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La palabra libre desde el centro del mundo....

Martha Ormaza (Qepd)

¡AH, LA FIDELIDAD!

¿Es un principio? ¿es una imposición? ¿es natural? ¿cómo


saber qué es lo que quiero yo y qué es lo quiere mi ego?
Antonio es tan distinguido, tan atractivo, de gustos
exquisitos. Su aroma es tan suyo. Tiene un aura especial. Su
sola presencia llena cualquier espacio. Las mujeres lo miran
mucho y de distintas maneras, a veces de reojo, otras tan
frontalmente que logran ponerme incómoda. Pero, a la vez, me
hacen sentir muy orgullosa de él, de mi Antonio. Es inteligente,
gran empresario y con un futuro sin límites. Amante delicioso. Lo
adoro.
Como novios somos una yunta. Nos dicen, repetidamente,
que formamos una pareja envidiable. Antonio es perfecto.
—Entonces, Carmen, ¿dónde está el problema?
—Antonio es tan perfecto que... me aburro.
Carmen está loca, pienso, pero no más loca que la media
de la gente que frecuento. Para salir a cualquier reunión, de
cualquier índole que esta fuera, realiza un proceso de
producción, casi espectacular, de sí misma, con el objetivo claro
y específico de gustar. Ya es muy bella con solo lavarse la cara.
Elaborada al detalle es una bomba.
Ha desarrollado una serie de técnicas de seducción dignas
de encomio, muy equilibradas, nunca frontales pero tampoco
hipócritas. Es encantadora y su oficio es embrujar a los hombres,
a las mujeres y a quien fuese. Ellos siempre, inevitablemente,
tiemblan exudando deseo. Ellas, nerviosamente fascinadas.
Carmen va por el mundo con la bestia puesta pero encadenada
a su perfecto control y a su inextinguible deseo de gustar más,
más, cada vez más.
Carmen no ha ido jamás a la cama con otro que no sea
Antonio. Pero —me pregunto—, ¿le es fiel? ¿Dónde termina la
fidelidad y dónde comienza la infidelidad? ¿Para qué nos
ponemos tan provocativos con lo que vestimos, con nuestras
maneras de hacer y de decir? Seguramente el ego nos pide
ciertas reconfirmaciones. Para estar presentables nos bastaría
estar bien bañados y planchaditos, pero... vamos más allá. Hay
una intención, consciente o no, de provocar a la bestia suelta que
lleva adentro el que está parado allá, al otro lado del salón, y que
me mira de rato en rato con evidentes ganas. Si la noche es
favorable, no está nada mal que se despierte el animal de todo
ser de nuestra misma especie (o de otra, no importa). Pero a la
hora del té, cuando hemos sido abordadas o hemos abordado al
preciso, frenamos a raya, terminamos el juego y recordamos a
Antonio que es tan perfecto. Aunque nos aburra.
¡Ah, la nunca bien ponderada fidelidad! ¿Es un principio?
¿Es una imposición? ¿Es algo que hay aún que conquistar? ¿Es
natural? Subsiste en condiciones de un equilibrio tan inestable
que nos asusta.
Leo, con el cromosoma medioriental constitutivo y el gen
de jeque que intencionalmente se ha inyectado, lo tiene resuelto
todo. Cero conflictos. Leo es fiel... El lunes es fiel a la del lunes,
el martes a la del martes y así, sucesivamente, hasta el sábado
(el domingo es familiar y le corresponde el mimo de su señora
mamacita). El inconveniente está en que la del lunes quiera
horas extras el miércoles. Cuando alguna indisciplinada invade
horarios preestablecidos o los espacios de las damitas de otros
días, procede a un cambio drástico de estrategia: evita
problemas y se dedica a seducir solamente a las desconocidas.
Leo es y será eternamente fiel.
Alguna vez me preguntó Helen Showers cuál es mi ideal de
hombre. Contesté: que sea bueno, que sea fiel, que sea un buen
compañero. —Sólo falta que te lama’ff, me respondió incisiva. —
Lo que necesitas tú no es un hombre, es un perro.
¿Quién sabe qué es lo que quiere? ¿Cómo saber qué es lo
que quiero yo y qué es lo que quiere mi ego? Yo estoy un poco
confundida entre mi ego y yo. En cuanto a Carmen, y no sé si
esto sea una virtud o un defecto, quiere a todos. Ella dice:
existen algunos seres que han alcanzado ya el nirvana y que
sabiamente son felices con lo que tienen. Que me los presenten,
por favor, porque estoy muy abierta a los buenos consejos.
¡Ah la nunca bien ponderada fidelidad! Está en el centro del
paradigma de dos codiciados dones: El amor y la libertad.
Entre tanta interrogante, Carmen y yo proseguimos camino.
Nos perdemos en la ciudad que ha impregnado de invierno el
asfalto. De repente, timbra su celular. Fija con ansia su vista en
la pantallita. De los puros nervios, no puede leer bien. Nos
miramos, sonreímos. Allí va de nuevo... Es otra maldita
tentación. Otro reto a la fidelidad.

-- o --

EL LOBO HOMBRE EN QUITO

Por sobre el terraplén de la curva más sinuosa de la vía a


La Merced hay una cueva desconocida para todos. La habita
Boris. Boris es un lobo metódico. Se ha forjado un espacio
habitacional insólito. Acompañan su soledad, las bazofias que
provocan los accidentes de tránsito, que casi a diario, ocurren
como fruto de un error de cálculo en el diseño del peralte del
“festón de la muerte”.
El atiborramiento deja asfixia en el espacio empachado de:
Llantas, espejos retrovisores, asientos tanto traseros como
delanteros, luces direccionales, faros, alógenos, triángulos,
linternas , latas, tuercas, tornillos, alambres, todo tipo de piezas
automotrices, maletas, ropa de distintos estilos para todos los
sexos y para todas las edades, afeitadoras, cascos, kits de
higiene, de primeros auxilios, maquillajes, herramientas,
teléfonos celulares, extintores, radios, cassettes, CDs, equipos
de montaña, bicicletas, botes, joyas, plata, libros, revistas,
juguetes y n cosas más que, serían de interminable
enumeración. Boris es un coleccionista incurable.
Cada vez que escucha un frenazo, la excitante fricción
instantánea de los neumáticos que desesperados pretenden
asirse al pavimento, y el posterior previsible y estruendoso
“crash” le petrifica en una orgásmica descarga de adrenalina.
Todo su ser entra en un estado de alerta. Ensordece, el mundo
hace silencio. El fragor de su sangre que danza al ritmo frenético
de su corazón bajo su piel erizada, es el único universo
perceptible. Con la lentitud de los siglos, vuelve en sí y retoma
torpe el movimiento. Avanza etéreo hacia el borde de la
carretera. Las pupilas dilatadas sorben el éxtasis del reguero de
los dones que el destino le regala. Respira y mira bien la escena.
