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vida cotidiana.

Desgajados de la obra teatral, los per-


sonajes de Shakespeare se convierten en prototipos y
pasan al dominio del público cuyas filas aumentan en
la primera mitad del siglo xix, época en la que se insti-
tucionaliza el periódico y la revista ilustrada y en la
que prende la fiebre de la novela por entregas y se co-
difica la novela histórica.
Entre los que promueven esta tendencia, todavía
en el siglo )(VIII, destaca William Richardson, profesor
en la Universidad de Glasgow y autor de una serie de
libros sobre los caracteres de Shakespeare: A Philo-
sophical Analysis and Illustration of Some of Shakes-
peare's Remarkable Characters (1774); Essays on Sha-
kespeare's Dramatic Characters (1784); y Essay on
Shakespeare's Dramatic Character of Sir John Falstaff
(1789). Herbert Spencer Robinson, en su estudio so-
bre la crítica shakespeariana del siglo XVIII, escribe
que Richardson trata a los caracteres de Shakespeare
como personas reales («real people») y que tiene el
mérito de haber sido el primero en hacerlo.' El con-
cepto del arte como vivencia y expresión de la vida del
hombre determina la glorificación del «genio» de
Shakespeare, supremo creador de caracteres y gran
filósofo moral, y abre paso a la interpretación psico-
lógica de su obra. Robert Witbeck Babcock ha de-
mostrado con amplia documentación cómo durante
la segunda mitad del siglo xvm se «psicologiza» la
obra de Shakespeare, esencialmente en función del
análisis de los llamados caracteres.2 En estas tenden-
cias que coinciden con el declive de la retórica anida
la necesidad de encontrar una finalidad moral al arte,
certificada por la verosimilitud y en conformidad con
una idea del hombre determinada por el cultivo de los
1. English Shakespearean Criticism in the Eighteenth Centupy
(Nueva York, 1932), pág. 193.
2. The Genesis of Shakespeare Idolatry (1766-1779). A Study in
English Criticism of the Late Eighteenth Century (Nueva York,
1964), págs. 158-67.

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más altos valores (la fe cristiana transmutada en cul-
tura), terreno en el que florecerá la interpretación
biográfica de la literatura como arte vivido o Erieb-
niskunst.
La doctrina de Hegel sobre el personaje como ca-
rácter vital contribuyó a desarrollar criterios realistas
de interpretación. Hegel, al esbozar lo intrínseco del
arte romántico, distinguió la «autonomía del carác-
ter», a saber, el de un «individuo determinado», con
su propio mundo y «auténtica individualidad», movi-
do por sus pasiones e intereses. Los personajes de
Shakespeare están cortados a la medida de las cate-
gorías hegelianas y así los califica el filósofo como
perfectamente humanos, concretos y vitales, compa-
rándolos a los personajes abstractos del teatro espa-
ñol y del francés. Todo esto tuvo consecuencias, inva-
diendo la crítica dramática, esclava de la tipografía,
alejada de la obra teatral como guión concebido para
su representación, de las convenciones dramáticas
del teatro del siglo mm y de las condiciones prácticas
de la puesta en escena. Más adelante habrá oportuni-
dad de constatar cómo esta doctrina, que llegó a iden-
tificarse con hábitos del sentido común, mediatizó la
lectura e interpretación del teatro de Calderón. Las
obras del poeta castellano no se prestaron a tales de-
ducciones sino más bien a derivar de ellas enseñan-
zas perversas e inmorales según algunos neoclásicos,
ya que su teatro no daba cabida al apetito teleológico
del sentido común; a la finalidad moral de la fábula,
la verosimilitud y su consecuente purga de las pasio-
nes en el espectador.
La identificación de carácter con destino, impuesta
sobre la tragedia shakespeariana, ha impulsado la
búsqueda de héroes trágicos hasta debajo de las pie-
dras, afición que propagaron los románticos, todavía
atados a la interpretación neoclásica de la Poética de
Aristóteles. El Aristóteles romántico está muy lejos de
aquel que escribió en su Poética que podía existir una

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tragedia sin pintar las costumbres pero no sin acción,
en tanto la representación de la vida humana no tiene
como fin imitar las costumbres, sino valerse de ellas
para retratar las acciones que dan cuerpo a la fábula
u ordenación de los sucesos.3 La doctrina de Aristóte-
les distingue entre costumbres y acciones; las prime-
ras, entrelazadas con el carácter, califican a los hom-
bres; las segundas, entretejidas con los hechos, con la
vida, la ventura y desventura que configura el argu-
mento u ordenación de los sucesos, constituyen la
materia que la tragedia imita. El criterio del tragic
hero, o héroe trágico, empobrece al universo trágico
de Calderón, cuyo arte dramático ajusta la ordena-
ción de los sucesos de la acción a la caracterización,
en tanto el carácter surge del nexo de relaciones y ac-
ciones que forman la indivisible textura de argumen-
to y personajes. Calderón se aparta de la premisa se-
nequiana enunciada por el coro en Hercules furens, a
saber, que la inicua fortuna rara vez perdona la máxi-
ma virtud («Iniqua raro maximis virtutibus fortuna
parcit»).4 Para el dramaturgo castellano las virtudes
heroicas forman parte de un gran tapiz cuya totalidad
se confunde con el argumento, y éste a su vez con el
hado. El destino profano no escoge ni a los virtuosos
ni a los inicuos, ni se especializa en ser injusto con los
buenos o menos malos. En la Anttgona de Sófocles
ambos verdugo y víctima, Creonte y Antigona, sufren
el rigor de un destino implacable que va desvelando el
desarrollo de los sucesos de la acción en los que inter-
vienen la contingencia y el azar. Si Creonte, el severo
guardián de la ley del Estado, parece cruel e intransi-
gente, tales epítetos no hacen justicia al impulso que
le lleva a cargar la mano y cumplir a rajatabla el man-
dato del fuero externo. Antfgona, que lo transgrede,
3. Aristóteles, El arte poética trad. de José Goya y Muniain
[1798] (Madrid, 1948), págs. 40-41.
4. Séneca, Hercules furens, Tragedies (Cambridge, Mass., 1968),
vol. VIII, pág. 28.

