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Notas sobre la nueva vulgata planetaria

Pierre Bourdieu y Loic Wacquant (Le Monde Diplomatique 554, Mayo 2000)

En cuestión de unos pocos años, en todas las sociedades avanzadas, los empleadores, oficiales
internacionales, servidores públicos de alto rango, los intelectuales mediáticos y los periodistas de
alto nivel han empezado a utilizar una extraña neolengua. Su vocabulario, que parece haber surgido
de la nada, está ahora en los labios de todos: “globalización” y “flexibilidad”, “gobernación” y
“empleabilidad”, “subclase” y “exclusión”, “nueva economía” y “tolerancia cero”, “comunitarismo”
y “multiculturalismo”, sin mencionar a sus primos postmodernos, “minoría”, “etnicidad”,
“identidad”, “fragmentación”, y así. La difusión de esta nueva vulgata planetaria –de la cual los
términos “capitalismo”, “clase”, “explotación”, “dominación” y “desigualdad” destacan por su
ausencia, siendo descartados de manera perentoria bajo el pretexto de que son obsoletos e
impertinentes – es el resultado de un nuevo tipo de imperialismo. Sus efectos son aún más
poderosos y perniciosos pues es promovida no sólo por los partidarios de la revolución neoliberal
quienes, bajo el velo de la “modernización”, planean rehacer el mundo al hacer desaparecer las
conquistas sociales y económicas de un siglo de luchas sociales, ahora mostradas como arcaísmos y
obstáculos para el nuevo orden emergente, sino que además por los productores culturales
(investigadores, escritores y artistas) y ciertos activistas de izquierda, la mayoría de los cuales aún
se ven a sí mismos como progresistas.

Como la dominación étnica o de género, el imperialismo cultural es una forma de violencia


simbólica que se sustenta en una relación de comunicación estreñida para extorsionar sumisión. En
el caso en mano, su particularidad consiste en universalizar los particularismos unidos por una
experiencia histórica universal. Por ende, tal como en el siglo diecinueve un gran número de temas
supuestamente filosóficos fueron debatidos por toda Europa, como por ejemplo el tema de la
“decadencia” de Spengler o la dicotomía entre explicación y comprensión de Dilthey, se originaron
como demostró el historiados Fritz Ringer en los predicamentos y conflictos históricos específicos
del mundo peculiar de las universidades alemanas, de igual manera hoy muchos temas
directamente extraídos de las particularidades y los particularismos de la sociedad y universidades
norteamericanas han sido impuestos sobre el mundo entero bajo guisas deshistorizadas. Estos
lugares comunes (en el sentido aristotélico de nociones o tesis con las cuales uno debate pero por
las cuales no hay argumento), estas presuposiciones no discutidas sobre la discusión le deben gran
parte de su poder de convencimiento al prestigio del lugar de donde emanan, y al hecho de que,
circulando en un flujo continuo desde Berlín a Buenos Aires y desde Londres a Lisboa, son
retransmitidas por todos lados por agencias supuestamente neutrales que van desde
organizaciones internacionales (El Banco Mundial, El Fondo Monetario Internacional, la Comisión
Europea y la OECD), think-tanks conservadores (El Instituto Manhattan en Nueva York, el Instituto
Adam Smith en Londres, La Fundación San Simón en París, y la Fundación del Banco Alemán en
Frankfurt). Y fundaciones filantrópicas, hasta las escuelas de poder (Ciencia-Po en Francia, La Escuela
de Economía de Londres en Inglaterra, La Escuela de Gobierno de Harvard en Estados Unidos, etc.).

En adición al efecto automático de la circulación internacional de ideas, el cual tiene por su propia
lógica a ocultar las condiciones originales de producción y significación, el juego de definiciones
preliminares y deducciones escolásticas reemplaza la contingencia de necesidades sociológicas
denegadas con la aparición de la necesidad lógica y tiende a enmascarar las raíces históricas de una
serie completa de preguntas y nociones: la “eficiencia” del (libre) mercado, la necesidad de
reconocimiento de “identidades” (culturales) o la reafirmación de la “responsabilidad” (individual).
Éstas pretenderán ser vistas como filosóficas, sociológicas, económicas o políticas, dependiendo del
lugar y momento de recepción. Así “planetarizados” o globalizados en el sentido estrictamente
geográfico del término por este desarraigo, y al mismo tiempo desparticularizados como resultado
del quiebre ilusorio efectuado por conceptualización, estos lugares comunes, que la repetición
mediática perpetua, se ha transformado gradualmente en un sentido común universal, han logrado
hacernos olvidar que en muchos casos no hacen más que expresar, de manera truncada e
irreconocible (incluyendo a aquellos que los promueven) las complejas realidades de una sociedad
histórica particular, tácitamente constituida en el modelo y medida de todas las cosas: la sociedad
americana de la era post-fordista y post-keynesiana. Esta es una sociedad caracterizada por el
desmantelamiento deliberado del estado social y la hipertrofia correlativa del estado penal, la
destrucción de los sindicatos y la dictadura de los accionistas y sus efectos sociológicos: la
generalización del trabajo precario y la inseguridad social, convertida en el motor privilegiado de la
actividad económica.