¿Hay sobrevivientes o no? Permanece en asecho pendiente del
más mínimo movimiento, del más inaudible de los sonidos. Mira,
escucha. Espera eninquieta paciencia. El tiempo se congela. No
hay vestigios de vida. La muerte corre libre en el viento. Mira en
las dos direcciones del camino, se asegura de que él, es el amo
de la inmensidad. Se aproxima cauteloso al borde del pavimento.
Su hocico apunta a sus tesoros, su cola, marca derecho el
sendero de retorno a su guarida. Arranca desaforado en la
carrera hacia los territorios de la muerte. Ha llegado con las
fauces abiertas para asirse feroz de lo primero que encuentra;
pero se detiene una vez más. Aguza sus orejas puntiagudas que,
a modo de radares, cada una gira en dirección contraria e
independiente de la otra. No vienen carros. No hay lamentos. Un
zarpazo sobre el objeto más próximo. Descuartiza descomunal
su hocico. Clava los caninos de predador ancestral. Aprisiona
feroz su nueva pieza del botín. La arrastra con la fuerza de la
rabia. No se entera de la alternada tensión y distensión de sus
extremidades, en las que se apalanca para arrastrar cuesta
arriba aquello que ha tomado. No importa cuánto pese, los
músculos del cuello hinchados de poder resisten. Babea. Jadea.
El corazón le va explotar. Nada importa. Sólo llegar de vuelta a
la cueva. Deposita allí dentro la invalorable carga. Sin ningún
alivio, emprende la carrera hasta el límite del terraplén, donde
se frena de golpe, para comenzar de nuevo.
Su ambiciosa proeza puede durar horas, minutos, no sabe
cuánto. Se aproxima un auto y Boris se vuelve incorpóreo,
invisible, ha desaparecido. Debe esperar a que termine el gran
caos de luces, sirenas, voces, gritos, quejas. En aliento etéreo
aguarda que termine el irritante bullicio con el que suelen rituar
los humanos. Los conoce. Ellos deben comprimir el tiempo
desaforado. Sin anuncio, regresa la ausencia. Un aroma a sangre
aún caliente, despierta en su bajo vientre, todos los fantasmas
del instinto que, yacían somnolientos en el limbo de sus vísceras.
Se reempodera del espacio. Da una vuelta sobre el legado de la
noche que ha desposado el destino. Ahora sí, puede embeberse
en lo que es suyo. Se regodea en la ambición, en el sabor de la
codicia. Sin más, arremete. Un lobo de monte, desconoce el
cansancio. Su obra concluida: el indescriptible paisaje que forma
la suma de objetos que reposan en el lugar donde siempre
debieron estar. Ah, la contemplación. El sagrado y prolongado
placer de saberlos suyos, tan sólo suyos. Cede ante el rebelde
peso de sus párpados. Duerme. Sueña sueños antiguos en
lugares confusos, olvidados. Boris se despierta, congestionado
de emociones, a la conciencia de que está solo, absolutamente
solo. Sabe bien, que no existen más lobos en kilómetros a la
redonda. Cómo fue a parar cerca de La Merced, no lo sabe, no lo
recuerda. Ha vivido desde siempre ahí, aunque escarbe
profundamente en su memoria, no hay nada más que las paredes
oscuras de la cueva. Antes de la cueva, el vacío.
La supervivencia, hecha de asaltos a las fincas
circundantes, le enseñó a correr a mayor velocidad que la del
tiempo. Las variedades del menú: roedores, algún escaso
animalito salvaje y aves de rapiña, de las que puede disfrutar,
también, cada vez menos. Desconocía su aspecto, hasta que se
reflejó en un retrovisor. Se miró intenso, una vez superado el
primer impacto. Lo más parecido que había visto, era un perro;
pero sabe que no es un perro. Menos mal no lo es. Los perros le
resultan antipáticos, los encuentra degradados. Lo que tienen en
común, son los aullidos a la luna; aunque tampoco, no lo hacen
de la misma forma. Optó por declararse un ser especial, único;
tan especial, como cada uno de los “objetos únicos” de su
colección.
Podría parecer una vida monótona la de Boris, pero no, es
todo lo contrario, la pasión del coleccionista no deja espacio al
aburrimiento. Su existencia está hecha de la suma de momentos
irrepetibles para alcanzar sus objetos irrepetibles. Los objetos y
los momentos lo llenan todo.
Los fines de semana traen mayores posibilidades de
cosecha. Boris espía, analiza. Por excepción, los conductores, en
días laborables, manejan vehementes con esa expresión de
ausentes. Entre semana ellos, tienden a reír menos y a acertar
más. Para eso, fruncen el ceño. Obviamente, está por acaecer el
hecho incidental debe cambiar el decurso de la vida de Boris, si
no, no habría historia.
Se produjo un accidente más. Éste, en medio de la semana,
es decir, con menos tráfico y por ende con menos interrupciones.
Si no hay intrusos, usualmente, no hay sirenas ni luces y todo
ese bullicio, hasta después de un buen rato. La cosecha es más
serena. Era un accidente ideal. Un solo fortísimo “crash”, y luego,
el silencio. Como ya se sabe, vino lo de rigor: la adrenalina, la
sordera y la sensación de volar incorpóreo hasta el objetivo.
Pero, una vez allí, cuando los caninos ya se habían incrustado en
una preciosa y lanuda manta a cuadros, Boris escucha un sutil
quejido, un lamento casi inaudible. Luego, más silencio. Sabe
que no inventó nada. Y aún, el silencio. Muerde de nuevo la
manta. Intenta llevársela, pero no puede. Está atorada. A
arranchones, será suya. Brama su ansia. Detrás de su bramido,
se deja escuchar, otra vez, ese espeluznante gemido. Suelta la
manta. Quiere escapar atendiendo a su instinto, pero no puede.
Algo feroz, un algo mucho más fuerte que él, lo atrae hacia ella.
Ella está allí, al final de la manta. Respira un vaho efímero.
Tiene el cuerpo muy quieto y los ojos perdidos en Boris. Se miran
sin gesto. El, sin remedio, se aproxima dócil. La olfatea de cerca,
muy cerca. Oye, en el pecho de la niña, un latir lerdo, vencido.
Se detiene en el cuello. Advierte el fluir hipnótico de la sangre
que vierte generoso un enorme tajo. En la sangre, se refleja la
luna que se ha desenmascarado entre las nubes, sin previo aviso.
El lobo y la luna se espejan embriagados en el plasma de
ardientes carmines. Vuelve a ella, a sus ojos húmedos, y allá
adentro, también están él y la luna. Se desbordan taciturnos.
Boris se embelesa en las ignotas lágrimas. No se pueden
malgastar. Bebe de sus sales amables. Bebe del sudor que
expele el dolor. En cuanto más bebe, más sed le atormenta. No
se apaga su flagelo. Busca más allá, más abajo. Y reencuentra la
yugular en los estertores de un petirrojo agonizante. Boris lame,
desde su vientre, el carmesí tórrido de su deseo perdido. Ah,
placer, placer presentido. Pero no quiere dañar a quien se
inmolado para su extasío. Reprime el mordisco, agarrota los
colmillos advertidos de laceración, en tanto, ese elixir ajeno
ocupa ya todos los rincones de su ser. En sí, la alquimia de los
siglos. Fusión de genes arcaicos. Boris aúlla a la luna totalmente
perdido. Boris se ha perdido.