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merece los calificativos de «piadosa» y «fraternal»,
cumpliendo con un deber que le dicta el fuero interno
y la costumbre. Buscarle motivos psicologicos al
«comportamiento» de Creonte o de Antigona, como
se ha hecho con Hamlet, desvirtuarla el conflicto que
mantiene en vilo el argumento de la tragedia de Sofo-
cles.
Esta mediacion ha influido en la interpretacion del
teatro de los antiguos griegos, ante la que se han re-
sistido algunos grandes helenistas. Karl Reinhardt,
en su magnIfico Sofokles , publicado hace casi sesenta
afios, analiza la manera en que las proyecciones mo-
dernas han venido determinando las interpretaciones
del drama de la Antigtiedad. Reinhardt cree que si se
partiera de la «experiencia y el intimismo», la «idea
subyacente» o «el juego de los caracteres como refle-
jos del mundo», como en el caso de Shakespeare,
para interpretar la obra de Sofocles, «pronto no que-
darla nada que analizar».5 Un helenista ingles que ha
revisado esta cuestion escribe que «debemos mante-
ner el espiritu abierto a la posibilidad de una literatu-
ra dramatica antigua, pero a la vez occidental, que se
pueda comparar ventajosamente con el Shakespeare
de Goethe o de Coleridge ».° F. M. Cornford tambien
distingue la tragedia autentica de la tragedia viciada
por la caracterizacian. En el primer caso los persona-
jes no se conformaran a un criterio de verosimilitud
realista, aunque en un sentido mas Intim° estaran
«vivos».7 Desde esta perspectiva el arte de Calderon se
asemeja al de Sofocles, aunque el dramaturgo caste-
liana subraye la subjetividad de los personajes, ya que
siempre los ubica en un autentico conflicto que trans-

5. Karl Reinhardt, Sofocles, trail. de Marta Fernandez Villanue-


va, Ediciones Destino (Barcelona, 1991), 'lags. 14-15.
6. John Jones, On Aristotle and Greek Tragedy (Londres, 1971),
pag. 17.
7. Francis Macdonald Cornford, The Origin of Attic Comedy
(Nueva York, 1971), pags. 170-71.

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ciende el concepto moderno de carácter. Las trage-
dias de Calderón que postulan la ruina y catástrofe
personal de los protagonistas y que se podrían com-
parar superficialmente con el modelo neo-aristotéli-
co, son obras en las que el carácter es otro hilo más,
hábilmente bordado, en el gran tapiz del destino. Lla-
mar héroe trágico a ese hilo que se cruza y entrecruza
con otros muchos, ya confundiéndose con ellos, ya
individualizándose, abre las puertas a la interpreta-
ción psicológica de la tragedia y a exagerar el carácter
de los protagonistas. La hija del aire es algo más que la
tragedia personal de Semíramis, configurándose
como la representación metafísica de la luctuosa vo-
cación del hombre a la nada. En El mayor monstruo
del mundo la tela de araña de la trama atrapa al Te-
trarca, sujeto agente de los celos, y a la víctima, su
esposa Mariene, personajes que se reparten la mitad
de los versos de la obra. La pasión de los celos se ins-
cribe en el argumento o destino, transcendiendo la
voluntad del protagonista. Éste no es el caso de Otelo
(comparada repetidamente con El mayor monstruo
del mundo), obra sobre la que la crítica shakespearia-
na ha impuesto irreflexivamente el concepto del «hé-
roe trágico» acoplado a un concepto de lo trágico que
ha marcado las interpretaciones de Shakespeare y
que A. C. Bradley definió como el relato («story») de
acciones humanas causantes de calamidades que lle-
van a un desenlace catastrófico y a la muerte a un
hombre en alto estado.'
Calderón no se limita a un tipo de desenlace; de-
sarrolla varias posibilidades entre las que destaca el
principio de reconciliación afirmado por un acto de
magnanimidad, de perdón o arrepentimiento, que re-
cuerda la Orestiada de Esquilo. Otra variante, que
Friedrich Schlegel señaló como característica de la

8. A. C. Bradley, Shakespearean Tragedy (Nueva York, 1967),


pág. 23.

