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Irvin D.

Yalom
Psicología y Literatura

IRVIN D.YALOM

Psicología y literatura
El viaje de la psicoterapia a la ficción

PAIDÓS

INTRODUCCIÓN

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

Sentí un estremecimiento cuando Basic Books, mi editorial


durante las tres décadas pasadas, me propuso por primera vez este
libro. Siempre había pensado en una antología como en una colección
póstuma de la obra de un escritor. O bien, si no póstuma, como una
colección retrospectiva recopilada ya al final de la carrera como
escritor. De modo que me pareció que la propuesta era justamente
un jalón más, una etapa de la vida, otro triste recuerdo de la edad:
como cuando me jubilé en la universidad de Stanford; desarrollé el
sarro senil, los achaques en la rodilla; o dije adiós al tenis; o veía
cómo mis hijos se iban casando, cómo se establecían en sus
profesiones o tenían sus propios hijos.
No obstante, de forma gradual, me fui haciendo a la idea de
combinar un libro de lectura y una exposición retrospectiva porque
creía que ofrecía una llamada a escena para muchos trabajos
queridos y largamente olvidados. Con ilusión desempolvé viejos
archivos y releí mis queridos artículos que concernían a cosas tales
como el tratamiento hipnótico en la erradicación de verrugas, los
hematomas postparto, la agresión en el voyeurismo, el LSD,
Hemingway, las enfermedades orgánicas del cerebro en la senectud,
la terapia familiar para la colitis ulcerosa. Pero no me llevó mucho
tiempo darme cuenta de que podía ser el único lector interesado en
tal misteriosa, inconexa y, a menudo, obsoleta colección. Por
consiguiente, los devolví a su lugar (excepto el artículo de
Hemingway, que se salvó) y vi el acierto del punto de vista del editor
de que la lógica razón de ser de tal libro estaría en mostrar la
trayectoria de mi carrera como escritor en el progreso, durante
treinta años, desde el informe de investigación en las revistas
profesionales hacia los escritos de ficción.
Mis primeros libros fueron textos de psicoterapia. Mis trabajos
más recientes son novelas de psicoterapia. Por lo tanto tengo dos
grupos de lectores: los psicoterapeutas, a los que han sido destinados
mis libros de texto durante su preparación académica, y los lectores
profanos en la materia, informalmente interesados en la psicoterapia,
quienes han sido atraídos por el formato de relato de mi obra más
reciente. Espero introducir en estas páginas a cada uno de estos
públicos hacia el otro polo de mi trabajo para descubrir de un modo
suave al lector lego en la materia una psicoterapia más teórica, desde
una perspectiva basada empíricamente y, por otra parte, inculcar en
los terapeutas practicantes una mayor consideración del aspecto
clave que la narrativa juega en el proceso de psicoterapia.
Este volumen refleja uno de mis intereses principales: la
escritura. Desde el principio, en mi esfuerzo por comprender, iluminar
y enseñar la psicoterapia, he estado fascinado con dos de las
principales aproximaciones a la terapia: la terapia de grupo y la
terapia existencial. Fui primeramente formado para pensar como un
científico de la medicina y mis textos de terapia de grupo recogían,

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siempre que fuera posible, la investigación empírica. Más tarde, a


medida que exploraba el campo de la terapia existencial, me pareció
evidente que la investigación empírica tenía menos que ofrecer: las
preguntas que están en torno a las respuestas profundamente
subjetivas de la condición humana no se prestan a la investigación
empírica. Por consiguiente, la mayor parte de mi trabajo en terapia
existencial se basa, primordialmente, en la investigación filosófica: la
mía propia y la de otros.
Este volumen da cuenta del poderoso interés en la narrativa
que ha estado escondido en todos mis escritos profesionales, se ha
insertado de vez en cuando en mis textos y, últimamente, en los
últimos años, lo ha asumido todo.
Aunque puedo situar mi atracción por la literatura ya en mis
primeros años de vida, hubo un momento concreto en mi educación
que supuso para mí un punto de partida en lo relativo al poder de la
narrativa. En mis dos primeros años en la facultad de medicina tuve
un rendimiento suficientemente bueno en mis clases de ciencia
básica. Como un estudiante diligente, siempre estaba entre los
primeros de mi clase, pero actuaba mecánicamente, sin pasión por
ninguna de las partes del currículo científico médico. Como estudiante
de tercer año trabajé como administrativo en psiquiatría y me fue
asignada mi primera paciente. Aunque hace mucho tiempo que olvidé
su nombre, la recuerdo muy bien: una joven, deprimida y pecosa
lesbiana con unas largas y rojas trenzas limitadas por unas espesas
bandas de goma.
Estuve sumamente incómodo en nuestro primer encuentro. Era
obvio para ambos que yo no sabía casi nada de psiquiatría. Quizás
eso supuso una ayuda; estaba sumamente recelosa de mi
especialidad (para ser precisos aquellos eran tiempos en los que los
actos homosexuales eran considerados ilegales, y ella podía haber
sido diagnosticada oficialmente como una desviada sexual). Y no es
sólo que yo fuera un ignorante en psicoterapia: tampoco sabía nada
en absoluto sobre lesbianas, aparte de un estimulante pasaje de
Proust en el que Swann espiaba a dos mujeres haciendo el amor.
¿Qué podía ofrecerle? Todo lo que podía hacer, decidí
finalmente, era permitirle ser mi guía y explorar su mundo tan bien
como pudiera. Su experiencia previa con hombres había sido
horrenda, y yo fui el primero de mi sexo que la escuchó respetuosa y
atentamente. Su historia me conmovió. Pensaba en ella a menudo
entre encuentro y encuentro, y después de unas semanas
desarrollamos una tierna, e incluso, amorosa relación. Parecía
progresar rápidamente. ¿En qué medida su progreso era real? ¿Hasta
qué punto era ello una recompensa por escucharla e interesarme por
ella? Nunca lo supe.
A todos los estudiantes de psiquiatría se nos pedía que
presentáramos un caso en las conferencias semanales sobre casos.
Cuando llegó mi turno, observé en la sala con terror a mi auditorio de
la facultad de psiquiatría, al igual que a algunas lumbreras del

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Instituto Psicoanalítico de Boston. Finalmente, los borré de mi mente,


tragué saliva y empecé. Eso fue hace cuarenta años. Recuerdo poco
de la conferencia, aparte de la quietud y el profundo silencio en la
sala de conferencias cuando les expliqué los encuentros con mi
paciente y el desarrollo de nuestros mutuos sentimientos amorosos.
Nadie se movía ni tomaba notas y, al llegar el momento del debate,
parecía extrañamente que todos los psiquiatras habían olvidado
hacer uso de las palabras. Para mi asombro, muchos hicieron una
generosa alabanza, incluso embarazosa, de mi presentación; otros
comentaron simplemente que mi intervención hablaba por sí misma y
no era necesario decir nada más.
Mi experiencia en aquella conferencia fue una revelación, un
momento de repentina, profunda y clarificadora comprensión. ¿Cómo
había yo producido tal interés en aquel público tan distinguido?
Ciertamente no por la exposición de alguna teoría clarificadora. Ni por
la descripción de una línea de terapia sistemática y efectiva. No, lo
que yo había hecho era algo bastante diferente: yo había transmitido
la esencia de mi paciente y de nuestra relación en la forma de una
historia interesante. Siempre había sabido cómo contar historias y
ahora creía haber encontrado una vía para poner esa habilidad al
servicio de un buen uso. Salí de aquella conferencia, hace ahora
cuarenta años, sabiendo que la psiquiatría era mi vocación. Y
ciertamente, sabiendo también que, de alguna manera, todavía sin
saber cómo, mi particular contribución a la psiquiatría sería como
narrador.
Además de las muchas introducciones de sección y de tres
nuevos ensayos sobre narrativa, el texto de este volumen es un
extracto de mis libros y artículos publicados y está editado con
concisión, amenidad y continuidad. He sido agraciado con la
oportunidad de trabajar con mi hijo, Ben Yalom, en este proyecto, un
escritor y editor extraordinario. Él ha editado este volumen desde el
principio hasta el final, y estoy profundamente en deuda con él por
sus expertos consejos en la organización de este volumen, por el
contenido de las introducciones, y por la selección y edición de los
extractos. También estoy agradecido a mis editores de Basic Books:
Joann Miller, por proponer este volumen, y Gail Winston y John
Donatich por apoyar el proyecto hasta el final.

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Capítulo 1
La literatura informa a la psicología
Estampas literarias
INTRODUCCIÓN∗

Las historias de la psicología a menudo empiezan con el


advenimiento del método científico y los psicólogos experimentales
pioneros como Wundt y Pavlov. Yo siempre he considerado esto una
visión histórica corta de miras: la disciplina de la psicología empezó
mucho antes, en las obras de los grandes pensadores psicológicos
que escribieron sobre las más íntimas motivaciones humanas:
Sófocles, Esquilo, Eurípides, Epicuro, Lucrecio, Shakespeare, y,
especialmente para mí, los grandes novelistas psicológicos
Dostoievski, Tolstoi, y, posteriormente, Mann, Sartre y Camus. Freud
se identificaba como un científico, aunque ni una sola de sus grandes
intuiciones naciera de la ciencia: de forma invariable surgieron de su
propia intuición, su imaginación artística y su profundo conocimiento
de la literatura y la filosofía.
Muchas veces me vuelvo hacia un gran escritor en busca de
una frase o de un recurso literario que me hagan darme cuenta cabal
de algo de una forma contundente y clara. Siguen algunos ejemplos
de ello.
Aislamiento. Hay muchas formas de aislamiento. El aislamiento
interpersonal se refiere a la brecha existente entre uno mismo y los
demás. Es experimentado como soledad y puede mejorarse con una
mayor capacidad para desarrollar y mantener la intimidad con los
otros. El aislamiento intrapersonal se refiere a la falta de integración
personal, a la existencia de partes escindidas de uno mismo. El
aislamiento existencial escinde de un modo más profundo: se refiere
a un abismo insalvable no sólo entre uno mismo y cualquier otro ser,
sino entre uno mismo y el mundo. En su mayor parte, el aislamiento
existencial se oculta de nosotros, pero, como ilustra este pasaje de
Psicoterapia existencial, se nos revela por lo general con la
inminencia de la muerte.
Nadie puede quitarle a otro su propia muerte.1 Aunque


A lo largo de este volumen se utilizan bloques sombreados para indicar el nuevo
texto escrito que introduce y acompaña al material extractado que contiene.
Los números entre corchetes en las notas a pie de página remiten al número de la
nota anterior de ese mismo capítulo en que se encuentra la cita completa de una
referencia bibliográfica.
1
M. Heidegger, Being and Time, traducido por J. Macquarrie y E. Robinson, Nueva
York, Harper & Row, 1962, pág. 284 (trad. cast.: El ser y el tiempo, Madrid, FCE, 9a
ed., 1993).

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podemos estar rodeados de amigos, aunque otros pueden morir por


la misma causa, incluso aunque otros mueran al mismo tiempo (como
en la práctica del antiguo Egipto de matar y enterrar a los sirvientes
con el faraón, o en los pactos de suicidio), en el nivel más
fundamental, morir sigue siendo todavía la experiencia humana más
solitaria.
Todohombre, la moralidad medieval mejor conocida, retrata de
una forma poderosa y simple la soledad del hombre que se encuentra
con la muerte.2 Todohombre es visitado por la muerte, la cual le
informa que debe iniciar su última peregrinación hacia Dios.
Todohombre le suplica misericordia, pero en vano. La muerte le
informa de que debe prepararse para el día del que «ningún hombre
vivo puede escapar». En su desesperación, Todohombre trata
apresuradamente de encontrar ayuda. Asustado y, por encima de
todo, aislado, ruega a los demás que le acompañen en su viaje. El
personaje Familiares rechaza el ir con él:

Sé un hombre alegre
tómatelo con la moral alta y no gimas
pero de una cosa te quiero avisar por santa Ana
como ha de pasar conmigo, irás solo.

Como hace la prima de Todohombre que alega estar


indispuesta:

¡No, por nuestra Señora! Tengo calambre en la punta del


pie
no confíes en mí. Puesto que así, Dios me asista
te engañaré cuando más lo necesitas.

Es abandonado del mismo modo por cada uno de los demás


personajes alegóricos de la obra: Fraternidad, Bienes Mundanos y
Conocimiento. Incluso sus atributos le abandonan:

Belleza, fuerza y criterio.


Cuando la muerte exhala su aliento
todo se aleja de mí con gran celeridad.

Todohombre finalmente se salva de su aislamiento existencial


porque una figura, Buenas Obras, desea ir con él incluso hasta la
muerte. Y, en efecto, ésta es la moral cristiana de la obra: las buenas
obras, dentro del contexto de la religión, proporcionan un apoyo
contra el supremo aislamiento. El hombre secular de hoy en día, que
no puede o ni quiere aceptar la fe religiosa, debe igualmente hacer el

2
Everyman, en The Norton Anthology of English Literature, editado por M. Abrams y
otros, vol. 1, Nueva York, W. W. Norton, 1962, págs. 281-303. R. Bollendorf,
disertación doctoral inédita, Northern Illinois University, 1976.

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viaje en solitario.
Aislamiento. Si no aceptamos el aislamiento existencial,
tendemos a buscar consuelo en nuestras relaciones interpersonales.
Más que relacionarnos auténticamente, generosamente, utilizamos al
otro para una función. En este pasaje de Psicología existencialesta,
recurro a la obra de Lewis Carroll en mi discusión sobre sobre una de
tales funciones: utilizar al otro para confirmar nuestra existencia.
«Lo peor de estar solo, la idea que me saca de quicio, es que en
un momento como éste, puede que nadie en el mundo esté pensando
en mí». Así se expresaba un paciente en una sesión de grupo, un
paciente que había sido hospitalizado debido a un ataque de pánico
cuando se encontraba solo. Hubo un acuerdo instantáneo con
respecto a esta experiencia entre los demás miembros de este grupo
de terapia con pacientes hospitalizados. Uno de diecinueve años de
edad, que había sido hospitalizado por haberse cortado las venas
después de la ruptura de una relación romántica, dijo simplemente:
«¡Preferiría estar muerto a estar solo!». Otro dijo, «Cuando estoy solo,
es cuando oigo voces. ¡Quizá las voces que oigo son un modo de no
estar solo!», (una fascinante explicación fenomenológica de la
alucinación). Otra paciente que, en varias ocasiones, se había
mutilado, afirmaba que lo había hecho debido a su desesperación por
la relación tan insatisfactoria que mantenía con un hombre. Sin
embargo, no podía dejarlo porque sentía terror a estar sola. Cuando
le pregunté qué es lo que le aterrorizaba de la soledad, dijo con una
cruda y directa lucidez psicótica: «Cuando estoy sola no existo».
La misma dinámica habla por boca de los niños con sus
incesantes peticiones, «Mira, mira», «Mírame»: se requiere la
presencia del otro para hacer real la realidad. (Aquí, como en otro
lugar, cito la experiencia del niño como una manifestación anterior,
no como causa, de un conflicto subyacente.) Lewis Carroll expresó
maravillosamente en A través del espejo la cruda creencia,
mantenida por muchos pacientes, de que «Existo tan sólo en la
medida en que soy pensado». Alicia, Tweedledee, y Tweedledum se
encuentran durmiendo al Rey Rojo:

—Ahora está soñando —dijo Tweedledee—, ¿y en qué pensáis que


está soñando?
—Nadie puede adivinar eso —dijo Alicia.
—¡Vaya!, ¡en ti! —exclamó Tweedledee, dando palmadas
triunfalmente—. Y si él dejara de soñar contigo, ¿dónde supones que
estarías?
—Donde estoy ahora, desde luego —dijo Alicia.
—¡Tú no! —replicó Tweedledee despectivamente—. No estarías en
ninguna parte. ¡Vaya!, ¡tú eres sólo una cosa en este sueño!
—Si ese rey que hay ahí se despertara —añadió Tweedledum—, te
apagarías, ¡bang!, ¡justo igual que una vela!
—¡No lo haría! —exclamó Alicia con indignación—. Además, si yo soy
sólo una cosa en su sueño, ¿qué eres tú, me gustaría saberlo?
—Ídem —dijo Tweedledum.

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—¡Ídem de ídem! —gritó Tweedledee.
Gritó esto tan alto que Alicia no pudo ayudar diciendo:
—¡Shh! Lo vas a despertar, me temo, si haces tanto ruido.
—Bien, de nada sirve tu charla sobre despertarle —dijo Tweedledum
—cuando tú eres tan sólo una de las cosas de su sueño. Tú sabes
muy bien que no eres real.
—¡Yo soy real! —dijo Alicia, y empezó a llorar.
—No te harás un poco más real a base de llorar —subrayó
Tweedledee—. No hay nada por lo que llorar.
—Si no fuera real —dijo Alicia riendo a través de sus lágrimas, tan
ridículo como parecía todo— No sería capaz de llorar.
—¿No creerás que ésas son lágrimas reales? —interrumpió
Tweedledum con un tono de gran desprecio. 3

Amor y libertad. La subagrupación en los grupos de


psicoterapia, especialmente el emparejamiento romántico,
resulta por lo general destructivo para el grupo. Pero en
ocasiones, si dos pacientes involucrados románticamente están
altamente comprometidos con su trabajo en la terapia y desean
analizar su relación, puede extraerse un beneficio considerable
de ello. En una extensa viñeta de The Theory and Practice of
Group Psychotherapy, describo la historia de Jan y Bill,
miembros de un grupo de terapia a largo plazo con pacientes
no hospitalizados, quienes durante un breve período de tiempo,
se comprometieron sexualmente y permanecieron en el grupo
para analizar lo que la relación podía enseñarles respecto a
ellos mismos. En el extracto siguiente se dicute el uso que hace
Bill de varias ideas sobre el amor y la libertad de la novela de
Camus La caída.

Durante muchas sesiones, el grupo se enfrascaba en temas


tales como, el amor, la libertad y la responsabilidad. Jan, cada vez
con mayor franqueza, se enfrentaba a Bill. Ella le empujó levemente
preguntándole exactamente en qué medida se sentía atraído por ella.
Él se sintió violento y aludió tanto a su amor por ella como a su falta
de inclinación por establecer una relación duradera con una mujer. En
realidad, él se encontraba «desconectado» ante toda mujer que
quisiera una relación a largo plazo.
Me acordé de una actitud comparable hacia el amor en la
novela La caída, donde Camus expresa la paradoja de Bill con una
claridad aplastante:

No es cierto, después de todo, que nunca haya amado. Al


menos concebí un gran amor en mi vida, del cual siempre fui el
objeto […] únicamente la sensualidad dominaba mi vida amorosa […]
En todo caso, mi sensualidad (para limitarme a ello) era tan real que
incluso por una aventura de diez minutos habría renegado de padre y
3
L. Carrol, citado en J. Solomon, «Alice and the Red King» International Journal of
Psychoanalysis 44, 1963, págs. 64-73.

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madre, incluso aunque fuera a arrepentirme amargamente de ello. En
efecto, especialmente por una aventura de diez minutos, e incluso
más, de estar seguro que no dejaría secuelas. 4

El terapeuta de grupo, si estaba para ayudar a Bill, tendría que


asegurar que había de haber una secuela.
Bill no quería cargar con la depresión de Jan. Habría mujeres
por todo el país que le amarían (y cuyo amor le haría sentirse vivo),
aunque para él estas mujeres no tenían una existencia independiente.
Prefería pensar que sus mujeres cobraban vida cuando él aparecía
para ellas. Una vez más, Camus hablaba por él:

Podría vivir felizmente sólo con la condición de que todos los


individuos sobre la tierra, o el número más grande posible de ellos, se
volvieran hacia mí, eternamente en suspenso, desprovistos de una
vida independiente y preparados para responder a mi llamada en
todo momento, condenados, en resumen, a la esterilidad hasta el día
en que me dignara favorecerlos. En resumidas cuentas, para que yo
viva felizmente sería esencial que las criaturas elegidas por mí no
vivieran en absoluto. Deberían recibir su vida, esporádicamente,
solamente por mandato mío.5

Jan presionaba implacablemente a Bill. Le dijo que había otro


hombre que estaba seriamente interesado por ella, y le rogaba a Bill
que fuera franco con ella, que fuera sincero sobre sus sentimientos
hacia ella, que la dejara libre. Por ahora Bill estaba bastante seguro
de que ya no deseaba a Jan. (En realidad, como tuvimos que saber
más tarde, había ido creciendo su compromiso de forma gradual con
la mujer con la que vivía.) Sin embargo, no podía permitir que las
palabras pasaran a sus labios; un tipo extraño de libertad, que el
mismo Bill iba comprendiendo cada vez más: la libertad de tomar
pero no de renunciar. (Camus otra vez: «Creedme, para ciertos
hombres al menos, ¡no tomar aquello que no desean es lo más duro
del mundo!»)6 Insistía en que se le había concedido la libertad de
elegir sus placeres, aunque, como llegó a vislumbrar, no tenía la
libertad de elegir por sí mismo. Casi invariablemente, su elección
tenía como resultado un concepto menos bueno de sí mismo. Cuanto
mayor era el odio hacia sí mismo, más compulsiva, menos libre, era
su ciega persecución de las conquistas sexuales que le ofrecían
solamente un bálsamo fugaz.

La transferencia —esto es, nuestra proclividad a


experimentar a otro de un modo irracional— es particularmente
compleja en los grupos de terapia donde los pacientes deben
relacionarse no sólo con el terapeuta, que ostenta una posición

4
A. Camus, The Fall, Nueva York, Vintage Books, 1956, pág. 58 (trad. cast.: La
caída, Madrid, Alianza, 4ta. ed., 1998).
5
Ibid., pág. 68.
6
Ibid , pág. 63.

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de gran autoridad en elgrupo, sino con los demás miembros. En


esta selección perteneciente a The Theory and Practice of
Group Psychotherapy, me baso en Guerra y Paz de Tolstoi para
esclarecer la naturaleza de la transferencia.

Freud era muy sensible al poderoso e irracional modo en que


los miembros de un grupo ven a su líder, e hizo una importante
contribución analizando sistemáticamente este fenómeno y
aplicándolo a la psicoterapia. No obstante, obviamente, la psicología
del miembro del grupo y del líder ha existido desde las más
tempranas agrupaciones humanas y Freud no fue el primero en darse
cuenta de ello. Para citar solamente un ejemplo, en el siglo XIX,
Tolstoi fue profundamente conciente de las sutiles complejidades de
la relación miembro-líder en los dos grupos más importantes de su
tiempo: la iglesia y el ejército. Su comprensión de la sobrevaloración
del líder proporciona a Guerra y paz la mayor parte de su patetismo y
riqueza. Consideremos la opinión de Rostov sobre el zar:

Se encontraba completamente entregado a un sentimiento de


felicidad cuando el zar se encontraba cerca. Solamente su
proximidad, por sí misma, le compensaba para el resto del día. Era
feliz, como un amante es feliz cuando ha llegado el momento de un
encuentro largamente esperado. No sentía su proximidad mirando
atrevido en torno a sí desde la primera fila, sino por un instante de
éxtasis en el que no miraba a ninguna parte. Y lo sentía no sólo por
el sonido de las pisadas de los cascos en la cabalgata que se
aproximaba, lo sentía porque a medida que el zar estaba más cerca
todo se hacía más brillante, más alegre e importante y más festivo.
Cada vez más y más cerca se desplazaba este sol, tal y como le
parecía a Rostov, derramando en torno a él rayos de una suave y
majestuosa luz, hasta que se sentía envuelto en ese, oía su voz, esa
voz acariciadora, tranquila, majestuosa, y, aún así, sencilla […] Y
Rostov despertó y salió a deambular por entre las hogueras, soñando
en la felicidad de morir, no salvando la vida del emperador, (en la que
no osaba soñar) sino sencillamente morir ante los ojos del emperador.
Realmente sentía amor por el zar y la gloria de las fuerzas armadas
rusas, y la esperanza de la victoria que habría de venir. Y él no era el
único hombre que se sentía así en aquellos días memorables de la
batalla de Austerlitz: nueve de cada diez hombres del ejército ruso
estaban en aquel momento enamorados, aunque menos
extasiadamente, con su zar y con la gloria de las fuerzas armadas
rusas.7

En efecto, parecería que la inmersión en el amor de un líder es


un prerrequisito para la guerra. ¡Cuan irónico resulta que,
probablemente, haya habido más muertes bajo los auspicios del amor
que del odio!

7
L. Tolstoi, War and Peace, Nueva York, Modern Library, 1931, pág. 231 (trad. cast.:
Guerra y paz, Madrid, Alba, 1997).

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Napoleón, ese consumado líder de los hombres, según Tolstoi,


no ignoraba de la transferencia, ni dudó en utilizarla al servicio de la
victoria. En Guerra y paz, le hizo pronunciar este despacho a sus
tropas en la víspera de la batalla:

¡Soldados! Yo mismo dirigiré vuestros batallones. Me protegeré del


fuego, si vosotros, con vuestra habitual bravura, lleváis la derrota y el
desorden a las filas del enemigo. Pero si por un momento la victoria
resulta dudosa, veréis a vuestro emperador expuesto al ataque más
encarnizado del enemigo, porque ahí no puede darse incertidumbre
alguna sobre la victoria, especialmente en este día, cuando es una
cuestión de honor de la infantería de Francia, sobre la que descansa
el honor de nuestra nación.8

Una de las fuentes fundamentales de la ansiedad, desde un


marco de referencia existencial, es el sinsentido. Parecemos ser
criaturas en busca de significado que son lanzadas a un universo y un
mundo que carece intrínsecamente de significado. En la siguiente
selección de Psicoterapia Existencial extraigo pasajes de la obra de
Sartre Las moscas para ilustrar varios modos posibles de crear la
sensación del significado de la vida.
Más que ningún otro filósofo de este siglo, Sartre ha sido
inflexible en su visión de un mundo carente de sentido. Su posición
sobre el significado de la vida es lacónica y despiadada: «Todas las
cosas existentes nacen sin razón alguna, continúan en la precariedad
y mueren por accidente. [...] Es un sinsentido que hayamos nacido; es
un sinsentido que muramos».9 La visión de Sartre sobre la libertad le
deja a uno sin la sensación del sentido personal y sin directrices para
la conducta; en efecto, muchos filósofos han sido sumamente críticos
con el sistema filosófico sartreano precisamente debido a la carencia
de un componente ético. La muerte de Sartre en 1980 puso fin a una
carrera prodigiosamente productiva, y su tratado sobre ética,
largamente prometido nunca fue escrito.
No obstante, en su obra de ficción, Sartre a menudo retrataba
individuos que descubren algo por lo que vivir y algo con lo que
vivir. La descripción de Sartre sobre Orestes, el héroe de su obra Las
moscas (Les Mouches) es particularmente ilustrativa.10 Orestes,
criado fuera de Argos, viaja a casa para encontrar a su hermana
Electra y juntos vengan la muerte de su padre (Agamenón) matando
a los asesinos: su madre, Clitemnestra y su marido, Egisto. A pesar de
las afirmaciones explícitas de Sartre sobre la falta de sentido de la
vida, su obra puede leerse como un viaje hacia el significado. Seguiré
a Orestes cuando busca valores en los que basar su vida. Orestes

8
Ibid., pág. 245
9
J. P. Sartre, citado en R. Hepburn, «Questions about the Meaning of Life»,
Religious Studies 1, 1965, págs. 125-140.
10
J. P. Sartre, No Exit and Three Other Plays, Nueva York, Vintage Books, 1955 (trad.
cast.: Las moscas, Madrid, Alianza, 6a ed.)

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primero busca significado y un propósito en su vuelta a casa, raíces y


camaradería:

Trata de comprender que quiero ser un hombre que pertenece


a alguna parte, un hombre entre camarada. Tan sólo considéralo.
Incluso el esclavo doblado bajo su carga, que cae por la fatiga y mira
sin ánimo el terreno y el pie hay frente a él, incluso el pobre esclavo
puede decir que está en su ciudad, como un árbol está en un bosque
o una hoja sobre el árbol. Argos le rodea por completo, cálido,
compacto y confortable. Sí, Electra, sería felizmente ese esclavo y
gozaría de ese sentimiento de percibir la ciudad en torno a mí como
un manto y acurrucarme en él.11

Más tarde cuestiona su propia conducta en la vida y se da


cuenta de que siempre ha hecho lo que ellos (los dioses) deseaban
para poder encontrar la paz dentro del poder establecido.

De manera que esa es la razón de las cosas. Vivir en paz:


siempre una paz perfecta. Ya veo. Siempre diciendo «perdón» y
«gracias». Eso es lo que se quiere, ¿eh? La razón de las cosas. Su
Razón de las Cosas.12

En este momento de la obra Orestes se desprende de golpe de


su anterior sistema de significado y entra en la crisis de la falta de
sentido:

Qué cambio se ha operado en todas las cosas […] hasta ahora


yo sentía algo cálido y viviente en torno a mí, como una presencia
amigable. Ese algo acaba de morir. Qué vacío. Qué vacío sin fin. 13

Orestes, en ese momento, da el salto que Sartre dio en su vida


personal: no un salto a la fe (aunque ello descanse sobre un
argumento no más sólido que un salto de fe) sino un salto al
«compromiso», a la acción, a un proyecto. Dice adiós a los ideales de
la comodidad y la seguridad y persigue, con la ferocidad del cruzado,
su propósito recién descubierto:

Yo digo que hay otro camino: mi camino. Que no puedes verlo.


Empieza aquí y desciende hasta la ciudad. Debo bajar a las
profundidades que te secundan. Porque vives enteramente en la base
de un abismo. [...] Espera. Dame tiempo para decirle adiós a todas las
claridades, las etéreas claridades que fueron mías. [...] Ven, Electra,
mira nuestra ciudad. [...] Me rechaza con sus altos muros, sus rojos
tejados, sus puertas cerradas. Y, aún así, es mía si la quiero. Me
convertiré en un hacha y abriré esos muros por la mitad. 14

El nuevo propósito de Orestes evoluciona rápidamente, y


11
Ibid., pág. 91.
12
Ibid., pág. 92.
13
Ibid.
14
Ibid., pág. 94.

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asume una carga similar a la de Cristo:

Escucha, todas esas gentes temblando de miedo en sus


oscuras habitaciones, suponiendo que yo me hago cargo de todos sus
crímenes. Suponiendo que me propongo ganar el nombre de
«escamoteador-de-culpas» y que acumularé sobre mí todos sus
remordimientos.15

Más tarde, Orestes, desafiando a Zeus, decide asesinar a


Egisto. Su declaración en ese momento indica un claro sentido de su
determinación: escoge la justicia, la libertad y la dignidad, e indica
que él sabe lo que es «justo» en la vida.

No me importa Zeus. La justicia es un asunto entre hombres y


yo no tengo un Dios que me instruya. Es justo aplastarte como la
bestia inmunda que eres, y liberar a las gentes de tu maligna
influencia. Es justo devolverles su sentido de la dignidad humana. 16

Y está feliz de haber encontrado su libertad, su misión y su


camino. Aunque Orestes debe llevar la carga de ser el asesino de su
madre, es mejor así que no tener misión alguna, sentido alguno, que
deambular sin rumbo fijo por la vida.

Cuanto más pesada sea la carga, más complacido estaré;


porque esa carga es mi libertad. Tan sólo ayer caminaba por la tierra
al azar; miles de caminos recorrí que no llevaron a ninguna parte,
porque eran otros los caminos de los hombres. [...] Hoy tengo tan sólo
una senda y el cielo sabe adonde conduce. Pero es mi camino. 17

Entonces Orestes encuentra otro sentido, y para Sartre, un


importante sentido: que no hay un sentido absoluto, que está solo y
debe crear su propio sentido. Le dice a Zeus:

De pronto, cuando menos te lo esperabas, la libertad cayó


sobre mí con gran estrépito y me enamoró perdidamente. Mi juventud
la trajo el viento, y sé que estoy solo [...] y que no quedó nada en el
cielo, justo o equivocado, ni nadie para darme órdenes. [...] Estoy
condenado a no tener otra ley que la mía propia. [...] Cada hombre
debe encontrar su propio camino.18

Cuando propone abrir los ojos de las gentes de la ciudad, Zeus


declara enérgicamente que, si Orestes arranca los velos de sus ojos
«verán sus vidas como son: abyectas y fútiles». Pero Orestes
mantiene que ellos son libres, que es justo que afronten su
desesperación y pronuncia su famoso manifiesto existencial: «La vida

15
Ibid.
16
Ibid., pág. 105.
17
Ibid., pág. 108.
18
Ibid., págs. 121-22.

184
Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

humana empieza más allá de la desesperación».19


Un propósito final, la autorrealización, surge cuando Orestes
coge la mano de su hermana para iniciar su viaje. Electra pregunta,
«¿A dónde?» y Orestes responde:

Hacia nosotros mismos. Más allá del río y las montañas están
un Orestes y una Electra esperándonos y debemos recorrer nuestro
paciente camino hacia ellos.20

Y así, Sartre —el mismo Sartre que dijo que «el hombre es una
pasión fútil», y que «es un sinsentido el haber nacido; es un
sinsentido que muramos»— llegó a una posición en la ficción valora
claramente la búsqueda de significado, e incluso sugiere los caminos
que hay que seguir en esa búsqueda. Estos incluyen encontrar un
«hogar» y compañerismo en el mundo, acción, libertad, rebelión
contra la opresión, ocuparse de los demás, tolerancia,
autorrealización, y compromiso, siempre y por encima de todo,
compromiso.
¿Y por qué hay significados que alcanzar? Sobre esa cuestión
Sartre guarda el más absoluto silencio. Ciertamente, los significados
no son establecidos por orden divina; no existen «ahí fuera», porque
no hay Dios, y nada existe «ahí fuera» al margen del hombre. Orestes
simplemente dice, «Yo quiero pertenecer», o «Es justo» servir a los
demás, devolver la dignidad al hombre, o abrazar la libertad; o cada
hombre «debe» encontrar su propio camino, debe viajar hacia el
Orestes plenamente realizado que le espera. Los términos «querer» o
«es justo» o «debe» son puramente arbitrarios y no constituyen una
base firme para la conducta humana; aunque parecen ser los mejores
argumentos que Sartre pudo reunir. Parece estar de acuerdo con la
posición pragmática de Thomas Mann: «Ya sea así o no lo sea, sería
bueno para el hombre comportarse como si así fuera».
Lo que es importante tanto para Sartre como para Camus es
que los seres humanos reconozcan que uno debe inventar los propios
significados (más que descubrir el significado de Dios o la naturaleza)
y entonces implicarse plenamente en alcanzar ese significado. Esto
requiere que uno esté, como ha sostenido Gordon Allport, «medio
seguro y entusiasta»,21 una proeza nada fácil. La ética de Sartre exige
un salto hacia el compromiso. En este único punto están de acuerdo
la mayor parte de los sistemas de la teología occidental y el
existencialismo ateo: es bueno y justo que uno se sumerja en la
corriente de la vida.
Las actividades seculares que proporcionan a los seres
humanos el sentido de un propósito en la vida están apoyadas por los
19
Ibid., pág. 123.
20
Ibid., pág. 124.
21
G. Allport, citado en V. Frankl, The Will to Meaning, Cleveland, New American
Library, 1969, pág. 66 (trad. cast.: La voluntad de sentido, Barcelona, Herder, 3a
ed., 1994).

184
Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

mismos argumentos que Sartre avanzó para Orestes: parecen justas;


parecen buenas; son intrínsecamente satisfactorias y no necesitan ser
justificadas sobre la base de otra motivación.

Decisiones. Todo terapeuta trata frecuentemente con


pacientes que se sienten atormentados ante una decisión. En
mi discusión sobre la preocupación suprema de la libertad en
Psicoterapia existencial trato ampliamente de los impedimentos
que hay para el deseo, la disposición y la decisión. John Gardner
fue un maravilloso novelista filosófico y en esta breve selección
utilizo un pasaje de su novela Grendel para clarificar un aspecto
de la toma de decisiones.

Hay algo sumamente doloroso en las decisiones sin tomar. Al


examinar a mis pacientes e intentar analizar el significado (y la
amenaza) que la decisión tiene para ellos, lo que primero me llama la
atención es la diversidad de la respuesta. Las decisiones por muchas
razones: algunas son obvias, otras son inconcientes y otras, como
veremos, llegan hasta las más profundas raíces del ser.
Las alternativas excluyen. El protagonista de la novela Grendel,
de John Gardner, hace una peregrinación para ver a un anciano
sacerdote y poder aprender sobre los misterios de la vida. El sabio
hombre dijo: «El supremo mal es que el Tiempo es perpetuamente
perecedero y siendo real implica eliminación». Sintetizó sus
meditaciones sobre la vida en dos simples pero terribles
proposiciones, de seis devastadoras palabras: «Las cosas pasan, las
alternativas excluyen».22 Considero que el mensaje del sacerdote está
profundamente inspirado. «Las cosas pasan» se refiere a la
omnipresencia de la ansiedad de la muerte, y «las alternativas
excluyen» es una de las razones fundamentales de que las decisiones
sean difíciles.

Capítulo 2
La psicología informa a la literatura
Ernest Hemingway:
22
J. Gardner, Grendel, Nueva York, Ballantine Books,1971, pág. 115 (trad. cast.:
Grendel, Barcelona, Destino, 1982).

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

una perspectiva psiquiátrica

INTRODUCCIÓN

«Ernest Hemingway: una perspectiva psiquiátrica» que escribí


con mi mujer, Marilyn, fue publicado en los Archives of General
Psychiatry (junio de 1971). Este artículo ilustra otra faceta de la
relación de interdependencia entre la literatura para esclarecer la
psicología, usamos la pericia psicodinámica para comprender la vida
y la obra del autor. Tal enfoque es útil solamente en el caso de ciertos
autores y para ciertas obras de arte. Las comprensiones
psicodinámicas tienen mucho que ofrecer para comprender a Ernest
Hemingway quien, aunque era un genio del estilo, fue (como
resultado de sus tormentos personales) un guía limitado para la vida.
Esta selección postula que los conflictos internos de Hemingway
dieron cuenta, dominaron, y quizás perjudicaron su visión artística a
medida que luchaba una y otra vez en la ficción contra el mismo
conjunto de temas personalmente sin resolver. (Archives of General
Psychiatry, 24, 1971, págs. 485-494)
Ernest Hemingway murió como consecuencia del suicidio el 2
de julio de 1961. Desde entonces sus restos han sido revueltos por
hordas de periodistas, críticos, biógrafos y panegiristas, intentando
todos ellos, incluidos nosotros también, valorar el legado de
Hemingway. Como estudiosos nos congregamos en torno a sus restos
históricos y literarios; Hemingway habría dicho: como hienas en torno
a la carroña.
Nos sumamos a esta congregación sabiendo que ya está
atestada de gente y dándonos cuenta de que buscamos el curso
hasta la muerte de un hombre más que su bendición. ¿Qué tienen
que añadir todavía un psiquiatra y una catedrática de literatura a las
innumerables palabras que ya han sido publicadas? Fue quizá la
aparición de la biografía 23 largamente esperada de Baker lo que nos
convenció de que, a pesar de lo meticuloso de su útil trabajo
enciclopédico, algunas áreas extremadamente importantes del
mundo interior de Hemingway estaban todavía sin explorar. Hasta
donde el psiquiatra trata de comprender a su paciente, nosotros
emprenderemos un examen de los principales conflictos
psicodinámicos con los que tuvo que luchar Hemingway. No nos
proponemos, desde luego, explicar o diseccionar su genio, sino
solamente clarificar las fuerzas internas que conformaron la
estructura y el fundamento de su obra. Nuestros datos son los
acontecimientos registrados de la vida de Hemingway y sus propios
escritos. También hemos sido bastante afortunados al poder contar
con el consejo del general de división Charles T. (Buck) Lanham, uno

23
C. Baker, Ernest Hemingway. A Life Story, Nueva York, Charles Scribner's Sons,
1969.

184
Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

de los más íntimos amigos de Hemingway, cuyos perspicaces


recuerdos y sugerencias han sido inestimables para la preparación de
este manuscrito.
Para un psiquiatra, es mucho más que un importante escritor,
incluso más que el novelista americano mejor conocido del siglo.
Cuando vivía era una figura pública de primera magnitud, reconocible
en el acto para una persona culta de este país y de la mayor parte de
Europa. Su nombre era sinónimo de un enfoque de la vida
caracterizado por la acción, el coraje, la destreza física, la resistencia,
la violencia, la independencia, y por encima de todo «la elegancia
bajo la presión», atributos bien conocidos que todos nuestros lectores
podrían haber recogido en una lista parecida. En resumen, era el
modelo heroico de una época.
Un héroe es, en gran medida, un reflejo, símbolo, o síntoma de
la cultura que lo ha creado. No obstante, la imagen de Hemingway
fue de tal vitalidad que no sólo reflejó su cultura sino que ayudó a
configurarla y a perpetuarla. El amplio contacto de Hemingway con
los medios de comunicación de masas dejó la marca de sus valores
en la vida psíquica contemporánea; ha sido incorporado al tejido de la
estructura del carácter de una generación de norteamericanos.
Incluso aquellos que no lo leyeron, estuvieron familiarizados con sus
famosos sustitutos cinematográficos: Gary Cooper en Adiós a las
armas y ¿Por quién doblan las campanas?, Humphrey Bogart en
Tener y no tener, Tyrone Power en The sun also rises, Gregory Peck
en Las nieves del Kilimanjaro, Burt Lancaster en Forajidos y Spencer
Tracy en El viejo y el mar.
Hoy Hemingway todavía tiene muchos seguidores,
especialmente entre los adolescentes y los jóvenes universitarios,
aunque éstos tengan nuevos ídolos. Mientras que el joven no puede
negarle su posición literaria, como líder de una revolución de estilo en
la prosa, hay muchos indicios de que ya no es el modelo de héroe
para una generación emergente de creadores de la cultura. Aquellos
comprometido en la militancia de una política nacional de paz
encuentran difícil que pueda emularse a un hombre que escribió que
no podía creer en nada excepto en que uno debería luchar por su
propio país siempre que fuera necesario.24 Los activistas jóvenes
están desilusionados con el autor que se abstuvo del compromiso
político y social, porque él fue un hombre básicamente apolítico que
se sentía atraído por la batalla, menos por el compromiso ideológico
que por el aliciente del peligro y la excitación. A diferencia de los
escritores con una mentalidad social de la década de los treinta, que
intentaron sin éxito movilizarlo, él pronto perdió cualquier deseo
idealista de cambiar el mundo, como expresó en tono humorista en
este verso de 1924:

Conozco monjes que se masturban por la noche

24
Carta de E. Hemingway a Charles E. Lanham, del 27 de noviembre de 1947.

184
Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura
que se tiran a sus gatos
que a algunas chicas agarran
y aún así
¿qué puedo yo hacer
para poner las cosas en su sitio? 25

Con la perspectiva de apenas diez años, nos parece que el


legado de Hemingway es más un legado por la forma que por la
sustancia, que será recordado como un genio del estilo pero como un
limitado guía para la vida. Mientras apreciamos las consideraciones
existenciales generadas por los encuentros de Hemingway con el
peligro y la muerte, no apreciamos la misma medida de universalidad
e intemporalidad que asociamos con un Tolstoi, o un Conrad o un
Camus. ¿Por qué es así?, nos preguntamos. ¿Por qué es tan
restringida la visión que Hemingway tiene del mundo? Sospechamos
que las limitaciones de la visión de Hemingway están relacionadas
con sus restricciones psicológicas personales. Hay muchas cuestiones
sobre el universo que no suscitó nunca. Incluso hay muchas más
acerca de sí mismo que nunca se atrevió a plantear. Así como no hay
duda de que fue un escritor extraordinariamente dotado, tampoco
hay duda de que fue un hombre extremadamente agitado,
implacablemente sujeto a sus impulsos durante toda la vida, que en
una psicosis depresiva paranoide pondría fin a su vida a los sesenta y
dos años.
Durante su formación, al psiquiatra normalmente se le hace
escribir un informe por cada paciente, en el que intenta «explicar» el
mundo interior del paciente a través de un análisis del pasado y de
las fuerzas interpersonales e intrapersonales que en el momento
actual operan en él. Esta «formulación dinámica», como así se le
denomina, invariablemente es la tarea más dificultosa del estudiante:
generalmente está perdido en un mar de información, la corriente de
múltiples escuelas teóricas que se suceden como otros tantos sólidos
barcos de transporte, aunque ninguno parezca capaz de acarrear
toda la carga de la información clínica disponible por paciente. La
«fiabilidad» de la formulación dinámica es lenta, esto es, muchos
psiquiatras con una información similar compondrán formulaciones
radicalmente diferentes. La «validez» no resulta mejor, ya que la
formulación dinámica se correlaciona poco con el diagnóstico y el
curso clínico del paciente.
El psiquiatra que ofrece gratuitamente una formulación
dinámica de un paciente al que nunca ha visto debe ser
particularmente humilde. Ernest Hemingway se resistió a la
introspección psicológica profesional durante su vida y ahora,
póstumamente, muestra la misma falta de cooperación con la
investigación clínica. Sin embargo, esperamos sugerir un marco de
referencia a través del cual las piezas de información dispares puedan
organizarse en un esquema lógico coherente, que pueda generar

25
E. Hemingway, «The Earnest Liberal’s Lament», Der Quershnitt, otoño de 1924.

184
Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

nuevas hipótesis para una futura investigación.


A diferencia del estudiante de psiquiatría que se esfuerza por
dar sentido a la avalancha de los datos de la entrevista anamnésica,
de la fantasía, el sueño, y el material asociado con el sueño, así como
de la información auxiliar que proviene de familiares y amigos
preocupados y generalmente dispuestos a colaborar, nosotros —los
formuladores de Hemingway— estamos obligados a confiar en unos
datos insuficientes y, a menudo, poco fidedignos. Las propias
declaraciones de Hemingway ofrecen poca ayuda: no fue famoso por
decir la verdad sobre sí mismo. Viajero por todo el mundo y
explorador, nunca se embarcó pública y resueltamente en un viaje
hacia el interior y se opuso a aquellos críticos orientados
psicológicamente que intentaron el viaje en su nombre. La diferencia
entre su actitud hacia la investigación psicológica y la de otro
importante escritor americano tuvo una vívida demostración para uno
de nosotros (I. Y.) a través del siguiente incidente.
Hace varios meses, en un encuentro psiquiátrico, intenté
entrevistar a Howard Rome, el psiquiatra que trató a Hemingway en
su última depresión. Un amigo me lo señaló en una sala repleta de
colegas, pero cuando se dio la oportunidad me aproximé al hombre
equivocado. Después de disculparme y de explicar mi interés por
Hemingway, comentó que sabía poco de Hemingway, ¡él había sido el
psiquiatra de Eugene O’Neill! Me siguió informando que O'Neill le
había dejado muchos efectos personales, incluidas cartas y
grabaciones de conversaciones y le había animado a escribir un
registro de sus últimos años. No fue éste el caso de Hemingway.
Cuando finalmente localicé al doctor Rome, me informó con el dedo
índice cruzando su boca, que antes de tratar a Hemingway se había
visto obligado a prometer que sus labios tendrían que estar sellados
para siempre.
La reconstrucción de los primeros años de formación es una
tarea particularmente irritante. La exhaustiva y erudita biografía de
Baker, que supera las seiscientas páginas, dedica a los primeros
diecisiete años de la vida de Hemingway tan sólo veinte páginas y la
mayor parte de ellas se refiere a hechos prosaicos, que no proporcion
el tipo de información útil para una investigación relativa al mundo
interior. Otras biografías, incluida la del hermano de Hemingway,
Leicester26, y la de su hermana Marcelline 27 son de una ayuda
considerablemente menor. Aunque quizás no deberíamos lamentar la
irreparable pérdida de los primeros años. La reconstrucción del
pasado y el subsiguiente uso de esta construcción para la
comprensión del presente (y del futuro) es un proceso inferencial
lleno de riesgos. Ha sido bien establecido por la investigación
psicológica que el recuerdo de los primeros años, especialmente de

26
L. Hemingway, My Brother, Ernest
27
. M. H. Sandford, At the Hemingways. A Family Portrait, Boston, Little Brown,
1962.

184
Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

los cargados de afectividad, están sujetos a una falsificación


retrospectiva considerable28. El proceso de recuerdo, en efecto, nos
dice más sobre las realidades psicológicas presentes que sobre los
acontecimientos pasados; las actitudes presentes dictan lo que
escogemos recordar de toda la colección de las experiencias de
nuestros primeros años, recuerdos a los que imbuimos de toda la
fuerza. El sentido común nos dice que el presente está determinado
por el pasado y, sin embargo, lo contrario ¿no es igualmente cierto? El
pasado vive para nosotros tan sólo cuando se vuelve a experimentar
a través del filtro de nuestro aparato psíquico presente. En diferentes
estados emocionales, en diferentes etapas de la vida, el pasado
puede asumir una variedad de coloraciones. Mark Twain nos dice que
cuando tenía diecisiete años creía que su padre era un tonto del culo,
pero cuando tuvo veintiuno le sorprendió ver ¡lo mucho que el viejo
tonto había aprendido!
Así pues, proponemos una exploración horizontal más que una
vertical. Para comprender completamente a un individuo, uno debe
comprender todas las fuerzas internas en conflicto que operan en él
en un momento determinado; la exploración vertical, o genética,
contrariamente a la profana concepción de la psiquiatría, es un mero
auxiliar del objetivo horizontal. Volvemos al pasado solamente para
explicar el presente, en gran medida como el traductor vuelve a la
historia para dilucidar un texto oscuro. 29 Para ayudarnos en nuestra
reconstrucción de una sección transversal psicológica, hay un cuerpo
de datos nada desdeñable desde los años de la madurez y
posteriores: anécdotas contadas por los amigos, unas cuantas
entrevistas registradas, un voluminoso conjunto de cartas, y, sobre
todo, la ficción misma. Las cartas y las notas de Hemingway
corroboran la naturaleza altamente autobiográfica de su escritura.
Baker cita una conversación con Irving Stone donde Hemingway dice
claramente que sus historias «podrían llamarse novelas biográficas
más que verdaderas novelas de ficción porque surgieron de la
"experiencia vivida".»30 Como todas esas novelas románticas de
nuestros días, su material es psicológico, sino en los hechos, en lo
personal: los amores de Hemingway, sus necesidades, deseos,
conflictos, valores y fantasías irrumpen de forma manifiesta a través
de la página escrita.
Observa uno a Hemingway en cualquier momento durante sus
años de madurez y encuentra una figura poderosa, imponente: la
imagen de Hemingway que él presentaba a los demás y a sí mismo.
En 1944 el poeta John Pudney dijo de Hemingway que «Era ¡un tipo
obsesionado con hacer el papel de Ernest Hemingway!». 31 Sea lo que
fuere lo que veamos, siempre hay virilidad, fuerza, coraje: él es el
28
D. Yalom, The Theory and Practice of Groupal Psychotherapy, Nueva York, Basic
Books, 1970, págs. 121-123.
29
C. Rycroft, Psychoanalysis Observed, Londres, Constable and Company, 1966,
pág. 18.
30
Baker, Ernest Hemingway [1], pág. 268
31
Ibid., pág. 392.

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

soldado buscando el ojo del huracán de la batalla; el intrépido


cazadador y buscador del pez más grande y al acecho del animal más
peligroso, desde la corriente del Golfo hasta el África central; el
atleta, el nadador, el pendenciero, el boxeador; el bebedor que
aguanta, el amante incansable que alardeaba de haberse llevado a la
cama a todas las chicas que había querido, y a algunas de ellas, sin
habérselo propuesto;32 el amante del peligro, de las corridas de toros,
de volar, de estar en primera línea en tiempos de guerra; el amigo de
los hombres valientes, de los héroes, de los luchadores, de los
cazadores y de los matadores de toros.
La lista es tan larga, la imagen tan poderosa, que obliga incluso
al observador más ingenuo de la naturaleza humana a preguntarse si
un hombre firmemente convencido de su identidad canalizaría tan
considerable porción de su energía vital en una búsqueda de la
culminación de lo varonil. Desde las más tempranas revisiones de sus
obras, una corriente de críticos de Hemingway ha observado
insistentemente su necesidad de reafirmar una y otra vez una
virilidad animal.33
Antes de examinar la imagen misma, vamos a comprobar sus
límites ¿Fue la imagen de Hemingway una imagen pública solamente,
construida por el autor y su editor, en secreta complicidad, para
engañar al público e incrementar los ingresos? Nuestra investigación
nos conduce al «¡no!» más rotundo. Toda la documentación dispoible
sugiere que los Hemingways público y privado están mezclados: el
Hemingway de las conversaciones privadas, de las cartas, y el de los
cuadernos de notas es idéntico al Hemingway que navegaba a todo
trapo por las páginas de los periódicos y las revistas y a los muchos
Hemingways que luchaban, amaban y desafiaban a la muerte en sus
novelas y relatos.
Aunque era famoso contando anécdotas, Hemingway nunca se
reía de sí mismo, ni permitía a los amigos que cuestionasen su
imagen. El general Lanham, su amigo íntimo en el último cuarto de
su vida, en una ocasión comentó a Mary, la mujer de Hemingway que
su marido permanecía «anclado en la adolescencia». Hemingway,
habiéndose enterado de la observación, la recordó, y replicó
finalmente: «quizás la adolescencia no es un mal sitio para quedarse
anclado».34 En otra ocasión, durante la Segunda Guerra Mundial, el 22
de infantería de Lanham luchó en una dura batalla para tomar la
ciudad de Landrecies, acabando, en última instancia, 95 kilómetros
por delante del grueso del Primer Ejército. Lanham, un hombre culto,
además de un soldado, le envió a Hemingway un mensaje de broma
parafraseando a Voltaire, que decía, «Ve y ahórcate, valiente
Hemingstein. Hemos luchado en Landrecies y tú no estabas allí». 35

32
Ibid., pág. 465.
33
R. P. Weeks (comp.), introducción a Hemingway: A Collection of Critical Essays.
Englewood Cliffs, N. J., Prentice-Hall, 1962, págs. 1-16.
34
C. T. Lanham, comunicación escrita, 22 de agosto de 1967.
35
Ibid.

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

Respondiendo como si se tratara de un desafío, Hemingway marchó a


toda velocidad a través de 95 kilómetros de territorio infestado de
alemanes, con un gran riesgo personal, para lucir su gallardía ante
Lanham.
Tanto el Hemingway público como el privado invirtieron una
energía psíquica desmesurada para cumplimentar su imagen
idealizada. La inversión, fundamentalmente, no fue consciente,
deliberada, ya que muchas de las actividades en la vida de
Hemingway tuvieron más de un factor psicológico determinante; a
menudo no actuaba mediante la libre elección, sino porque estaba
impulsado por alguna presión interna vagamente comprendida cuya
oscura persuasión tan sólo en apariencia era una elección. Pescaba,
cazaba, y buscaba el peligro, no sólo debido a que así lo quisiera sino
porque tenía que hacerlo, para poder escapar de algún peligro
interior mayor. En «Las nieves del Kilimanjaro» Hemingway sugiere
que él necesitaba matar para permanecer vivo.36 Los años que
siguieron a la Segunda Guerra Mundial no fueron por lo general
buenos para el escritor y para el hombre, y Hemingway se quejaba
del vacío y de la falta de sentido de su vida sin la guerra.
¿Quién no tiene una imagen idealizada de sí mismo? ¿Quién no
ha formulado un conjunto de aspiraciones y de expectativas
personales? Pero la imagen idealizada de Hemingway iba más, mucho
más allá. Más que expectativas, forjó un conjunto de exigencias
restrictivas sobre sí mismo, un decálogo tiránico e inexorable que
dominaba todas las áreas de su mundo interior. Muchos teóricos de la
personalidad se han ocupado de la construcción de la imagen
idealizada, pero ninguno tan convincentemente como Karen Horney.
Para una exposición completa de su teoría de la personalidad
remitimos al lector a su último libro, Neurosis and Human Growth37.
Para sintetizar drásticamente, un niño sufre de una ansiedad básica,
un extremo estado disfórico del ser, si tiene unos padres cuyos
propios conflictos neuróticos les impiden proporcionar la aceptación
básica necesaria para el desarrollo del ser autónomo del niño.
Durante los primeros años de vida, cuando el niño considera que los
padres son omniscientes y omnipotentes, ante la desaprobación y el
rechazo parental sólo puede llegar a la conclusión de que hay algo en
él terriblemente equivocado. Para disipar la ansiedad básica, para
obtener la aceptación, la aprobación y el amor que necesita para
sobrevivir, el niño percibe que debe convertirse en algo más; canaliza
sus energías al margen de la realización de su yo real, de su potencial
personal propio, y desarrolla la construcción de una imagen
idealizada: un camino que él debe trazarse para sobrevivir y evitar la
extrema ansiedad. La imagen idealizada puede adoptar distintas
formas, todas las cuales están diseñadas para afrontar una sensación
36
E. Hemingway, «The Snows of Kilimanjaro: A Long Story», Esquive 6, n° 27, 1936,
págs. 194-201 (trad. cast.: Las nieves del Kilimanjaro, Barcelona, Noguer y Caralt,
1999).
37
K. Horney, Neurosis and Human Growth, Nueva York, W. W. Norton, 1950.

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

primitiva de maldad, inadecuación o de ser indigno de ser querido. La


imagen idealizada de Hemingway cristalizó en torno a la búsqueda de
la maestría, de un triunfo vengativo que lo elevara por encima de los
demás
El desarrollo en una edad temprana de una imagen idealizada y
la canalización de energías al margen de la realización de propio
potencial real tiene ramificaciones en el desarrollo de la personalidad
de muy largo alcance. El individuo experimenta un gran aislamiento a
medida que se abre un abismo entre él mismo y los demás. Se
impone a sí mismo exigencias cada vez más duras (un proceso que
Hornby llama «la tiranía del deberías»), desarrolla un sistema
completo de orgullo que define qué sentimientos y actitudes puede
permitirse y cuáles debe sofocar en sí mismo. En resumen, debe
configurarse a sí mismo de acuerdo con una forma prediseñada más
que permitirse a sí mismo desplegar y disfrutar de la experiencia de
un descubrimiento gradual de los nuevos y ricos componentes del sí
mismo.
Cuando la imagen idealizada es difícil e inalcanzable, como fue
el caso de Hemingway, puede tener consecuencias trágicas: el
individuo no puede en la vida real aproximarse al ámbito
sobrehumano de la imagen idealizada, finalmente la realidad
irrumpe, y se da cuenta de la discrepancia entre lo que quiere ser y lo
que es realmente. En este punto se siente invadido por el odio hacia
sí mismo, lo que se expresa a través de millares de mecanismos
autodestructivos, desde las formas sutiles de autotormento (la débil
voz que susurra, «Jesús, ¡qué feo eres!» cuando uno se observa en el
espejo) hasta la aniquilación total de sí mismo.
Considerando tan sólo a grandes trazos la vida de Hemingway,
uno puede asumir que se aproximó a su imagen idealizada, que en
cada uno de los caminos que se trazó llego a ser aquello que más
quería ser. Sin embargo, a lo largo de su vida, Hemingway se juzgó a
sí mismo, demostrándose que no estaba capacitado, y
experimentando ciclos recurrentes que iban desde la duda sobre sí
mismo hasta el autodesprecio.
Consideremos la calidad de la autosuficiencia sobre la cual se
basa el Hemingway hombre: debe ser auténtico tan sólo para sí
mismo, y quizás para un grupo escogido de amigos, e inmune a la
opinión de todos los demás. Sin embargo, Hemingway era
sumamente dependiente de las alabanzas, vinieran de donde
vinieran, y era muy sensible ante todo juicio crítico. Sabía resistir ante
sus críticos y, de una forma paranoica, lo consideraba todo, excepto
la alabanza incondicional, como una conspiración contra él. 38 Se
sentía tan atormentado por la crítica adversa a sus escritos que
solamente un amigo imprudente podía osar ofrecer alguna valoración
que pareciera auténtica.
La carencia de condecoraciones de guerra inmediatamente
después de la Segunda Guerra Mundial fue otra de las ignominiosas
38
Baker, Ernest Hemingway [1].

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

afrentas para el ego de Hemingway. A menudo se lamentó ante


Lanham de que la Cruz de Servicios Distinguidos, que le correspondía
por haber luchado en Rambouillet, se la hubieran dado a otro.
(Aunque Hemingway luchó valientemente en la guerra, no se le podía
elegir para mencionarle como soldado ya que él era un corresponsal y
no se le permitía oficialmente llevar armas durante la Segunda
Guerra Mundial.) En 1947 «se alegró mucho de aceptar la estrella de
Bronce [...] por los "meritorios servicios" como corresponsal de
guerra».39 Escribió, quejumbroso, a Lanham sobre su temor de que
veinte años después de su muerte «ellos» pudieran negar que él
estuvo en la guerra. Más tarde esto se acortó hasta los «diez años y,
finalmente, llegó al temor de que, antes de su muerte, "ellos llegaran"
a negar que alguna vez hubiera entrado en acción».
Su relación con Lanham a menudo fue altamente inconsistente
con la imagen de Hemingway. Las cartas a Lanham revelan una pueril
admiración por el soldado profesional, con quien Hemingway se
compara desfavorablemente y con el que, al mismo tiempo, intenta
identificarse. Escribió a Lanham que los demás estaban «siempre
celosos» de personas como ellos, que él «padecía» cuando Lanham
«padecía», que El viejo y el mar tenía todo aquello en lo que ambos
creían. Durante un período de depresión también escribió que él tan
sólo estaba matando el tiempo, que lo que deseaba era ser un
soldado como Lanham, en lugar de ser un «mierda de gallina de
escritor». Rebajaba sus propios logros sugiriendo que entraría en la
historia tan sólo debido a su estrecha asociación con Lanham cuando
éste comandaba el 22 de infantería.40
En la relación con las mujeres de su vida, Hemingway asume
una postura curiosamente paradójica, desdeñándolas tanto como
amándolas. Es a la vez el celebrado campeón del amor romántico y
el misógino. Aunque está por escribirse la historia de sus
innumerables aventuras amorosas y sus cuatro matrimonios, en los
que indudablemente demostró ternura, sensibilidad y capacidad de
querer, además de sus proezas eróticas de las que alardeaba tanto
pública como privadamente. La biografía de Baker proporciona
innumerables ejemplos de las consideradas atenciones para con sus
esposas Hadley, Pauline, Martha y Mary. Pero a pesar de la
diplomática presentación del Hemingway amante en el libro de Baker,
hay numerosos incidentes de crueldad, violencia e infidelidad
manifiesta por los que tuvieron que pasar, de forma invariable, las
mujeres de Hemingway; los ménages à trois con sus respectivas
sucesoras a los que tanto Hadley como Pauline estuvieron sujetas, y
que Mary tuvo que soportar con rivales más jóvenes, son casos a
señalar.41 Lanham nos cuenta que Hemingway era notoriamente
grosero con las esposas de sus amigos, algunas de las cuales

39
Ibid.,pág.461.
40
Cartas de E. Hemingway a Charles T. Lanhman, de 20 abril de 1945, 7 de agosto
de 1949, 18 de junio de 1952, y 18 de diciembre de 1952.
41
Baker, Ernest Hemingway [1].

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

sirvieron como modelos para las «arpías» que describía en la ficción.


Premió a Gertrude Stein, su primera mentora y amiga, con algunas
páginas despiadadas en París era una fiesta (un tratamiento nada
infrecuente con sus compañeros del mundo de la literatura, tanto si
se habían hecho amigos de él como si no). En una ocasión
Hemingway escribió que las cosas que él amaba eran, por este orden:
«los buenos soldados, los animales y las mujeres».42
En la ficción, que incluye alguna de las más conmovedoras
historias de amor de la literatura contemporánea, hay apenas un solo
ejemplo de relación igualitaria entre un hombre y una mujer. 43 En
Fiesta describe la relación de un hombre impotente, Jake Barnes, con
la seductora y promiscua Brett Ashley. En ¿Por quién doblan las
campanas?, el americano, hombre de mundo, Robert Jordan y la joven
ingenua María están juntos como lo estarían un profesor y su alumna.
Esta disparidad es incluso más pronunciada en Al otro lado del río y
entre los árboles, donde la chica, Renata, de diecinueve años, es
llamada «hija» por su amante, el coronel Cantwell de cincuenta años.
En Tener y no tener, la esposa de Harry es Marie, poco femenina y
con el aspecto ordinario de una ex-prostituta. En Las nieves del
Kilimanjaro Harry se casa con una mujer rica e impertinente que se
alimenta de su vitalidad, y en La vida corta y feliz de Francis
Macomber la esposa del protagonista le infantiliza hasta que él
empieza a descubrir su auténtico yo, con lo que ella organiza su
asesinato por accidente. La pareja de Adiós a las armas son quizá los
amantes más realizados de Hemingway, aunque su relación parece
poco convincente; Catherine Barkley, antigua enfermera de Frederick,
es una persona delgada y extraordinariamente desinteresada que
vive solamente para Frederick y muere bastante absurdamente
después del nacimiento de un niño mediante cesárea (la novela, por
cierto, fue escrita inmediatamente después que la segunda mujer de
Hemingway, Pauline, le hubiera dado su segundo hijo después de una
cesárea).
Si Hemingway evita representar las relaciones igualitarias entre
hombre y mujer, está, por otro lado, lleno de inventiva a la hora de
crear alternativas. Es como si sus intentos por retratar una relación
de amor y sexo satisfactoria se vieran frustrados por una variedad de
poderosas fuerzas oponentes, muchas de las cuales reconoce
Hemingway. Ocupando un lugar preponderante en obras tales como
«Las nieves del Kilimanjaro», «La vida corta y feliz de Francis
Macomber», «Now I Lay Me», «The Three-Day Blow», «Mr. and Mrs.
Elliot», «Out of Season», «Hills Like White Elephants», y «Cat in the
Rain» está el peligro de castración. Aunque la narración varía, la
consecuencia en cada una de ellas es la misma: la unión perdurable
con una mujer tiene como resultado un hombre falto de vitalidad. El
padre en «Now I Lay Me» observa, impotente, mientras su mujer
quema sus preciadas pertenencias. En «Hill Like White Elephants»
42
Carta de E. Hemingway a Charles T Lahman, 22 de setiembre de 1950.
43
Bickford Sylvester, observaciones inéditas.

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

otro marido dependiente y sin energía le suplica a su mujer


embarazada que aborte, porque no puede soportar la idea de
competir por su atención.
Aún más próximo a su casa estaba el declive sufrido por el
propio padre de Hemingway, desde el hábil doctor y legendario
cazador inmortalizado en las historias de Nick Adams hasta la figura
agotada que visita a su hijo algunos meses antes de su muerte, como
un fantasma prematuro cuya fuerza vital había sido absorbida por la
madre de Hemingway, alzándose a su lado, «el vivo retrato de una
salud rubicunda».44 Creyendo que el agresivo acoso de su madre
había conducido a su padre hacia el suicidio, Hemingway modeló a los
padres de Robert Jordan en ¿Por quién doblan las campanas? según
sus propios padres; como Ernest, Robert llama cobarde a su padre
porque no resistió a su madre, lo que finalmente le condujo al
suicidio, el acto más cobarde de todos.
A lo largo de su vida, Hemingway consideró que el amor entre
un hombre y una mujer iba en detrimento de otros tipos de
relaciones, más verdaderas, como la amistad entre los hombres o la
comunicación del hombre con la naturaleza. Cuando estaba
enamorado de Hadley, se criticaba a sí mismo por no preocuparse ya
de los dos o tres arroyos que había amado mejor que cualquier otra
cosa en el mundo.45 En «Cross Country Snow» el inminente
matrimonio de un hombre joven amenaza con destruir su profunda
relación con un compañero de esquí. Los dos hablan con nostalgia de
esquiar otra vez en el lugar donde uno debe estar, pero ambos saben
que «las montañas no son muchas [...] Son demasiado rocosas. Hay
demasiados árboles y están demasiado lejos».46
Otro riesgo inherente a la relación amorosa adulta es el rechazo
potencial de la mujer y el consiguiente insulto al propio narcisismo.
Mientras se recuperaba de sus heridas en la Primera Guerra Mundial,
Hemingway se sintió profundamente enamorado, probablemente por
primera vez, de Agnes von Kurowsky, una de las enfermeras que lo
atendían. Cuando, finalmente, Agnes elige a otro hombre, Hemingway
se vio sumido en la desesperación. Que esta herida emocional fue
profunda e imperecedera está indicado por el hecho de que
Hemingway volvió sobre ella en cuatro obras distintas: «Una historia
muy corta», «Las nieves del Kilimandjaro», Fiesta y Adiós a las armas.
Amar a otro es exponerse uno mismo al riesgo de una dolorosa
separación o una pérdida dolorosa, un riesgo contra el que
Hemingway advierte en «En otro país»:47

—¿Por qué no debe casarse un hombre?