Despierta a la realidad con el fogonazo de un tiro esquivo.
Ya estaban allí las luces, las gentes, las sirenas y la confusión del
griterío. Un disparo más, lo entera de que él es la presa. Boris
corre, como nunca había corrido. Corre hasta confundirse con la
maleza que la luna maléfica deja entrever. Quiere correr sin fin
y sin rumbo. El imperativo de saber qué será de ella, lo detiene.
Se ubica en lo alto y a resguardo, mira. Se la llevan. Ella, lo que
más ha querido, se va en una fría, blanca y escandalosa
ambulancia en dirección de ese sitio, ése, de donde vienen todos,
y a donde todos van, por este camino, el de Boris.
Nunca le intereso conocer dónde termina su camino. No
quiso saber, jamás, qué hay más allá. Ni siquiera se lo preguntó.
Ese cielo nocturno encapotado y enceguecido de las luces de las
que escapa la luna, no lo atrajo. Hoy lo mira entre interrogantes,
nostálgico. Reclama para sí, a ella. Y ella, está fuera de su
colección. Nada huele a ella. Nada sabe como ella. Nada late.
Se anuncia el sol y es hora de ampararse. Han pasado horas
intensas. Boris se allana al letargo. Duerme con ella clavada muy
adentro. Un tremor interno lo despierta. Crece hasta volverse
una convulsión que no termina. Boris impotente, amedrentado,
siente que su cuerpo crece en descontrol. Se expanden sus
extremidades, al ritmo que se le reduce su hocico. Son los huesos
que crecen sonoros a la par de su carne. Las vértebras truenan
dentro, al son en que se multiplican y reubican. La osamenta de
su cabeza, hace un “crash” mucho más fuerte y próximo que el
de los choques. El “crash”, es él, está dentro de él. Antes de
perder el sentido, observa, como puede, el cisma de su
descomunal cuerpo. Hay piel, entre sus ingentes pelos, que caen
por mechones. Black out.
El frío. El nunca antes sentido frío, le repatría el juicio.
Brusca desnudez que requiere cobijo. Se enrosca en defensa de
los tiritares violetas. Se pone en cuatro para buscar abrigo. Va a
por una manta. Al dar el sólito zarpazo para asirla, mira incrédulo
sus dedos, la mano que se abre y toma hábil lo deseado. Se
envuelve en la manta en una gran apertura de brazos, ya en
cuclillas. Así, busca el calor y reposa. Repuesto, en algo, de la
algidez inexperta, tiene la necesidad de pararse. No sabe lo que
quiere, sola, se impone la condición de eréctil. Esta ya enhiesto
sin dificultades. Mira lejano el piso de la cueva y opresivo el
techo, por demás cercano.
Qué le ha sucedido, comienza a preguntase. Se observa. No
se reconoce. Es todo tan extraño. Es él, pero no lo es. Sin
proponérselo da algunos pasos. De inmediato, encuentra placer
al moverse de un modo tan nuevo. Se pone a prueba. Domina,
sin obstáculos, su nueva condición de bípedo. Experimenta y se
emociona. Peripatético, pasa y repasa las estrechas sendas de la
cueva. Abrupto se detiene ante la imagen que le muestra la serie
de espejos fragmentados. Mira más. Absorto descubre que es
uno de ellos. Uno más de los que ritúan en el bullicio. Uno de los
que se llevaron a ella. Otro más de los que invaden su camino.
El suyo, el de ir y venir desde y hasta, no sé dónde. El que le ha
regalado todo lo que es y lo que tiene. Es uno de ellos y está
desnudo. Siente frío. Es también esa otra experiencia nueva. Se
intensifica hasta el tremor. Entiende, entonces, por qué los
humanos cubren sus cuerpos pelados.
Se viste con los pantalones de un calentador. No es
suficiente. Un saco de un traje. Busca entre los zapatos, con los
que crea mucho desorden. Finalmente, se pone zapatos
desiguales. Con mucho cuidado reubica lo que ha movido.
Constata que haya quedado todo en su lugar. Se agazapa
buscando calor y se duerme por un rato. Ha soñado en ella. Se
despierta calmo con la confirmación de que nada en el mundo,
en su mundo, es más bello que esa mujer de aromas excitantes.
Nunca vio nada como esos ojos que lo reflejaron junto con la
luna. Toma, sin reflexión alguna, la decisión de ir en busca de
ella. Se dirige al terraplén. Hace lo de siempre. Mira de lado y
lado de la vía para constatar que no hay automóviles. Emprende
el camino en dirección de la luz nocturnal. La luna lo acompaña.
Boris la aúlla.
Qué agitado es desplazarse con tan sólo un par dos
extremidades. Se entera de que el camino no avanza. Cree estar
corriendo en el mismo lugar por mucho tiempo. Hace conciencia
del novel cansancio. Liado en su extenuación, le sorprende un
auto de fanales y de claxon histéricos, que lo lanza hacia el borde
del camino. Se ahoga en el espanto. Retoma el camino de
regreso a la cueva. Se recuesta despacio. El corazón vuelve a su
latido. Cómo ir hasta ella, si está tan lejos. Frente a sus ojos, se
revela seductora una bicicleta. La carga y reemprende la
empresa ya iniciada. Una silueta zigzagueante, pedalea
impetuosa la calzada que multiplica los carriles a su paso. Cada
vez hay más claror. Encuentra cientos de lunas que lo esperan
abriéndole paso. Boris aúlla a todas las lunas.
Varios destemplados claxonazos le han obligado a tomar el
borde que marcan las luminarias. Se siente, más de una vez,
observado por ellos que, tras los cristales de los coches,
descuartizan ojos y mandíbulas al unísono. Su pedalear es ya
derecho. Goza ya de la brisa, del desplazarse veloz y de sus
aullidos desaforados.
Tras unos distraídos minutos en su desplazamiento
unidireccional, se encuentra obstaculizado por un mar de autos
que lentos van en busca de ella. Está ya por alunizar en la matriz
de su madre Diana. La aúlla con aún más insistencia. Evade el
tránsito como puede. Un semáforo en rojo no significa nada para
Boris. Cruza el paso prohibido. Un auto para a raya para evitar
embestirlo. Boris cae de la bicicleta. Se arma el sólito bullicio.
Boris aúlla en defensa propia mientras se reincorpora, ante el
griterío cesa de golpe. Todo se congela. Boris es el único que se
aleja en su bicicleta. Sabe adonde ir, porque el tumulto tiene olor
y sonido. Pronto se encuentra en la zona roja, en plena Mariscal.
Entre los peatones encuentra muchas mujeres, algunas se
asemejan a ella. Las observa, las aúlla inquieto. La gente lo mira
extrañada. Unos huyen, otros ríen. Boris se aproxima para
olfatear a las desconocidas. Una lo abofetean, otra grita y huye,
otra más se paraliza y luego pierde el sentido. Se aglutinan los
machos en torno a Boris que intentan agredirlo en masa. Boris
se escabulle, agarra su bicicleta y huye.
