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UINETES REBELDES 9 En tiltimo andilisis, creo que estas cuestiones ponen sobre el tapete el “mal constitucional" que arrastran los paises sudamericanos, advertide desde distintos angulos por la mirada de otros autores. El curso histérico que recons- truimos desemboca en el circulo vicioso de ia frustracién del orden “civilizado”, en una escision entre la legalidad formal y la cultura real que disturba el tejido de las relaciones sociales hasta hoy. La actitud de resistencia al poder se ha impreso en el cardcter de nuestra sociedad con efectos profundos y complejos, segun las reflexiones que esboza el capitulo final, aunque la elucicdacién del asunto sobrepasa tos alcances del presente libro. Seguramente no es facil ‘situarse como investigador imparcial en una historia signada por los enfrentamientos irreductibles entre conquistadores y conquistados, unitarios y federales, marginales y represores, que bajo otras mdscaras continiian teniendo flagrante actualidad. Mi punto de vista no podia ser y no es neutral en sentido ético ni ideolégico, aunque espero se aprecie mi afén de objetividad al tratar de entender los motivos de unos y otros y buscar la explicacién de los hechas. Los ecos de la primera edicién de esta obra (editorial Javier Vergara, 2000) me alentaron a ampliar y actualizar algunos puntos de la misma, sin vaniar su estructura, aprovechando ulteriores indagaciones sobre las materias que trata. También se han subtitulacio los capitulos y reordenado las citas bi- bliogréficas para facilitar ta lectura. Agradezco a quienes me aportaron datos u orientaciones en aspectos histéricos y antropolégicos: Evar “Chino” Amieva, Dora Barrancos, Osvaldo Bayer, Gregorio Caro Figueroa, Rodolfo Casamiquela, Antonio Emilio Castello, H. Walter Cazenave, Adolfo Colombres, Félix Coluccio, Rolando Concatti, Fer- min Chavez, José Carlos Depetris, Rubén Dri, Jorge Etchenique, Diego Escolar Eduardo Gomez Lestani, Gast6n Gori, Ariel Gravano, Juan Carlos Grosso, Os- valdo Guglielmino, Laura Horlent, Pablo Lacoste, Miguel Lépez Breard. Carlos Machado, Edgar Morisoli, Hugo Nario, J. Ricardo Nervi, Enrique Oliva, Marta de Parts, Norberto Ras, Ricardo Rodriguez Molas, Beatriz Seibel. Roberto Zalazar: ademas de la ayuda para acceder a fuentes o conseguir bibliografia que me prestaron Eduardo Alvarez, Roxana Amarilla, Carlos Besoain, Hugo E. Biagini, Ernesto Bohoslavsky, José E. Diaz, Anibal Ford, Alberto Lapolla, Elida Luque, duan Carlos Mercado, Bosquin Ortega. Héctor Rail Ossés. Rodolfo Palacios, vorge y Mabel Prelordn, Jorge B. Rivera, Néstor A. Rubiano, Heber Tappata, Adriana Ventura, Maria Inés Vollmer, Susana Yappert, Juan W. Wally. y los servicios de la Biblioteca Nacional, la del Congreso de la Nacién, la Academia Nacional de la Historia, el Instituto Nacional de Antropologia, el Archivo General de ia Nacién, el Servicio Histérico de Gendarmerfa Nacional, el Archivo Histérico de la Provincia de Buenos Aires, el Archivo Histérico de La Pampa, el Archivo Judicial de Resistencia, el Archivo Judicial de General Roca y el Archivo Histé- rico de Santa Cruz. Mi reconocimiento a Félix y Felicitas Luna, Eliana de Arrascaeta y ia gente de Todo es Historia, donde publiqué mis primeros avances acerca de los \JINGTES REDELDES, 23 En los archivos judiciales de San Miguel de Tucuman, hacia fines del si- glo, se observa como los denunciantes y funcionarios definen al bandolero por cl] atentado a la propiedad acompanado de otras circunstancias: un “ladron de publica voz y fama” que roba “toda especie de ganados”, “vagamundo y ocio- so", “que vive en los montes” y comete asaltos “acompanandose con otros de su misma condicién”. Era bastante habitual que estos sujetos raptaran mu- Jeres, y como rasgos personales agravantes se senalaba al que “no oye misa ni se confiesa” o era jugador, bebedor y hasta hechicero. A veces se trataba de hombres que habian causado heridas y muertes, pero también podia ser cualquiera que habia hurtado un par de ovejas (Horlent, 1997). El vagabundo, el que no tenia un patron conocido, estaba particular- mente expuesto a caer bajo la etiqueta de bandolero. El régimen del conchabo obligatorio tendia a asegurar a los hacendados la oferta de mano de obra y, a la vez, a establecer un control general sobre la poblacién. En jurisdiccién de Tucuman, las ordenanzas de 1760 prescribian que toda persona que no tuvie- ra bienes raices u oficio reconocido debia buscar amo o patr6n para emplearse por un salario, El que fuera propictario, arrendero o agregado debia contar con al menos cien vacas y cincuenta ovejas propias para éscapar a la norma- tiva. El cumplimiento se controlaba con la presentacion del “papel firmado del amo 0 del artesano” sin el cual cualquier