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tragedia cristiana calderoniana, desemboca en la
transfiguración del hombre interior redimido por el
sacrificio y el sufrimiento, polo diálectico del irrever-
sible principio: la existencia como castigo. En La de-
voción de la cruz actúan estos dos principios que co-
rresponden a dos desenlaces y dos destinos, la
transfiguración espiritual de Eusebio por el sufri-
miento y la muerte y la condena de su padre, Curcio,
a permanecer en el teatro del mundo atrapado en el
vengativo círculo de la existencia.
La insaciable pretensión de la conciencia de legiti-
marse en la autocertidumbre del representar informa
el impulso de aquellos personajes que racionalizan la
ansiosa rectitud que los justifica, sometiéndola a una
medida exacta corroborada por la prueba o el experi-
mento. Tal planteamiento en que la justificación y la
justicia se conforman a la certidumbre del represen-
tar constituye la quaestio juris del teatro metafísico
del dramaturgo. Calderón lleva esta tendencia al ex-
tremo en las llamadas tragedias de honor, obras que
no han cesado de provocar horror a espectadores y
lectores. El impulso teleológico que azuza a la con-
ciencia secularizada la obliga a buscar soluciones en
este mundo y no en el otro, de ahí que sea incapaz de
aguantar mecha ante el desenlace de estas tragedias.
El médico de su honra, caso ejemplar de este teatro
capaz de congelar y sobrecoger al comprometido y al
indiferente, es una tragedia sobre la que se podría re-
copilar un nutrido volumen de escandalizadas opi-
niones
En El médico de su honra don Gutierre de Solís lle-
va a cabo en secreto y con malitia precogitata el ase-
sinato de su esposa, Mencía, acción que el venga-
dor concibe más bien como justo castigo y reivindica-
ción de su honor. La muerte de Menda es la última
consecuencia de un proceso que protagoniza ese
«monstruo frío que es la razón», que en vano solilo-
quio enlaza silogismo con silogismo hasta «fríamente

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resolverse el crimen»,9 itinerario que transforma al
«médico de su honra» en fiscal, abogado defensor y
juez de su inocente víctima, objeto de sus celos (los
celos, dice otro personaje de Calderón, «basta sólo
imaginarlos») cuya culpabilidad justifica acumulan-
do evidencias contra la acusada hasta condenarla a
muerte y hacer que ejecute la sentencia un cirujano,
verdugo involuntario forzado por el vengador a san-
grar a la víctima para así soterrar la intención simu-
lando una muerte accidental. La tragedia concluye en
la más terrorífica ironía, en muerte y boda al obligar
don Pedro I de Castilla (apodado por la tradición
«cruel» y «justiciero>)) a Gutierre a casarse con Leo-
nor, antigua prometida que el vengador había repu-
diado por una sospecha de infidelidad antes de casar-
se con Mencía. El riguroso soberano reivindica el
honor perdido de Leonor (a la que Gutierre había
prometido matrimonio) aprovechándose de la súbita
viudez del asesino. A lo largo de varias generaciones
los moralistas, cómodamente emboscados en el papel
de críticos, no se han dejado rozar por la brutal ironía
de esta tragedia, interpretando el mandato del rey
como premio al asesino y afirmación de la repugnan-
te moral del honor, más bien que enfrentarse con el
hecho que ha señalado Eugenio Trías: que «la media-
ción legal y mentidamente "racional" produce, o me-
jor exige, la premeditación calculada del crimen».1°
Atentos sólo a una finalidad edificante, los intérpre-
tes han quedado inmunes ante la paradoja final, im-
poniendo sobre el texto dramático una lectura que
hoy día nos parece insólitamente burda. Aunque qui-
zás, si hubieran aceptado la monstruosidad final, se
habrían visto obligados a desprenderse de abrigadas
convicciones estéticas y morales.

9. Eugenio Trías, La aventura filosófica (Barcelona, 1988),


pág. 105.
10. Trías, pág. 127.

207
Hegel alude en sus Lecciones de estética a la manera
que los españoles tratan muchas veces el honor per-
sonal, con un rigor y una lógica cuya crueldad hiere
profundamente nuestra sensibilidad. El filósofo re-
cuerda la representación de A secreto agravio secreta
venganza que fracasó a causa de su riguroso desarro-
llo de la problemática del honor, añadiendo que la
puesta en escena de El médico de su honra, otra trage-
dia del mismo género, resultó más aceptable con al-
gunos cambios. Hegel prosigue diciendo que, al con-
trario, los dramas de Shakespeare atraen a un
público cada vez más numeroso porque en ellos, a pe-
sar de la diferencia de costumbres, domina lo univer-
sal de la naturaleza humana. El filósofo alude a varias
tragedias de Calderón en las que el amor y el honor,
en tanto afectan los derechos y deberes de los perso-
najes, están desarrollados como un código de leyes
positivas y sujetos a una caracterización abstracta."
Hegel percibió cómo los mecanismos impersonales
de códigos y leyes inflexibles configuraban la misma
estructura de la tragedia española, a la que atribuye
un peculiar genio para desarrollar una reflexión ca-
suística sobre el pundonor. Sin embargo, ese mismo
tratamiento inflexible de la fuerza de los códigos del
honor no dejaba de repugnar a la conciencia moral.
El uso del término «abstracto» («abstrakt subjektiver
Art»), matizado por Hegel al aludir al teatro español,
adquiere en sus seguidores un significado tosco y uni-
lateral. No es de extrañar que las opiniones del autor
de Lecciones de estética contribuyeran a alimentar
esa triple mediación del teatro de Calderón que ca-
lifican los términos «abstracto», «inmoral» y «cató-
lico».
A lo largo de los siglos xix y xx se ha definido reite-
radamente a los vengadores calderonianos como per-

11. G. W. F. Hegel, Vorlesungen über die Ásthetik, Sãrntliche Wer-


ke (Stuttgart, 1928), t. III, págs. 566, 568.