Pasa despacio con su mirada por los clientes que ocupan las
mesas del bulevar. No, ninguna es ella. Allí los humanos beben
y esos sorbidos le recuerdan que desde hace rato ha hecho caso
omiso de la sed. Apoya la bicicleta en un poste cercano y se
sienta en el primer lugar que encuentra. La mesa está ocupada
por dos jóvenes que conversan amenos. Regresan extrañados a
mirar a Boris, que también los mira. Se miran entre ellos y
regresan sus ojos a Boris que continúa allí inexpresivo. Se lazan
de hombros y le invitan a seguir en la mesa. Boris no hace nada.
Le invade la sed y saca su lengua lobezna que se agita
deshidratada. Los chicos llaman un mesero. Éste le pregunta a
Boris qué cosa va a tomar. Boris sigue mudo. Uno de los
muchachos toma la decisión de pedir para Boris, lo mismo que
beben ellos, cerveza. Boris se bebe la cerveza en un solo gran
bocado. Aúlla emocionado. Los muchachos ríen y piden una
ronda más. Boris toma la segunda cerveza del mismo modo en
que dio por terminada la primera. Aúlla más frenético Los
compañeros de mesa optan por pagar lo consumido por todos y
con un golpecillo amigable en la espalda se despiden de Boris
que sigue aullando para hacerse servir más cervezas, frente a la
mirada atónita de los clientes del bar. Bajo los efectos del
alcohol, Boris aúlla desenfrenado. Se acerca el mesero y le pasa
la cuenta. Boris no se entera de nada. El mesero insiste en el
pago y en que se salga del bar. Boris no entiende. Se acalora el
mesero y le mete la mano en los bolsillos, de uno de ellos saca
un buen fajo de billetes. De inmediato una mujer, que ha estado
sola en una mesa contigua interviene. Arrancha el dinero de las
manos del mesero. Lee la cuenta y la paga, con una arenga al
mesero. El resto del fajo lo mete al bolsillo del que salió. Toma a
Boris de la mano y se lo lleva gentil consigo.
Caminan los tres en silencio. La mujer, Boris y la bicicleta.
Pasean como lo hace quien está en agradable compañía. Ésta no
huele como ella, pero huele bien.
Llegan hasta un bar. La mujer pide al portero que se haga
cargo de la bicicleta. En la barra beben un par de tragos más
fuertes. Boris aúlla entusiasmado con la música. Se van de allí
contentos. Ella vuelve a pagar lo justo por lo que han consumido
y el dinero retoma su lugar.
Es noche de bares y de copas. Se ha devorado dos pollos
sin dejar en el plato el más mínimo desperdicio. En una salsoteca
bailan sin límites. Boris es feliz entre los efectos de la iluminación
y de la percusión tropical. Ha olvidado para lo que ha venido. El
nivel alcohólico aumenta en su sangre inexperta de toxicidades.
Le queda algo de conciencia cuando la ex desconocida paga
por adelantado en el mostrador de un hotel, el precio de una
habitación no muy bien reputada. El conserje se hace cargo de
la bicicleta y suben un par de pisos por escaleras vetustas de
olvidado señorío. Boris va sumiso de su mano. Entran en la
habitación, cuyo barroco entusiasma a Boris que empieza a
recorrerla peripatético, irrefrenable.
En medio de la intensidad del rojo en tono burdel clásico,
aparece sobre la gran cama, otro color que rompe con todo. El
color de la carne viva. Es el cuerpo desprovisto de pelo, desnudo,
que impúdica y de pie le muestra la ex desconocida. Boris, con
toda naturalidad salta hasta quedar junto a ella, que para no caer
se agarra de él quedando en un abrazo. Boris aúlla. Ella le tapa
la boca con la mano y luego con beso. Boris cae de rodillas
extraviado ante lo que ha sentido. Vuelve a intentar aullar, pero
él mismo se contiene tapándose la boca ante el descenso sutil
que hace ella para quedar también de rodillas frente a él, muy
cerca de él. Se miran a los ojos. Boris se refleja en ella y se
pierde en ella.
Aullidos se escucharon hasta algunas cuadras a la redonda
del hotel donde sólo una desconocida, un lobo hombre y las
cuatro paredes rojas de una profusa habitación, saben aquello
que sucedió. Lo que se sabe es que la luna, después de mucho
tiempo, se abrió paso entre luminarias, letreros, alógenos, torres
fosforescentes y entre las encapotadas nubes; y brilló con
descarada impudicia.
Morfeo los acurrucó delicado, cuando cesaron los golpes en
la puerta y el ir y venir de advertencias y ruegos de los
empleados, y de los improperios de los huéspedes del hotel.
Boris conoce bien el tiempo, pero por primera vez, cuando
despierta se encuentra con su reloj interior averiado. Está
sediento. Mira el lugar y recuerda casi todo. Recuerda lo más
importante y se regresa para mirar el lugar vacío que ha dejado
la desconocida. No sabe qué pensar ni qué hacer. Toca alguien a
la puerta. Escucha un grito que lo conmina a ponerse de pie.
Trata de abrir la puerta. Forcejea torpe y tembloroso el
manubrio. Abre desnudo. Llegan hasta la habitación otros
empleados del hotel, que lo obligan a vestirse entre aullidos
temerosos. Lo bajan a empujones y lo lanzan a la calle junto con
su bicicleta.
Son horas ya vespertinas y siente hambre y sed. Busca su
dinero y no lo encuentra. La desconocida ha cobrado bien por
brindarle una noche irrepetible. No sabe qué hacer da vueltas
por el mismo bulevar que tiene otras formas bajo el sol hiriente.
Él vuelve a sentarse donde lo hizo la noche anterior. El mesero,
también el mismo de la noche anterior, después de dirigirle
algunas palabras seudo comedidas, lo levanta de un brazo e
intenta sacarlo a empujones. Boris le responde con los sonidos
ferocidad y de un zarpazo lo tumba malherido. Todos los
comensales se paran. Llegan los otros, los que visten igual que
el yace ensangrentado en el piso. Instintivamente lame la sangre
de su presa, contra la que arremete intentando sacarle un
mordisco de carne. Pero no puede. Sus dientes ya no cumplen la
función de hacer retazos la carne del que ha sucumbido. Se
siente amenazado. Huye despavorido. Monta en su bicicleta y
desparece dejando atrás a sus cazadores.
Retoma el camino por donde vino. Está muy torpe y
asustado. Con una fatiga sin precedentes, hambriento, sediento
y vencido, llega a la cueva en la que se refugia abatido. Aún le
queda en la boca el sabor a veneno de la humanidad del que ha
mordido. Se saca de entre los dientes hilos y pedacillos de carne
que escupe asqueado.