—No puede casarse, no puede casarse —dijo enfadado—. Si es
para perderlo todo no debería colocarse en situación de perder.
44
Marcelline Sanford, citado en Baker, Ernest Hemingway [1], pág. 193.
45
Ibid., pág. 79.
46
E. Hemingway, «Cross Country Snow», Nueva York, Charles Scribner's Sons, 1966
47
Ernest Hemingway, «In Another Country», ibid

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Psicología y Literatura
Debería encontrar cosas que no pueda perder.

Hay todavía otra fuerza de oposición al amor maduro que surge


de un temor a la mujer, profundamente arraigado, que deriva de los
conflictos edípicos. Los críticos literarios en ocasiones son más
intrépidos que los propios psiquiatras al ofrecer interpretaciones
altamente inferenciales. Young, por ejemplo, en un estudio que
Hemingway trató de bloquear mientras vivía, sugiere que Hemingway
estaba inutilizado por la ansiedad de la castración y que sus
principales obras surgen de esa fuente.48 La teoría freudiana del
desarrollo mantiene que el niño varón experimenta en sus primeros
años de vida deseos libidinosos hacia su madre; estos impulsos
libidinosos no son, como Freud nos recuerda, claramente sexuales
pero constituyen la materia de la que vendrá lo sexual. 49 Provocarán
sentimientos conflictivos hacia el padre, al principio competitivos y
después destructivos, que pueden adoptar la forma de unos
marcados deseos de muerte; estos sentimientos hostiles evocan
rápidamente otra constelación de sentimientos: temor al castigo que
puede asumir el aspecto amorfo de una aniquilación general o la
forma específica de la castración. Una resolución con éxito de este
conflicto implica la identificación con el padre y la represión o
renuncia al deseo incestuoso de la madre.
Si esta resolución no se produce, el niño no alcanza la madurez
psicosexual, y se puede derivar de ello una variedad de resultados
adversos. Los encuentros sexuales con las mujeres se convierten en
recapitulaciones simbólicas de la relación con la madre, con los
sentimientos que conlleva de deseo, repulsión, y la expectativa y el
terror de la catástrofe; la relación sexual se convierte en una
incipiente pesadilla. Algunos métodos para afrontarlo implican el
abandono de las mujeres como objetos sexuales, con la búsqueda
individual de refugio en salidas alternativas. Sin embargo, lo más
común es la escisión de las mujeres en categorías sexuales y no
sexuales; uno evita el intercurso con las mujeres «puras», con la
edad, la inteligencia y la clase social de uno mismo; uno se va a la
cama con una pareja desigual, una mujer obviamente inferior en
educación y estatus social.
Son escasas las pruebas de que la ansiedad de la castración
jugara un papel importante en la actitud conflictiva de Hemingway
hacia las mujeres, y hay, como hemos indicado, otras formas de
funcionamiento dinámico. Sin embargo, la teoría de la ansiedad de la
castración se refuerza cuando consideramos la reacción de
Hemingway hacia un trauma físico importante, una última zona en la
que experimentó una marcada discrepancia entre su yo idealizado y
su yo real. El Hemingway idealizado buscaba el peligro y soportaba la

48
P. Young, Ernest Hemtngway A Re te University Press, 1952.
49
S. Freud, Three Contributions to the Theory of Sex, Nueva York, E. P. Dutton, 1962
(trad. cast.: Tres ensayos sobre teoría sexual, Madrid, Alianza, 1995).

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

herida física con muy poca preocupación por sí mismo, se curaba


rápidamente sin secuelas funcionales o psicológicas, y volvía, libre, a
la lucha. El Hemingway real verdaderamente buscaba el peligro y
sufrió heridas, en efecto. El inventario de las heridas físicas de
Hemingway corre parejo con la lista de sus obras publicadas; incluye
varios espectaculares accidentes de avión y automóvil, con el
resultado de conmociones cerebrales, hemorragias, fracturas
múltiples, graves heridas y quemaduras, y toda una vida de
accidentes menores, muchos de ellos asociados con la caza, la pesca,
el boxeo y el esquí. Lanham comentó que su cuerpo estaba
entrecruzado por las cicatrices. Sin embargo, parece que las heridas
de Hemingway marcaron su mente con mayor gravedad y de forma
más indeleble de lo que lo hicieron las cicatrices en su cuerpo. En
efecto, la gran herida, la que sufrió en Fossalta di Piave, Italia, en julio
de 1918 puede ser considerada como el incidente crítico de su vida.
Durante la Primera Guerra Mundial, en la que Hemingway sirvió como
conductor de una ambulancia, consiguió aproximarse a los
enfrentamientos distribuyendo en bicicleta chocolates y cigarrillos en
el frente de las tropas italianas en Fossalta. Un obús de mortero
desde la trinchera del enemigo explotó cerca, arrojando metralla que
alcanzó a Hemingway y a tres soldados italianos. Uno de los soldados
murió en el acto, otro resultó gravemente herido y Hemingway recibió
cientos de piezas de metal que se alojaron en sus piernas, testículos y
vientre. Sin embargo, con una resistencia y un coraje notables,
transportó al soldado herido unos cincuenta metros, antes de ser
herido en la pierna por el fuego de la ametralladora, y después otros
cien metros antes de perder la conciencia: una proeza de una valentía
y una fortaleza de la que todo hombre se sentiría orgulloso. Young
cita las palabras de Hemingway: «Me han disparado, me han lisiado y
me he escapado». Estoy de acuerdo con Young quien,
acertadamente, se pregunta si Hemingway verdaderamente escapó y
lo lejos que consiguió llegar.50
Hemingway no iba a olvidar nunca Fossalta y la volvió a visitar
repetidas veces en persona, en sus conversaciones, cartas y, como
analizaremos, en su obra de ficción; lo que sucedió ese día iba a ser
narrado con numerosas variaciones, para fascinación de decenas de
millones de lectores de Hemingway y de la gente que iría al cine a ver
las películas basadas en sus obras. ¿Por qué no podía olvidar? ¿Por
qué no podía sanar la herida? Otros hombres han sufrido heridas
similares sin secuelas psicológicas.
Hemingway consideró que la herida le obsesionó tanto porque
había hecho mella en el mito de su inmortalidad personal. Cantwell
en Al otro lado del río y entre los árboles dice:51

50
Young, Ernest Hemingway [25], pág. 165.
51
E. Hemingway, Across the River and into the Trees, Nueva York, Charles Scribner’s
sons, 1950, pág. 33 (trad. cast.: Al otro lado del río y entre los árboles, Barcelona,
Planeta, 1994).

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura
Fue herido tres veces ese invierno, pero todas fueron heridas
sin complicaciones; pequeñas heridas corporales sin que hubieran
huesos rotos y se había sentido bastante seguro de su inmortalidad
personal ya que sabía que debería haber muerto en el bombardeo de
la artillería pesada que siempre precede a los ataques. Finalmente
recibió el golpe adecuado y beneficioso. Ninguna de sus otras heridas
le habían hecho nunca lo que le hizo la primera gran herida. Supongo
que es precisamente la pérdida de la inmortalidad, pensó. Bien, en
cierto modo, es una pérdida considerable.

La pérdida de su sensación de inmortalidad no fue, en efecto,


una pérdida pequeña, ya que una premisa importante del mundo
supuesto de Hemingway consistía en que él era notablemente
diferente de los demás: alardeaba de que tenía un cuerpo
inusitadamente indestructible, un cráneo más grueso, y no estaba
sujeto a las típicas limitaciones biológicas de un hombre, siendo
capaz, por ejemplo, de vivir «durmiendo una media de dos horas y 32
minutos durante 42 días seguidos».52
No obstante, no es improbable que la herida (y la ulterior
convalecencia, que implicó enamorarse de la enfermera) tuviera una
significación adicional para Hemingway. Una grave y sangrante herida
en sus piernas y testículos puede haber despertado los miedos
horrorosos y primitivos de la castración o la aniquilación. En algún
nivel de la conciencia Hemingway se daba cuente de esto: la herida
de guerra infligida a su homólogo en la ficción, en su primera novela,
Fiesta, le dejó físicamente, pero no psicológicamente, impotente. En
una de sus cartas escribe un subtítulo procaz de Fiesta [título original:
The Sun Also Rises], añadiendo «así como tu polla, en el caso de que
tengas una».53
En su postura hacia las principales áreas que hemos
considerado —autosuficiencia, la herida física y la integridad, las
mujeres y el amor maduro— Hemingway se queda muy corto
respecto a sus objetivos idealizados. Su fracaso pasó factura; durante
períodos recurrentes se veía acosado por el odio hacia sí mismo. La
tercera ley de la mecánica de Newton tiene su analogía
psicodinámica: toda fuerza que produce un grado apreciable de
disforia es contrarrestada por un mecanismo psicológico diseñado
para salvaguardar la seguridad del individuo. Hemingway empleaba
varios de tales mecanismos, ofreciéndole cada uno algún respiro
temporal, estando todos destinados al fracaso en el cataclismo
depresivo final que culminó en su suicidio.
La ansiedad y la depresión de Hemingway provenía en gran
parte de su fracaso en actualizar su yo idealizado. En este fracaso
eran importantes dos factores: la imagen era tan extrema que
hubieran sido necesarias fuerzas sobrehumanas para satisfacerla;
segundo, varias de las fuerzas oponentes limitaban su grado
disponible de adaptabilidad. Estas fuerzas oponentes secundarias, por
52
C. T. Lanham, comunicación escrita, 22 de agosto de 1967.
53
Carta de E. Hemingway a F. Scott Fitzgerald, diciembre de 1926.

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

ejemplo, las ansias de dependencia y los conflictos edípicos eran


fuentes de ansiedad por propio derecho y dificultaban la actualización
de su yo idealizado.
Hemingway rechazó la fuente convencional de ayuda ofrecida
por la psicoterapia; el papel suplicante, pasivo, de paciente constituía
un anatema en el corazón mismo del ideal de Hemingway. Odiaba a
los psiquiatras, se mofaba abiertamente de aquellos que conocía y en
una ocasión le dijo a un psiquiatra del ejército que sabía mucho del
«mal-follar» pero poco de hombres valientes.54 Pareció más patético
que se viera forzado al papel de paciente psiquiátrico durante las
últimas semanas de su vida; un papel que, de acuerdo con Lanham,
Hemingway debió de considerar «la indignidad suprema». Decía que
su analista era su máquina de escribir Corona, uno que difícilmente
estaba en desacuerdo con él.55 Ya describimos el golpe sufrido por
Hemingway cuando su enfermera, Agnes, rechazó su amor.
Hemingway intentó trabajar en esto con su máquina de escribir,
reviviendo el romance en cuatro obras de ficción diferentes,
coronándolas cada vez con un final más de acuerdo con su orgullo
que con el episodio real. En «A Very Short Story» el matrimonio por
el que Agnes lo deja, no llega a consumarse, y él rápidamente se
olvida de ella, viéndose en seguida afectado por una gonorrea debido
a una relación ocasional con una vendedora. Uno tiene la sensación
de que degrada a Agnes con las circunstancias banales del siguiente
encuentro romántico del protagonista. En «Las nieves del
Kilimandjaro» el héroe recuerda a un anti-Hemingway al escribir,
mientras está borracho, una carta suplicante a la sustituta de Agnes;
recupera inmediatamente su autoestima escapándose con la mujer
de otro hombre después de someter a su rival en una reyerta
primitiva. El teniente Henry de Adiós a las armas no es, desde luego,
rechazado por su enfermera; por el contrario es ella la que aporta el
amor más grande a la unión, y es ella la que muere al darle un hijo.
Brett Ashley, la enfermera de Jake Barnes en Fiesta, se ve sometida al
paro por amar perdidamente al único hombre que era incapaz de
satisfacer sus necesidades sexuales. Ella se lamenta: «Esa es mi
culpa. No pagamos por todas las cosas que hacemos, aunque […]
cuando pienso en el infierno al que he sometido a algunos tipos.
Ahora estoy pagando por todo ello».56
La apelación a su máquina de escribir como ayuda para superar
el trauma sufrido en Fossalta, parece haber sido un llamamiento en
vano. A menudo revivía la herida en sus cartas, en su conversación,
en la ficción. No sólo vuelve a visitar el sitio donde le hirieron en la
vida real, sino que hace una peregrinación hasta allí en tres obras:
París era una fiesta, «A Way You'll Never Be», y Al otro lado del río y
entre los árboles. En la última (escrita unos treinta años después de

54
Baker, Ernest Hemingway [1], pág. 642.
55
C. T. Lanham, comunicación oral, abril 1967.
56
E. Hemingway, The Sun Also Rises, Nueva York, Charles Scribner’s Sons, 1950,
pág. 26 (trad. cast.: Fiesta, Barcelona, Planeta, 1993)

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

ser herido) el coronel Cantwell encuentra el lugar exacto de Fossalta


donde tuvo lugar el accidente, defeca allí mismo, y entierra unas
monedas en una ridícula ceremonia. (Cuando Hemingway volvió a
visitar Fossalta tan sólo la falta de intimidad le impidió hacer lo
mismo.) De hecho, la gran herida fue revivida en cada una de las
principales obras de ficción, ya que cada protagonista que hace las
veces de Hemingway recibe una herida importante, por lo general en
una extremidad. La herida de Jake Barnes, desde luego, fue en los
genitales; el teniente Henry de Adiós a las armas sufre exactamente
la misma herida que Hemingway; Robert Jordan, en el final de ¿Por
quién doblan las campanas? se fractura la pierna y yace esperando la
muerte con «su corazón palpitante sobre el lecho de pinaza del
bosque»;57 en «Las nieves del Kilimanjaro» Harry muere de una herida
gangrenosa en la rodilla; Harry Morgan en Tener y no tener sufre una
herida que requiere la amputación de un brazo; el coronel Cantwell
en Al otro lado del río y entre los árboles ha sido gravemente herido
en Fossalta, lo que tiene como consecuencia una cojera y una grave
deformación de la mano; al final de la novela muere de un infarto;
Santiago en El viejo y el mar, además de otras aflicciones menores,
soporta la más cruel de todas las heridas: la vejez.
¿Qué valor tiene volver a visitar el sitio donde ha sido herido, ya
sea en la fantasía o de hecho? ¿No es una mera investigación del
dolor, del mismo modo que la lengua busca el diente dolorido?
Muchos teóricos de la psiquiatría están de acuerdo en que la
reactivación deliberada de un incidente traumático por una parte de
la psique representa un intento de dominio. Cuando el acontecimiento
aterrador se hace familiar pierde su carácter tóxico, y, en efecto,
varias técnicas psicoterapéuticas están basadas en esta estrategia.
Por ejemplo, durante la Segunda Guerra Mundial se introdujo la
narcosíntesis, que consistía en administrarle al sujeto pentotal sódico
(un fuerte sedante) y después ayudarle a volver a experimentar los
incidentes traumáticos de la batalla (si era necesario, con
acompañamiento de ruidos simulados de la batalla). Al volver a
experimentar los sucesos con una ansiedad mucho menor (debido a
la medicación y al conocimiento, en algún nivel de la conciencia, de
que esta vez no había un peligro «real») el sujeto se iba
insensibilizando gradualmente. Algunas formas de terapia (por
ejemplo, la terapia conductista) opera con supuestos similares,
aunque el individuo, sin ayuda, no se insensibiliza respecto del
trauma, sino que simplemente queda paralizado en su sintomatología
y está condenado a ser perseguido por fantasías recurrentes,
pesadillas o por incorpóreas olas de pánico.
Hemingway intentó cicatrizar sus heridas con medios
contrafóbicos y arrancando de la conciencia el incidente y las

57
E. Hemingway, For Whom the Bell Tolls, Nueva York, Charles Scribner's Sons,
1940, pág. 471 (trad. cast.: ¿Por quién doblan las campanas?, Barcelona, Planeta,
1997).

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emociones asociadas. Haciendo alarde del peligro, volviéndose a


exponer de manera temeraria a una amenaza similar, uno está, en
efecto, negándose a sí mismo que el peligro exista. En su fuero
interno, el ego emplea la represión y la negación; externamente, el
individuo parece impulsado a enfrentar lo que más teme. Desde sus
primeros años, Hemingway clamó ante las mismas barbas del peligro;
«miedo de nada» le gritaba a la madre a los tres años 58 y mantuvo
esta pose para el resto de su vida, tanto en la lucha real como en la
imaginaria. El concepto de contrafobia en modo alguno niega el
coraje de Hemingway. Los miembros de la junta militar que concede
las condecoraciones no entran a considerar las psicodinámicas
personales. Cuando se traza una línea bajo su nombre y se suman sus
acciones, nadie puede negar que Hemingway fue un hombre valiente;
Lanham, que estuvo con Hemingway bajo el fuego, durante la
Segunda Guerra Mundial, dice que era el hombre más valiente que
había conocido nunca.
Pero quizá la manera más sorprendente con la que Hemingway
trató el trauma fue demostrando en su obra de ficción, una y otra
vez, que un hombre mutilado, tullido, podía ser un hombre todavía,
podía funcionar a pesar de sus carencias y de sus heridas, según la
mejor tradición del código de Hemingway. En cada una de sus
principales obras, un héroe herido y noble nos recuerda que las
limitaciones físicas pueden ser superadas. En Fiesta, Jake Barnes, a
pesar de su impotencia, todavía actúa con dignidad y elegancia. En
efecto, él y Pedro, el torero, son las únicas figuras masculinas
heroicas del libro, y Pedro nunca tanto como después de una brutal
cogida. En ¿Por quién doblan las campanas?, Robert Jordan muere
valientemente, a pesar del mucho dolor, debido a una pierna rota,
manifestando en las mismas puertas de la muerte las cualidades de
elegancia y coraje que más admiraba Hemingway. En Tener y no
tener el manco Harry Morgan es un héroe inquebrantable que, en una
escena memorable, vence su carencia haciéndole el amor a su mujer
con el muñón de su brazo. En Al otro lado del río y entre los árboles el
coronel Cantwell también tiene una mano lisiada que más parece
favorecer que dificultar la evolución del romance, ya que Renata,
mientras hacen el amor, quiere examinar y acariciar su herida. En El
viejo y el mar los signos de la edad se muestran en todo el cuerpo de
Santiago, sin embargo, éste trasciende temporalmente su condición
física con un acto de resistencia digno de elogio, incluso en un
hombre más joven.
A lo largo de su vida Hemingway intentó abolir la discrepancia
entre su yo real y su yo idealizado. No se podía alterar el yo
idealizado; no hay pruebas de que alguna vez Hemingway atenuara
sus autoexigencias, o que transigiera con ellas. Toda la tarea había de
recaer sobre su yo real; se exigía afrontar el peligro más intenso,
intentar proezas físicas que estaban por encima de sus capacidades,
58
Baker, Ernest Hemingway [1], pág. 5

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Irvin D. Yalom
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mientras que, al mismo tiempo, se iba limitando y racionalizándose a


sí mismo. Todos los indicios de rasgos que no se adecuaban a su
imagen idealizada tenían que ser eliminados o sofocados. El lado más
blando y femenino, las partes temerosas, las ansias de dependencia,
todo tenía que desaparecer.
No era infrecuente que Hemingway exteriorizara los rasgos no
deseados, esto es, veía en los demás aquellos aspectos que
rechazaba en sí mismo y a menudo respondía a la otra persona de un
modo virulento. El mecanismo mental de la «identificación
proyectiva» (el proceso de proyectar partes de uno mismo en otro y
entonces constituir una relación intensa, irracional, con el otro) ha
conseguido una encarnación literaria permanente en El doble, de
Dostoievsky, y en The Secret Sharer, de Conrad, para mencionar tan
sólo los mejores autores modernos que han comprendido este
fenómeno de una forma intuitiva. La identificación proyectiva fue
quizás uno de los principales mecanismos que había tras los
arrebatos extremadamente injuriosos de Hemingway hacia extraños
inocentes, y las injustificadas invectivas que dirigía a los amigos y
conocidos.59 En un tiempo en el que la mayoría de norteamericanos
sentían compasión, sino admiración, por su presidente durante la
guerra, Hemingway despreciaba la dolencia física de Roosevelt, su
asexualidad y apariencia femenina.60 Sentía antipatía hacia los judíos
debido a su blandura, pasividad, y «pensamiento timorato», aunque
no fue una casualidad que el judío, Robert Cohn, de Fiesta fuera, al
igual que Hemingway, un experto boxeador y que se llevase bastante
mal con el amor no correspondido; ni es por casualidad que
Hemingway bromease sobre su propio judaísmo, refiriéndose a
menudo a sí mismo como doctor Hemingstein.
Los hombres duros beben mucho. Hemingway bromeaba y
alardeaba en la vida real sobre su forma de beber y la exaltaba en la
ficción. Sin embargo, no hay duda de que Hemingway, a medida que
fueron pasando los años, se fue apoyando más y más intensamente
en el alcohol como un alivio frente a la intensa ansiedad y la
depresión. Mary, su mujer, que tiende a minimizar los defectos de
Hemingway, hace notar que en los últimos años de su vida obtenía la
mayor parte de su alimento del alcohol, más que de la comida. 61
Hemingway empezaba a «entrenar» cuando se embarcaba
seriamente en la escritura de un nuevo libro. Las normas del
entrenamiento consistían en ponerse en buenas condiciones físicas y
en abstenerse del alcohol hasta mediodía (llevaba a cabo todos sus
escritos por la mañana). Lanham cuenta que cuando le visitó
mientras se preparaba para escribir El viejo y el mar, Hemingway
nadaba ochenta largos por la mañana en su piscina, bastante larga

59
Ibid.
60
Ibid.págs. 315 y 477.
61
O. Fallaci (comp.), «Interview with Mary Hemingway: My Husband Ernest
Hemingway», Look 30, 1966, págs. 62-68.

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

por cierto. De vez en cuando miraría su reloj que estaba en un


extremo de la piscina. A las once en punto de la mañana su
mayordomo saldría de la casa con una jarra en la que parecía haber
más de litro y medio de martinis. Según el relato de Lanham,
Hemingway sonreiría burlonamente, diciendo: «¿Y qué?, Buck, ahora
es mediodía en Miami» y se acabó lo de nadar por esta mañana.
Lanham se bebería dos de los fuertes martinis y la mujer de
Hemingway tomaría uno y medio. Éste se acababa el resto de la
jarra.62 Hacia el final de su vida, a medida que su salud se resentía y
la hipertensión se hacía mayor, su médico de cabecera intentó
impedirle que siguiera bebiendo, lo que conseguiría tan sólo con un
éxito moderado.
Los mecanismos empleados para prevenirse contra la disforia
—el alcohol, escribir, las intensas proezas físicas— todos los
frenéticos intentos por perpetuar la imagen que se había creado, se
entrelazaban para constituir un dique tan sólo parcialmente efectivo
contra la corriente de angustia. A lo largo de su vida, Hemingway
sufrió de recurrentes brotes de depresión. En una fecha tan temprana
como 1926, le escribió a F. Scott Fitzgerald que había estado viviendo
un infierno durante nueve meses, con mucho insomnio para alumbrar
otra salida y asistirle en el estudio del terreno. 63 Una y otra vez,
gratuitamente tranquilizaba a sus amigos, medio en serio y medio en
broma, asegurándoles que ya no estaba en la fase de «quitarse de en
medio». No es difícil recolectar una serie de comentarios melancólicos
a partir de la correspondencia y la conversación en la vida de todo
individuo y el hacerlo así ahora demuestra solamente que la visión
retrospectiva es una facultad humana lamentable. La exagerada
preocupación de Hemingway por la muerte, la melancolía y el suicidio
a lo largo de su vida, y especialmente en sus últimos años, fue, no
obstante, una fuente de preocupación para aquellos que le conocían
bien. Después de la Segunda Guerra Mundial, los días «idiotas-
oscuros» (como Hemingway llamaba a sus depresiones) fueron en
aumento. El éxito le ofrecía tan sólo un breve respiro; en 1950
escribió a Lanham que se habían vendido ciento treinta mil
ejemplares de Al otro lado del río y entre los árboles y que se podían
comer una parte pero que él no tenía mucho apetito. 64 Una carta
desde África después de su accidente de avión contiene la
declaración tachada de que la estela del barco tenía un gran
atractivo.65
De todos los insultos y agravios sufridos por Hemingway,
ninguno fue tan grave, tan irreparable para su economía psíquica,
como el declive somático que le trajeron los años. No tuvo un modo
fácil de congraciarse con la vejez; no existía lugar para un viejo en el
código de Hemingway. En El viejo y el mar, en su brillante fantasía

62
C. T. Lanham, comunicación escrita, 22 de agosto de 1967.
63
Baker, Ernest Hemingway [1], pág. 175.
64
Carta de Ernest Hemingway a Charles T. Lanham, 11 de septiembre de 1950.
65
C. T. Lanham, comunicación escrita, 22 de agosto de 1967.

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

final, Santiago triunfa sobre la fuerza de la carne que se aleja con la


pura fuerza de la voluntad. ¡Pero con qué patetismo! Después de
todo, ¿cuántos ancianos pueden superar sus muchos años de edad
haciéndose a la mar en un bote para pescar una aguja gigante?
Parece que trató de encontrar para sí mismo la identidad de un
hombre viejo, consejero de la juventud, que prefiere que casi todo el
mundo le llame «papá», pero no estaba preparado para el papel de
viejo sabio. Cuando leemos las payasadas inapropiadas del
Hemingway de sesenta años,66 tenemos la tentación de gritar como el
bufón de Lear: «No deberías haberte hecho viejo hasta que no te
hubieras hecho sabio».
Se dan los intentos de reponer su juventud a través de sus
relaciones con mujeres jóvenes; 67 la imposibilidad de ese
renacimiento está patéticamente prefigurada en Al otro lado del río y
entre los árboles, donde la aventura amorosa entre el coronel
Cantwell y una Renata (palabra que en italiano significa «renacida»)
de diecinueve años no puede retrasar el deterioro y una muerte
temprana del protagonista. En 1960, Hemingway parecía abrumado
finalmente por el inexorable avance de los años y el igualmente
implacable deterioro físico. Las primeras gotas de preocupación sobre
su cuerpo pronto se transformaron en el torrente de la hipocondría;
magnificaba la trascendencia de la dolencia más nimia y cada vez
estaba más preocupado por las principales enfermedades, hasta el
punto de que sus pensamientos conscientes, como las páginas de sus
cartas y las paredes de sus cuartos de baño estaban embadurnados
con meticulosas estadísticas de las fluctuaciones diarias en el peso,
presión de la sangre, azúcar en la sangre y colesterol. En 1960, la
salud mental de Hemingway se deterioró gravemente y desarrolló los
indicios y los síntomas de una enfermedad psicológica importante. La
imagen clínica de su condición final reflejaba la escisión de la unión
del Hemingway ideal y el real, un sistema psíquico que, para
sobrevivir, se había hecho cada vez más rígido, hasta acabar siendo,
finalmente, quebradizo.
Al final, el yo expansivo se oscureció a ojos vista, pero señalaba
su persistencia subterránea a través de las tendencias paranoides,
tanto trágicas como grotescas. Por ejemplo, Hemingway tuvo en su
último año de vida muchas «ideas de referencia», esto es, tendía a
remitir a sí mismo los sucesos circunstanciales de su ambiente.
Hotchner describe un episodio según el cual Hemingway llegó a una
ciudad a última hora, por la noche y observando que las luces del
banco permanecían encendidas expresó su convencimiento de que la
delegación de Hacienda tenía auditores trabajando furiosamente en la
revisión de su declaración de impuestos. «Cuando ellos te quieren
pillar, te pillan.»68 En otra ocasión, Hemingway salió repentinamente
de un restaurante porque supuso que dos hombres que estaban en la
66
Baker, Ernest Hemingway [1], págs. 545-548.
67
Ibid., págs. 476 y 547.
68
A. E. Hotchner, Papa Hemingway

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

barra del bar eran agentes del FBI, disfrazados de vendedores, que
habían sido designados para mantenerle bajo vigilancia.
Aparecieron graves tendencias persecutorias, ya que
Hemingway llegó a estar convencido de que la oficina de
Inmigración, así como el FBI y Hacienda, estaba tras él por corrupción
de la moral de un menor. Los amigos pronto serían advertidos de que
no escribieran, usaran el teléfono o hablaran demasiado alto ya que
le estaban espiando constantemente. Sus convicciones persecutorias
constituían verdaderas ideas delirantes en las que quedaban fijadas
falsas creencias inmunes a la lógica. Su sistema ilusorio se expandió
gradualmente hasta incluir a todos los que le rodeaban: enfermeras,
doctores, amigos, y, finalmente, su familia inmediata. Un elaborado y
delirante sistema persecutorio es la voz de un yo presuntuoso, fuera
de control y descompensado; si todo el mundo en tu propio ambiente
se preocupa de conspirar, escuchar, entonces puede ser solamente
porque uno es una persona extremadamente especial. Cada idea
paranoide tiene un núcleo central de verdad: Hemingway era una
persona muy especial e importante, pero, obviamente no tan especial
como para justificar toda la energía de su ambiente.
La grandiosidad no tiene lugar de buenas a primeras. Surge en
respuesta a una identidad central interior experimentada como mala
y sin ningún valor. La solución grandiosa o expansiva le permitió a
Hemingway sobrevivir sin una disforia agobiante; le permitió formar
una plataforma, si bien es cierto que, como ya hemos visto, carente
de solidez, en la que sustentar sus sentimientos de autovaloración y
autoestima. Al final, se fragmentó la unión de la identidad central
psicológica y el sistema periférico de grandiosidad: el núcleo interno
de Hemingway, desnudo y vulnerable, dominó su mundo de
experiencia. Consumido por los sentimientos de culpa y desprecio, se
hundió en una profunda desesperación. Las ideas delirantes de
pobreza le invadieron; exteriorizó su sensación de vacío interior y
desarrolló la convicción de que no tenía reservas financieras
materiales.
En 1960, las señales y los síntomas que acompañan a la
depresión —la anorexia, la pérdida grave de peso, el insomnio, una
profunda tristeza, un pesimismo total, tendencias autodestructivas—
se hicieron tan acusadas que se requirió la hospitalización. En la
clínica Mayo le fueron administradas dos sesiones de tratamiento
electroconvulsivo, pero fue en vano. El tratamiento electroconvulsivo
es una opción de tratamiento para las enfermedades depresivas
agudas, pero frecuentemente resulta ineficaz ante la presencia de las
fuertes tendencias paranoicas que las acompañan. Finalmente,
Hemingway llegó a considerar su cuerpo y su vida como una prisión
de desesperación de la cual había tan sólo una salida: y esa salida, el
suicidio, era lo más innoble de todo. Fue la «cosa» vergonzosa que el
padre de Robert Jordán y su propio padre, y, más tarde, su hermana
tuvieron que hacer. Fue la acción que ninguno de los héroes de
Hemingway había llevado a cabo nunca. No fue la muerte que

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

habríamos deseado para este hombre que, a la edad de veinte años,


escribió a su padre: «y cuanto mejor morir durante el período feliz de
la juventud no desilusionada, extinguirse cubierto de luz, que tener tu
cuerpo agotado y viejo y las ilusiones hechos añicos».69

Capítulo 3
El viaje de la psicoterapia
a la ficción

ESTAMPAS DEL PACIENTE: LOS PRIMEROS PASOS EN LA NARRATIVA

Mis tres últimas publicaciones, un libro de cuentos de terapia y


dos novelas, parecen representar un salto radical respecto a mis
libros de texto y a mis artículos de investigación empírica publicados
en revistas de psiquiatría. De la prosa académica a contar historias,
¿qué transformación! ¿Qué ha sucedido?
La respuesta es menos dramática que la pregunta. No ha
habido una transformación repentina, sólo un desarrollo gradual
pautado. Las historias me han encantado desde que era un niño, por
lo menos desde el día que cumplí nueve años. Recuerdo vivamente
aquel cumpleaños; yaciendo enfermo en la cama, hinchado con
paperas, agradeciendo las visitas de los parientes, la mayoría tías (los
tíos estaban totalmente absorbidos por el negocio del colmado). Cada
uno me trajo un pequeño regalo: una peonza, un maravilloso cañón
de juguete que disparaba balas de madera, una colección de soldados
americanos de juguete (la Segunda Guerra Mundial se asomaba), una
cabaña de madera que tenía chimenea y pequeños troncos de
madera cortados y atados, postigas rojos y pequeñas ventanas de
celofán (pronto destinadas a ser el objetivo de disparos de balas de
madera). Pero ningún presente fue tan intrigante como la edición de
La isla del tesoro que me trajo mi tía Leah. Tenía una cubierta de
color azul claro y brillante donde aparecìan un ceñudo Long John
Silver -con el loro sobre el hombro- y sus piratas remando hacia una
isla con el cofre del tesoro visible en la proa del bote.
Tan pronto como se fue ojeé el libro, devoré las ilustraciones, y
entonces empecé a leer. En unos minutos olvidé del todo mis
dolorosas mandíbulas hinchadas; floté desde la pequeña cama
empotrada en una esquina del comedor de nuestro apartamento,
infestado de olor a pescado y ubicado encima del colmado de mi
padre, en Firt and Seaton 1 Place, en Washington, D.C., y entré en el
mágico mundo de Robert Louis Stevenson.
Me encantó aquel mundo; penetré en él y odié tener que
69
Baker, Ernest Hemingway [1], pág. 552.

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

abandonarlo. Tan pronto como acabé de leer el libro volví a la primera


página y lo empecé de nuevo. Desde entonces continuamente he
leído ficción; nunca he dejado de estar inmerso en una novela. Cada
noche antes de ir a dormir (de hecho, desde hace tiempo es un
requisito para dormir) penetro en algún mundo ficticio. A mitad de mi
adolescencia era consciente de mi enorme gratitud hacia los
creadores de estos mundos encantados: Dickens, Steinbeck, Thomas
Wolfe, James Farrel, Thomas Hardy, Kipling, sir Walter Scott, Melville,
Hawthorne. Qué regalos han dejado, para mí, para todo el mundo. Y
después, un par de años más tarde, cuando penetré en los
incomparables mundos de Dostoievsky y Tolstoi, llegué a la poderosa
convicción, que aún mantengo casi con fervor religioso, de que lo más
hermoso que una persona puede hacer en la vida es escribir una
buena novela.
Durante toda mi infancia y adolescencia, mis padres, Ben y
Ruth (o Beryl y Rifke) , inmigrantes judíos de un pequeño shtetl de
Rusia, trabajaron juntos catorce horas al día en su polvorienta tienda
de comestibles. Cuando obtuvieron la licencia para vender licor, las
horas aumentaron aún más, ya que los viernes y los sábados la tienda
seguía abierta hasta medianoche. Nunca vi a ninguno de los dos leer
un libro (no tenían ni el tiempo ni ningún tipo de educación secular),
pero siempre pareció darles placer el verme leer. Movían la cabeza
con aprobación; algunas veces mí padre venía a acariciarme el pelo y
a echar una ojeada, tan sólo por un instante, a mi libro. En una
ocasión mi tío Sam (en realidad un primo lejano, pero todos los
parientes eran «tíos» y «tías») me explicó que en su juventud mi
padre había escrito maravillosos poemas. A menudo me lo imaginaba
sentado en lo alto de un pajar de la campiña rusa intentando escribir
poesía. Incluso hoy evoco esa deliciosa imagen. Me encanta pensar
que, a través de mí, sus sueños se han hecho realidad.
El colmado de mi padre estaba en medio de un barrio negro y
pobre tan inseguro que no osaba pasear demasiado lejos. Por ello
pasé gran parte de mi primera infancia solo. La larga reunión del
domingo del clan de mis padres -quince o veinte amigos o parientes
que habían emigrado del mismo shtetl- atenuaba en parte mi
aislamiento pero exigía un alto precio: encasillamiento, conformismo,
una estrecha y paranoica mentalidad de gueto. Me sentía ahogado.
Necesitaba una salida y sabía cuál era el camino. Semana tras
semana, año tras año, iba y volvía en bicicleta con las alforjas
repletas de libros a reventar a la biblioteca principal de las calles
Siete y K.
Pero años más tarde, cuando llegó la hora de escoger una
profesión, no esquivé mi ambiente. Mis opciones profesionales eran
limitadas -o al menos yo las percibía como limitadas- y la idea de
tener la escritura como profesión nunca se presentó como posibilidad:
todos los jóvenes brillantes de mi entorno o bien iban a los negocios
de sus padres, o iban a la facultad de medicina, o, si eso fallaba, a la
facultad de odontología. Tenía la premonición que una carrera de

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

medicina podía ser una decisión errónea pero por lo menos la


facultad de medicina -y especialmente la de psiquiatría- estaba más
cerca de Tolstoi y Dostoievsky de lo que lo estaba el negocio de
comestibles de mi padre.
Una vez entré en psiquiatría, mi amor por contar historias
despertó gradualmente de su sueño y una voz insistió. Por ejemplo, el
enfoque terapéutico que finalmente desarrollé está estrechamente
vinculado al proceso creativo, a la lectura y escritura de ficción:
lectura porque siempre escucho atentamente la historia única y
fascinante de la vida de cada paciente; escritura porque creo, junto a
Jung, que la terapia es un acto creativo y el terapeuta eficaz debe
inventar una nueva terapia para cada paciente.
En mis textos profesionales he satisfecho mi pasión por contar
historias introduciendo de forma encubierta pequeños cuentos en el
texto mediante estampas de casos: algunas veces un breve párrafo,
otras veces una o dos páginas. Los estudiantes que han leído estos
textos saben a lo que me refiero. ¿Cuántas veces he oído decir a
profesores que les gusta usar mis textos porque los estudiantes
disfrutan leyéndolos?
Los estudiantes me han informado sobre varios aspectos
llamativos de mis escritos profesionales. Aprecian la ausencia de
jerga profesional (aborrezco especialmente la jerga profesional: ya
sea psiquiátrica, psicoanalítica, filosófica, postestructuralista,
desconstruccionista, o new age, toda esta jerga es igual de oscura y
crea una distancia entre el estudiante y el verdadero entendimiento).
Los estudiantes me han dicho que aprecian mi claridad. A lo largo de
mi carrera me he hecho la propuesta de no escribir nunca nada que
yo mismo no comprenda completamente. Puede parecer un dato
poco significativo, pero la literatura profesional está llena de
contribuciones en las que autores que van desde Sullivan, Lacan,
Fenichel y Klein hasta Boss y Binswanger, suponen de forma un tanto
oscura que la claridad lingüística no es esencial, que es posible
comunicarse directamente desde el inconsciente del escritor hasta el
del lector. Jamás he creído una sola palabra de esto. Si un lector
inteligente y aplicado no puede entender el texto es error del autor y
no del lector.
Pero más allá de la claridad y la ausencia de jerga, creo que las
breves historias clínicas que he entramado en mis textos contribuyen
en gran medida a su éxito. Los estudiantes desean pagar el precio de
soportar las lecciones de teoría e investigación, si saben que después
de la siguiente curva les está esperando una historia atractiva, quizá
una o dos páginas más tarde.
Las cuatro estampas de pacientes aquí presentadas
ejemplifican varios problemas sobre técnica de terapia de grupo e
individual.

La terapia de grupo es especialmente apropiada para los


pacientes narcisistas. Aunque la sana autoestima es esencial para el

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

desarrollo del respeto y la confianza en uno mismo, una excesiva


autoestima puede crear varios problemas interpersonales, como
vemos en este fragmento de The Theory and Practice y Group
Psychotherapy.

El paciente narcisista generalmente tiene un desarrollo más


violento pero más productivo en grupo que en terapia individual. De
hecho, la terapia individual, proporciona tanta gratificación que el
problema central emerge mucho más lentamente: cada palabra del
paciente es escuchada; se examina cada sentimiento, fantasía y
sueño; se le da todo al paciente y se le pide poco.
Sin embargo, en grupo se espera del paciente que comparta el
tiempo, que haga un esfuerzo de comprensión, que sienta una
empatía hacia los otros pacientes que le invite a ayudarles, que
establezca relaciones, que se sienta implicado en los sentimientos de
los demás, que reciba una compensación constructiva aunque en
ocasiones sea crítica. A menudo los pacientes narcisistas se sienten
vivos cuando están sobre el escenario: juzgan la utilidad que el grupo
les aporta de acuerdo con el tiempo del grupo y del terapeuta que
han conseguido en un encuentro. Velan fieramente por su
singularidad y a menudo ponen reparos cuando alguien señala
similitudes entre ellos y otros miembros del grupo. Por la misma
razón, también reprochan el ser incluidos con los demás miembros en
interpretaciones de conjunto.

Vicky
Una paciente, Vicky, frecuentemente criticaba la terapia de
grupo al comentar su preferencia por la terapia cara a cara. A
menudo apoyaba su opinión citando literatura psicoanalítica, crítica
con el enfoque de terapia de grupo. Le amargaba tener que compartir
tiempo con el grupo. Por ejemplo, un día a tres cuartas partes del
tiempo de un encuentro, el terapeuta observó que veía a Vicky y John
bajo mucha presión. Ambos admitieron que necesitaban y querían
tiempo en la reunión de ese día. Después de una situación un poco
embarazosa, John renunció diciendo que pensaba que su problema
podía esperar a la siguiente sesión. Vicky consumió el tiempo que
quedaba de reunión y, en la siguiente sesión, continuó donde lo había
dejado. Cuando pareció que tenía la intención de ocupar de nuevo
toda la reunión, uno de los miembros del grupo comentó que John
había dejado su asunto pendiente desde la sesión anterior. Pero el
relevo no fue fácil, porque, tal y como el terapeuta señaló, sólo Vicky
podía ceder ante el grupo, y no parecía tener ninguna intención de
hacerlo cortésmente (se había sumido en un silencio resentido).
No obstante, el grupo se dirigió a John, que estaba en medio de
una profunda crisis vital. John presentó su situación, pero no se
avanzó mucho. Justo al final del encuentro, Vicky empezó a llorar en
silencio. Los miembros del grupo, pensando que lloraba por John, se
giraron hacia ella. Pero lloraba, dijo, por todo el tiempo que se
gastaba en John, tiempo que ella podía haber invertido mucho mejor.

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura
Lo que Vicky no pudo apreciar, durante por lo menos un año en el
grupo, era que este tipo de incidente no indicaba que podía estar
mejor fuera, en una terapia individual. Sino más bien al contrario: el
hecho de que ese tipo de dificultades surgieran en grupo era
precisamente la razón por la cual la terapia de grupo estaba
especialmente indicada para ella.

La apertura personal es una parte esencial del éxito de la


psicoterapia de grupo, y el terapeuta debe estar preparado para
tratar todos los aspectos que conlleva: cómo fomentarla, cómo
minimizar los riesgos que entraña sincerarse, cómo conducir al grupo
hacia una apertura útil y terapéutica. Este fragmento de The Theory
and Practice of Group Psychotherapy ilustra algunos de los principios
de la respuesta terapéutica a la apertura personal en la terapia.
El miembro del grupo que acaba de sincerarse sobremanera se
enfrenta a un momento de vulnerabilidad y requiere el apoyo de los
miembros del grupo y/o del terapeuta. Sin tener en cuenta las
circunstancias, ningún paciente debería ser atacado por una
importante revelación personal. Un caso clínico lo ilustrará.

Joe
Cinco miembros estaban presentes en una reunión de un grupo
formado desde hacía un año. (Dos miembros estaban fuera de la
ciudad y uno estaba enfermo.) Joe, el protagonista de este episodio,
empezó el encuentro con una larga e inconexa declaración sobre el
hecho de que se sentía incómodo en un grupo más pequeño. Desde
el momento en que Joe había empezado en el grupo, su forma de
hablar repelía a los miembros del grupo. A todo el mundo le parecía
pesado escucharlo y ansiaban que dejase de hablar. Pero en realidad
nadie se había enfrentado honestamente a estos vagos e incómodos
sentimientos sobre Joe hasta este encuentro, cuando, tras unos pocos
minutos,
Betsy lo interrumpió: «¡Si no grito voy a explotar! No puedo aguantar
más! Joe, me gustaría que dejaras de hablar. No soporto escucharte.
No sé a quién te estás dirigiendo: quizás al techo, quizás al suelo,
pero desde luego a mí no te diriges. Me preocupa cada uno de los
demás miembros del grupo. Pienso en ellos. Significan mucho para
mí. Odio decir esto, pero por alguna razón, Joe, no me importas».
Aturdido, Joe trató de entender la razón que había detrás de los
sentimientos de Betsy. Otros miembros estaban de acuerdo con
Betsy y sugirieron que Joe nunca decía nada personal. Todo era de
relleno, algodón azucarado: nunca revelaba nada importante sobre sí
mismo; nunca se relacionaba personalmente con ninguno de los
miembros del grupo. Incitado y picado, Joe se atrevió a dirigirse al
grupo y a describir sus sentimientos personales hacia cada uno de los
miembros.
Pensé que, a pesar de que Joe se había abierto más de lo que
lo había hecho anteriormente, aún se mantenía en un territorio
cómodo y seguro. Le pregunté: «Joe, si tuvieras que valorar en una
escala del uno al diez en qué profundidad te has sincerado,

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura
considerando que "uno" representa una conversación de cóctel y
"diez" representa lo máximo que jamás podrías imaginarte revelar
sobre ti a otra persona, ¿cómo valorarías lo que has hecho en el
grupo los últimos diez minutos?», Pensó en ello un momento y dijo
que suponía que se daría a sí mismo un «tres» o un «cuatro». Le
pregunté: «¿Qué pasaría, Joe, si te movieras uno o dos grados más
arriba?».
Meditó un poco y dijo: «Si me moviera un par de grados le diría
al grupo que soy alcohólico».
Esto fue una asombrosa muestra de apertura personal. Joe
había estado en el grupo durante un año, y nadie -ni yo, ni mi
coterapeuta, ni los miembros del grupo- sabíamos nada de ello. Es
más, se trataba de una información crucial. Durante semanas, por
ejemplo, Joe se había lamentado del hecho de que su mujer estaba
embarazada y había decidido abortar en lugar de tener un hijo suyo.
El grupo estaba desconcertado por el comportamiento de su mujer y
en tres semanas llegó a ser muy crítico con ella; algunos miembros se
preguntaban incluso por qué Joe permanecía casado. El nuevo dato
de que Joe era alcohólico aportaba un eslabón perdido crucial. ¡Ahora
el comportamiento de su mujer tenía sentido!
Mi primera reacción fue de enfado. Recordé todas esas horas
inútiles en las que Joe había llevado al grupo por sitios imposibles.
Tuve la tentación de gritar: «¡Maldita sea, Joe, la de sesiones
gastadas hablando de tu mujer! ¿Por qué no nos lo dijiste antes?».
Pero éste es justo uno de aquellos momentos en los que hay que
morderse la lengua. Lo importante no es que Joe no nos diera antes
esa información sino que sí nos la dio ese día. En lugar de castigarlo
por haber ocultado la información anteriormente, debía ser animado
por haber provocado tal ruptura y por desear arriesgarse en el grupo.
La técnica apropiada consistía en apoyar a Joe y facilitarle una mayor
apertura «horizontal», esto es, una apertura sobre el proceso de
apertura.

Anteriormente ya he discutido la modificación de la técnica de


la terapia de grupo para enfrentarse a la situación clínica
especializada. Un paso crucial en esta modificación es la construcción
de una serie de metas razonables y factibles. El siguiente episodio, de
Impatient Group Psychotherapy, describe una meta importante de los
grupos de terapia con pacientes ingresados.

La duración de la terapia en los grupos de terapia formados por


pacientes hospitalizados es demasiado breve para permitir a los
pacientes trabajar en sus problemas. Pero el grupo puede ayudar de
forma eficaz a que los pacientes descubran problemas en los que
puedan seguir trabajando beneficiosamente en la terapia individual
en curso, ya sea en su estancia en el hospital ya sea en una terapia
posthospitalaria. La terapia de grupo señala a los pacientes las áreas
en las que hay que trabajar. Al proporcionar un enfoque discreto para
la terapia, los grupos de pacientes ingresados aumentan la eficacia
de otras terapias.
Es importante que los grupos identifiquen los problemas con

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Irvin D. Yalom
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algún asidero terapéutico: problemas que el paciente perciba como


circunscritos y maleables (no un problema generalizado, como la
depresión o tendencias suicidas, ya que el paciente puede ser muy
consciente de tenerlo, pero no ofrecen ningún asidero para la
terapia). El grupo es el contexto más apropiado para ayudar a los
pacientes a identificar los problemas que versan sobre la forma de
relacionarse con las otras personas. Ya he mencionado anteriormente
que la terapia de grupo no es una forma eficaz para reducir la
ansiedad o para mejorar el pensamiento psicótico o la depresión
profunda, pero sí es un escenario de terapia sin igual para instruirse
sobre el comportamiento interpersonal de inadaptación. La historia de
Emily puede ser una buena ilustración de este punto.

Emily
Emily era una mujer joven extremadamente aislada. Se
quejaba de que siempre era ella la que tenía que tomar la iniciativa
para una reunión social. Nunca recibía invitaciones; no tenía amigas
cercanas que acudieran a su encuentro. Sus citas con hombres
siempre se convertían en citas de una sola noche. Intentaba
complacerles yéndose con ellos a la cama, pero nunca llamaban para
una segunda cita. La gente parecía olvidarse de ella tan pronto como
se la encontraban. A lo largo de las tres sesiones en grupo a las que
vino, el grupo le dio coherentes respuestas sobre el hecho de que
siempre era agradable, siempre parecía tener una cortés sonrisa en
la cara, y siempre parecía decir lo que creía que los otros querían oír.
En este proceso, sin embargo, la gente siempre perdía pronto la pista
sobre quién era Emily. ¿Cuáles eran sus propias opiniones? ¿Cuáles
eran sus propios deseos y sentimientos? Su necesidad de ser siempre
complaciente tenía una seria consecuencia negativa: la gente la
encontraba aburrida y predecible.
Un dramático ejemplo tuvo lugar en su segundo encuentro,
cuando olvidé su nombre y me disculpé por ello. Su respuesta fue:
«Es igual, no importa». Sugerí que el hecho de que no le importara
era quizá una de las razones por las que había olvidado su nombre.
En otras palabras, si hubiera sido el tipo de persona a la que le
hubiera importado, o el tipo de persona que expresa sus necesidades
de forma más abierta, entonces probablemente no habría olvidado su
nombre. En las tres sesiones con el grupo, Emily dio muestras de
tener un problema básico con consecuencias de gran alcance para
sus relaciones en el exterior: su tendencia a sumergirse en un intento
desesperado y contraproducente de conseguir el afecto de los demás.

Asumir la responsabilidad -tanto en la vida como en la terapia-


es un paso fundamental en el proceso de psicoterapia. Este episodio
extraído de Psicoterapia existencial describe algunos de los aspectos
del trabajo de terapia con un paciente que se resistía inflexiblemente
a dar ese paso.

Un terapeuta que tiene la sensación de estar cargando con todo

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el peso del paciente, que está convencido de que nada útil ocurrirá en
la hora de visita, a no ser que él o ella sea el responsable de ello, lo
que ha hecho es permitirle al paciente trasladar el peso de la
responsabilidad de sus hombro a los del terapeuta. Los terapeutas
pueden enfrentarse a este proceso de distintas formas. La mayoría de
los terapeutas optan por reflexionar sobre ello. El terapeuta puede
comentar que el paciente parece cargarlo todo sobre sus espaldas
(las del terapeuta), o que él o ella (el terapeuta) no ve que el paciente
esté colaborando activamente en la terapia. O puede hacer
comentarios sobre la sensación de tener que cargar con todo el peso
de la terapia. También puede considerar que no queda otro modo
más efectivo de empujar a un paciente lento a la acción que
simplemente preguntándole: «¿Para qué vienes?».
Hay varias resistencias típicas por parte de los pacientes frente
a estas intervenciones, y se centran en la idea: «No sé qué hacer», o
«Si supiera que hacer, no estaría aquí», o «Ésta es la razón por la que
he venido a verle», o «Dígame lo que tengo que hacer». El paciente
finge impotencia. A pesar de insistir en que él o ella no sabe qué
hacer, de hecho el paciente ha recibido muchas directrices explícitas
e implícitas del terapeuta. Pero el paciente no revela sus
sentimientos; no puede recordar sus sueños (o está demasiado
cansado para escribirlos o se olvida de dejar papel y lápiz cerca de la
cama); el paciente prefiere discutir cuestiones intelectuales, o
empezar una discusión inacabable con el terapeuta sobre cómo
funciona la terapia. El problema, como ya sabe un terapeuta muy
experimentado, no es que el paciente no sepa lo que hacer. Cada una
de estas tácticas refleja la misma cuestión: el paciente rechaza
aceptar la responsabilidad de cambiar, de la misma manera que,
fuera de las horas de terapia, él o ella rechaza aceptar la
responsabilidad de un difícil problema vital.

Ruth
Ruth, una paciente de terapia de grupo, ilustra este punto.
Eludía la responsabilidad en todos los ámbitos de su vida. Estaba
desesperadamente sola, no tenía amigas íntimas, y todas sus
relaciones con hombres habían fracasado porque sus necesidades de
dependencia eran demasiado fuertes para sus parejas. Más de tres
años de terapia individual habían resultado ineficaces. Su terapeuta
individual decía que Ruth parecía un «peso pesado» de la terapia: no
producía más material que sus pensamientos circulares sobre sus
dilemas con los hombres, ni fantasías, ni transferencias de material, y
ni un solo sueño a lo largo de un período de tres años. Desesperado,
su terapeuta individual la había enviado a un grupo de terapia. Pero
en el grupo Ruth simplemente retomó su postura de impotencia y
pasividad. Pasados seis meses no había trabajado nada en el grupo y
no había hecho ningún progreso.
En un encuentro crucial se lamentó del hecho de que no había
recibido ayuda del grupo y dio a entender que se preguntaba si ese

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era el grupo adecuado o la terapia adecuada para ella.
TERAPEUTA: Ruth, haces aquí lo que haces fuera del grupo.
Esperas a que pase algo. ¿Cómo quieres que sea posible que el grupo
te sea útil si tú no lo utilizas?
RUTH: No sé qué hacer. Vengo aquí cada semana y no pasa
nada. No saco nada de la terapia.
TERAPEUTA: Claro que no sacas nada de la terapia. ¿Cómo
quieres que pase algo si tú no haces que ocurra?
RUTH: Me he quedado en blanco. No sé qué decir.
TERAPEUTA: Parece importante para ti no saber nunca qué
decir o qué hacer.
RUTH: (llorando) Dígame qué quiere que haga. No quiero ser
así toda mi vida. Este fin de semana me fui de acampada; todos los
demás se encontraban en el séptimo cielo, el campo estaba en flor, y
yo me pasé todo el tiempo en la más completa miseria.
TERAPEUTA: Quieres que te diga lo que tienes que hacer
aunque sabes perfectamente cómo funcionarías mejor en el grupo.
RUTH: Si lo supiera, lo haría.
TERAPEUTA: ¡Todo lo contrario! Parece que te dé miedo hacer
lo que te conviene.
RUTH: (sollozando) Estoy otra vez aquí en este jodido sitio.
Tengo la cabeza hecha un lío. Tú estás enfadado conmigo. En este
grupo no me siento mejor sino peor. No sé qué hacer.
En este punto el resto del grupo intervino. Uno de sus
miembros se unió a Ruth diciendo que él se encontraba en la misma
situación. Otros dos dijeron que estaban hartos de su eterna
impotencia. Otro comentó, con exactitud, que ya había habido en el
grupo discusiones inacabables sobre cómo podían los miembros
participar de forma más efectiva. (De hecho, gran parte del encuentro
anterior había sido dedicada precisamente a esa cuestión.) Otro le
dijo que tenía gran cantidad de opciones. Podía hablar de sus
lágrimas, su tristeza, o sobre lo herida que estaba. O sobre lo capullo
que era el terapeuta. O sobre sus sentimientos respecto a cualquiera
de los miembros del grupo. Ella ya sabía estas opciones, y todo el
mundo sabía que las sabía. «¿Por qué -se preguntaba el grupo-,
necesitaba mantener esa postura de impotencia y pseudo demencia?
Eso fue un empuje, Ruth explicó que durante las tres últimas
semanas mientras iba hacia el encuentro tomaba la resolución de
discutir sus sentimientos hacia otros miembros del grupo, pero
siempre se echaba atrás. Este día dijo que quería hablar de por qué
nunca iba a tomar café con el grupo después de los encuentros. A ella
le habría gustado pero no lo había hecho porque era reacia a intimar
con Cynthia (otro miembro del grupo) no fuera que Cynthia, a la que
veía especialmente necesitada, la empezase a llamar a mitad de la
noche pidiéndole ayuda. Siguiendo una abierta interacción con
Cynthia, Ruth mostró abiertamente sus sentimientos hacia otros dos
miembros del grupo y hacia el final de la sesión había avanzado más
que durante los seis meses anteriores juntos. Lo importante a señalar
de este ejemplo es que la afirmación de Ruth -«Dígame lo que quiere
que haga»- era una forma de eludir la responsabilidad. Cuando se le
dio el impulso suficiente, supo muy bien lo que tenía que hacer en la
terapia. ¡Pero ella no quería saber lo que tenía que hacer! Quería que
la ayuda y los cambios viniesen de fuera. Ayudarse a sí misma, ser su

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura
propia madre, le daba miedo; le hacía demasiado consciente de que
era libre, responsable y de que estaba básicamente sola.

EVERY DAY GETS A LITTLE CLOSER: UN EXPERIMENTO DE


TERAPIA Y NARRATIVA

A pesar de las muchas oportunidades que he tenido para


introducir narrativa clandestinamente en mis escritos profesionales,
deseaba expresar mis impulsos creativos de forma más completa y
abierta. La oportunidad para ello se presentó por sí sola un día de
1974 cuando Ginny Elkins (un seudónimo) entró en mi despacho.
Ginny era una escritora de literatura con talento -una becaria de
Stegner en Stanford- que sufría una gran inhibición. No sólo se había
bloqueado para escribir, sino que estaba tan bloqueada para
expresarse que de poco podía servirle la terapia de grupo que le
ofrecí.
Había decidido dejar el grupo de terapia -se le había acabado la
beca y no podía costeárselo- cuando le propuse un experimento
inusual. Le ofrecí verla en terapia individual y sugerí que, en lugar de
pagarme, escribiera un resumen sin censuras, libre y fluido después
de cada hora de terapia; en otras palabras, le pedí que expresara por
escrito todas las sensaciones y pensamientos que no había
verbalizado durante nuestra sesión. Yo, por mi parte, propuse hacer
exactamente lo mismo. Es más, sugerí que cada uno entregaría su
crónica semanal en sobres cerrados a mi secretaria, y que cada
varios meses revisaríamos las notas del otro.
Mi propuesta estaba más que decidida. Tenía muchas razones
para hacer una petición de ese tipo. En primer lugar, implicaba el
tomarse seriamente la máxima de crear una nueva terapia para cada
paciente. Esperaba que la misión de escribir podría no sólo acabar
con el bloqueo de mi paciente para escribir, sino animarla a
expresarse con más libertad en la terapia. Además, quizá, el hecho de
que ella leyese mis notas podía mejorar nuestra relación. Tenía la
intención de escribir anotaciones sin censura en las que revelaría mis
propias experiencias vividas durante la hora de visita: satisfacciones,
frustraciones, distracciones. Posiblemente, si Ginny podía llegar a
verme de forma más realista, podría empezar a desidealizarme y a
relacionarse conmigo sobre una base más humana.
Pero seamos honestos. Tenía otro motivo para mi propio
beneficio: este recurso me proporcionó un ejercicio inusual de
escritura, una oportunidad para romper mis límites profesionales,
para liberar mi voz, para asociar libremente sobre el papel, para
escribir todo lo que me viniera a la cabeza en los diez minutos
posteriores a cada encuentro.
El intercambio de anotaciones cada varios meses fue muy
instructivo. Siempre que los participantes en una relación estudian su
propia interacción (es decir, examinan su propio «proceso») se

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

sumergen con más profundidad en sus encuentros. Cuando Ginny y


yo leíamos los resúmenes del otro, ocurría precisamente eso: con
cada lectura, la terapia se catalizaba.
Las anotaciones producían un efecto Rashomon: aunque
habíamos vivido la misma hora, la habíamos experimentado de forma
muy distinta. Por alguna razón, dábamos valor a partes muy distintas
de la sesión. ¿Mis elegantes e intelectuales interpretaciones? Jamás
las oía siquiera. En cambio valoraba los pequeños actos personales
que yo apenas notaba: mis cumplidos sobre su ropa, su apariencia o
sus escritos, mis torpes disculpas por llegar un par de minutos tarde,
mis risitas por su tono satírico, mis burlas cuando dramatizaba, mi
forma de enseñarle a relajarse.
Más adelante, cuando utilicé los resúmenes de las sesiones en
mis clases de Psicoterapia, me sorprendió el intenso interés de los
estudiantes en la sucesión de resúmenes. Mi esposa, especialista en
literatura y una editora excelente, consideraba que los resúmenes se
podían leer como una novela epistolar. Sugirió publicar las notas
como un libro y se ofreció a editarlas. (La edición de las anotaciones
de las sesenta sesiones consistió en pulirlas y aclararlas. No se añadió
nada: en general permanecieron como se habían escrito por primera
vez.)
Ginny se entusiasmó con el proyecto; acordarnos que cada uno
escribiría un prólogo y un epílogo y que compartiríamos los derechos
de autor por igual. El libro fue publicado en 1974 bajo el título de
Every Day Gets a Little Closer. Mirando hacia atrás el subtítulo, A
Twice-Told Therapy, habría sido más adecuado, pero a Ginny le
encantaba la vieja canción de Buddy Holly y siempre había querido
que la tocaran el día de su boda. A pesar del desafortunado título, el
libro se ganó a un pequeño pero fiel público y durante los veinte años
siguientes se vendieron regularmente de dos a tres ejemplares por
día. Ha sido traducido a varios idiomas y en 1994 se hizo una
publicación en rústica que ha dado nueva vida al libro.
Este fragmento está compuesto por mi prólogo, el prólogo de
Ginny, nuestras anotaciones de la tercera sesión, y los párrafos
finales de mi epílogo.