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sonajes que obedecen las leyes de la lógica y no la voz
de la pasión, reducción simplista que ha servido para
contrastar los celosos shakespearianos y los caldero-
nianos. Menéndez Pelayo, lector y comentarista de
las Lecciones de estética, hizo suyo este principio, aco-
modándolo a la aversión que sintió por los dramas de
venganza y diseminándolo por medio de su reconoci-
da autoridad crítica. Al comparar los celos de Otelo
con los del Tetrarca en El mayor monstruo del mundo,
Menéndez Pelayo escribió que los celos de Otelo
«pueden ser brutales, groserísimos, pero por esto
mismo son completamente humanos. Por el contra-
rio, los celos del Tetrarca son quintaesenciados y pe-
sados por quilates y pasados por cien alquitaras».12
Los celosos calderonianos (discute cuatro protago-
nistas de las tragedias de honor, venganza o celos: Lo-
pe de Almeida; Juan Roca; el Tetrarca; y don Gutierre
Alfonso Solís) carecen de la «verdad humana, univer-
sal y eterna que tiene el Otelo de Shakespeare»." Cal-
derón y su teatro demuestra que el joven Menéndez
Pelayo conocía la crítica de los románticos alemanes
ya que inicia su discurso frenando el entusiasmo de
los hermanos Schlegel. Se ve que está familiarizado
con las opiniones de Solger y Ulrici y, aunque no
menciona a este último, lo hace implícitamente al re-
futar el argumento que convierte al autor de La devo-
ción de la cruz en casi un luterano.
Las ideas de Hegel se hacen presentes en el uso que
hace Menéndez Pelayo de los términos «idealista» y
«realista». Al valorar el teatro del Siglo de Oro dice
que «no es ni bastante realista ni bastante idealista
para que tenga carácter de universalidad», idea que
deriva de la crítica de Karl Solger." Al aplicar el es-
quema al arte de Calderón lo califica de «idealista»,
12. Marcelino Menéndez Pelayo, Calderón y su teatro (Madrid,
1910), págs. 326-27.
13. Menéndez Pelayo, pág. 300.
14. Menéndez Pelayo, pág. 99.

209
pero «de idealismo un poco convencional a veces y en
otras ocasiones un arte realista que no llega a abarcar
lo universal de la vida humana, sino la realidad histó-
rica de un tiempo dado».'5 Menéndez Pelayo coge el
rábano por las hojas trastocando la estética de Hegel,
inyectándola con una moralina que se ampara en una
explicación histórica, a saber, que el Calderón de las
tragedias de honor o venganza pone en escena una
moral «social» y «relativa» en conflicto con la moral
cristiana». Vemos cómo se cristalizan los tópicos y se
recombinan en el caso de Menéndez Pelayo, cuyo
prematuro ensayo tuvo gran influencia. Las conven-
ciones estéticas y morales asumidas por las genera-
ciones decimonónicas no podían hospedar el arte de
los dramas de venganza ajenos a la doctrina neoclási-
ca, a las interpretaciones románticas de la Poética de
Aristóteles y a los ideales de conducta de la concien-
cia burguesa. La comparación de los celosos caldero-
nianos con el Otelo de Shakespeare fue como un des-
cabello; la tragi-farsa de Shakespeare glorificada
insensatamente como la tragedia arquetípica de los
celos sirvió de cantizal para lapidar a los celosos cal-
deronianos con pétreos epítetos como «inhumanos»,
«abstractos» y « cerebrales» .16

15. Menéndez Pelayo, pág. 416.


16. En una historia de la literatura española de amplia difusión
publicada por una prestigiosa editorial y en la que hace de ventrílo-
cuo el fantasma de Menéndez Pelayo se impone sobre el arte de las
tragedias de honor y venganza el tópico de marras: «Creemos que
es este cerebralismo artificioso con exclusión de toda pasión viva
más que las mismas soluciones trágicas —Otelo sigue provocando
nuestra admiración— lo que aleja de nuestra completa aceptación
actual estas obras, cuya artificialidad ha sido denunciada tantas
veces». José Luis Alborg, Historia de la literatura española. Época
barroca (Madrid, 1967), pág. 700. La sección sobre Calderón es un
sumidero de los tópicos y prejuicios que siguen alimentando al pú-
blico, ya que éstos son los que se filtran, no el que se diga al final del
estudio que Calderón es considerado «unánimemente por la crítica
de todos los países a la par de las mayores cumbres de la dramática
universal».

210
Sin embargo, el personaje Otelo cumple con los re-
quisitos necesarios para ser admitido en la exclusiva
cofradía de «héroes trágicos», asegurándose los críti-
cos que el desgraciado moro pase el examen, ensan-
chando la prescripción aristotélica que postula como
candidato a protagonista trágico a un hombre más
bien bueno que malo, pero tampoco excesivamente
virtuoso o malvado, cuyo infortunio se deba a un ye-
rro disculpable. Todo esto con la complicidad del es-
pectador dispuesto a sentir terror y pena ante la mete-
dura de pata del moro. Según este esquema, ningún
público le va a tener lástima a don Gutierre y sólo sen-
tirá ante él, y no con él, un horror indescriptible mez-
clado con repugnancia. Se ha calificado al drama Ote-
lo como la tragedia de un hombre bueno («the tragedy
of a good man»), aunque ante una lectura menos ser-
vil de la obra el yerro disculpable de su protagonista
sería más bien el de ser un mentecato, requisito que
no incluyó el Estagirita en su Poética, en la que no hay
ningún indicio de que el protagonista trágico tenga
que ser un asno. Y asno lo es para lago que lo lleva
dócilmente del cabestro hasta el rebuzno final («and
will as tenderly be led by the nose as asses are»).17 El
hecho de que una obra como Otelo se haya convertido
en la tragedia de los celos por antonomasia durante el
siglo )(IX poco dice de la sensibilidad del hombre mo-
derno para el fenómeno de lo trágico y mucho sobre
la época que inventó la agencia matrimonial, el pa-
raguas y la ópera como estupefaciente. En la actual
bolsa de valores literarios las acciones « Otelo» van de
capa caída, ya no producen la misma renta que hace

17. El acto primero concluye con las siguientes palabras de


lago: «El moro es de naturaleza franca y libre, que juzga honradas
a las gentes a poco que lo parezcan y se dejará guiar por la nariz tan
fácilmente como los asnos [...] ¡Ya está! ¡El infierno y la noche de-
ben sacar esta monstruosa concepción a la luz del mundo!». Wi-
lliam Shakespeare, Oídio o el moro de Venecia, trad. de Luis Astrana
Marín (Madrid, 1980).