En quietud ha vuelto la noche y con ella la luna. Sale para
aullarla, pero se le atora el aullido en la garganta que ha
comenzado a cambiar con una potencia ya conocida. Mira como
sus brazos se van llenando de pelo. Corre a la cueva donde pierde
el sentido.
Al despertar se mira de inmediato. Ve que es él de nuevo,
Boris, el lobo de siempre. Despacio se dirige hacia sus espejos
fragmentados. Comprueba que es verdad, que es él de nuevo.
Sale en carrera de la cueva y lo lejos se escucha el cacareo
desesperado de un gran gallinero.
Pasan días y noches. Boris escucha los frenazos y los
impactos de los accidentes de siempre. Los mira solo desde lo
alto pero ya no se acerca. Ya los objetos perdieron su
importancia. Su colección y todo lo que suceda allá afuera le da
lo mismo. Pero una noches escucha a un auto detenerse y, a
paso seguido, el motor que se apaga. No puede evitar acercarse.
Corre y mira desde lo alto, como ella desciende del auto y recorre
el territorio donde todo ha ocurrido. Boris baja del terraplén
hasta el límite de la calzada. Se planta frente a ella y la mira.
Ella lo descubre y lo ve con el amor con que sólo esos ojos
expresan. Ella lo recuerda y lo llama. Boris está por acercase,
pero entre ella y él se interpone un coche que incendiado de
velocidad y de luces, les roba el aliento. Boris la mira una vez
más y regresa a toda prisa al terraplén donde lanza un aullido.
Ella se marcha y se pierde al final del pavimento en tanto Boris
danza para la luna.

-- o --

ENTREVISTA A MARTHA ORMAZA


Por: Milagros Aguirre

La casa roja en La Floresta. Ahí es el nido de Martha


Ormaza, la Mona de las Marujas, que, por cierto, ni vive en la
Costa ni es de Guayaquil. La Mona es bien quiteña y, como buena
quiteña, conserva en su casa algunas de las herencias de la
familia, esas antigüedades que han sobrevivido por
generaciones, pero repartidas entre hermanas, tías, parientes
lejanas. Una mecedora de mimbre, un banquito de shamán bien
pulido, otra banca rústica, son parte de la decoración de su casa,
que es una de las que se han salvado de los derrocamientos en
el barrio quiteño. También tiene en la sala un Kingman de esos
raros —un retrato de una niña—, comprado en una subasta que
le salió barato porque lo pagó a plazos. Y un cuadro de Luigi
Stornaiolo de esos últimos, pintados “con la zurda”.
“Las Marujas” van para los años. Han durado más que
matrimonio y han sobrevivido a las buenas y a las malas del
teatro ecuatoriano. Y también a las buenas y a las malas épocas
de las actrices Martha Ormaza, Elena Torres y Juana Guarderas,
a quienes ni el cáncer ni el romperse una pata ni los mil proyectos
de cada día han logrado separar, más bien todo lo contrario, han
estado ahí pese a la adversidad porque cada día “la función debe
continuar”.
Las Marujas —la mona, la quiteña y la cuencana— nacieron
de la pluma de Luis Miguel Campos (La Marujita se ha muerto
con leucemia) y luego fueron corregidas y aumentadas en las
Memorias y efemérides, ya con dramaturgia propia, en un
trabajo colectivo en el que las actrices que las encarnan se han
encargado de perfeccionar.
Doña Aurelia, doña Encarna y doña Cleta han hecho reír a
muchos, han sido aplaudidas y admiradas, han pasado por las
tablas —y también por las ferias en los pueblos— haciendo gozar
al público en cada función. Los entremeses de las Marujas en
algo recuerdan a las estampas del teatro de Ernesto Albán: ese
humor socarrón salpimentado con temas de la coyuntura, esos
personajes que no mueren sino que crecen con el público.
Martha Ormaza, aunque tiene todavía pánico escénico y
cada vez que está en el escenario se le vienen preguntas
metafísicas como ¿qué hago yo aquí? O ¿por qué soy lo que soy
y no soy otra cosa? Y, ¿por qué el público compra entradas para
el teatro?, posa para las fotos, como toda actriz que se precie;
deja ver su sonrisa, busca su mejor ángulo para mostrar al
fotógrafo y, lo principal, se divierte. Porque de eso se trata la
vida: de no perder el tiempo, de aprovechar cada segundo, de
divertirse, dando guerra a la adversidad. En eso Martha Ormaza
ya es una artista consagrada: ha sobrellevado las quimios como
toda una “mujer superpoderosa” y ha vuelto a las tablas con la
frente en alto y con mucha energía.
Martha es alegre y fiestera, siempre le gustó ponerle sal a
la vida. Tiene una hija, Paloma, que es quien le lleva sus cosas,
sobre todo, las que tienen que ver con la tecnología… la cuenta
de Facebook, los correos… esas cosas para las que los jóvenes
son más habilidosos…
Luego de la sesión de fotos, del café pasado en cafetera
italiana, arranca la entrevista. Martha Ormaza vuelve, por unos
momentos, al salón de su casa, a imaginar a sus padres, primos,
tíos, alrededor y ella, en el centro del escenario.
—¿Naciste actriz?
—Sí. Nací actriz. Desde chiquita adoré la máscara, el
disfraz, el escenario, el público. Creo que el teatro estuvo
siempre en mi necesidad de expresión.
—¿Tenías público?
—¡Claro! Recuerdo que me disfrazaba y mis papás fingían
que no me reconocían. Me disfrazaba de mendigo, les pedía
caridad y ¡me daban monedas! Era fantástico. Vengo de una
familia grande, es decir, un buen público: hermanas, primos,
tíos. Luego mis compañeros de escuela, de colegio. En los
festejos siempre hemos estado juntos. Y han sido, desde que yo
era niña, mi público.
—¿Tu primer personaje?
—Manola…. Bailaba flamenco, tenía vestido español,
castañuelas y zapatos rojos. Alguna vez vi entre las fotos
familiares una en la que estoy bravísima, con el vestido de
Manola. Mi madre era responsable de esos disfraces, los vestidos
y peinados. Aún recuerdo el amor que le tenía a Manola… el enojo
cada vez que se iba haciendo más pequeño el vestido y ¡los
zapatos! ¡Adoraba los zapatos rojos que usaba la Manola! Me los
puse hasta cuando me ajustaban… hasta que se perdió el uno. El
otro zapato rojo, el chulla, se quedó en mi armario por años y
cada vez que lo veía recordaba a Manola, pandereta, castañuelas
y flamenco.
—En la escuela… ¿también actuabas?
—Por supuesto. Tuve la suerte de estar en la escuela Claret,
una escuela bien abierta, bien experimental. Quedaba por la
Miraflores y nos incentivaban mucho a las artes, a la pintura, a
la música. De ahí salieron algunos de mis amigos artistas. Nos
hacían tocar el piano, cantar, bailar, pintar, hacer obras de
teatro. Recuerdo a una profesora, María de los Ángeles, que era
durísima y con el puntero nos tenía rectitas… era una escuela de
monjas claretianas y era bien interesante su pedagogía. Una
educación libre, de esas que ya no hay ahora.