Prólogo del doctor Yalom

Siempre me descoloca encontrar viejas agendas de visita llenas


de nombres medio olvidados de pacientes con los que he tenido las
experiencias más tiernas. Tantas personas, tantos buenos momentos.
¿Qué ha sido de ellos? Mis numerosos armarios de archivos
dispuestos en hileras, los montones de cintas de grabaciones a
menudo me recuerdan un inmenso cementerio: vidas comprimidas en
carpetas clínicas, voces atrapadas en bandas electromagnéticas
representando silenciosamente y eternamente sus dramas. Vivir con
estos monumentos me imbuye de un agudo sentido de lo efímero.
Incluso cuando me encuentro sumergido en el presente, siento la

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

mirada y la espeea del espectro de la descomposición: una


descomposición que en última mstancia derrotará a la experiencia
vivida pero que, en su inexorabilidad, proporciona patetismo y
belleza. El deseo de relatar mi experiencia con Ginny es muy
imperioso; estoy intrigado por la oportunidad de evitar la
descomposición, de prolongar el espacio de nuestra breve vida
conjunta. Es mucho mejor saber que existirá en la mente del lector en
lugar de hacerlo en un abandonado almacén lleno de anotaciones
clínicas no leídas y cintas electromagnéticas no escuchadas.
La historia empieza con una llamada de teléfono. Un hilo de voz
me dijo que se llamaba Gmny, que acababa de llegar a California, que
había asistido a una terapia durante varios meses con un colega mío
del este que le había dado mis referencias. Como acababa de llegar
de un año sabático en Londres, todavía tenía mucho tiempo libre y
quedé con Ginny dos días más tarde. La encontré en la sala de espera
y la conduje de la entrada a mi despacho. Yo no podía caminar lo
suficientemente despacio; como una esposa japonesa, ella me seguía
a unos cuantos silenciosos pasos detrás. No pertenecía a sí misma,
nada pegaba con nada, su cabello, su sonrisa, su voz su andar, su
jersey, sus zapatos, todo parecía haber sido juntado por casualidad, y
había la inmediata posibilidad de que todo –cabello, andar,
extremidades, tejanos agujereados, calcetines militares, todo- saliera
volando por separado. ¿Y qué dejaría? Me pregunté. Quizá sólo la
sonrisa. ¡Si no eres bonita, no importa cómo te arregles! Pero
curiosamente era atractiva. De alguna manera, en tan sólo unos
minutos, se las arregló para hacerme saber que yo sería capaz de
hacerlo todo y que ella lo dejaba absolutamente todo en mis manos.
A mí no me importó. En ese momento no me pareció una pesada
carga.
Cuando habló me enteré de que tenía veintitrés años, era hija
de una mujer que en otros tiempos había sido cantante de ópera y de
un hombre de negocios de Filadelfia. Tenía una hermana cuatro años
menor que ella y un don para escribir literatura. Había venido a
California porque la habían aceptado, gracias a algunos relatos
cortos, en un programa de un año de duración de escritura literaria
en una facultad cercana.
¿Por qué estaba ahora buscando ayuda? Decía que necesitaba
continuar la terapia que había empezado un año atrás y de un modo
confuso y poco sistemático, anunció gradualmente las principales
dificultades de su vida. Además de sus demandas explícitas, a lo
largo de la entrevista reconoció varias áreas mucho más
problemáticas.
En primer lugar, su autorretrato, expuesto rápidamente y
jadeando, con atractivas metáforas ocasionales que puntualizaban la
letanía de su odio hacia sí misma. Es masoquista en todos los
aspectos. Toda su vida ha desatendido a sus propias necesidades y
placeres. No tiene ningún respeto hacia sí misma. Se siente como un
espíritu incorpóreo: como un canario gorjeador brincando de acá para

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

allá de un hombro a otro, mientras camina con sus amigos por la


calle, Cree que sólo es interesante para los demás como sustancia
etérea.
No tiene ningún juicio sobre sí misma. Dice: «Tengo que
prepararme para estar con la gente. Planifico lo que voy a decir. No
tengo sentimientos espontáneos: sí que los tengo, pero encerrados en
alguna pequeña jaula. Siempre que salgo tengo miedo y debo
prepararme». No reconoce o no expresa sus enfados. «Estoy llena de
compasión por la gente. Soy ese cliché andante de: "Si no puedes
decir nada bueno sobre la gente, no digas nada"». Sólo recuerda
haberse enfadado una vez en su vida adulta: años atrás le chilló a un
compañero de trabajo insolente y marimandón. Después estuvo
temblando durante horas. No tiene derechos. No se le ocurre
enfadarse. Está tan absolutamente absorbida por gustar a los demás
que nunca piensa en preguntarse a sí misma si los demás le gustan a
ella.
Está consumida por su autodesprecio. Una pequeña voz interior
la insulta sin descanso. Si alguna vez se olvida por un momento de sí
misma y retoma la vida de forma espontánea, esta voz que le
destroza los buenos momentos la devuelve bruscamente a su nicho
de timidez. En la entrevista no se permitió ni un solo comentario
sobre algo que la hiciera sentir orgullosa. Tan pronto como mencionó
el programa de escritura literaria se apresuró a recordarme que lo
había conseguido por pereza; le habían llegado noticias de este
programa por habladurías, e hizo la solicitud porque no tenía otros
requisitos formales que los de mandar algunos relatos que hubiera
escrito en los dos últimos años. Por supuesto, no hizo ninguna
referencia a la presunta alta calidad de sus relatos. Su rendimiento
literario había menguado gradualmente y en ese momento se
encontraba en medio de un grave bloqueo creativo.
Todos su problemas vitales se reflejaban en sus relaciones con
los hombres. A pesar de que buscaba desesperadamente una relación
duradera con un hombre, nunca había sido capaz de mantener una
relación de ese tipo. A los veintiún años saltó de una núbil inocencia
sexual a relaciones sexuales con varios hombres (no tenía derecho a
decir «no») y lamentaba haber entrado bruscamente en el dormitorio
sin haber pasado siquiera por la antecámara de la adolescencia de
pedir citas y acariciarse. Le gusta estar físicamente cerca de un
hombre pero no puede liberarse sexualmente. Ha experimentado
orgasmos masturbándose, pero la voz interna que la insulta ya se
encarga de que raramente alcance el orgasmo en relaciones
sexuales.
Ginny raramente mencionaba a su padre, pero la presencia de
su madre era enorme. «Soy un pálido reflejo de mi madre», deda.
Siempre han estado unidas de una forma poco común. Ginny se lo
cantaba todo a su madre. Recuerda cómo ella y su madre
acostumbraban a leer y reírse bastante de las cartas de amor de
Ginny. Ginny siempre estaba delgada, le repugnaban muchos

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Psicología y Literatura

alimentos, y durante casi un año al principio de su adolescencia


vomitaba con tanta regularidad antes del desayuno que su familia
llegó a considerarlo como parte de su rutinario aseo matutino.
Siempre comió mucho, pero cuando era muy joven tragaba con
mucha dificultad. «Podía comérmelo todo y al final de la comida
tenerlo todavía en la boca. Entonces trataba de tragármelo de una
sola vez.»
Al final de la hora de visita, estaba muy alarmado por Ginny. A
pesar de muchos puntos fuertes -un suave encanto, una profunda
sensibilidad, inteligencia, un sentido del humor muy sofisticado, un
don especial para las metáforas- encontré patologías allí donde
miraba: demasiado material primitivo, sueños que borraban la
frontera entre la realidad y la fantasía, pero sobre todo una extraña
confusión, como si las «fronteras del ego» se hubieran borrado.
Parecía como si se estuviera diferenciando de su madre sin haberlo
conseguido por completo, y sus problemas de alimentación podían
ser un débil y patético intento para liberarse. La vi como si estuviera
atrapada en el terror de una dependencia infantil que requería un
abandono de la individualidad -un estancamiento permanente- y, por
otra parte, una asunción de una autonomía que, sin un profundo
sentido del yo, parecía rígida e insoportablemente solitaria.
Raramente me preocupo excesivamente por los diagnósticos.
Pero sabía que ella estaba seriamente preocupada y que la terapia
sería larga y arriesgada. En ese momento estaba preparando una
terapia de grupo que mis estudiantes iban a observar como parte de
su programa de prácticas, y como mi experiencia en grupos de
terapia con personas que tienen problemas similares a los de Ginny
ha sido buena, decidí ofrecerle un sitio en el grupo. Ella aceptó la
recomendación un poco a regañadientes; le gustaba la idea de estar
con otros pero tenía miedo de convertirse en la niña del grupo y no
poder contar nunca sus pensamientos íntimos. Ésta es una de las
suposiciones típicas de los pacientes que se enfrentan por primera
vez a un grupo de terapia, yo le aseguré que, a medida que su
confianza en el grupo se desarrollara, sería capaz de compartir sus
sentimientos con los demás. Desafortunadamente, como veremos, la
predicción que tuvo sobre su comportamiento fue del todo acertada.
Además de mi consideración práctica de formar un grupo y
buscar parientes, tenía mis reservas en tratar a Ginny
individualmente. Concretamente me sentía tan intranquilo por su
admiración hacia mí, que era como si, de improviso, un manto me
cubriera tan pronto como entraba en mi despacho. Consideren el
sueño que tuvo la noche anterior a nuestro primer encuentro: «Tenía
una diarrea muy fuerte y un hombre Iba a comprarme una medicina
que tenía escrito "con receta médica" en la etiqueta. Yo pensé que
tenía que comprar Kaopectate porque era más barato, pero él quería,
comprarme la medicina más cara posible». Parte de su buena
consideración hacia mí era debida a que su anterior terapeuta me
había alabado mucho, los títulos profesionales también influyeron

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

pero el resto de la admiración no sé de dónde venía. Sin embargo, la


sobrevaloración era tan extrema que supuse que podría ser un
impedimento para la terapia individual. Participar en un grupo de
terapia, razoné, le daría a Ginny la oportunidad de verme a través de
los ojos de muchas personas. Es más, la presencia de un coterapeuta
en el grupo le permitiría tener una visión más equilibrada de mí.
Durante el primer mes del grupo a Ginny no le fue nada bien.
Cada noche terribles pesadillas interrumpían su sueño. Soñó, por
ejemplo, que sus dientes eran de cristal y que su boca se había vuelto
sangre. Otro sueño mostraba algunas de las sensaciones que tenía
por el hecho de compartirme con el resto del grupo. «Estaba abatida,
tumbada en la playa, y me cogían y me llevaban a un doctor que iba
a operarme el cerebro. Las manos del doctor estaban sujetas y
guiadas por dos miembros del grupo y por ello accidentalmente
cortaba una parte del cerebro sin tener la intención de hacerlo.» En
otro de sus sueños asistía a una fiesta conmigo y nadábamos juntos
por el césped en un juego sexual.
Ginny asistía al grupo religiosamente, raramente se perdió un
encuentro incluso cuando, un año después, se trasladó a San
Francisco, lo cual suponía un largo e incómodo traslado en transporte
público. A pesar de que Ginny recibió el apoyo suficiente del grupo
para defenderse durante ese tiempo, en realidad no hizo ningún
progreso. De hecho, pocos pacientes habrían mostrado la
perseverancia para continuar durante tanto tiempo en el grupo con
tan pocos beneficios. Había razones para creer que Ginny continuaba
en el grupo sobre todo para mantener el contacto conmigo. Persistía
en la convicción de que yo, y sólo yo, tenía el poder de ayudarla.
Repetidas veces los terapeutas y los miembros del grupo hacían esta
observación; repetidas veces notaban que Ginny tenía miedo al
cambio ya que una mejora hubiera implicado perderme. Sólo
permaneciendo en su estado de impotencia podía asegurarse mi
presencia. Pero no hubo movimiento. Ella permaneció tensa, apartada
y a menudo nada comunicativa con el grupo. Los otros miembros
estaban intrigados por ella: cuando sí hablaha, normalmente era
perceptiva y ayudaba a los demás. Uno de los miembros del grupo se
enamoró profundamente de ella, y otros se disputaban su atención.
Pero nunca se ablandó; se mantuvo helada de terror y nunca pudo
expresar sus sentimientos libremente o interactuar con los demás.
Durante la época de la terapia de grupo, Ginny buscó otros
métodos para escapar del calabozo de la timidez que había
construido para sí misma. Asistía frecuentemente a Esalen y otros
centros locales de desarrollo. Los encargados de estos programas
diseñaron una serie de técnicas de confrontación en un programa de
choque para cambiar a Ginny de forma instantánea: maratones
desnuda para superar su reserva y su ocultación técnicas
psicodramáticas y karate psicológico para alterar su docilidad y su
falta de asertividad, y estimulación vaginal con un vibrador eléctrico
para despertar su dormido orgasmo. ¡Todo en vano! Era una

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

excelente actriz y podía asumir fácilmente otro papel sobre el


escenario. Desafortunadamente, cuando la reresentación acababa, se
desprendía rápidamente de su nuevo papel y se quitaba el disfraz con
tanta facilidad como se lo había puesto.
La beca de Ginny en la facultad llegó a su fin, sus ahorros se
iban acabando y tuvo que encontrar un trabajo. Finalmente, el trabajo
de media jornada que consiguió provocó una incompatibilidad de
horarios irresoluble y Ginny, después de unas agonizantes semanas
de deliberación, avisó que tendría que dejar al grupo. Casi al mismo
tiempo, mi coterapeuta y yo habíamos llegado a la conclusión de que
era poco probable que sacara beneficios del grupo. Quedé con ella
para discutir planes futuros. Saltaba a la vista que necesitaba, una
terapia continuada; aunque estaba más firmemente agarrada a la
realidad: las monstruosas pesadillas nocturnas que la despertaban
habían disnimuido, vivía con un hombre joven, Karl (del que sabremos
más cosas más adelante), y había formado un pequeño grupo de
amigos, a pesar de todo ello todavía disfrutaba de la vida con sólo
una pequeña fracción de sus energías. Su demonio interior, la
pequeña voz que le destrozaba los buenos momentos, la atormentaba
implacablemente, y continuaba viviendo su vida contra un horizonte
de terror y timidez. La relación con Karl, la mas íntima que había
experimentado jamás, era especialmente una fuente de agonía. A
pesar de que él le importaba profundamente los sentimientos que él
tenía hacia ella estaban tan condicionados que cualquier palabra
estúpida o cualquier movimiento en falso inclinaría la balanza en su
contra. Así pues, extraía pocas satisfacciones del bienestar que
compartía con Karl.
Pensé en enviar a Ginny a una terapia individual en una clínica
pública de San Francisco (no podía permitirse pagar una terapia en el
ejercicio privado), pero me acechaban muchas dudas. Las listas de
espera eran largas, en ocasiones los terapeutas no tenían
experiencia. Pero el factor principal fue que la fe ciega que Ginny
tenía en mí se confabuló con mi ilusión de salvador para
convencerme de que sólo yo podía salvarla. Además de todo esto,
tengo una vena muy testaruda; odio abandonar y admitir que no
puedo ayudar a un paciente.
Así que no me sorprendí a mí mismo cuando me ofrecí a seguir
tratando a Ginny. Quería, sin embargo, romper la racha. Varios
terapeutas habían fracasado en ayudarla y yo buscaba un enfoque
que no repitiese los errores de los demás y que, al mismo tiempo, me
permitiera sacar partido de la poderosa y positiva transferencia de
Ginny hacia mí, para beneficio de la terapia. En el Epílogo describo
con detalle mi plan terapéutico y el razonamiento teórico que
subyace bajo mi enfoque. Por ahora, sólo necesito comentar un
aspecto de mi enfoque, una táctica atrevida para proceder, que ha
dado por resultado las páginas que siguen. Le pedí a Ginny que, en
lugar de pagarme con dinero, escribiera un resumen sincero de cada
sesión, que incluyera no sólo sus reacciones frente a lo que se

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

transpiraba sino también una descripción de los acontecimientos


subterráneos que tenían lugar, anotaciones de lo que ocurría
clandestinamente: todos los pensamientos y fantasías que nunca
salían a la luz del trato verbal. Consideré que la idea, novedosa en la
práctica psicoterapéutica, al menos hasta donde llegaban mis
conocimientos, era un feliz hallazgo; en aquellos momentos Ginny
estaba tan inerte que valía la pena intentar cualquier técnica que
exigiera un esfuerzo y un movimiento. El bloqueo absoluto que Ginny
tenía para escribir, que la privaba de una fuente positiva para tener
una mejor consideración de sí misma, hizo aún más atractiva la idea
de un procedimiento que exigiera escritos obligatorios.
Estaba intrigado por el potencialmente poderoso ejercicio de
apertura personal. Ginny no podía abrirse a mí, ni a nadie, en un
encuentro cara a cara. Ella me veía como infalible, omnisciente,
despreocupado, perfectamente estable. Me la imaginaba
enviándome, en una carta si se quiere, sus escondidos deseos y
sentimientos hacia mí. Me la imaginaba leyendo los personales y
profundamente falibles mensajes que yo le enviaba. No podía saber
los efectos precisos del ejercicio, pero estaba convencido de que el
proyecto liberaría algo poderoso.
Sabía que nuestros escritos podían sufrir inhibiciones si éramos
concientes de la inmediata y cuidadosa lectura del otro; así que
acordamos no leer las crónicas del otro en varios meses. Mi secretaria
las guardaría. ¿Artificial? ¿Forzado? Sabía que el ruedo de la terapia y
del cambio estaría en la relación que existiera entre nosotros.
Confiaba en que si un día pudiéramos sustituir las cartas por palabras
cruzadas en el momento, si pudiéramos relacionarnos de una forma
honesta y humana, entonces todos los demás cambios esperados
vendrían solos.

Prólogo de Ginny

Yo era una estudiante de sobresaliente en mi instituto de Nueva


York. Aunque era creativa, era una cosa secundaria en mi carácter
aturdido, como si una monstruosa vergüenza me hubiera golpeado la
cabeza. Pasé mi pubertad con los ojos cerrados y migrañas. Bastante
pronto en mi vida universitaria me jubilé académicamente. Aunque
ocasionalmente hacía algún «gran» trabajo, nada me gustaba más
que ser un reloj de sol humano, un sueñecito acurrucado al aire libre.
Los chicos me asustaban y no tenía ninguno. Mis pocas relaciones
posteriores fueron todas sorpresas. Como parte de mi educación
universitaria, pasé un tiempo en Europa trabajando, estudiando y
coleccionando un currículo dramático lleno de anécdotas y amigos,
pero no de progreso. Lo que podía parecer valor era en realidad una
forma de energía nerviosa e inercia. Tenía miedo de volver a casa.
Después de graduarme en la universidad, volví a Nueva York.
No podía encontrar trabajo, de hecho no tenía dirección a dónde ir.
Mis calificaciones goteaban como el reloj de Dalí, pues me atraía todo

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Psicología y Literatura

y nada al mismo tiempo. Por casualidad, encontré un trabajo dando


clases a niños pequeños. En realidad ninguno de los niños (y había
sólo unos ocho) eran alumnos; eran espíritus afines y lo que hicimos
fue jugar durante un año.
Mientras estuve en Nueva York tomé clases de actuación: cómo
gritar, respirar y leer versos para que sanaran como si emanaran de
una corriente sanguínea real. No importaba lo apresuradamente que
viviera mis clases y mis amigos, en mi vida había inmovilidad.
Incluso cuando no sabía lo que estaba haciendo, sonreía mucho.
Un amigo, sintiéndose presionado contra una optimista redomada,
me dijo: «¿Por qué tienes que estar tan contenta?». De hecho, con
mis pocos buenos amigos (siempre los he tenido) podía ser feliz; mis
faltas parecían pequeñas distracciones comparado con lo fácil y
natural que era vivir. Sin embargo, mi sonrisa era sofocante. Mi
pensamiento estaba ocupado por un desapacible tiovivo de palabras
que giraba constantemente entorno a disposiciones anímicas y
ambientes, y en muy pocas ocasiones pasaban a mi voz o a un papel.
Tampoco era tan bueno cuando se convertían en hechos.
En Nueva York vivía sola. Mi contacto con el mundo exterior,
excepto por las clases y las cartas, era mínimo. Empecé a
masturbarme por primera vez, y lo encontré espantoso, sólo porque
era algo privado que ocurría en mi vida. El carácter transparente de
mis miedos y alegrías siempre me había hecho sentir ligera y tonta.
Un amigo me dijo: «Puedo leerte como en libro». Era alguien como
Puck, que no necesitaba ninguna responsabilidad; que nunca hizo
nada más serio que vomitar. Y de repente empece a actuar de forma
distinta. Rápidamente empecé a sumergirme en la terapia.
La terapeuta era una mujer y en los cinco meses que estuve
con ella, dos veces por semana, intentó borrar la sonrisa de mi cara.
Estaba convencida de que todo mi objetivo en la terapia era
conseguir que yo le gustara a ella. En las sesiones se ensañó con mi
relación con mis padres. Siempre había sido ridículamente amorosa,
abierta e irónica.
Tenía miedo de la terapia porque estaba convencida de que mi
mente me estaba ocultando algún horrible secreto. Una explicación
de por qué sentía mi vida como uno de esos cuadernos de dibujo para
niños: cuando levantas el papel, las simples y graciosas caras, los
garabatos, están todos borrados, sin dejar un sólo trazo. En esa época
no importaba cuanto hiciera ni cuantos amigos tuviera, dependía de
que los demás me hicieran un lugar y me dieran fuerza, estaba
vibrante y al mismo tiempo muerta. ¡Necesitaba su empujón! Nunca
podía tomar la iniciativa. Y mi memoria se encontraba sobre todo en
un momento despectivo y funesto.
Progresaba en mi terapia hasta el punto en que ambos, yo y
mis sentimientos, nos llegamos a sentar en el mismo sillón de piel.
Entonces, una circunstancia extraordinaria cambió mi vida, o al
menos mi residencia. Por un capricho, había hecho la solicitud a un
programa de escritura literaria en California y fui aceptada. Mi

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

terapeuta de Nueva York no se alegró de la noticia; de hecho, estaba


en contra de mi marcha. Me dijo que estaba encallada, que no me
hacía responsable de mi vida, y que una beca sería totalmente inútil
para sacarme del bache. Sin embargo, no pude actuar en este asunto
como una adulta y escribir a la gente de la beca diciendo: «Por favor,
pospongan mi milagroso estipendio mientras intento encontrar mis
emociones y sentirme un poco más segura y humana». No, como con
todo lo demás me abalancé a mi nuevo medio, a pesar de que tenía
el temor de que las palabras de mi terapeuta fueran correctas y de
que estuviera abandonándolo todo justo al principio, arriesgando mi
vida por un año garantizado de sol. Pero no podía rechazar la
experiencia, pues esa era mi coartada, mi medio de sentir, mi forma
de pensar, de moverme. Siempre el enfoque externo en lugar del
camino serio e interior.
Al final mi terapeuta me dio su bendición, convencida de que
podía conseguir una ayuda excelente de un psiquiatra de California
que conocía. Abandoné Nueva York y, como siempre, algo
emocionante había en la partida. No importa la cantidad de cosas
valiosas que has dejado atrás, todavía tienes tu energía y tu mirada, y
justo antes de partir, mi sonrisa, como un logotipo permanente, volvió
a mi cara con la euforia de la reaparición. Confié en que el soporte
psicológico me estaría aún esperando cuando llegara a California y
que no tendría que partir de cero como los niños.
Dado el intenso y heroico trabajo que había hecho en Nueva
York con el teatro, la terapia y la soledad, me dirigí a California con
todos mis circunscriptos y protegidos sentimientos todavía intactos.
Era una gran época de mi vida porque tenía un futuro asegurado,
además de no tener a ningún hombre con quien intentar una relación,
por el cual esforzarme o por el cual ser juzgada. No había tenido
novio desde la facultad. Encontré una pequeña casa de campo con un
naranjo en la entrada; nunca pensé en coger naranjas hasta que un
amigo me dijo que podía hacerlo. Sustituí el tenis por el teatro, e hice
mi cuota usual de amiga íntima. En la facultad trabajé correctamente,
aunque actué como una ingenua,
Fui de un terapeuta al otro nada más llegar a Mountain View.
Encontrándome en un oscilante estado mental, picoteando de
Chejov, Jacques Brel y otras tristezas agridulces, fui a ver por primera
vez al doctor Yalom. Las expectativas, que son una parte importante
de mi lote eran enormes, pues él había sido recomendado por mi
terapeuta de Nueva York. Como entré en la sala vulnerable y cálida,
quizá Bela Lugosi podría haber conseguido los mismos efectos, pero
lo dudo: el doctor Yalom era especial.
En aquella primera entrevista con él mi alma se encaprichó.
Podía hablar sin tapujos; podía llorar, podía pedir ayuda sin sentir
vergüenza. Ninguna recriminación me acompañaría a casa. Todas sus
preguntas parecían penetrar a través de mi masa cerebral. En su
despacho parecía tener la licencia de ser yo misma. Confiaba en el
doctor Yalom. Era judío, y ese día, yo también. Parecía familiar y

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natural sin ser el típico psiquiatra Santa Claus.


El doctor Yalom sugirió que me uniera al grupo que dirigía junto
a otro doctor. Era como apuntarse al curso erróneo: yo quería Poesía
y Religión en una visita cara a cara y en lugar de eso conseguía un
curso puente (y sin ningún aliciente). Me envió al codirector del
grupo. En mi entrevista preliminar con el otro doctor no hubo
lágrimas, ni verdades, sólo el subtexto de la respiración de una
grabadora impersonal.
La terapia de grupo es muy dura. Especialmente si la mesa está
formada de inercia como la nuestra. El grupo de unos siete pacientes
y dos doctores se reunía entorno a una mesa con un micrófono
colgando del techo; en un lado había una pared de espejos como una
tela de cristal donde mi cara era atrapada cada vez que se hacía una
mirada instantánea. Un grupo de doctores residentes se sentaba en el
otro lado del espejo y miraban a través de él. La verdad es que no me
molestaba nada. Aunque soy vergonzosa, soy un poco exhibicionista,
así que me transformé para la ocasión y actué como una Ofelia
disecada. La mesa y la silla te ponían en una postura que hacía difícil
arrancar.
Muchos de nosotros teníamos los mismos problemas: una
incapacidad para sentir, enfados sin cuajar, problemas amorosos.
Hubo unos cuantos días milagrosos en que alguno de nosotros se
encendía y algo ocurría. Pero los límites de tiempo de la hora y media
normalmente apaciguaban cualquier progreso importante. Y a la
semana siguiente ya nos habíamos hundido en nuestro rigor mortis
psicológico habitual.
Empecé a sentirme de nuevo muerta y pretenciosa, así que
busqué respiración artificial en otros grupos de encuentro que eran
propios de la zona. Nos reuníamos en exuberantes casas de campo,
sobre alfombrillas, o esterillas de esparto, en baños japoneses, a
medianoche. Me gustaba más el medio que el contenido. Físicos,
bailarines, gente de mediana edad, boxeadores desenmascaraban
sus habilidades y sus problemas. Una luz iluminaría el escenario y
Bob Dylan nos entrenaría desde un radiocasete situado en una
esquina: sabes que algo está pasando, pero no sabes qué es.
Esta forma de teatro con el alma haciendo una representación
me atraía. Había lágrimas, gritos, risas y silencio: todo energía, Miedo,
auténticas palmadas en la espalda, y amistad surgían del lodo de la
medianoche. Los matrimonios se deshacían delante de tus ojos; los
trabajos de cuello blanco eran atacados. Me apunté felizmente a
estos días de juicios y resurrecciones porque no tenía nada parecido
en mi vida.
Algunas veces simplemente te quedabas abatido aunque sin
ningún movimiento ascendente, ni salvación. Se suponía que tenías
que ser capaz de seguir un ritmo y un compás ritual, del miedo y el
pánico a una revelación clamorosa, a una confesión, a una
aclamación. Y si esto fallaba se suponía que podías decir: «Bueno, soy
imbécil, no tengo esperanza, ¿y qué? Voy a partir de este punto», y a

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

llevar el compás de tus retortijones.


Finalmente, sin embargo, me encontré en una encrucijada entre
dos salvaciones: el grupo de terapia, compacto, sólido, perezoso,
constante, paciente, que era igual que mi vida; y los carnavales
medievales con la mente y el corazón de los psicodramas. Sabía que
el doctor Yalom desaprobaba mis encuentros, y especialmente a uno
de los líderes del grupo, que a pesar de tener inspiración y ser
brillante no tenía otras credenciales que la magia. En realidad nunca
llegué a escoger mi bando y continué con ambas formas de terapia,
mientras me iba debilitando por el camino. Finalmente en el grupo de
terapia me llegué a sentir como si involucrara la fuerza en mi interior,
encerrada en un capullo, como si la agarrara a la silla cada semana,
sujeta durante una hora y media, y después se fuera. Rechazando
nacer.
Los numerosos meses que llevaba en el grupo de terapia me
habían hinchado, pero no hice ningún movimiento para salir de la
situación. Mi vida era feliz y como siempre todavía me sentía algo
hundida y brumosa. A través de unos amigos conocería a mi novio
llamado Karl, que era inteligente y dinámico. Tenía su propio negocio
de libros, negocio en el que colaboré sin aprender otra cosa que a
arreglármelas para importunarlo con mis chistes y sentirme agitada
interiormente. Al principio, sin embargo, no me sentía atraída
instintivamente hacia él. Había algo en sus ojos que parecía ajeno y
feroz. No obstante, a pesar de que tenía muchas dudas, me gustaba
estar con él, porque, a diferencia de mis pocos amores anteriores, lo
de Karl no fue una locura repentina, no fue alguien al que hubiese
escogido a ciegas.
Tras unas terribles semanas de flirteos, nos acostumbramos a
una llevadera despreocupación. Un día, casi como de pasada, me dijo
que sabía de un apartamento en el que podíamos vivir juntos, y me
trasladé de Mountain View a la ciudad. Una vez, abrazándome, Karl
me dijo que le daba humanidad a su vida, pero no era muy dado a
hacer declaraciones de amor.
Empezamos a vivir juntos sin problemas y disfrutando el uno
del otro.
Era el principio de nuestra vida en común y estaba llena de frescas
novedades: cine, libros, paseos, conversaciones, abrazos, comidas;
compartíamos a nuestros amigos y dejamos también de lado a
algunos. Recuerdo que por aquel entonces me hicieron un
reconocimiento físico en una clínica y escribieron: «Mujer blanca de
veinticinco años en un estado de salud excelente».
Ya había abandonado el psicodrama, pero la terapia de grupo
era un hábito que no osaba dejar. Como siempre, en lugar de escoger
mi propio destino, esperaba ver qué ocurría con la terapia. Un día el
doctor Yalom me llamó y me preguntó si me gustaría asistir a una
terapia privada y gratuita con él con la condición de que ambos
escribiéramos sobre ella después de las sesiones. Fue una de esas
maravillosas llamadas llovidas del cielo a las que ya estoy

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

acostumbrada. Le dije que sí, sin caber en mí de alegría.


Cuando empecé la terapia como paciente privada del doctor
Yalom ya habían pasado dos años desde mi primera y fructífera
entrevista con él. Había sustituido el teatro por el tenis, el buscar a
alguien por el estar con alguien, el experimentar la soledad por el
intentar recordarla. En mi interior tenía la sensación de haber omitido
mis problemas y de que estarían esperándome en la emboscada de la
noche, de alguna noche. Los críticos, como mi terapeuta de Nueva
York, y los seres queridos, que llevaba conmigo allí donde iba, habrían
dicho que había un duro trabajo que hacer. Que había triunfado con
demasiada facilidad sin merecérmelo, y que Karl, que había
empezado a llamarme «nena», en realidad no sabía mi nombre.
Intenté que me llamara por mi nombre -Ginny- y siempre que lo hacía
mi vida fluía. Algunas veces, sin embargo, por deferencia a mi pelo
rubio y a mis nervios, me llamaba la Aprensiva de Oro.
Dieciocho meses de hibernación en el grupo de terapia me
habían dejado rebajada y aturdida. Empecé la terapia privada con
sólo vagas ansiedades.

Tercera sesión: Notas del Doctor Yalom

Hoy ha ido mejor. ¿Qué es lo que ha ido mejor? Yo soy el que ha


estado mejor. De hecho, hoy he estado muy bien. Es casi como si
estuviera haciendo una representación delante de un público. El
público que leerá esto. No, creo que esto no es cierto del todo: ahora
estoy haciendo exactamente aquello de lo que acuso a Ginny, es
decir, negar los aspectos positivos de mí mismo. Hoy he estado bien
para Ginny. He trabajado duro y la he ayudado a llegar a descubrir
algunas cosas, aunque me pregunto si no estaba intentando
simplemente impresionarla, intentando hacer que se enamorara de
mí. ¡Dios mío! ¿Alguna vez me libraré de ello? No, aún está ahí, debo
mantener los ojos abiertos: el tercer ojo, el tercer oído. ¿Para qué
quiero que me ame? No es algo sexual -Ginny no despierta un deseo
sexual en mí- no, esto no es del todo cierto: sí que lo hace, pero esto
no es realmente importante. ¿Será que quiero que Ginny me vea
como la persona que cultivó su talento? Algo de eso hay. Alguna vez
me he pillado a mí mismo deseando que se diera cuenta de que
algunos de los libros de mis estanterías no eran de psiquiatría, obras
de O'Neill, Dostoievsky. ¡Dios, qué cruz! Lo absurdo que es. Aquí
estoy intentando ayudar a Ginny con sus problemas de supervivencia
y yo sigo cargado de pequeñas vanidades.
Pensemos en Ginny, ¿cómo ha estado? Hoy iba un poco
descuidada. El pelo despeinado, nada en orden, los tejanos gastados,
una camisa con un par de remiendos. Ha empezado explicándome la
mala noche que había tenido la semana pasada, cuando fue incapaz
de llegar al orgasmo, y luego no había podido dormir en toda la noche
porque temía el rechazo de Karl. Entonces ha empezado a ir atrás
para recuperar aquella imagen de sí misma, como un cuerpo de

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

jovencita que, en los primeros años de instituto, acostumbraba a


quedarse despierta toda la noche escuchando a las tres de la mañana
los cantos del mismo pájaro, y, de repente, de nuevo estaba yo allí
con Ginny, de vuelta a un confuso, brumoso, místico y mágico mundo.
Qué atractivo es todo, cómo me gustaría pasearme durante un rato
por esa niebla pero... está contraindicado. Eso sería realmente
egoísta por mi parte. Así que he atajado el problema. Hemos vuelto al
tema del acto sexual con su novio y hemos hablado de algunos
factores evidentes que le impiden llegar al orgasmo. Por ejemplo, hay
algunas cosas claras que Karl podría hacer para ayudarla a llegar al
clímax, pero ella es incapaz de pedírselas, y entonces hemos pasado
a su incapacidad para pedir. Era todo tan obvio que casi pienso que
Ginny lo estaba haciendo a propósito para dejarme demostrar lo
perceptivo y provechoso que puedo ser.
Lo mismo con el siguiente problema. Ha descrito como se
encontró en la calle a dos amigos y, como siempre, se puso en
ridículo. Lo he analizado con ella, y hemos llegado a algunas áreas
que quizá Ginny no se esperaba. Se comportó con ellos en un
encuentro casual en la calle y tal y como ella lo describía, parecía que
ellos al alejarse comentaran: «la pobre patética Ginny». Así que le he
preguntado, «¿Qué podrías haberles dicho para darles a entender que
eres enérgica?». De hecho, le he mostrado que había algunas cosas
constructivas que podía haber mencionado. Está ensayando para un
grupo de teatro de improvisación, ha escrito algunas cosas, tiene
novio, ha pasado un verano interesante en el campo, pero nunca
puede decir nada positivo de sí misma porque entonces no provocaría
la respuesta de «la pobre patética Ginny», y gran parte de sí misma
quiere precisamente esa reacción.
Hace lo mismo conmigo durante la sesión de terapia, como le
he señalado. Por ejemplo, nunca me había dicho que es lo
suficientemente buena para trabajar en un grupo de teatro
profesional. Su modestia es un tema bastante omnipresente,
volviendo a su comportamiento en el grupo. Le ha chocado un poco
que le dijera que parecía intencionadamente una gandula, que algún
día me gustaría verla guapa, incluso hasta el punto de llegarla a
peinar. He intentado dejar de reflejar su mirada interior
autoindulgente, sugiriéndole que quizá su esencia no se encuentra en
medio de su vasto vacío interior, que quizá su esencia se encuentra
en su exterior, incluso con otras personas. También le he señalado
que, aunque le es necesario mirar en su interior para escribir, el
hecho de no escribir o no hacer alguna otra forma de creación para
evitar la introspección es a menudo un ejercicio estéril. Sí que ha
dicho que durante la última semana ha escrito bastante. Esto me
alegra mucho. Puede ser que esté haciéndome un regalo, algo que
me anticipe una mejora.
He intentado discutir con ella la idea que tiene de lo que yo
espero de ella, porque es un auténtico punto ciego para mí. Supongo
que tengo grandes expectativas puestas en Ginny; ¿estaré

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

explotando su talento para escribir para que produzca algo para mí?
¿Hasta qué punto no le he pedido que escriba en lugar de pagarme
para desviar mi altruismo? ¿Cuánto egoísmo hay en ello? Quiero
seguir presionándola para hablar de lo que piensa que estoy
esperando de ella; debo seguir concentrándome en ello -la divina y
todopoderosa contratransferencia- cuanto más la adoro menos la
provoco en Ginny. Lo que no debo hacer es llenar su sentimiento de
vacío interior con mis propias expectativas de Pigmalión.
Ginny es un alma atractiva y encantadora, sí que lo es. Aunque
también es un dilema para un doctor. Cuanto más me guste cómo es,
más difícil le será cambiar; pero para que tenga lugar un cambio,
tengo que mostrarle que me gusta, y al mismo tiempo transmitirle el
mensaje de que yo también quiero que cambie.

Tercera sesión: Notas de Ginny

Si pareciera más natural algo podría pasar. Así que me he


dejado las gafas puestas. Aunque podría ser que no pasara nada.
He hablado de la mala noche que pasé el martes como
resultado de haber tenido un mal principio de día. La idea que has
sugerido y exigido de mi carácter, enérgico y vigoroso, ha sido muy
alentadora. Mi idea habitual de «éxito» consiste en ver cuánto me he
liberado y cuántas cosas difíciles he hecho, como llorar o pensar
directamente sin fantasear. Y tú me has empujado en esa dirección.
Me lo he pasado bien en la sesión y, antes de que pudiera
molestarme, he disfrutado de la sensación, del optimismo. Me ha
parecido ver alternativas a mi forma de actuar. Y esto ha durado
incluso cuando después he ido al campus. Aunque durante y después
de la sesión, obviamente he estado cuestionando este sentimiento
optimista. ¿La felicidad de verdad ha de ser más dura? ¿Podría acabar
con ello como una muchacha enérgica?
He atendido a tu forma de tratarme, como a una adulta. Me
pregunto si crees que soy patética o, si no lo crees, si consideras que
soy hipócrita, o simplemente una vieja revista que leerías en la sala
de espera del médico. Tus métodos son muy reconfortantes y
absurdos. Aún pareces creer que puedes hacerme preguntas que
responderé amablemente o con perspicacia. Me tratas con interés.
Creo que durante la sesión fanfarroneo, intentando lucirme .
Dejo caer pequeñas indirectas y hechos autoindulgentes, como que
soy bonita (un hecho real estático), como el grupo de teatro, como la
buena frase que escribí (pisando agua enfrente de tu cara). Sé que
son una pérdida de tiempo porque no me hacen ningún bien y son
cosas que me pasan por la cabeza cada día con o sin ti. Incluso
cuando dices «no te acabo de entender» lo veo como una especie de
adulación de mis peores y viejos hábitos de ser elusiva de palabra y
de hecho. Y dentro de mí tampoco lo entiendo. Dios sabe que conozco
la diferencia entre las cosas que digo y las que siento. Y lo que digo la
mayoría de las veces no me satisface. Las pocas veces que en la

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

terapia reacciono de forma no premeditada me siento como si


estuviera viva eternamente.
Así que la experiencia de ayer fue extraña. Normalmente
desconfío de las cosas que se dicen. El típico sermón de padre para
animar. Ya me lo hago a mí misma con regularidad.
Pero cuando acabó la sesión no me sentí sin fuerzas, o
desilusionada. Tuvo gracia oír hablar de mi pelo y mi forma de vestir,
a la manera de mi padre pero no del todo. Por supuesto quizá pienses
que Franny vestía bien. Para mí estaba atractiva pero siempre parecía
distante. Yo parezco una percha mal torcida con las ropas colgando.
Me gusta parecer heroica, como si acabara de hacer algo. Aunque me
gustaría no tener un instinto tan misterioso y burlesco para vestir.
Algunas veces lo intento pero todavía parezco arrastrarme.
La noche después de la sesión no pude dormir nada. Me sentía
correr la sangre por las venas y oí como latía mi corazón toda la
noche. ¿Sería porque en la sesión no me había liberado o porque no
podía esperar a que empezara un nuevo día? Tenía muchas ganas de
empezar. Estoy diciendo esto ahora porque no quiero decirlo en la
próxima sesión.
Creo que no es bueno para mi ser demasiado tímida en la
terapia, decir cosas como: «Estoy sintiendo algo en mi pierna».
Probablemente sean baraterías añadidas que han quedado de mis
tardes de conciencia sensorial y que se desvían de la dirección a la
que me conduees. Debes estar harto de ellas, castigo, indulgencia.
Fue divertido que dijeras que no puedo hacer una carrera a
partir de la esquizofrenia. (Todavía pienso que la catatonia es una
carta que me guardo en la manga.) En cierto sentido esto quita gran
parte del romanticismo con el que he estado jugando. Me siento
molesta y con carencias y no puedo conectar en las situaciones
sociales. Tiene que haber otro camino. Con el doctor M., creo que
pensaba que las cosas que decía eran estrafalarias, misteriosas, y
que debían ser grabadas por sus matices. Creo que tú sabes que son
una mierda. Siempre le veía tomando notas. No sé muy bien lo que
hace tu cara excepto que pareces estar ahí sentado esperando algo. Y
pareces tener mucha paciencia. No me gusta mirar tu cara porque sé
que no he dicho nada. Si se iluminara en los momentos incorrectos
empezaría a desconfiar de ti.
En estas primeras sesiones creo que puedo ser tan mala como
quiera, así después la transición parecerá maravillosa.

Fragmento del epílogo del doctor Yalom

…Tanto tiempo para llegar a la teoría que hay detrás de mi


terapia con Ginny, para las técnicas y su razón fundamental. Lo he
demorado tanto como he podido. ¿Qué hay del terapeuta, yo, el otro
actor de esta obra? En mi despacho me escondo detrás de mi título,
mis interpretaciones, mi barba freudiana, mi penetrante mirada, y
una actitud de extrema amabilidad; en este libro me he escondido

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

detrás de mis explicaciones, mi diccionario y mis esfuerzos


explicativos y retóricos. Pero esta vez he ido demasiado lejos. Si no
salgo cortésmente de mi sanctum sanctorum es muy probable que
mis colegas y críticos analíticos me arranquen de un tirón.
La cuestión radica, por supuesto, en la contratransferencia.
Durante nuestro trayecto juntos, muy a menudo se relacionaba
conmigo de una forma irracional, sobre la base de una valoración
muy poco realista de mí. ¿Pero qué hay de mi relación con ella?
¿Hasta qué punto mis necesidades inconscientes o apenas
conscientes dictaban mi percepción de Ginny y mi actitud con ella?
No es del todo cierto que ella fuera la paciente y yo el
terapeuta. Lo descubrí por vez primera hace unos cuantos años
cuando pasé un año sabático en Londres. No tenía el tiempo muy
ocupado y había planificado no hacer nada más que trabajar en un
libro sobre terapia de grupo. Pero eso no pareció suficiente; empecé a
sentirme deprimido, intranquilo y, finalmente, decidí tratar a dos
pacientes: más por mi propio bien que por el suyo. ¿Quién era el
paciente y quién el terapeuta? Yo estaba más preocupado que ellos y
creo que me beneficié más yo que ellos de nuestro trabajo juntos.
Durante quince años he sido un curandero; la terapia se ha
convertido en una parte central de la imagen que tengo de mí; me
aporta un sentido, diligencia, orgullo, autoridad. Así, Ginny me ayudó
al permitirme que la ayudara. Pero yo tuve que ayudarla mucho,
muchísimo. Yo era Pigmalión, y ella mi Galatea. Tenía que
transformarla, que triunfar allí donde otros habían fracasado, y
triunfar en un sorprendentemente breve período de tiempo. (Aunque
las notas de nuestras sesiones pueden parecer extensas, sesenta
horas es un tiempo relativamente corto para una terapia.) El
milagrero. Sí, lo reconozco, y no silencié en la terapia esta necesidad:
la presioné implacablemente, expresaba mi frustración cuando ella
descansaba o se concentraba durante incluso unas cuantas horas, yo
improvisaba continuamente. «Reponte -le gritaba-, reponte por tu
propio bien, no por el de tu madre o el de Karl, reponte por ti misma.»
Pero, muy suavemente, también le decía: «Repente por mí, ayúdame
a ser un curandero, un salvador, un milagrero». ¿Me oía? Apenas me
oía yo a mí mismo.
En otro sentido todavía más evidente, la terapia se dirigía a mí.
Me convertí en Ginny y me traté a mí mismo. Ella era el escritor que
yo siempre había querido ser. El placer que sentía leyendo sus frases
trascendía toda apreciación estética. Luché para desbloquearla, para
desbloquearme a mí mismo. Cuántas veces durante la terapia volví
veinticinco años atrás, a las clases de inglés del instituto, con la pobre
señora Davis leyendo a toda la clase mis redacciones en voz alta,
volví a mis embarazosas libretas de poesía, a mí nunca empezada
novela thomas-wolfiana. Ginny me devolvió a una encrucijada, a un
camino que nunca osé emprender por mí mismo. Intenté emprenderlo
a través de ella. «Si Ginny hubiera sido más profunda», me decía a mí
mismo. «¿Porqué se contentaba con la sátira y la parodia? ¡Lo que yo

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

podría haber hecho con su talento!» ¿Me oía?


El paciente-curandero, el salvador, un Pigmalión, el milagrero,
el gran escritor no realizado. Sí, todo eso. Y todavía hay más. Ginny
desarrolló una fuerte transferencia positiva hacia mí. Sobrevaloraba
mi sabiduría, mi fuerza. Se enamoró de mí. Intenté trabajar con esa
transferencia, intenté «trabajar a través» de ella, resolviéndola de
una forma terapéutica benéfica. Pero también tenía que trabajar en
contra de mí mismo. Quiero parecer sabio y omnipotente. Es
importante que las mujeres atractivas se enamoren de mí. De este
modo, en mi despacho habría muchos pacientes sentados en muchas
sillas. Luché contra partes de mí mismo, intentando aliarme a partes
de Ginny en un conflicto contra otras partes. Tenía que controlarme
continuamente. ¿Cuántas veces me pregunté en silencio: «¿Lo he
hecho por mí o por Gmny?». A menudo me sorprendía a mí mismo
enzarzándome o a punto de enzarzarme en una seducción que no
podía hacer más que fomentar la exaltación de Ginny hacia mí.
¿Cuántas veces eludí mi propia mirada vigilante?
Yo pasé a ser mucho más importante para Ginny que ella para
mí. Con todos los pacientes es así, ¿podría ser de otro modo? Un
paciente tiene sólo un terapeuta, un terapeuta, en cambio, tiene
muchos pacientes. Y así, Ginny soñaba conmigo, a lo largo de la
semana mantenía conversaciones imaginarias conmigo (del mismo
modo yo acostumbraba a charlar con mi analista, la vieja Olive Smith
-bendito sea su leal corazón-, o se imaginaba que yo estaba allí, muy
cerca de ella, observando cada una de sus acciones). Y todavía hay
más sobre el asunto. Verdad es que Ginny raramente entraba en mi
vida fantasiosa. No pensaba en ella entre las sesiones, nunca soñé
con ella, pero sé que me importaba profundamente. Creo que no me
permitía a mí mismo conocer del todo mis sentimientos, por ello,
debo reconocer con dificultad estos aspectos de mí mismo. Había
muchas claves: mis celos de Karl; mi decepción cuando Ginny se
perdía una sesión; mis cómodos y acogedores sentimientos cuando
estábamos juntos («cómodos» y «acogedores» son las palabras
adecuadas: ni claramente sexuales ni de ninguna manera etérea).
Todas estas claves son evidentes por sí mismas, las esperaba y
reconocía, pero lo inesperado fue la explosión de mis sentimientos
cuando mi esposa, editora de nuestras anotaciones, se introdujo en
mi relación con Ginny. Ya he descrito anteriormente nuestro
encuentro en California tras finalizar la terapia. Cuando Ginny se fue,
yo estaba malhumorado, difusamente irritado, y rehusaba
bruscamente las invitaciones de mi mujer a hablar de nuestro
encuentro. Aunque mis conversaciones telefónicas con Ginny
generalmente eran breves e impecablemente profesionales, siempre
me incomodaba la presencia de mi mujer en la habitación. Es posible,
incluso, que de forma ambivalente invitase a mi mujer a entrar en
nuestra relación para ayudarme en mi contratransferencia. (Aunque
no estoy seguro; generalmente es mi mujer quien edita mis trabajos.)
Todas estas reacciones son explicables si se llega a la conclusión de

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

que me encontraba en medio de un idilio fuertemente sublimado con


Ginny.
La transferencia positiva de Ginny complicó la terapia de
muchas formas. Ya he escrito anteriormente que ella asistía a la
terapia en gran parte para estar conmigo. Mejorar supondría decir
adiós. «Y en consecuencia ella permanecía suspendida en una gran
tierra baldía y desinteresada, ni tan bien como para perderme, ni tan
mal como para conducirme a la frustración.» ¿Y yo? ¿Qué hice para
evitar que Ginny me abandonase? Nuestro libro ha asegurado que
Ginny nunca se convierta en un nombre medio olvidado de mi agenda
de visitas o en una voz perdida en una banda electromagnética.
Tanto en un sentido simbólico como real hemos vencido a la
descomposición. ¿Sería ir demasiado lejos si dijera que nuestro idilio
fue consumado en este trabajo compartido?
Añade, pues, Lotario, amante, a la lista de paciente-curandero,
salvador, Pigmalión, escritor no nacido, y todavía hay más que no
puedo ver ni veré. La contratransferencia siempre estuvo presente,
como un velo de gasa a través del cual intentaba ver a Ginny. Intenté
tirar de él con todas mis fuerzas, miraba fijamente a través de él,
intenté evitar lo mejor que pude que obstruyera nuestro trabajo. Sé
que no siempre lo conseguí, ni tampoco estoy convencido de que la
subyugación absoluta de mi lado irracional, mis necesidades y mis
deseos hubiera favorecido la terapia; la contratransferencia, de una
forma desconcertante, suministró mucha de la energía y humanidad
que hicieron que nuestra empresa tuviera éxito.
¿Tuvo éxito la terapia? ¿Ha sufrido Ginny un cambio sustancial?
¿O lo que vemos es una «cura por transferencia», donde ella
simplemente ha aprendido a comportarse de forma distinta, a
apaciguar y contentar al ahora interiorizado doctor Yalom? Los
lectores tendrán que juzgarlo por sí mismos. Estoy satisfecho de
nuestro trabajo y me siento optimista por el progreso de Ginny. Aún
quedan algunas áreas conflictivas, pero las veo con ecuanimidad;
hace tiempo que he perdido la sensación de que yo, por ser el
terapeuta, tengo que hacerlo todo. Lo importante es que Ginny ya no
es de hielo y puede tomar una postura abierta a nuevas experiencias.
Tengo confianza en su capacidad para seguir cambiando, y mi
impresión se apoya en elementos más objetivos.
Ha acabado con su relación con Karl, una relación que, vista
retrospectivamente, tardaba en madurar por ambas partes; está
escribiendo activamente y, por primera vez, funciona bien en un
trabajo de responsabilidad y que constituye un reto (nada que ver con
vigilar el patio de un colegio o hacer de guardia urbano con un cartel);
tiene un círculo social y una relación más satisfactoria con otro
hombre. Ya han desaparecido los pánicos nocturnos, las pesadillas de
desintegración, las migrañas, la petrificadora timidez y la humildad.
Pero habría estado satisfecho incluso sin estos resultados
observables. Me estremezco al confesarlo, porque he dedicado gran
parte de mi carrera profesional al riguroso y cuantificable estudio de

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

los resultados en la psicoterapia, es una paradoja difícil de aceptar, y


aún más difícil de proscribir. El «arte» de la psicoterapia tiene en mi
opinión un doble significado: es «arte» en tanto que la ejecución de la
terapia requiere el uso de facultades intuitivas que no derivan de
principios científicos y es «arte» en el sentido keatsiano, en tanto que
establece su propia verdad trascendiendo el análisis objetivo. La
verdad es una belleza que Ginny y yo experimentamos. Nos
conocíamos el uno al otro, llegamos a lo más profundo del uno y del
otro, y compartimos espléndidos momentos difíciles de obtener.

LOVE’S EXECUTIONER: DE HISTORIALES CLÍNICOS A


RELATOS CORTOS

Después de que The Therapy and Practice of Group


Psychotherapy fuese publicado en 1970, me alisté en las filas de los
escritores de libros de texto que se encuentran, para su sorpresa, que
han asumido una misión para toda la vida. Aprendí que las exigencias
de un escritor de libros de texto son severas: me mantuve al corriente
de la literatura de la profesión, sin permitir que ningún artículo
importante sobre la terapia de grupo se escapara de mi alcance;
continué con mi propia investigación sobre terapia de grupo; registré
los episodios significativos de mi propio ejercicio clínico; e invertí
muchos años en preparar revisiones: de la segunda, tercera y cuarta
edición.
La descripción del trabajo de un profesor y académico
universitario requiere estar al corriente del área de investigación a la
que uno se dedica y continuar contribuyendo de forma significativa
en ella. Sabía como hacerlo en el área de la psicoterapia de grupo:
era cuestión de continuar con mis investigaciones clínicas y de revisar
mi libro de texto sobre terapia de grupo. ¿Pero cómo podía contribuir
en mi segunda área de investigación, en la psicoterapia existencial?
Era mucho más problemático por una serie de razones. (La falta de
ganas nunca fue uno de los factores: aunque era muy conocido en el
amplio campo de conocimiento de la terapia de grupo, siempre
consideré el mundo de la terapia existencial como mi verdadero
hogar.) Más importante era el hecho de que la actividad habitual de
los profesores médicos -el estudio de investigación empírica- no era
posible porque el objeto de estudio del enfoque existencial no es apto
para la investigación empírica.
Otra razón era mi incertidumbre sobre cómo escribir acerca de
la terapia existencial. Mucho después de que mi estudio Psicoterapia
existencial fuera publicado, continué la búsqueda de una
comprensión más profunda de las ideas existenciales y la búsqueda
de métodos más efectivos para su aplicación en mi práctica
terapéutica cotidiana. Leí extensamente importantes obras filosóficas.
Asistí como oyente a clases de filosofía y estudios religiosos en
Stanford. Di cursos con otros colegas de los departamentos de

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

filosofía e inglés. Centré mi práctica clínica en pacientes que se


enfrentaban a problemas existenciales: enfermedades terminales, la
aflicción por la muerte de un ser querido, la crisis de los cuarenta,
separaciones, divorcios.
Pensé en revisar Psicoterapia existencial pero finalmente
desistí: no había ninguna tradición de estudios en desarrollo, ninguna
investigación para revisar y poner al día. Por otra parte, parecía
absurdo poner al día un libro que pretendía ocuparse de elementos
atemporales de la condición humana.
Tampoco me parecía atractivo el panorama de escribir algún
otro estudio profesional. Cada vez empezaba a tener más la
sensación de que la prosa formal psiquiátrica o filosófica era
inevitablemente inadecuada para describir el verdadero dilema
existencial, la humana, demasiado humana, de carne y hueso y
profunda experiencia subjetiva. Desde que Freud postuló que el
psicoanálisis era una ciencia sujeta a las mismas reglas de método y
observación que las ciencias naturales, la psicoterapia ha luchado
siempre para encajarse a sí misma en este marco estructural. Pero los
historiales clínicos escritos en un frío y preciso lenguaje científico
simplemente fracasan en comunicar la complejidad, la pasión y el
dolor de los dilemas emocionales a los que se enfrenta cada ser
humano.
Así que empecé a buscar con la mayor seriedad un método más
sugestivo de comunicar estos sentimientos. Mi búsqueda se unió
rápidamente a mis inclinaciones literarias y no pasó mucho tiempo
antes de que empezara a experimentar con un medio francamente
literario. Por supuesto, no soy ni mucho menos el primero en utilizar
este método. Existe una larga lista de pensadores existenciales que
decidieron que la profunda experiencia que deseaban describir era
mejor expresarla a traves de la literatura que a través de la prosa
formal filosófica: piensen en Camus, Sartre, Unamuno, Kierkegaard,
Nietzsche, Ortega y Gasset, de Beauvoir. En psiquiatría no existen
modelos parecidos, más allá de algunos de los casos de Freud y de la
colección de cuentos de Robert Lindner sobre la hipnoterapia, The
Fifty-Minute Hour, publicada unos cuarenta años antes.
Todas estas consideraciones explicaban la forma y la extensión
de mi siguiente proyecto, Love's Executioner. Al escribir Love's
Executioner, tenía, dos objetivos: enseñar los fundamentos de un
enfoque existencial clínico y expresar mis aspiraciones literarias.
Decidí que, en esta obra, invertiría mi estrategia anterior de colar
relatos ilustrativos en medio del material teórico: en lugar de ello, le
daría al relato el papel principal y dejaría que el material teórico
emanara de él.
Tenía abundante material. Desde los inicios de mi carrera
psiquiátrica he registrado acontecimientos terapéuticos significativos;
epifanías en el sentido joyciano, esto es, reveladores momentos de
luminosa comprensión, algún evento, expresión o sueño que
contenga una cantidad de información prodigiosa sobre la esencia, el

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

«qué» o el «por qué», de un estado del ser. Escribo estas notas


inmediatamente después de las sesiones de terapia y siempre
organizo mis horarios teniendo en cuenta unos quince o veinte
minutos entre cada paciente (en lugar de los tradicionales cinco o
diez minutos) especialmente con este propósito.
Mi primer proyecto para Love's Executioner estaba basado en el
modelo de The Lives of a Cell de Lewis Thomas. Este libro, una
reflexiva y armoniosa obra, consiste en una serie de ensayos de tres
a cuatro páginas donde se describe en cada uno de ellos un
impresionante fenómeno biológico seguido de una breve discusión de
las implicaciones más amplias que el fenómeno tiene para el
comportamiento humano. Esperaba, entonces, hacer algo análogo
para la psicoterapia; describiría un evento terapéutico en una o dos
páginas y a continuación, en las siguientes páginas, exploraría sus
implicaciones para la comprensión de la psicoterapia. El conjunto de
treinta o cuarenta de estas breves exposiciones constituiría un
manuscrito de la extensión de un libro.
Y así empecé un año sabático alrededor del mundo con mi
ordenador portátil y mis anotaciones. El primer caso iba de un atraco
que traumatizó a una anciana viuda, Elva, y la enfrentó a su propia
condición como ser común. Aunque Elva había perdido a su marido
dieciocho meses antes, en realidad nunca se había hecho a la idea de
su muerte. Para resguardarse de todo el impacto de su pérdida, se
había escudado en la negación y moraba en un estado intermedio en
el que sabía que estaba muerto pero, al mismo tiempo, creía en su
prolongada existencia y su capacidad para protegerla de las cosas
desagradables de la vida. Entonces llegó la demoledora experiencia
del atraco, que la enfrentó a la realidad de la muerte de su marido y
de su propia condición efímera.
Ésta era la parte esencial de la historia. Escribí una estampa de
tres páginas seguida de una discusión sobre algunos aspectos
relevantes del dolor, por ejemplo, cómo la muerte de los demás sirve,
si uno no se resiste a ello, para que uno mismo se enfrente a su
propia finitud. Describí también los principales mecanismos
psicológicos que empleamos para la negación de la muerte,
incluyendo, en el caso de Elva, la creencia en un salvador supremo,
encarnado en su marido, Albert: en vida había sido cuidadoso, y una
vez muerto, era una penetrante presencia que la vigilaba, la protegía
y siempre estaba allí para retirarla del borde del abismo.
Cuando volví a leer la historia me sentí insatisfecho. Elva era un
personaje plano, y requería más redondez, pero cuanto más se la
daba más la requería. Incluso cuando ya parecía completamente
caracterizada, la propia historia parecía truncada y exigía una
resolución más completa. Así que añadí otra estampa: una interacción
con Elva que tuvo lugar unas cuantas semanas después del atraco.
Había estado bromeando con ella sobre el hecho de que llevara un
bolso tan grande y sugerí que muy pronto tendría que ponerle ruedas
para poder llevarlo de un sitio a otro. Ella insistió en que necesitaba

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

todo lo que llevaba en él. Dudé de su afirmación y, entonces, tratando


los dos de resolverlo, vaciarnos su bolso y examinamos cada uno de
los objetos que contenía. Este proceso se convirtió en un acto
extraordinariamente íntimo; nos acercó más el uno al otro y en último
término convenció a Elva de que no había perdido su capacidad para
tener una intimidad, incluso en un mundo sin su marido.
Las extrañas palabras que acabo de utilizar -«Elva requería más
redondez, la historia exigía»- reflejan con detalle mi experiencia.
Desde el principio tema la intención de que mis historias fueran
orgánicas: en otras palabras, tenían que evolucionar a medida que
eran escritas. Así, la historia tenía un pie en la realidad y otro en la
ficción. ¿Era fiel a la realidad? Por ejemplo, ¿describí detalladamente
el contenido de su bolso? Casi no lo recuerdo. ¿Y qué diferencia hay?
Incluso la selección de las historias fue orgánica. Empecé el
libro sin ninguna idea preconcebida de cuál de mis estampas utilizaría
ni en qué orden lo haría. Tampoco sabía, cuando escribía una historia
cuál sería la siguiente que seleccionaría. Tenía la sorprendente
experiencia literaria de la iniciativa de mi inconsciente. Cuando me
acercaba al final de una historia, inexplicablemente me venía a la
mente otra ráfaga: era como si yo no escogiera la historia sino que la
historia me escogía a mi. De hecho, el proceso pronto se invirtió a sí
mismo de una forma extraña: la primera aparición en mi mente de la
siguiente historia me anunciaba que la que escribía estaba llegando a
su fin.
La palabra «orgánico» denota, pues, que la historia crecía de
forma indeterminada, autónomamente, como si se estuviera
escribiendo a sí misma. Pero todavía me estaban esperando más
ejemplos chocantes de la organicidad literaria. Una y otra vez creaba
personajes -basados en parte en pacientes pero muy novelados para
disfrazar su identidad- que eran traviesos, rebeldes, que tomaban
vida propia y no se dejaban encajar en mi esquema para la historia.
Aunque estas afirmaciones -«la historia exigía», «la historia me
escogía a mí», «los personajes tomaban vida propia»- pueden parecer
caprichosas y rebuscadas, describen un fenómeno muy conocido. E.
M. Forster señaló: «Los personajes vienen cuando son evocados, pero
llegan llenos de un sentido de la rebelión […] "se escapan", "se te van
de las manos": son creaciones dentro de una creación y a menudo
inarmónicos respecto a ella; si se les diera una libertad absoluta
harían pedazos el libro, pero si estuvieran demasiado controlados, se
vengarían muriendo, y destrozarían el libro con una descomposición
intestinal».70
Se cuenta una historia del novelista del siglo XIX Thackeray
quien un día salió de su estudio, cansado por las largas horas que
llevaba escribiendo. Su mujer le preguntó cómo le había ido el día y él
le contestó, «Fatal, Pendenis [uno de sus personajes de ficción] se ha
70
E. M. Forster, Aspects of the Novel, San Diego, California, Harcout, Brace, 1927,
pág. 66 (trad. cast.: Aspectos de la novela, Madrid, Debate, 4ta. ed., 1995).

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puesto en ridículo y no he podido hacer nada para impedirlo».


Aunque Elva se resistía, me las arreglé, sin embargo, para
cerrar su historia («Nunca pensé que pudiera ocurrirme a mí») en
ocho páginas (en lugar de las tres o cuatro que había planificado
originalmente). Pero con cada una de las historias que me salía bien,
acabarlas se me hacía más difícil. Pronto tuve que echar por la borda
el escribir de treinta a cuarenta piezas cortas: cada historia exigía
más y más espacio. Diez historias vinieron a configurar un manuscrito
de la extensión de un libro.
También formaba parte de mi plan original escribir un epílogo
teórico para cada historia de Love's Executioner. Pero cada epílogo
que escribía parecía artificial e innecesario. Mantuve dos de los
epílogos y eliminé los otros ocho: éstos los incorporaría en un extenso
prólogo teórico para el libro.
Pero la editora estaba totalmente en desacuerdo. Phoebe Hoss,
mi editora desde hacía tiempo en Basic Books, insistía en que las
historias , eran suficientes y en que menos es más. Mantuvimos una
larga batalla: cada vez que le enviaba un prólogo ella, con notable
coherencia, subrayaba en rojo del setenta al ochenta por ciento del
texto. A la larga entendí que no podía defender que sólo la literatura
podía expresar pensamientos profundos, inexpresables de otro modo,
y al mismo tiempo no respetar esta idea: tenía que introducir todo lo
que quería decir dentro de la narración y no dejar nada para una
pedagógica visión de conjunto separada de la narración. Finalmente,
Love’s Executioner fue publicado con un prólogo de ocho páginas y
sin epílogo. Me llevó catorce meses escribir las trescientas páginas de
mis diez historias: luché durante cuatro meses para escribir el prólogo
de diez páginas. Pero fue una lucha personal por cruzar una línea
divisoria que me permitió abandonar el estilo didáctico y dejar que la
historia hablara por sí misma.
En las páginas siguientes se reproducen el prólogo y la segunda
historia, «Si violar fuera legal ... ».

El verdugo del amor: prólogo

Imagínense esta escena: trescientas a cuatrocientas personas,


extrañas entre sí, a las que se les dice que formen parejas y que le
hagan a su pareja una sola pregunta: «¿Qué quieres?», una y otra
vez.
¿Podría haber algo más sencillo? Una pregunta inocente y su
respuesta. Sin embargo, una vez tras otra, he visto cómo este
ejercicio en grupo evoca poderosos sentimientos inesperados. A
menudo, en cuestión de minutos, la habitación es sacudida por la
emoción. Hombres y mujeres -y para nada personas desesperadas,
necesitadas, sino personas triunfadoras, sin problemas, bien vestidas,
que brillan al caminar- se conmueven en lo más profundo. Llaman a
quienes han perdido para siempre: parientes fallecidos o ausentes,
esposas, hijos, amigos. «Quiero verte otra vez». «Quieto tu amor.»

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Irvin D. Yalom
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«Quiero saber que estás orgulloso de mí.» «Quiero que sepas que te
quiero y lo mucho que siento no habértelo dicho nunca.» «Quiero que
vuelvas; estoy tan solo.» «Quiero la infancia que nunca tuve.»
«Quiero tener salud, ser joven de nuevo. Quiero ser amado,
respetado. Quiero que mi vida signifique algo. Quiero lograr algo.
Quiero importar, ser importante, ser recordado.»
Querer tantas cosas. Anhelar tanto. Y tanto dolor, tan cerca de
la superficie, a sólo unos minutos de profundidad. El dolor por el
destino. El dolor por la existencia. Un dolor que siempre está ahí,
zumbando continuamente justo debajo de la membrana de la vida. Un
dolor que es muy fácilmente accesible. Muchas cosas -un simple
ejercicio de grupo, unos cuantos minutos de reflexión profunda, una
obra de arte, un sermón, una crisis personal, una pérdida- nos
recuerdan que nuestras carencias más profundas nunca podrán ser
satisfechas: nuestras necesidades de juventud, de interrumpir el
envejecimiento, de que vuelvan nuestros seres queridos, de amor
eterno, protección, trascendencia, nuestra necesidad incluso de
inmortalidad.
Cuando estas carencias inalcanzables toman posesión de
nuestras vidas nos volvemos para pedir ayuda a la familia, a los
amigos, a la religión y algunas veces a los psicoterapeutas.
En este libro cuento la historia de diez pacientes que le pidieron
ayuda a la terapia y en el curso de su trabajo se enfrentaron al dolor
existencial. Ésta no era la razón por la que habían venido a pedirme
ayuda; al contrario, los diez sufrían problemas habituales de la vida
cotidiana: soledad, autodesprecio, impotencia, migrañas, compulsión
sexual, obesidad, hipertensión, dolor, una obsesión amorosa
aniquiladora, cambios de humor, depresión. Pero de alguna manera
(«alguna manera» que se revela de forma distinta en cada historia),
la terapia dejó al descubierto las raíces profundas de estos problemas
cotidianos; raíces que se extendían en la profundidad de la existencia.
«¡Quiero! ¡Quiero!» se oye a lo largo de estos relatos. Una
paciente gritaba: «Quiero que vuelva mi querida hija muerta»
mientras descuidaba a sus dos hijos vivos. Otro insistía: «Quiero
follarme a cualquier tía que vea», mientras su cáncer linfático invadía
los sitios más recónditos de su cuerpo. Otro suplicaba: «Quiero los
padres, la infancia que nunca tuve», mientras se atormentaba por
tres cartas que no conseguía obligarse a abrir. Otra, una mujer
anciana, declaraba: «Quiero ser joven para siempre»: mientras se
negaba a renunciar a un obsesivo amor hacia un hombre treinta años
menor que ella.
Creo que la sustancia original de la psicoterapra es siempre
este tipo de
dolor existencial, y no, como se reivindica a menudo, instintivas
pulsiones reprimidas o fragmentos de un trágico pasado mal
enterrados. En la terapia que llevé a cabo con cada uno de estos diez
pacientes, mi premisa clínica principal -premisa en la que basé toda
mi técnica- es que la ansiedad básica surge de los esfuerzos de la

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Psicología y Literatura

persona, conscientes o inconcientes, para enfrentarse con los duros


hechos de la vida, los «datos» de la existencia.
He descubierto que cuatro datos de la existencia son
especialmente relevantes para la psicoterapia: la muerte inevitable
de cada uno de nosotros y de los seres queridos; la libertad de
construir nuestras vidas como queremos: nuestro aislamiento último;
y, finalmente, la ausencia de todo significado o sentido evidente de la
vida. A pesar de lo inexorables que pueden parecer estos datos de la
existencia, contienen las semillas de la sabiduría y la redención.
Espero demostrar, en estos diez cuentos de psicoterapia, que es
posible enfrentarse a las verdades de la existencia y aprovechar su
poder en
beneficio del cambio y la maduración personal.
De entre estos datos, la muerte es el más evidente, el más
manifiesto intuitivamente. A una edad temprana, bastante antes de lo
que a menudo se cree, aprendemos que la muerte llegará, y que no
hay escapatoria. A pesar de ello, «todo», en palabras de Spinoza, «se
esfuerza por permanecer en su propio ser». En el alma existe un
conflicto siempre presente entre el deseo de seguir viviendo y la
conciencia de una muerte inevitable.
Para adaptarnos a la realidad de la muerte, continuamente nos
las ingeniamos para inventar formas de negarla o evitarla. Cuando
somos jóvenes negamos la muerte con la seguridad que nos
proporcionan nuestros padres y los mitos seculares y religiosos;
después, la personificamos transformada en una entidad, un
monstruo, un hombre del saco, un demonio. Al fin y al cabo, si la
muerte es una entidad acosante, uno debe encontrar la forma de
eludirla; además, por muy espantoso que pueda ser un monstruo
relacionado con la muerte, es menos aterrador que la verdad, la que
uno acarrea dentro de las esporas de la propia muerte. Más adelante,
los niños experimentan con otras formas de atenuar la ansiedad por
la muerte: se desintoxican de la muerte burlándose de ella,
desafiándola a través de atrevidas travesuras, o insensibilizándola al
exponerse a sí mismos, en la reconfortante compañía de sus iguales y
de palomitas de maíz, ante historias de fantasmas y películas de
terror.
A medida que nos hacernos mayores, aprendemos a quitarnos
del pensamiento la muerte; la transformamos en algo positivo (pasar
a mejor vida, volver a casa, reunirse con Dios, descansar en paz); la
negamos apoyándonos en mitos; luchamos por conseguir la
inmortalidad a través de obras imperecederas, proyectando nuestra
semilla en el futuro a través de nuestros hijos, o abrazando un
sistema religioso que nos ofrece una perpetuación espiritual.
Muchas personas disienten de esta descripción de la negación
de la muerte. «¡No tiene sentido! -dicen-. No negamos la muerte.
Todo el mundo va a morir. Ya lo sabernos. Los hechos son evidentes.
¿Pero tiene algún sentido insistir en ello?»
Lo cierto es que sabernos pero no sabernos. Sabemos sobre la

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muerte intelectualmente conocemos los hechos pero nosotros -es


decir, la parte inconsciente de nuestra mente que nos protege de la
arrolladora ansiedad-hemos separado, o disociado, el terror vinculado
a la muerte. Este proceso de disociación es inconsciente, invisible
para nosotros, pero podemos convencernos de su existencia por esos
extraños episodios donde el mecanismo de negación falla y la
ansiedad por la muerte se abre camino con plena fuerza. Esto puede
ocurrir sólo raramente, algunas veces sólo en una o dos ocasiones en
nuestra vida. Ocasionalmente tiene lugar en el despertar de la vida, a
veces después de un encuentro personal con la muerte, o cuando un
ser querido ha muerto; pero lo más común es que la ansiedad por la
muerte salga a la superficie en las pesadillas.
Una pesadilla es un sueño fallido, un sueño que, al no controlar
la ansiedad, ha fracasado en su papel de guardián del sueño. Aunque
las pesadillas difieren entre sí por su contenido manifiesto, el proceso
que subyace debajo de cada pesadilla es el mismo: la cruda ansiedad
por la muerte se ha escapado de sus guardianes y ha explotado en la
conciencia. La historia «En Busca del Soñador» ofrece una
perspectiva interna única del intento de evitar la ansiedad por la
muerte y del último recurso que tiene la mente para impedirla: aquí
aparece, en medio de las penetrantes imágenes de la oscura muerte
presentes en la pesadilla de Marvin, un instrumento de desafío a la
muerte y de impulso de la vida -una vara incandescente con la punta
blanca con la que se batía en un duelo sexual con la muerte.
El acto sexual es visto también por los protagonistas de otras
historias como un talismán para evitar debilitarse, envejecer, y
acercarse a la muerte: por ejemplo, la promiscuidad compulsiva de un
hombre joven ante su cáncer terminal («Si violar fuera legal...»); el
aferramiento de un hombre anciano a unas amarillentas cartas
enviadas hacía más de treinta años por su querida ya muerta («No te
vayas, Dulce»).
En los muchos años que llevo trabajando con pacientes que se
enfrentan a una muerte inminente, he observado dos métodos
particularmente poderosos y comunes de disipar los miedos ante la
muerte, dos creencias, o ilusiones, que proporcionan una sensación
de seguridad. Una es la creencia en la singularidad personal; la otra,
la confianza en un salvador supremo. Aunque se trata de ilusiones,
porque representan «falsas creencias fijas», no empleo el término
ilusión en un sentido peyorativo: se trata de creencias universales
que, en algún nivel de la consciencia, existen en todos nosotros y
están presentes en varios de estos cuentos.
La singularidad, el sentirse especial, es la creencia de que uno
es invulnerable, inviolable: más allá de las leyes ordinarias de la
biología y el destino humanos. En algún punto de nuestra vida, cada
uno de nosotros se enfrenta a alguna crisis: puede ser una
enfermedad seria, un fracaso profesional, o un divorcio; o como le
ocurrió a Elva en «Nunca pensé que pudiera ocurrirme a mí», puede
ser un hecho tan simple como un atraco que de repente pone al

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

descubierto su condición común y desafía la extendida creencia de


que la vida siempre será una eterna espiral ascendente.
Mientras que la creencia en una singularidad personal
proporciona una sensación de seguridad desde dentro, el otro
mecanismo principal de negación de la muerte -la creencia en un
salvador supremo- nos permite sentirnos vigilados y protegidos para
siempre por una fuerza exterior. Aunque podemos desfallecer,
ponernos enfermos, aunque podemos llegar al borde mismo de la
vida, existe, estamos convencidos, un inminente servidor
omnipotente que siempre nos devolverá a la vida.
Estos dos sistemas de creencias juntos construyen una
dialéctica: dos respuestas diametralmente opuestas a la situación
humana. El ser humano puede o bien afirmar su autonomía a través
de una heroica autoafirmación, o bien buscar la seguridad a través de
una fusión con una fuerza superior: es decir, puede o emerger o
fundirse, o separarse o incrustarse. O bien uno se convierte en su
propio padre o bien permanece siendo eternamente un niño.
La mayoría de nosotros, gran parte del tiempo, vivimos
cómodamente evitando con inquietud la mirada de la muerte,
riéndonos y aprobando la idea de Woody Allen cuando dice: «No
tengo miedo de la muerte. Simplemente no quiero estar ahí cuando
ocurra». Pero hay otro camino -una larga tradición, aplicable a la
psicoterapia- que nos enseña que la plena conciencia de la muerte
hace madurar a nuestra sabiduría y enriquece nuestra vida. Las
palabras finales de uno de mis pacientes (en «Si violar fuera legal...»)
demuestran que aunque el hecho, lo físico, de la muerte nos
destruye, la idea de la muerte nos puede salvar.