211
años. Las peripecias de la industria literaria han reba-
jado el valor trágico cotizable de las acciones del
moro, ya que inspiran poco entusiasmo en los nuevos
corredores de bolsa, expertos en deconstruir y pos-
reestructurar valores consagrados. Sin embargo, ha-
bría que advertir que Otelo sigue vivo pisando bien
las tablas, deleitando como antes al público, que no
deja de reír a mandíbula batiente y de aplaudir al ac-
tor que hace el papel del alevoso lago, al que le tocan
los versos más perversos y divertidos, quedándose su
pobre amo con los más solemnes.
Don Gutierre, que mata por honor fríamente y con
premeditación, es otro cuento; no se recomienda,
pues, como somnífero El médico de su honra. El con-
cepto aristotélico de catarsis o purga de las pasiones
interpretado psicológicamente por la modernidad
acoge tan fácilmente a Otelo como rechaza a don Gu-
tierre. Sin embargo, Shakespeare como dramaturgo
es esencial e intrínsecamente anti-aristotélico, aun-
que se le haya impuesto la doctrina neo-aristotélica
de la tragedia mediatizada por el romanticismo. El
Estagirita le hubiera dado al autor de Otelo un sus-
penso, basándose en el criterio de que la ordenación
de los sucesos, el argumento o destino, es el alma de
la tragedia, que no consiste en una imitación de los
hombres sino más bien de la vida y sus sucesos.'$ Las
interpretaciones psicológicas y realistas impuestas
sobre la tragedia de Shakespeare, dócil ante estas ma-
nipulaciones, se han forzado a la vez sobre el teatro
de Calderón, mucho más resistente ante tales violen-
cias. No sorprenderá, pues, que al enfocar las obras
de Calderón en términos de la caracterización de los
personajes, la crítica haya tendido a abstraerlos del
contexto dramático atribuyendo al arte del dramatur-
go la proclividad a crear personajes abstractos.
El tópico del Calderón «abstracto» se ha alimenta-

18. Aristóteles, págs. 40-41.

212
do de la lectura de las obras dramáticas y no de su
puesta en escena, noción que no deja de ser a la vez
abstracta y no en el buen sentido de la palabra. El ro-
manticismo influye sobre esta mediación con el con-
cepto del arte como expresión de una experiencia vi-
vida (Erlebniskunst) que remite la obra literaria a la
biografía de su autor, a sus vivencias personales e his-
tóricas. Este concepto de vivencia nutre las explica-
ciones psicológicas e históricas de la obra de arte, me-
diación que ha sido el pan nuestro de cada día en la
crítica shakespeariana y calderoniana, en perjuicio
del español. La insuficiencia de este tipo de interpre-
tación se hace evidente cuando tenemos en cuenta
que un carácter «vivo» no es menos vivo que el
supuestamente «abstracto» una vez fuera de la letra
impresa, pisando el tablado hecho carne y verbo
del actor. Además, el supuesto carácter vital es conse-
cuencia de un arte retórico, como lo es el supuesta-
mente abstracto.
La opinión de Hegel de que en la tragedia española
el mantenimiento de los deberes y los derechos ocupa
tal lugar que absorbe el interés general permitiendo
particularizar poco los caracteres,19 rozó una cues-
tión que merece nuestra reflexión. Enamorado de la
caracterización shakespeariana, Hegel soslayó las
consecuencias de una excesiva caracterización y en
qué sentido este talento y afición impidió a los dra-
maturgos ingleses que plantearan, desarrollaran y re-
solvieran una problemática dentro de los límites del
tiempo de la representación y en función de un argu-
mento. En el drama barroco español triunfa la ac-
ción, dinamismo que no está reñido con ese carácter
abstracto que le atribuyó Hegel, sino que al contrario,
surge del arte de composición dramática pendiente
tanto del planteamiento, desarrollo y resolución del
argumento y los conflictos que lo mantienen en vilo,

19. Hegel, pág. 568.

213
como de la puesta en escena en un período limitado
de tiempo. Sin embargo, hoy día, aun después de la
borrachera del estructuralismo, postestructuralismo
y deconstrucción, el concepto de Erlebniskunst se re-
vela como indestructible. El esfuerzo por recuperar
una tradición retórica asfixiada por la identificación
de la creación artística con las vivencias del escritor
ha promovido una reacción formalista en la crítica
que ha hecho del remedio algo quizás peor que la en-
fermedad, ya que esta tendencia ha conseguido ale-
jarnos aún más de la intrínseca historicidad de los
textos.
Ernst Robert Curtius ha esbozado una explicación
sobre la supuesta deficiencia calderoniana en la ca-
racterización de los personajes partiendo de una
comparación con el arte de Shakespeare y del clasi-
cismo francés y alemán unidos por «una común con-
cepción del hombre». Para Curtius la «estética clasi-
cista exige el grado más alto de caracterización»,
promoviendo un héroe trágico que se conforma a un
«carácter», una persona singular e irrepetible, e iden-
tificando carácter con destino y determinando la ac-
ción dramática por los caracteres de los personajes.
Desde esta perspectiva añade que se ha «reprochado
siempre a Calderón su incapacidad de trazar caracte-
res», reproche que para Curtius «implica un total des-
conocimiento del drama calderoniano» ya que el dra-
maturgo castellano conoce conflictos psicológicos,
aunque éstos no fundamentan el «quicio» de sus
obras, pues su drama no está centrado en el hombre,
«sino que el hombre obra siempre según vínculos
cósmicos y religiosos» .2° Aunque acertada en térmi-
nos generales, la fina observación de Curtius se nutre
de una descripción del arte de los autos sacramenta-

20. «George, Hofmannsthal y Calderón» en Ensayos críticos so-


bre la literatura europea, trad. de Eduardo Valentí (Barcelona,
1972), pág. 179.