—¿El primer personaje que interpretaste en la escuela?
—Salí de pájaro y fue horrible. Estaba incómoda con el
disfraz, no me quedaba bien. No me pude expresar. Lo odié.
—Estuviste en Los Pinos… un colegio más tradicional… ¿lo
soportaste?, ¿te soportaron?
—Me gustaba el colegio. Hasta ahora me llevo bien con mis
compañeras. Ellas me dicen que les debería pagar pues han sido
mi público fiel. Era un colegio lleno de contradicciones. No hice
nunca nada terrible aunque siempre me quedé en disciplina, me
sorteaban una o dos materias, pero no por eso me quitaron mi
libertad. Estuve seis años en el colegio, me gradué. Recuerdo a
una profesora fantástica, María del Carmen Jijón. Sus clases eran
muy estimulantes. ¡Hacíamos tremendos montajes escénicos! Mi
experiencia en el Colegio Los Pinos fue buena. Tengo grandes
amigas con quienes compartimos las clases y la vida.
—Ya en plan más serio… ¿tus primeros pasos en la escena
local?
—Actuar es complicado. En el Ecuador es complicado y en
español es complicado. En otros idiomas actuar es jugar (play…).
Creo que dejamos de jugar al teatro para actuar en serio en el
Patio de Comedias, en una obra de Paco Tobar García, En los ojos
vacíos de la gente, con Jaime Bonelli, que era un actorazo, y con
Raúl Guarderas. Estábamos aterrorizados porque venía de París
el autor a ver la obra… la obra debía salir impecable. Desde ahí
sentí la obligación de seguir en las tablas. Raúl Guarderas me
dijo algo que me mató: “Los artistas nacen o se hacen y tú eres
del primer grupo, eres la cera lista para ser moldeada por las
manos del director”. Ahí decidí que esa sería mi vida. No sé si
agradecerle o echarle la culpa… pero desde ahí sentí una
obligación que me ha mantenido en el escenario.
—¿Te arrepentiste alguna vez?
—Estudié Derecho. No me arrepentí de estudiarlo, pero no
ejercería nunca. Es más, volvería a estudiar Derecho y volvería
a dejarlo. Estuve a punto de graduarme. Mis padres casi mueren.
Mi papá tenía tanta ilusión de que yo fuera abogada. ¡Toda la
familia ha sido de abogados! Y yo lo dejé al final de la carrera de
la U. Central. Pensé en que todo eso era mentira, en que lo mío
no estaba ahí. Pero tampoco me arrepentí de la decisión. Hice lo
correcto.
—¿Y no quisiste ser otra cosa?
—Bueno… sí… he pensado que pude ser secretaria o
contadora, o mejor madre de lo que he sido… Muchas veces se
vienen esas preguntas existenciales poco antes de salir al
escenario…
—Entonces no estudiaste actuación ni artes….
—No en lo formal pero he estado en muchos talleres. Guido
Navarro me dio muchas herramientas para usar el cuerpo, la voz,
la mente. Bonelli, Guarderas, en fin, el público. El público
finalmente es el que te enseña. Te vuelves un espejo del público.
Tienes un compromiso con ellos. Y una vocación.
—¿Cómo llevas la crítica?
—Bien, pero entiendo que es complicado. No hay escuela
de apreciación estética en el país. Creo que los periodistas y los
críticos tienen la obligación de construir un público, de ayudar a
que la gente consuma lo mejor de su arte, de su cultura. En
países donde funciona la prensa y funciona la crítica hay un
mejor público, un público más exigente, que no come cuento.
Aunque sí… sé de las susceptibilidades de los artistas
ecuatorianos… La prensa ayuda a la comprensión del rol del
artista en la sociedad.
—Donde estás más cómoda, ¿en la tragedia o en la
comedia?
—¡Me fascina la tragedia!, soy gritona, llorona, dramática…
en lugar de cortarme las venas las dejaría para verlas crecer…
creo que la tragedia es la mitad del camino de la comedia. Todos
los personajes cómicos tienen una carga de tragedia muy fuerte,
sin ella, sería solo el vacío. Las dos caras de la moneda. La
tragedia como herramienta del dolor.
—¿Te identificas con tus personajes? ¿Ellos se apoderan de
ti? ¿Sueñas con ellos o como ellos?
—Todos los personajes que he interpretado han sido un
poco yo. No hay distanciamiento… somos un universo tan amplio
que es como si tuviéramos cada uno dentro vidas infinitas,
imaginación sin límites.
La Mona, de las Marujitas, sueña… sueña en los muebles
franceses de su abuelita.. En serio, ella sueña dentro de mis
sueños, se apodera y cree que es de una amplia cultura.
—A propósito de Las Marujas… cumplen veintiséis años.
¿Cómo lo llevan?
—Estupendamente bien. Las Marujas han durado más que
un matrimonio. Creo que mucho más… hemos sobrevivido a
muchas cosas, somos un equipo, nuestro trabajo ha sido el
resultado de un montón de esfuerzos, de ilusiones, de
construcción permanente de personajes. Ahora hemos estado
haciendo funciones, a pesar de que la una tiene un montón de
proyectos, la otra se rompió la pata y la otra termina las
quimios… Nos llevamos bien. A veces peleamos, claro,
discutimos o tenemos malentendidos, pero al subir al escenario
nuestras pobrezas y miserias humanas se quedan a un lado y
somos grandes. Estar juntas y hacer cada función es magia.
—¿A qué le atribuyes el éxito cuando apenas montaban La
Marujita se ha muerto con leucemia?
—Realmente fue algo que nos sorprendió a todos en ese
momento. Nunca nos planteamos que el público fuera a aceptar
nuestro trabajo como aceptó a Las Marujas. Cuando se volcó a
la platea para nosotros fue sorprendente. No habíamos visto que
un espectáculo teatral ecuatoriano estimule a que el público vaya
masivamente como fue con La Marujita se ha muerto con
leucemia. Recuerdo que planteamos una temporada de tres
semanas y siempre estuvo lleno. Hicimos dos semanas más y el
público seguía llegando y seguíamos haciendo funciones, al
punto que hicimos una temporada permanente. Creo que
cambió, de alguna manera, la historia de las tablas, si no la
historia del espectador ecuatoriano. Creo que en el teatro
ecuatoriano se puede hablar de un antes y un después de La
Marujita se ha muerto con leucemia…
—Sorprendente pero… ¿por qué?, ¿por qué fue tan exitosa?
—Creo que tuvimos la suerte de que nos haya dirigido Guido
Navarro que venía de Italia, con propuestas frescas, novedosas
para el teatro ecuatoriano de entonces. Él venía con técnicas que
hicieron posible recrear los personajes locales creados por Luis
Miguel Campos. A mi modo de ver, se juntaron estas dos
genialidades: la de Guido Navarro en la dirección y la pluma de
Luis Miguel Campos, logrando una fórmula única. Guido Navarro
intuía que la obra iba a ser exitosa. Guido nos repetía que el
público se iba a reflejar en las tablas.