La libertad, otro de los datos de la existencia, representa un


dilema para algunos de estos diez pacientes. Cuando Betty, una
paciente obesa me anunció que se había dado una comilona justo
antes de venir a verme y tenía pensado darse otra tan pronto como
saliera de mi despacho, estaba intentando abandonar su libertad
induciéndome a que fuera yo el que asumiera el control sobre ella.
Todo el desarrollo de la terapia de otra paciente (Thelma en Love’s
Executioner) se centraba en el tema de su renuncia a un amor pasado
(y terapeuta) y mi búsqueda de estrategias para ayudarla a recuperar
su poder y libertad.
La libertad como dato de la existencia parece la verdadera
antítesis de la muerte. Aunque tememos a la muerte, generalmente
consideramos que la libertad es inequívocamente positiva. ¿Acaso la
historia de la civilización occidental no ha sido interrumpida por
anhelos de libertad, e incluso conducida por ellos? Pero la libertad
desde una perspectiva existencialista está vinculada a la ansiedad al
afirmar que, bien al contrario de la experiencia cotidiana, no
entramos dentro, ni finalmente abandonamos, un universo
perfectamente estructurado por un magnífico proyecto eterno. La
libertad implica que uno es responsable de sus propias decisiones,

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

acciones, de su propia situación en la vida.


Aunque la palabra responsable puede ser utilizada de diversas
maneras prefiero la definición de Sartre: ser responsable es «ser el
autor de», siendo pues cada uno de nosotros el autor o autora del
proyecto de su propia vida. Somos libres para serlo todo, menos no
libres: estamos, diría Sartre condenados a la libertad. De hecho,
algunos filósofos reclaman mucho más: que la arquitectura de la
mente humana nos hace a cada uno de nosotros responsables incluso
de la estructura de la realidad exterior, de la propia forma del espacio
y el tiempo. Es aquí, en la idea de autoconstrucción, donde mora la
ansiedad: somos criaturas que desean una estructura, y tenemos
miedo de un concepto de libertad que implica que más allá de
nosotros no hay nada, una ausencia total de fundamentos.
Todo terapeuta sabe que el primer paso crucial de la terapia es
que el paciente asuma la responsabilidad de su problema. Mientras
uno crea que sus propios problemas están causados por alguna
fuerza o agente exterior a uno mismo, la terapia carece de fuerza. Si,
después de todo, el problema está ahí fuera, ¿para qué tendría uno
que cambiarse a sí mismo? Es el mundo exterior (amigos, trabajo,
pareja) lo que tiene que ser cambiado, o intercambiado. Así, Dave (en
«No te vayas Dulce»), mientras se lamentaba amargamente de estar
encerrado en una prisión marital por una esposa posesiva y fisgona,
vigilante, no podía proceder con la terapia hasta que reconociera que
era él el responsable de la construcción de esa prisión.
Como los pacientes tienden a resistirse a asumir la
responsabilidad, los terapeutas tienden a desarrollar técnicas para
que los pacientes sean concientes de que son ellos los que crean sus
propios problemas. Una técnica efectiva, que utilizo en bastantes de
estos casos, es el enfoque del aquí-y-ahora. Como los pacientes
tienden a recrear en el escenario de la terapia los mismos problemas
interpersonales que les acosan fuera, en sus vidas, me centro en lo
que está ocurriendo en el momento entre yo y el paciente en lugar de
centrarme en los acontecimientos de su pasado o su vida actual.
Examinando los detalles de la relación en la terapia (o, en un grupo
de terapia, las relaciones entre los miembros del grupo), puedo
señalar en el acto cómo un paciente ejerce influencia en las
respuestas de otras personas. Así, aunque Dave podía resistirse a
asumir la responsabilidad de sus problemas conyugales, no podía
resistirse a los datos inmediatos que él mismo estaba generando en
la terapia de grupo: esto es, que su reservado, burlón y elusivo
comportamiento invitaba a los otros miembros del grupo a tratarle del
mismo modo que su mujer lo hacía en casa.
Del mismo modo, la terapia de Betty («La señora gorda») sería
ineficaz mientras pudiera atribuir su soledad a la alocada y
desarraigada cultura californiana. Sólo cuando yo le demostré que,
durante nuestras sesiones juntos, su conducta impersonal,
vergonzosa y distante recreaba el mismo ambiente impersonal en la
terapia, pudo ella empezar a analizar su responsabilidad en crear su

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Irvin D. Yalom
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propia soledad.
Aunque asumir la responsabilidad conduce al paciente al
vestíbulo del cambio, ello no es sinónimo de cambiar. Y, por mucho
que el terapeuta pueda solicitar comprensión, asunción de la
responsabilidad y autorrealización, la verdadera presa es el cambio.
La libertad no sólo nos exige asumir la responsabilidad sobre
nuestras decisiones en la vida sino que también postula que el
cambio exige un acto de voluntad. Aunque voluntad es un concepto
que los terapeutas rara vez utilizan explícitamente, sin embargo nos
dedicamos mucho tiempo a influir en la voluntad de un paciente.
Continuamente nos dedicamos a aclarar e interpretar, asumiendo (y
esto es un acto de fe, sin ningún apoyo empírico convincente) que la
comprensión invariablemente engendrará el cambio. Cuando han
fracasado años de interpretación para engendrar un cambio,
podemos empezar a hacer llamamientos directos a la voluntad:
«También se necesita esfuerzo. Tienes que intentarlo, sabes. Hay un
tiempo para pensar y analizar pero también hay un tiempo para la
acción». Y cuando la exhortación directa fracasa, al terapeuta ya sólo
le queda, como dan fe estas historias, emplear todos los medios
conocidos por los que una persona puede influir a otra. Así, puedo
aconsejar, razonar, acosar, camelar, irritar, implorar, o simplemente
aguantar, esperando a que la neurótica cosmovisión del paciente se
desmorone de pura fatiga.
Es la voluntad, el origen de la acción, el medio para realizar
nuestra libertad. En mi opinión la voluntad tiene dos estadios: la
persona empieza deseando y luego se realiza decidiendo.
Algunas personas están bloqueadas para desear, sin saber ni lo
que sienten ni lo que quieren. Sin opiniones, sin impulsos, sin
inclinaciones, se convierten en parásitos de los deseos de los otros.
Este tipo de personas tienden a ser pesadas. Betty era aburrida
precisamente porque ahogaba sus deseos, y otros se cansaban de
facilitarle deseos e imaginación.
Otros pacientes no pueden decidir. Aunque saben
perfectamente lo que quieren y lo que deben hacer, no pueden actuar
y, en lugar de ello, se pasean preocupados y atormentados delante
de la puerta de la decisión. Saul, en «Tres cartas sin abrir», sabía que
cualquier persona razonable abriría las cartas; pero el miedo que
invocaban paralizaba su voluntad. Thelma (Love's Executioner) sabía
que su obsesión amorosa estaba despojando a su vida de realidad.
Sabía que estaba, tal y como ella decía, viviendo su vida ocho años
atrás; y que para recuperarla tendría que abandonar su
encaprichamiento. Pero también sabía que no podría hacerlo o,
simplemente, no lo haría, y ferozmente resistía todos mis intentos de
activar su voluntad.
Las decisiones son difíciles por muchas razones, algunas de
ellas provenientes de lo más hondo del ser. John Gardner, en su
novela Grendel, habla de un hombre sabio que resume sus
meditaciones sobre los misterios de la vida en dos simples pero

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Irvin D. Yalom
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terribles postulados: «Las cosas se desvanecen: las alternativas se


excluyen». Del primer postulado, la muerte, ya he hablado. El
segundo, «las alternativas se excluyen», nos da una clave importante
para entender por qué la decisión es difícil. La decisión
inevitablemente implica una renuncia: para cada sí ha de haber un
no, cada decisión elimina o mata otras opciones (la raíz de la palabra
decidir significa «matar», como en homicidio o suicidio). Así, Thelma
se aferró a la infinitesimal posibilidad de que pudiera alguna vez
revivir la relación con su amante, significando la renuncia a esa
posibilidad el debilitamiento o la muerte.

El aislamiento existencial, un tercer dato de la existencia,


remite al espacio abismal que hay entre el yo y los otros, un espacio
que existe incluso en la presencia de relaciones interpersonales
profundamente gratificantes. Uno está aislado no sólo de los otros
seres sino que, hasta el punto de que uno constituye su propio
mundo, uno también está aislado del mundo. Este tipo de aislamiento
ha de distinguirse de otras dos clases de aislamiento: el aislamiento
interpersonal y el intrapersonal. Uno experimenta el aislamiento
interpersonal, o la soledad si carece de las habilidades sociales o el
estilo de personalidad que da lugar a interacciones sociales íntimas.
El aislamiento intrapersonal tiene lugar cuando se escinden partes del
yo, como cuando uno separa la emoción del recuerdo de un
acontecimiento. La forma más extrema y dramática de escisión, la
personalidad múltiple, es relativamente rara (aunque cada vez más
ampliamente reconocida); cuando efectivamente tiene lugar el
terapeuta debe enfrentarse, como me ocurrió con el tratamiento de
Marge ("Monogamia terapéutica»), al desconcertante dilema de qué
personalidad mimar.
Si bien al aislamiento existencial no tiene solución, los
terapeutas deben oponerse a las falsas soluciones. El esfuerzo de uno
para evitar el aislamiento puede sabotear sus relaciones con las
demás personas. Muchas veces una amistad o un matrimonio han
fracasado porque una persona, en lugar de relacionarse con la otra y
de preocuparse por ella, lo que ha hecho es utilizarla como escudo
contra el aislamiento.
Un intento común y enérgico para resolver el aislamiento
existencial, que tiene lugar en algunas de estas historias, es la fusión:
el debilitamiento de los límites de uno, el mezclarse con otro. El poder
de la fusión ha sido demostrado por experimentos de percepción
subliminal donde el mensaje «mamá y yo somos uno», proyectado en
una pantalla de forma tan rápida que los sujetos no podían verlo
conscientemente, daba como resultado que los sujetos en su informe
dijeran que se sentían mejor, más fuertes, más optimistas, e incluso
que respondieran mejor que otras personas al tratamiento (con
modificación de comportamiento) de problemas como fumar, la
obesidad o comportamiento adolescente perturbado.
Una de las grandes paradojas de la vida es que la

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autoconciencia produce ansiedad. La fusión extirpa la ansiedad de


forma radical, eliminando la autoconciencia. La persona que se ha
enamorado, y que ha entrado en un maravilloso estado de fusión, no
es autorreflexiva porque el yo solitario que se cuestiona (y la
ansiedad intrínseca al aislamiento) se ha disuelto en un nosotros. Así,
se arroja la ansiedad pero se pierde la individualidad.
Ésta es precisamente la razón de porqué a los terapeutas no les
gusta tratar a un paciente que se haya enamorado. La terapia y el
estado de fusión amorosa son incompatibles porque el trabajo
terapéutico requiere un cuestionamiento de la autoconciencia y una
ansiedad que finalmente servirán como guía hacia los conflictos
internos.
Es más, es difícil para mí, como para muchos terapeutas,
empezar una relación con un paciente que se ha enamorado. En la
historia Love’s Executioner, Thelma, por ejemplo, lógicamente no iba
a relacionarse conmigo: su energía estaba completamente consumida
por su obsesión amorosa. Hay que tener cuidado con la poderosa
atadura exclusiva hacia otra persona; no es, como la gente a menudo
piensa, una prueba de la pureza del amor. Un amor tan encapsulado y
exclusivo -alimentándose de sí mismo, sin dar nada a los demás ni
importarle los demás- está destinado a hundirse por sí mismo. El
amor no es sólo una chispa pasional entre dos personas; hay una
gran diferencia entre enamorarse y mantenerse en el amor. Por mejor
decir, el amor es una forma de ser o estar, un «dar a uno» y no un
«enamorarse de»; una forma de relacionarse a largo plazo, y no un
acto limitado a una sola persona.
Aunque nos esforzarnos en ir por la vida de dos en dos o en
grupos, en ocasiones, especialmente cuando se acerca la muerte, la
verdad -la verdad de que hemos nacido solos y debemos morir solos-
se abre camino con una claridad escalofriante. He oído decir a
muchos pacientes terminales que lo más terrible de morir es que es
algo que debes hacer solo. Pero, incluso en el momento de la muerte,
la voluntad de otro de estar completamente presente puede penetrar
el aislamiento. Como dijo un paciente en «No te vayas Dulce»:
«Aunque te encuentras solo en tu bote, siempre es reconfortante ver
las luces de los otros botes balanceándose a tu alrededor».

Ahora bien, si la muerte es inevitable, si todas nuestras


realizaciones, incluso el sistema solar entero, algún día van a quedar
en ruinas, si el mundo es contingente (es decir, si todo podía haber
sido también de otro modo), si los seres humanos han de construir el
mundo y el papel del hombre en este mundo, entonces, ¿qué
significado perdurable puede haber en la vida?
Esta pregunta acosa a los hombres y mujeres contemporáneos,
y muchos buscan la terapia porque sienten que sus vidas no tienen
sentido ni rumbo. Somos criaturas que buscan significado.
Biológicamente, nuestros sistemas nerviosos están organizados de tal
forma que el cerebro agrupa automáticamente los estímulos recibidos

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en configuraciones. El significado proporciona también un sentido del


dominio: al sentirnos impotentes y confusos ante acontecimientos
casuales y no reglados, buscamos ordenarlos y, al hacerlo,
intentamos conseguir el control sobre ellos. Pero todavía más
importante es que el significado es el origen de los valores y, en
consecuencia, de un código de comportamiento: así la respuesta a las
preguntas de por qué (¿por qué vivo?) proporciona una respuesta a
las preguntas de cómo (¿cómo vivo?).
En estos diez cuentos de psicoterapia, hay pocas discusiones
explícitas del sentido de la vida. La búsqueda del sentido, igual que la
búsqueda del placer, debe ser conducida indirectamente. El sentido
aparece como resultado de la actividad significativa: cuanto más
deliberadamente lo buscamos, menos probable será que lo
encontremos; las preguntas racionales que uno puede formular sobre
el sentido siempre sobrevivirán en un subproducto del compromiso y
la obligación, y allí es donde los terapeutas deben dirigir sus
esfuerzos: no en el hecho de que el compromiso proporcione la
respuesta racional a las preguntas sobre el significado, sino en el
hecho de que el compromiso hace que estas preguntas no tengan
importancia.
En este dilema existencial -un ser que busca el significado y la
certidumbre en un universo que no los tiene- tiene una relevancia
tremenda para la profesión de la psicoterapia. En su trabajo cotidiano,
los terapeutas, sí pretenden relacionarse con sus pacientes de forma
auténtica, experimentan una incertidumbre considerable. No sólo es
que, efectivamente, el hecho de que un paciente se enfrente a
preguntas sin respuesta exponga al terapeuta ante las mismas
preguntas, sino que también el terapeuta debe reconocer, como tuve
que hacer yo en «Dos sonrisas», que la experiencia del otro es, al
final, inflexiblemente privada e imposible de conocer.
Ciertamente, la capacidad para tolerar la incertidumbre es un
requisito previo para la profesión. Aunque el público puede pensar
que los terapeutas guían a sus pacientes de forma sistemática y con
mano segura a través de predecibles estadios de la terapia, hasta
llegar a una meta conocida de antemano, raramente se da este caso:
en lugar de ello, tal y como estas historias atestiguan, los terapeutas
con frecuencia vacilan, improvisan, y buscan a tientas la dirección a
seguir. La poderosa tentación de alcanzar la certidumbre abrazando
una escuela ideológica y un hermético sistema terapéutico es
traicionera: esta creencia puede bloquear el encuentro incierto y
espontáneo que es necesario para una terapia eficaz.
Este encuentro, verdadero corazón de la psicoterapia, es una
afectuosa y profundamente humana reunión entre dos personas,
donde una de las cuales (generalmente el paciente, pero no siempre)
tiene más problemas que la otra. Los terapeutas tienen un doble
papel: tienen que observar y además participar en las vidas de los
pacientes. Como observador, uno debe ser lo suficientemente
objetivo para proporcionarle al paciente la guía rudimentaria

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

necesaria. Como participante, uno entra en la vida del paciente y


resulta afectado y, en ocasiones, transformado por el encuentro.
Al escoger entrar plenamente en la vida de cada paciente, yo,
el terapeuta, no sólo estoy expuesto a los mismos problemas
existenciales que afectan a mis pacientes, sino que también debo
estar preparado para examinarlos con las mismas reglas de
indagación. Debo asumir que saber es mejor que no saber, aventurar
mejor que no aventurar; y que la magia y la ilusión, por muy ricas que
sean, por muy fascinantes que puedan parecer, en último término
debilitan el espíritu humano. Me tomo con profunda seriedad las
firmes palabras de Thomas Hardy: «Si hubiera un camino hacia lo
Mejor, sería igual que una mirada completa a lo Peor».
El doble papel de observador y participante exige mucho del
terapeuta y, para mí, en estos diez casos, me planteó angustiosas
preguntas. ¿Debería, por ejemplo, esperar de un paciente, que me
había pedido que le guardara sus cartas de amor, que se enfrentara a
los mismos problemas que yo, en mi propia vida, había evitado? ¿Era
posible ayudarle a que fuera más lejos de lo que yo había ido?
¿Debería hacer las duras preguntas existenciales a un hombre a
punto de morir, una viuda, una afligida madre, y un ansioso jubilado
con sueños trascendentales, preguntas para las que no tenía
respuesta? ¿Debería revelar mi debilidad y mis limitaciones a un
paciente cuya otra personalidad alternativa me parecía tan
seductora? ¿Podría empezar una relación honesta y afectuosa con
una señora gorda cuya apariencia física me repelía? ¿Debería, bajo la
bandera de un autoesclarecimiento, desmantelar la irracional pero
sustentante y reconfortante ilusión de amor de una mujer anciana?
¿O imponer mi voluntad por la fuerza a un hombre que, incapaz de
actuar por sus propios intereses, se permitía a sí mismo el
permanecer aterrorizado por tres cartas nunca abiertas?
Aunque en estos cuentos de psicoterapia abundan las palabras
paciente y terapeuta, no se debe despistar uno por tales términos:
éstas son historias de todo hombre, de toda mujer. La condición de
paciente es ubicua; el asumir tal etiqueta es muy arbitrario y a
menudo depende más de factores culturales, educativos y
económicos que de la gravedad de la patología. Como los terapeutas,
al igual que los pacientes, deben enfrentarse a estos hechos de la
existencia, la postura profesional de desinteresada objetividad, tan
necesaria para el método científico, aquí es inapropiada. Nosotros los
psicoterapeutas no podemos simplemente chasquear con la lengua
con simpatía y exhortar a los pacientes a que luchen resueltamente
con sus problemas. No podemos decirles tú y tus problemas. En lugar
de ello, debemos hablar de nosotros y nuestros problemas, porque
nuestra vida, nuestra existencia siempre estará clavada a la muerte,
el amor a la pérdida, la libertad al miedo, y la plenitud a la
separación. En esto, todos nosotros estamos juntos.

Si violar fuera legal...

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

-Tu paciente es un estúpido de mierda y esto le dije en el grupo


de terapia, ayer por la noche, exactamente con estas palabras-.
Sarah, una joven psiquiatra residente, se detuvo en este punto y me
miró echando fuego por los ojos, desafiándome a que la criticara.
Obviamente había pasado algo extraordinario. No cada día
irrumpe un estudiante en mi despacho y, sin muestra alguna de
disgusto -es más, parecía orgullosa y desafiante- me dice que ha
atacado verbalmente a uno de mis pacientes. Especialmente a un
paciente con un cáncer avanzado.
-Sarah, ¿puedes sentarte y explicarme lo que ha ocurrido? Aún
tengo unos minutos antes de que llegue mi próximo paciente.
Luchando por mantener la compostura, Sarah empezó:
-¡Carlos es el ser humano más asqueroso y despreciable que he
conocido jamás!
-Bueno, tampoco es mi persona favorita, sabes. Ya te lo dije
antes de enviártelo. -Había estado viendo a Carlos con tratamiento
individual durante unos seis meses y, unas cuantas semanas atrás, lo
envié a Sarah para que lo incorporara a una terapia de grupo-. Pero
continúa, perdona por interrumpirte.
-Bueno, como ya sabes, casi siempre se ha comportado de
forma bastante repugnante, olfateando a las mujeres como si él fuera
un perro y ellas zorras en celo, e ignorando todo lo que ocurriera en el
grupo. Ayer por la noche, Martha -una mujer joven, un poco limitada y
realmente frágil, que ha estado en el grupo casi siempre muda-
empezó a hablar de que el año pasado fue violada. No creo que
hubiera compartido esto antes; desde luego no en un grupo. Estaba
tan asustada, sollozaba tanto, era tan difícil para ella explicarlo, que
fue increíblemente doloroso. Todo el mundo la ayudaba a hablar y,
sea o no correcto, decidí que ayudaría a Martha si también yo
compartía con el grupo que hace tres años me violaron.
-No lo sabía, Sarah.
-¡Nadie lo sabía!
Sarah paró aquí y se frotó los ojos. Pude notar que era difícil
para ella explicarme esto, pero en ese momento no podía estar
seguro de qué le dolía más: explicarme lo de su violación, o haberse
sincerado excesivamente con el grupo. (El hecho de que yo fuera el
instructor de la terapia de grupo en el programa debió de complicarle
las cosas.) ¿O estaba quizá más preocupada por lo que todavía tenía
que decirme? Decidí comportarme con naturalidad.
-¿Y luego?
-Bueno, ahora es cuando tu Carlos entra en acción.
¿Mi Carlos? ¡Ridículo! Pensé. Como si fuera mi hijo y yo tuviera
que responder por él. (Aunque era verdad que había presionado a
Sarah para que lo cogiera: ella había sido reacia a incorporar a un
paciente con cáncer en su grupo. Pero también era cierto que al
grupo sólo le quedaban cinco miembros, y ella necesitaba a más
personas.) Nunca la había visto comportarse de forma tan irracional y

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

tan desafiante. Temía que más tarde se sintiera incómoda por ello, y
no quería empeorarlo con alguna crítica indirecta.
-¿Qué hizo?
-Le hizo a Martha muchas preguntas sobre detalles concretos:
cuándo, dónde, qué, quién. Al principio eso la ayudó a hablar, pero
tan pronto como yo empecé a hablar de mi ataque, ignoró a Martha y
empezó a hacer lo mismo conmigo. Entonces empezó a preguntarnos
por detalles más íntimos. ¿El violador nos arrancó la ropa? ¿Eyaculó
dentro de nosotras? ¿En algún momento empezamos a disfrutar de
ello? Pasó de forma tan insidiosa que tuvo que pasar un lapso antes
de que el grupo empezara a caer en la cuenta de que él mismo
estaba disfrutando con ello. No condenó lo que nos habían hecho a
Martha y a mí, simplemente estaba consiguiendo placer sexual. Sé
que debería sentir más compasión por él, ¡pero es que es tan canalla!
-¿Cómo acabó todo?
-Bueno, al final el grupo lo cazó y empezó a echarle en cara su
insensibilidad, pero él no mostró ningún remordimiento en absoluto.
De hecho, pasó a ser más ofensivo y nos acusó a Martha y a mí (y a
todas las víctimas de una violación) de darle demasiada importancia.
«¿Qué tiene de grave?», preguntó y entonces declaró que a él
personalmente no le importaría que una mujer atractiva lo violara. La
traca final al grupo fue decir que daría la bienvenida a un intento de
violación de cualquiera de las mujeres del grupo. Entonces fue
cuando le dije: «Si eso es lo que crees, entonces eres un jodido
ignorante!»
-Creía que tu intervención terapéutica había sido llamarle
estúpido de mierda. -Esto redujo la tensión de Sarah, y los dos
sonreímos.
-¡Eso también! Perdí totalmente los estribos.
Me esforcé por encontrar constructivas palabras de apoyo, pero
me salieron más pedantes de lo que pretendía.
-Recuerda, Sarah, que a menudo las situaciones extremas como
ésta pueden acabar siendo importantes puntos decisivos si son
trabajadas cuidadosamente. Se le puede sacar provecho a todo lo que
ocurre en la terapia. Intentemos convertir esto en una experiencia de
la que él pueda sacar alguna enseñanza. Mañana tengo una sesión
con él, y trabajaré duro en este asunto. Pero quiero asegurarme que
te cuidarás. Estoy disponible si quieres hablar con alguien; hoy o en
cualquier momento de la semana.
Saruh me dio las gracias y me dijo que necesitaba tiempo para
pensar en ello. Mientras se iba de mi despacho, pensé que si en
efecto decidía hablar con otra persona de sus propios problemas,
intentaría tener un encuentro con ella más adelante cuando estuviera
más calmada, para ver si podíamos hacer de esto una experiencia de
la que también ella pudiera sacar alguna enseñanza. Para ella había
supuesto pasar por algo horrible, y lo sentía en el alma, pero
consideré que había cometido un error al intentar obtener
clandestinamente una terapia para ella misma en el grupo. Hubiera

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

sido mejor, pensé, que hubiera trabajado sobre ese problema primero
en su terapia personal y luego, incluso si escogía hablar de ello en el
grupo -y esto era problemátieo- se las hubiera manejado mejor
respecto a todas las partes implicadas.
Entró entonces mi siguiente paciente, y dirigí mi atención hacia
ella. Pero no puede evitar pensar en Carlos y preguntarme cómo me
las arreglaría en la próxima sesión con él. No era raro que Carlos me
viniese a la mente. Era un paciente extraordinario; y desde que lo
había empezado a ver unos meses antes, siempre pensaba en él
bastante más de la una o dos horas semanales que pasábamos
juntos.
-Carlos es como un gato con siete vidas, pero parece como si
estuviera llegando al final de su séptima vida-. Ésta fue la primera
cosa que el oncólogo que me lo envió para tratamiento psiquiátrico
me dijo. Continuó explicándome que Carlos tenía un linfoma raro, que
crecía poco a poco, que le causaba más problemas por su brutal
volumen que por su malignidad. Durante diez años el tumor había
respondido bien al tratamiento pero ahora había invadido sus
pulmones y estaba avanzando hacia su corazón. Sus doctores se
estaban quedando sin opciones: le habían dado la máxima exposición
de radiación y habían agotado su farmacopea de agentes de
quimioterapia. ¿Hasta qué punto tenían que ser honestos? me
preguntaron. Carlos parecía no escuchar. No estaban seguros de lo
honesto que él quería ser consigo mismo. Lo que sí sabían es que
estaba entrando en una profunda depresión y parecía que no tenía a
nadie a quien acudir para pedir ayuda.
Carlos estaba ciertamente solo. A parte de un hijo y una hija de
diecisiete años -gemelos bivitelinos, que vivían con su ex-mujer en
Sudamérica- Carlos, a la edad de treinta y nueve años, se encontraba
virtualmente sólo en el mundo. Se había criado, como hijo único, en
Argentina. Su madre había muerto de sobreparto, y veinte años atrás
su padre sucumbió al mismo tipo de linfoma que ahora estaba
matando a Carlos. Nunca había tenido un amigo. «¿Quién los
necesita? -me dijo una vez-. Nunca he conocido a nadie que no te
fuera a hacer el vacío por un dólar, un trabajo o un coño.» Había
estado casado por un corto período de tiempo y no había tenido otras
relaciones significativas con mujeres. «¡Tienes que estar loco para
joder a una mujer más de una vez!» Su objetivo en la vida, me dijo sin
muestra alguna de vergüenza o timidez, era tirarse a tantas mujeres
distintas como pudiera.
No, en mi primer encuentro no me pareció muy entrañable el
carácter de Carlos, ni su apariencia física. Estaba demacrado, lleno de
protuberancias (tenía nódulos linfáticos hinchados, muy visibles, en
los codos, en el cuello y detrás de las orejas) y, como resultado de la
quimioterapia, estaba completamente calvo. Sus patéticos esfuerzos
cosméticos -un sombrero panameño de ala ancha, las cejas pintadas,
y una bufanda para ocultar los bultos de su cuello- sólo conseguían
llamar más la atención de forma adicional sobre su apariencia

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

inintencionadamente.
Era evidente que estaba deprimido -y con razón- y hablaba con
amargura y fatiga de su ordalía de diez años de duración con el
cáncer. Su linfoma, decía, le estaba matando por fases. Ya había
matado la mayor parte de él: su energía, su fuerza, y su libertad
(tenía que vivir cerca del Hospital de Stanford, en un exilio
permanente de su propia cultura).
Lo más importante era que había matado su vida social, que
para él era lo mismo que su vida sexual: cuando tenía quimioterapia
era impotente; cuando acababa un período de quimioterapia, y sus
fluidos sexuales empezaban a correr de nuevo, no podía hacerlo con
mujeres porque era calvo. Incluso cuando le volvió a crecer el pelo,
unas semanas después de la quimioterapia, decía que todavía no
podía ligar: ninguna prostituta se iba con él porque creían que sus
grandes nodos linfáticos eran por el sida. Su vida sexual estaba ahora
confinada en la masturbación mientras veía vídeos sadomasoquistas
alquilados.
Era verdad -me dijo, sólo después de que yo le incitara a
hacerlo- que estaba solo y, sí, que eso le suponía un problema, pero
sólo porque había veces en que se encontraba demasiado mal para
cuidar de sus propias necesidades físicas. La idea de placer derivado
de un estrecho contacto humano (no sexual) parecía ajena a él. Había
una excepción -sus hijos- y cuando Carlos hablaba de ellos una
auténtica emoción, emoción a la que yo me unía, se abría camino. Me
conmoví por la imagen de su débil cuerpo palpitando en sollozos
cuando describía su miedo a que ellos, también, le abandonaran:
miedo a que su madre triunfara finalmente en ponerlos en contra
suya, o a que su cáncer les repeliera y se alejaran de él.
-¿Qué puedo hacer para ayudarte, Carlos?
-Si quieres ayudarme, entonces ¡enséñame a odiar a los
armadillos!
Por un momento Carlos disfrutó de mi perplejidad, y entonces
procedió a explicarme que había estado trabajando en metáforas
visuales, una forma de autocuración que muchos pacientes
experimentan. Las metáforas visuales para su nueva quimioterapia (a
la que sus oncólogos llamaban OC) eran «Os» y «Ces» gigantes: Osos
y Cerdos: la metáfora que representaba a sus nodos linfáticos
cancerosos era un armadillo plateado. Así, en sus sesiones de
meditación, veía a osos y cerdos matando armadillos. El problema era
que no conseguía que sus osos y cerdos fueran lo suficientemente
perversos para abrir violentamente y destrozar a los armadillos.
A pesar del horror de su cáncer y su estrechez de espíritu, me vi
arrastrado hacia Carlos. Quizás era una generosidad que brotaba de
mi alivio por ser él, y no yo, el que estaba muriendo. Quizás era el
amor por sus hijos o la quejumbrosa forma con que sus dos manos
agarraban la mía cuando abandonaba mi despacho. Quizá fue la
extravagancia de su petición: «Enséñame a odiar a los armadillos».
Así pues, cuando consideré si podía tratarlo, minimicé los

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

potenciales obstáculos al tratamiento y me convencí de que Carlos


era más un insociable que una persona antisocial, y de que muchos
de sus comportamientos y creencias nocivas eran débiles y
susceptibles de ser modificadas. No pensé claramente, con
detenimiento, en mi decisión e, incluso después de decidir aceptarle
en la terapia, estaba inseguro sobre qué objetivos de tratamiento
iban a ser realistas y apropiados. ¿Tenía simplemente que
acompañarlo a lo largo de este período de quimioterapia? (Como
muchos pacientes, Carlos se ponía enfermo de muerte y deprimido
durante la quimioterapia.) O, si estaba entrando en una fase terminal,
¿iba a comprometerme a estar junto a él hasta la muerte? ¿Iba a
estar satisfecho de ofrecerle mi total presencia y apoyo? (Quizá eso
sería suficiente. ¡Dios sabe que no tenía a nadie más con quien
hablar!) Por supuesto, su soledad se la había creado él mismo, pero
¿iba yo a ayudarlo a reconocerla o a cambiarla? ¿Ahora? Ante la
muerte estas consideraciones parecían sin importancia. ¿O no? ¿Era
posible que Carlos consiguiera algo más «ambicioso» en la terapia?
¡No, no, no! ¿Qué sentido tiene hablar de tratamiento «ambicioso»
con alguien cuya expectativa de vida puede ser, como mucho, una
cuestión de meses? ¿Quiere alguien, quiero yo, invertir tiempo y
energía en un proyecto de tal evanescencia?
Carlos enseguida aceptó verse conmigo. Con su típica actitud
cínica, dijo que su póliza de seguros pagaría el 90% de mi
remuneración, y que él no rechazaría un negocio de ese tipo.
Además, él era una persona que quería probarlo todo una vez, y
nunca antes había hablado con un psiquiatra. Dejé nuestro contrato
de tratamiento poco claro, además de decir que tener a alguien con
quien compartir los sentimientos dolorosos siempre ayudaba. Sugerí
que hiciéramos seis sesiones y que después evaluáramos si el
tratamiento valía la pena.
Para mi sorpresa, Carlos hizo un uso excelente de la terapia; y
después de seis sesiones acordamos vernos en un tratamiento
continuado. Venía a cada sesión con una lista de cuestiones que
quería discutir: sueños, problemas de trabajo (era un exitoso analista
financiero, había continuado trabajando a lo largo de su enfermedad).
Algunas veces hablaba de su mal estado físico y su aversión a la
quimioterapia, pero de lo que más hablaba era de mujeres y de sexo.
En cada sesión describía todos los encuentros con mujeres de esa
semana (a menudo no consistían en más que cazar la mirada de una
mujer en el colmado) y se obsesionaba por lo que podría haber hecho
en cada instante para consumar una relación. Estaba tan preocupado
por las mujeres que parecía olvidar que tenía un cáncer que se estaba
infiltrando activamente en los sitios más recónditos de su cuerpo. Lo
más probable es que ese fuera el centro de su preocupación: que
podría olvidar su infestación.
Pero su fijación por las mujeres era bastante anterior a su
cáncer. Siempre había rondado en busca de mujeres y las veía sobre
todo en términos degradantes y como objetos sexuales. Así que la

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

crónica de Sarah sobre el comportamiento de Carlos en el grupo,


chocante como era, no me sorprendió. Sabía que era perfectamente
capaz de comportarse de una forma tan repugnante, y todavía peor.
¿Pero cómo tenía que manejar la situación en la próxima sesión
con él? Por encima de todo, quería proteger y mantener nuestra
relación. Estábamos progresando, y en ese momento yo era su
principal conexión humana. Pero también era importante que
continuase asistiendo a su grupo de terapia. Seis semanas atrás lo
había emplazado a un grupo para proporcionarle una comunidad que
le ayudaría tanto a penetrar en su soledad como a crear conexiones
en su vida social, identificando y obligándole a modificar algunos de
sus comportamientos más objetables socialmente. Durante las cinco
primeras semanas había hecho un uso excelente del grupo pero, a
menos que cambiase su comportamiento radicalmente, se ganaría la
antipatía, estaba seguro, de todos los miembros del grupo... ¡si no lo
había hecho ya!
Nuestra siguiente sesión empezó tranquilamente. Carlos ni
siquiera mencionó al grupo sino que, por el contrario, quiso hablar de
Ruth, una atractiva mujer que acababa de conocer en una reunión de
la parroquia. (Era miembro de media docena de parroquias porque
creía que le daban oportunidades ideales para ligar.) Había hablado
un poco con Ruth y ésta se excusó porque tenía que volver a casa.
Carlos se despidió pero luego se convenció de que había perdido una
oportunidad de oro al no ofrecerse a acompañarla al coche; de hecho,
se había convencido a sí mismo de que había la razonable posibilidad,
de un diez a un quince por ciento, de que pudiera haberse casado con
ella. Sus autorrecriminaciones por no haber actuado con más
diligencia continuaron toda la semana incluyendo ataques verbales y
físicos: se pellizcaba a sí mismo y se golpeaba la cabeza contra la
pared.
No indagué más sobre sus sentimientos hacia Ruth (aunque
eran irracionales de una forma tan patente que decidí volver a ella en
algún punto de la sesión) porque pensaba que era urgente que
hablásemos del grupo. Le dije que había hablado con Sarah sobre el
encuentro.
-¿Ibas a hablar hoy del grupo? -le pregunté.
-No especialmente, no es importante. De todos modos, voy a
dejar ese
grupo. Estoy demasiado avanzado para él.
-¿Qué quieres decir?
-Todo el mundo es deshonesto y juega. Soy la única persona allí
con las
suficientes agallas para decir la verdad. Los hombres son todos
perdedores, si no no estarían allí. Son unos pelmazos sin cojones, 71 se
sientan por ahí lloriqueando sin decir nada.
-Explícame lo que pasó en el encuentro desde tu punto de vista.
-Sarah habló de su violación, ¿te lo ha contado?
71
En castellano en el original. (N. del ed.)

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Irvin D. Yalom
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Yo asentí.
- Y Martha también. Esa Martha. Dios mío, esa sí que es para ti.
Es un desastre, una auténtica enferma, sí que lo es. Es un caso
mental, para tranquilizantes. ¿Qué coño estoy haciendo en un grupo
con gente como esa? Pero escucha. Lo importante es que hablaron de
sus violaciones, las dos, y todo el mundo se quedó ahí sentado, con la
boca abierta, embobados. Por lo menos yo reaccioné. Les hice
preguntas.
-Sarah sugirió que algunas de tus preguntas no eran del tipo de
preguntas que ayudan.
-Alguien tenía que hacerlas hablar. Además, siempre han
despertado mi curiosidad las violaciones. ¿A ti no? ¿Acaso no a todos
los hombres? ¿Sobre cómo se hace, sobre la experiencia de la
víctima?
-Oh, venga Carlos, si esto es lo que estabas buscando, podrías
haberlo leído en algún libro. Lo que allí había eran personas de
verdad, no fuentes de información. Algo más estaba en juego.
-Quizá sí, lo admito. Cuando empecé en el grupo, tus
instrucciones fueron que debía ser honesto para expresar mis
sentimientos en el grupo. Admito que me excité. Es una emoción
fantástica imaginarse a Sarah siendo jodida. Me encantaría unirme a
ello y poner mis manos sobre sus tetas. Aún no te he perdonado que
me desaconsejaras pedirle una cita.
Cuando seis semanas atrás empezó por vez primera en el
grupo, hablaba mucho de su encaprichamiento por Sarah -o mejor por
sus pechos- y estaba convencido de que ella estaba deseando salir
con él. Para ayudar a Carlos a que fuera aceptado en el grupo, en los
primeros encuentros, tuve que prepararlo para que se comportara
socialmente del modo apropiado. Le convencí, con dificultad, de que
un acercamiento sexual a Sarah sería tan inútil como impropio.
-Además, todo el mundo sabe que los hombres se excitan con
las violaciones. Los otros hombres del grupo se reían de mí. ¡Mira el
negocio de la pornografía! ¿Alguna vez has mirado con atención los
libros y cintas de vídeo sobre violaciones y secuestros? ¡Hazlo! Ve y
visita las tiendas porno de Tenderloin: será bueno para tu educación.
Graban esas cosas para alguien, algún mercado debe de haber. Te
diré la verdad, si violar fuera legal, yo lo haría... de vez en cuando.
Carlos paró en este punto y me sonrió con satisfacción, ¿o era
una maliciosa sonrisa de complicidad, una invitación a tomar asiento
a su lado en la hermandad de los violadores?
Estuve sentado en silencio varios minutos, intentando
identificar mis opciones. Era fácil estar de acuerdo con Sarah:
efectivamente, parecía un depravado. Pero estaba convencido de que
parte de esto eran fanfarronadas, y de que había una forma de llegar
a algo mejor, a algo más bueno en él. Estaba interesado, y
agradecido, por sus últimas palabras: el «de vez en cuando». Estas
palabras, añadidas casi como una reflexión posterior, parecían sugerir
algún resto de inseguridad y vergüenza.

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

-Carlos, te enorgulleces de tu honestidad con el grupo. ¿Pero


realmente eras sincero? ¿O sólo honesto en parte, o con una
sinceridad fácil? Es cierto, fuiste más abierto que los otros hombres
del grupo. Expresaste algunos de tus verdaderos sentimientos
sexuales. Y también sabes lo amplios que son estos sentimientos: el
negocio del porno ofrece algo que atrae impulsos que tienen todos los
hombres. ¿Pero estás siendo completamente honesto? ¿Qué hay de
todos los otros sentimientos que pasan dentro de ti y que no has
expresado? Déjame hacer una suposición: cuando te referiste a lo
graves que eran las violaciones de Sarah y Martha, ¿es posible que
estuvieras pensando en tu cáncer y a lo que tienes que enfrentarte en
cada momento? Es muchísimo más duro enfrentarte a algo que
amenaza tu vida ahora mismo que a algo que ocurrió uno o dos años
atrás. Quizá te gustaría conseguir algún auxilio del grupo, pero ¿cómo
quieres conseguirlo si te presentas tan duro? Todavía no has dicho
que tienes cáncer.
Había estado apremiando a Carlos para que revelara al grupo
que tenía cáncer, pero él aplazaba su decisión: decía que tenía miedo
de que sintieran lástima de él, y no quería sabotear sus
oportunidades sexuales con las mujeres del grupo.
Carlos me sonrió.
-¡Buen intento, doctor! Tiene mucho sentido. Tienes una buena
cabeza. Pero te seré sincero: la idea del cáncer nunca ha entrado en
mi pensamiento. Desde que paró la quimioterapia hace dos meses,
paso días sin pensar en el cáncer. Esto está puñeteramente bien
¿no?, ¿olvidarlo, ser libre de ello, ser capaz de tener una vida normal
por unos momentos?
¡Buena pregunta! Pensé. ¿Era bueno olvidar? No estaba seguro.
Durante los meses que había estado viendo a Carlos, había
descubierto que podía trazar, con asombrosa precisión, el curso de su
cáncer al ver las cosas en las que pensaba. Cada vez que su cáncer
empeoraba y estaba enfrentándose activamente a la muerte,
reordenaba sus prioridades en la vida y se volvía más pensativo, más
compasivo y más juicioso. Cuando, por el contrario, el cáncer remitía,
se guiaba, tal y como él decía, por su polla y se volvía bastante más
grosero y frívolo.
Una vez vi una tira cómica de periódico sobre un pequeño
hombre gordinflón que decía: «De repente, un día cuando estás en los
cuarenta o los cincuenta, todo se vuelve claro... ¡Y luego
desaparece!» Ese tebeo era adecuado para Carlos, sólo que él no
tenía uno, sino repetidos episodios de claridad, y siempre
desaparecían de nuevo. A menudo pensaba que si conseguía la forma
de mantenerle permanentemente consciente de su muerte y del
«claro» que la muerte le abría, podría ayudarle a hacer cambios más
importantes en la forma en que él se relacionaba con la vida y con las
demás personas.
Por la forma de hablar que tenía ese día, y un par de días antes
en el grupo, era evidente que su cáncer de nuevo estaba inactivo, y

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

que la muerte, con la sabiduría que traía consigo, estaba totalmente


fuera de su pensamiento.
Intenté seguir otro rumbo.
-Carlos, antes de que empezaras en el grupo intenté explicarte
el razonamiento básico que hay detrás de la terapia de grupo. ¿Te
acuerdas que puse de relieve que todo lo que ocurra en el grupo
puede ayudarnos a trabajar en la terapia?
Él asintió. Continué:
-¿ Y que uno de los principios más importantes sobre los grupos
es que el grupo es un mundo en miniatura: cualquiera que sea el
ambiente que creamos en el grupo refleja la forma en que hemos
escogido vivir? ¿Te acuerdas que dije que cada uno de nosotros
escoge en el grupo el mismo tipo de mundo social que tenemos en
nuestra vida real?
Asintió de nuevo. Estaba escuchando.
-Entonces, ¡mira lo que te ha pasado en el grupo! Empezaste
con un número de personas con las que tendrías que haber
desarrollado estrechas relaciones. Y cuando empezaste los dos
acordarnos que necesitabas trabajar de forma que desarrollas
relaciones. Esto es por lo que empezaste en el grupo, ¿te acuerdas?
Pero ahora, después de sólo seis semanas, todos los miembros, y al
menos uno de los coterapeutas, están hasta la mismísima coronilla de
ti. Y lo has hecho tú solo. ¡Has hecho dentro del grupo lo que haces
fuera de él! Quiero que me contestes con honestidad: ¿estás
satisfecho? ¿Es esto lo que quieres de tus relaciones con los demás?
-Doctor, entiendo perfectamente lo que me quieres decir, pero
hay una pega en tu argumento. No doy una mierda, ni una, por
ninguna de las personas del grupo. No son personas de verdad.
Nunca me vaya juntar con perdedores como esos. Su opinión no
significa nada para mí. No quiero estrechar mi relación con ellos.
Ya había visto a Carlos cerrarse en banda de esta forma en
otras ocasiones. Sería más razonable, sospechaba, en una o dos
semanas, y en circunstancias normales yo hubiera sido simplemente
paciente. Pero a menos que algo cambiara rápidamente, Carlos
dejaría de ser miembro del grupo o, hacia la semana siguiente, habría
roto sin remedio sus relaciones con los demás miembros. Como
después de este encantador incidente dudaba mucho de que fuera
capaz de convencer a otro terapeuta de incluirlo en el grupo, insistí
en mi cometido.
~ Ya escucho tus airados y críticos sentimientos, y sé que
realmente los sientes. Pero, Carlos, intenta apartarlos por un
momento y piensa si puedes entrar en contacto con algo más. Tanto
Sarah como Martha pasaban momentos de mucho dolor. ¿Qué otros
sentimientos tuviste sobre ellas? No estoy hablando de grandes
sentimientos, o sentimientos predominantes, sino de cualquier otra
sensación repentina que tuvieras.
-Ya sé lo que buscas. Estás haciendo lo que puedes por mí.
Querría ayudarte, pero tendría que inventármelo todo. Estás

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

intentando poner sentimientos en boca mía. Exactamente aquí, en


este despacho, es el único lugar donde puedo decir la verdad, y la
verdad es que, más que nada, ¡lo que quiero hacer con esos dos
coños es joderlos! Esto es lo que quería decir cuando he dicho que, si
violar fuera legal, ¡yo lo haría! ¡Y sé perfectamente por quién
empezaría!
Lo más probable es que se refiriera a Sarah, pero no se lo
pregunté. Lo último que quería hacer era entrar en ese tipo de
discurso con él. Probablemente alguna fuerte rivalidad edípica había
entre nosotros que hacía más difícil la comunicación. Nunca dejaba
pasar la oportunidad para describirme en términos gráficos lo que le
gustaría hacer a Sarah, como si considerara que competíamos por
ella. Sabía que creía que la razón por la que anteriormente lo había
disuadido de invitar a Sarah a salir era porque quería guardármela
para mí. Pero este tipo de interpretaciones ahora no tenían ninguna
utilidad para mí: Carlos estaba demasiado cerrado y a la defensiva. Si
quería llegar al final, tenía que utilizar algo más convincente.
El único acercamiento posible que me quedaba tenía relación
con el estallido de emoción que había visto en nuestra primera
sesión: la táctica parecía tan simple y efectista que jamás podría
haber predicho el asombroso resultado que produciría.
-Muy bien, Carlos, consideremos esta sociedad ideal que
imaginas y por la que abogas, esta sociedad en la que la violación es
legal. Piensa ahora, por unos minutos, en tu hija. ¿Cómo sería para
ella vivir en esta comunidad en la que podría ser violada de forma
totalmente legal, un pedazo de culo para el primero que se ponga
cachondo y quiera descargarse por la fuerza en una niña de diecisiete
años?
De repente Carlos dejó de sonreír. Se estremeció visiblemente y
se limitó a decir:
-No me gustaría que le ocurriera.
-¿Pero entonces dónde encajaría ella, en este mundo que estás
construyendo? ¿Encerrada en un convento? Tú tienes que construir
un lugar en el que pueda vivir; esto es lo que hacen los padres:
construyen un mundo para sus hijos. Nunca te lo he preguntado
antes: ¿qué quieres para ella?
~Quiero que viva una relación de amor con un hombre y que
tenga una familia llena de cariño.
-¿Pero cómo quieres que eso ocurra si su padre aboga por un
mundo en que la violación sea legal? Si quieres que viva en un mundo
donde la gente se quiera, entonces construir ese mundo depende de
ti, y tienes que empezar con tu propio comportamiento. No puedes
estar fuera de tu propia ley: esto es la base de cualquier sistema
ético.
El tono de la sesión había cambiado. No más torneos ni
tosquedad. Nos habíamos puesto totalmente serios. Me sentía más
como un profesor de filosofía o religión que como terapeuta, pero
sabía que esa era la pista correcta. Y eran cosas que tendría que

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Psicología y Literatura

haber dicho antes. Carlos había bromeado a menudo sobre su propia


inconsistencia. Me acuerdo de una vez que describía con una sonrisa
una conversación de sobremesa con sus hijos (lo visitaban un par o
tres veces al año) en la que le dijo a su hija que quería conocer y dar
el visto bueno a todos los chicos con los que saliera. ¡Y tú, -dijo
señalando a su hijo-, tú consigue todos los culos que puedas!
Ahora que yo tenía su atención, Carlos no tenía escapatoria.
Intenté sacar partido de mi ventaja mediante una triangulación, y
enfoqué el mismo problema desde otra dirección:
- Y Carlos, algo más me viene ahora mismo a la cabeza, ¿te
acuerdas del sueño que tuviste hace dos semanas sobre el Honda
verde? Volvamos a él.
Le encantaba trabajar sobre los sueños y le alegró poder
dedicarse a este sueño y así dejar la dolorosa discusión sobre su hija.
Carlos había soñado que iba a una agencia de alquiler de
coches para alquilar uno, pero los únicos disponibles eran Honda
Civics: los que menos le gustaban. De los varios colores disponibles,
él eligió el rojo. Pero cuando fue a buscarlo, el único coche disponible
era verde: ¡el color que menos le gustaba! Lo más importante de un
sueño es su emoción, y este sueño, a pesar de su benigno contenido,
estaba lleno de terror: lo había desvelado y desbordado de ansiedad
durante horas.
Dos semanas atrás no habíamos podido ir más lejos con el
sueño. Carlos, creo recordar, se fue por la tangente al hablar de
algunas asociaciones que hacía sobre la identidad de la dependienta
de la agencia de alquiler. Pero ese día yo veía el sueño con nueva luz.
Muchos años atrás, Carlos había desarrollado una fuerte creencia en
la reencarnación, una creencia que le ofrecía un bendito alivio ante
los miedos de la muerte. La metáfora que había utilizado en uno de
nuestros primeros encuentros era que morir era simplemente
intercambiar tu cuerpo por otro: igual que si das tu coche viejo a
cambio de otro. Le recordé en ese momento la metáfora.
-Supongamos, Carlos, que este sueño es algo más que un sueño
sobre coches. Evidentemente alquilar un coche no es una actividad
que dé miedo, no es una cosa que se convierta en una pesadilla y te
mantenga despierto toda la noche. Creo que tu sueño es sobre la
muerte y la vida futura, y utiliza tu símbolo de comparar la muerte y
el renacimiento con el intercambio de coches. Si lo miramos de esta
forma, podemos entender porqué te daba tanto miedo. ¿Qué opinas
del hecho de que el único tipo de coche que podías conseguir fuera
un Honda Civic verde?
-Odio el verde y odio los Honda Civics. Mi próximo coche será
un Maserati.
-Pero si los coches son símbolos soñados de cuerpos, ¿por qué,
en tu siguiente vida, tomarías el cuerpo, o la vida, que más odias?
Carlos no tenía otra opción más que responder:
- Tienes lo que te mereces, dependiendo de lo que has hecho o
de lo que has vivido en tu vida presente. Puedes tanto ascender como

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

descender.
Se dio cuenta de dónde conducía esta conversación, y empezó
a sudar. El denso bosque de estupidez y crueldad que le rodeaba
siempre había chocado y espantado a sus visitantes. Pero ahora le
tocaba a él sorprenderse. Yo había invadido sus dos templos más
sagrados: su amor por sus hijos y su creencia en la reencarnación.
- Venga, Carlos, es importante: aplica esto a ti mismo y a tu
vida. Arrancó de su boca cada una de las palabras muy
despacio.
-El sueño dice que no estoy viviendo de la manera correcta.
-Estoy de acuerdo, creo que esto es lo que dice el sueño. Di
algo más
sobre lo que piensas de vivir correctamente.
Iba a pontificar sobre lo que constituye una vida buena en todo
sistema religioso -amor, generosidad, cuidado, pensamientos nobles,
búsqueda de la bondad, caridad- pero nada de eso fue necesario.
Carlos me dejó ver que había acertado: dijo que estaba aturdido, y
que aquello era demasiado para tratarlo en un solo día. Quería tiempo
para pensar en ello durante la semana. Al ver que aún teníamos
quince minutos, decidí trabajar un poco en otro frente.
Volví al primer asunto que había sacado en la sesión: su
creencia de que había perdido una oportunidad de oro con Ruth, la
mujer que había visto brevemente en una reunión de la parroquia, y
los golpes que se había dado en la cabeza y las autorrecriminaciones
por no haberla acompañado al coche. La función a la que obedecía
esta creencia irracional era patente. Desde el momento en que
continuase creyendo que estaba cerca de ser deseado y amado por
una mujer atractiva, podía reforzar su creencia de que no era
diferente a los demás, de que no había nada seriamente malo en él,
de que no estaba desfigurado, de que no estaba mortalmente
enfermo.
En el pasado no me había entrometido en su negación. En
general, es mejor no minar una defensa a menos que esté creando
más problemas que soluciones, y a menos que uno tenga algo mejor
que ofrecer en su lugar. La reencarnación es uno de estos casos:
aunque personalmente lo considero una forma de negación de la
muerte, esta creencia le fue a Carlos de mucha utilidad (igual que a
mucha de la población mundial); de hecho, en lugar de socavarla,
siempre la había apoyado y en esta sesión la reforcé al apremiarlo
para que fuera consecuente y prestara atención a todas las
implicaciones de la reencarnación.
Pero era hora de desafiar algunas de las partes que menos
ayudaban de su sistema de negación.
-Carlos, ¿de verdad crees que si hubieras acompañado a Ruth a
su coche tendrías de un diez a un quince por ciento de posibilidades
de casarte con ella?
-Una cosa podría llevar a la otra. Había algo entre los dos. Lo
sentía. ¡Sé lo que sé!

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

-Pero dices esto cada semana: la mujer del supermercado, la


recepcionista de la consulta del dentista, la taquillera del cine. Incluso
pensaste eso de Sarah. A ver, ¿cuántas veces tú o cualquier hombre
ha acompañado a una mujer al coche y no se ha casado con ella?
-Vale, vale, quizá está más cerca de un uno o un uno y medio
por ciento de posibilidades, pero había todavía alguna oportunidad, si
no hubiera sido tan memo. ¡Ni siquiera pensé en ofrecerme a
acompañarla al coche!
-¡Qué cosas coges para echarte en cara! Carlos, te voy a ser
franco. Lo que dices no tiene ningún sentido. Todo lo que me has
dicho de Ruth -sólo hablaste con ella cinco minutos- es que tiene
veintitrés años, dos niños pequeños y que hace poco que se ha
divorciado. Seamos realistas, tal y como dices, éste es el lugar
adecuado para ser sincero. ¿Qué le vas a decir de tu salud?
-Cuando la conociera mejor, le diría la verdad: que tengo
cáncer, que ahora está bajo control, que los médicos lo pueden tratar.
-¿Y?
-Que los médicos no están seguros de lo que va a pasar, que
cada día se
descubren nuevos tratamientos, que puede que se reproduzca en un
futuro.
-¿Qué te dijeron los médicos? ¿Dijeron que se podía reproducir?
-Tienes razón: que se reproducirá en el futuro, a menos que se
encuentre una cura.
-Carlos, no quiero ser cruel, pero sé objetivo. Ponte en el lugar
de Ruth: tiene veintitrés años, dos niños pequeños, ha pasado un mal
momento, posiblemente esté buscando algún apoyo fuerte para ella y
para sus hijos, y tenga sólo un rudimentario conocimiento y miedo de
lo que es el cáncer, ¿crees que representas el tipo de seguridad y
apoyo que está buscando? ¿Crees que va a estar dispuesta a aceptar
la incertidumbre que rodea a tu salud? ¿A arriesgarse a ponerse en
una situación en la que podría estar obligada a tener que cuidarte?
¿Realmente, cuáles son las posibilidades de que se permitiera a sí
misma conocerte de la forma que tú quieres, de que se implicara
contigo?
-Probablemente ni una en un millón- dijo Carlos con una voz
triste y cansada.
Estaba siendo cruel, pero la opción de no serlo, de simplemente
complacerle, de reconocer tácitamente que era incapaz de ver la
realidad, era todavía más cruel. Su fantasía sobre Ruth le permitía
sentir que todavía podía recibir ternura y cuidado de otro ser humano.
Esperaba que entendiera que le llamaba la atención con buena
voluntad, que no guiñaba el ojo a sus espaldas, y que esa era mi
forma de darle ternura y cuidado.
Todas las fanfarronadas se habían acabado. Con una débil voz
Carlos preguntó:
-¿Y entonces en qué me deja todo esto?
-Si lo que verdaderamente quieres ahora es cercanía, entonces

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

es hora de sacarte de encima toda esta idea tuya de conseguir mujer.


Te he observado castigándote a ti mismo sobre esto durante meses.
Creo que es hora de dejar de presionarte. Acabas de finalizar un
período difícil de quimioterapia. Hace cuatro semanas no podías
comer, salir de la cama o dejar de vomitar. Has perdido mucho peso,
estás recuperando fuerzas. Deja de estar a la expectativa de una
mujer ahora mismo: es pedirte demasiado a ti mismo. Ponte una
meta razonable, puedes hacerlo tú tanto como yo. Concéntrate en
tener una buena conversación. Intenta profundizar en la amistad de la
gente que ya conoces.
Vi que una sonrisa empezaba a dibujarse en los labios de
Carlos. Vio cuál era la siguiente frase que iba a decir: «Y, ¿qué mejor
lugar que empezar en el grupo?».
Carlos nunca fue la misma persona después de esta sesión.
Nuestra siguiente cita era para el día después del encuentro con el
grupo. La primera cosa que dijo es que no me creería lo bien que
había estado en el grupo. Ahora fanfarroneaba de que era el miembro
del grupo más sensible y que más apoyo daba. Había decidido
sabiamente ayudarse a sí mismo y decirle al grupo que tenía cáncer.
Decía -y, semanas más tarde, Sarah lo corroboró- que su
comportamiento había cambiado tan radicalmente que ahora los
miembros del grupo acudían a él buscando apoyo.
Alabó nuestra sesión anterior.
-Nuestra última sesión fue de lejos la mejor de todas. Ojalá
tuviéramos sesiones como esa cada día. No me acuerdo exactamente
de lo que hablamos, pero me ha ayudado a cambiar mucho.
Encontré uno de sus comentarios particularmente divertido.
-No sé por qué, pero me estoy relacionando de forma diferente
con los hombres del grupo. Todos son mayores que yo pero, tiene
gracia, ¡tengo la sensación de estar tratándolos como si fueran mis
propios hijos!
El hecho de que hubiera olvidado el contenido de nuestra
sesión anterior me preocupó poco. Era mucho mejor que se hubiese
olvidado de lo que habíamos hablado que pasara lo contrario (una
opción más habitual en los pacientes): recordar detalladamente lo
que se habló pero cambiar poco.
La mejora de Carlos creció exponencialmente. Dos semanas
más tarde, empezó nuestra sesión anunciando que, en esa semana,
había tenido dos revelaciones importantes. Estaba tan orgulloso de
las revelaciones que las había bautizado. A la primera la llamó
(ojeando sus notas) «Todo el mundo tiene corazón». La segunda se
llamaba «No soy mis zapatos».
Primero explicó «Todo el mundo tiene corazón».
-Durante el encuentro con el grupo la semana pasada, las tres
mujeres estaban poniendo en común sus sentimientos, sobre lo duro
que era ser soltera, sobre pesadillas. No sé por qué, ¡pero de repente
las vi de distinta manera: ¡Eran como yo! Tenían los mismos
problemas en la vida que yo. Antes siempre me había imaginado a las

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

mujeres sentadas en un Monte Olimpo con una hilera de hombres


enfrente de ellas mientras los clasificaban: ¡éste a mi habitación, éste
no!
-Pero en ese momento -continuó Carlos-, tuve una visión de sus
corazones desnudos, la pared que cubría su tórax se había
desvanecido, se había esfumado, dejando una cavidad cuadrada rojo-
azulada cubierta de costillas y, en el centro, un corazón del color del
hígado latiendo fuertemente. Durante toda la semana he estado
viendo el corazón de todo el mundo latir, y me he estado diciendo a
mí mismo: «Todo el mundo tiene corazón, todo el mundo tiene
corazón». Le he visto el corazón a todo el mundo: ¡a un jorobado
deforme que trabaja en la recepción, a una vieja mujer que hace el
suelo, incluso a los hombres con los que trabajo!
El comentario de Carlos me dio tanta alegría que me saltaron
lágrimas de los ojos. Creo que lo vio pero, para evitarme la
embarazosa situación, no hizo ningún comentario y se dio prisa en
explicar la siguiente revelación: «No soy mis zapatos».
Me recordó que en nuestra última sesión habíamos discutido su
fuerte ansiedad por una presentación que tenía que hacer en el
trabajo. Siempre había tenido dificultades para hablar en público:
horriblemente sensible a cualquier crítica, a menudo, decía, había
hecho un espectáculo de sí mismo al contraatacar visiblemente a
toda persona que cuestionara algún aspecto de su presentación.
Le ayudé a comprender que había perdido de vista sus límites
personales. Es natural, le expliqué, que alguien responda con
adversidad a un ataque a lo más hondo de uno mismo: al fin y al
cabo, en una situación así está en juego la propia supervivencia. Pero
le señalé que había extendido sus límites personales hasta abarcar su
trabajo y, en consecuencia, a la mínima crítica de cualquier aspecto
de su trabajo respondía como si fuera un ataque mortal a su ser más
hondo, una amenaza para su propia supervivencia.
Presioné a Carlos para que diferenciara entre su ser central y
otras actividades o atributos periféricos. Tenía, pues, que
«desidentificarlos» de las partes no centrales: podrían representar lo
que le gustaba, o lo que hada, o lo que valoraba, pero no eran él, no
era su esencia.
A Carlos le había intrigado este razonamiento. No sólo explicaba
el que estuviera a la defensiva en el trabajo, sino que también podía
extender este modelo de «desidentificación» como apropiado para su
cuerpo. En otras palabras, aunque su cuerpo estaba en peligro, él
mismo, su esencia vital, estaba intacto.
Esta interpretación disipó mucha de su ansiedad, y su
presentación en el trabajo la semana anterior fue maravillosamente
lúcida, sin que se pusiera a la defensiva. Nunca había hecho un
trabajo mejor. A lo largo de la presentación, había zumbado una
pequeña letanía en su cabeza: «No soy mi trabajo». Cuando acabó y
se sentó cerca de su jefe, la letanía continuó: «No soy mi trabajo. No
soy lo que explico. No soy mi ropa. Nada de estas cosas». Cruzó las

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Irvin D. Yalom
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piernas y vio sus desgastados y maltrechos zapatos: «Y tampoco soy


mis zapatos». Empezó a mover los dedos de los pies y los pies,
deseando llamar la atención de su jefe para decirle: «¡No soy mis
zapatos!».
Las dos revelaciones de Carlos -las primeras de muchas otras
que iban a venir- fueron un regalo para mí y mis estudiantes. Estas
dos revelaciones, cada una generada por una forma distinta de
terapia, ilustraban la quintaesencia de la diferencia entre lo que uno
puede sacar de la terapia de grupo, centrándose en la comunión
entre personas, y la terapia individual, centrándose en la comunión
dentro de uno mismo. Todavía utilizo muchas de sus gráficas
revelaciones para ejemplificar mis clases.
En los pocos meses que le quedaban de vida, Carlos escogió
seguir dando. Organizó un grupo de autoayuda para los enfermos de
cáncer (no sin algún golpe de humor sobre que era su última parada
para ligar) y también fue el conductor de unos grupos de habilidades
interpersonales en una de sus parroquias. Sarah, ahora una de sus
principales impulsoras, fue recibida como conferenciante invitada por
uno de sus grupos y dio fe de su responsable y competente liderazgo.
Pero por encima de todo se entregó a sus hijos, que notaron el
cambio y escogieron vivir con él al apuntarse durante un semestre en
una facultad cercana. Era un padre extraordinariamente generoso y
atento. Siempre he creído que la forma en que uno se enfrenta a la
muerte está muy determinada por el ejemplo que dan los padres. El
último presente que un padre puede dejar a sus hijos es enseñarles, a
través del ejemplo, a enfrentarse a la muerte con ecuanimidad; y
Carlos dio una extraordinaria lección de armonía. Su muerte no fue
uno de esos fallecimientos oscuros, apagados, conspiratorios. Hasta
el último momento de su vida, él y sus hijos fueron honestos sobre su
enfermedad y se reían juntos cuando bufaba, cruzaba sus ojos y
arrugaba sus labios al referirse a su «linfoma».
Pero no hizo mejor regalo que el que me ofreció poco antes de
morir, y fue un presente que contesta para siempre a la pregunta de
si es racional o apropiado luchar por conseguir una terapia
«ambiciosa» para los enfermos terminales. Cuando lo visité en el
hospital estaba tan mal que casi no se podía mover, pero levantó la
cabeza, me apretó la mano, y susurró:
-Gracias. Gracias por salvarme la vida.

