sus resbalones, la terapia fue más rápida y
más profunda. Sueños, fantasías: todo parería más accesible. Por
primera vez empezaba a ver gérmenes de curiosidad respecto a sí
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decía. Desde hace cinco años que no estoy despierto para las noticias
de las diez. Y mi pérdida de visión, mi bursitis en los hombros, mi
dispepsia, mi próstata, mi aerofagia, mi estreñimiento. Incluso pensé
en conseguir un audílono, por el efecto que causa.
»Pero todo esto fue una espantosa mete dura de pata. ¡Un error
de ciento ochenta grados! Sólo estimuló su apetito todavía más. Tenía
un encapricharniento algo malsano con la idea de mi estado
enfermizo o incapacitado. Tenía fantasías en las que me daba un
ataque de apoplejía, mi mujer me dejaba, y ella venía a vivir a casa
para cuidarme. Una de sus ensoñaciones favoritas le hacía ser mi
enfermera: se ocupaba de hacerme el té, de lavarme, de cambiarme
las sábanas y el pijama, de ponerme polvos de talco y después se
quitaba la ropa y se acostaba cerca de mí, bajo las cálidas sábanas.
»Cuando habían pasado veinte meses, la mejoría de Belle era
incluso más acusada. Por su cuenta había conseguido meterse en
Toxicómanos Anónimos y asistía a tres reuniones por semana. Estaba
haciendo trabajos como voluntaria en escuelas marginales para
instruir a las chicas adolescentes sobre la anticoncepción y el sida, y
había sido aceptada en un programa de posgrado de la universidad
local.
»¿Qué es eso, Ernest? ¿Cómo podía saber yo que me estaba
diciendo la verdad? Ya sabe, yo nunca dudé de ella. Sé que ella tiene
sus defectos de carácter, pero decir la verdad, al menos conmigo,
parecía casi una compulsión. Al principio de nuestra terapia -creo que
mencioné esto antes- establecimos un contrato que nos comprometía
a decirnos mutuamente la verdad absoluta. Hubo un par de veces, en
las primeras semanas de la terapia, en las que ocultó algunos
episodios particularmente indecorosos de una actuación suya, pero
no pudo soportarlo; se puso frenética por ello, estaba convencida de
que podía leer su pensamiento y que la expulsaría de la terapia. En
cada caso no pudo esperar hasta la siguiente sesión para
confesármela sino que tuvo que telefonearme -una vez después de
media noche para aclarar las cosas.
»Pero su pregunta es una buena pregunta. Había demasiado en
juego en este aspecto como para aceptar sin más su palabra, e hice
lo que usted habría hecho: verifiqué todas las fuentes posibles.
Durante este tiempo me vi con su marido un par de veces. Él
rechazaba la terapia pero estaba de acuerdo en intervenir para
ayudar a acelerar el ritmo de la terapia de Belle, y corroboró todo lo
que ella había dicho. No sólo eso, sino que me dio permiso para
establecer contacto con la consejera de Ciencia Cristiana -lo que
resultaba bastante irónico, ya que estaba preparando su doctorado
en psicología clínica y estaba leyendo mis trabajos- que también
corroboró el relato de Belle: trabajando duro en su matrimonio, nada
de cortes, nada de drogas, trabajo como voluntaria comunitaria. No,
Belle estaba jugando limpio.
»¿Y qué hubiera hecho usted en esta situación, Ernest? ¿Qué?
¿Hubiera estado allí en primera fila? Sí, sí, ya sé, Fácil respuesta. Me
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más terapia, y ahora le está dando a las drogas duras otra vez.
»¿Y sabe usted qué es lo peor? Yo sé que podría ayudarla,
incluso ahora. Estoy seguro de ello, pero se me ha prohibido verla o
hablar con ella por una orden judicial, y bajo la amenaza de un severo
castigo. Recibí varios mensajes telefónicos de ella, pero mi abogado
me advirtió que estaba en un gran peligro y me ordenó que, si quería
permanecer fuera de la cárcel, no respondiera. Contactó con Belle y
le informó de que, por orden judicial, no me estaba permitido
comunicarme con ella. Finalmente dejó de llamar.
»¿Qué vaya hacer? ¿Sobre Belle, quiere decir? Es una decisión
peliaguda. Me matará no ser capaz de responder a sus llamadas, pero
no me gusta la cárcel. Yo sé que podría hacer mucho por ella con diez
minutos de conversación. Incluso ahora. Extraoficialmente:
desconecte la grabadora, Ernest. No estoy seguro de si vaya ser
capaz de acabar de dejar que se hunda. Ni seguro de que pudiera
vivir con ello.
»Así que, Ernest, esto es lo que hay. El final de la historia. Fin.
Permítame decirle, no es éste el modo en el que quería acabar mi
carrera. Belle es el personaje principal en esta tragedia, pero la
situación también es catastrófica para mí. Sus abogados la están
apremiando para que reclame por daños, para que consiga todo lo
que pueda. Se darán un atracón: el pleito por mala práctica
profesional se presenta en un par de meses.
»¡Deprimido! Desde luego que estoy deprimido. ¿Quién no lo
estaría? Yo lo llamo una depresión apropiada. Soy un miserable, un
triste viejo. Desalentado, solo, lleno de dudas sobre mí mismo,
acabando mi vida en la desgracia.
»No, Ernest, no es una depresión que se pueda tratar con
fármacos. No es esa clase de depresión. Sin indicadores biológicos:
síntomas psicomotrices, insomnio, pérdida de peso; nada de eso.
Gracias por el ofrecimiento.
»No, nada de suicidio, aunque admito que me siento atraído
hacia la oscuridad. Pero yo soy un superviviente. Me arrastro hasta la
bodega y lamo mis heridas.
»Sí, muy solo. Mi mujer y yo habíamos estado viviendo juntos
por hábito durante muchos años. Yo he vivido siempre para mi
trabajo; mi matrimonio siempre ha estado en la periferia de mi vida.
Mi mujer siempre decía que yo satisfacía todos mis deseos con la
proximidad de mis pacientes. Y estaba en lo cierto. Pero no es por eso
por lo que me dejó. Mi ataxia está progresando rápidamente, y no
creo que a ella le hiciera ninguna gracia la idea de convertirse en mi
enfermera a tiempo completo. Mi presentimiento es que ella encontró
una buena excusa para romper las ataduras con ese empleo. No
puedo culparla.
»No, no necesito ver a nadie para una terapia. Le dije que no
estoy clínicamente deprimido. Aprecio su interés, Ernest, pero sería
un paciente cascarrabias. Por el momento, como dije, me estoy
lamiendo mis propias heridas y soy bastante bueno lamiendo.
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oyó hablar de él, aparte de una carta (sin remite) que Ernest recibió
un año más tarde.
Querido Ernest:
Tan sólo tú, en estos endemoniados días de caza de brujas,
manifestaste preocupación por mi bienestar. Gracias: fue un fuerte
apoyo. Estoy bien. Perdido, pero sin querer ser encontrado. Te debo
mucho, desde luego esta carta y esta fotografía de Belle y yo. La que
se ve al fondo es su casa, por cierto: a Belle le ha venido una buena
racha de dinero.
Seymour
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