El difuso y confuso debate sobre “multiculturalismo” es un ejemplo paradigmático. El término fue


importado recientemente a Europa para describir el pluralismo cultural en la esfera cívica, mientras
que en Estados Unidos se refiere, en el mismo movimiento que lo ofusca, al ostracismo de los negros
y a la crisis de la mitología nacional del “sueño americano” de “igualdad de oportunidades para
todos”, correlativo a la bancarrota de la educación pública en el mismo momento que la
competencia por capital cultural se intensifica y las desigualdades de clase están aumentando a una
gran velocidad. La locución de “multicultural” esconde esta crisis al restringirla artificialmente al
microcosmo universitario y al expresarlo en un registro aparentemente “étnico”, cuando lo que
realmente está en juego no es la incorporación de culturas marginadas al canon académico sino el
acceso a los instrumentos de (re)producción de las clases medias y altas, siendo uno de los mayores
instrumentos la universidad, en el contexto del desentendimiento masivo por parte del Estado. El
“multiculturalismo” norteamericano no es ni un concepto ni una teoría ni un movimiento social o
político –a pesar de que dice ser todas esas cosas al mismo tiempo. Es un discurso pantalla, cuyo
estatus intelectual es producto de un efecto gigante de alodoxia nacional e internacional, que
engaña tanto a aquellos que son partidarios como aquellos que no lo son. Además es un discurso
estadounidense, a pesar de que se considera a sí mismo un discurso universal, hasta el punto de que
expresa las contradicciones específicas de las problemáticas de los académicos estadounidenses.
Separados de la esfera pública y subyugados a un alto nivel de diferenciación competitiva en su
medio profesional, los profesores estadounidenses no tienen dónde volcar su libido político sino en
las discusiones del campus, disfrazadas como batallas conceptuales.

La misma demostración podría hacerse sobre la altamente polisémica noción de “globalización”,


cuya función es disfrazar los efectos del imperialismo americano en las trampas del ecumenismo
cultural o del fatalismo económico y hacer que una relación transnacional de poder económico
parezca una necesidad natural. A través de una inversión simbólica basada en la naturalización del
proyecto del pensamiento neoliberal, la reorganización de las relaciones sociales y las prácticas
culturales siguiendo un patrón estadounidense, la mercantilización de los bienes públicos y la
generalización de la inseguridad laboral, se aceptan ahora con resignación como el resultado
inevitable de la evolución nacional, cuando no se celebra con entusiasmo de ganado. Un análisis
empírico de la trayectoria de las economías avanzadas sugiere, en contraste, que la “globalización”
no es una nueva fase del capitalismo, sino que es una “retórica” invocada por los gobiernos para
justificar su rendición voluntaria ante los mercados financieros. Lejos de ser –como nos dicen
constantemente- el resultado inevitable del crecimiento del intercambio extranjero, la
desindustrialización , la creciente desigualdad y la reducción de las políticas sociales son el resultado
de decisiones políticas domésticas que reflejan el desnivel de la balanza de fuerzas de clase en favor
de los dueños del capital.