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

Capítulo 4
La novela pedagógica

De un modo que nunca podría haber anticipado, mi


inconsciente jugó un papel clave cuando escribí Love’s Executioner: a
medida que me aproximaba al final de cada una de las nueve
primeras historias, la siguiente llegaba misteriosamente hasta mi
mente, como si hubiera construido, sin saberlo y por adelantado, un
esquema y un índice de materias. Mientras trabajaba en la conclusión
de la décima historia, «En busca del soñador», me estaba reservada
otra sorpresa: incomprensiblemente me encontré pensando no en
otro relato clínico, sino en Friedrich Nietzsche. Empecé a releer,
fascinado, la obra de Nietzsche, así como varias de sus biografías.
Pronto, incluso antes de que fuera totalmente editado Love’s
Executioner, empecé a trabajar en una novela sobre Nietzsche y su
relación con la psicoterapia.
Nunca consideré que escribir Love's Executioner supusiera un
cambio radical respecto a mi papel como académico. Estaba
cumpliendo simplemente con la descripción de la tarea, haciendo una
contribución a la literatura profesional de mi campo. Yo quería que
Love’s Executioner fuera un recurso pedagógico, una colección de
relatos pedagógicos para ser utilizados en programas de formación
en psicoterapia; el que el libro se convirtiera en un récord de ventas a
nadie sorprendió más que a mí.
Fue con ese mismo sentimiento con el que empecé El día que
Nietzscbe lloró.72
Mi intención era enseñar, y el público al que me dirigía todavía
era la comunidad profesional: estudiantes y practicantes de
psicoterapia. Diseñé, con la utilización de un nuevo mecanismo
pedagógico, una novela pedagógica, para exponer a los estudiantes a
una versión novelada de la concepción y nacimiento de la terapia
existencial.
La novela invita a los estudiantes a involucrarse en una
variedad de experimentos mentales que implican la psicoterapia. Se
les pide, por ejemplo, que imaginen qué tipo de psicoterapia podría
72
Yalom, Irvin D., El día que Ntetzsche lloró, Barcelona, Emecé, 1994.

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Irvin D. Yalom
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haber evolucionado si Freud nunca hubiera existido. O, en un


experimento más complejo: ¿Se imagina que Freud hubiera existido y
nos hubiera dejado tan sólo su modelo topográfico de la mente (esto
es, su estructura postulada de la psique, que abarca el inconsciente
dinámico y los mecanismos de defensa) sin su contenido
psicoanalítico, sin la idea de la ansiedad que se deriva de los
caprichos del desarrollo psicosexual? ¿Y se imagina, además, la
naturaleza de la psicoterapia si el contenido estuviera basado en un
modelo existencial, esto es, que la ansiedad deriva de una
confrontación con los aterradores hechos de la vida inherentes a la
existencia?
Yo sabía que quería escribir literatura de ficción, pero un tipo
especial de ficción: una ficción que pudiera servir a un propósito
retórico, pedagógico. Mientras pensaba en la naturaleza de esta
escritura, me encontré con una frase en una novela de André Gide,
Los sótanos del Vaticano. «La historia - dijo Gide- es una ficción que
sucedió. Mientras que la ficción es historia que podía haber
sucedido.»
La ficción es historia que podía haber sucedido. ¡Perfecto! Eso
era precisamente lo que queda escribir. Quería describir una génesis
de la psicoterapia que podría haber tenido lugar, si la historia hubiera
girado tan sólo ligeramente sobre sus ejes. Quería que los sucesos de
El día que Nietzsche lloró tuvieran una existencia posible.
De este modo, aunque la novela es una ficción, no es, creo, una
versión improbable de cómo Friedrich Nietzsche habría inventado la
psicoterapia. Por otra parte, la relación de Nietzsche con la terapia
muy bien podría haber sido más que la de puro creador: él vivió una
gran parte de su vida en una profunda desesperación y podría muy
bien haber utilizado la terapia. En última instancia, yo creé una trama
que constaba fundamentalmente de este experimento mental:

Suponga que Nietzsche hubiera estado en una situación histórica que


le hubiera capacitado para inventar una psicoterapia, derivada de sus
propios escritos publicados, que podría haber sido utilizada para curar
a Nietzsche mismo.

¿Pero, por qué Nietzsche? Primero, los principios básicos de


gran parte de mi pensamiento sobre la psicoterapia existencial y el
significado de la desesperación hay que encontrarlos en los escritos
de Nietzsche. No es que yo leyera a Nietzsche y emprendiera
deliberadamente el desarrollo de aplicaciones clínicas debido a sus
claras comprensiones. Nunca he pensado ni trabajado de esa manera.
Sino que mis ideas sobre la terapia existencial surgían de mi trabajo
clínico; y después volvía a la filosofía como un modo de confirmar y
profundizar este trabajo.
En el proceso de escribir el libro de texto Terapia existencial,
estuve inmerso durante años en la obra de los grandes filósofos
existencialistas: Sartre, Heidegger, Camus, Jaspers, Kierkegaard,

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

Nietzsche. De estos pensadores, encontré que Nietzsche era el más


creativo, el más convincente, y el más relevante para la psicoterapia.
La idea de Nietzsche como terapeuta puede parecer
discordante para muchos de nosotros, ya que bastante a menudo
pensarnos en Níetzsche como un destructor o un nihilista. Después de
todo, ¿no se describió a sí mismo como el filósofo que hacía filosofía
con un martillo? Pero Nietzsche, lleno de contradicciones, veneraba la
destrucción tan sólo como una etapa en el proceso de creación:
frecuentemente decía que uno puede construir un nuevo yo
solamente sobre las cenizas del viejo.
Muchos filósofos -los «nietzscheanos moderados»- han
considerado a Nietzsche no como un destructor, sino como un
curandero, un hombre que aspiró a ser el médico de toda su época.
¿Y la enfermedad que él esperaba tratar? El nihilismo, el nihilismo
posdarwiniano que se estaba abriendo paso por toda Europa a finales
del siglo XIX. Después de Darwin, todos los valores religiosos
tradicionales fueron desmoronándose. Dios estaba muerto y un nuevo
humanismo secular se agazapaba en las ruinas del templo. Nietzsche
-el Nietzsche creador, el buscador, no el Nietzsche destructor- trataba
de utilizar la muerte de Dios como una oportunidad para crear un
nuevo conjunto de valores. Hace ya un siglo dijo: «si tenemos nuestro
propio "por qué" de la vida nos llevaremos bien con casi todos los
"cómo?».73 Pero Nietzsche quería que el nuevo «por qué», el nuevo
conjunto de valores, estuviera basado en la experiencia humana, no
en valores sobrenaturales, y en esta vida y no en la ilusión de una
vida posterior a la muerte.
La relevancia de Nietzsche para la psicoterapia contemporánea
cobra más sentido cuando uno revisa los muchos caminos en los que
Nietzsche se anticipó a Freud. Por ejemplo, consideremos el concepto
de Nietzsche del individuo verdaderamente evolucionado (el
übermensch, superhombre). Nietzsche creía que el camino para
convertirse en übermensch no estriba en la conquista o dominación
de los demás sino en un autodominio. El hombre verdaderamente
poderoso nunca ocasiona dolor o sufrimiento sino que, como el
profeta Zaratustra, está rebosante de un poder y una sabiduría que
ofrece libremente a los demás. Su ofrecimiento emana de una
abundancia personal, nunca de un sentido piadoso, que representaría
algún tipo de menosprecio. Así el superhombre es un ratificador de la
vida, alguien que ama su destino, alguien que dice sí a la vida.
En su postura de celebración de la vida, Nietzsche estaba en
desacuerdo con su primer héroe, Sócrates, quien, antes del trago
fatal de la cicuta, dijo: «Le debo un gallo a Asclepio». ¿Por qué había
de deberle Sócrates un gallo al dios de la medicina, el pago que los
griegos hacían al médico cuando curaba un paciente? Aparentemente
Sócrates quiso decir que ahora estaba curado de la enfermedad de la
vida y de su sufrimiento inherente, ineludible. Nietzsche también
73
Portable Nietzsche, editado por Walter Kaufman, Nueva York, Viking Press, 1954,
pág.468.

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Irvin D. Yalom
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estuvo en desacuerdo con la visión budista de que la vida fuera


sufrimiento y de que la liberación del sufrimiento consista en la
renuncia a toda forma de apego. De acuerdo con esta perspectiva, la
meta final de la vida es el desprenderse de la propia conciencia
individual, el fin de la rueda cíclica del ego individual, la realización
del Nirvana.
Pero no así para Nietzsche, quien en una ocasión dijo: «¿Fue
eso la vida? Bien, entonces, ¡una vez más!».74 El superhombre de
Nietzsche es alguien que, si se le ofreciera la oportunidad de vivir la
vida exactamente del mismo modo, una vez y otra, y otra, por toda la
eternidad, es capaz de decir: «Sí, sí, dámela. Tomaré esa vida y la
viviré otra vez exactamente del mismo modo». El superhombre
nietzscheano ama su destino, acepta su sufrimiento y lo convierte en
arte y en belleza. Y es también una persona que, desde el punto de
vista de Nietzsche, vence la narcótica necesidad de algún propósito
impuesto sobrenaturalmente. Una vez que el hombre puede hacer
eso, dijo Nietzsche, se convierte en un übermensch, un alma
filosófica, alguien que representa el siguiente estadio de la evolución
humana.
De este modo Nietzsche nos urge a que no orientemos la lucha
hacia la conquista de los demás, sino que la dirijamos hacia un
proceso interior de autorrealización, hacia la realización de nuestro
potencial. Las palabras de Nietzsche no se perdieron para la historia:
en la década de los sesenta encontraron de nuevo expresión en el
movimiento de potencial humano. Él ofreció un nuevo propósito en la
vida, no sobrenatural, orientado humanísticamente, concretamente,
que nosotros somos un puente para algo más elevado, que cada uno
de nosotros se encuentra en el proceso de convertirse en algo más.
Nuestra tarea en la vida, dijo Nietzsche, es perfeccionar la naturaleza
y nuestra propia naturaleza. Y ofreció la instrucción para el necesario
trabajo interior: su primera «frase lapidaria» fue Llega a ser quien
eres.
A pesar del enfoque de Nietzsche sobre el profundo trabajo
interior del individuo, muchas de sus palabras fueron distorsionadas y
convertidas en eslóganes nazis sobre los superhombres arios
conquistadores del mundo, durante la Segunda Guerra Mundial. Para
comprender ese fenómeno se debe establecer una cuidadosa
distinción entre lo que Nietzsche realmente escribió y la versión
vulgarizada de la filosofía de Nietzsche que fue diseminada por su
hermana, Elisabeth, una de las grandes villanas de la historia
intelectual.
Elisabeth, quien a la larga se convertiría en el agente literario
de Nietzsche, era una vigorosa protofascista, con inclinaciones
antisemíticas, mientras Nietzsche rechazaba abiertamente estos
sentimientos. Éste tuvo una relación profundamente ambivalente con
sus hermana, en unas ocasiones estaba estrechamente ligado a ella,

74
Ibid., pág. 430.

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Irvin D. Yalom
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y en otras la descalificaba como «un ganso antisemita». 75 Muy


consternado por su matrimonio, en 1885, con Bernhard Förster, un
profesional de la agitación antisemita, no sintió demasiado verla
emigrar con su marido a Paraguay, para fundar la Nueva Alemania,
una colonia aria construida sobre una tierra «incontaminada» por la
presencia judía.
Finalmente, debido a la ineptitud y a la fatuidad de Förster, el
proyecto de Paraguay fue a trancas y barrancas. Bernhard Förster fue
acusado de desfalco y acabó suicidándose. Elisabeth, después de un
fracasado intento de salvar la colonia, regresó a su casa en Europa,
justo a tiempo de asumir el control de la situación de su hermano
enfermo. Aprovechando su gran oportunidad de alcanzar cierta
relevancia política, acometió la tarea de distorsionar los escritos de
Nietzsche para promulgar sus ideas wagneriano-fascistas. Con tanta
eficacia lo hizo que ha sido necesaria una generación de estudiosos
para separar las pepitas de oro del pensamiento de Nietzsche de la
broza aportada por Elisabeth.
Nietzsche rehuyó la construcción de grandes sistemas
filosóficos, como el de Hegel. Él fue más un criticador brillante cuyas
sorprendentes comprensiones todavía ahora, un siglo más tarde,
continúan iluminando las investigaciones filosóficas. Empleando un
estilo penetrante, intuitivo, prefería las rápidas inmersiones en el frío
estanque de la verdad, la mayoría de las cuales describía
aforísticamente. Incluso llegó a escribir un aforismo sobre los
aforismos: «Un buen aforismo resulta demasiado arduo con el paso
del tiempo y no se consume en todos los milenios, aunque sirva en
cada época de alimento: así es la gran paradoja de la literatura, lo
perdurable en medio de lo cambiante, el alimento que siempre sigue
estimándose, como la sal, y nunca pierde su sabor, como si tal
hiciera».76
Muchos campos -la estética, la filosofía, la ética, la historia, la
filología, la política, la música- han sacado provecho de las brillantes
ideas de Nietzsche. Una de mis intenciones en El día que Nietzsche
lloró fue la de subrayar la relevancia para la psicoterapia
contemporánea de las comprensiones psicológicas de Nietzsche.
En muchos lugares recalcó la importancia de llegar a un
acuerdo con el propio destino, destino en el sentido más profundo, no
tan sólo como destino desarrollado individualmente, sino como la
verdadera condición del ser humano. Nietzsche sostenía que era
tarea del ser humano desarrollado investigar profundamente este
destino. Sabía que al mirar profundamente, a menudo se incurría en
el dolor, pero creía que debíamos acostumbrarnos a soportar el
sufrimiento que comporta la verdad. Mirar fijamente a la verdad no es
fácil, Nietzsche escribió: «hace que se agoten tus ojos
permanentemente, y al final uno encuentra más de lo que habría

75
Carta de Friederich Nietzsche a Malwida van Mesenburg, mayo de 1884.
76
F. Nietzsche, Humano, demasiado humano, Madrid, Edaf, 2da. ed., 1980.

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Irvin D. Yalom
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deseado».77 En última instancia, el sufrimiento se convierte en el gran


liberador que nos permite conocer nuestras mayores profundidades.
La segunda frase lapidaria de Nietzsche fue: «Aquello que no me
mata me hace más fuerte».
La habilidad de Nietzsche para mirar fija y resueltamente a la
verdad, para romper la ilusión, fue extraordinaria. «Uno debe pagar
caro por la inmortalidad» -dijo-. «Tiene que morir varias veces
mientras todavía está vivo.»78 En otras palabras, si uno ha de llegar a
ser un ilustrado y digno de la inmortalidad, uno debe sostener
abiertamente la mirada ante el terror a la muerte y sumergirse en la
visión de la propia muerte muchas veces mientras todavía se está
vivo.
Aunque Níetzsche nunca se refirió explícitamente al campo de
la medicina o de la psiquiatría, sin embargo, tuvo ideas respecto a la
formación de las personas dedicadas a curar a los demás:

Médico ayúdate a ti mismo: de este modo ayudarás a tus pacientes


también. Permite que esto sea su mejor ayuda: que él, el paciente,
pueda contemplar con sus ojos al hombre que le cura? 79

Construirás por encima de ti y más allá de ti mismo, pero primero


debes ser construido tú mismo, en la perpendicular entre cuerpo y
alma. No te reproducirás a ti mismo tan sólo, sino que producirás algo
más elevado.80

Obviamente, estos aforismos, escritos hace un siglo, abogan


por la posición (a la que se adscriben casi todos los profesores
contemporáneos de psicoterapia) de que la terapia personal es una
condición sine qua non en la formación de los terapeutas. Pero otro
aforismo añade una nota de moderación: «Algunos no pueden
desprenderse de sus propias cadenas y, sin embargo, pueden redimir
a sus amigos».81 En otras palabras, aunque la exploración y la
comprensión personal son necesarias, el total esclarecimiento (esto
es, una plena autosuperación personal) puede no ser necesario, ya
que los terapeutas pueden llevar a sus pacientes más lejos que donde
ellos mismos han llegado. Incluso el terapeuta herido puede todavía
señalar el camino al paciente: los terapeutas son guías, no cintas
transportadoras.
Nietzsche escribió sobre la naturaleza de la relación que cura:

En cualquier lugar sobre la tierra podemos encontrar una clase de


confirmación del amor en la que esta ansia de posesión de dos
personas entre sí da lugar a un nuevo deseo: una sed superior,
compartida, de un ideal que está por encima de ellos. Pero ¿quién
77
F. Nietzsche, The Gay Science, Nueva York, Vintage Books, 1974, pág 198 (trad.
cast.: La gaya ciencia, Tres Cantos, Akal, 1987).
78
Ibid., pág. 321.
79
Portable Nietzsche [1], pág. 189.
80
Ibid., pág. 181.
81
Ibid., pág. 169.

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura
conoce un amor así? ¿Quién lo ha experimentado? Su nombre
correcto es amistad.82

Una sed superior; compartida, de un ideal que está por encima


de ellos [...] su nombre correcto es amistad. Podría llamarse también
psicoterapia: una relación auténtica, compartir el deseo vehemente
de un ideal superior, que emerge cuando todos los deseos posesivos
y las distorsiones de la transferencia se han disipado.
Una relación ¿cómo de cercana? ¿Cómo de distante? En una
suave estrofa Nietzsche nos aconseja que no sea ni demasiado
distante ni demasiado entrometida. Quizás el mejor papel que puede
jugar la persona dedicada a curar a los demás sea el del observador
participante:

No permanezcas en el terreno
ni escales hasta perderte de vista;
la mejor vista del mundo
está a media altura.83

Cuando planifiqué mi novela tuve que imaginar el tipo de


terapeuta que podría haber sido Nietzsche. Creo que ambicioso,
decidido, e inflexible. No habría hecho concesiones, habría esperado
de sus clientes que encararan la verdad acerca de ellos mismos y de
su «situación» existencial. Cada vez estaba más convencido de que
habría sido desdeñoso ante la menor señal de alivio o respecto a los
objetivos limitados de las modalidades conductual-cognitivas.
Escuchen:

Soy una reja junto al torrente: permito que me agarren aquellos que
pueden. ¡No soy, sin embargo, una muleta! 84

O, una vez más:

Por eso es por lo que estoy una y otra vez: tambaleante, alzándome,
subiendo, soy el que se levanta, un cultivador, quien impone la
disciplina, quien una vez se aconsejó a sí mismo, no en vano, ¡llega a
ser quien eres!85

Dados estos pocos vistazos sobre la relevancia de Nietzsche


para la psicoterapia contemporánea, podemos volver a la cuestión de
si Nietzsche ha ocupado el lugar que merece en la historia, la teoría, o
la práctica de la psicoterapia. La respuesta es «rotundamente no».
Diríjase a la historia de la psiquiatría, o a los libros de texto de
psicoterapia, y no encontrará mención alguna de su nombre.
¿Por qué no? Después de todo, Nietzsche vivió en el sitio

82
Nietzsche, Gay Science [5], pág. 89.
83
Ibid., pág. 43.
84
Portable Nietzsche [1], pág. 152.
85
Ibid., pág. 351.

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

adecuado y en el tiempo adecuado, esto es, en el crisol de la


psicoterapia: Europa central, a mediados del siglo XIX (él nació en
1844, doce años antes que Freud). Para responder a la pregunta de
por qué el nombre de Nietzsche ha sido ignorado en la literatura
sobre psicoterapia, debemos volver a la relación entre Nietzsche y
Freud. Me refiero, desde luego, a la relación intelectual: los dos
hombres nunca se encontraron.
Nietzsche no habría conocido a Freud. En 1889, año que marca
el final de la carrera intelectual de Nietzsche, Freud no había
publicado nada en el campo de la psiquiatría. (Su primer artículo
publicado sobre psiquiatría apareció en 1893, y su primer libro,
Estudio sobre la histeria, en 1895.) ¿Pero conocía Freud la obra de
Nietzsche? En este punto lo que nos consta resulta contradictorio. En
algunas ocasiones Freud niega de plano que alguna vez hubiera leído
a Nietzsche; otras veces parece estar íntimamente familiarizado con
los escritos de Nietzsche.
¿Era posible que Freud ignorara la obra de Nietzsche? ¿En qué
medida Nietzsche era importante hacia el final del siglo XIX? Durante
su vida productiva los escritos de Nietzsche no eran bien conocidos.
De Así habló Zaratustra, su libro mejor conocido y un texto clásico
para estudiantes de secundaria en las posteriores generaciones, se
vendieron tan sólo cien ejemplares en sus primeros años de
publicación. En realidad, tan pocos ejemplares se vendieron de
cualquiera de sus libros, que Nietzsche en una ocasión quiso conocer
al propietario de cada ejemplar. Aunque el nombre de Nietzsche no
fue conocido mientras vivió, en toda Europa occidental había un
activo movimiento clandestino que apreciaba la obra de Nietzsche, y
muchos artistas e intelectuales eran conscientes de su genio.
La muerte de Nietzsche no fue menos sorprendente que su
vida: en efecto, murió dos veces: en 1889 y once años más tarde, en
1900. En 1889 sufrió una catastrófica demencia y su gran inteligencia
se perdió para siempre. La mayoría de historiadores de la medicina
han llegado a la conclusión de que sufrió de sífilis terciaria: paresia
(una parálisis general del demente), un estado incurable común de la
época. Después de 1889 Nietzsche permaneció destrozado para el
resto de su vida, incapaz de pensar con claridad, apenas capaz de
formular una frase coherente. Su ausente envoltura sobrevivió
durante once años más hasta su muerte corporal, ocurrida en 1900.
Cómo pudo Nietzsche contraer sífilis sigue siendo un misterio
para los historiadores, ya que se creyó que había llevado una vida
casta. Son abundantes las especulaciones infundadas, que van desde
el contacto a través de los cigarros de soldados heridos, cuando
Nietzsche sirvió en un cuerpo de ambulancias en la guerra
francoprusiana, a las relaciones con prostitutas en Colonia, contactos
prescritos médicamente con campesinas italianas del sur, o (según la
teoría de Jung) las visitas a burdeles homosexuales en Génova.
Cuando Nietzsche estuvo incapacitado, su hermana Elisabeth se
trasladó para cuidar de él y de sus escritos. Siendo una gran

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

autopromotora, sacó el máximo provecho de su posible vehículo para


la fama, la filosofía de su hermano, durante el resto de su vida. Sus
escarceos políticos tuvieron tanto éxito que Hitler fundó su Archivo de
Nietzsche en Weimar, la visitó en su noventa cumpleaños llevando un
enorme ramo de rosas, y, unos cuantos años más tarde, asistió a su
funeral y colocó una corona de laurel sobre su ataúd.
Aunque Nietzsche era poco conocido antes de su primera
muerte,
en 1889, Elisabeth iba a cambiar eso de una forma radical en los
siguientes diez años. Como resultado de su promoción, se volvió a
publicar toda la obra de Nietzsche. En poco tiempo, los ejemplares de
sus libros, por decenas de miles, caían en cascada desde las grandes
imprentas de toda Europa.
Es imaginable que Freud pudiera haber desconocido los escritos
de Nietzsche durante la vida productiva de éste, pero es altamente
improbable que él (como cualquier europeo medio con educación)
pudiera haber permanecido sin reparar en el aluvión de libros de
Nietzsche impresos con posterioridad a 1900. Sabemos, también, que
alguno de los amigos universitarios de Freud (por ejemplo, Joseph
Paneth) se convirtió en uno de los primeros devotos de Nietzsche
durante la década de los setenta, y los primeros años de la de los
ochenta, y escribió a Freud con respecto a sus opiniones sobre
Nietzsche. Y, desde luego, hubo la íntima relación, durante veintiséis
años, entre Freud y Lou Salomé, quien, como explicaré brevemente,
había sido antes íntima de Nietzsche. Sabemos, también, que Otto
Rank le entregó a Freud una colección completa de escritos de
Nietzsche encuadernados en piel blanca. Freud apreciaba estos libros.
Cuando la Gestapo le obligó a abandonar la mayor parte de su
biblioteca y a salir de Viena a toda prisa, tuvo buen cuidado de
llevarse consigo la colección de Nietzsche.
Las detalladas actas de la Sociedad Psicoanalítica de Viena nos
informan de que en 1908 se dedicaron dos sesiones completas a
Nietzsche. En estas actas, Freud reconocía que el método intuitivo de
Nietzsche había alcanzado comprensiones increíblemente similares a
las alcanzadas por los esfuerzos científicos, laboriosamente
sistemáticos, del psicoanálisis. La Sociedad Psicoanalítica acreditó
explícitamente a Nietzsche como el primero en descubrir el
significado de la liberación, la represión, el olvido, la huida en la
enfermedad, de la enfermedad como una sensibilidad excesiva ante
las vicisitudes de la vida, y de los instintos en la vida mental: tanto
instintos sexuales como sádicos. De hecho, Freud fue tan lejos como
señalar las dos o tres vías por las que él pensaba que Nietzsche no
había anticipado el psicoanálisis. Obviamente, para hacer eso, Freud
debería haber conocido las muchas vías por las que Nietzsche había
anticipado la disciplina.
Aunque Freud dijo a veces que él no había leído a Nietzsche, en
otras ocasiones dijo que había tratado de leer a Nietzsche pero que
era demasiado perezoso: una extraña afirmación, considerando la

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

legendaria diligencia y energía de Freud. (Un examen de su


programación diaria, a menudo consistente en diez o doce horas de
clínica antes de sentarse a escribir, siempre me deja sin respiración.)
Todavía en otras ocasiones (y aquí, creo, nos acercamos más a la
verdad) Freud dijo que trató de leer a Nietzsche pero sentía vértigo
debido a lo abarrotadas que estaban las páginas de Nietzsche de
unas comprensiones tan inquietantemente próximas a las suyas
propias. De este modo, leer a Nietzsche suponía privarle de la
satisfacción de hacer un descubrimiento original: en otras palabras,
Freud tuvo que permanecer ignorante de la obra de Nietzsche no
fuera que, tal y como él mismo dijo, se viera forzado a verse a sí
mismo como un «esclavo verificador».
En otra parte reconoció explícitamente que Schopenhauer y
Nietzsche describieron y anticiparon la teoría de la represión con
tanta precisión, que fue tan sólo porque él (Freud) no fue bien leído
por lo que tuvo la oportunidad de hacer un gran descubrimiento. Y
hacer un gran descubrimiento era extraordinariamente importante
para Freud, quien pronto se dio cuenta en la vida de que estaría muy
reñido para él hacer carrera universitaria, debido al antisemitismo
galopante de la Viena de fin de siglo. La práctica privada era el único
campo disponible para él, y el gran descubrimiento independiente era
el único camino para la fama que tanto ansiaba. El verse como un
pensador original haciendo descubrimientos independientes fue así
de una importancia crucial para Freud, cuya energía creativa
dependía de esta imagen romántica de sí mismo. «Incluso Einstein
-dijo Freud-, tuvo la ventaja de una larga lista de predecesores, desde
Isaac Newton en adelante, mientras que yo había tenido que
aguantar solo cada paso en mi propio camino en una jungla
impenetrable».
Con una sólida base en la filosofía clásica, especialmente en los
primeros filósofos occidentales, los griegos presocráticos, Nietzsche
tenía una actitud muy diferente hacia lo que era prioritario. «¿Estoy
llamado a descubrir nuevas verdades? -se preguntaba Nietzsche-.
Hay ya demasiadas verdades antiguas para que ello pueda ocurrir».
Él creía que el pasado estaba siempre encarnado en un gran hombre
y buscaba tan sólo «mantener el equilibrio de la historia». Nunca un
hombre modesto, Nietzsche pronosticó que «miles de secretos del
pasado se desplazarán lentamente desde sus escondrijos hacia mi
aura».86
Así resulta evidente que Freud conocía y admiraba la obra de
Nietzsche. Según su biógrafo Ernest Jones, Freud colocó a varios
grandes hombres en un panteón y dijo que nunca lograría su rango. 87
En este grupo estaban Goethe, Kant, Voltaire, Darwin, Schopenhauer
y Nietzsche. Quizás algunos de los confusos sentimientos de Freud

86
Nietzsche, Gay Science [5], pág. 104.
87
E. Jones, The Life and Work of Sigmund Freud, 3 vols., Nueva York, Basic Books,
págs. 1.953-1.957 (trad. cast.: Vida y obra de Sigmund Freud, 3 vols., Barcelona,
Anagrama, 1970).

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

hacia Nietzsche provenían de su ambivalencia hacia toda la filosofía


como disciplina. A veces Freud ridiculizaba a la filosofía por su
carencia de un método científico. Aunque, en otras ocasiones, Freud
anhelaba adaptarse a la especulación puramente filosófica e
histórica, y consideraba toda su carrera médica como un rodeo, como
una falsa oportunidad, respecto a su verdadera vocación como
filósofo-vivificador, un desvelador del misterio de cómo el hombre
llegó a ser lo que es.
Por consiguiente, hay temas inacabados entre Nietzsche y el
campo de la psicoterapia: aunque Nietzsche fue clarividente respecto
a la especialidad de la psicoterapia y aunque ejerció una influencia
considerable sobre Freud, Freud nunca reconoció esa deuda. Todo el
campo de la psicoterapia ha seguido las directrices de Freud y ha
ignorado las contribuciones de Nietzsche. Una de mis intenciones en
El día que Nietzsche lloró es encarar este descuido y empezar a
recoger, de un modo más explícito, las comprensiones psicológicas de
Nietzsche.
Hay todavía otra razón para escribir acerca de Nietzsche: el
drama extraordinario de su vida le convierte en un fascinante sujeto
de novela. Nació en 1844 en el seno de una familia de medios
modestos. Su padre, un pastor luterano, murió cuando Nietzsche
tenía cinco años. Su genialidad ya fue patente a edad muy temprana,
y se le concedió una beca para estudiar en una de las mejores
escuelas de Alemania. A la edad de veinticuatro años, antes de que
se inscribiera en un programa universitario de licenciatura en
filología, se le ofreció, y él aceptó, una plaza de filología clásica en la
Universidad de Basel. Mientras estuvo allí se vio atormentado por una
enfermedad, que había aparecido por primera vez durante la
adolescencia, y que estaba destinada a acosarle durante roda su vida.
La enfermedad no era la sífilis, que finalmente fue la que le mató,
sino que, casi con toda certeza, se trató de la afección de una grave
migraña.
Su migraña le incapacitaba de tal manera -según Stefan Zweig,
algunas veces se encontraba enfermo más de doscientos días al año-
que, a la edad de treinta años, Nietzsche tuvo que renunciar al
profesorado. Como él mismo afirmó, se sacudió el polvo del alemán
hablado de sus botas y partió para Italia, donde esperaba viajar el
resto de su vida, principalmente por el sur de Italia y por Suiza, yendo
de un modesto hotel al otro, en busca del clima y las condiciones
atmosféricas que pudieran proporcionarle la salud suficiente para
pensar y escribir durante dos o tres días consecutivos.
¿Dónde estaba, entonces, el drama? Desde la perspectiva de
los acontecimientos externos, la vida de Nietzsche podría parecer
normal, sin incidentes. Aunque desde la perspectiva interna hay un
gran drama en la vida solitaria de este hombre, uno de los espíritus
con más valentía de la historia, yendo sin rumbo de una sencilla
posada a otra, por Italia y Suiza, y, al mismo tiempo, confrontando
estoicamente los hechos más duros de la existencia. Y Nietzsche

184
Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

continuó con su tarea sin concesiones, sin comodidades materiales


(vivía de una pequeña pensión de la universidad), sin una casa propia
(se refería a sí mismo como una tortuga: el baúl que arrastraba de
hotel en hotel contenía todas sus pertenencias), sin una familia
(aparte de una madre distante y de la problemática Elisabeth). Vivía
sin el contacto de algún amigo que le apreciara, al margen de una
comunidad profesional (no volvió nunca a conseguir una posición
universitaria), sin un país (debido a sus sentimientos antigermánicos,
renunció a su pasaporte alemán y nunca permaneció en un lugar el
tiempo suficiente como para conseguir otro). Obtuvo poco
reconocimiento público (sus editores, decía, debían haberse dedicado
a la intriga política, pues eran muy hábiles en guardar secretos y sus
libros eran su mayor secreto) y ningún elogio profesional o de los
estudiantes.
Quizá la falta de reconocimiento profesional le preocupó
bastante poco a Nietzsche porque tenía la inquebrantable creencia de
que finalmente pasaría a la historia. En el prefacio de uno de sus
últimos libros (El Anticristo) dice: «Este libro pertenece a muy pocos.
Quizás incluso ninguno de ellos esté vivo hoy. Tan sólo pasado el día
de mañana me pertenece a mí. Algunos nacen a título póstumo». (Me
gustó tanto la frase «nacer póstumamente» que durante un tiempo
pensé en utilizarla para el título de mi libro.)
Durante estos años Nietzsche sufrió mucho debido a la
extenuante migraña, así como por el aislamiento y por la mera tarea
de vivir una vida carente de ilusión. A menudo decía que la
desesperación es el precio que uno paga por la autoconciencia y se
preguntaba cuánta verdad podía soportar un hombre. Quizá, también,
la desesperación provenía de algún tipo de presentimiento de la
propagación de su enfermedad, la bomba de relojería que estallaría
en su cerebro a punto de cumplir, los cuarenta y cinco años.

Volvamos ahora al experimento mental básico que constituye la


espina dorsal de mi novela: Suponga que Nietzscbe hubiera estado
ubicado en una situación histórica que le hubiera hecho capaz de
inventar una psicoterapia, derivada de sus propios escritos
publicados, y que hubiera podido ser utilizada para curar al mismo
Nietzsche
¿De qué modo podía haber ayudado a Nietzsche una
experiencia psicoterapéutíca? ¿A través de la comprensión? No es
probable. Recordemos que Freud dijo que Nietzsche había tenido una
mayor comprensión de sí mismo que ningún otro ser viviente. Habría
sido necesario más que comprensión. Lo que Nietzsche necesitaba
era un encuentro terapéutico, una relación con sentido. Nietzsche se
experimentaba a sí mismo como alguien desesperadamente aislado.
Sus cartas estaban repletas de referencias a su soledad: «No hay
nadie, ni entre los vivos, ni entre los muertos, con quien me sienta
uno»; «Nadie que haya tenido algún tipo de Dios para darle compañía

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

alcanzó nunca el nivel de mi soledad».88


Pero, ¿podemos imaginar a Nietzsche en una sesión de
psicoterapia? ¿Es concebible que Nietzsche se hubiera hecho tan
vulnerable respecto a los demás? ¿Y podría la grandiosidad de
Nietzsche, su arrogante yo, haber permitido el autodesvelamiento
que requiere una terapia exitosa? Obviamente, el argumento exige
algún mecanismo que le hubiera permitido a Nietzsche estar en la
terapia y, aun así, al mismo tiempo, tener el control del
procedimiento de su terapia.
¿Y cuándo debería ponerse en marcha la historia? Nietzsche
estuvo desesperado la mayor parte de su vida. ¿Habría habido un
momento particularmente propicio para un encuentro terapéutico?
Finalmente me decidí por el otoño de 1882: Nietzsche tenía treinta y
ocho, años y, después de la disolución de una breve, y apasionada
(aunque casta) aventura amorosa, se había dejado caer en tal estado
de desesperación que sus cartas estaban llenas de ideas de suicidio.
La mujer, Lou Salomé, una joven y excepcional rusa, pasaría a la
historia como escritora, crítica, discípula de Freud, como practicante
del psicoanálisis, y amiga y amante de varios hombres eminentes de
finales del siglo XIX, incluyendo al poeta Rainer Maria Rílke.
Uno de los más sorprendentes aspectos de la depresión de
Nietzsche en 1882 fue su rápida recuperación: aunque estaba en las
últimas en el otoño de 1882, fue tan sólo unos pocos meses más
tarde, en la primavera de 1883, cuando empezó a escribir lleno de
energía Así habló Zaratustra. Completó las tres primeras partes en
tan sólo diez días, escribiendo con frenesí, como ningún filósofo había
escrito nunca antes, como si se encontrara en trance, como si fuera
un medium a través del cual fuera dado a conocer Así habló
Zaratustra.
Además, Así habló Zaratustra constituye una afirmación de la
vida, una obra de celebración de la vida. ¿Cómo fue Nietzsche capaz
de transportarse desde un estado tal de desesperación hasta
semejante afirmación de la vida, en tan sólo unos cuantos meses?
¿No habría sido razonable, y maravilloso, para Nietzsche el haber
tenido un encuentro terapéutico exitoso a finales de 1882?
¿Pero, quién podría haber sido el terapeuta de Nietzsche? Esto
constituyó un enojoso problema. En 1882 no había psicoterapeutas
profesionales. No existía algo que se llamara psicoterapia dinámica:
Freud tenía veintisiete años y todavía tenía que introducirse en el
campo de la psiquiatría. Si Nietzsche hubiera visto a un médico
contemporáneo por su desesperación, se le podría haber dicho que no
había tratamiento médico para su enfermedad, o podría haber sido
enviado a Baden-Baden, Marienbad, o a cualquier otro balneario del
centro de Europa para una cura de aguas, o quizás se le podía haber

88
Carta de F. Nietzsche a F. Overbeck, 5 de agosto de 1986, en P. Fuss y H. Shapiro
(comps.), Nietzsche, a Self-Portrait from his Letters, Cambridge, Harvard Univ.
Press, 1971, págs. 87 y 90.

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

enviado a la iglesia para recabar consejo religioso. No existía la


práctica de los terapeutas seculares. Aunque A. A. Liebault e
Hippolyte Bernheim tenían una escuela de hipnoterapia en Nantes,
Francia, no ofrecían psicoterapia en sí, sino tan sólo la eliminación de
los síntomas mediante la hipnosis.
Si hubiera podido situar la novela tan sólo una década más
tarde; por entonces Freud habría estado desarrollando los métodos
psicoanalíticos y el encuentro entre Freud y Nietzsche habría
constituido una historia interesante. No obstante, esto no era posible:
en 1892 Nietzsche ya se había perdido en una irreversible demencia.
No, todo apuntaba hacia 1882 como el momento histórico más
propicio.
Incapaz de identificar un psicoterapeuta en 1882, decidí
inventarlo. Empecé a esbozar un sacerdote-terapeuta jesuita de
ficción (un sacerdote secularizado, debido a los sentimientos
anticlericales de Nietzsche). Entonces, repentinamente caí en la
cuenta de que había, después de todo, justo bajo mis narices, un
terapeuta vivo en 1882: Josef Breuer, amigo y mentor de Freud, que
fue la primera persona que empleó la teoría y los métodos dinámicos
en la psicoterapia de un paciente. (Yo conocía la obra de Breuer
particularmente bien debido a que, durante una década, había
impartido un curso de valoración de Freud, en el que discutía la
contribución de Breuer.) Aunque la historia completa del caso de una
paciente, Bertha Pappenheim (a quien Breuer le dio el seudónimo de
Anna O.), no fue publicado hasta 1893, en una revista de psiquiatría,
y volvería a aparecer en 1895, en Estudios sobre la histeria, de Freud
y Breuer, éste había tratado a Bertha Pappenheim realmente varios
años antes, en 1881.
Una vez había seleccionado a Breuer como terapeuta de
Nietzsche, el resto de la trama cayó rápidamente en su lugar. En los
primeros años de la década de los ochenta, Nietzsche había
consultado a un gran número de médicos centroeuropeos debido a su
deteriorada salud. Breuer no era un psiquiatra, pero era un
diagnosticador médico soberbio, y el médico personal de muchas de
las figuras eminentes de su época. Habría sido históricamente
plausible para Nietzsche haber pedido una consulta con Breuer.
Escogí a Lou Salomé como el instrumento que había de reunir a
Nietzsche y Breuer. Sintiéndose culpable del papel que había jugado
en la depresión de Nietzsche, ella le pide a Breuer que se encuentre
con Nietzsche. A este respecto la conducta de Lou Salomé es, en
efecto, ficción, ya que la prueba histórica la pinta como un espíritu
libre que era improbable que fuera a sentirse bajo el peso de su
conciencia.
Pero era, sin duda, una mujer de una considerable belleza,
encanto y un gran poder de persuasión. Aunque Breuer primero
adopta la postura de que no hay tratamiento médico para la
desesperación del enfermo de amor, Lou Salomé le apremia para que
improvise, y le recuerda que, hasta que él lo inventara, tampoco

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

había tratamiento para la histeria de Anna O. (Aunque el caso no


había sido todavía publicado en 1882, sugiero que Lou Salomé podría
haber sabido de él a través de su hermano, Jenia, quien, debido a la
más pura casualidad y buena fortuna para la consistencia histórica de
mi argumento, resultaba ser un estudiante de medicina en Viena, en
1882, y podría haber estudiado con Breuer.)
Breuer acepta de mala gana y modela un plan (consultando con
el joven Freud, quien, en 1882, era un médico interno y un asiduo
visitante de la casa de Breuer) para visitar a Nietzsche respecto a su
salud física y después, lenta y sutilmente, dirigir la atención hacia su
angustia psicológica. Sin embargo, Nietzsche, cuya definición
personal del infierno podría haber sido la de una situación en la que él
descubriera su vulnerabilidad a un extraño, se resiste poderosamente
a todos los intentos de Breuer para implicarle en la terapia y, después
de dos consultas médicas, rompe abruptamente la relación.
No obstante, antes de que pueda salir de Viena, Nietzsche se ve
afectado por una arritmia cardíaca y una grave migraña que
requieren el tratamiento de Breuer. Por un corto período, mientras se
encuentra desesperadamente enfermo, Nietzsche aparece más
vulnerable y dispuesto para una investigación psicológica, pero
veinticuatro horas más tarde, cuando se recobra, vuelve a su
personaje distante e inaccesible. A última hora de la noche, Breuer,
mientras recorre cansado el camino de vuelta a casa para la consulta
con Nietzsche, sopesa sus opciones y repentinamente tiene una idea
inspirada:

Breuer abandonaba. Se paró pensativo. Sus piernas volvieron a llevar


la iniciativa y continuó caminando hacia un hogar cálido y bien
iluminado, hacia sus hijos y su afectuosa Matilde, a la que no amaba.
Se concentró tan sólo en respirar bajo el frío, el aire frío, calentándolo
con el contacto de sus pulmones y liberándolo en las nubes de vapor
de su aliento. Escuchaba el viento, sus pasos, el crepitar de la frágil y
gélida capa de nieve bajo sus pies. Y finalmente supo el camino: ¡el
único camino!
Aceleró el paso. En todo el camino a casa, hacía crujir la nieve y, a
cada paso, se repetía a sí mismo: «¡Conozco un camino! ¡Conozco un
camino!».

En el siguiente pasaje, uno de los capítulos fundamentales,


Breuer emprende su esquema para atrapar a Nietzsche en un
contrato terapéutico.

El día que Nietzsche lloró - Capítulo 12

Un lunes por la mañana, Nietzsche llegó al despacho de Breuer


ya en las últimas etapas del asunto que se llevaban entre manos.
Después de estudiar cuidadosamente la detallada factura de Breuer,
para estar seguro de que nada había sido omitido, Nietzsche rellenó
un cheque bancario y se lo entregó a Breuer. A continuación, Breuer

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

le dio a Nietzsche el informe de su consulta clínica y le sugirió que lo


leyera mientras permanecía todavía en el despacho por si tenía
preguntas que hacerle.
Después de examinarlo, Nietzsche abrió su maletín y lo colocó
en la carpeta destinada a los informes médicos.
-Un excelente informe, doctor Breuer, completo y comprensible.
Y a diferencia de muchos otros informes, no contiene jerga
profesional, lo que, aunque ofrezca la ilusión de conocimiento, es en
realidad el lenguaje de la ignorancia. Y ahora, de vuelta a Basel. Le he
robado demasiado tiempo.
Nietzsche cerró con llave su maletín.
-Le dejo, doctor, sintiéndome más en deuda con usted de lo que
alguna vez me he sentido antes con ningún hombre. Generalmente,
una despedida se acompaña de los desmentidos sobre la
permanencia del hecho: la gente dice Auf Wiedersehen, hasta que
nos volvamos a ver. Enseguida se ponen a planear reencuentros para
después, incluso con mayor rapidez, olvidar sus resoluciones. Yo no
soy uno de esos. Yo prefiero la verdad, que es que, casi con toda
seguridad, no volveremos a vernos otra vez. Probablemente nunca
regresaré a Viena, y dudo de que usted se encuentre alguna vez en la
necesidad de un paciente como yo como para seguir mis pasos hasta
Italia.
Nietzsche asió fuertemente su maletín y empezó a levantarse.
Era el momento para el que Breuer se había preparado
cuidadosamente.
-Profesor Nietzsche, por favor, ¡un momento todavía! Hay otro
asunto que desearía discutir con usted.
Nietzsche se puso tenso. Sin duda, pensó Breuer, se espera otro
ruego para que ingrese en la Clínica Lauzon. Y ello le aterra.
-No, profesor Nietzsche, no es lo que usted piensa, en absoluto.
Por favor, relájese. Es un asunto bastante diferente. He estado
aplazando suscitar el tema por razones que pronto se verán.
Breuer hizo una pausa y respiró profundamente.
-Tengo una proposición que hacerle: una extraña proposición,
quizás una que un doctor nunca le ha hecho antes a un paciente. Veo
que me estoy alargando. Esto es difícil de decir. Normalmente sé
como tengo que decir las cosas. Pero lo mejor es decirlo
sencillamente.
-Propongo un intercambio profesional. Esto es, propongo que
durante el mes próximo yo actúe como médico para su cuerpo. Me
concentraré tan sólo en sus síntomas físicos y en el tratamiento. Y
usted, en correspondencia, actuará como médico de mi mente, de mi
espíritu.
Nietzsche, todavía agarrado a su maletín, parecía confundido, y
después receloso.
-¿Qué quiere decir: su mente, su espíritu? ¿Cómo puedo yo
actuar como un médico? ¿No es esto sino otra variación de nuestra
discusión de la semana pasada, en la que usted me hacía de médico

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

y yo le enseñaba filosofía?
-No, esta petición es enteramente diferente. No le pido que me
enseñe, sino que me cure.
-¿De qué?, si puedo preguntarlo.
-Difícil pregunta. Y, sin embargo, la planteo siempre a mis
pacientes.
Yo lo exigía de usted, y ahora me corresponde a mí responderlo. Le
pido a usted que me cure de desesperación.
-¿Desesperación? -Nietzsche aflojó la presión sobre el maletín y
se inclinó hacia delante-. ¿Qué tipo de desesperación? Yo no veo
desesperación.
-No en la superficie. Ahí parezco estar viviendo una vida
satisfactoria. Pero, bajo la superficie, reina la desesperación. ¿Usted
pregunta qué tipo de desesperación? Vamos a decir que mi mente no
me pertenece, que estoy invadido y atacado por pensamientos ajenos
y sórdidos. Como resultado, siento desprecio por mí mismo, y dudo de
mi integridad. Aunque cuido de mi mujer y de mis hijos, ¡yo no los
quiero! En realidad me molesta estar encarcelado por ellos. Me falta
coraje: el coraje tanto para cambiar mi vida como para continuar
viviéndola. He perdido la visión de por qué vivo, la razón de todo ello.
Me preocupa envejecer. Aunque cada día estoy más próximo a la
muerte, me siento aterrorizado por ello. Incluso la idea del suicidio
algunas veces pasa por mi cabeza.
Durante el domingo, Breuer había ensayado varias veces esta
respuesta.
Pero hoy había resultado -de un modo extraño, considerando la
duplicidad subyacente del plan- sincera. Breuer sabía que era un mal
mentiroso. Aunque tuvo que ocultar la gran mentira -que su
propuesta era una estratagema para implicar a Nietzsche en el
tratamiento- había resuelto decir la verdad respecto a todo lo demás.
Por lo tanto, en su discurso presentó la verdad sobre sí mismo
exagerando la forma ligeramente. También trató de seleccionar
preocupaciones que pudieran de algún modo entrelazarse con
algunas de las preocupaciones no mencionadas del propio Nietzsche.
Por una vez, Nietzsche pareció verdaderamente atónito.
Sacudió su cabeza ligeramente, obviamente no queriendo participar
de la propuesta. Sin embargo, estaba teniendo dificultades para
formular una objeción racional.
-No, no, doctor Breuer, esto es imposible. No puedo hacer esto.
No tengo la capacitación. Considere los riesgos; todo podría llegar a
empeorar.
-Pero, profesor, no hay una tal capacitación. ¿Quién está
capacitado? ¿Hacia quién me puedo dirigir? ¿A un médico? Tal
curación no forma parte de la disciplina médica. ¿A un dirigente
religioso? ¿Daré el salto a los cuentos de hadas de la religión? Yo,
como usted, he perdido la habilidad para tal salto. Usted, un filósofo-
vivificador, pasa su vida contemplando los verdaderos problemas que
confunden mi vida. ¿A quién me puedo dirigir sino es a usted?

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

-Dudas acerca de usted mismo, de la esposa, de los hijos. ¿Qué


sé yo sobre éstos?
Breuer respondió enseguida.
- Y del envejecimiento, la muerte, la libertad, el suicidio, la
búsqueda de un propósito, ¡usted sabe más que ninguna otra persona
viva! ¿No son éstas las inquietudes específicas de su filosofía? ¿No
son sus libros tratados completos sobre la desesperación?
-No puedo curar la desesperación, doctor Breuer. Yo la estudio.
La desesperación es el precio que uno paga por la autoconciencia.
Mire profundamente a la vida, y siempre encontrará desesperación.
-Eso lo sé, profesor Nietzsche, y no espero la curación,
simplemente alivio. Quiero que me aconseje. Quiero que me muestre
cómo tolerar una vida de desesperación.
-Pero no sé cómo mostrar tales cosas. Y yo no tengo ningún
consejo para un hombre singular. Yo escribo para la raza, para el
género humano.
-Pero, profesor Nietzsche, usted cree en el método científico. Si
una raza, o un pueblo, o una multitud tiene una enfermedad, el
científico procede al aislamiento y al estudio de un solo espécimen
prototípico y después generaliza a la totalidad. ¡Yo he estado durante
diez años diseccionando una diminuta estructura en el oído interno de
la paloma hasta descubrir cómo mantienen el equilibrio las palomas!
No podía trabajar con el género columbar. Tuve que trabajar con
palomas individuales. Solamente más tarde pude generalizar mis
hallazgos a todas las palomas, y después a las aves y los mamíferos,
y a los humanos también. Éste es el camino que debe seguirse. No
puedes dirigir un experimento sobre todo el género humano.
Breuer hizo una pausa, esperando la refutación de Nietzsche.
Pero ésta no llegó. Estaba absorto en sus pensamientos.
Breuer continuó.
-El otro día usted describía su convencimiento de que el
espectro del nihilismo estaba acechando a Europa. Argumentaba que
Darwin ha hecho a Dios obsoleto, que así cómo una vez creamos a
Dios, todos le hemos matado ahora. Y que ya no sabemos cómo vivir
sin nuestras mitologías religiosas. Ahora sé que usted no dijo esto
directamente -corríjame si me equivoco- pero creo que usted
considera su misión demostrar que de la incredulidad uno puede
crear un código de conducta para el hombre, una nueva moralidad,
una nueva explicación, para reemplazar lo que ha nacido de la
superstición y el deseo de lo sobrenatural-. Hizo una pausa.
Nietzsche hizo un gesto con la cabeza, invitándole a que
continuara.
-Yo creo, aunque puede usted estar en desacuerdo con mi
elección de los términos, que su misión es salvar al género humano
tanto del nihilismo como de la ilusión.
Otro ligero asentimiento por parte de Nietzsche.
-Bien, ¡sálveme a mí! ¡Dirija el experimento conmigo! Soy el
sujeto perfecto. Yo he matado a Dios. No tengo creencias

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

sobrenaturales, y me estoy ahogando en el nihilismo. ¡Yo no sé por


qué vivir! ¡Yo no sé cómo vivir!
Todavía no hubo respuesta por parte de Nietzsche.
-Si espera usted desarrollar un plan para toda la humanidad, o
incluso la selección de unos pocos, pruébelo conmigo. Practique sobre
mí. Vea qué es lo que funciona y que no: ello agudizaría su
pensamiento.
-¿Se ofrece usted como un cordero de experimentación?
-replicó Nietzsche-. ¿Sería eso como pagar mi deuda con usted?
-No me preocupa el riesgo. Yo creo en el valor curativo de la
palabra. Lo único que quiero es revisar mi vida con una inteligencia
preparada como la suya. Eso puede ayudarme.
Nietzsche sacudió la cabeza perplejo.
-¿Tiene usted en la mente un procedimiento específico?
-Tan sólo éste. Como le propuse antes, usted se inscribe en la
clínica bajo
un nombre supuesto, y yo observo y trato sus ataques de migraña.
Cuando yo lleve a cabo mis visitas diarias, primero le atenderé a
usted. Comprobaré su condición física y le prescribiré la medicación
que pueda resultar indicada. Durante el resto de nuestra visita, usted
se convertirá en el médico y me ayudará a hablar acerca de mis
preocupaciones vitales. Sólo le pido que usted me escuche y que
haga cualquier comentario que usted desee. Eso es todo. Más allá de
eso, no sé. Tendremos que inventar nuestro procedimiento por el
camino.
-No -Nietzsche sacudió la cabeza con firmeza-. Es imposible,
doctor Breuer. Admito que su plan es fascinante, pero está
condenado desde el principio. Yo soy un escritor, no un conversador.
Y yo escribo para unos pocos, no para muchos.
-Pero sus libros no están destinados a unos pocos -respondió
Breuer con rapidez-. En realidad, usted expresa su desprecio hacia los
filósofos que escriben tan sólo para leerse entre sí, cuyo trabajo se ha
desplazado de la vida misma, que no viven su filosofía.
-Yo no escribo para otros filósofos. Pero escribo para los pocos
que representan el futuro. Yo no estoy hecho para mezclarme, para
vivir entre los demás. Mis habilidades para las relaciones sociales, mi
confianza, mi interés por los demás, hace mucho tiempo que están
atrofiados. Si es que estas habilidades alguna vez existieron. Siempre
he estado solo. Siempre permaneceré solo. Acepto ese destino.
-Pero, profesor Nietzsche, usted necesita más. Vi tristeza en sus
ojos cuando dijo que los demás podrían no leer sus libros hasta el año
dos mil. Usted necesita ser leído. Creo que hay alguna parte de usted
que todavía tiene ansias de estar con los demás.
Nietzsche permanecía sentado todavía, rígido en su asiento.
-¿Recuerda esa historia que me contó sobre Hegel en su lecho
de muerte? -continuó Breuer-. Sobre el único estudiante que le
entendió, siendo alguien que le malinterpretó, y que acababa por
decir que, en tu propio lecho de muerte, no podías reclamar ni un

184
Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

estudiante. Bien, ¿por qué esperar hasta el año dos mil? ¡Aquí me
tiene! ¡Tiene usted al estudiante adecuado aquí, justo ahora. ¡Y yo
soy un estudiante que le escuchará, porque mi vida depende de
comprenderle a usted!
Breuer hizo una pausa para coger aire. Estaba muy satisfecho.
En su preparación el día anterior, había anticipado correctamente
cada una de las objeciones de Nietzsche y tuvo en cuenta cada una
de ellas. La trampa resultó elegante. Apenas podría contenerse de
contárselo a Sigmund.
Sabía que no podía detenerse en esta coyuntura -siendo el
primer objetivo, después de todo, asegurarse de que Nietzsche no
tomaría hoy el tren para Basel-, pero no pudo resistir añadir un
aspecto más.
-Y le recuerdo, profesor Nietzsche, que usted dijo el otro día que
nada le molestaba más que estar en deuda con alguien sin posibilidad
de un pago equivalente.
La respuesta de Nietzsche fue rápida y cortante.
-¿Quiere usted decir que hace usted esto por mí?
-No, ésta es precisamente la cuestión. Aun cuando mi plan
podría de algún modo servirle a usted, ¡ésta no es mi intención! Mi
motivación es enteramente la de servirme a mí mismo. ¡Necesito
ayuda! ¿Es usted suficientemente fuerte como para ayudarme?
Nietzsche se levantó de su asiento.
Breuer contuvo la respiración.
Nietzsche dio un paso hacia Breuer yextendió su mano.
-Estoy de acuerdo con su plan -dijo.
Friedrich Nietzsche y Josef Breuer habían llegado a un acuerdo.

Carta de Friedrich Nietzsche a Peta Gast


4 de diciembre de 1882

Mi querido Peter,
Un cambio de planes. Una vez más. Permaneceré en Viena durante
todo un mes y, por lo tanto, debo, a mi pesar, aplazar nuestra visita a
Rapallo. Volveré a escribir cuando conozca mis planes con mayor precisión.
Han sucedido muchas cosas, la mayor parte de ellas interesantes. Tengo un
ligero ataque (con lo que habrían sido dos semanas monstruosas sino
hubiera sido por la intervención del doctor Breuer) y ahora estoy demasiado
débil para hacer algo más que darte un resumen de lo que ha sucedido. Ya
te informaré con más detalle.
Gracias por darme el nombre de este doctor Breuer: es una gran
curiosidad, un pensador, un médico científico. ¿No es sorprendente? Está
dispuesto a decirme lo que él sepa sobre mi enfermedad y -lo que resulta
aún más sorprendente- ¡lo que no sabe!
Es un hombre con grandes deseos de desafío y creo que se siente
atraído por mi audacia para desafiar profundamente. Se ha atrevido a
hacerme una proposición de lo más inusual, y la he aceptado. Me propone
hospitalizarme durante el próximo mes en la clínica Lauzon, donde él
estudiará y tratará mi enfermedad desde el punto de vista médico. (¡Y todo

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura
esto correrá a su cargo! Esto significa, querido amigo, que no necesitas
preocuparte por mi subsistencia durante este invierno.)
¿Y yo? ¿Qué debo ofrecerle a cambio? Yo, que no creía que alguna
vez volvería a tener un trabajo retribuido, he sido solicitado como filósofo
personal del doctor Breuer, durante un mes, para proporcionarle consejo
filosófico personal. Su vida es un tormento, ha contemplado la posibilidad
del suicidio, me ha pedido que le oriente en su salida de la espesura de la
desesperación.
Debes pensar lo irónico que resulta que tu amigo sea invitado para
acallar los cantos de sirena de la muerte, el mismo amigo que tan atraído se
siente por esa rapsodia, ¡el mismo amigo que te escribió la última vez que
el cañón de una pistola no parecía una visión tan poco amistosa!
Querido amigo, te comento este acuerdo con el doctor Breuer como
una confidencia absoluta. Esto no debe llegar a oídos de ningún otro, ni
incluso de Overbeck. Eres el único al que le confío esto. Le debo al buen
doctor una reserva absoluta.
Nuestro singular convenio se desarrolló hasta su forma actual de un
modo complejo. ¡Primero propuso aconsejarme como parte de mi
tratamiento médico! ¡Qué subterfugio tan torpe! Pretendía estar interesado
tan sólo en mi bienestar, siendo su único deseo, y su única recompensa,
¡sanarme por completo! Pero ya conocemos a estos curanderos
sacerdotales que proyectan su debilidad en los demás para después ejercer
su ministerio sobre los otros tan sólo como un medio de incrementar su
propia fuerza. ¡Nosotros sabemos de la «caridad cristiana»!
Naturalmente, me percaté de ello y lo llamé por su verdadero
nombre. Por un momento se turbó ante la verdad, llamándome ciego e
innoble. Juró por los elevados motivos, mostrando una compasión fingida y
un cómico altruismo, pero finalmente, hay que reconocerle el mérito,
encontró la fuerza para fortalecerse, abierta y honestamente, a costa de mí.
¡Tu amigo, Nietzsche, en el mercado! ¿No estás horrorizado con la
idea? ¡Imagina mi Humano, demasiado humano, o mi La gaya ciencia,
enjauladas, domesticadas, educadas! ¡Imagina mis aforismos alfabetizados
en un practicum de homilías para la vida y el trabajo cotidianos! Al principio,
yo, también, ¡estaba horrorizado! Pero no por mucho tiempo. El proyecto
me intriga: un foro para mis ideas, un recipiente para llenar cuando yo esté
a punto y desbordado, una oportunidad incluso, un laboratorio, para
verificar ideas en un espécimen individual antes de postularlas para la
especie (ésta era la noción de Breuer).
El doctor Breuer, por cierto, parece un espécimen superior, con la
agudeza y el deseo de llegar a más. Sí, él tiene el deseo. Y tiene la cabeza.
¿Pero tiene los ojos -y el corazón- para ver? ¡Ya veremos!
De modo que hoy me recupero y pienso tranquilamente sobre la
aplicación: una nueva aventura. Quizás estaba en un error al pensar que mi
única misión era la declaración de la verdad. Durante el próximo mes veré si
mi sabiduría hará capaz a otro de vivir en la desesperación. ¿Por qué vino a
mí? Dice que después de saborear mi conversación y mordisquear un poco
de Humano, demasiado humano, ha desarrollado el apetito por mi filosofía.
Quizá, dada la carga de mi dolencia física, él pensó que yo debo ser un
experto en la supervivencia.
Desde luego no conoce ni la mitad de la carga que soporto. Amigo
mío, la zorra rusa del demonio, esa mona de pechos falsos, continúa el
curso de su traición. Elisabeth, que dice que Lou está viviendo con Rée, está
haciendo campaña para que sea deportada por inmoralidad.

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura
Elisabeth también escribe que la amiga Lou ha llevado su campaña
de odio y mentira hasta Basel, donde intenta poner en peligro mi pensión.
Maldito sea aquel día en Roma en que la vi por primera vez. Muchas veces
te he dicho que cada adversidad -incluso mis encuentros con la pura
maldad- me hace más fuerte. Pero si puedo convertir esta mierda en oro,
yo... yo... veremos,
No tengo la energía suficiente para hacer una copia de esta carta,
querido amigo. Por favor, devuélvemela.
Tuyo,
F. N.

Fue un gran placer escribir esta sección, que describe con


mayor detalle la fluida relación cambiante entre terapeuta y paciente.
No tengo la visión del momento preciso de la inspiración, pero
conozco varias historias relevantes sobre la naturaleza básica de la
relación paciente-terapeuta que han estado soñando en mi cabeza
durante muchos años. De un modo u otro, los ecos de estas historias
resuenan a través de las páginas de El día que Nietzsche lloró.

La historia de los dos curanderos

Herman Hesse, en su novela El juego de los abalorios, cuenta


un cuento sobre dos ermitaños que eran poderosos curanderos. Los
dos trabajaban de maneras diferentes, uno dando astutos consejos, y
el otro escuchando silenciosa e inspiradamente. Nunca se
encontraron, pero trabajaron como rivales durante muchos años,
hasta que el curandero más joven desarrolló una enfermedad
espiritual y cayó en la desesperación. Era incapaz de curarse a sí
mismo con sus propios métodos terapéuticos y finalmente, en su
desesperación, emprendió un largo camino en busca de la ayuda de
Dion, el curandero rival.
En su peregrinación vino a entrar en conversación con otro
viajero al que describió el propósito y el destino de su viaje. Imagine
su asombro cuando el anciano le informó que él era Dion, justo el
hombre que buscaba.
Sin vacilación alguna, el curandero de más edad invitó a su rival
más joven a su cueva, donde vivieron y trabajaron juntos durante
muchos años, primero como estudiante y profesor, y después como
plenos colegas. Años más tarde el hombre mayor cayó enfermo y en
su lecho de muerte llamó a su colega más joven a su lado. «Tengo un
gran secreto que contarte -dijo-, un secreto que he guardado durante
mucho tiempo. ¿Recuerdas aquella noche en la que nos encontrarnos,
en la que me dijiste que estabas en camino para verme?»
El hombre más joven le contestó que nunca podría olvidar
aquella noche, el momento que cambió su vida por completo.
El moribundo tomó la mano del colega más joven y le reveló el
secreto: que él, también, había caído en la desesperación y que en la
noche de su encuentro estaba viajando en busca de su ayuda.
El emotivo cuento de Hesse cae de lleno en el corazón mismo

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

de la relación terapéutica. Es una declaración esclarecedora sobre el


dar y recibir ayuda, sobre la sinceridad y la duplicidad, y sobre la
relación entre el curandero y el paciente. Durante años, después de
haberlo leído, lo encontré tan convincente que nunca quise alterarlo.
Sin embargo, recientemente me he visto impulsado con la idea de
componer variaciones de su tema básico. Consideremos, por ejemplo,
cómo recibe ayuda cada uno de los hombres. El curandero más joven
fue criado, atendido, enseñado, tutelado y prohijado. El curandero de
más edad, por otro lado, recibió ayuda de una manera diferente:
sirviendo al otro, ganando un discípulo del que recibía un amor filial,
respeto, y que le salvaba de su soledad.
Pero, a menudo, me he preguntado si estos dos curanderos
heridos sacaron provecho de la mejor terapia que tenían disponible.
Quizás perdieron la oportunidad de algo más profundo, de algo más
poderosamente transformador. Quizá la terapia real tuvo lugar en el
escenario del lecho de muerte, cuando llegaron a la sinceridad al
admitir que ambos sufrieron la carga de la simple flaqueza humana.
Aunque puede haber sido útil guardar un secreto durante veinte años,
también puede haber privado un tipo de ayuda más profunda. ¿Qué
habría sucedido, qué modo de crecimiento podría haber ocurrido, sí la
revelación hubiera sido veinte años antes?

Un curandero herido. Emergencia

Hace treinta y cinco años leí el fragmento de una comedia,


Emergency, de Helmuth Kaiser, publicado en una revista de
psiquiatría (y más tarde en Effective Psychotherapy, un volumen con
una recopilación de los artículos de Káiser). 89 Aunque nunca he visto
una referencia del mismo, ni, hasta recientemente, lo he releído, el
delicioso argumento de Kaiser ha permanecido en mi memoria todos
estos años. Comienza con una mujer que visita a un terapeuta para
suplicarle que ayude a su marido, también terapeuta, quien estaba
profundamente deprimido y probablemente iba a matarse.
El terapeuta le contestó que, desde luego, estaría encantado de
ayudarla y le aconsejó que le dijera a su marido que pidiera hora de
consulta. La mujer respondió que ahí radicaba el problema: su marido
negaba que se encontrara mal y rechazaba cualquier sugerencia para
obtener ayuda. El terapeuta se preguntaba cómo podría ser útil.
¿Cómo podía ayudar a alguien que no deseaba verle?
- Tengo un plan -dijo la mujer. Sugirió que debería aparentar ser
un paciente, entrar en tratamiento con su marido, y mediante una
progresiva inversión de papeles, ayudar subrepticiamente a su
marido en las sesiones.
El resto del fragmento de la obra está pobremente ejecutado y
fracasa en el cumplimiento de lo prometido. Pero el concepto central
-el paciente que se convierte en terapeuta- parecía una magnífica
89
H. Kaiser, Effective Psychotherapy The Contribution of Helmut Kaiser, editado por
L. Fierman, Nueva York, Free Press, 1965.

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

idea, y anhelaba concluir esa obra algún día.