—¿Y ustedes, las actrices?
Nosotras intentábamos hacer una obra más y persistir en
nuestra necedad de ser actrices. Persistir. Eso es lo que hemos
hecho en estos casi veintiséis años. Trabajamos en cómo
conectarse con el público, cómo perfeccionar los personajes
planteados. Fuimos construyendo un público.
—Se piensa que la comedia ha sido un género fácil en el
teatro ecuatoriano…
—Nunca le pusimos a la obra en el casillero de comedia.
Nunca la hemos anunciado como comedia. Usamos un término
que era nuevo en ese momento: el juguete escénico. La obra ha
tenido una particularidad: la protagonista no están en escena:
se ha muerto con leucemia… La Marujita no está en la obra. No
creo que entremos dentro de la rama comedia y pensar que la
obra está dentro de comedia del arte sería un atrevimiento. Creo
que es una obra de un humor particular nuestro y con nuestro
lenguaje local. A eso se le suma la mezcla de técnicas a la hora
de trabajar los personajes. Por otro lado, hay mucha teoría en
torno a la puesta en escena que hemos hecho todo este tiempo.
Todo el tiempo nos preguntamos qué hacemos y cómo seguimos
construyendo nuestro quehacer. Desde el punto de vista teatral
no creo que hagamos comedia. No es comedia desde los
personajes. Es otro estilo que se volvió muy ecuatoriano. Lo
asombroso de las Marujas, y no ha sido fácil, es que el público
se identifique con los personajes y que de alguna manera se ve
reflejado en la obra. Ese es uno de los éxitos de la propuesta.
—¿No hay una tendencia a pretender que el público ría con
base de un humor fácil?
—Creo que esa tendencia hay en el teatro ecuatoriano y
latinoamericano desde tiempos inmemoriales. Es decir, las
comedias burdas abundan en el teatro y más en la televisión, y
creo que han existido desde siempre. Creo que el público
ecuatoriano sí es exigente y no come cualquier cosa.
—¿Qué pasaba y qué pasa hoy con las salas de teatro?
—Hoy hay muchos más espacios escénicos independientes
y una red de espacios independientes que, con políticas
conjuntas, son bastante sanas para el quehacer teatral
ecuatoriano. Creo que, al no poder agremiarnos como actores y
actrices de teatro, de cine y de TV, de forma eficiente, que nos
represente, que nos cuide y auspicie nuestro trabajo, hemos
tenido más dificultades. Sin embargo, la red de salas ha sido
factible. Seguimos siendo actores y grupos aislados del teatro
que nos juntamos alrededor de los espacios en los que podemos
montar nuestras obras. Como no hemos podido lograr un tipo de
agremiación al menos hemos logrado eso. Los espacios
independientes siguen siendo fruto de una gestión muy fuerte y
luchadora de parte de quienes sostienen estos espacios. No hay
auspicios del Estado, no hay auspicios de organismos de ningún
tipo ni de gobiernos locales, no hay partidas presupuestarias
para las artes escénicas. Es una gestión independiente, pues no
estamos dentro de ninguna política cultural. A diferencia de otros
países que creen que la cultura es un centro de desarrollo de
industria y de progreso, acá no hemos creído en ello.
—¿Y los espacios públicos? ¿Y los fondos concursables?
—Las salas públicas están siendo administradas con
criterios del administrador de turno y no son espacios de fácil
acceso para los grupos independientes. Estamos siendo
programados y filtrados, de preferencia por sus propias
producciones o producciones extranjeras. Me da la sensación de
que, cuando algunos administradores estaban aprendiendo a ser
administradores de espacios públicos, seguramente se
preparaban para hacerlo técnicamente bien, y hacíamos
temporadas en teatros públicos y asistía gente de todas las
clases sociales y todas las economías al espacio al cual tenía
acceso. Desde el palco principal hasta el último de la galería tenía
acceso al teatro. Y eso se queda en nuestra historia, aunque se
sienta ahora que de alguna manera que no hay una legitimidad
de ocupar esos espacios. Hay muchas contradicciones en los
manejos de las salas con administración pública y de los fondos
concursables. No hay que confundir fondos con políticas. En un
momento había fondos pero seguimos sin políticas.
—Sabemos que los artistas son víctimas de la llamada
tercerización laboral…
—Pues sí. Hay cantidad de empresas que se llaman
productoras, coordinadoras, que son las que contratan a los
artistas. Es decir, el Estado contrata a una empresa para que
haga sus eventos y contrate a los grupos porque el Estado (y no
me refiero a las entidades del Gobierno central sino también a
las de los distintos municipios del país) no puede, o
aparentemente no puede, contratar directamente o por concurso
a los artistas. Entonces hay grupos que son llamados y otros que
no. Y hay grupos que no quieren dar su imagen y prestar su
imagen a la promoción del Estado. El Estado es un competidor
muy fuerte del quehacer independiente. Esto de contratar a los
artistas para subirlos a los escenarios del poder es muy debatido.
—Debatido, ¿en serio? ¿O los artistas se han acomodado?
—Hay mucha discusión sobre ese tema. En los espacios
escénicos es un tema ético, político y de reflexión. La gente, por
un lado, necesita comer y, por otro lado, necesita decir lo que
tiene que decir, tener una opinión, una posición, la libertad para
hablar de lo que cree. Creo que es muy difícil para un actor o
actriz hacer un oficio totalmente independiente con sus criterios
éticos de por medio, respetados a rajatabla. Somos vulnerables
ante la estructura del poder. Nos estamos protegiendo con
razonamientos, reflexiones y ese es, por ejemplo, un quehacer
de la red de artes escénicas. En las reuniones a las que he
asistido la reflexión del artista al frente del poder es una cosa de
continua discusión.
—¿Cómo es la situación laboral del trabajador del teatro?
—Es un sector invisible en el sentido laboral, no hay leyes
que nos protejan. No tenemos patrono, fomento, seguro social,
no estamos afiliados ni tenemos garantías en nuestra salud…
somos inexistentes desde el punto de vista social. Es una
supervivencia casi ilícita la que nos toca hacer. Presentamos
factura, pagamos nuestros impuestos como cualquier otro
ciudadano, pero no recibimos nada como sector social. La
sociedad misma, la industria, los empresarios del país no tienen
conciencia de nuestra tarea y de nuestros derechos. La
concepción del mecenazgo no existe.
—¿Por qué ha tenido el teatro tanta dificultad de
agremiarse?
—Creo que es una herencia que hemos de cargar por
generaciones. Hemos estado en reuniones eternas, pero no hay
resultados por falta de una estructuración profesional y técnica.