214
les y así matiza que, «por lo menos» en los autos, el
teatro de Calderón es «teocéntrico», constituyéndose
como una «acción movidísima con sorprendentes
cambios de situación», polifacético despliegue de las
«más abigarradas acciones» que configuran situacio-
nes dramáticas que no reciben un «desenlace psicoló-
gico», ya que están ahí por sí mismas, «haciendo sen-
sibles las relaciones cósmicas», drama en fin que
satisface «el gusto del pueblo por el espectáculo y la
grave meditación del filósofo».
La extensión de esta explicación al teatro profano y
al religioso no explícitamente alegórico, tiende a bo-
rrar la diversidad del arte calderoniano y el hecho de
que ese arte también caracteriza a los personajes,
aunque por otros medios que los usados por un Sha-
kespeare, un Racine o un Schiller. El caso es que Cal-
derón «interioriza» a sus personajes, abismándolos
en monólogos profundos, siempre en el contexto de
una acción que aprovecha con gran economía esos
momentos privados de los personajes y acentúa la re-
lación de los llamados caracteres a la situación y al
argumento con tal destreza que la lectura de la obra
puede dar la impresión, al que busca una caracteriza-
ción redonda que le sirva de apoyo para entender la
trama, que los personajes no están plenamente desa-
rrollados.2' En la puesta en escena, sin embargo, sur-
gen en toda su viveza en función de un proceso diná-
mico que actualiza una idea del teatro que concibe al
personaje a la vez como individuo y como parte de
una serie de relaciones que suponen no sólo los de-
21. El dramaturgo decimonónico Friedrich Hebbel, admirador
del arte dramático calderoniano, advirtió que los caracteres no de-
ben aparecer como productos acabados incapaces de alcanzar o de
perder profundidad. El carácter del personaje debe desarrollarse
dinámicamente en términos de un conflicto entre la voluntad per-
sonal y la voluntad del mundo, entre la libertad y la necesidad, en-
tre la instancia y la circunstancia. Christian Friedrich Hebbel,
«Mein Wort über das Drama» en Sãmtliche Werke, ed. A. Geiger
(Berlín, 1961), t. II, pág. 646.

215
más personajes, sino también el argumento o mundo
que transciende a cada uno de los participantes.
Hugo Friedrich, en un bello ensayo que descuella por
su profunda comprensión del universo calderoniano,
ha intuido el arte mágico del dramaturgo al observar
que la reducción de la multiplicidad de la fábrica de
la existencia a unos cuantos principios y actos funda-
mentales posee tal fuerza en Calderón que hace su-
perfluo todo tipo de psicologías y realismos.22 El título
del ensayo, Der Fremde Calderón, alude al dramatur-
go como forastero, extraño y esencialmente descono-
cido, a pesar de los románticos y la tradición que de-
sencadenaron. La interpretación de Friedrich da en el
clavo al percibir la esencial diferencia entre el arte
calderoniano y su visión del hombre y el antropocen-
trismo de la modernidad. Habría que añadir que ese
dramaturgo extraño y extranjero lo es también y aun
más en su propia patria. Intrínsecamente, la interpre-
tación de Calderón va ligada, como la de ningún otro
de los grandes escritores del siglo xvII, a la historia de
la época moderna.
En el caso de Calderón, la idea del arte como expre-
sión de la vida o la experiencia contribuyó a la mitifi-
cación de un dramaturgo intelectual creador de per-
sonajes cerebrales. Típico agente de esta mediación
fue el joven Miguel de Unamuno que, empapado en
lecturas hegelianas y con el libro de Menéndez Pelayo
sobre Calderón a cuestas, comparó hacia 1895 los
personajes de carne y hueso de Shakespeare, «tuéta-
nos calientes revestidos de carne real», con los perso-
najes-ideas de Calderón, «esqueletos vestidos de mo-
mias».23 Años más tarde, Unamuno, cuyo arte
literario se desarrolló en oposición radical al realis-
mo decimonónico, rectificó internalizando a Segis-