Volviéndose las tornas - Otra versión

Cuando vine por primera vez a Stanford, en 1962, Don Jackson,


un terapeuta de mucho talento, daba un seminario de instrucción
semanal en el que hacía demostraciones de las técnicas de
entrevista. Tenía un estilo de entrevistar intuitivo e innovador y nunca
fracasaba al utilizar algún enfoque inesperado y extravagante (y
eficaz).
En una conferencia entrevistó a un paciente crónico hawaiano,
de ciento cincuenta kilos de peso, con un alto grado de delirio, que
creía ser el emperador celestial de la sala del hospital, y vestía, en
consecuencia, unos pantalones color magenta y una larga y suelta
capa de color púrpura. Cada día, sentado pomposamente en su silla
cubierta de terciopelo, considerando a los pacientes y a los miembros
del hospital como suplicantes y vasallos, recibía a la corte de la sala.
Después de unos cuantos minutos de sometimiento al majestuoso
comportamiento del paciente, de repente Jackson cayó de rodillas,
agachó la cabeza hasta el suelo, sacó las llaves de su bolsillo, y
alargando sus brazos, se las ofreció al paciente diciendo: «Su Alteza,
tú, no yo, deberías poseer las llaves de la sala».
El paciente, temblándole el ojo izquierdo, apartó de sí la capa,
sin cuidado alguno, y miró con insistencia al genuflexo psiquiatra. Por
un momento, tan sólo por un momento, pareció completamente sano
al decir: «Señor, aquí uno de los dos está muy, muy loco».
Observe, por cierto, que podía haber elaborado este punto
utilizando la prosa psiquiátrica profesional, mediante la descripción de
la técnica de Don Jackson para crear una alianza terapéutica,
penetrando en el sistema delirante del paciente y debilitando el
delirio mediante la reducción al absurdo. Pero la dramatización -esto
es, la elaboración mediante la ficción (yo no fui testigo personal de
este incidente, que sucedió hace cuarenta años)- transmite la
información de forma más vívida y mejor dispuesta para el recuerdo.
Ésta es precisamente la razón de que escoja la utilización de la novela
como un recurso pedagógico.

¿Quién es el paciente? ¿Quién es el terapeuta?

Harry Stack Sullivan, uno de los psiquiatras teóricos


norteamericanos de más influencia, definió la psicoterapia como una
discusión de temas personales entre dos individuos, en la que uno de
ellos está más ansioso que el otro. Y si el terapeuta desarrolla más
ansiedad que el paciente, continuaba Sullivan, él se convierte en el
paciente y el paciente en el terapeuta.
O considere el punto de vista de Jung de que sólo el médico
herido puede verdaderamente curar. Jung fue tan lejos como para
sugerir que una situación terapéutica ideal ocurre cuando el paciente

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

aporta el bálsamo perfecto para la lesión del terapeuta.


O considere cuantas veces sucede que los terapeutas inician
acongojados una sesión de terapia, con una ansiedad que excede la
de sus pacientes. Yo ciertamente las he tenido. Y muchas veces he
acabado la sesión terapéutica sintiéndome mucho mejor. En realidad,
como Dion, el curandero más viejo de la historia de El juego de los
abalorios, puedo haber sacado tanto provecho como mi paciente.
¿Por qué no? ¿Por qué recibí un beneficio sin tratar explícitamente mi
malestar? Quizá como un subproducto de la conducta altruista; esto
es, me ayudó la acción de ayudar a los demás. O por sentirme mejor
debido a mi eficacia como terapeuta; esto es, me recordaba a mí
mismo que soy bueno en lo que hago. O quizá me sentí mejor porque
me mojé en las aguas curativas de una relación íntima que yo mismo
ayudé a construir.
He encontrado que esto es particularmente cierto en mi
práctica, de la terapia de grupo. Muchas veces he comenzado una
sesión de la terapia de grupo sintiéndome preocupado por algún
asunto personal y he acabado la reunión sintiendo un alivio
considerable. El ambiente profundamente curativo de un buen grupo
terapéutico es casi tangible. Scott Rutan, un eminente terapeuta de
grupo, en una ocasión comparó el grupo terapéutico con el puente
construido durante una batalla Aunque pueden haber algunas bajas,
sufridas durante la construcción (esto es, abandonos en la terapia de
grupo), el puente, una vez instalado, puede transportar a mucha
gente a un sitio mejor.

La mayoría de estos temas se expresan, de una manera u otra,


en la relación Nietzsche-Breuer. Al principio, Breuer improvisó un
enfoque terapéutico que parecía ser el único camino posible para
implicar a Nietzsche en la terapia. Sin embargo, esta relación
terapéutica, muy parecida a la existente entre los curanderos de El
juego de los abalorios, fue concebida con duplicidad. A partir de este
punto y en adelante el centro de la novela está en la gradual
transformación de esta relación deshonesta en una auténtica que, en
última instancia, redima a ambos. Ambos personajes son al mismo
tiempo paciente y terapeuta. Algunas veces el dar y recibir ayuda
sucede de una manera explícita; otras veces se da de forma solapada
en la relación. Su relación pasa por muchas etapas: desde la
manipulación hasta la preocupación por el otro, desde la desconfianza
hasta el amor, desde el sujeto y el objeto hasta el yo y el tú.
La primera señal importante de la evolución de la relación es la
percepción de Breuer de que la terapia es más poderosa de lo que
había esperado; pronto es incapaz de resistir convertirse en un
paciente genuino. ¿Qué clase de paciente? He postulado una crisis en
el ecuador de su vida, que Breuer manifestó en una intensa y
obsesiva aventura amorosa contratransferencial con su primera
paciente, Bertha Pappenheim. Aunque el trabajo profesional de
Breuer es bien conocido, se conoce poco de su persona. ¿Es plausible

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

mi versión novelada de la vida interior de Breuer? Existe alguna base


histórica para mis suposiciones: generaciones de analistas han
especulado sobre la conclusión misteriosa y explosiva del tratamiento
que Breuer dispensó a Bertha Pappenheim, y muchos, incluido Freud,
han postulado que Breuer se enamoró de su bella y talentosa
paciente.
En esta fase de su relación, Nietzsche se dedica diligentemente
a la tarea de inventar una terapia para ayudar a Breuer, en general, a
examinar su vida y para liberarle, en particular, de su obsesión por
Bertha. Varios capítulos siguen una estructura similar: Nietzsche y
Breuer pasan una hora en la que Nietzsche inventa una variedad de
métodos para dejar al descubierto las raíces existenciales de la
desesperación de Breuer. A veces accede a las peticiones de Breuer
de una ayuda más directa y experimenta con métodos conductistas.
Después de cada sesión el lector ve las notas personales de la terapia
que han escrito tanto Nietzsche como Breuer: una forma sugerida en
mi primer libro, Every Day Gets a Little Closer.
Nietzsche continúa inventando, empleando y descartando una
variedad de enfoques terapéuticos existenciales hasta que
finalmente, en los extractos que siguen, ofrece a Breuer su
pensamiento más poderoso, repetición eterna: la importante y
terrible idea que se estaba preparando en la mente de Nietzsche en
1882 y que iba a desarrollar en su siguiente libro, Así habló
Zaratustra.
La escena se sitúa en un cementerio donde Nietzsche ha
acompañado a Breuer, en una visita de éste a la tumba de sus
padres. Han estado conversando agradablemente sobre sus padres
fallecidos.
Para ambos hombres, la visita al cementerio abre viejas heridas
de la infancia; a medida que pasean, se cuentan sus recuerdos.
Nietzsche cuenta un sueño (un sueño real, no inventado) que
recuerda de cuando tenía seis años, un año después de que su padre
muriera.

El día que Nietzsche lloró. Capítulo 20

-Es tan vivo hoy como si lo hubiera soñado la noche pasada. Se


abre una tumba y mi padre, vestido con un sudario, surge, entra en
una iglesia y enseguida regresa llevando un niño pequeño en sus
brazos. Baja al interior de su tumba con el niño. La tierra se cierne
sobre ellos, y la lápida se desliza sobre la abertura. Lo
verdaderamente terrible fue que poco después de que tuviera ese
sueño, mi hermano más pequeño se puso enfermo y murió de
convulsiones.
-¡Qué horror! -dijo Breuer-. ¡Qué extraño haber tenido ese
sueño anticipado! ¿Cómo lo explica?
-No puedo. Durante mucho tiempo me aterrorizó lo
sobrenatural, y decía mis oraciones con un gran recogimiento. No

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obstante, en los últimos años, he empezado a sospechar que el sueño


no tenía relación con mi hermano, que era por mí por quien había
venido mi padre, y que el sueño estaba expresando mi temor a la
muerte.
Ambos hombres continuaron contándose sus recuerdos con una
fluidez que nunca antes habían experimentado. Breuer recordó el
sueño de un desastre que ocurría en su vieja casa: estando su padre
sin poder hacer nada, rezando y meciéndose, envuelto en su manto
de oraciones azul y blanco. Y Nietzsche describió una pesadilla en la
que, al entrar en su habitación, veía, tumbado en su cama, a un
anciano moribundo, con el estertor de la muerte en su garganta.
-Ambos nos encontramos con la muerte muy pronto -dijo Breuer
pensativamente-, y los dos sufrimos una espantosa y temprana
pérdida. Yo creo, hablando por lo que a mí se refiere, que nunca me
he recobrado. Pero usted, ¿qué hay sobre su pérdida? ¿Cómo ha sido
eso de no tener un padre que le protegiera?
-¿Para protegerme o para oprimirme? ¿Fue una pérdida? No
estoy seguro. Puede haber sido una pérdida para el niño, pero no
para el hombre.
-¿Qué quiere decir? -preguntó Breuer.
-Quiero decir que nunca tuve que soportar la carga de mi padre
sobre
mis hombros, nunca me vi asfixiado por el peso de su juicio, nunca se
me inculcó que el objeto de la vida fuera hacer realidad sus
ambiciones frustradas. Su muerte puede muy bien haber sido una
bendición, una liberación. Sus caprichos nunca constituyeron para mí
la ley. Me dejaron solo para descubrir mi propio sendero, uno no
hollado antes. ¡Piense sobre ello! ¿Podría yo, el Anticristo, haber
exorcizado las creencias falsas, y buscado las nuevas verdades, con
un padre clérigo haciendo una mueca de dolor con cada uno de mis
logros, un padre que habría considerado mis luchas contra la ilusión
como un ataque personal contra él?
-Pero -replicó Breuer-, si usted hubiera tenido su protección
cuando le necesitaba, ¿hubiera tenido usted que ser el Anticristo?
Nietzsche no respondió, y Breuer no le presionó más. Estaba
aprendiendo a acomodarse al ritmo de Nietzsche: toda indagación
que buscara la verdad estaba permitida, incluso era bienvenida; pero
forzar demasiado encontraría resistencia. Breuer sacó su reloj, el que
le había dado su padre. Era hora de volver al carruaje, donde les
aguardaba Fischmann. Con el viento a sus espaldas, caminar
resultaba más fácil.
-Puede que usted sea más sincero que yo -aventuró Breuer-.
Quizá los juicios de mi padre pesaron sobre mí más de lo que me
pude dar cuenta. Pero casi siempre le eché mucho de menos.
-¿Qué es lo que usted echa de menos?
Breuer pensó en su padre y saboreó los recuerdos que pasaban
ante sus ojos. El anciano, con el solideo en la cabeza, recitando una
oración antes de probar su cena de patatas hervidas con arenque

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

ahumado. Su sonrisa cuando se sentaba en la sinagoga y miraba a su


hijo entrecruzando los dedos en las borlas de su manto de oraciones.
Su negativa a permitirle a su hijo que se echara hacia atrás en el
movimiento iniciado en una partida de ajedrez: «Josef, no me puedo
permitir enseñarte malos hábitos». Su profunda voz de barítono, que
llenaba la casa cuando cantaba los fragmentos a los jovenes
estudiantes que preparaban sus exámenes sobre los mandamientos
de la ley judía.
-Creo que lo que más echo de menos es su atencion. Era
siempre mi principal auditorio, incluso hasta los últimos momentos de
su vida, cuando sufría una confusión considerable y pérdida de
memoria. Le contaba mis éxitos, mis triunfos en el diagnóstico, mis
descubrimientos en la investigación hasta mis donaciones de caridad.
Incluso después de su muerte, todavía constituyó mi auditorio.
Durante años le estuve imaginando mirando por encima de mis
hombros, observando y aprobando mis logros. Cuanto más se apaga
su imagen, más lucho contra la sensacion de fugacidad de todas mis
actividades y éxitos, de que no tienen un significado real.
-¿Está usted diciendo, Josef, que si sus éxitos podían ser
registrados en la efímera mente de su padre, entonces poseerían
significado?
-Sé que ello resulta irracional. Se asemeja mucho a la cuestión
del sonido del árbol que cae en un bosque vacío. ¿Tiene significado
aquella actividad que no ha sido observada?
-La diferencia está, desde luego, en que los árboles no tienen
oídos, mientras que es usted, usted mismo, quien otorga el
significado.
-Friedrich, usted es más autosuficiente que yo: ¡más que ningún
otro que yo conozca! Recuerdo, maravillado, ya en nuestro primer
encuentro, su habilidad para prosperar con la falta absoluta de
reconocimiento por parte de sus colegas.
-Hace mucho, Josef, que aprendí que es más fácil afrontar una
mala reputación que una mala conciencia. Además, yo no soy una
persona codiciosa; yo no escribo para la multitud. Y sé como ser
paciente. Quizá mis estudiantes no viven todavía. Tan sólo me
pertenece el mañana. ¡Algunos filósofos nacen póstumamente!
-Pero, Friedrich, creer que nacerás después de morir, ¿es eso
tan diferente de mi nostalgia por la atención de mi padre? Usted
puede esperar, incluso hasta el día de mañana, pero también usted
añora un público.
Hubo una larga pausa. Nietzsche finalmente asintió con la
cabeza, diciendo entonces suavemente:
-Quizá, quizá tengo los bolsillos llenos de una vanidad que
todavía ha
de ser expiada.
Breuer solamente hizo un gesto de asentimiento. No escapaba
a su atención que ésta era la primera vez que Nietzsche había
admitido una de sus observaciones. ¿Iba a ser éste un punto de

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

inflexión en su relación?
¡No, todavía no! Después de un momento, Nietzsche añadió:
-De todos modos, hay una diferencia entre codiciar la
aprobación de un padre y esforzarse por elevar a aquellos que te
seguirán en el futuro.
Breuer no respondió, aunque era obvio para él que los motivos
de Nietzsche no eran puramente autotrascendentes; él tenía sus
propios recovecos para alentar el recuerdo. Hoy le parecía a Breuer
como si todos los motivos, los suyos y los de Nietzsche, surgieran de
una sola fuente: el impulso de librarse del olvido que la muerte
supone. ¿Se estaba haciendo demasiado morboso? Quizá era el
efecto del cementerio. Probablemente, incluso una visita al mes
resultaba una frecuencia excesiva.
Pero ni la morbosidad pudo estropear la atmósfera de este
paseo. Pensó en la definición de Nietzsche sobre la amistad: dos
personas que se alían en busca de una verdad más elevada. ¿No era
eso precisamente lo que él y Nietzsche habían estado haciendo ese
día? Sí, ellos eran amigos.
Pensó que eso era un consuelo, incluso aunque Breuer sabía
que su profunda relación y su discusión fascinante no le aproximaría
más al alivio de su dolor. Por su amistad, trataría de ignorar esta idea
perturbadora.
Sin embargo, como amigo, Nietzsche debía haber leído su
pensamiento.
-Me gusta este paseo que damos juntos, Josef, pero no debemos
olvidar la razón de ser de nuestros encuentros: su estado psicológico.
Breuer resbaló y se agarró a un delgado árbol para apoyarse
cuando descendían de una colina.
-Cuidado, Friedrich, esta pizarra es resbaladiza-. Nietzsche dio
su mano a Breuer y continuaron el descenso.
-He estado pensando -continuó Nietzsche-, que, aunque nuestra
discusión parece ser difusa, sin embargo, nos acercamos con paso
firme hacia una solución. Es cierto que nuestros ataques directos
hacia su obsesión por Bertha han resultado inútiles. Aunque en el
último par de días hemos encontrado el por qué: porque la obsesión
no implica a Bertha, o no sólo a ella, sino una serie de significados
incorporados a Bertha. ¿Estamos de acuerdo en esto?
Breuer asintió con la cabeza, queriendo sugerir amablemente
que la ayuda no estaba yendo por el camino de tales formulaciones
intelectualizadas. Pero Nietzsche se apresuró a seguir su
argumentación.
-Está claro ahora que nuestro error primario ha estado en
considerar a Bertha el objetivo. No hemos elegido el verdadero
enemigo.
-¿Y éste es?
-¡Usted lo sabe, Josef! ¿Por qué me lo hace decir a mí? El
verdadero enemigo lo constituye el significado que subyace en su
obsesión. Piense en nuestra charla de hoy: una y otra vez, hemos

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

vuelto a su miedo al vacío, al olvido, a la muerte. Está ahí en su


pesadilla, en el terreno que se funde bajo sus pies, en su precipitación
bajo la losa de mármol. Está ahí en su terror al cementerio, en sus
inquietudes por el sinsentido, en su deseo de ser observado y
recordado. La paradoja, su paradoja, es que usted se dedica a la
búsqueda de la verdad, pero no puede soportar la visión de lo que
usted descubre.
-Pero usted también, Friedrich, debe estar atemorizado por la
muerte y por la falta de un dios. Desde el mismo principio, he
preguntado, ¿cómo puede soportarlo? ¿Cómo ha llegado a aceptar
usted tales horrores?
-Puede que haya llegado el momento de decírselo -replicó
Nietzsche, de un modo que parecía profético-. Antes, no pensaba que
estuviese preparado para oírme.
Breuer, sintiendo curiosidad por el mensaje de Nietzsche,
prefirió, por una vez, no plantear objeciones a su voz profética.
-Yo no enseño, Josef, que uno deba «cargar» con la muerte, o
«llegar a aceptarla». ¡En ese camino estriba la traición a la vida! Esta
es la lección que le doy: ¡Morir en el momento oportuno!
-¡Morir en el momento oportuno! -La frase sobresaltó a Breuer.
El placentero paseo de la tarde, de pronto, se hizo enormemente
serio-. ¿Morir en el momento oportuno? ¿Qué quiere usted decir? Por
favor, Friedrich, no lo puedo soportar, como le he dicho una y otra
vez, cuando dice algo importante de un modo tan enigmático. ¿Por
qué hace eso?
-Usted plantea dos preguntas. ¿Cuál debo responder?
-Hoy hábleme sobre lo de morir en el momento oportuno.
-¡Viva cuando esté viviendo! ¡La muerte pierde su terror si uno
muere cuando ha consumado su propia vida! Si uno no vive en el
momento oportuno, entonces no podrá nunca morir a su debido
tiempo.
-¿Qué significa eso? -preguntó Breuer de nuevo, sintiéndose
cada vez más frustrado.
-Pregúntese a sí mismo, Josef: ¿Ha consumado usted su vida?
-¡Responde usted a las preguntas con otras preguntas,
Friedrich!
-Usted hace preguntas para las que conoce la respuesta –
replicó Nietzsche.
-Si yo supiera la respuesta, ¿por qué habría de preguntar?
-¡Para evitar conocer su propia respuesta!
Breuer hizo una pausa. Sabía que Nietzsche tenía razón. Dejó
de oponer resistencia y volvió la atención sobre sí mismo. «¿He
consumado yo mi vida? He logrado mucho, más de lo que nadie podía
haber esperado de mí. Éxito material, éxito científico, familia, hijos...
pero ya hemos repasado todo eso antes.
-Evita usted todavía mi pregunta, Josef. ¿Ha vivido usted su
vida? ¿O ha sido vivido por ella? ¿La ha elegido? ¿O le escogió ella a
usted? ¿La ha amado? ¿O se arrepiente de ella? A eso es a lo que me

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

refiero cuando pregunto si ha consumado usted su vida. ¿La ha


aprovechado usted? ¿Recuerda aquel sueño en el que su padre
permanecía rezando, sin poder hacer nada, mientras estaba
sucediendo una calamidad a su familia? ¿No es usted como él? ¿No
permanece usted sin poder hacer nada, apenado por la vida que
nunca vivió?
Breuer sintió que la presión aumentaba. Las preguntas de
Nietzsche se le venían encima; no tenía defensa contra ellas. Apenas
si podía respirar. Su pecho estaba a punto de estallar. Dejó de
caminar por un momento y respiró profundamente tres veces antes
de responder.
-Estas preguntas... ¡usted conoce la respuesta! ¡No, yo no he
elegido! ¡No, yo no he vivido la vida que he querido! He vivido la vida
que me ha sido asignada. Yo, el yo real, ha sido recubierto por la vida
que he vivido.
-Y eso es, Josef, estoy convencido, la fuente primaria de su
angustia. Y esa presión precordial es debida a que su pecho explota
por la vida no vivida. Y su corazón marca el paso del tiempo. Y la
codicia del tiempo es por la eternidad. El tiempo devora y devora y no
devuelve nada. ¡Qué terrible es oírle decir que usted vivió la vida que
le ha sido asignada! ¡Y qué terrible afrontar la muerte sin haber
reivindicado nunca la libertad, incluso con todo su peligro!
Nietzsche estaba asentado con firmeza en su púlpito, haciendo
sonar su voz profética. Una ola de decepción se cernió sobre Breuer;
sabía ahora que no había ayuda para él.
-Friedrich -dijo-, estas son frases altisonantes. Las admiro.
Remueven mi ánimo. Pero están lejos, alejadas de mi vida. ¿Qué
significa la reivindicación de la libertad en la situación de cada día?
¿Cómo puedo ser yo libre? No es lo mismo que con usted, un joven
soltero que ha renunciado a una sofocante carrera universitaria. ¡Es
demasiado tarde para mí! Yo tengo familia, empleados, pacientes,
estudiantes. ¡Es demasiado tarde! Podemos hablar una eternidad,
pero no puedo cambiar mi vida: está entretejida demasiado
estrechamente con el hilo de otras vidas.
Hubo un largo silencio, que rompió Breuer, con voz cansada.
-Pero no puedo dormir, y ahora no puedo soportar esta presión
en mi pecho-. El viento helado atravesaba su abrigo; sintió un
estremecimiento y se envolvió en su bufanda, ajustándosela más en
torno al cuello.
Nietzsche, en un raro gesto, le cogió el brazo.
-Amigo mío -susurró-, yo no puedo decirle cómo vivir de forma
diferente porque, si lo hiciera, usted estaría viviendo todavía la
concepción de otro. Pero, Josef, hay algo que puedo hacer. Puedo
hacerle un regalo, el regalo de mi pensamiento más brillante, mi
pensamiento de pensamientos. Quizá puede ser de algún modo
familiar para usted, ya que lo esbocé brevemente en Humano,
demasiado humano. Este pensamiento será la fuerza rectora de mi
próximo libro, quizás de todos mis libros futuros.

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

Su voz había bajado, adoptando un tono solemne, majestuoso,


como si significara la culminación de alguna cosa anterior. Los dos
hombres caminaban cogidos del brazo. Breuer miraba hacia delante,
como si esperara las palabras de Nietzsche.
-Josef, trate de aclarar su mente. ¡Imagine este experimento
mental! ¿Qué pasaría si algún demonio fuera a decirle que esta vida,
como ahora la vive y la ha vivido en el pasado, tendrá que vivirla una
vez más, e innumerables veces más; y que no habrá nada nuevo en
ello, pero que cada pena y cada alegría, y todo aquello inenarrable,
pequeño o grande, de su vida volverá a usted, todo en la misma
sucesión y secuencia: incluso este viento, y estos árboles, y esa
resbaladiza pizarra, incluso el panteón y el terror, incluido este
amable momento con usted y yo, cogidos del brazo, murmurando
estas palabras?
Como Breuer permanecía en silencio, Nietzsche continuó:
-Imagine el eterno reloj de arena de la existencia vuelto a girar,
una vez y otra, y otra. Y cada vez, también vueltos a girar usted y yo,
como simples motas que somos.
Breuer hizo un esfuerzo para entenderle.
-Cómo es esta fantasía.
-Es más que una fantasía -insistió Nietzsche-, realmente más
que un experimento mental. ¡Escuche tan sólo mis palabras! ¡Borre
de la mente todo lo demás! Piense en el infinito. Mire tras usted;
imagine que está mirando infinitamente lejos en el pasado. El tiempo
se extiende hacia atrás por toda la eternidad. Y, si el tiempo se
extiende infinitamente hacia atrás, ¿no debe haber sucedido ya todo
lo que puede suceder? Todo lo que pasa ahora, ¿no debe haber
seguido este camino con anterioridad? Todo lo que aquí camina, ¿no
debe haber caminado por este sendero antes? Y si todo ha pasado
antes en la infinitud del tiempo, entonces, ¿qué piensa usted, Josef,
de este momento, de nuestro susurrar conjunto bajo esta bóveda de
árboles? ¿No debe esto, también, haber venido antes? Y el tiempo
que se extiende hacia atrás infinitamente, ¿no debe también
extenderse hacia delante por toda la eternidad? ¿No debemos
nosotros, en este momento, en cada momento, volver a ocurrir
eternamente?
Nietzsche guardó silencio, para darle tiempo a Breuer de
asimilar este mensaje. Era mediodía, pero el cielo había oscurecido.
Empezaba a caer una nieve ligera. El carruaje y Fischmann
aparecieron a la vista.
En su vuelta hacia la clínica, los dos hombres resumieron su
discusión. Nietzsche reclamaba que, aunque lo hubiera formulado en
términos de un experimento mental, su supuesto del eterno retorno
podría ser probado científicamente. Breuer se mostraba escéptico
sobre la prueba de Nietzsche, la cual se basaba en dos principios
metafísicos: que el tiempo es infinito, y la fuerza (la base del
universo) es finita. Dado un número finito de estados potenciales del
mundo, y una cantidad infinita de tiempo que ha pasado, se sigue,

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Psicología y Literatura

según Nietzsche, que todos los estados posibles deben haber ocurrido
ya; y que el estado presente debe ser una repetición; y, de la misma
manera, lo que da origen a algo y aquello mismo que es originado, y
así sucesivamente, se remonta hacia el pasado y sigue adelante hacia
el futuro.
La perplejidad de Breuer iba en aumento.
-¿Quiere usted decir que mediante las puras ocurrencias
aleatorias, este momento preciso habría ocurrido previamente?
-Piense en el tiempo que ha existido siempre, el tiempo
extendiéndose hacia atrás por toda la eternidad. En tal tiempo
infinito, ¿no deben haberse repetido a sí mismas las recombinaciones
de todos los sucesos que constituyen el mundo?
-¿Como un gran juego de dados?
-¡Precisamente! ¡El gran juego de dados de la existencia!
Breuer continuó cuestionando la prueba cosmológica de
Nietzsche del eterno retorno. Aunque Nietzsche respondía a cada
objeción, al final se impacientó y alzó sus manos.
-Una y otra vez, Josef, ha pedido usted una ayuda concreta.
¿Cuántas veces me ha pedido que fuera relevante, que le ofreciera
algo que pudiera cambiarle? Ahora le doy lo que usted solicita, y
usted lo ignora perdiéndose en los detalles. Escúcheme, amigo mío,
escuche mis palabras, esto es lo más importante de todo lo que
alguna vez pueda llegar a decirle: ¡permita que este pensamiento
tome posesión de usted, y le prometo que le cambiará para siempre!
Breuer permanecía inconmovible.
-¿Pero cómo puedo creer sin pruebas? No puedo evocar una
creencia. ¿He abandonado yo una religión para abrazar a otra?
-La prueba es extremadamente compleja. Todavía está
inacabada y requerirá años de trabajo. Y ahora, como resultado de
nuestra discusión, no estoy seguro de si incluso debería tomarme la
molestia de dedicar el tiempo a resolver la prueba cosmológica:
quizás otros, también, la utilizarán como una distracción. Quizá, como
usted, se perderán en las complejidades de la prueba e ignorarán el
aspecto crucial, las consecuencias psicológicas del eterno retorno.
Breuer no dijo nada. Miró a través de la ventanilla del carruaje y
sacudió levemente la cabeza.
-Permítame adoptar otro camino -continuó Nietzsche-. ¿No me
concederá usted que es probable el eterno retorno? No, espere, ¡no
necesito ni eso! Vamos a decir simplemente que es posible, o
meramente posible. Eso es suficiente. ¡Ciertamente es más posible y
más probable que el cuento de hadas de la eterna condenación! ¿Qué
pierde usted con considerarlo una posibilidad? ¿No puede usted
pensar en ello, entonces, como la «apuesta de Nietzsche»?
Breuer asintió con un gesto.
-Le conmino, entonces, a considerar las implicaciones para su
vida del eterno retorno, no de forma abstracta, sino ahora, hoy, ¡en el
sentido más concreto!
-Usted sugiere -dijo Breuer-, que cada acción que lleve a cabo,

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Psicología y Literatura

cada dolor que experimente, será experimentado por toda la


eternidad?
-Sí, el eterno retorno significa que cada vez que usted escoge
una acción, debe estar dispuesto a escogerla por toda la eternidad. Y
ocurre lo mismo para cada acción no llevada a cabo, cada
pensamiento que no llegó a ver la luz, cada elección evitada. Y toda la
vida no vivida permanecerá, henchida, en su interior, sin ser vivida
por toda la eternidad. Y la voz desatendida de su conciencia le gritará
para siempre.
Breuer estaba mareado; era difícil escuchar. Trataba de
concentrarse en los enormes bigotes que oscilaban hacia arriba y
hacia abajo con cada palabra. Dado que su boca y labios estaban
completamente ocultos, no se podía prevenir la llegada de las
palabras. Ocasionalmente su mirada se cruzaba con los ojos de
Nietzsche, pero eran demasiado severos, y desviaba su atención
hacia la carnosa pero potente nariz, o la dirigía hacia arriba, hacia las
pobladas y prominentes pestañas que parecían bigotes oculares.
Breuer finalmente acertó con la pregunta:
-Así pues, tal y como lo entiendo, ¿el eterno retorno promete
una forma de inmortalidad?
-¡No! -dijo Nietzsche con vehemencia-. Yo enseño que la vida no
debería nunca ser modificada, o sofocada, por la promesa de algún
otro tipo de vida en el futuro. Lo que es inmortal es esta vida, este
momento. No existe una vida después de muertos, ni una meta hacia
la que apunte esta vida, ni un tribunal o un juicio apocalípticos. Este
momento existe para siempre, y usted, solo, es su único público.
Breuer se estremeció. A medida que las escalofriantes
implicaciones de la propuesta de Nietzsche se hacían más claras, dejó
de resistirse y, en lugar de ello, entró en un estado de extraña
concentración.
-Así pues, Josef, lo digo una vez más, permita que este
pensamiento tome posesión de usted. Ahora tengo una pregunta que
hacerle: ¿Odia la idea? ¿O la ama?
-¡La odio! -contestó Breuer casi gritando-. Vivir para siempre
con la sensación de que no he vivido, de que no he probado la
libertad; la idea me horroriza por completo.
-Entonces -le exhortó Nietzsche-, ¡viva de tal modo que ame
usted la idea!
-Todo lo que yo amo ahora, Friedrich, es el pensamiento de que
he cumplido con mi deber hacia los demás.
-¿Deber? ¿Puede el deber anteponerse a su amor por usted
mismo y por su propia búsqueda de una libertad sin condiciones? Si
usted no se ha realizado a sí mismo, entonces «deber» es meramente
un eufemismo para utilizar a los demás para su propia prolongación.
Breuer hizo acopio de energía para una refutación más.
-Hay una cosa que se llama deber hacia los demás, y yo he sido
fiel a ese deber. Ahí, al menos, tengo el coraje de mis convicciones.
-Mejor, Josef, mucho mejor, tener el coraje de cambiar sus

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

convicciones. Deber y fidelidad son farsas, cortinas para esconderse


detrás. La autoliberación significa un sagrado no, incluso al deber.
Asustado, Breuer miró fijamente a Nietzsche.
-Usted quiere llegar a ser usted mismo -continuó Nietzsche-.
¿Cuántas veces le he oído decir eso? ¿Cuántas veces se ha lamentado
usted de que nunca ha conocido su libertad? Su divinidad, su deber,
su fidelidad: estos son las barrotes de su prisión. Usted perecerá de
tales pequeñas virtudes. Debe aprender a conocer su maldad. Usted
no puede ser parcialmente libre: sus instintos, también, están
sedientos de libertad; sus perros salvajes en el sótano ladran por la
libertad. Escuche con más atención, ¿puede usted oírlos?
-Pero yo no puedo ser libre -imploró Breuer-. He hecho sagrados
votos de matrimonio. Tengo un deber que cumplir con mis hijos, mis
estudiantes, mis pacientes.
-Para hacer hijos debe usted primero hacerse a sí mismo. De
otro modo, buscará los hijos en las necesidades animales, o en la
soledad, o para tapar sus propias deficiencias. Su tarea como padre
no es producir otro yo, otro Josef, sino algo más elevado. Es producir
un creador.
-¿Y su mujer? -Nietzsche prosiguió inexorable-. ¿No es ella tan
prisionera de este matrimonio como usted? El matrimonio no debería
ser una prisión, sino un jardín en el que se cultivara algo más
elevado. Quizás el único modo de salvar su matrimonio es terminar
con él.
-He hecho sagrados votos de matrimonio.
-El matrimonio es algo grande. Es una gran cosa ser dos para
siempre, para seguir queriéndose. Sí, el matrimonio es sagrado. Y sin
embargo ... -la voz de Nietzsche se fue apagando.
-¿Y sin embargo? -preguntó Breuer.
-El matrimonio es sagrado. Sin embargo -la voz de Nietzsche
sonó dura- ¡es mejor romper el matrimonio que ser destrozado por él!
Breuer cerró los ojos y quedó sumido en profundos
pensamientos. Ninguno volvió a hablar durante el resto del viaje.

Notas de Friedrich Nietzsche sobre el doctor Breuer,


16 de diciembre de 1882
Un paseo que empezó soleado y acabó oscurecido. Quizá nos
adentramos demasiado en el cementerio. ¿Deberíamos haber regresado
antes? ¿Le he proporcionado una idea demasiado poderosa? El eterno
retorno es un mazo poderoso. Destrozará a aquellos que no están
preparados todavía para ella.
¡No! Un psicólogo, un esclarecedor de almas, necesita ser inflexible
más que ningún otro. De lo contrario quedará abotagado por la piedad. Y su
alumno ahogado en un charco de agua.
Sin embargo, al final de nuestro paseo, Josef parecía profundamente
presionado, apenas capaz de conversar. Algunos no nacen fuertes. Un
verdadero psicólogo, igual que un artista, debe amar su paleta. Quizás era
necesaria más amabilidad, más paciencia. ¿No habré quitado los ropajes

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Psicología y Literatura
antes de enseñar cómo tejer un nuevo vestido? ¿Le he enseñado «libertad
respecto a» sin haberle enseñado «libertad para»?
No, un guía debe ser una reja en el torrente, pero no debe ser una
muleta. El guía debe dejar al descubierto las huellas que se extienden ante
el alumno. Pero no debe elegir el camino.
«Sé mi maestro -solicita-. «Ayúdame a superar la desesperación.»
¿Ocultaré yo mi sabiduría? ¿Y la responsabilidad del alumno? Debe curtirse
para el frío, sus dedos deben asir la reja, debe perderse muchas veces, o
equivocar el camino antes de encontrar el correcto.
En las montañas, sólo yo sigo el camino más corto, desde una cima a
la otra. Pero los alumnos pierden su camino cuando me adelanto
demasiado. Debo aprender a acortar el paso. Hoy puedo haber ido
demasiado rápido. Desentrañé un sueño, separé una Bertha de la otra, volví
a enterrar la muerte, y enseñé a morir en el momento oportuno. Y todo esto
no fue sino un intento de acercamiento al poderoso tema del retorno.
¿Le he adentrado demasiado profundamente en el sufrimiento? A
menudo parecía demasiado afectado como para oírme. Sin embargo, ¿qué
es lo que desafié? ¿Qué destruí? ¡Tan sólo valores vacíos y creencias
vacilantes! ¡Aquello que se tambalea, uno debería derribarlo también!
Hoy comprendí que el mejor maestro es el que aprende de sus
alumnos. Quizá tiene razón sobre mi padre. ¡Qué diferente habría sido mi
vida si no lo hubiera perdido! ¿Puede ser cierto que mi crítica sea tan dura
debido a que le odio por haber muerto? ¿Y critico tan alto porque todavía
ansío un público?
Me preocupa su silencio al final. Sus ojos estaban abiertos, pero no
parecía ver. Apenas respiraba.
Sin embargo, yo sé que el rocío cae más fuerte cuando la noche es
más silenciosa.

Capítulo 5
La novela psicológica

P. D. James, la excelente escritora británica, comienza sus


novelas con una visión del lugar del que surgen su argumento y sus

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personajes. Otros novelistas comienzan con la trama o con los


personajes. Conozco a un escritor que era incapaz de acabar una
novela como no fuera trasladando a los personajes, dialogando
todavía entre sí, y plantificándolos en un libro totalmente diferente.
Mi novela Lying on the Couch, así como El día que Nietzsche
lloró, no están ni impulsadas por el lugar, ni por el argumento, ni por
el personaje. Están impulsadas por la idea. Intenté que El día que
Nietzsche lloró fuera una indagación sobre el enfoque existencial de
la psicoterapia. En Lying on the Couch tenía la intención de explorar
algunas ideas fundamentales sobre la relación terapéutica.
Toda investigación sobre la naturaleza de la relación
terapéutica, tarde o temprano, conduce a lo dicho por Carl Rogers: es
la relación la que cura. Esa noción, quizás el axioma más fundamental
de la psicoterapia -y «axioma» no es un término demasiado fuerte-
plantea que la fuerza transformadora en el proceso de cambio
personal la constituye la naturaleza, la textura, de la relación entre
paciente y terapeuta. Otras consideraciones (por ejemplo, la escuela
ideológica a la que pertenece el terapeuta, el contenido real de la
discusión terapéutica, o las técnicas empleadas, tal como la libre
asociación, o la reconstrucción de la infancia, o el psicodrama) son
bastante secundarias.
Carl Rogers no solamente demostró el carácter fundamental de
la relación terapéutica, sino que también identificó las características
específicas de la relación exitosa, concretamente, que el terapeuta
eficaz se relaciona con el paciente de un modo genuino, de apoyo
incondicional, y de precisa empatía,
Estas conclusiones, fundamentales para la práctica terapéutica
durante décadas, parecen más allá de toda discusión; no sólo porque
estén apoyadas por tantas pruebas empíricas, sino por lo verdaderas
que parecen, por ser tan autoevidentes. Sin embargo, vamos a sacar
las variables de las escalas de evaluación de la investigación y a
considerar su aparición en vivo. Imaginemos una hora de
psicoterapia. Las cabezas andan a la par, un terapeuta y un paciente
conversan sobre temas importantes. El paciente revela asuntos
íntimos. El terapeuta responde con empatía, apoyo, clarificaciones, e
interpretaciones. ¿Es ésta una relación genuina?
En el pasado era más fácil identificar lo genuino, o al menos la
ausencia de lo genuino. El arcaico analista con una máscara de
inexpresión no se relacionaba genuinamente. Pero hoy en día la
mayoría de terapeutas, afortunadamente, se abstienen de tal papel y,
en lugar de ello, interactúan de forma directa con sus pacientes,
revelando más cosas de sí mismos. De ahí que la determinación de lo
genuino en la práctica contemporánea sea más compleja y sutil.
¿Cómo se comporta el terapeuta genuino, o «auténtico»? ¿Abandona
toda la parafernalia que acompaña su papel profesional y se hace
«real» en la situación terapéutica? ¿Real, tanto dentro de la hora de
terapia, como fuera de ella? ¿Y qué hay sobre los honorarios? ¿Es la
terapia simplemente amistad comprada? ¿Deberían correr parejos la

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autorrevelación y el compromiso? ¿Opinan los terapeutas


profundamente sobre sus clientes? ¿Aman a sus pacientes? ¿Se
aprovechan, psicológicamente, de la terapia que ofrecen a los
demás?

TRANSPARENCIA

De un modo irreverente y desenfadado, Lying on tbe Couch


explora estos enojosos problemas. Intenta iluminar los aspectos
centrales de la relación paciente-terapeuta a través de un enfoque
sostenido por la transparencia del terapeuta. Hay un debate en curso
en la especialidad sobre la autorrevelación del terapeuta. ¿Deberían
los terapeutas compartir abiertamente sus sentimientos en la terapia?
¿Los sentimientos, respecto a sí mismos? ¿Relativos a sus propias
vidas? ¿Los sentimientos hacia sus pacientes? El tema de la
transparencia se introduce en uno de los parágrafos iniciales de Lying
on the Couch. Aquí Ernest Lash, el protagonista, rinde homenaje a sus
antepasados en la psicoterapia.

«Gracias, gracias», diría como en una letanía Ernest. Les daba las
gracias a todos ellos, a todos los curanderos que se habían cuidado
de la desesperación. Primero, los antecesores primitivos, con sus
perfiles celestiales apenas visibles: Jesús, Buda, Sócrates. Tras ellos,
algo más definidos, los grandes precursores: Nietzsche, Kierkegaard,
Freud, Jung. Aún más próximos, los abuelos de la terapia: Adler,
Horney, Sullivan, Fromm y el rostro agradable y sonriente de Sandor
Ferenczi.

Observe la última frase. ¿Por qué ese extra de quitarse el


sombrero ante Sandor Ferenczi? Precisamente debido a la fascinación
de Ernest hacia la transparencia del terapeuta. Sandor Ferenczi
(1873-1933), un psicoanalista húngaro, fue miembro del círculo
íntimo de Freud y probablemente el profesional más próximo a él, y
su confidente personal. Básicamente pesimista sobre la terapia, Freud
no estaba fuertemente comprometido con la experimentación de la
técnica terapéutica. Por naturaleza, se sentía más atraído por las
cuestiones especulativas sobre la aplicación del psicoanálisis para la
comprensión de los orígenes de la cultura. De todos los psicoanalistas
de su círculo más próximo, Sandor Ferenczi era el más implacable y
audaz en la búsqueda para mejorar la técnica del terapeuta.
Nunca fue más audaz que en un experimento radical sobre la
transparencia, en 1932, donde llevó hasta el límite la autorrevelación
del terapeuta. Este experimento, al que se refirió como «mutuo
análisis», constaba de su análisis de un paciente, durante una hora, y
del análisis que el paciente le hacía a él durante la hora siguiente. 90 El
experimento de Ferenczi fracasó, naufragando en los traicioneros
90
S. Ferenczi, The Clinical Journals of Sandor Ferenczi, Cambridge, Harvard Univ.
Press, 1988.

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

arrecifes del análisis temprano. Hubo, por ejemplo, complicaciones en


torno al tema de la libre asociación y la confidencialidad: a Ferenczi le
parecía que él no podía realizar la libre asociación con un paciente sin
tener que compartir sus pensamientos sobre sus otros pacientes
sometidos a análisis. Y Ferenczi se preocupó por la facturación:
¿quién debería pagar a quién? Finalmente se desanimó y abandonó el
experimento. Su decepcionada paciente creyó que Ferenczi no
deseaba continuar porque temía tener que admitir que estaba
enamorado de ella. Ferenczi sostenía la opinión contraria: que él no
deseaba expresar el hecho de que la odiaba.
Por un momento consideré la posibilidad de utilizar a Ferenczi
como un personaje de la novela y alternar la acción entre el presente
y el año 1932. Como preparación, leí toda la ficción que pude localizar
y estaba disponible en los dos períodos de tiempo, pero finalmente
abandoné la idea porque nunca encontré un recurso novelístico
satisfactorio para ligar entre sí las dos épocas. (Recursos típicos tales
como el descubrimiento de un viejo manuscrito, leído en otra época, o
personajes de una diferente época que habitan la misma casa,
parecían demasiado precarios como soporte de una novela sobre la
psicoterapia.) Finalmente, di cuerpo a una idea de Ferenczi, no a su
persona, con el argumento en el que mi protagonista tiene que
reconstruir el experimento de Ferenczi en los tiempos actuales.
Lying on the Couch se inicia con una sesión de terapia en la que
Ernest Lash se enfrenta a un dilema relativo a su grado de
transparencia. Durante cinco largos años ha estado tratando a Justin,
quien originariamente vino en petición de ayuda al dejar un
matrimonio horrendo. Durante meses, Ernest investigó
desapasionadamente la dinámica del matrimonio: la agresividad
pasiva de Justin, su papel en la discordia marital, su incitación a la
conducta irracional de su mujer, la elección original de su pareja, y su
falta de disposición para dejar el matrimonio. Después de una
exploración exhaustiva, Ernest finalmente llegaba a estar de acuerdo
con ]ustin: éste era, en efecto, un matrimonio infernal. A partir de
entonces, durante un período de dos años, hizo todo lo que una
persona podía hacer para persuadir a otra para que actuara: aconsejó
a Justin, le animó, le exhortó, analizó su resistencia. Pero no funcionó
nada, y el desalentado Ernest abandonó. «Este hombre es inamovible
-declaró-, «está pasivo, desesperadamente atascado, es un peso
muerto, clavado en tierra; nunca dejará su matrimonio.» Y de este
modo Ernest rebajaba sus objetivos y se resignaba a una terapia de
«contención», de más apoyo.
Más adelante, en el primer capítulo, ]ustin entra con aire
despreocupado a su hora de terapia y casi de pasada le dice a Ernest:
«Oh, sí, dejé a mi mujer la pasada noche». Naturalmente Ernest tiene
sentimientos confusos: por un lado, le satisface que su paciente haya
dado el paso, tanto tiempo aplazado, de la liberación; por otro lado,
se siente enojado al ser informado de ello con tanta indiferencia. Y
todavía más enojado cuando, unos minutos más tarde, Justin le

184
Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

cuenta que el día anterior la joven con la que estaba teniendo una
aventura amorosa le había dicho: «Es hora, Justin, de dejar a tu
mujer». Y así lo hizo, aquella misma tarde.
Ernest piensa, a su pesar: «Yo aquí, uno de los principales
terapeutas de San Francisco, rompiéndome los cuernos durante cinco
años para persuadirle de que dejara su matrimonio y esta imbécil
jovencita simplemente dice, "Es hora", y Justin lo hace de inmediato».
Y Ernest se enerva todavía más cuando Justin se pone a reflexionar
sobre la vida mucho más práctica que podría llevar si pudiera
permitirse comprar un apartamento, con sólo que tuviera todavía los
ochenta mil dólares que se había gastado en la terapia en los últimos
años.
Justin detecta el estado de ánimo de Ernest bastante
acertadamente y se enfrenta a él por no alegrarse de la positiva
decisión que su paciente ha adoptado. En un intento de protegerse y
de mantener la alianza terapéutica, Ernest rechaza autojustificándose
la observación de Justin. Más tarde, aquella misma tarde, mientras
revisa la hora de terapia, se da cuenta de que, sin más ni más, había
desmentido la precisa percepción de su paciente sobre un suceso. Si
un objetivo de la terapia es mejorar la prueba de realidad de un
paciente, reflexiona Ernest, entonces es difícil escapar a la conclusión
de que no había estado precisamente implicado en la terapia, sino en
la contraterapia.
Después de estar dándole más vueltas al asunto de la
duplicidad de su conducta, Ernest decide ser más sincero en su
relación con los pacientes. Toma la decisión de una plena, incluso
radical, autorrevelación: seguirá el experimento de la transparencia
de Ferenczi, de 1932, con el primer paciente nuevo que aparezca en
su consulta. Pero establecerá condiciones más sensatas, menos
heroicas: en lugar de horas alternas de asociación libre con el
paciente, él será sincero sistemáticamente en cada transacción,
durante cada hora de terapia. El experimento de ensayo y error de
Ernest continúa a lo largo de la novela y le enseña muchas cosas
-tanto positivas como negativas- sobre las consecuencias de una
mayor transparencia en la terapia.
A pesar de las secuencias burlescas en muchas secciones de
Lying on tbe Couch, mi actitud hacia la transparencia es
completamente seria y las reglas sobre la autorrevelación del
terapeuta con las que Ernest se encuentra se citan como directrices
útiles para la práctica clínica. Siempre he tenido la sensación de que
la franqueza en la terapia aumenta la eficacia del tratamiento. Los
terapeutas adoptan en su trabajo, demasiado a menudo, una postura
impenetrable: ya sea para ajustarse al mandato de Freud de la
máscara inexpresiva (una regla que el propio Freud no siguió en su
trabajo analítico) o para protegerse a sí mismos de un
autodescubrimiento excesivo, o de una excesiva implicación o fatiga.
Otros terapeutas permanecen impenetrables porque se toman en
serio las palabras del Gran Inquisidor de Dostoievsky, quien insistía

184
Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

en que los seres humanos en realidad desean magia, misterio y


autoridad. En consecuencia, estos terapeutas intentan curar a través
de la autoridad y emplean viejas técnicas autoritarias: los placebos;
prescripciones latinas; la bata blanca, los ensalmos, y el ritual de los
remedios médicos.
Siempre he creído que la psicoterapia es un proceso
intrínsecamente bueno que no necesita apoyarse en la parafernalia
de la autoridad. En realidad, en la medida en que la terapia se
concibe como un proceso de crecimiento y esclarecimiento personal,
considero contraproducente apelar a la autoridad.
Los terapeutas frecuentemente se sienten alarmados con la
idea de la transparencia y se desentienden de ella porque consideran
que les exige que revelen gran cantidad de cosas sobre su vida
personal, tanto la pasada como la presente. Sin embargo, como
descubre Ernest, hay otros aspectos de la autorrevelación que son
mucho más cruciales para el éxito terapéutico. En la novela me
centro particularmente en dos: (1) la transparencia que concierne al
proceso terapéutico mismo y (2) la transparencia que incumbe a la
experiencia del aquí-y-ahora del terapeuta.
El proceso de ser transparente sobre el procedimiento
terapéutico empieza incluso antes de la primera hora, empieza con la
preparación de la terapia. Algunas de mis primeras investigaciones
dernostraron que una preparación sistemática de la terapia de grupo
(que incluye una discusión lúcida sobre la racionalidad y la mecánica
de la terapia) influye significativamente en la eficacia de la terapia de
grupo. Otros han demostrado que la preparación tiene el mismo
efecto beneficioso en el marco de la terapia individual.
Los terapeutas que son transparentes en su experiencia del
aquí-y-el ahora revelan al paciente sus sentimientos inmediatos en el
momento en que se producen. Pueden decir que se sienten distantes
o próximos al paciente; o conmovido, desplazado, criticado en cada
ocasión; o ensalzado, idealizado, o evitado por el paciente. Hay
ejemplos de esto en casi cada página de Lying on the Couch. Me tomo
la transparencia del terapeuta muy seriamente y he experimentado, a
lo largo de mi carrera, con una serie de técnicas diseñadas para
fomentar e intensificar la transparencia. Describiré algunas de estas
técnicas.
Una técnica de transparencia que he utilizado es la «terapia
múltiple». En un artículo en el que discuto esta forma de enseñanza,
describo cómo un colega y yo, y varios estudiantes, nos encontramos
con un solo paciente y trabajamos juntos como grupo, centrándonos a
veces en el paciente y otras veces en el proceso de grupo (esto es, en
la naturaleza de la relación entre los miembros del grupo). Nuestra
franqueza demostró tanto a los estudiantes como a los pacientes que
la confusión y el misterio eran innecesarios.91
91
I. D. Yalom y J. Handlon, «The Use of Multiple Therapists in the Teaching of
Psychiatric Residents», en Journal of Nervous and Mental Disorders 141, 1966, págs.
684-692.

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

Otro ejercicio de transparencia que he empleado es la discusión


abierta de lo ya discutido en el grupo. En la mayor parte de los
programas de formación de terapia de grupo, los estudiantes
observan a los grupos terapéuticos a través de espejos
bidireccionales, o a través de un monitor de televisión, y discuten la
sesión, una vez que ésta se ha completado. Los miembros de la
terapia de grupo permiten la observación, pero generalmente se
ofenden por ello, puesto que aumenta su incomodidad y
autoconciencia.
Sin embargo, al estar dispuestos a incrementar su
transparencia, los terapeutas pueden transformar la observación, y,
de ser un recurso de enseñanza limitado puede convertirse en una
parte integral de la terapia. Hace mucho que llevo a cabo la práctica
de invitar a los miembros del grupo a que observen la nueva
discusión que los estudiantes hacen de la reunión de grupo: algunas
veces los estudiantes y los miembros del grupo cambian de aula para
la sesión posterior. Según mi experiencia, esta forma activa
invariablemente tanto la terapia como la enseñanza.92
En mi modelo de grupos de terapia con pacientes hospitalizados
utilizo un enfoque similar: hacia el final de la sesión adoptamos una
forma de «pecera»: los estudiantes que observan y los conductores
del grupo forman un círculo en el interior y revisan la sesión de grupo,
en presencia de los miembros del grupo, durante diez minutos. 93
Entonces, en los diez minutos finales, los miembros del grupo
discuten los sentimientos suscitados por esta revisión. Muy
frecuentemente, la nueva discusión de lo que ha dado de sí el grupo
hace surgir tantos temas y tanta afectividad, que los participantes
consideran los diez minutos finales de la sesión como la parte más
provechosa del encuentro.
Otro de los beneficios de tales formas de enseñanza es que los
pacientes respetan más la empresa terapéutica si observan al
terapeuta y a los estudiantes de terapia implicados personalmente en
el mismo discurso sincero que ellos alíentan en su terapia.
Al principio de este volumen, en un informe sobre alcohólicos
en la terapia de grupo, describí la práctica de enviar por correo mis
resúmenes de cada encuentro de grupo con los pacientes externos,
antes de la sesión siguiente. Entre otros propósitos, los resúmenes
sirven para suministrar un vehículo para la transparencia del
terapeuta: incluyo comentarios sobre mis sentimientos personales y
las observaciones de la reunión. Reviso las intervenciones que hice:
aquellas que considero importantes, aquellas que deseé hacer
durante la sesión, pero que no hice, y aquellas que me arrepiento de
haber hecho.
Generalmente, en los grupos de terapia existe un mandato

92
I. D. Yalom. The Theory and Practice of Group Psychotherapy, 4ta. edición, Nueva
York, Basic Books, 1995, págs 514-515
93
I. D. Yalom, Inpatient Group Psychotherapy, Nueva York, Baste Books, 1983, págs
259- 274.

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

particularmente claro para que los terapeutas sean más interactivos y


transparentes. Esto es necesario por dos razones: primero, porque los
conductores del grupo son pararrayos para muchos sentimientos
poderosos, que deben elaborarse a través de sus relaciones con
muchos de los miembros del grupo; segundo, porque el
comportamiento de los conductores del grupo -a través del
mecanismo de modelado- es un instrumento para la conformación de
las normas del grupo.
Aunque la mayor parte de mis escritos se ha centrado en la
terapia de grupo, creo que la transparencia no es menos importante
en el marco de la terapia individual, donde los terapeutas deben estar
predispuestos a ser abiertos sobre los mecanismos de la terapia y
sobre sus propios sentimientos en el aquí-y-el ahora. Nada de lo que
haga el terapeuta tiene prioridad, desde mí punto de vista, sobre la
construcción de una relación de confianza con el paciente. He creído
desde hace mucho tiempo que las otras actividades en la terapia -por
ejemplo, la exploración del pasado y la construcción de una narrativa
vital unificada- son valiosas tan sólo en la medida en que mantengan
al terapeuta y al paciente unidos en un empeño interesante,
mutuamente valorado, mientras la fuerza curativa real, la relación
terapéutica, germina y echa raíces.
Mi propia autorrevelación, especialmente sobre los sentimientos
sobre el aquí-y-el ahora, casi invariablemente ha hecho más profunda
la relación terapéutica; hasta donde yo sé, lo opuesto no ha ocurrido
nunca: la terapia nunca se ha visto perjudicada porque me haya
sincerado en exceso. En mi práctica, muy frecuentemente, veo a
pacientes que han tenido una terapia anterior insatisfactoria. Una y
otra vez les oigo expresar la misma queja: su terapeuta era
demasiado impersonal, demasiado poco participativo, demasiado
rígido. Casi nunca he oído a un paciente criticar a un terapeuta por
ser demasiado abierto, sincero o interactivo.
El efecto saludable de la transparencia del terapeuta es el
verdadero centro de Lying on the Couch, a medida que Ernest
continúa obstinadamente con el experimento que, sin saberlo él, es
representado en la circunstancia más desfavorable posible: en la
terapia de un paciente obligado a la duplicidad.

LÍMITES TERAPÉUTICOS

Otro tema principal sobre la relación terapeuta-paciente que


exploro en Lying on the Couch es la cuestión de los limites
apropiados. ¿Puede ser genuina una relación y, sin embargo, al
mismo tiempo, ser limitada brusca y formalmente? ¿Los estrictos
límites de tiempo, la formalidad, y el intercambio monetario corroen
el carácter genuino de la relación? ¿Es un amigo el terapeuta? ¿Existe
afecto entre el terapeuta y el paciente? ¿Deberían los terapeutas
afectuosos tocar o coger alguna vez a sus pacientes? ¿Cuáles son los
límites sexuales, sociales, comerciales, financieros, apropiados de una

184
Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

relación terapéutica?
Estas preocupaciones contemporáneas no son tan sólo cruciales
y complejas; son también altamente explosivas. Con bastantes
pleitos, bastantes casos de abusos declarados, llevados a cabo por los
terapeutas (y sacerdotes, maestros, médicos, agentes de policia,
contratistas, supervisores, gurús: por todo aquel que está involucrado
en una situación de desequilibrio de poder), parecía claramente
arriesgado discutir los límites en una novela irreverentemente
cómica. Intenté mantener una perspectiva equilibrada: por un lado,
para encarar la alarmante incidencia del abuso sufrido por los
pacientes, y por otro lado, para enfrentarse a la igualmente
alarmante reacción violenta por la vía legal que amenaza la
verdadera urdimbre de la relación terapéutica.
¿Qué tiene uno que pensar, por ejemplo, de los artículos en
revistas profesionales que proponen seriamente que todas las horas
de terapia sean grabadas en vídeo, con un equipo de cámaras de
seguridad continuamente en marcha, para proteger al paciente del
abuso sexual por parte del terapeuta, y al terapeuta de los falsos
cargos por parte del paciente? ¿Cómo tiene uno que responder a las
directrices moralistas que recomiendan la conducta apropiada,
patrocinadas oficialmente, que tantas organizaciones profesionales
envían por correo a los terapeutas? Estas publicaciones advierten que
los abogados suponen que ese humo anuncia el fuego y, en
consecuencia, instruyen a los profesionales en ejercicio para que, en
todo caso, pequen por exceso de formalidad; se debe llevar corbata;
acabar las sesiones con toda puntualidad; y (para los terapeutas del
sexo masculino) no dar cita a una paciente femenina a última hora
del día. (Pronto se hace uno lo suficientemente cauteloso como para
no citar a nadie a última hora del día.)
Todos estos factores han dado como resultado una nueva
psicoterapia defensiva. La profesión legal ha invadido tanto la
intimidad de la hora de terapia que los administradores no paran de
considerar la medida en que una cámara de televisión de seguridad
destruiría la esencia misma de la empresa terapéutica. Los
terapeutas en ejercicio dirigen las horas de terapia percibiendo la
presencia, como si estuviera ocupando un asiento junto a ellos, de un
abogado atento a los agravios que se puedan producir. Se enseña a
los estudiantes a que escriban sus notas sobre la marcha con todo
cuidado, como si un abogado hostil las estuviera leyendo. Los
terapeutas que han sido injustamente demandados -una cohorte en
crecimiento- se hacen menos abiertos, menos confiados.
Conozco a una competente psiquiatra, plenamente dedicada
-vamos a llamarla doctora Robertson- que trató con éxito a un
paciente con depresión, a base de antidepresivos, durante un año. El
paciente se negaba a someterse a psicoterapia o a tener más de una
visita al mes. La depresión del paciente surgió al cabo de un año y la
doctora Robertson probó sin éxito otros medicamentos. Exhortó al
paciente repetidas veces para que le visitara con más frecuencia y

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

para que iniciara la psicoterapia, pero el paciente rechazó verla, a ella


o a cualquier otro, en la terapia. En más de una ocasión, la doctora
Robertson consultó a otros colegas. Durante unos meses el paciente
hizo acopio de un alijo de píldoras para dormir y finalmente tomó una
sobredosis fatal; el suicida dejó una nota para su esposa con
instrucciones detalladas sobre los asuntos financieros de la familia. En
la última línea de la nota se leía: «¡Demanda a Robertson!».
La familia puso la demanda, ofreciéndole finalmente un
pequeño pago, por negligencia profesional, la compañía de seguros,
que deseaba acelerar el proceso y ahorrar en costos legales. Aunque
la doctora Robertson fue absuelta del cargo de negligencia, los dos
años del proceso legal le habían dejado agotada y desilusionada;
incluso consideró cambiar de profesión. Me cuenta que, cuando
entrevista a posibles nuevos clientes, una pregunta le viene ahora a
la cabeza invariablemente: «¿Me demandará esta persona?».
En Lying on the Couch quise explorar el tema de los límites
entre terapeuta y paciente en toda su complejidad; los riesgos y las
tentaciones, los deseos del terapeuta, los modos de evitar las
dificultades, los peligros para un paciente explotado. Sobre todo, traté
por todos los medios de comprender plenamente a cada una de las
dos personas del drama: quería explorar la profunda experiencia
subjetiva de cada participante sin precipitarme en culpar o linchar a
ninguno de ellos. Si los psicoterapeutas no intentan comprender la
conducta y la motivación en la situación terapéutica, ¿quién lo hará?
Por consiguiente, Lying on the Couch examina muchas
cuestiones controvertidas, incluso, por ejemplo, el delicado tema de
si, en el caso de que la relación sea genuina, la energía sexual puede
jugar un papel legítimo (no la conducta sexual) en el éxito de la
terapia. El sueño que describe una paciente a su terapeuta en la
novela resulta ilustrativo:

Soñé que usted y yo asistíamos juntos a una conferencia en un


hotel. En algún momento usted me sugería que tomara una
habitación contigua a la suya para que pudiéramos dormir juntos. De
modo que iba a recepción y disponía que se me cambiara la
habitación. Entonces un poco más tarde usted cambia de opinión y
dice que no es una buena idea. Así que yo vuelvo a recepción para
cancelar el cambio. Demasiado tarde. Todas mis cosas han sido
trasladadas a la nueva habitación. Pero resulta que la nueva
habitación es mucho más agradable, más grande, más espaciosa, con
mejores vistas. Y, también, mejor numerológicamente: el número de
la habitación, 929, era un número mucho más propicio para mí.

Este sueño (un sueño real de una de mis pacientes) sugiere


que, para algunos pacientes, la energía sexual puede jugar un
importante papel en el proceso terapéutico. El sueño sugiere que la
intensa intimidad de la relación (catalizada por la ilusión de una unión
sexual final) tiene como resultado un crecimiento personal
considerable en el paciente (su nueva habitación es más grande, más

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

agradable, con mejores vistas, y es numerológicamente más


ventajosa). Llegado el momento en que ella entiende la naturaleza
ilusoria de sus esperanzas de una unión, es demasiado tarde para
volver: los cambios positivos ya han tenido lugar.
Aunque estoy persuadido de que existe un papel en la relación
terapéutica para una gran intimidad, incluso para el amor, y aunque
soy franco y gráfico en mi discusión de los riesgos y las tentaciones
desde la perspectiva del terapeuta, no quiero minimizar ni excusar la
explotación y las perturbaciones sexuales por parte del terapeuta.
Una lectura poco cuidadosa de Lying on the Couch puede llevar al
lector a la conclusión de que estoy ofreciendo una apología del
terapeuta infractor. En absoluto. Estoy convencido de que, casi
invariablemente, una relación sexual entre un paciente y un
terapeuta es altamente destructiva para el paciente, e igualmente
destructiva para la conciencia, la autovalía, y la integridad del
terapeuta.

SUEÑOS

Otro tema terapéutico explorado en Lying on the Couch es la


relevancia y utilización de los sueños. Demasiados psicoterapeutas
contemporáneos desatienden los sueños en su trabajo. Muchos de
mis estudiantes evitan incluso pedir a sus pacientes que cuenten
sueños (así como fantasías). En alguna medida, ellos pueden ser los
que reaccionen al énfasis que ponen en la terapia breve las
organizaciones de mantenimiento de la salud, pero muchos nuevos
terapeutas, que tienen una formación menos formal que la pasada
generación de terapeutas, están, creo, turbados e intimidados por la
voluminosa y arcana literatura, sobre la interpretación de los sueños.
En consecuencia, en Lying on the Couch, he llevado a cabo un
intento deliberado de demostración de una aproximación pragmática
a la elaboración de los sueños. Trato de mostrar que los sueños son
útiles no por las comprensiones asombrosamente profundas que
emergen del análisis exhaustivo de un sueño, sino porque las
asociaciones de los pacientes con el sueño les conducen a
inesperados recuerdos, reflexiones y desvelamientos.
No he sido nunca capaz de inventar sueños convincentes en
mis escritos de ficción. Cada intento carece del requisito de lo
misterioso, lo raro, bien... de la cualidad de lo soñado. Por
consiguiente, todos los sueños de Lying on the Couch son reales.
Algunos de ellos son mis propios sueños, como éste (que le atribuyo
al protagonista, Ernest):

Estaba caminando con mis padres y mi hermano en un centro


comercial y decidimos ir a la planta superior. Me encontraba solo en
un ascensor. Fue un viaje largo, largo. Cuando salí, estaba a la orilla
del mar. Pero no podía encontrar a mi familia. Los buscaba una y otra
vez. Aunque era un lugar encantador -la orilla del mar siempre resulta

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura
un paraíso para mí- empiezo a sentirme dominado por el terror.
Entonces empecé a a ponerme una camisa de dormir con una cara
estampada, viva y sonriente, del oso Smokey. La cara se hace de
pronto más brillante, más tarde luminosa... pronto la cara se
convierte en el centro del sueño, como si toda la energía del sueño se
hubiera transferido a esa inteligente y sonriente cara del osito
Smokey.

No existía misterio alguno para mí en lo relativo a la fuente de


este sueño. Lo soñé inmediatamente después de haber pasado casi
toda la noche con un amigo moribundo. Su muerte me arrojó a la
confrontación con mi propia muerte (representada en el sueño por un
terror penetrante, por la separación de mí familia, y por mi largo
ascenso en el ascensor hasta una playa celestial).
Expreso mis sentimientos en las palabras de Ernest:

¡Qué fastidio, pensó Ernest, que su propio fabricante de sueños


hubiera adquirido participaciones del cuento de hadas del ascenso al
paraíso! ¿Pero, qué podía hacer él? El fabricante de sueños era su
propio señor, formado en los albores de su conciencia, y, obviamente,
estaba formado más por la cultura popular que por la voluntad.

El poder del sueño residía en la camisa de dormir adornada con


el reluciente emblema del oso Smokey. Podía ver a través de ese
símbolo: después de la muerte de mi amigo y antes de pasar a la sala
funeraria, su viuda y yo hablamos de cómo vestirle: ¿cómo tiene uno
que vestir un cuerpo para el crematorio? ¡El oso Smokey
representaba la incineración! Estaba en lo cierto. Inquietante, pero
instructivo. Recordemos la percepción que tenía Freud según la cual
la función primaria de los sueños es mantener durmiendo al que
sueña. En este sueño, los pensamientos de temor -muerte e
incineración- son transformados en algo más benigno y agradable: la
vivaz figura del oso Smokey. Pero el mecanismo del sueño tan sólo
era parcialmente exitoso: consiguió que continuara durmiendo, pero
no pudo evitar que la ansiedad de la muerte irrumpiera en el sueño.
La mayoría de los sueños de mis escritos de ficción son de mis
pacientes. Conseguir su permiso resultó instructivo de distintas
maneras. Un poderoso sueño incluido en Lying on the Couch procedía
de un paciente que soñó que paseaba a lo largo de la costa sur y se
encontró con un río que, sorprendentemente, fluía hacia atrás,
alejándose del mar. Siguió el río tierra adentro y descubrió a su padre
y después a su abuelo parados frente a unas cuevas.
El río que fluye hacia atrás era una imagen dolorosa del deseo
de vencer al tiempo, de invertir su flujo inexorable, para resucitar a su
padre y su abuelo muertos. Al principio, dieciocho meses antes,
cuando habíamos trabajado sobre el sueño, nos condujo a unos
confines profundos yoscuros: sus temores al envejecimiento ya la
muerte; su convicción de que, como los demás hombres de su familia,
tendría que hacer frente al final de su vida en soledad: su profundo

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

arrepentimiento por haber dado la espalda a su familia de origen.