persona quedaba sujeta a los casti- gos previstos de multas, prisién, azotes, trabajos en las obras ptiblicas o en los presidios de frontera (Lépez de Albornoz, 1993; Horlent, 1997). Desde 1776, cuando se organizé el Virreynato del Plata, los reglamentos se tornaron mas rigurosos. Se dispuso la presencia de nuevas autoridades en el Ambito rural, los jueces de camparia o jueces pedaneos, y se extendié la medida del trabajo obligatorio a las mujeres. En un bando de enero de 1798 que transcribié Sarmiento, el Cabildo de Tucuman mandaba a los vagabun- dos y “toda gente pobre y libre, de uno y otro sexo que no tienen arbitrio para mantenerse por si” a conchabarse dentro del tercer dia bajo pena de un mes de carcel, sin poder “mudar de sefiores” mientras estos no los despidan o les den mal trato (Sarmiento, 2001; XXXVII, 79), Aunque es dificil establecer en qué medida se cumplian estas disposiciones, lo cierto es que empujaban al margen de la ley a una gran parte de la poblacién y otorgaban a los funciona- rios un poder discrecional para perseguir a los habitantes de la campavia. Entre los enjuiciados como bandidos encontramos a gente de todos los estamentos inferiores, desde negros fugados a espanoles pobres. Algunos eran migrantes que dejaban sus tierras de origen en busca de mejores oportuni- dades 0 indigenas que habian perdido su lugar en las comunidades. Podian ser los que huian de la encomienda, como cl caso que ilustran los archivos tuecumanos del indio Joseph, quien en 1756 escapé de la hacienda de su amo para unirse a una gavilla de bandoleros (Horlent, 1997). Otra fuente de proscriptos cran los amotinamientos y las deserciones individuales de los cuerpos de milicia, muy corrientes cuando la paga y hasta los abastecimientos tardaban en Hegar, a veces meses y afos. Por el motivo 30 Huso Crumerta Las disposiciones coloniales que asignaban tierras a grupos determina- dos de indios bajo sus propias autoridades, reconociendo sus usos y costum- bres, mantuvieron vigencia formal, segtin declaré la jurisprudencia posterior de los tribunales de la Republica; aunque esta cuestién nunca fue resuelta de manera efectiva. Igual que en otros érdenes, continuando y agravando el perverso dualismo de la era colonial, las reglas legales fueron salteadas o des- virtuadas en la practica. Si la conquista ibérica y los sistemas de trabajo compulsive destruye- ron las civilizaciones y comunidades autéctonas, reduciendo sustancialmente la poblacién americana, la integracién con la economia europea industrial y la organizacién capitalista de la produccién acarrearon el despojo y sumisién de los pueblos a nuevas formas de explotacién. Hubo una continuidad en ese proceso que desplazaba las formas sociales anteriores. La independen- cia de las colonias coincidia con la revolucién politica liberal y la revoluci6n econémica burguesa en el mundo, y aceler6 el curso de la historia con todas sus contradicciones. La transformacién era en ciertos aspectos inexorable, aunque es obvio que podia realizarse por diversas vias, segiin quiénes y cémo ejercieran el poder, y presentaba diversas opciones en cuanto a la distribucion de los recursos y las oportunidades econémicas. Al trastocar el fundamento del gobferno invocando la soberania popu- lay, la republica alteré la posicién relativa de los grupos sociales. La férrea autoridad del periodo colonial habia sido destruida y las instituciones tarda- ron en recomponerse; las formas republicanas abrian ciertas brechas en el poder, y la movilizacién militar de las capas populares les dio la oportunidad de hacerse valer. Claro que en la ciudad de Buenos Aires, donde se consolid6 la direcci6n politica y econémica del pais, pesaban de manera determinante los mercade- res y hacendados, ligados a los agentes de la diplomacia y los negocios euro- peos, que manejaban los resortes del comercio, el crédito y el dinero, antepo- niendo sus intereses a las demandas y posibilidades de los diversos pueblos y regiones. Aquel nucleo ostentaba una clara concepcién aristocratica: “todo para el pueblo y nada por el pueblo” fue la maxima con la que pretendieron justificar la Constitucién unitaria de 1819 (Manifiesto del Congreso, en Sam- pay, 1975: 281). Como en otras regiones sudamericanas, las pugnas para de- finir los términos del nuevo orden se zanjaron por las armas, y todos, incluso los hombres de Ia frontera, fueron arrastrados a la contienda, Guerra social Los jinetes de las Manuras tuvicron un protagonismo determinante en los dos grandes focos de irradiacién de la revolucién, Venezuela y el Rio de la Plata. Estos rebeldes indomables fueron la punta de lanza, peleando por la libertad de sus paises y la suya propia. Los gauchos prestaron inapreciables

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