Al imponerle al resto del mundo categorías de percepción homólogas a sus estructuras sociales, los
Estados Unidos están recreando el mundo entero a su imagen: la colonización mental que opera a
través de la diseminación de esos conceptos sólo puede conducir a un tipo de “consenso de
Washington” generalizado e incluso espontáneo, como uno puede observar en la esfera de la
economía o de la filantropía. Así, este doble discurso que, aunque fundado en la creencia, imita a la
ciencia al superponer la apariencia de la razón –y especialmente la razón económica o politológica-
sobre las fantasías sociales de los dominantes, es dotado con el poder performativo de generar las
mismas realidades que dice describir, de acuerdo al principio de profecía auto-cumplida: alojado en
las mentes de los tomadores de decisiones políticas o económicas y sus públicos, es usado como un
instrumento de construcción de políticas públicas y privadas y al mismo tiempo como instrumento
para evaluar esas mismas políticas. Como las mitologías de la era de la ciencia, la nueva vulgata
planetaria descansa sobre una serie de oposiciones y equivalencias que se sustentan y refuerzan
entre sí para mostrar las transformaciones contemporáneas que están viviendo las sociedades
avanzadas –desinversión económica por parte del Estado y reforzamiento de sus componentes
penales y policiales, desregulación de los flujos financieros y relajamiento de los controles
administrativos sobre el mercado del trabajo, reducción de la protección social y celebración
moralizante de la “responsabilidad individual”- como algo benigno, necesario, inevitable o
deseable, de acuerdo a las oposiciones presentadas en el siguiente esquema ideológico:

Estado  [globalización]  Mercado


Restricción Libertad
Cerrado Abierto
Rígido Flexible
Inamovible Dinámico, en movimiento
Pasado, anticuado Futuro, novedad
Estasis Crecimiento
Grupo, lobby colectivismo Individual, individualismo
Uniformidad, artificialidad Diversidad, autenticidad
Autocrático (“totalitario”) Democrático

El imperialismo de la razón neoliberal encuentra su logro intelectual supremo en dos nuevas figuras
del productor cultural. Una es el experto que, en los corredores sombríos de los ministerios o de las
empresas, o en el aislamiento de los think-tanks, prepara documentos altamente técnicos,
preferiblemente asentados en lenguaje económico o matemático, utilizado para justificar
decisiones políticas tomadas en base a razones decididamente no técnicas (el mejor ejemplo son
los planes para “salvar” los planes de jubilación de la supuesta amenaza presentada por el aumento
en la expectativa de vida, donde las demostraciones demográficas son usadas para concretar planes
de privatización que consagran el poder de los poderosos y generan riesgos para los trabajadores a
través de fondos de pensiones). El otro es el consultor comunicacional para el príncipe –un desertor
del mundo académico que entra al servicio del dominante, cuya misión es darle una apariencia
académica a los proyectos políticos de la nueva nobleza del Estado y de los negocios. Su prototipo
planetario es sin duda el sociólogo británico Anthony Giddens, Director de la Escuela de Economía
de Londres, y padre de la “teoría de la estructuración”, una síntesis escolástica de varias tradiciones
sociológicas y filosóficas decisivamente arrancadas de su contexto y por ende idealmente preparada
para la tarea del sociodicidio academizado.
Uno puede ver la ilustración perfecta de la astucia de la razón imperialista en el hecho de que es
Inglaterra –que, por razones históricas, culturales y lingüísticas, se encuentra en una posición
intermediaria neutral (en el sentido etimológico) entre Estados Unidos y la Europa continental –eso
le ha dado al mundo un caballo de Troya bicéfalo, con una cabeza política y una intelectual, en la
personalidad dual de Tony Blair y Anthony Giddens. Sobre la fuerza de sus lazos con políticos,
Giddens ha emergido como el apóstol de una “Tercera Vía” que, en sus propias palabras –que deben
ser citadas desde el catálogo de definiciones al estilo escolar básico de sus teorías y visiones políticas
en la sección de preguntas frecuentes de su página web de la Escuela de Economía de Londres
www.lse.ac.uk/Giddens/FAQs.htm- “toma una actitud positiva hacia la globalización”, “intenta
responder a patrones cambiantes de desigualdad”, pero comienza advirtiéndonos que “los pobres
de hoy no son los mismos pobres del pasado” y que “de la misma manera, los ricos no son los
mismos que solían ser”; acepta la idea de que “los sistemas de bienestar social existentes, y la
estructura ampliada del Estado, son fuente de problemas, no sólo los medios para resolverlos”,
enfatiza que la política social y económica están intrínsecamente conectadas, para poder afirmar
que “los gastos sociales deben ser evaluados en términos de sus consecuencias para la economía
como un todo”, y que finalmente “se enfoca en los mecanismos de exclusión en lo más bajo y en lo
más alto”, convencido de que “redefinir la desigualdad en relación a la exclusión en ambos niveles
es consistente con una concepción dinámica de la desigualdad”. Los maestros de la Economía, y los
otros “excluidos en la parte de arriba” pueden dormir tranquilos: han encontrado su Pangloss.

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