Cuando solicité su permiso para citar el sueño en mi novela,
pareció desconcertado y negó que hubiera soñado alguna vez tal
sueño. Le pedí que leyera mis notas de aquella sesión terapéutica,
pero aun así el sueño le pareció completamente ajeno a él. Esta
amnesia como respuesta ante un poderoso sueño es una buena
demostración del poder de la represión. No sólo encontramos difícil
recordar los sueños, sino que incluso después de haberlos recordado,
a menudo los reprimimos una vez más.
A propósito, las notas de esa sesión de hacia dieciocho meses
contenían no sólo el sueño, sino otras importantes observaciones
sobre su relación con la ambición y la autoridad. Cuando el paciente
leyó aquellas notas su terapia se vio inmediatamente catalizada, se
dio cuenta de cómo había cambiado en sus actitudes hacia la
autoridad, y también se percató del mucho trabajo que todavía le
quedaba. El proceso de psicoterapia puede ser considerado como una
«cicloterapia»: volvemos una y otra vez a reelaborar, a niveles más y
más profundos, los mismos temas.
A menudo se me ha preguntado si los clientes han puesto
objeciones a mis escritos sobre ellos. Casi siempre son los clientes
sobre los que no he escrito quienes han expresado su preocupación,
preguntándose si no son lo suficientemente interesantes o especiales
para merecer su inclusión en mi trabajo. Sin excepción, los clientes
me han permitido con mucho gusto que citara sus sueños. Siempre
les di la oportunidad de que aprobaran el documento final antes de la
publicación, pero ninguno me ha pedido nunca que cambiara alguna
parte del sueño.
Consideremos este curioso incidente que se refiere a un sueño
incluido en Love’s Executioner. Una paciente a la que hacía años que
no veía me llamó para una visita después de la publicación del libro.
Entró en mi consulta, se sentó, y con voz sombría me dijo que sabía
que ella no era Thelma, la protagonista de la primera historia, aunque
uno de los sueños de Thelma se parecía extrañamente a un sueño
que me había descrito en una ocasión.
Inmediatamente me sentí alarmado al verme enfrentado a una
paciente disgustada que, aparentemente, me acusaba de haber
cogido algo de ella sin su permiso. El sueño en cuestión trataba de
una mujer que bailaba con un hombre y después yacía con él en el
suelo de la sala de baile, donde practicaban el sexo. Justo antes de
tener un orgasmo ella le susurraba al oído: «Mátame».
Sabía que este sueño no pertenecía a Thelma. Había oído el
sueño hacía tiempo de algún otro, aunque había olvidado de quién, y,
con objeto de mejorar la historia, acabé por ligarlo al personaje de
Thelma. Mientras hablaba con la paciente recordé que, en efecto, era
su sueño y me excusé profusamente por haberlo olvidado y, por
consiguiente, por no haber obtenido su permiso.
Ella hizo caso omiso de eso. Dijo que la había malinterpretado.
La propiedad del sueño no era lo que le inquietaba; lo que le

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

molestaba era el pensamiento de que su imaginación pudiera ser tan


banal que otra cliente hubiera podido soñar lo mismo. Salió de mi
despacho muy tranquilizada sobre su creatividad y el carácter único
de sus sueños.
Hasta ahora hemos estado discutiendo el uso de los sueños de
los clientes en la terapia. En Lying on the Couch describo una
variación: Ernest sueña sobre Carolyn, su cliente, y toma la decisión
radical de compartir su sueño con ella:

Estoy corriendo por un aeropuerto. Te descubro en medio de una


multitud de pasajeros. Estoy encantado de verte y corro a tu
encuentro y trato de darte un gran abrazo, pero tú interpones tu
bolso, haciendo que el abrazo resulte muy abierto e insatisfactorio.

La posterior discusión del sueño dernuestra ser provechosa en


la terapia. Se ventilan varios significados diferentes. Ernest sugiere
que el sueño representa su intento de desarrollar una relación
terapéutica estrecha con ella, un intento que resulta frustrado al
querer ella terciar en la terapia con sus demandas de sexualidad
(representado por el símbolo del bolso, que bastante a menudo
significa la vagina) y de este modo impide que se desarrolle una
verdadera intimidad. Su paciente, Carolyn, opone una interpretación
más sencilla, más parsimoniosa, a saber, que el bolso simplemente
representa el intercambio de dinero y que su deseo de tener una
relación real (esto es, un encuentro sexual entre un hombre y una
mujer) se ve frustrado por su contrato profesional. Sin embargo,
Ernest sugiere otro significado:

-Otro sueño que tuve, Carolyn, fue sobre el contenido del bolso.
Desde luego, como tú sugieres, el dinero viene inmediatamente a la
mente. Pero de que más podía estar lleno que pudiera tener que ver
con nuestra intimidad?
-No estoy segura de lo que quieres decir, Ernest.
-Quiero decir que quizá puedes no estar viéndome como soy
realmente debido a algunas ideas preconcebidas y a algunos sesgos
adoptados sobre la marcha. Quizás estás acarreando alguna vieja
carga que está bloqueando nuestra relación; por ejemplo, heridas de
tus relaciones pasadas con otros hombres, tu padre, tu hermano, tu
marido. O quizás expectativas de otra época: piensa, por ejemplo, en
tu primer terapeuta, Ralph Cooke, y cómo me has dicho a menudo:
«Sé como Ralph Cooke, sé mi amante-terapeuta.» En un sentido,
Carolyn, me estás diciendo: no seas tú, Ernest, sé algo o alguien más.

¿Qué interpretación es la verdadera? ¿La sexualización de la


relación por parte de la paciente? ¿El lamento del terapeuta por no
poder tener una relación romántica, no profesional, con su paciente?
¿La distorsión de la relación real basada en la transferencia de la
cliente? Según el espíritu pragmático de Wílliam James, la verdad es
aquello que funciona. Y lo que funciona en la novela y en la situación
de la vida real en la que ocurrió este sueño (mi propio sueño) es el

184
Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

reconocimiento, por parte del terapeuta y de la cliente, de que hay


verdad en cada una de estas interpretaciones: tomadas juntas
constituyen un instrumento para profundizar la autenticidad de la
relación y del trabajo terapéutico.

EL AQUÍ-Y-EL AHORA

En Psicoterapia existencial y terapia de grupo 94 he puesto de


relieve el papel clave que juega el aquí-y-el ahora en la psicoterapia
de grupo. Uno de mis objetivos en Lying on the Couch es demostrar
que no es menos importante en la terapia individual.
Hay una larga tradición en la terapia individual de centrarse en
la transferencia, esto es, en el examen de las distorsiones en la
relación paciente-terapeuta para arrojar luz sobre otras relaciones,
particularmente las relaciones con los padres. Generaciones de
analistas han utilizado la información cosechada en el estudio de la
transferencia para dar cuerpo a sus interpretaciones. Su meta ha sido
la de utilizar el material del aquí-y-el ahora para facilitar el recuerdo
del paciente y comprender las relaciones formativas tempranas. En
los años recientes, nuevas escuelas analíticas progresistas han
ampliado su enfoque de la transferencia y han puesto de relieve lo
inverso: esto es, ahora exploran el pasado para comprender las
relaciones del presente. Pero a menudo el objetivo sigue siendo la
comprensión, y la relación terapéutica es utilizada principalmente
como una herramienta de investigación.
En Lying on the Couch intento demostrar que el centrarse en el
aquí-y-el ahora tiene implicaciones más allá de la clarificación de la
transferencia; concretamente, que la relación con el paciente es
importante por propio derecho y que en la terapia están en juego
fuerzas más poderosas que la comprensión, fuerzas que pueden ser
realzadas centrándose en lo «interexistente» entre el terapeuta y el
paciente. El acto terapéutico de establecer una relación
profundamente íntima y auténtica, en sí misma, resulta curativo. Una
relación así puede convertirse en un antídoto para la soledad y
supone un punto de referencia interno para los pacientes, que
aprenden que tal intimidad es gratificante y que ellos son capaces de
alcanzarla. Además, el trabajo de crear y mantener una relación
auténtica con el terapeuta frecuentemente resulta un excelente
modelado para la formación de futuras relaciones en la vida del
paciente.
Un grupo de terapia genera tantos datos sobre las relaciones
interpersonales, que no resulta difícil mantener toda la atención del
grupo en el aquí-y-el ahora. Muchos terapeutas individuales
descuidan la atención en el aquí-y-el ahora porque creen
erróneamente que el aislamiento de la terapia individual descarta el
desarrollo de la riqueza de datos del aquí-y-el ahora. Lying on tbe
Couch demuestra cómo el terapeuta puede centrar la atención en el
94
I. D. Yalom, Psicoterapia existencial y terapia de grupo, Barcelona, Paidós, 2000.

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

aquí-y-el ahora durante la hora de terapia individual. Ernest, mi


protagonista, hace un esfuerzo conciente para centrarse en el
proceso (esto es, la naturaleza de la relación entre el terapeuta y el
paciente) varias veces cada sesión.
Algunas veces las indagaciones sobre el aquí-y-el ahora pueden
ser un sencillo proceso de comprobación: por ejemplo, preguntas
tales como: «¿Cómo lo estamos haciendo tú y yo hoy?», o «¿Qué
opinas del espacio que hay entre nosotros hoy? ¿Lejano? ¿Próximo?»,
o «La hora está a punto de acabar: ¿hay sentimientos sobre el modo
en que nos estamos relacionando que deberíamos examinar antes de
que paremos?».
Cada aspecto de la hora en que transcurre la sesión
proporciona datos: la llegada y la salida del paciente, su puntualidad,
el pago de las facturas. Una paciente, por ejemplo, entra en mi
consulta tímidamente y se disculpa cuando el defectuoso pestillo de
la puerta impide que ésta se cierre satisfactoriamente. Pide perdon
de nuevo cuando, al coger un pañuelo de papel para limpiar sus
gafas, desplaza la caja de pañuelos unos centímetros. Y después
empieza la hora de la sesión disculpándose por no haber hecho más
progresos en la terapia.
Mi consulta está en una casita en medio de un jardín grande.
Algunos pacientes ignoran el jardín; otros nunca fallan en hacer
comentarios sobre él, especialmente en la eclosión primaveral. Otro
paciente suele elegir como comentario el barro del sendero o los
ruidos de la construcción en el vecindario. Este mismo paciente
decidió leer Lying on the Couch, pero sin pagar por ello: lo leía de a
ratos, de pie, en la parte de atrás de varias librerías. Sus razones: «Ya
lo pagué en la consulta». Una exploración de los datos del aquí-y-el
ahora demostró un valor incalculable para ayudar a este paciente a
explorar su miedo a la explotación y su profundo enojo hacia mí y
hacia cualquier figura de autoridad. Un hombre, externamente afable,
discreto, que ha arraigado profundamente unos rasgos pasivo-
agresivos, que adoptan la forma de una grave tendencia a aplazar las
cosas y que le ha puesto de forma persistente en serias dificultades
con sus supervisores.
Otro paciente nunca me cuenta el final de las historias. Puede
estar al borde de alguna acción atrevida -enviar su novela a un
agente, enfrentarse a su jefe para protestar por un recorte salarial, o
demandar a aquella primera novia que le dice por qué rompió su
relación- y entonces nunca me permite conocer el resultado. ¿Por qué
no? ¿Piensa que no siento curiosidad, que no me preocupo por él? ¿Se
siente avergonzado por el resultado? ¿Se considera tan falto de
interés que podía sentir poca curiosidad por él? ¿O, simplemente,
nunca piensa sobre los deseos o las necesidades de los demás?
¿También trata a las demás personas del mismo modo? Quizás esta
conducta del aquí-y-el ahora contiene la clave sobre su falta de
habilidad, en general, para mantener relaciones íntimas.
El proceso de terapia es una secuencia alternada de evocación

184
Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

afectiva y de integración afectiva. En la sesión se experimentan


fuertes afectos -irritación, temor, toma de conciencia, odio- y
entonces son examinadas por el paciente y el terapeuta. Incluso si el
afecto tiene poco que ver con el terapeuta -por ejemplo, dolor por
una pérdida pasada- todavía resulta provechoso para el terapeuta el
preguntar cómo se siente el paciente al expresar fuertes emociones
en presencia de otro. Uno puede simplemente preguntar: «¿Cómo se
sentida al llorar delante de mí, al permitirme ver su tristeza?».

EL SALTO A LA PURA FICCIÓN

El día que Nietzsche lloró y Lying on the Couch son ambas


novelas de ideas que tratan cuestiones fundamentales sobre la
naturaleza de la psicoterapia. No obstante, existen diferencias
significativas entre los dos libros. Desde mis primeras publicaciones
en la década de los sesenta, mis escritos se han ido desplazando
progresivamente desde la base de operaciones de la psiquiatría
académica hasta el dominio de la pura ficción. El día que Nietzsche
lloró constituyó un desplazamiento en esa dirección; Lying on the
Couch fue un paso más radical.
El día que Nietzsche lloró es ficción, sí, pero una ficción segura
y estructurada. Es, creo, un libro complejo desde la perspectiva de los
temas filosóficos explorados, pero desde el punto de vista de la
técnica novelística no es un paso de gigante respecto de mi obra
anterior. En algunos aspectos es una obra de ficción con ruedas de
entrenamiento.
Por un lado, mucho de lo que había en El día que Nietzsche lloró
no tuve que inventarlo. Muchos de los personajes son figuras
históricas: Friedrich Nietzsche, Josef Breuer, Sigmund Freud, Bertha
Pappenheim (Anna O.) y Lou Salomé. Desde luego, sabemos poco
sobre sus inquietudes psicológicas (con la excepción de Freud), y tuve
que imaginarme cada vida interior. Pero, en general, permanecí tan
próximo como fue posible a los acontecimientos reales registrados de
la vida de mis personajes en 1882, y después procedí a insertar un
decimotercer mes imaginado en el invierno de aquel año.
Una vez había seleccionado el año y el lugar (Viena y Venecia)
me puse a la tarea de crear muchos de los detalles visuales con la
ayuda de viejas fotografías y una guía Baedeker de la Viena de 1885.
Pude también detenerme en mi memoria visual ya que en una
ocasión pasé varios meses en el campus de la Universidad de
Stanford en Viena (enseñando Freud a los estudiantes universitarios).
Y, desde luego, la mayor parte del contenido intelectual de la novela
no es ficción sino que está trazado a partir del conjunto de escritos
filosóficos del Nietzsche anterior a 1882.
Lying on the Couch, con mucho, un proyecto más arriesgado no
sólo porque discutiría temas enojosos y controvertidos, sino también
porque iba a ser pura ficción. Siempre había deseado escribir una
novela, desde mi adolescencia. Había reprimido ese deseo, lo había

184
Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

sublimado, soñado, visto desde lejos, había estado dando vueltas en


torno a él, y ahora, finalmente, me jugaba el todo por el todo.
Anteriormente me referí a El día que Nietzsche lloró como una
novela para la enseñanza. ¿Intenté también que Lying on the Couch
fuera una novela para la enseñanza? Fui ambivalente respecto a eso.
Por un lado, el practicante de la psicoterapia y el profesional en
prácticas constituían mi público privado durante la escritura, y nada
podía resultarme más placentero que Lying on the Couch se asignara
como libro de texto en los programas de instrucción. Por otro lado, yo
estaba deseando ser un verdadero novelista, y siempre que tenía que
hacer frente a una cuestión decisiva mientras escribía Lying on the
Couch, optaba cada vez por consideraciones literarias, para que el
libro resultara entretenido más que didáctico. Una y otra vez
sacrifiqué jugosas oportunidades para insertar aspectos pedagógicos.
Sin embargo, no experimenté, y no experimento ahora, la
libertad de la mayoría de novelistas. Por un lado, estoy limitado por el
conocimiento de que en mi práctica con los pacientes, estos leen mis
novelas. Por otra parte, soy demasiado conocido en la especialidad,
como profesor de psiquiatría en Stanford y como autor de libros de
texto utilizados en programas de educación psicoterapéutica. Para mí
es importante que mis estudiantes no confundan mis escritos
profesionales con la ficción que escribo sobre psicoterapia. Siempre
que es posible, pongo de relieve que la ficción que escribo es
producto de la imaginación, que no apruebo toda la conducta de los
terapeutas sobre la que escribo, y que el argumento de cada libro y la
vida interior de cada personaje son pura invención. Aún así, se
suscitan interrogantes, como el de si mis novelas son, efectivamente,
ficción. En mi defensa, he observado que las novelas de Robert
Ludlum huelen a asesinato y a caos, sin embargo, nadie le acusa de
ser un asesino en serie; ni Philip Roth, quien escribe intensamente
sobre diversas y extrañas prácticas sexuales, es descalificado como
pervertido.
Mis temores se confirmaron en la primera revisión del libro, que
ponía en cuestión si la novela era verdaderamente ficción o si, como
Love's Executioner, representaba una confesión personal. Otro revisor
planteó que la novela cuestionaba la relevancia de la psicoterapia. No
obstante, mis intenciones eran bastante diferentes. Nunca he dudado
de la relevancia ni del poder de la psicoterapia, y aunque satirizo
algunos aspectos de la práctica terapéutica contemporánea, mi
protagonista, Ernest, pasa por ser un hombre íntegro. A pesar de su
deseo exacerbado, su torpeza, el debate con sus primitivos apetitos,
permanece totalmente comprometido con sus pacientes y con su
visión de la continua posibilidad de crecimiento del ser humano.

¿ES IMAGINARIA LA FICCIÓN? ¿VERDADERA LA


VERDAD?

Escribiendo Lying on the Couch experimenté como un cambio

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

respecto a mis anteriores escritos profesionales, una venturosa


inmersión en el reino de la «pura ficción». ¿Pero qué es «pura
ficción»? Los últimos años han sido testigos de un ajuste considerable
de los límites entre ficción y no ficción. Consideremos el desarrollo de
la visión en psicoterapia según la cual la reconstrucción precisa de la
vida de un individuo es, en gran medida, ilusoria. El objetivo
psicoterapéutico se ha convertido en una construcción y no en una
reconstrucción; buscamos proporcionar algún relato vital que resulte
plausible -incluso uno producto de la ficción- que pueda proporcionar
coherencia y comprensión. O consideremos la nueva investigación
sobre recuerdos implantados, que indican que pueden ser
implantados fácilmente recuerdos falsos, y que los individuos son a
menudo incapaces de diferenciarlos de los recuerdos «reales» de
acontecimientos que ocurrieron de hecho. Las viejas y seguras
distinciones entre lo verdadero y lo imaginado cada vez resultan más
borrosas.
Nietzsche, quizás más que ningún otro pensador, ha contribuido
a esta indiferenciación. Él comparó la verdad con las pieles de
serpientes de una muda, desechadas por aquellos a quienes
pertenecen cuando se hacen más grandes y más viejos. Su visión
perspectivista de la verdad postula que no hay una verdad, hay
solamente interpretación: la verdad es una conveniencia, «la verdad
es el tipo de error sin el cual no podrían sobrevivir ciertas especies de
vida».95
La verdad se mezcla con la ficción al escribir Lying on the
Coach, rnuchísimas escenas tienen algún tipo de relación con la
realidad: están sacadas de, basadas en, o inspiradas por
acontecimientos reales. Por ejemplo, el capítulo 2 sucede en una
reunión del instituto psicoanalítico en la que un venerado aunque
inconformista psicoanalista es expulsado del instituto. Aunque la
escena pasa por ser cómica y absurda, está inspirada en un
acontecimiento real, la expulsión del Instituto Psicoanalítico Británico,
hace veinticinco años, de Masud Khan (tal y como me fue relatado por
el doctor Charles Rycroft y ha sido descrito en la biografía de Judy
Cooper sobre Masud Khan).96
En el prólogo de Lying on the Couch, Seymour Trotter, un
patriarca de la profesión y antiguo presidente de la Asociación
Psiquiátrica Americana es una combinación de al menos tres figuras:
un terapeuta que, años antes, había abusado sexualmente de una de
mis pacientes; una figura eminente en los círculos psicoanalíticos de
Boston; y Jules Masserman, antiguo presidente de la Asociación
Psiquiátrica Norteamericana y la Asociación Psicoanalítica
Norteamericana, que fue acusado de abusos sexuales de pacientes
después de drogarlos con pentotal sódico.
95
F Nietzsche, The Will to Power, Nueva York, Vintage Books, 1968, pág 272 (trad
cast: En torno a la voluntad de poder, Barcelona, Planeta, 1986)
96
T Cooper, Speak of Me as I Am The Life and Work of Masud Khan, Londres, Karnac
Books, 1993.

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

El argumento del prólogo se inspiró parcialmente en una


historia que corría cuando yo era residente en psiquiatría. En una de
las primeras grandes resoluciones judiciales por mala práctica
profesional, fue encontrado culpable por abuso sexual un eminente
analista de Nueva York, y su joven paciente fue compensada con una
enorme suma por la compañía de seguros. Meses más tarde, una vez
pasada la historia fueron vistos dando un paseo, apoyando sus
hombros entre sí, por una playa cercana a Río de Janeiro. ¿La historia
es real o apócrifa? Lo ignoro. Tan sólo sé que permaneció latente en
mi mente durante casi cuarenta años hasta encontrar expresión en la
novela.
De este modo, la ficción no es plenamente imaginaria en esos
episodios reales y, a menudo, son incorporados individuos a la
narración. El siguiente episodio representa cómo la ficción y el
recuerdo pueden fusionarse por procedimientos menos obvios.
En El día que Nietzsche lloró, Nietzsche, mientras deambula por
el cementerio y reflexiona sobre las lápidas, compone un pequeño
poema:

Hasta la piedra se impone a la piedra


y aunque ninguna puede oír
y ninguna puede ver
cada una dice suavemente, entre sollozos: recuérdame, recuérdame,

Esas líneas de ripios (precedidas por varios otros que no hacen


un corte fmal en la novela) vinieron a mí rápidamente, y los escribí
con un inmenso placer: mi primer verso publicado. Un año más tarde,
cuando estaba cambiando de consultorio, mi secretaria encontró un
gran sobre de papel Manila, cerrado, amarillento por el paso del
tiempo, que había caído detrás del fichero. Contenía un gran fajo de
papel con la poesía que había escrito al final de mi adolescencia y no
lo había visto durante décadas. Entre los versos se encontraban las
líneas idénticas, palabra por palabra, que había imaginado estar
escribiendo por primera vez en la novela. Las había escrito en 1954,
cuarenta años antes, cuando murió el padre de mi prometida. Me
había plagiado a mí mismo.
Un episodio, de algún modo similar, afecta a uno de los Beatles
George Harrison, que fue demandado por un músico, que afirma que
la canción de Harrison «My Sweet Lord» había sido plagiada de una
canción suya anterior, «He's So Fine». Musicólogos expertos
estuvieron de acuerdo en que las partituras eran sorprendentemente
similares y el tribunal ordenó a Harrison a pagar una indemnización.
Harrison difícilmente necesitaba plagiar la obra de otro músico; lo que
probablemente ocurrió fue que habría oído la canción, reprimió la
experiencia, y después la reinventó.
Estos incidentes son un testimonio de la existencia del
inconsciente.
Pienso en tales historias siempre que oigo declarar a los

184
Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

neuropsicólogos que ninguna prueba de la investigación documenta


la existencia del inconsciente. En esos momentos me viene a la
cabeza el comentario del neurofisiólogo Sherrington: «Si enseñas a un
perro Airedale a tocar el violín, no necesitas un cuarteto de cuerdas
para probarlo».
El día que Nietzsche lloró borraba los límites entre ficción y
verdad colocando personajes históricos reales en escenarios
imaginados. Esta indiferenciación posmoderna de los límites literarios
-entre biografía, autobiografía y ficción- se ha estado desarrollando
lentamente desde hace veinte años. Recordemos, por ejemplo,
Rosencrantz y Guildenstern están muertos, 1966, del autor teatral
Tom Stoppard, en la que los protagonistas secundarios de Hamlet se
convierten en protagonistas de su propia obra, o su Travestidos,
1974, que describe un encuentro imaginario entre Joyce, Lenin y
Tristan Tzara. En mi libro Love's Executioner, ya había experimentado
con la supresión de los límites entre el historial clínico y la ficción.
En psicoterapia el límite entre ficción e historia personal
siempre ha estado poco claro. Es tan sólo recientemente, quizás
debido al libro, que ha marcado un hito, de Donald Spence, Narrative
Truth and Historical Truth, cuando los terapeutas han sabido apreciar
sus propios esfuerzos narrativo-constructivos (como opuestos a los
reconstructivos) en psicoterapia. Los terapeutas y los analistas ya no
se consideran a sí mismos, como hizo Freud, arqueólogos
psicologistas esforzándose por excavar la verdad histórica real de una
vida: todos nosotros nos hemos hecho perspectivistas nietzscheanos.
Entendemos que la verdad cambia de acuerdo con la perspectiva del
observador y, en el caso de la terapia, la forma de la verdad está
enormemente influida por la naturaleza de la relación terapéutica.
Leslie Farber proporciona una estampa ilustrativa del
perspectivismo psicoterapéutico en un ensayo titulado «Lying on the
Couch» que apareció en su libro de 1976, Lying, Despair, Jealousy,
Envy, Sex, Suicide, Drugs, and the Good Life. Al principio de su
carrera, mientras estaba siendo analizado en una consulta en el
propio hogar de la analista, había sido frecuentemente molestado por
los sonidos discordantes de su hijo, que practicaba el violín en algún
lugar de la casa. Cuando finalmente se quejó, su analista le complació
inmediatamente saliendo del consultorio y haciendo guardar silencio
a su hijo.
Poco después, sus horas de análisis se vieron inundadas con los
recuerdos de cuando tocaba el violín en su propia infancia. Puesto
que había demostrado ser un músico precoz, su padre había
albergado grandes esperanzas de verlo convertido en un violinista de
conciertos. Cuando «sobrepasó» el violín en su adolescencia, su
padre se sintió herido y disgustado: llevó meses, años, para que el
distanciamiento entre ellos desapareciese.
Tan sólo mucho más tarde se dio cuenta Farber de que había
estado «tendido en el diván» y sucumbió ante una interpretación
romántica de su juventud. Aunque, en efecto, había estado tocando el

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

violín cuando era joven, fue un músico mediocre y nadie había


suscitado nunca el cuestionamiento de su carrera musical. Lo cierto
es que el violín nunca había sido la causa del distanciamiento con su
padre, con el que siempre se había mantenido en buenas relaciones.
Sin embargo, la narración durante su análisis había sido
maravillosamente satisfactoria para él, lo que le indujo finalmente a
explorar con más profundidad la transferencia con su analista.
Por cierto, el título del ensayo de Farber, «Tendido en el diván»,
ilustra la dificultad de la atribución determinante: no tengo duda de
que tomé el nombre de mi novela de este ensayo, aunque no
recuerdo haber «decidido» utilizarlo. No había releído, o ni siquiera
puesto los ojos sobre el libro de Farber desde 1976, pero cuando
estaba redactando mi novela, el título apareció simplemente en mi
cabeza y yo supe instantáneamente que era el correcto.
Lo mismo vale, también, para los fragmentos de la historia que
describo en mi ensayo sobre El día que Nietzsche lloró (la historia de
los dos curanderos, de Herman Hesse, y el fragmento de la obra de
Helmuth Kaiser, Emergency). ¿Utilicé metódicamente estos cuentos
en la construcción de mi argumento? ¿Era realmente cierto, como he
sugerido en otro lugar, que estos cuentos habían «estado repicando
en mi mente durante varios años» y que «sus ecos resonaban a lo
largo de las páginas»? ¿O eso es una ficción, una versión romántica
de la narración que proporciona sentido que bastante a menudo
construirnos en la terapia y en la vida?
¡Ay!, ¡simplemente no recuerdo! El ordenador ha convertido en
obsoletos los apuntes originales y las primeras versiones. Hasta
donde puedo recordar, fue meses después de haber acabado El día
que Nietzsche lloró, mientras preparaba una disertación sobre el
proceso de escribir una novela relativa a la psicoterapia, que se me
ocurrió por primera vez la posible influencia de estos cuentos. Si las
historias, consciente o inconscientemente, influyeron en la novela, o
si simplemente las recordé más tarde con el propósito de idear una
línea narrativa coherente que se adecuara a una lección magistral, es
algo que nunca sabré.
La ficción de Farber como virtuoso del violín nos recuerda que
la memoria puede ser, demasiado a menudo, conceptualizada como
basada en el trauma: esto es, la experiencia del trauma es un
instrumento con el que elegimos entre recordar u olvidar. La memoria
puede estar influida también por un impulso estético, por el deseo de
realizar un producto artístico de la propia vida.
El satisfactorio relato vital que construye el paciente durante la
terapia frecuentemente cambia cuando surgen nuevos datos. A veces
puede desarrollar narraciones alternativas que son puestas en juego
para atender a las demandas de una situacion particular.
Personalmente puedo dar fe de dos narraciones vitales guía que se
me hicieron evidentes durante mi análisis personal.
Describí una de estas narraciones anteriormente: la de yo
mismo como un joven escritor, un novelista frustrado, que sabía que

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

la cosa más maravillosa que uno podía hacer en la vida era escribir
una excelente novela, pero que, debido a presiones culturales, eligió
la carrera médica y tan sólo décadas más tarde fue capaz de volver a
su verdadera vocación.
Este relato romántico me ha servido bien. Estuvo siempre ahí
en un segundo plano, disponible cuando se necesitaba,
confortándome cuando me veía superado por las dudas sobre mi
investigación profesional o mi práctica terapéutica. Ahora, a medida
que tomo distancia de la reproblematización médica del campo de la
psiquiatría, la narración se ha desplazado más hacia el primer plano.
Siempre que destapo un problema del American Journal of Psychiatry
y hojeo página tras página de informes sobre investigación
psicofarmacológica o neuroimaginación, esperando, en vano,
encontrar aunque sólo sea un artículo que pueda comprender, un
artículo que trate de las inquietudes humanas de los pacientes, sitúo
esta narración más estrechamente ligada a mí, diciendo, «lo mío no
es la medicina, ni incluso la psiquiatría; yo soy un escritor: ahí es
donde realmente vivo».
Una segunda narración esencial, alternativa, que se reveló en
mi análisis comenzó cuando yo tenía trece años. En una fría noche de
noviembre, hacia las tres de la madrugada, mi padre sufrió un grave
infarto de miocardio y estuvimos (mi madre, mi padre y yo)
esperando la llegada de nuestro médico de familia, el doctor
Manchester. Mi madre estaba consternada y, como hacía
habitualmente en los momentos de tensión, miraba buscando a
alguien a quien culpar. Como era habitual, su mirada cayó sobre mí.
«Es culpa tuya -gritaba-, hiciste esto, todo el agravamiento,
todo el dolor que le proporcionaste: tú le hiciste esto. Tú. Tú.»
Esperamos la llegada del doctor, mi madre llorando, mi padre
gimiendo de dolor, y yo temblando vilmente al lado de su cama,
cogiendo su mano, odiando a mi madre y considerando si había algo
de verdad en su acusación. Finalmente llegó el doctor Manchester.
Nunca antes en mi vida había oído un sonido más bello, que aplacara
más el terror, que el de los neumáticos de su gran Buick haciendo
crujir las hojas de otoño, amontonadas al lado de la acera.
Fue maravilloso. Milagroso. Alivió el dolor de mi padre con una
inyección. Calmó a mi madre con tranquilizantes. Despeinó
afectuosamente mi cabello y me permitió coger su estetoscopio.
Esperó con nosotros hasta la llegada de la ambulancia y la siguió
hasta el hospital. Tan agradecido estaba que, en aquel momento y allí
mismo (tal y como lo recuerdo), decidí ser médico y transmitir a los
demás lo que el doctor Manchester me había dado.
Este relato ha tirado de mí la mayor parte de mi vida. Mi
identidad primaria ha sido la de un médico o un curandero, y nunca
he permitido que nada se antepusiera a mi compromiso con los
pacientes. Incluso en los últimos años, en que me he convertido en un
escritor con más dedicación, es difícil liberar mi apego a la narración
vital del «doctor». Sé que me resisto a disminuir mi práctica

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

terapéutica; una vez oigo las particularidades de la desesperación de


un individuo, tengo grandes dificultades para no aceptar el
tratamiento del paciente.
Y, desde luego, siempre que he salido malparado por la crítica
negativa de un libro, corro a volcarme en mi identidad como médico y
me tranquilizo diciendo: «Yo no soy un escritor. Yo soy médico.
Siempre lo he sido».

TENDERSE Y PSICOTERAPIA

El doble sentido del título Tendido en el diván97 hace surgir


todavía otro aspecto del límite entre ficción y no ficción. ¿Cuándo
mienten los pacientes y cuándo dicen la verdad? Hace muchos años,
durante mi servicio militar, fue admitido en mi sala un sargento que
mostraba un extraño conjunto de síntomas. Faltaban tan sólo unas
pocas semanas para que completara los treinta años de servicio (lo
que le habría proporcionado una buena pensión de por vida) cuando
fue arrestado por abuso sexual de un chico. Inmediatamente cayó en
un estado confuso de amnesia en el que respondía a todas las
preguntas incorrectamente, pero de tal modo que indicaba que
conocía las respuestas correctas: por ejemplo, cinco veces cuatro son
diecinueve, seis veces tres son diecisiete, un cuballo tiene tres patas.
Sus oficiales sospechaban que se fingía enfermo. Hablaban de
lo conveniente que le resultaba al sargento desarrollar una psicosis
precisamente ahora, para evitar la responsabilidad de una acción
criminal que le supondría un deshonroso despido y la pérdida de su
pensión militar. Incluso el modo que tenía de responder a las
preguntas sugería que estaba mintiendo. Pero una mentira tiene su
intención y un origen: debe haber habido tiempo para que inventara
la mentira, y un lugar en su mente donde supiera que estaba
mintiendo. ¿Dónde estaba ese lugar, y ese tiempo? Nunca pude
encontrarlo. Por mucho que profundicé con prolongadas entrevistas,
hipnosis, o pentotal sódico, nunca encontré una fisura en la mentira.
Finalmente convenció y consiguió aquello que todo el mundo
pensaba que quería: la baja médica con su pensión intacta. Perdí el
contacto con él después de eso; estaba demasiado ocupado en el
ejército como para seguir a los pacientes de baja. (Después de esto
nunca desaprovecharía el final de una historia así.) No obstante, lo
más probable es que la suya fuera una victoria pírrica: normalmente
los individuos que exhiben sus síntomas (el diagnóstico formal suele
ser síndrome de Ganser, también conocido como el síndrome de las
respuestas aproximadas) acaban, para sorpresa de todos, viviendo
con psicosis la mayor parte de su vida.
La mentira manifiesta es parte de la práctica diaria en
psiquiatría forense, o en cualquier situación en la que un tercero -la
ley, un empresario, una compañía de seguros, una esposa- se
97
En inglés Lying on the Couch se puede traducir, además, como «mintiendo en el
diván».

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Psicología y Literatura

inmiscuye en el contexto terapéutico. Pero en la relación terapéutica


tradicional, donde los pacientes persiguen un consuelo personal
mayor, la autocomprensión y el crecimiento personal, la mentira
adopta unas formas mucho más sutiles de ocultación, exageración,
omisión o distorsión.
Aun cuando nosotros, psicoterapeutas profundos, apreciamos
que hay una incognoscibilidad básica respecto a los demás, nunca
dejamos de esforzarnos para salvar la distancia que nos separa del
cliente. Mirando hacia atrás, ahora comprendo que muchos de mis
experimentos con la técnica terapéutica han estado motivados por
este deseo. Yo me descubro más y más de mí mismo en un esfuerzo
por animar a los pacientes a la reciprocidad. Me aprovecho de los
sueños y las fantasías. Animo a los pacientes a que no se contengan
en nada. He visitado sus casas (muy raras veces, por cierto) para
saber más sobre ellos. Les he pedido que trajeran fotografías de sus
familias de origen y actuales. Le pedí a Ginny (de Every Day Gets a
Little Closer) que revelara en sus informes escritos lo que había
ocultado en nuestras reuniones. Incluso en la ficción le he pedido a
Nietzsche y a Breuer que escribieran informes sobre sus tácitos
sentimientos secretos sobre sus encuentros.
A menudo dirijo grupos de terapia con mis propios pacientes
individuales y me parece increíble lo mucho que ocultan todos. Los
clientes normalmente le ocultan al grupo mucho de lo que han
desvelado en las horas de terapia individual. Algunas veces sigo con
la mirada a los miembros del grupo y pienso: «Todos mienten»,
ocultan lo mismo partes vitales de sí mismos que los sentimientos
hacia los demás miembros. He conocido pacientes que se han negado
a revelar su enorme riqueza, sus antecedentes por abusos, sus
condenas criminales, parafilias sexuales, o aventuras extramaritales.
Recientemente tuve dos psicoterapeutas en grupos de terapia
quienes, a pesar de mis exhortaciones, se negaron a revelar su
profesión al grupo (uno por temor a que pudiera darse a sus palabras
una relevancia indebida, el otro por temor a ser juzgado como un
terapeuta incapaz debido a sus problemas psicológicos personales).
Casi todo el mundo oculta alguno de sus sentimientos más fuertes
hacia los demás miembros: envidia, atracción, deseo sexual, temor,
repulsión. Frecuentemente me siento como un mago, sabiendo
mucho más de lo declarado en el grupo. En efecto, uno de los
problemas enojosos para los terapeutas que ejercen la terapia
combinada (individual y de grupo) es el de saber cómo manejar su
conocimiento privilegiado.
Consideremos la historia de Leslie Farber de haber sido un niño
prodigio con el violín. ¿Estaba mintiendo explícitamente? ¿O daba
inconscientemente una versión romántica de su vida dando forma a
su recuerdo de acuerdo con lo que exigía la situación bipersonal?
¿Estaba él tan deseoso de ganar la aprobación de su analista que
volvió a forjar sus recuerdos? Quizá estaba compitiendo con el hijo de
su analista y esperaba ganar su admiración aludiendo a su superior

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

habilidad musical. O podía haber estado agradecido por haber hecho


guardar silencio a su hijo y la premió con la liberación de una
avalancha de deliciosos recuerdos.
La poca fiabilidad de la memoria es incontestable. Nietzsche
supo apreciar plenamente su maleabilidad cuando escribió, «"Yo he
hecho eso", dice mi memoria. "Yo no puedo haber hecho eso", dice mi
orgullo, y permanece inexorable. Finalmente, la memoria cede». 98
Una y otra vez la memoria cede, y no hay una posición privilegiada,
objetiva, desde la que uno pueda ver la cesión. A medida que se
hacía viejo, dijo Mark Twain, su memoria de sucesos que nunca
sucedieron se hacía más vívida.
Las historias de casos de los libros que no son de ficción son
mucho menos ciertas de lo que se cree generalmente. Los editores
están tan atemorizados por la actual epidemia de pleitos, que la
mayoría de historias de casos publicados de la literatura
psicoterapéutica contemporánea son casi enteramente producto de la
imaginación. ¿Pero es esa una legítima preocupación pedagógica? ¿Es
lo «real» equivalente a exactitud histórica? Frecuentemente he
encontrado personajes de ficción que son más «reales» que
personajes históricos. Debido a que los novelistas conocen a sus
personajes completamente, tienen una clara ventaja sobre los
psicoterapeutas que actúan en connivencia con sus sujetos para
guardar sus secretos. De modo que mis personajes de ficción -Ernest
Lash, Josef Breuer o Friedrich Nietzsche- pueden ser más reales, esto
es, plenamente conocidos, que alguno de los personajes de la vida
real descritos en mi obra de no ficción, tales como las estampas de
mis libros de texto y las historias de casos de Love’s Executioner.
Gran parte de lo mismo se puede decir de otro practicante de la
escritura de no ficción, el biógrafo profesional, quien, como el
psicoterapeuta, intenta recrear una vida. ¿Pero es real la no ficción
biográfica? Considere las grandes limitaciones que padecen los
biógrafos debido a las fuentes que manejan. Si los psicoterapeutas,
que pasan incontables horas escuchando los íntimos detalles de una
vida, se maravillan de lo poco que conocen realmente a sus
pacientes, imagine lo alejados que están los biógrafos del objetivo.
Considere cuanto de su propia esencia se captaría en una biografía
basada tan sólo en sus artículos, o su correo electrónico, o en los
recuerdos publicados de los conocidos. Incluso si los biógrafos
escriben sobre una figura contemporánea, todavía existen grandes
limitaciones por lo que ellos mismos -o el sujeto- eligen publicar.
Una biógrafa de Samuel Bcckett una vez comentó que Beckett
empezaba sus entrevistas con un saludo característico: «Aquí está la
persona que va a mostrar al mundo la clase de farsante que soy».
Qué cita tan deliciosa, pensé. Si hubiera escrito yo la biografía
hubiera hecho de ella un eje de la narración. Sin embargo, cuando le
pregunté a la biógrafa cómo utilizaba este material en su escrito me
98
F. Nietzsche, Beyond Good and Evil, Nueva York, Vintage Books, 1989, pág. 80
(trad. cast.: Más allá del bien y del mal, Madrid, Alianza, 17a ed., 1997).

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

respondió que nunca podría escribir sobre eso: era confidencial, un


chiste privado entre los dos.
Esta extravagante perspectiva de la biografía como ficción y de
la ficción como vida está maravillosamente sintetizada en el
comentario de Thornton Wilder: «Si los personajes históricos, la reina
Isabel, Federico el Grande, o Ernest Hemingway, por ejemplo,
tuvieran que leer sus biografías, exclamarían, "Ah mi secreto está a
salvo todavía". Pero si Natacha Rostov tuviera que leer Guerra y paz,
gritaría, cubriéndose el rostro con las manos, "¿Cómo lo supo? ¿Cómo
lo supo?"».

El prólogo de Lying on the Couch, reproducido en las páginas


siguientes, fue redactado varios años antes que el resto de la novela
y puede leerse como una historia aparte. Seymour Trotter, que está
siendo interrogado por mala conducta sexual con una joven paciente,
es un curandero dolido, mitad farsante, mitad genial; es un gigante
caído que, en su caída, ofrece un regalo a Ernest. La historia de
Seymour es presentada como un cuento con moraleja, un oscuro
telón de fondo contra el que discurrirá el resto de la novela.

Tendido en el diván: el prólogo

Ernest amaba ser un terapeuta. Día tras día sus pacientes le


invitaban a entrar en los recovecos más íntimos de sus vidas. Día tras
día, él los reconfortaba, los atendía, aliviaba su desesperación. Y en
correspondencia, él era admirado y apreciado. Y pagado también. Sin
embargo, pensaba a menudo Ernest, si no necesitara el dinero,
ejercería la psicoterapia sin recibir nada a cambio.
Afortunado es aquél que ama su trabajo. Ernest se sentía
afortunado todo iba bien. Más que afortunado. Bendecido. Era un
hombre que había encontrado su vocación, un hombre que podía
decir, estoy exactamente donde pertenezco, en el torbellino de mis
talentos, mis intereses, mis pasiones.
Ernest no era un hombre religioso. Pero cuando abría su agenda
cada muñana y veía los nombres de ocho o nueve personas queridas
con las que pasaría el día, se veía dominado por un sentimiento que
sólo podía ser descrito como religioso. En estas ocasiones tenía el
deseo más profundo de dar las gracias -a alguien, a algo- por haberle
llevado hasta su vocación.
Había mañanas en las que buscaba a la luz del cielo de su
victoriana calle de Sacramento, a través de la niebla de la mañana, e
imaginaba a sus antepasados psicoterapeutas suspendidos en el
amanecer.
-Gracias, gracias -diría como en una letanía. Les daba las
gracias a todos, a todos los curanderos que se habían ocupado de la
desesperación. Primero, los antecesores primitivos, con sus perfiles
celestiales apenas visibles: Jesús, Buda, Sócrates. Tras ellos, algo más
definidos, los grandes precursores: Nietzsche, Kierkegaard, Freud,

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

Jung. Aún más próximos, los abuelos de la terapia: Adler, Horney,


Sullivan, Fromm y el rostro sonriente y agradable de Ferenczi.
Hace unos cuantos años, respondieron a su grito de angustia
cuando, después de su formación como residente, cayó en la típica
decisión de todo neuropsiquiatra joven y ambicioso y se dedicó a la
investigación en neuroquímica: el rostro del futuro, el terreno por
excelencia para la oportunidad personal. Los antecesores sabían que
había perdido su camino. Él no pertenecía a la ciencia de laboratorio.
Ni a la práctica psicofarmacológica dispensadora de recetas médicas.
Ellos le enviaron un mensajero -un curioso mensajero de
energía- para transportarle hasta su destino. Hasta este día Ernest no
supo cómo decidió hacerse terapeuta. Pero recordaba cuándo.
Recordaba el día con sorprendente claridad. Y recordaba al
mensajero, también: Seymour Trotter, un hombre al que vio tan sólo
una vez, y que cambió su vida para siempre.
Seis años antes, el director del departamento de Ernest le había
designado para que se dedicara durante un trimestre a las tareas
propias del Comité de Ética Médica del Hospital Stanford, y la primera
actuación disciplinaria de Ernest fue la del caso del doctor Trotter.
Seymour Trotter era un patriarca de la psiquiatría comunitaria de
setenta y un años de edad y antiguo presidente de la Asociación
Norteamericana de Psiquiatría. Había sido acusado por mala conducta
sexual con una paciente de treinta y dos años.
Por esa época Ernest era un profesor asistente de psiquiatría,
justo cuando llevaba cuatro años de residencia. Investigador en
neuroquímica a tiempo completo, era completamente ingenuo en lo
relativo al mundo de la psicoterapia; demasiado ingenuo para saber
que se le había asignado este caso porque nadie más lo habría
aceptado: todos los psiquiatras de más edad en California del Norte
veneraban y temían enormemente a Seymour Trotter.
Ernest eligió un austero consultorio administrativo de hospital
para la entrevista y trató de tener una apariencia oficial, mirando el
reloj mientras esperaba al doctor Trotter, con la carpeta que contenía
el expediente ante él, sobre la mesa de trabajo, sin abrir. Para
permanecer imparcial, Ernest había decidido entrevistar al acusado
sin un conocimiento previo y, de este modo, oír su historia sin una
idea preconcebida. Leería el expediente más tarde y programaría un
segundo encuentro, si era necesario.
Enseguida oyó como el ruido de un bastón resonando al final
del pasillo. ¿Sería ciego el doctor Trotter? Nadie le había preparado
para eso. Los golpes de bastón, seguidos por el arrastrar de pies, se
hacían más próximos. Emest se irguió y dio unos pasos hasta el
pasillo.
No, no era ciego. Cojo. El doctor Trotter se balanceaba pasillo
abajo, equilibrándose con dificultad entre dos bastones. Iba doblado
por la cintura y llevaba los bastones muy separados del cuerpo, a una
distancia de casi la longitud de los brazos. Unos buenos y fuertes
pómulos, y el mentón, todavía se sostenían por sí mismos, pero el

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

resto del terreno más blando había sido colonizado por arrugas y
placas seniles. Le colgaban del cuello profundos pliegues de la piel, y
unos rizos de un musgo velloso de color blanco sobresalían de sus
orejas. Sin embargo, la edad no había derrotado a este hombre: algo
juvenil, incluso infantil, sobrevivía en él. ¿Qué era? Quizá su pelo, gris
y denso, que llevaba cortado casi a rape, o su ropa, una chaqueta
azul tejana cubriendo un suéter blanco de cuello alto.
Se presentaron en la entrada. El doctor Trotter dio un par de
pasos balanceándose hacia el interior del despacho, repentinamente
alzó sus bastones, giró vigorosamente y, aunque por puro azar, en
una pirueta, cayó en su asiento.
-¡Diana! ¿Sorprendido, eh?
Emest no estaba como para que lo distrajeran.
-¿Comprende usted el propósito de esta entrevista, doctor
Trotter, y comprende por qué la estoy grabando?
-He oído que la administración del hospital está considerando
mi nombre para el premio de Trabajador del Mes.
Ernest, le miró fijamente sin pestañear por encima de sus
grandes gafas y no dijo nada.
-Lo siento, yo sé que usted tiene un trabajo que hacer, pero
cuando haya usted pasado de los setenta sonreirá ante intentos como
éste. Sí, setenta y uno la semana pasada. ¿ Y usted tiene, doctor ... ?
He olvidado su nombre. Cada minuto -dijo mientras se daba
golpecitos en la sien-, una docena de neuronas corticales enloquecen
como moscas agonizantes. Resulta irónico que haya publicado cuatro
artículos sobre la enfermedad de Alzheimer, naturalmente he
olvidado dónde, pero era en buenas revistas. ¿Sabía usted eso?
Ernest sacudió la cabeza.
-Así que usted nunca lo supo y yo lo he olvidado. Eso nos deja a
los dos en la misma situación. ¿Sabe usted dos buenas cosas sobre el
Alzheimer? Tus viejos amigos se convierten en tus nuevos amigos, y
puedes ocultar tus propios huevos de Pascua.
A pesar de su irritación, Ernest no pudo evitar sonreír.
-¿Su nombre, edad, y escuela?
-Soy el doctor Ernest Lash, y quizás el resto no viene al caso
ahora, doctor Trotter. Tenemos mucho camino que recorrer hoy.
-Mi hijo tiene cuarenta. Usted no puede tener muchos más. Sé
que se ha licenciado usted en la residencia Stanford. Le oí hablar a
usted el año pasado en el ciclo de conferencias de profesionales. Lo
hizo usted bien. Una presentación muy clara. Todo es psicofármaco
ahora, ¿no? ¿Qué tipo de formación psicoterapéutica estáis teniendo
ahora? ¿Ninguna?
Ernest se sacó el reloj y lo puso sobre la mesa.
-En algún otro momento estaré encantado de enviarle a usted
una copia con el currículo de la residencia Stanford, pero por ahora,
por favor, vamos a entrar en el asunto que tenernos entre manos,
doctor Trotter. Quizás lo mejor sería que me hablara usted de la
señora Felini del modo que a usted mejor le parezca.

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

-De acuerdo, de acuerdo, de acuerdo. Usted quiere que sea


serio. Quiere que le cuente mi historia. Recuéstese, sabelotodo, y le
contaré a usted una historia. Empezaremos por el principio. Fue hace
unos cuatro años, como mínimo hace cuatro años. No sé dónde he
puesto todas mis grabaciones de esta paciente... ¿cuál fue la fecha de
acuerdo con su hoja de cargos? ¿Qué? No la ha leído usted. ¿Pereza?
¿O trata de evitar un sesgo acientífico?
-Por favor, doctor Trotter, continúe.
-La primera norma de la entrevista es forjar un ambiente cálido
y de
confianza. Ahora que ha cumplido eso bastante ingeniosamente, me
siento mucho más libre para hablar de temas dolorosos y
embarazosos. Vaya, eso le afectó. Tiene que tener cuidado conmigo,
doctor Lash, he estado cuarenta años leyendo caras. Soy muy bueno
en eso. Pero si ha acabado las interrupciones, empezaré. ¿Listo?
»Hace años -vamos a decir unos cuatro años- una mujer, Belle,
cae, o debería decir se mete, en mi consulta, o se enfanga:
enfangarse, eso está mejor. ¿Es enfangar un verbo? Con treinta y pico
de años, de origen familiar adinerado, suiza italiana, deprimida,
llevando una blusa de manga larga en verano. Una cuchilla,
obviamente: las muñecas con cicatrices. Si usted ve mangas largas
en verano, una paciente desconcertante, siempre pienso en las
muñecas cortadas y en las inyecciones de droga, doctor Lash.
Atractiva, piel espléndida, ojos seductores, elegantemente vestida.
Auténtica clase, pero al borde de la decadencia.
»Una larga historia autodestructiva. Llámela: drogas, todas
probadas, sin dejar una. Cuando la vi por primera vez estaba
volviendo al alcohol y cortando un poco de heroína. Pero no era
realmente adicta. De alguna manera no le había cogido el tranquillo
-algunas personas son así- pero estaba trabajando en el asunto.
Desórdenes en la alimentación, también. Anorexia principalmente,
pero alguna purga bulímica ocasional. Ya he mencionado los cortes,
muchos, repartidos en ambos brazos y muñecas, gustaba del dolor y
de la sangre; éste era el único momento en el que se sentía viva.
Oyes decir eso a los paciente todo el tiempo. Una media docena de
hospitalizaciones, breves. Firmaba el registro de salida en un día o
dos. El personal aplaudiría seguramente cuando ella salía. Era buena,
un verdadero prodigio, en el juego de armar alboroto. ¿Recuerda
usted Juegos a los que juega la gente de Eric Berne?
»¿No? Imagino que es anterior a su época. Cristo, me siento
viejo. Cosa buena: Berne no era estúpido. Léalo: no debería olvidarse.
»Casada, sin niños. Se negaba a tenerlos; decía que el mundo
era un lugar demasiado espantoso para imponérselo a un niño.
Marido agradable, relación corrompida. Él quería niños
desesperadamente, y había montones de peleas por eso. Él era un
banquero de inversiones, como su padre, siempre viajando. Con unos
cuantos años de matrimonio su líbido se apagó, o quizás consiguió
canalizarla para hacer dinero; hizo su buen dinero, pero realmente

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Psicología y Literatura

nunca tuvo su gran momento como su padre. Trabajo, trabajo,


trabajo, dormía con el ordenador. Quizá se lo tiraba, ¿quién sabe?
Ciertamente a quien no se tiraba era a Belle. Según ella, la había
evitado durante años, probablemente debido a su enojo por no tener
hijos. Difícil de decir qué era lo que los mantenía casados. Él se había
educado en un hogar de Ciencia Cristiana y, en consecuencia,
rechazaba la terapia de parejas, o cualquier otra forma de
psicoterapia. Pero ella admite que nunca ha sido demasiado exigente.
Veamos. ¿Qué más? Déme la entrada, doctor Lash.
»¿Su terapia anterior? Bueno. Pregunta importante. Yo siempre
pregunto eso en los primeros treinta minutos. Terapia sin parar, o
intentos de terapia desde los trece o catorce años. Pasó por todos los
terapeutas de Ginebra y durante un tiempo viajó diariamente a Zürich
para el análisis. Vino a la universidad a los Estados Unidos, a
Pomoma, y vio a un terapeuta tras otro, frecuentemente durante una
sola sesión. Aguantó con tres o cuatro de ellos durante unos cuantos
meses, pero realmente nunca se casó con ninnguno, ella era, y es,
muy desdeñosa. Nadie es suficientemente bueno, o al menos
suficientemente correcto para ella. Algo falla con cada terapeuta:
demasiado formal, demasiado pomposo, demasiado sentencioso,
demasiado condescendiente, demasiado orientado al negocio,
demasiado frío, demasiado preocupado por el diagnóstico, demasiado
doctrinario. ¿Medicación psiquiátrica? ¿Pruebas psicológicas?
¿Protocolos de modificación de conducta? Olvídelo: alguien sugiere
eso y son despachados inmediatamente. ¿Qué más?
»¿Cómo pudo elegirme a mí? Excelente pregunta, doctor Lash:
nos centra y acelera nuestra marcha. Todavía haremos un
psicoterapeuta de usted. Tuve esa sensación sobre usted cuando le oí
en su turno del ciclo de conferencias profesionales. Buena cabeza,
incisivo. Se vio cuando presentó sus datos. Pero lo que me gustó fue
su presentación del caso, especialmente el modo en que permitía que
le afectaran los pacientes. Vi que tenía todos los instintos adecuados.
Carl Rogers solía decir, "No malgastéis vuestro tiempo formando
terapeutas: es mejor emplear el tiempo en seleccionarlos." Siempre
pensé que había mucho de verdad en eso.
»Vamos a ver, ¿dónde estaba yo? Ah, cómo llegó ella hasta mí:
su ginecólogo, a quien adoraba, fue un antiguo paciente mío. Le dijo
que yo era un tipo normal, no un farolero, y dispuesto a mancharme
las manos. Me buscó en la biblioteca y le gustó un artículo que escribí
hace quince años en el que analizo el concepto de Jung sobre la
invención de un nuevo lenguaje terapéutico para cada paciente.
¿Conoce usted ese trabajo? ¿No? Revista de Ortopsiquiatría. Le
enviaré a usted una separata. Fui incluso mas lejos que Jung. Sugería
que solemos inventar una nueva terapia para cada paciente, que nos
tomamos en serio la noción del carácter único de cada paciente y
desarrollamos una psicoterapia única para cada uno.
»¿Café? Sí, tomaré un poco. Cargado. Gracias. De manera que
así es como llegó hasta mí. ¿Y la siguiente pregunta que debería

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Psicología y Literatura

usted hacer, doctor Lash? ¿Entonces por qué? Exactamente. Esta es


la pregunta. Siempre una pregunta de alta prioridad que hay que
hacer a un nuevo paciente. La respuesta: actuación sexual peligrosa.
Incluso ella podía verlo. Siempre había hecho algo de esto, pero la
cosa se estaba desmadrando. Imagine, conduciendo al lado de
furgonetas o camiones por la carretera -suficientemente altos para
que el conductor pueda ver- y que entonces se suba la falda y se
masturbe; a ciento veinte kilómetros por hora. Una locura. Después,
que ella tome la siguiente salida, si el conductor la sigue y se para,
sube a su cabina y le hace una mamada. Un asunto explosivo. Y como
éste a montones. Estaba tan fuera de control que cuando estaba
aburrida, entraba en algún bar de mala muerte de San José, a veces
de chicanos, otras de negros, y se llevaba a alguien. Disfrutaba en las
situaciones peligrosas rodeada de hombres desconocidos,
potencialmente peligrosos. Y el peligro no sólo venía de los hombres,
sino de las prostitutas que no podían admitir que les quitara su
negocio. Fueron una amenaza para su vida y tenía que estar
desplazándose de un sitio para otro. ¿Y el sida, los herpes, el sexo
seguro, los condones? Como si nunca hubiera oído hablar de ellos.
»Así era, más o menos, Belle cuando empezarnos. ¿Se ha hecho
una idea? ¿Tiene usted preguntas que hacer o puedo continuar? De
acuerdo. Así que, de alguna manera, pasé todas sus pruebas en
nuestra primera sesión. Volvió una segunda vez, y una tercera, y
empezamos el tratamiento, dos veces, en ocasiones tres veces, a la
semana. Tardé una hora completa en hacerme cargo de la historia
detallada de su trabajo con todos los terapeutas anteriores. Esta es
siempre una buena estrategia cuando estás viendo a un paciente
difícil, doctor Lash. Averiguar cómo le trataron, y después tratar de
evitar sus errores. ¡Olvidar esa mierda de que el paciente no está
preparado para la terapia! Es la terapia la que no está preparada para
el paciente. Pero tienes que ser lo suficientemente audaz y creativo
para confeccionar una nueva terapia para cada paciente.
»Belle Felini no era una paciente a la que uno se pudiera
acercar con una técnica tradicional. Si permanezco en mi papel
profesional normal -asumiendo una historia, reflexionando,
empatizando, interpretando- ¡puf!, desaparece. Créame. Sayonara.
Auf Wiedersehen. Eso es lo que ella hizo con cada uno de los
terapeutas que había visto, y muchos de ellos gozaban de buena
reputación. Ya conoce usted la vieja historia: la operación fue un
éxito, pero el paciente murió.
»¿Qué técnicas empleé? Me temo que no entendió usted lo que
he querido decir. ¡Mi técnica consiste en abandonar toda técnica! Y
ésta debería ser su norma también, si se convierte usted en un
terapeuta. Traté de ser más humano y menos mecánico. Yo no
proyecto un plan terapéutico sistemático; usted tampoco lo hará
después de cuarenta años de práctica. Lo que hago es confiar en mi
intuición. Pero para usted, como principiante, eso no es lo justo.
Mirándolo ahora, me doy cuenta de que el aspecto más sorprendente

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

de la patología de Belle era su impulsividad. Ella tiene un deseo,


bingo, tiene que actuar para hacerlo realidad. Recuerdo que quería
incrementar su tolerancia a la frustración. Éste fue mi punto de
partida, mi primer objetivo en la terapia, quizás el principal. Veamos,
¿cómo empezarnos? Resulta difícil recordar el comienzo, después de
tantos años, sin mis notas.
»Le dije a usted que las perdí. Veo la duda en su cara. Las notas
se han ido. Desaparecieron cuando me trasladé de consulta hace
unos dos años. No tiene más remedio que creerme.
»Los recuerdos principales que tengo se refieren a que, al
principio, las cosas fueron mucho mejor de lo que podía haber
imaginado. No estoy muy seguro de por qué, pero le gusté a Belle
inmediatamente. No pudo haber sido por mis atractivos. Me acababan
de operar de cataratas y mi ojo parecía el de un demonio. Y mi ataxia
no mejoraba mi atractivo sexual... es una ataxia familiar, cuyo origen
está en el cerebelo, por si siente curiosidad. Definitivamente
progresiva... con un futuro como caminante de uno o dos años, y de
tres o cuatro en silla de ruedas. C'est la vie.
»Creo que le gusté a Belle porque la traté como a una persona.
Hice exactamente lo que está usted haciendo ahora; y quiero decirle,
doctor Lash, que aprecio lo que está haciendo. No leí ninguno de sus
informes. Me metí en el asunto a ciegas, queriendo estar
completamente limpio. Belle no fue nunca un diagnóstico para mí, ni
alguien que estuviera en el límite, ni con desórdenes alimentarios, ni
con desórdenes compulsivos o antisociales. Éste es el modo en que
me acerco a todos mis pacientes. Y espero que yo no me convierta
nunca en un diagnóstico para usted.
»¿Que si pienso que hay lugar para el diagnóstico? Bien, sé que
vosotros los que os licenciáis ahora, y la totalidad de la industria
psicofarmacéutica, vivís del diagnóstico. Las revistas de psiquiatría
están plagadas de discusiones sin sentido sobre los matices del
diagnóstico. Restos del naufragio en el futuro. Sé que es importante
en algunas psicosis, pero juega un papel pequeño -de hecho, un papel
negativo- en la psicoterapia de cada día. ¿Ha pensado alguna vez
sobre el hecho de que es más fácil hacer un diagnóstico la primera
vez que ve un paciente, y que aquél se hace cada vez más difícil a
medida que va conociendo al paciente? Pregunte en privado a
cualquier terapeuta experimentado: ¡todos le dirán lo mismo! En
otras palabras, la certeza es inversamente proporcional al
conocimiento. Vaya tipo de ciencia, ¿eh?
»Lo que le estoy diciendo, doctor Lash, no es exactamente que
no hiciera un diagnóstico de Belle; sino que no pensé en el
diagnóstico. Sigo sin hacerlo. A pesar de lo que ha sucedido, a pesar
de lo que me ha hecho, sigo sin hacerlo. Y creo que ella sabía eso.
Nosotros éramos tan sólo dos personas que establecen contacto. Y
me gustó Belle. Siempre me gustó. ¡Me gustaba mucho! Y ella sabía
eso también. Quizás éste sea el asunto principal.
»Por entonces Belle no era una buena paciente para la

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Psicología y Literatura

conversación propia de la terapia, no respecto al tipo normal.


Impulsiva, orientada a la acción, sin curiosidad por sí misma, no
introspectiva, incapaz para la libre asociación. Siempre fracasó en las
tareas tradicionales de la terapia -autoexamen, comprensión
repentina- y después se sentía peor consigo misma. Es por eso por lo
que la terapia había sido siempre un fracaso. Y es por eso por lo que
yo sabía que tenía que captar su atención por otros medios. Es por
eso por lo que tuve que inventar una nueva terapia para Belle.
»¿Por ejemplo? Bien, permítame darle uno de la terapia inicial,
quizás a los tres o cuatro meses. Había estado centrado en su
conducta sexual autodestructiva y preguntándole qué es lo que
realmente quería de los hombres, incluido el primer hombre de su
vida, su padre. Pero no llegaba a ninguna parte. Era una verdadera
resistente en lo relativo a hablar de su pasado: ya había hecho
demasiado de eso con otros loqueros, decía. También tenía la
concepción de que remover las cenizas del pasado era tan sólo una
excusa para eludir la responsabilidad personal de nuestras acciones.
Había leído mi libro sobre psicoterapia y me citaba esa cosa tan
cierta. Odio eso. Cuando los pacientes se resisten mediante las citas
de tus libros, te tienen cogido por los huevos.
»En una ocasión le pregunté por alguno de sus primeros sueños
o fantasías sexuales y finalmente, siguiéndome la corriente, describió
una fantasía recurrente de cuando tenía ocho o nueve años: fuera
está diluviando, llega a una habitación empapada y helada, y un
hombre mayor la está esperando. Ella abraza, le quita la ropa mojada,
la seca con una gran toalla caliente, y le da un chocolate caliente. Así
que le sugerí que representáramos una representación: le dije que
saliera del consultorio y que entrara otra vez como si estuviera helada
y empapada de agua. Pasé por alto lo de desvestirla, desde luego,
cogí una gran toalla del cuarto de baño y la sequé con energía; sin
ningún tipo de comportamiento sexual, como hice siempre. Le
"sequé" la espalda y el pelo, después la envolví en la toalla, la senté y
le preparé una taza de chocolate caliente instantáneo.
»No me pregunte por qué elegí hacer eso en aquel momento.
Cuando llevas tantos años de práctica como yo, aprendes a confiar en
tu intuición. Y la intervención lo cambió todo. Belle se quedó sin habla
durante un rato, las lágrimas brotaron de sus ojos, y se puso a
berrear como un niño. Belle no había llorado en la terapia nunca,
nunca. La resistencia se había desvanecido.
»¿Qué quiero decir con que se desvaneció su resistencia?
Quiero decir que confió en mí, que creyó que estábamos en el mismo
lado. El término técnico, doctor Lash, es "alianza terapéutica."
Después se convirtió en una paciente de verdad. De sus labios salió
una auténtica catarata de cosas importantes. Empezó a vivir
esperando la sesión siguiente. La terapia se convirtió en el centro de
su vida. Una y otra vez me de da lo importante que yo era en su vida.
Y esto fue tan sólo después de tres meses.
»¿Era yo demasiado importante? No, doctor Lash, el terapeuta

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Psicología y Literatura

no puede ser demasiado importante al principio de la terapia. Incluso


Freud utilizaba la estrategia de sustituir una psiconeurosis por una
neurosis transferencial: éste es un poderoso medio de obtener el
control sobre los síntomas autodestructivos.
»Parece usted confundido con esto. Bien, lo que sucede es que
el paciente se obsesiona con el terapeuta, reflexiona poderosamente
sobre cada una de las sesiones, mantiene largas conversaciones
fantasiosas con el terapeuta entre sesión y sesión. Finalmente los
síntomas son asumidos por la terapia. En otras palabras, los síntomas
más que ser impulsados por los factores neuróticos internos,
empiezan a fluctuar de acuerdo con las exigencias de la relación
terapéutica.
»No, gracias, no más café, Ernest. Pero tome usted más. ¿Le
importa si le llamo Ernest? Bien. Continuemos, saqué partido de este
avance. Hice todo lo que pude para hacerme incluso más importante
para Belle. Respondía a cada pregunta que me hacía sobre mi propia
vida, apoyé las partes positivas de ella. Le dije que era una mujer
inteligente y atractiva. Odiaba lo que ella estaba haciendo consigo
misma y se lo dije así, muy directamente. Nada de eso resultaba
difícil: todo lo que tenía que hacer era decir la verdad.
»Antes preguntó usted cuál era mi técnica. Quizás la mejor
respuesta es simplemente: decir la verdad. Progresivamente empecé
a jugar un importante papel en sus fantasías. Se había ido deslizando
hacia prolongados ensueños que nos incluían a los dos, ya fuera
estando juntos, abrazándonos, jugando yo con ella a juegos infantiles,
o dándole yo de comer. En una ocasión trajo al consultorio un envase
con gelatina y una cuchara y me pidió que se la diera, lo que yo hice,
con gran placer de su parte.
»¿Suena inocente, no? Pero yo sabía, ya desde el principio, que
se cernía una sombra. Lo supe entonces, cuando ella habló de la
excitación que sintió cuando le di de comer. Lo supe cuando hablaba
de ir en canoa durante largos períodos, dos o tres días a la semana,
ahora que podía estar sola, flotando sobre el agua, y disfrutando de
sus ensoñaciones sobre mí. Sabía que mi enfoque constituía un
riesgo, pero era un riesgo calculado. Iba a permitir la transferencia
positiva para construir así lo que podía utilizar para combatir su
autodestructividad.
»Y después de unos cuantos meses me hice tan importante
para ella que pude empezar a ejercer presión sobre su patología.
Primero, me concentré en el tema de la vida-a-la muerte: sida, la
escena del bar, las mamadas del ángel-de-misericordia de la
carretera. Se hizo una prueba del sida, negativo, gracias a Dios.
Recuerdo la espera, de dos o tres semanas, de los resultados de la
prueba. Permítame que le diga, estuve tan preocupado como ella.
»¿Ha trabajado usted alguna vez con pacientes cuando están
esperando los resultados de la prueba del sida? ¿No? Bien, Ernest,
ese período de espera es un escaparate de oportunidades. Lo puedes
utilizar para hacer algún trabajo real. Por unos días los pacientes se

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

enfrentan cara a cara con su propia muerte, posiblemente por


primera vez. Es un momento en el que puedes ayudarles a examinar
y reestructurar sus prioridades, a basar sus vidas y su conducta en las
cosas que realmente cuentan. Terapia de shock existencial, la
denomino a veces. Pero no con Belle. A ella no le desconcertó la
espera. Era demasiado su rechazo. Como muchos otros pacientes
autodestructivos, Belle se sentía invulnerable en las manos de
cualquiera que no fuera ella.
»La instruí sobre el sida y sobre el herpes, que, milagrosamente
tampoco tenía, y sobre los procedimientos para practicar un sexo
seguro. La preparé para escoger hombres en lugares más seguros si
tenía la necesidad absoluta de hacerlo: clubes de tenis, reuniones de
las Asociaciones de Padres y Profesores, recitales en librerías. ¡Qué
chica, Belle, qué habilidad! Podía arreglar una cita con algún
guaperas totalmente desconocido en cinco o seis minutos, a veces
con una desprevenida esposa tan sólo a unos tres metros de
distancia. Tengo que admitir que la envidiaba. La mayoría de las
mujeres no aprecian su buena fortuna a este respecto. ¿Puede ver
usted a los hombres -especialmente una ruina saqueada como yo-
haciendo eso a voluntad?
»Una cosa sorprendente de Belle, dado lo que le he contado a
usted hasta ahora, era su absoluta honradez. En nuestras dos
primeras sesiones, cuando estábamos decidiendo trabajar juntos,
expuse mi condición básica de la terapia: honradez total. Ella tenía
que comprometerse a compartir cada acontecimiento importante de
su vida: uso de drogas, demostración sexual impulsiva, cortes,
purgamientos, fantasías; todo. De otro modo, le dije, estábamos
malgastando su tiempo. Pero si era sincera en todo, podía contar
conmigo absolutamente para llevar con ella esto a buen término.
Prometió serlo y cerramos nuestro contrato estrechando
solemnemente las manos.
»Y, hasta donde yo sé, ella mantuvo su promesa. De hecho,
esto era parte de mi punto de apoyo porque si hubiera resbalones
durante la semana -si, por ejemplo, se marcaba las muñecas o iba a
un bar- yo lo analizaría hasta la saciedad. Insistiría en una profunda y
larga investigación de lo que sucedió justo antes del resbalón. "Por
favor, Belle -podía decirle-, debo oír todo lo que precedió a lo que
pasó, todo lo que pudiera ayudarnos a comprenderlo: los primeros
sucesos del día, tus pensamientos, tus sentimientos, tus fantasías."
Eso ponía a Belle contra la pared: ella tenía otras cosas de las que
quería hablar y odiaba consumir gran parte de su terapia en esto. Tan
sólo eso le ayudaba a controlar su impulsividad.
»¿Comprensión súbita? No era un jugador importante en la
terupia de Belle, ¡Ay!, ella llegó a reconocer que la mayoría de las
veces su comportamiento impulsivo iba precedido por un estado
emotivo de gran falta de vida, o sensación de vacío, y que asumir el
riesgo, los cortes, el sexo, las juergas, todo eran intentos de llenarse
a sí misma o de devolverse a la vida.