22. Der Fremde Calderón (Friburgo, 1955), pág. 18.


23. Miguel de Unamuno, En torno al casticismo (Madrid, 1979),
pags. 69-73.

216
mundo como paradigma del sentimiento trágico de la
vida, hombre de carne y hueso al fin, e incorporándo-
lo a la literatura existencial. La muletilla del persona-
je abstracto, reiterada hacia 1884 por un joven Me-
néndez Pelayo, ha servido de lazarillo a la crítica para
andar por la obra de Calderón, habiéndose propaga-
do promiscuamente hasta invadir los manuales y li-
bros de texto. La vemos reaparecer en el estudio de
Alfonso Par sobre Shakespeare en las letras españolas
(1928), obra que pondera la superioridad de Shakes-
peare sobre Sófocles y Calderón, atribuyendo al dra-
maturgo inglés la capacidad de hacer «latir el cora-
zón humano», de provocar «lágrimas y risas».24
Volvemos a lo de siempre, al sentimentalismo trans-
formado en juicio de valor y legitimado por la creen-
cia de que el arte es expresión de la vida del hombre.
Los personajes de Shakespeare como «individuos
enfáticamente vitales», «concretos», «individuales»
de «carne y hueso», legitimados por la realidad, en-
contraron un cauce teórico no sólo en las ideas es-
téticas de Hegel, en el concepto romántico del genio,
la doctrina de Erlebniskunst y las consecuentes doc-
trinas del realismo literario, sino además en una doc-
trina filosófica, en la Lebensphilosophie o filosofía de
la vida que se desarrolla entre el último tercio del si-
glo )(IX y el primero del xx y que termina alimentando
la filosofía de la existencia. El filósofo decimonónico
Wilhelm Dilthey, pionero de la filosofía de la vida y
creador de una razón histórica fundamentada en el
carácter esencialmente biográfico y autobiográfico
de las vivencias, dedicó muchas páginas a Shakespea-
re subrayando el talento del dramaturgo inglés para
intuir la totalidad de la vida psíquica (Seelensleben) y
para crear personajes profundos rebosantes de vida.
24. Véase la edición ampliada Shakespeare en la literatura espa-
ñola (Madrid, 1935), t. 1, pág. 260. También acentúa el «cerebralis-
mo» de Calderón Blanca de los Ríos en La vida es sueño y los diez
Segismundos de Calderón (Madrid, 1926).

217
Dilthey concibio el arte de Shakespeare como una re-
presentaciön que aunaba caräcter, pasi6n y destino;
un logro no solo inspirado por el protestantismo y el
humanismo, sino tambi6n por las vivencias del poeta.
Esto nevi:5 a Dilthey a afirmar que los dramas de Sha-
kespeare eran un reflejo de la «vida misma» y que por
lo tanto no solo nos consuelan sino que nos instruyen
mäs que ninguna otra creaciän de la literatura eu-
ropea." Los personajes de Shakespeare le sirven a
Dilthey para ejemplificar la idea de vivencia o ex-
periencia vivida, un concepto que no se libra del psi-
cologismo y en el que no cabe la totalidad de la obra
dramätica aunque quepa la totalidad de la vida.
Durante los ültimos afios de su vida Dilthey, en su
teorfa sobre la comprensiön de otras personas, se
aproxim6 a un concepto estructural de la interpreta-
ciön de las creaciones espirituales. Vali6ndose del
ejemplo de una representaciOn dramätica, llama la
atenci6n sobre el hecho de que las partes singulares
de la obra, aprehendidas sucesivamente en funciön
de su desarrollo, constituyen un todo: la trama de la
accion, los caracteres de los personajes, el encadena-
miento de cada moment() que determina el rumbo del
destino, conjunto que es accesible a la revivencia y la
comprensi6n —algo mas que una mera empatfa o
identificaciön con los personajes—. Al alejarse del
psicologismo, Dilthey apunta hacia la idea de que el
significado de la totalidad que se pone de manifiesto
o se actualiza en la realidad sin fragmentaciones de
su signification es id6ntico a un drama y que la revi-
vencia de esa totalidad produce un conocimiento.26

25. Die grosse Phantasiedichtung und andere Studien zur Verglei-


chen den Literaturgeschichte (Göttingen, 1954), pdgs. 53-54. En Die
geistige Welt. Einleitung in die Philosophie des Lebens hay nurnero-
sas alusiones a Shakespeare.
26. Wilhelm Dilthey, Critica de la razön histörica , ed. Hans-Ul-
rich Lessing, trad. y pr6logo de Carlos Maya Espi (Madrid, 1986),
pägs. 276-80.

218
Desde esta perspectiva final de Dilthey, su visión ori-
ginal de la obra de Shakespeare se presta a una revi-
sión.
Ante las mediaciones fundamentadas en un con-
cepto del arte como expresión de una experiencia vi-
vida, el arte de Calderón tendrá que parecer abstrac-
to, ya que no hace sitio a las necesidades miméticas
del sentido común. Su teatro surgirá así como un
enorme témpano de hielo en contraste con ese siste-
ma de calefacción que hace del teatro de Shakespea-
re un lugar hogareño. Estas mediatizaciones han
ocultado un principio fundamental del teatro cal-
deroniano, la existencia como castigo que coexiste
con otro principio, el de redención. En La cisma de
Inglaterra Enrique VIII condena a su privado Volseo
a vivir: «Vivid, morid; que es penoso / estado llegar a
ver / un avaro sin poder, / y sin mando un ambi-
cioso»."
En El médico de su honra el protagonista, don Gu-
tiene, queda aparentemente sin castigo, algo inacep-
table para ese punto de vista mimético-psicológico-
vivencial con que se ha venido midiendo la tragedia
calderoniana y que ha tenido sus consecuencias so-
bre el arte histriónico, pues nuestro país, por ejem-
plo, sigue padeciendo de un realismo crónico que lo
apega a hábitos miméticos y psicológicos que datan,
por lo menos, de la crítica literaria del siglo xvm. La
reacción del neoclásico Nicolás Fernández de Mora-
tín ante la falta de castigo a los culpables ejemplifica
la irritación que el teatro de Calderón provocó en nu-
merosos lectores:

No adviertes cómo audaz se desenfrena


la juventud de España, corrompida
de Calderón por la fecunda vena.
No ves la virtud siempre oprimida