Hace muchos años fui a un encuentro de mujeres del teatro en
Paraguay alrededor del trabajo y del género. La Federación
Nacional de Artistas del Ecuador (Fenarpre) me escogió a dedo y
me sorprendió. Y fui. Tenía que llevar una ponencia sobre la
agremiación, y era la cerrazón de los grupos y no se sentían
copartícipes de un estrato o grupo social, parte de la sociedad
necesaria para la vida de los ciudadanos. Falta de conciencia
interna de qué representamos, qué somos y qué derechos
tenemos. No hay norma, no hay ley. Años de años nos mantienen
en esa permanente espera de cómo nos vamos a agremiar, de
cómo estructurarnos. Y todos los esfuerzos aislados han sido
ineficientes. Estamos divididos y de una manera poderosa,
porque esta fragmentación nos vuelve débiles política y
socialmente. Si hay la asociación de trabajadoras sexuales o la
asociación de artesanos de cualquier oficio con derechos y
obligaciones, eso no existe en el plano artístico, ni los actores,
bailarines o directores, ni los artistas plásticos.
—¿Es posible vivir del teatro?
—Sí es posible. Con muchas dificultades pero es posible. Lo
que te garantiza vivir del teatro es tener buenas obras. La calidad
de lo que presentas, el lenguaje, te permite vivir del teatro. He
vivido del teatro y solo se puede hacerlo si tienes buenas obras.
Pero es posible. Todo es posible.
—¿Y el cine? ¿Cómo han sido tus incursiones en el cine?
—Creo que el cine en el Ecuador es todavía un sueño por
realizarse. He participado en esa construcción que es el cine en
distintas cintas. Los cineastas se están formando. Hasta hace
muy pocos años eran realizaciones aisladas y hoy se ha dado
mucho énfasis a todo lo audiovisual. He tenido la suerte de
participar en distintas producciones audiovisuales, en
documentales, en argumentales, cortometrajes, mediometrajes.
El cine es un proceso de aprendizaje. He trabajado mucho con
los estudiantes de Incine, me he sentido corresponsable de su
carrera. Necesitaban de actores y actrices profesionales para sus
realizaciones y su proceso académico. Entonces lo hice como un
compromiso ético y lo seguiré haciendo. He participado de varias
producciones y creo que ha sido un privilegio contribuir a ese
nacimiento del cine. Participé en Mono con gallinas, del director
Alfredo León León y fue un privilegio. Creo que el prestigio de
Alfredo y lo que tiene por delante es maravilloso. Eso les está
sucediendo a muchos otros cineastas jóvenes que están
consiguiendo premios reconocimientos. Otra película que fue una
aventura y toda una experiencia fue Un titán en el ring, tuve el
honor de trabajar con Viviana Cordero y su equipo. He tenido
suerte en pequeñas y grandes participaciones en el cine. Lo que
siempre falta en el cine es tiempo de ensayo para la realización
actoral. Pero he disfrutado como actriz, como persona: el cine ha
sido un aprendizaje.
—¿Qué diferencia hay entre esos dos lenguajes?
—Tengo la impresión de que en el cine siempre es todo
precipitado y es como lanzarse al vacío. Eso porque no tienes
todas las herramientas que te gustaría tener (y que las tengo en
el teatro). Siempre tengo la sensación de que se puede hacer
más para lograr personajes de calidad. Entonces, digamos que
el cine es un sueño realizable todavía, mientras se pueda actuar
y aprender.
—¿Cuántas versiones de Las Marujitas hay?
—No son versiones sino distintas obras. Una, la escrita por
Luis Miguel Campos y con la que inició este periplo y que se llamó
La Marujita se ha muerto con leucemia. Ahora estamos con Las
Marujas entre memorias y efemérides. Las Marujas han
cambiado, crecido, envejecido, apostado por el arte
independiente y por lo ecuatoriano, con casi 300 entremeses
para teatro y cuatro obras mayores, además de programas de
radio y televisión, spots y campañas para la educación
ciudadana… Doña Aurelia, doña Cleta, doña Encarna, la costeña,
la cuencana y la quiteña, son una institución.
—¿Cuáles son los roles de las Marujas en cada puesta en
escena?
—Como digo, somos equipo. A veces una de nosotras
escribe para el personaje de otra, la dramaturgia para los
personajes. A veces dirijo yo, Elena Torres se encarga de los
objetos escénicos, Juana Guarderas siempre da las propuestas
en medio de la puesta en escena, sobre la marcha. Somos
cómplices, nos reímos… todo ha valido la pena. ¡Pensar que
algún momento creí que no nos íbamos a volver a ver!
—¿Por la enfermedad?
—Sí… la enfermedad, el cáncer. Me dijeron que no tenía
mucho tiempo.Y aquí estoy.
—¿Te molesta hablar de eso?
—No. La enfermedad también es una oportunidad, una
oportunidad de valorar lo que tienes, el amor de la gente que te
rodea, la vida. Yo solo siento gratitud por eso. Cuando me dijeron
que tenía cáncer me dijeron que tenía, además, muy poco
tiempo. Eso fue en 2013 y comprendí que tenía una oportunidad.
Tenía en mi cuenta 303 dólares… no me voy a olvidar de eso… y
la salud y los tratamientos cuestan y, aunque te digan que no es
una enfermedad catastrófica, lo es: con los estragos de la
quimioterapia no puedes trabajar, así que te quedas sin trabajo,
sin ingresos y con las cuentas por pagar. Tanto amor de tanta
gente me ayudó: hubo de todo, gente que me ayudó, gente a la
que no conocí que depositó dinero para ayudarme, mi madre que
me daba de comer en la boca, mi padre que se acostó junto a mí
y me contó su historia y la de mis abuelos, mis hermanas se
volvieron las “superpoderosas”, mis amigas me acompañaron…
es decir que en esa obra tuve teatro lleno.
—¿Y el miedo?
—No es miedo el sentimiento. Miedo, pánico escénico, es lo
que he tenido hace unos días, pero es producto de la
medicación… Digamos que sí, que hay un miedo existencial, pero
que a la vez sabes que tienes un regalo: el tiempo, un tiempo
más para aprovechar la vida a todo lo que se pueda dar. Menos
mal no tengo apegos ni necesidad de acumulación, pero igual, lo
primero que pensé es en no dejar problemas a nadie. Creo que
me curaron las quimios y todo lo demás: creí en todo lo que la
gente que me quiere me recetó: desde guanábana hasta velas
milagrosas, energías, oraciones, rezos de toda clase a santos de
todas partes, pero sobre todo me curaron el amor y la
solidaridad. Y el tener un centro sano, que creo que lo tengo.
—¿Dónde estaban tus pensamientos en esos momentos?
—En mi hija y en mis padres. La condición de madre
adquiere una enorme trascendencia. Paloma tiene veintiséis
años y creo que los hijos no dejan nunca de ser esa ternura y
fragilidad con la que vienen al mundo. De acuerdo a la ley de la
vida, yo debería enterrar a mis padres y mi hija a mí. Uno piensa
en esos momentos en quienes quedan, no tanto en uno. La
quimio te deja frágil, hipersensible, no puedes trabajar ni pensar.
No quería darles a mis padres el dolor de la muerte. Mi viejo
murió hace un mes… y Paloma… está volando por el mundo que
es lo que debe hacer, así que de alguna manera la ley de la vida
se ha respetado. A la vida hay que sacarle el jugo. Y solo puedo
estar agradecida por eso.

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