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

»Pero lo que Belle no captaba era que estos intentos eran


fútiles. Cada uno de ellos fracasaba, ya que tenían como resultado
una profunda vergüenza final, y después unos intentos más
desesperados -y más autodestructivos- de sentirse viva. Belle fue
siempre extrañamente obtusa para comprender la idea de que su
conducta tenía consecuencias.
»De modo que la comprensión no fue eficaz. Yo tenía que hacer
algo más -y probé todos los recursos de manual, sin dejar uno- para
ayudarle a controlar su impulsividad. Hicimos una lista de sus
conductas impulsivas destructivas, y estuvo de acuerdo en no
embarcarse en ninguna de ellas antes de telefonearme y darme la
oportunidad de hacerla desistir. Pero raramente telefoneaba: no
quería interferir en mi tiempo. Estaba convencida en lo más profundo
que mi compromiso con ella estaba hecho de un fino tejido y que yo
pronto me cansaría y me desharía de ella. No la podía disuadir de
esto. Me pidió algún recuerdo concreto que pudiera llevar con ella.
Ello le proporcionaría más autocontrol. Elige algo del consultorio, le
dije. Ella sacó mi pañuelo de la chaqueta. Se lo di, pero primero
escribí sobre él algo de importancia dinámica para ella:
»"Me siento muerta y me hiero a mí misma para saber que
estoy viva. Me siento insensibilizada y debo asumir riesgos peligrosos
para sentirme viva. Me siento vacía y trato de llenarme con drogas,
comida, semen. Pero estos son arreglos que duran poco. Acabo por
sentirme avergonzada, y todavía más muerta y vacía."
»Le di instrucciones a Belle para que meditara sobre el pañuelo
y los mensajes cada vez que sintiera sus impulsos.
»Parece usted un tanto burlón, Ernest. ¿Lo desaprueba usted?
¿Por qué? ¿Demasiado efectista? No tanto. Parece efectista, estoy de
acuerdo, pero a grandes males grandes remedios. Para los pacientes
que parecen no haber desarrollado nunca una sensación definitiva de
la constancia del objeto, he encontrado cierto dominio, cierto
recordatorio concreto, muy útil. Uno de mis maestros, Lewis Hill, que
fue un genio en el tratamiento de los pacientes esquizofrénicos
gravemente enfermos, solía echar el aliento en el interior de una
diminuta botella y dársela a sus pacientes para que la llevaran
colgada del cuello cuando se iban de vacaciones.
»¿Piensa usted que también eso es efectista, Ernest?
Permítame poner otra palabra, la palabra adecuada: creativo.
¿Recuerda lo que le dije antes sobre la creación de una nueva terapia
para cada paciente? Esto es exactamente lo que quise decir. Además,
no ha hecho usted la pregunta más importante.
»¿Funcionó? Exactamente, exactamente. Ésta es la pregunta
adecuada. La única pregunta. Olvídese de las reglas. ¡Sí, funcionó!
Funcionaba con los pacientes del doctor Hill, y funcionó con Belle, que
llevaba consigo mi pañuelo y gradualmente consiguió más control
sobre su impulsividad. Sus "resbalones" se hicieron menos frecuentes
y pronto pudimos empezar a desplazar nuestra atención hacia otra
parte durante las horas de terapia.

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

»¿Qué? ¿Simplemente una cura transferencial? Algo de esto le


está afectando realmente, Ernest. Eso es bueno: es bueno cuestionar.
Tiene buen olfato para los verdaderos problemas. Déjeme decirle que
está usted en el lugar equivocado en la vida: no está usted hecho
para ser un neuroquímico... Bien, el menosprecio de Freud de la "cura
transferencial" tiene ya casi un siglo. Hay algo de verdad en ello, pero
básicamente constituye un error.
»Créame: si puede cambiar un ciclo de conducta
autodestructiva -no importa cómo lo haga- ha llevado a cabo algo
importante. El primer paso ha tenido que ser interrumpir el ciclo
vicioso del odio hacia sí mismo la autodestrucción, y después el odio
a sí mismo adicional que proviene de la vergüenza por la propia
conducta. Aunque ella nunca lo expresó, imagine la vergüenza y el
autodesprecio que Belle debe haber sentido por su conducta
degradada. La tarea del terapeuta es la de ayudar a invertir ese
proceso. Karen Horney en una ocasión dijo... ¿Conoce la obra de
Horney, Ernest?
»Lástima, pero éste parece ser el destino de los teóricos que
lideran nuestro campo: sus enseñanzas han sobrevivido durante una
generación. Horney era una de mis favoritas. Leí toda su obra durante
mi formación. Su mejor libro, Neurosis y desarrollo humano, tiene ya
más de cincuenta años, pero es un libro de terapia tan bueno como
cualquiera que pueda llegar a leer, y sin una sola palabra de jerga. Le
voy a enviar a usted una copia. En alguna parte, quizás en ese libro,
hizo la simple, pero poderosa afirmación: "Si quieres estar orgulloso
de ti mismo, entonces haz las cosas de las que te puedas
enorgullecer."
»He perdido el hilo de mi historia. Ayúdeme a empezar de
nuevo Ernest; ¿Mi relación con Belle? Desde luego, para eso es para
lo que estamos aquí realmente, ¿no? Hubo muchos sucesos
interesantes en ese frente. Pero sé que el acontecimiento de mayor
relevancia para su comité es el del contacto físico. Belle hizo de esto
una cuestión casi desde el principio. Ahora, hago un hábito con lo de
tocar físicamente a todos mis pacientes, hombres o mujeres, en cada
sesión: por tu general un apretón de manos a la salida, o quizás unas
palmaditas en el hombro. Bien, Belle no se preocupó mucho por eso:
se negó a estrechar mi mano y empezó haciendo alguna declaración
burlona como, "¿Es éste un apretón aprobado por la Asociación
Norteamericana de Psiquiatría?" , o "¿No podría usted intentar ser un
poco más formal?"
»Algunas veces ella podía acabar la sesión dándome un abrazo,
siempre amistoso, no sexual. A la sesión siguiente podía censurarme
por mi comportamiento, por mi formalidad, por mi rigidez cuando ella
me abrazaba. Y "rigidez" se refiere a mi cuerpo, no a mi polla, Ernest:
vi esa expresión. Lo haría usted muy mal como jugador de póquer. No
estamos todavía en la parte lasciva. Ya se lo indicaré cuando
lleguemos.
»Ella podía quejarse de la edad de mi mecanógrafa. Si ella

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Psicología y Literatura

estuviera vieja y con arrugas, decía, no dudaría en abrazarla.


Probablemente tenía razón sobre eso. El contacto físico era
extraordinariamente importante para Belle: insistía en que nos
tocáramos y nunca paraba de insistir. Insistiendo, insistiendo,
insistiendo. Sin parar. Pero podía entenderlo; Belle había crecido
privada del contacto físico. Su madre murió cuando ella era una niña,
y ella fue educada por una serie de distantes institutrices suizas. ¡Y su
padre! Imagínese, creciendo con un padre que tenía fobia a los
gérmenes, nunca la tocó, siempre llevaba guantes puestos, tanto
dentro como fuera de casa. Los sirvientes tenían que lavar y planchar
todo su papel moneda.
»Gradualmente, después de un año, yo me había relajado lo
suficiente, o había sido lo suficientemente ablandado por la
implacable presión de Belle, como para empezar a dar fin a las
sesiones regularmente con un paternal y amistoso abrazo. ¿Paternal y
amistoso? Esto quiere decir "como un tío a su sobrina." Pero fuera lo
que fuese lo que le diera, ella siempre pedía más, siempre trataba de
besarme en la mejilla cuando me abrazaba. Yo siempre insistía en
que respetara los límites, y ella siempre insistía en ejercer presión
sobre ellos. No puedo contarle a usted la de pequeñas lecciones que
le di sobre esto, la de libros y artículos sobre la materia que le
proporcioné para que los leyera.
»Pero era como una niña con un cuerpo de mujer -un cuerpo de
mujer sensacional, por cierto- y sus ansias de contacto eran
demoledoras. ¿No podía ella acercar su silla? ¿No podía yo mantener
sus manos cogidas durante unos minutos? ¿No podíamos sentarnos
uno al lado del otro en el sofá? ¿No podía yo poner siquiera el brazo
en torno a ella y sentarnos en silencio, o dar un paseo, en lugar de
hablar?
»Y era ingenuamente persuasiva. "Seymour" -podía decir-,
hablas del buen juego de crear una nueva terapia para cada paciente,
pero lo que omitiste en tus artículos era en la medida en que esté en
el manual oficial o en la medida en que no interfiera la comodidad
burguesa de un terapeuta de mediana edad''. Podía reprenderme por
haber encontrado refugio en las directrices de la Asociación
Norteamericana de Psiquiatría relativas a los límites de la terapia. Ella
sabía que yo había sido el responsable de escribir aquellas
directrices, cuando yo era presidente de la Asociación, y me acusaba
de ser prisionero de mis propias reglas. Podía criticarme por no leer
mis propios artículos. "Tú haces hincapié en honrar la singularidad de
cada paciente, y después pretendes que un solo conjunto de reglas
pueda adecuarse a todos los pacientes y todas las situaciones. Todos
nosotros hemos sido agrupados, diría, como si todos los pacientes
fuéramos lo mismo y pudiéramos ser tratados de la misma manera."
Y su cantinela era siempre: "¿Qué es más importante: seguir las
reglas? ¿Permanecer en tu confortable zona del sillón? ¿O hacer lo
que es mejor para tu paciente?"
»Otras veces podía recriminar mi "terapia defensiva"; "Te

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Psicología y Literatura

aterroriza tanto ser demandado. Todos vosotros, los terapeutas


humanistas, os encogéis ante los abogados, mientras que al mismo
tiempo exhortáis a vuestros pacientes enfermos mentalmente para
que se mantengan sujetos a su libertad. ¿Realmente piensas que
podría demandarte? ¿No me conoces todavía, Seymour? Estás
salvando mi vida. ¡Y yo te amo!"
»Y, sabe, Ernest, ella tenía razón. Ella me había puesto en fuga.
Yo estaba encogido de miedo. Estaba defendiendo mis pautas incluso
en una situación donde yo sabía que eran antiterapéuticas. Estaba
anteponiendo mi timidez, mis temores por lo poco que me queda de
carrera, a sus mejores intereses. Realmente, cuando miras las cosas
desde una posición desinteresada, no había nada equivocado en
permitirle que se sentara junto a mí y me cogiera la mano. De hecho,
cada vez que lo hacía, sin excepción, cargaba las pilas de la terapia:
se hacía menos defensiva, confiaba más en mí, tenía más acceso a su
vida interior.
»¿Qué? ¿Hay algún lugar en las terapias para unos límites bien
establecidos? Desde luego que lo hay. Escuche, Ernest. Mi problema
era que Belle arremetía contra todos los límites, como un toro contra
un trapo rojo. En cualquier parte -fuera donde fuese- que estableciera
los límites, ella presionaba y presionaba contra ellos. Optaba por
llevar escasa ropa, o blusas transparentes sin sujetador. Cuando
hacía comentarios sobre esto, ella me ridiculizaba por mis actitudes
victorianas hacia el cuerpo. Ella podía decir que yo quería conocer
cada contorno íntimo de su mente, sin embargo, su piel era algo que
estaba mal visto. Un par de veces se quejó de un bulto en el pecho y
me pidió que la examinara: desde luego, no lo hice. Podía
obsesionarse con la relación sexual conmigo durante horas enteras, y
rogarme que tuviera relaciones sexuales con ella tan sólo una vez.
Uno de sus argumentos era que tener relaciones sexuales conmigo
sólo una vez acabaría con su obsesión. Ella aprendería que no había
nada especial ni mágico y entonces sería libre de pensar en otras
cosas de la vida.
»¿Cómo me hizo sentir su campaña para tener contactos
sexuales? Buena pregunta, Ernest, ¿pero guarda ello relación con esta
investigación?
»¿No está usted seguro? Lo que parece tener relación es lo que
hice -es por eso por lo que estoy siendo juzgado- no por lo que yo
sentí o pensé. ¡Nadie da una mierda por eso en un linchamiento! Pero
si desconecta usted la grabadora durante un par de minutos, se lo
cantaré. Considérelo como instrucción. Usted ha leído Cartas a un
joven poeta de Rilke, ¿no? Bien, considere esto mi carta a un joven
terapeuta.
»Bueno. Su pluma también, Ernest. Déjela y tan sólo escuche
durante un rato. ¿Usted quiere saber cómo me afectó esto a mí? Una
mujer bella obsesionada conmigo, que se masturba cada día mientras
piensa en mí, que me ruega que me acueste con ella, que me cuenta
una y otra vez sus fantasías sobre mí, en las que se frota su cara con

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Psicología y Literatura

mi esperma, o unta con éste las galletas de chocolate, ¿cómo piensa


usted que me hace sentir? ¡Míreme! Dos bastones, cada vez peor,
feo, mi cara está siendo engullida por sus propias arrugas, mi cuerpo
fofo, desmoronándose.
»Lo admito. Sólo soy un ser humano. Empezó a afectarme.
Pensaba en ella al vestirme en los días en que teníamos sesión. ¿Qué
clase de camisa llevar? Ella odiaba las rayas anchas; me hacían
aparecer demasiado autosatisfecho, decía. ¿Y qué loción después de
afeitarme? A ella le gustaba más Royall Lyme que Mennen, y yo podía
vacilar cada vez sobre cuál utilizar. Generalmente me daba Royall
Lyme. Un día en su club de tenis encontró a uno de mis colegas -un
ganso, un auténtico narcisista que siempre está compitiendo
conmigo- y tan pronto oyó que tenía alguna conexión conmigo, se fue
hacia él para hablarle sobre mí. Su conexión conmigo la excitó, e
inmediatamente se fue a casa con él. Imagine, este gilipollas
tirándose a esta mujer despampanante y sin saber que es por causa
mía. Y yo no puedo contárselo. Me cabreó.
»Pero experimentar fuertes emociones respecto a una paciente
es una cosa. Actuar en consecuencia es otra. Y yo luché contra ello;
me analizaba continuamente, consultaba con un par de amigos sobre
la base de lo que iba pasando, y trataba de ello en las sesiones. Una
vez tras otra le dije que no había la más mínima posibilidad de que
alguna vez pudiera tener relaciones sexuales con ella, que nunca más
sería capaz de sentirme bien conmigo mismo si lo hiciera. Le dije que
necesitaba mucho más un buen terapeuta, que la cuidara, que un
amante anciano y decrépito. Pero reconocía la atracción que sentía
hacia ella. Le decía que no quería que se sentara tan cerca de mí
porque el contacto físico me estimulaba y me hacía menos efectivo
como terapeuta. Adopté una postura autoritaria: insistí en que mi
visión a largo plazo era mejor que la suya, que yo conocía cosas sobre
su terapia que ella no podía conocer todavía.
»Sí, sí, puede usted volver a conectar la grabadora. Creo que he
contestado a su pregunta sobre mis sentimientos. De modo que
seguimos así durante más de un año, luchado contra los brotes de
síntomas. Ella podía tener muchos deslices, pero globalmente lo
estábamos haciendo bien. Sabía que esto no era una cura. Tan sólo
estaba "conteniéndola," proporcionándole un entorno donde
agarrarse, manteniéndola a salvo entre sesión y sesión. Pero podía oír
el tictac del reloj; cada vez estaba más inquieta y fatigada.
»Y entonces un día llegó pareciendo completamente agotada.
Una nueva mercancía, muy pura, estaba en las calles, y ella admitió
que estaba muy cerca de meterse algo de heroína. "No puedo seguir
viviendo una vida de total frustración -dijo-. Estoy tratando como una
loca de hacer este trabajo, pero estoy perdiendo ímpetu. Yo me
conozco, yo me conozco, yo sé cómo funciono. Tú me estás
manteniendo viva y yo quiero colaborar contigo. Creo que puedo
hacerlo. Pero ¡yo necesito algún incentivo! Sí, sí, Seymour, sé lo que
estás dispuesto a decir: conozco tus posturas a fondo. Vas a decir que

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yo ya tengo un incentivo, que mi incentivo es una vida mejor,


sentirme mejor conmigo misma, no tratar de matarme, respetarme a
mí misma. Pero todo eso no es suficiente. Está demasiado lejos.
Demasiado etéreo. Necesito tocarlo. ¡Necesito tocarlo!
»Empecé a decir algo que la apaciguara, pero ella me cortó. Su
desesperación llegó al máximo y dio lugar a una proposición
desesperada. "Seymour, trabaja conmigo. A mi modo. Te lo ruego. Si
he estado limpia durante un año -realmente limpia, tú sabes lo que
quiero decir: sin drogas, sin purgamientos, sin escenas de bar, sin
cortes, sin nada- entonces ¡prémiame! ¡Dame algún incentivo!
Promete llevarme a Hawai durante una semana. Y llévame allí como
un hombre y una mujer, no como un loquero y una infeliz. No sonrías,
Seymour, hablo en serio, completamente en serio. Necesito esto.
Seymour, por una vez, pon mis necesidades por delante de las reglas.
Trabaja conmigo en esto."
»¡Llevarla a Hawai durante una semana! Sonríe usted, Ernest;
yo también. ¡Absurdo! Hice lo que usted hubiera hecho: me lo tomé a
broma. Traté de descartar ésta, como traté de descartar todas sus
anteriores propuestas de corrupción. Pero ésta no se iría. Había algo
más convincente en su actitud que no presagiaba nada bueno. Y más
persistente. Ella no la saltaría. Yo no podría apartarla de ella. Cuando
le dije que era imposible, Belle empezó a negociar: sacó a relucir el
período de buena conducta de un año y medio, cambió Hawai por San
Francisco, y primero rebajó la semana a cinco días, y después lo dejó
en cuatro días.
»Entre sesiones, a pesar mío, me encontré pensando en la
proposición de Belle. No podía escapar. Mentalmente le iba dando
vueltas al asunto. ¿Un año y medio -dieciocho meses- de buena
conducta? Imposible. Absurdo. Ella nunca pudo hacerlo. ¿Por qué
estábamos perdiendo nuestro tiempo hablando incluso de ello?
»¿Pero en el supuesto -sólo como un experimento mental, me
decía a mí mismo- en el supuesto de que ella hubiera sido capaz
realmente de cambiar su conducta durante dieciocho meses? Ponga a
prueba la idea, Ernest. Piense en ello. Considere la posibilidad. ¿No
estaría usted de acuerdo en que si esta impulsiva mujer, dada a los
excesos, hubiera desarrollado controles, comportándose más en
armonía consigo misma durante dieciocho meses, al margen de las
drogas, los cortes, todas las formas de autodestrucción, no podría ser
ya la misma persona?
»¿Qué? ¿Lo propio de pacientes que están al límite es andarse
con jueguecitos? ¿Eso fue lo que dijo? Ernest, nunca será un
verdadero terapeuta si piensa de ese modo. Eso es exactamente lo
que quise decir antes cuando hablaba de los peligros del diagnóstico.
Hay pacientes y pacientes que están al límite. Las etiquetas hacen
violenta a la gente. No se puede tratar a una etiqueta; usted tiene
que tratar la persona que está detrás de la etiqueta. De modo que le
pregunto de nuevo, Ernest: ¿no estaría usted de acuerdo en que esta
persona, no esta etiqueta, sino esta Belle, esta persona de carne y

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Psicología y Literatura

huesos, estaría intrínsecamente, radicalmente cambiada, si se


hubiera comportado de un modo fundamentalmente diferente
durante dieciocho meses?
»¿No quiere usted comprometerse? No puedo culparle,
considerando su posición hoy. Y la cinta grabada. Bien, respóndase
tan sólo a sí mismo, en silencio. No, permítame responder por usted:
no creo que haya un terapeuta vivo que no estuviera de acuerdo en
que Belle sería una persona infinitamente diferente si ella ya no
estuviera gobernada por sus desórdenes impulsivos. Podría
desarrollar valores diferentes, prioridades distintas, una visión
diferente. Podría despertarse, abrir los ojos, ver realmente, quizás ver
su propia belleza y su propio valor. Y podría verme de forma
diferente, verme como usted me ve: un tambaleante anciano que se
desmorona. Una vez que la realidad se inmiscuye, su transferencia
erótica, su necrofilia, simplemente se desvanecería y con ello, desde
luego, todo interés por el incentivo hawaiano.
»¿Qué es eso, Ernest? ¿Perdería la transferencia erótica? ¿Eso
me entristecería? ¡Desde luego! ¡Desde luego! Quiero ser adorado.
¿Quién no? ¿Usted no?
»Vamos, Ernest. ¿Usted no? ¿No se siente encantado por el
aplauso cuando acaba su disertación como profesional ante sus
colegas? ¿No quiere usted que la gente, especialmente las mujeres,
se aglomeren en torno a usted?
»¡Bueno! Aprecio su honestidad. No hay nada de lo que
avergonzarse. ¿Quién no lo desea? Así es como estamos hechos. De
modo que sigamos, yo podía perder su adoración, me sentida
desprovisto: pero eso entra dentro del terreno. Es mi trabajo:
introducirla en la realidad, ayudarla a crecer lejos de mí. Incluso, Dios
nos salve, a olvidarme.
»Bien, a medida que pasaron los días y las semanas, me sentía
cada vez más intrigado con la apuesta de Belle. Dieciocho meses
estando limpia, fue su oferta. Y recuerde que era todavía una oferta
anticipada. Soy un buen negociador y estaba seguro de que
probablemente podía conseguir más, más de la cuenta, incluso darle
más amplitud. Consolidar realmente el cambio. Pensé en otras
condiciones en las que podía insistir: alguna terapia de grupo para
ella, quizás, y un intento más enérgico para llevar a su marido a la
terapia de parejas.
»Pensaba en la proposición de Belle día y noche. No me la podía
sacar de la cabeza. Yo soy un hombre de apuestas, y la proporción a
mi favor parecía fantástica. Si Belle perdía la apuesta, si tenía un
desliz -tomando drogas, purgamientos, busca de plan por los bares, o
cortes en las muñecas- nada se perdería. Estaríamos, simplemente,
donde estábamos antes. Incluso si conseguía tan sólo unas cuantas
semanas, o meses, de abstinencia, podía construir sobre eso. Y si
Belle ganaba, estaría tan cambiada que nunca cobraría lo apostado.
Esto no le entraba a nadie en la cabeza. Como inconveniente el riesgo
era nulo y como ventaja tenía la buena oportunidad de poder salvar a

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Irvin D. Yalom
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esta mujer.
»Siempre me ha gustado la acción, amo las carreras, apostar
por cualquier cosa: béisbol, baloncesto. Después del instituto me
alisté en la armada y me planté en la universidad gracias a las
ganancias de las partidas de póquer a bordo; durante mi estancia
como interno en el hospital Monte Sinaí, en Nueva York, pasaba
muchas de mis noches libres en una gran partida en la unidad de
obstetricia con los tocólogos de guardia de Park Avenue. Había una
partida continuamente en marcha en la sala de estar de los doctores,
al lado de la sala de trabajo. Siempre que había una mano abierta,
llamaban al operador para que avisara por la megafonía al "doctor
Blackwood." Siempre que oía el aviso por la megafonía, "doctor
Blackwood, se necesita en la sala de partos," podía subir la apuesta
tan rápido como pudiera. Unos doctores fenomenales, todos ellos,
pero tontorrones en el póquer. Ya sabe, Ernest, casi no se les pagaba
nada a los internos por aquel entonces, y al final del año todos los
demás internos tenían grandes deudas. ¿Yo? Yo conducía mi nuevo
De Soto descapotable hasta la residencia, en Ann Arbor, cortesía de
los tocólogos de Park Avenue.
»Volvamos a Belle. Estuve indeciso durante semanas sobre su
apuesta y entonces un día, me jugué el todo por el todo. Le dije a
Belle que podía entender que necesitara un incentivo, e iniciamos una
seria negociación. Yo insistí en dos años. Ella estaba tan agradecida
por haber sido tomada en serio que estuvo de acuerdo con todas mis
condiciones y, rápidamente, le dimos forma a un contrato en firme y
claro. Su parte del trato era permanecer completamente limpia
durante dos años: nada de drogas (incluido el alcohol), nada de
cortes, nada de purgamientos, nada de llevarse hombres de los
bares, o de las carreteras, o llevar a cabo cualquier otra conducta
sexual peligrosa. Las aventuras sexuales urbanas estaban permitidas.
Y nada de conductas ilegales. Pensé que eso lo cubría todo. Ah, sí,
tenía que empezar con la terapia de grupo y prometer participar con
su marido en la terapia de parejas. Mi parte del contrato era un fin de
semana en San Francisco: todos los detalles, hoteles, actividades
habían de ser de su elección: carta blanca. Yo tenía que estar a su
servicio.
»Belle trató este asunto con mucha seriedad. Al finalizar la
negociación, ella sugirió un juramento formal. Trajo una Biblia a la
sesión y los dos juramos sobre ella que respetaríamos nuestra parte
del contrato. Despues de eso nos dimos solemnemente las manos con
nuestro acuerdo.
»El tratamiento siguió como antes. Belle y yo nos
encontrábamos aproximadamente dos veces por semana; tres habría
sido mejor, pero su marido empezaba a quejarse por las facturas de
la terapia. Desde que Belle permanecía limpia y no teníamos que
pasar tiempo analizando sus resbalones, la terapia fue más rápida y
más profunda. Sueños, fantasías: todo parería más accesible. Por
primera vez empezaba a ver gérmenes de curiosidad respecto a sí

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

misma; se inscribió en algunos cursos de extensión universitaria


sobre psicología patológica, y empezó a escribir una autobiografía
sobre los primeros años de su vida. Gradualmente fue recordando
más detalles de su infancia, su triste búsqueda de una nueva madre
entre la serie de desinteresadas institutrices, la mayoría de las cuales
se iban en unos pocos meses debido a la fanática insistencia de su
padre sobre el orden y la limpieza. Su fobia a los gérmenes
controlaba todos los aspectos de la vida de su hija. Imagine: hasta
que ella tuvo catorce años se mantuvo al margen de la escuela,
siendo educada en casa, debido al temor de su padre de que trajera
gérmenes a casa. En consecuencia tuvo pocos amigos íntimos.
Incluso las comidas con los amigos eran raras; tenía prohibido cenar
fuera y ella le tenía terror a la vergüenza de tener que exponer a sus
amigos a las grotescas cenas con su padre: guantes, lavarse las
manos entre plato y plato, inspecciones de limpieza de las manos de
los criados. No le estaba permitido tomar libros en préstamo: a una
querida institutriz la despidieron en el acto porque permitió a Belle
que intercambiara su vestido con una amiga durante un día. Su
infancia y su vida como hija finalizaron bruscamente a los catorce
años, cuando fue enviada a un internado en Grenoble. A partir de ese
momento, tuvo solamente contactos superficiales con su padre, que
pronto se volvió a casar. Su nueva esposa era una mujer bella, pero
una antigua prostituta, según una tía solterona, que dijo que la nueva
esposa era tan sólo una de las muchas putas que había conocido en
los catorce años anteriores. Probablemente, se decía a sí misma Belle
-y esto fue justo su primera interpretación en la terapia- él se sentía
sucio, y era por eso por lo que siempre se lavaba y por lo que no
permitía que su piel la tocara.
»Durante estos meses Belle sacaba a colación el tema de
nuestra apuesta tan sólo en un contexto en el que pudiera expresar
su gratitud hacia mí. Ella la llamaba la "más poderosa afirmación" que
había conseguido nunca. Sabía que la apuesta era un regalo para ella:
a diferencia de los "regalos" que había recibido de los otros
psiquiatras -palabras, interpretaciones, promesas, "afecto
terapéutico" - este regalo era real y palpable. Piel contra piel. Era una
prueba tangible de que yo estaba completamente comprometido en
ayudarla. Y una prueba para ella de mi cariño. Nunca antes, dijo,
había sido querida alguna vez de esa manera. Nunca antes la había
puesto nadie a ella por delante de sus propios intereses, por encima
de las normas. Ciertamente su padre no, que nunca le dio la mano
desnuda y hasta su muerte, diez años antes, le enviaba cada año el
mismo regalo de cumpleaños: un fajo de billetes de cien dólares, uno
por cada año de vida, cada uno de ellos bien lavado y planchado.
»Y la apuesta tenía otro significado. Estaba contentísima con mi
buena disposición para doblegar las normas. Lo que más le gustaba
de mí, decía, era mi determinación para asumir riesgos, mi apertura
ante los aspectos más oscuros de mi persona. "Hay algo travieso y
oscuro en ti, también -diría-. Es por eso por lo que me entiendes tan

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

bien. Pienso que de alguna manera somos cerebros gemelos."


»Usted sabe, Ernest, que si congeniamos tan rápidamente, si
ella supo inmediatamente que yo era su terapeuta fue por algo pícaro
en mi cara, por un brillo irreverente en mis ojos. Belle tenía razón. Ella
tenía mi número. Era más lista que el hambre.
»Y usted sabe que yo sabía exactamente lo que ella significaba:
¡exactamente! Yo puedo descubrirlo en los demás del mismo modo.
Ernest, solamente un minuto, desconecte la grabadora. Bien. Gracias.
Lo que yo quería decir es que pienso que lo veo en usted. Usted y yo,
nos sentarnos en diferentes lados de este estrado, de esta mesa
donde se juzga, pero tenemos algo en común. Ya le dije, soy bueno
leyendo caras. Me equivoco raras veces en tales cosas.
»¿No? ¡Vamos! ¡Usted sabe lo que quiero decir! ¿No es
precisamente por esta razón por la que escucha usted mi relato con
tal interés? ¡Más que interés! ¿Voy demasiado lejos si lo llamo
fascinación? Sus ojos son como platos. Sí, Ernest, usted y yo. Podía
usted haber estado en mi situación. Mi apuesta faustiana podría
haber sido la suya también.
»Lo niega usted con la cabeza. ¡Desde luego! Pero yo no hablo
a su cabeza. Yo voy directo al corazón, y puede llegar el momento en
el que se abra usted a lo que digo. Más aún: quizá se verá usted no
solamente en mí sino también en Belle. Nosotros tres. ¡No somos tan
diferentes el uno del otro! De acuerdo, eso es todo: volvamos al
asunto.
»¡Espere! Antes de que vuelva a conectar la grabadora, Ernest,
permítame decir una cosa más. ¿Usted piensa que me importa un
carajo el comité de ética? ¿Qué pueden hacer? ¿Retirarme el
privilegio de entrada en el hospital? Tengo setenta años, mi carrera
está acabada, lo sé. ¿Así, por qué le cuento a usted todo esto? Con la
esperanza de que algo bueno pueda salir de ello. Con la esperanza de
que quizá permitirá que alguna pizca de mí entre en usted,
permítame que corra por sus venas, permítame que le enseñe.
Recuerde, Ernest, cuando hablo de que esté usted abierto a los
aspectos más oscuros de su persona, me refiero a eso positivamente;
quiero decir que tiene que tener usted el coraje y la grandeza de
espíritu para ser un gran terapeuta. Vuelva a conectar la grabadora,
Ernest. Por favor, no es necesario que me responda. Cuando tienes
setenta años, no necesitas réplicas.
»De acuerdo, ¿donde estábamos? Bien, el primer año pasó con
Belle haciéndolo definitivamente mejor. Ningún resbalón de ningún
tipo. Estaba absolutamente limpia. Me planteaba cada vez menos
exigencias. Ocasionalmente me pedía sentarse junto a mí, y que
pusiera mi brazo alrededor de ella, pudiendo estar sentados varios
minutos de ese modo. Esto nunca fallaba cuando se trataba de
relajarse para que estuviera más productiva en la terapia. Continuaba
dándole paternales abrazos al final de cada sesión, y ella
normalmente me daba un comedido y filial beso en la mejilla. Su
marido se negó a la terapia de parejas, pero accedió a ver a un

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

practicante de Ciencia Cristiana durante varias sesiones. Belle me


cantó que había mejorado la comunicación entre ellos y que ambos
parecían más contentos con su relación.
»En la cota de los dieciséis meses, todavía iba todo bien. Nada
de heroína -ninguna droga en absoluto- nada de cortes, ni bulimia, ni
purgamientos, ni ningún tipo de conducta autodestructiva. Consiguió
implicarse en algunos movimientos alternativos -un canalizador, un
grupo terapéutico de vidas pasadas, un nutricionista a base de algas-
típicos bichos raros de California, inofensivo. Ella y su marido habían
reanudado su vida sexual, y llevó a cabo una pequeña representación
sexual con mi colega, ese memo, ese gilipollas, que se encontró en el
club de tenis. Pero al menos era sexo seguro algo muy distinto de las
aventuras en los bares y en la carretera.
»Era el cambio terapéutico más sorprendente que yo he visto
nunca. Belle dijo que era el período más feliz de su vida. Le desafío,
Ernest: enchúfela en cualquiera de sus estudios de resultados. ¡Sería
la paciente estrella! Compare su resultado con cualquier terapia con
fármacos: Risperidone, Prozac, Paxil, Effexor, Wellbutrin -la que usted
diga- mi terapia ganaría sin problemas. La mejor terapia que he
hecho nunca, y, sin embargo, no pude publicarla. ¿Publicarla? No
pude incluso hablar de ella con nadie. ¡Hasta ahora! Usted es mi
primer auditorio real.
»En la cota de los dieciocho meses, las sesiones empezaron a
cambiar. Fue de un modo sutil al principio. Se deslizaban más y más
referencias a nuestro fin de semana en San Francisco, y Belle pronto
empezó a hablar de ello en cada sesión. Cada mañana podía
permanecer en la cama una hora extra soñando despierta sobre cómo
sería nuestro fin de semana, se imaginaba: durmiendo en mis brazos,
pidiendo por teléfono el desayuno desde la cama, conduciendo hasta
Sausalito para la comida, seguido de una siesta después de comer.
Tenía la fantasía de que estábamos casados y me esperaba en casa
por las tardes. Insistía en que ella podría vivir felizmente el resto de
su vida si supiera que yo volvería a casa con ella. No necesitaba
mucho tiempo conmigo; ella estaría dispuesta a ser la segunda mujer,
a tenerme cerca de ella tan sólo una hora o dos a la semana: podía
vivir sana y feliz con eso para siempre.
»Bien, puede usted imaginar que para entonces empezaba a
estar un poco inquieto. Y después bastante inquieto. Empecé a perder
la calma. Hice todo lo posible para ayudarla a afrontar la realidad.
Prácticamente en cada sesión hablaba sobre mi edad. En tres o
cuatro años estaría en una silla de ruedas. En diez años tendría
ochenta. Le pregunté que cuanto tiempo pensaba que viviría. Los
hombres de mi familia morían jóvenes. A mi edad, mi padre ya se
había pasado quince años en su ataúd. Ella me sobreviviría al menos
veinticinco años. Incluso empecé a exagerar mi afección neurológica
cuando estaba con ella. En una ocasión escenifiqué una caída
intencionada, tal era el grado de mi desesperación. Y la gente mayor
no tiene mucha energía, le repetía. Dormido a las ocho y media, le

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

decía. Desde hace cinco años que no estoy despierto para las noticias
de las diez. Y mi pérdida de visión, mi bursitis en los hombros, mi
dispepsia, mi próstata, mi aerofagia, mi estreñimiento. Incluso pensé
en conseguir un audílono, por el efecto que causa.
»Pero todo esto fue una espantosa mete dura de pata. ¡Un error
de ciento ochenta grados! Sólo estimuló su apetito todavía más. Tenía
un encapricharniento algo malsano con la idea de mi estado
enfermizo o incapacitado. Tenía fantasías en las que me daba un
ataque de apoplejía, mi mujer me dejaba, y ella venía a vivir a casa
para cuidarme. Una de sus ensoñaciones favoritas le hacía ser mi
enfermera: se ocupaba de hacerme el té, de lavarme, de cambiarme
las sábanas y el pijama, de ponerme polvos de talco y después se
quitaba la ropa y se acostaba cerca de mí, bajo las cálidas sábanas.
»Cuando habían pasado veinte meses, la mejoría de Belle era
incluso más acusada. Por su cuenta había conseguido meterse en
Toxicómanos Anónimos y asistía a tres reuniones por semana. Estaba
haciendo trabajos como voluntaria en escuelas marginales para
instruir a las chicas adolescentes sobre la anticoncepción y el sida, y
había sido aceptada en un programa de posgrado de la universidad
local.
»¿Qué es eso, Ernest? ¿Cómo podía saber yo que me estaba
diciendo la verdad? Ya sabe, yo nunca dudé de ella. Sé que ella tiene
sus defectos de carácter, pero decir la verdad, al menos conmigo,
parecía casi una compulsión. Al principio de nuestra terapia -creo que
mencioné esto antes- establecimos un contrato que nos comprometía
a decirnos mutuamente la verdad absoluta. Hubo un par de veces, en
las primeras semanas de la terapia, en las que ocultó algunos
episodios particularmente indecorosos de una actuación suya, pero
no pudo soportarlo; se puso frenética por ello, estaba convencida de
que podía leer su pensamiento y que la expulsaría de la terapia. En
cada caso no pudo esperar hasta la siguiente sesión para
confesármela sino que tuvo que telefonearme -una vez después de
media noche para aclarar las cosas.
»Pero su pregunta es una buena pregunta. Había demasiado en
juego en este aspecto como para aceptar sin más su palabra, e hice
lo que usted habría hecho: verifiqué todas las fuentes posibles.
Durante este tiempo me vi con su marido un par de veces. Él
rechazaba la terapia pero estaba de acuerdo en intervenir para
ayudar a acelerar el ritmo de la terapia de Belle, y corroboró todo lo
que ella había dicho. No sólo eso, sino que me dio permiso para
establecer contacto con la consejera de Ciencia Cristiana -lo que
resultaba bastante irónico, ya que estaba preparando su doctorado
en psicología clínica y estaba leyendo mis trabajos- que también
corroboró el relato de Belle: trabajando duro en su matrimonio, nada
de cortes, nada de drogas, trabajo como voluntaria comunitaria. No,
Belle estaba jugando limpio.
»¿Y qué hubiera hecho usted en esta situación, Ernest? ¿Qué?
¿Hubiera estado allí en primera fila? Sí, sí, ya sé, Fácil respuesta. Me

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

decepciona usted. Dígame, Ernest, si no hubiera estado usted allí,


donde hubiera estado? ¿En su laboratorio? ¿O en la biblioteca? Estaría
usted en un lugar a salvo. Apropiado y cómodo. ¿Pero dónde estaría
la paciente? ¡A saber dónde estaría para entonces, éste es el caso!
Exactamente como los veinte terapeutas de Belle que me
precedieron, todos ellos también tomaron el camino seguro. Pero yo
soy un tipo diferente de terapeuta. Un salvador de causas perdidas.
Yo me niego a abandonar a un paciente. Me romperé el pescuezo,
como un burro me engancharé a la reata, probaré cualquier cosa para
salvar al paciente. Ésta ha sido verdaderamente toda mi carrera.
¿Conoce usted mi reputación? Pregunte por ahí. Pregunte a su
director de departamento. Él sabe. Me ha enviado docenas de
pacientes. Yo soy el último recurso como terapeuta. Los terapeutas
me envían los pacientes que ellos dejan plantados. ¿Hace usted un
gesto de aprobación? ¿Ha oído usted eso de mí? ¡Bien! Está bien que
usted sepa que no soy precisamente un viejo imbécil.
»[De manera que considere mi posición! ¿Qué demonios podía
hacer? Me estaba poniendo nervioso. Me salté todas las barreras:
empecé a interpretar como un loco, como un histérico, como si mi
vida dependiera de ello. Interpretaba todo lo que se movía.
»Y me impacienté con sus ilusiones. Por ejemplo, consideré la
disparatada fantasía de Belle en la que estamos casados y lo de basar
su vida en una espera toda la semana, en una muerte aparente, por
pasar una o dos horas conmigo. "¿Qué tipo de vida es ésa y qué tipo
de relación?", le pregunté. Eso no era una relación, era chamanismo.
Piense en ello desde mi punto de vista, yo podía decir: ¿Qué se
imagina ella que sacaría yo de tal arreglo? Tomar su curación por una
hora de mi presencia: eso era irreal. ¿Era esto una relación? ¡No! No
estábamos siendo reales el uno con el otro; ella me estaba utilizando
como un icono. Y su obsesión con chuparme y tragarse mi esperma.
Lo mismo. Irreal. Ella se sentía vacía y me quería para llenarse con mi
esencia. ¿No podía ver lo que estaba haciendo, no podía ver el error
de tratar lo simbólico como si fuera una realidad concreta? ¿Por
cuánto tiempo pensaba que una gotita de mi esperma podría llenarla?
En unos pocos segundos, su ácido hidroclórico gástrico no dejaría sino
un rastro de cadenas fragmentadas de ADN.
»Belle asentía con gravedad ante mis histéricas
interpretaciones, y después seguía haciendo punto. Su padrino en
Toxicómanos Anónimos le había enseñado a hacer punto, y durante
las últimas semanas trabajaba continuamente en un suéter de
trenzas para que yo lo llevara en nuestro fin de semana. No
encontraba la manera de ponerla nerviosa. Sí, ella estaba de acuerdo
en que podía estar basando su vida en la fantasía. Quizá estaba
buscando el arquetipo de anciano sabio. ¿Pero era eso tan malo?
Además de su programa de posgrado, estaba asistiendo como oyente
a un curso de antropología, y estaba leyendo La rama de oro. Me
recordaba que la mayoría de seres humanos viven de acuerdo con
conceptos irracionales tales como tótems, reencarnaciones, cielo e

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Psicología y Literatura

infierno, incluidas las curas por transferencia de la terapia y la


deificación de Freud. "Todo lo que funciona funciona -decía-, y la idea
de estar nosotros juntos durante una semana funciona. Esta ha sido
la mejor época de mi vida; es exactamente como estar casada
contigo. Es como estar esperando y saber que, en breve, estarás
conmigo en casa; me hace seguir adelante, me hace estar contenta."
Y después de eso volvía a su punto. ¡Ese condenado suéter! Sentía
como si se lo estuviera arrancando de las manos.
»A la altura de los veintidós meses, pulsé la tecla de alarma.
Perdí toda compostura y empecé a adular, a escabullirme, a rogar. Le
daba clases sobre el amor. "Dices que me amas, pero el amor es una
relación, amor es preocuparse del otro, preocuparse del crecimiento y
el ser del otro. ¿Te has preocupado alguna vez de mí? ¿De cómo me
siento yo? ¿Has pensado alguna vez en mi sentimiento de culpa, en
mi temor, en la repercusión de todo esto en el respeto que sentiré por
mí mismo, sabiendo que he hecho algo falto de ética? ¿Y el impacto
en mi reputación, el riesgo que estoy corriendo: mi profesión, mi
matrimonio?"
»"¿Cuántas veces -respondía Belle-, me has recordado que
somos dos personas en una relación humana, nada más y nada
menos? Me pediste que confiara en ti, y yo confié en ti; confié por
primera vez en mi vida. Ahora yo te pido a ti que confíes en mí. Éste
será nuestro secreto. Me lo llevaré conmigo a la tumba. No importa lo
que suceda. ¡Para siempre! Y por lo que se refiere al respeto a ti
mismo y al sentimiento de culpabilidad, y a tus preocupaciones
profesionales, bien, ¿qué es más importante que el hecho de que tú,
un curandero, me estés curando? ¿Permitirás que las reglas y la
reputación, y la ética, tenga prioridad sobre eso?" ¿Usted tendría una
buena respuesta para eso, Ernest? Yo no la tuve.
»Sutilmente, pero de forma alarmante, aludía a los efectos
potenciales de un incumplimiento por parte mía de la apuesta. Había
vivido durante dos años para este fin de semana conmigo. ¿Podría
confiar en alguien otra vez? ¿En algún terapeuta? ¿O en alguien, para
ese asunto? Eso, me hacía saber, sería algo que me hacía sentir
culpable. No tenía que decir mucho más. Sabía lo que mi traición
significaría para ella. No había sido autodestructiva durante dos años,
pero yo no tenía duda alguna de que no había perdido el tranquillo
para eso. Para decirlo sin rodeos, estaba convencido de que si yo no
cumplía lo prometido, Belle se mataría. Todavía trataba de escapar de
mi propia trampa, pero mis alas batían cada vez más débilmente.
»"Tengo setenta años, tú tienes treinta y cuatro -le decía-. Hay
algo poco natural en que nosotros durmamos juntos."
»"Chaplin, Kissinger, Picasso, Humbert Humbert y Lolita",
respondía Belle, sin molestarse siquiera en mirar mientras hacía
punto.
»"Has llevado todo esto a unos niveles grotescos, le decía; está
todo esto tan hinchado, tan exagerado, tan alejado de la realidad.
Todo este fin de semana no puede ser más que una experiencia

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Psicología y Literatura

deprimente para ti."


-"Tener una experiencia deprimente es lo mejor que podría
suceder -replicaba-. Ya sabes, desbaratar mi obsesión contigo, mi
'transferencia erótica', como te gusta llamarla. Esto no supone una
pérdida para nuestra terapia."»
»Yo seguía escabulléndome. "Además, a mi edad, la potencia
decae."
»"Seymour -me reprendía ella-. Me sorprendes. Todavía no lo
has cogido, todavía no te has dado cuenta de que la potencia o el
acto sexual no vienen al caso. Lo que yo quiero es que tú estés
conmigo y me apoyes: como una persona, como una mujer. No como
una paciente. Además, Seymour -y aquí ponía el suéter a medio
tricotar delante de su cara, mirando con timidez por encima, y decía-,
¡Te voy a echar el polvo de tu vida!"
»Y entonces llegó el momento. Pasaron los veinticuatro meses y
no tuve más alternativa que pagar al diablo su deuda. Si no cumplía
lo prometido, sabía que las consecuencias serían catastróficas. Por
otro lado, ¿si mantenía mi palabra? Entonces, ¿quién sabe? Quizás
ella estaba en lo cierto, quizás dejaría de estar obsesionada. Quizá,
sin la transferencia erótica, sus energías quedarían liberadas para
relacionarse mejor con su marido. Podría mantener su fe en la
terapia. Yo me jubilaría en un par de años, y ella iría a otros
terapeutas. Quizás un fin de semana en San Francisco con Belle sería
un acto de supremo amor terapéutico.
»¿Qué, Ernest? ¿Mi contratransferencia? Lo mismo que os
habría pasado a vosotros: dando vueltas desenfrenadamente. Traté
de excluirla de mi decisión. No actué impulsado por mi
contratransferencia: estaba convencido de que no tenía otra
alternativa racional. Y todavía estoy convencido de ello, incluso a la
luz de lo que ha sucedido. Pero me afanaré por parecer algo más que
un chico fascinado. Ahí estaba yo, un viejo en las últimas, con las
neuronas corticales del cerebro estirando la pata cada día, problemas
de visión, vida sexual casi acabada: mi mujer, que es buena a la hora
de renunciar a algo, hace ya tiempo que renunció al sexo. ¿Y mi
atracción hacia Belle? No lo negaré: la adoraba. Y cuando me dijo que
me iba a echar el polvo de mi vida, podía oír los oxidados motores de
mis gónadas al darle a la manivela de arranque una y otra vez. Pero
déjeme que le diga a usted -ya la grabadora, déjeme decírselo con
toda la energía que pueda- ¡no es por eso por lo que lo hice! Eso
puede que no sea importante para usted y para el comité de ética,
pero para mí es una cuestión de vida o muerte. Nunca rompí mi pacto
con Belle. Nunca rompí mi pacto con ningún paciente. Nunca
antepuse mis necesidades a las suyas.
»Y por lo que se refiere al resto de la historia, adivino que usted
ya la conoce. Todo está ahí, en su expediente. Belle y yo nos
encontramos en San Francisco en Mama's, en la Playa Norte, un
sábado por la mañana y permanecimos juntos hasta el domingo al
anochecer. Decidimos decirles a nuestras parejas respectivas que yo

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Psicología y Literatura

había programado un grupo maratón de fin de semana con mis


pacientes. Organizo tales grupos con diez o doce de mis pacientes
unas dos veces al año. En realidad, Belle había asistido a un fin de
semana de estos en su primer año de terapia.
»¿Ha dirigido usted alguna vez grupos como esos, Ernest? ¿No?
Bien, permítame decirle que son de un gran rendimiento... aceleran la
terapia de una manera enloquecida. Debería usted conocerlos.
Cuando nos volvamos a ver -y estoy seguro que nos veremos de
nuevo, bajo circunstancias diferentes- le hablaré de estos grupos; los
he estado llevando durante treinta y cinco años.
»Pero volvamos al fin de semana. No sería justo que le hubiera
llevado tan lejos y ahora no compartiera la culminación. Vamos a ver,
¿qué puedo decirle? ¿Qué quiero decirle? Traté de mantener mi
dignidad, de permanecer dentro de mi personaje de terapeuta, pero
no duró mucho: Belle se ocupó de eso. Ella me invitó a hacerlo tan
pronto nos registramos en el Fairmont, y muy pronto fuimos hombre y
mujer, y todo, todo lo que Belle dijo que había de pasar pasó.
»No le mentiré a usted, Ernest. Llegué a amar cada minuto de
nuestro fin de semana, la mayor parte del cual nos lo pasamos en la
cama. Me preocupaba que todas mis cañerías estuvieran taponadas
por el óxido después de tantos años sin usarlas. Pero Belle era una
experta en fontanería, y después de algunas sacudidas y repiques
todo empezó a funcionar de nuevo.
»Durante tres años había reprendido a Belle por vivir en la
ilusión y le había impuesto mi realidad. Ahora, durante un fin de
semana, penetré en su mundo y encontré que la vida en el reino de lo
mágico no era tan mala. Ella era mi fuente de juventud. Con cada
hora que pasaba me hacía más joven y más fuerte. Caminaba mejor,
metí el estómago, parecía más alto. Ernest, le digo que sentía como si
tuviera ganas de gritar. Y Belle se daba cuenta de ello. "Esto es lo que
tú necesitabas, Seymour. Y esto es lo que siempre quise de ti: ser
poseída, poseer, dar mi amor. ¿Comprendes que ésta es la primera
vez en mi vida que he dado amor? ¿Es eso tan terrible?"
»Ella lloró mucho. Junto a los demás conductos, mis conductos
lagrimales, también, se habían desatascado, y también yo lloré. Ella
me dio mucho más que un fin de semana. Pasé toda mi carrera
dando, y ésta era la primera vez que recibía, que recibía realmente.
Es como si ella me hubiera dado por todos los pacientes que he visto
hasta ahora.
»Pero después la vida real continúa. El fin de semana acabó.
Belle y yo volvimos a nuestras dos sesiones por semana. Nunca
esperé perder la apuesta, de modo que ante tal eventualidad no tenía
planes para la terapia posterior al fin de semana. Traté de volver al
asunto como de costumbre, pero después de una o dos sesiones vi
que tenía un problema. Es casi imposible que los amigos íntimos
vuelvan a una relación formal. A pesar de mis esfuerzos, un nuevo
tono de amorosa picardía reemplazó el trabajo serio de la terapia.
Algunas veces Belle insistía en sentarse en mis rodillas.

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

Continuamente me daba abrazos, me acariciaba, me manoseaba. Yo


traté de rechazarla, traté de mantener un trabajo serio, ético, pero,
afrontémoslo, ya no había terapia.
»Puse el punto y final, y solemnemente sugerí que teníamos
dos opciones, o bien tratábamos de volver al trabajo serio, lo que
significaba volver a una relación más tradicional, sin contacto físico, o
abandonábamos la pretensión de estar haciendo terapia y tratábamos
de establecer una relación puramente social. Y "social" no significaba
sexual: no quería agravar el problema. Le dije a usted antes que
ayudé a escribir las pautas para la condena de aquellos terapeutas y
pacientes que hayan tenido relaciones sexuales posteriores a la
terapia. Y también le dejé claro a ella, desde que ya no
continuábamos con la terapia, que ya no aceptaría más dinero suyo.
»Ninguna de aquellas opciones era aceptable para Belle. La
vuelta al formalismo propio de la terapia le parecía una farsa. ¿No es
la relación terapéutica el único lugar donde no te puedes andar con
jueguecitos? Pero al no pagar, eso era imposible. Su marido había
puesto a un empleado en casa y pasaba la mayor parte de su tiempo
dando vueltas por el edificio. ¿Cómo podía ella explicarle a dónde iba
regularmente dos horas por semana si él no firmaba regularmente los
cheques de la terapia?
»Belle me recriminaba por mi estrecha concepción de la
terapia. "Nuestros encuentros íntimos, traviesos, tiernos, haciendo
algunas veces bien el amor, en tu diván: eso es terapia. Una buena
terapia, también. ¿Por qué no puedes verlo, Seymour? -preguntaba-.
¿No es la terapia efectiva una buena terapia? ¿Has olvidado tus
declaraciones sobre la 'única cuestión importante en la terapia':
¿Funciona? ¿Y no está funcionando mi terapia? ¿No continúo actuando
bien? He permanecido limpia. Sin síntomas. Acabando el curso de
posgrado. He empezado una nueva vida. Tú me has cambiado,
Seymour, y todo lo que tienes para mantener el cambio es continuar
dedicando dos horas a la semana para estar cerca de mí."
»Belle era más lista que el hambre. Y cada vez era más lista. Yo
no podía poner en orden una contra argumentación para demostrar
que no era una buena terapia tal y como había quedado la situación.
»Sin embargo, yo sabía que esa situación no podía seguir. Yo la
disfrutaba demasiado. Poco a poco, demasiado poco a poco, caí en la
cuenta de que estaba metido en un gran lío. Cualquiera que nos viera
a los dos juntos llegaría a la conclusión de que estaba explotando la
transferencia y utilizaba esta paciente para mi propio placer. ¡O de
que yo era un anciano gigoló altamente cotizado!
»No sabía qué hacer. Obviamente, no podía consultar con
nadie: sabía lo que me aconsejarían y no estaba preparado para
adoptar una rápida decisión. Ni podía transferirla a otro terapeuta,
ella no hubiera ido. Pero para ser sincero, no insistí mucho en esa
decisión. Estoy preocupado por eso. ¿Hice lo correcto por ella? Perdí
el sueño varias noches pensando en que otro terapeuta le contara
todo sobre mí. Ya sabe cómo chismorrean los terapeutas entre ellos a

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

propósito de los terapeutas antiguos o anteriores a ellos; y, desde


luego, estarían encantados con un jugoso cotilleo a costa de Seymour
Trotter. Sin embargo, no podía pedirle a ella que me protegiera:
mantener ese tipo de secreto sabotearía su siguiente terapia.
»De modo que fueron aumentando los avisos para mi pequeña
embarcación pero, aun así, no estaba preparado en absoluto para la
furia de la tormenta que finalmente se desató. Una tarde al regresar a
casa encuentro que no hay luces encendidas, que mi mujer se había
ido, y que en la puerta delantera, clavadas con chinchetas, hay cuatro
fotografías de Belle y yo: una nos mostraba registrándonos en la
recepción del hotel Fairmont; en otra estábamos, maletas en mano,
entrando juntos en nuestra habitación; la tercera era un primer plano
del impreso de registro del hotel: Belle había pagado con dinero en
efectivo y nos había registrado como el doctor y la señora Seymour.
La cuarta nos mostraba fundidos en un abrazo con una vista
panorámica del Golden Gate Bridge al fondo.
»Dentro, en la mesa de la cocina, encontré dos cartas: una del
marido de
Belle a mi mujer, planteando que ella podría estar interesada en las
cuatro fotografías incluidas que reflejaban el tipo de tratamiento que
su marido estaba ofreciendo a su esposa. Decía que había enviado
una carta similar al comité de ética médica y finalizaba con una
repugnante amenaza en la que sugería que si volvía a ver de nuevo a
Belle, un pleito sería lo menos importante por lo que la familia Trotter
habría de preocuparse. La segunda carta era de mi mujer: breve y
concisa, pidiéndome que no me molestara en dar explicaciones. Podía
dejarlas para su abogado. Me daba veinticuatro horas para que
hiciera las maletas y me fuera de casa.
»Así que, Ernest, eso nos trae hasta el momento presente. ¿Qué
más puedo contarle?
»¿Cómo consiguió las fotografías? Debió de contratar un
investigador privado para que nos siguiera. Qué ironía, ¡qué su
marido optara por marcharse tan sólo cuando Belle había mejorado!
Pero, ¿quién sabe? Quizás había estado buscando una escapatoria
durante largo tiempo. Quizá Belle lo había quemado.
»Nunca vi a Belle de nuevo. Todo lo que sé son rumores de un
amigote que está en Pacific Redwood Hospital, y no son buenos
rumores. Su marido se divorció de ella y finalmente se largó del país
con el activo de la familia. Había sospechado de Belle durante meses,
desde que había descubierto algunos condones en su bolso. Eso,
desde luego, resulta más irónico: fue solamente debido a que la
terapia había refrenado su letal autodestructividad por lo que ella
estuvo dispuesta a utilizar condones en sus aventuras.
»Según lo último que he oído, el estado de Belle era terrible:
vuelta al grado cero. Toda la vieja patología apareció de nuevo: dos
admisiones por intentos de suicidio, muñecas cortadas en una
ocasión, una seria sobredosis. Se va a matar. Lo sé. Aparentemente
probó a tres nuevos terapeutas, despedidos sucesivamente, rechaza

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

más terapia, y ahora le está dando a las drogas duras otra vez.
»¿Y sabe usted qué es lo peor? Yo sé que podría ayudarla,
incluso ahora. Estoy seguro de ello, pero se me ha prohibido verla o
hablar con ella por una orden judicial, y bajo la amenaza de un severo
castigo. Recibí varios mensajes telefónicos de ella, pero mi abogado
me advirtió que estaba en un gran peligro y me ordenó que, si quería
permanecer fuera de la cárcel, no respondiera. Contactó con Belle y
le informó de que, por orden judicial, no me estaba permitido
comunicarme con ella. Finalmente dejó de llamar.
»¿Qué vaya hacer? ¿Sobre Belle, quiere decir? Es una decisión
peliaguda. Me matará no ser capaz de responder a sus llamadas, pero
no me gusta la cárcel. Yo sé que podría hacer mucho por ella con diez
minutos de conversación. Incluso ahora. Extraoficialmente:
desconecte la grabadora, Ernest. No estoy seguro de si vaya ser
capaz de acabar de dejar que se hunda. Ni seguro de que pudiera
vivir con ello.
»Así que, Ernest, esto es lo que hay. El final de la historia. Fin.
Permítame decirle, no es éste el modo en el que quería acabar mi
carrera. Belle es el personaje principal en esta tragedia, pero la
situación también es catastrófica para mí. Sus abogados la están
apremiando para que reclame por daños, para que consiga todo lo
que pueda. Se darán un atracón: el pleito por mala práctica
profesional se presenta en un par de meses.
»¡Deprimido! Desde luego que estoy deprimido. ¿Quién no lo
estaría? Yo lo llamo una depresión apropiada. Soy un miserable, un
triste viejo. Desalentado, solo, lleno de dudas sobre mí mismo,
acabando mi vida en la desgracia.
»No, Ernest, no es una depresión que se pueda tratar con
fármacos. No es esa clase de depresión. Sin indicadores biológicos:
síntomas psicomotrices, insomnio, pérdida de peso; nada de eso.
Gracias por el ofrecimiento.
»No, nada de suicidio, aunque admito que me siento atraído
hacia la oscuridad. Pero yo soy un superviviente. Me arrastro hasta la
bodega y lamo mis heridas.
»Sí, muy solo. Mi mujer y yo habíamos estado viviendo juntos
por hábito durante muchos años. Yo he vivido siempre para mi
trabajo; mi matrimonio siempre ha estado en la periferia de mi vida.
Mi mujer siempre decía que yo satisfacía todos mis deseos con la
proximidad de mis pacientes. Y estaba en lo cierto. Pero no es por eso
por lo que me dejó. Mi ataxia está progresando rápidamente, y no
creo que a ella le hiciera ninguna gracia la idea de convertirse en mi
enfermera a tiempo completo. Mi presentimiento es que ella encontró
una buena excusa para romper las ataduras con ese empleo. No
puedo culparla.
»No, no necesito ver a nadie para una terapia. Le dije que no
estoy clínicamente deprimido. Aprecio su interés, Ernest, pero sería
un paciente cascarrabias. Por el momento, como dije, me estoy
lamiendo mis propias heridas y soy bastante bueno lamiendo.

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Psicología y Literatura

»Es bueno para mí si usted telefonea para comprobarlo. Me


siento conmovido con su ofrecimiento. Pero tómese las cosas con
calma, Ernest. Soy el cachorro fuerte de la camada. Estaré bien.»
Y diciendo eso, Seymour Trotter cogió sus bastones y dando
bandazos salió de la habitación. Ernest, todavía sentado, escuchaba
el cada vez más lejano golpear de los bastones en el pasillo.

Cuando Ernest telefoneó un par de semanas más tarde, el


doctor Trotter una vez más rechazó su oferta de ayuda. A los pocos
minutos derivó la conversación hacia el futuro de Ernest y otra vez le
expresó su fuerte convencimiento de que, fueran las que fuesen las
virtudes de Ernest como psicofarmacólogo, estaba desatendiendo su
verdadera vocación: él era un terapeuta nato y estaba obligado
consigo mismo a seguir su destino. Invitó a Ernest a discutir más el
asunto después del almuerzo, pero Ernest declinó la invitación.
-Olvídese de mí -había respondido el doctor Trotter sin un rastro
de ironía-. Perdóneme. Aquí estoy yo aconsejándole un cambio de
carrera, y al mismo tiempo pidiéndole que la ponga en peligro al ser
visto en público conmigo.
-No, Seymour. -Por primera vez Ernest lo llamó por su primer
nombre-. Ésta no es en absoluto la razón. La verdad es que, y me
siento avergonzado de decirle esto, ya he sido asignado para hacer
de testigo, como experto, en su proceso por la demanda civil a causa
de la mala práctica profesional.
-La vergüenza no está justificada, Ernest. Es su deber testificar.
Yo haría lo mismo, exactamente lo mismo, en su posición. Nuestra
profesión es vulnerable, está amenazada por todos lados. Es nuestra
obligación protegerla y preservar las normas. Incluso si usted no se
cree ya nada más de mí, crea que yo aprecio este trabajo. He
dedicado toda mi vida a él. Es por eso por lo que le canté a usted mi
historia con tal detalle: quería que usted supiera que no es una
historia de traición. Actué de buena fe. Sé que esto suena absurdo,
sin embargo, incluso en este momento, creo que hice lo que debía.
Algunas veces el destino nos coloca en posiciones en las que lo
correcto es lo incorrecto. Nunca traicioné mi campo profesional, ni a
un paciente. Sea lo que sea lo que me depare el futuro, Ernest,
créame. Yo creo en lo que hice: nunca traicionaría a un paciente.
Ernest testificó en el proceso civil. El abogado de Seymour,
aludiendo a su edad avanzada, capacidad de juicio más limitada, y
enfermedad, intentó una original y desesperada defensa: afirmó que
Seymour, no Belle, había sido la víctima. Pero el suyo era un caso
perdido, y Belle fue compensada con dos millones de dólares: la
máxima cobertura de Seymour por mala práctica profesional. Los
abogados de Belle habrían ido por más, pero ahí parecía haber poco
que hacer ya que, después de su divorcio y del pago de las tasas
legales, los bolsillos de Seymour estaban vacíos.
Éste fue el final de la historia pública de Seymour Trotter. Poco
después del proceso dejó silenciosamente la ciudad y nunca más se

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Irvin D. Yalom
Psicología y Literatura

oyó hablar de él, aparte de una carta (sin remite) que Ernest recibió
un año más tarde.

Ernest tenía tan sólo unos minutos antes de su primer paciente.


Pero no pudo resistir inspeccionar, una vez más, el último rastro de
Seymour Trotter.

Querido Ernest:
Tan sólo tú, en estos endemoniados días de caza de brujas,
manifestaste preocupación por mi bienestar. Gracias: fue un fuerte
apoyo. Estoy bien. Perdido, pero sin querer ser encontrado. Te debo
mucho, desde luego esta carta y esta fotografía de Belle y yo. La que
se ve al fondo es su casa, por cierto: a Belle le ha venido una buena
racha de dinero.
Seymour

Ernest, como había hecho antes en muchas ocasiones, miró


fijamente la descolorida foto. En un prado tachonado de palmeras,
Seymour estaba sentado en una silla de ruedas. Belle estaba de pie
tras él, triste y adusta, empuñando la silla de ruedas. Sus ojos
miraban al suelo. Tras ella una elegante casa colonial y más allá
brillaba el agua verde lechosa de un mar tropical. Seymour estaba
sonriendo: una amplia sonrisa, torcida, bobalicona. Se sujetaba a la
silla de ruedas con una mano; con la otra apuntaba Jubiloso su bastón
hacia el cielo.
Como siempre que estudiaba la fotografía, Ernest se sintió
mareado. Miraba detenidamente, tratando de meterse en la
fotografía, tratando de descubrir alguna clave, alguna respuesta
definitiva sobre el verdadero destino de Seymour y Belle. La clave,
pensaba, había que encontrarla en los ojos de Belle. Parecían
melancólicos, incluso abatidos. ¿Por qué? Ella había conseguido lo
que quería, ¿no? Se acercó más a Belle tratando de captar su mirada.
Pero ella siempre miraba a otra parte.

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