27. Dramas, pág. 166.

219
por su musa en el cómico teatro,
y la maldad premiada y aplaudida.28

Fernández de Moratín y otros ilustrados machaca-


ron un lugar común de la doctrina neoclásica que
pone de manifiesto el enunciado del teórico René Ra-
pin: que la tragedia debe rectificar las pasiones y
mostrar a los hombres que el vicio no queda sin casti-
go.29 Los turbulentos personajes de Calderón violen-
tan traumáticamente esta receta neoclásica: pecado-
res empedernidos cargados de crímenes a los que
salva la fe, galanes pendenciosos y homicidas que es-
capan el rigor de la ley, infractores del código penal
que se burlan de los jueces escamoteando el castigo,
hijos desobedientes y rebeldes, damas desenvueltas
que mienten tan naturalmente como ríen. El drama-
turgo ironizó sobre la cuestión, burlando a censores y
críticos y satisfaciendo al público, más presto en
aquella época a perdonar u olvidar un desenlace equí-
voco y nada edificante, en el sentido moral conven-
cional. Al fin y al cabo, el dramaturgo sabía que el
disfrute del público no era el mismo que el del lector
en busca de una finalidad moral y que el espectador
medio se deleitaba con lo mismo que ofendía a los
censores. Blanco de los anatemas y censuras de los
moralistas, les devolvió la pelota ya en vida y hasta se
puede afirmar que anticipó todas las críticas futuras,

28. Nicolás Fernández de Moratín, Obras (Madrid, 1850),


pág. 31.
29. Rapin, como otros teóricos del clasicismo, les niega a los es-
pañoles el genio para la tragedia, ya que el arte trágico debe estar
fundamentado en la «raison» y el «bon sens». Acusa a los españoles
de haber iniciado la corrupción de la tragedia entre los modernos,
pues al viciar el género con otro amor que el amor a la gloria fueron
incapaces de sostener la grandeza que pide el carácter trágico. Sin
embargo, les concede lo que viene a ser casi universal estima entre
los neoclásicos, un gran talento para la comedia y lo ridículo. Réfle-
xions sur la Poétique et sur les ouvrages des poétes anciens et moder-
nes. Les Oeuvres, t. II (París, 1709), págs. 164, 171-173.

220
de ahí esa maliciosa ironía en que abunda su obra y
que le hace surgir ante nosotros hoy día y en palabras
del dramaturgo José Ruibal: «alegre, rebelde, equívo-
co, casi underground».3°
Aunque el dramaturgo disfrutó de condiciones pri-
vilegiadas para ejercer su artesanía, sufrió constantes
críticas a lo largo de su vida a las que respondió con
veladas y mordaces atenuaciones puestas en boca de
criados, bufones y graciosos. Desafortunadamente,
del tratado que se le atribuye, Apología de la comedia,
sólo nos queda el título, pero podemos imaginar la
sustancia, está en su teatro. Una obra en particular,
detonante de escándalos ya en vida del dramaturgo,
nos revela gráficamente esa explosiva capacidad de
alterarnos en lo más íntimo de nuestro ser, descu-
briéndonos el mundo oscuro y turbulento que yace
emboscado en nociones sacrosantas y principios nor-
mativos con los que justificamos el mismo orden que
nos reprime y el poder que lo sustenta. La última es-
cena de Tres justicias en una hace presente ante el pú-
blico el cuerpo inánime del joven Lope de Urrea, de-
lincuente común e hijo primogénito de una noble
familia de Aragón. El garrote vil dado por orden se-
creta del soberano don Pedro I no corresponde a una
justicia ecuánime, sino al frío cálculo que motiva la
razón de estado. El soberano juega un papel análogo
al de su homónimo Pedro de Castilla en El médico de

30. «Clásico y subterráneo», El País, 23 de mayo de 1981. El au-


tor, buen conocedor de Calderón, comenta la puesta en escena de
El galán fantasma por José Luis Alonso, interpretación en la que
este director descubre en Calderón «su ligereza lúdica, su fino hu-
mor y su oculta maldad, pues agresiva maldad hay a porrillo en
Calderón, mucha más que teología, a Dios gracias». Ruibal cuenta
cómo unos estudiantes de artes dramáticas le reprocharon que de-
fendiera a Calderón, argumentándole «que un dramaturgo como
tú no puede defender a un autor que fue cura». La mentalidad que
refleja la anécdota es real y no sólo índice de prejuicios, sino de una
terrible ignorancia que cuatro décadas de franquismo contribuye-
ron a sedimentar.

221
su honra, el de juez pesquisidor que vela por el orden
y la paz de su reino, eternamente escrudiñando las
vidas de sus súbditos, todo ojos y oídos ante la más
mínima señal de desapego o desacato que ponga en
peligro su autoridad.
El don Pedro de Tres justicias en una descubre que
don Mendo, al que encarga la búsqueda y el castigo del
joven delincuente (a instancias de Lope de Urrea pa-
dre, que le pide al soberano justicia después de haber
sido abofetado en público por su hijo), es en realidad el
padre que engendró al acusado y de ahí que se afane en
salvarle la vida don Pedro, con fría y burocrática infle-
xibilidad y ojo de lince, no deja de fatigar el caso hasta
sacar a la luz los secretos que son a la vez los ocultos
resortes de la acción dramática y los condicionamien-
tos del cruel destino del desgraciado reo. El todopode-
roso soberano fuerza la confesión de Blanca, madre
del acusado, que se revela como encubridora del desliz
de su hermana, seducida y abandonada por don Men-
do. Don Pedro descubre que Blanca, ya casada con el
viejo Lope de Urrea, simuló un embarazo que era en
realidad el de su hermana, cuyo honor protege hacién-
dole creer a su esposo que tenía un heredero. El argu-
mento se precipita inflexiblemente hacia un desenlace
que revela a don Mendo y a doña Blanca esforzándose
por salvar la vida del joven Lope de Urrea inútilmente,
pues el rey se les adelanta haciéndole ejecutar en la
misma casa de los padres. La escena final es tremen-
da; los tres personajes, el verdadero progenitor don
Mendo y los padres que asumieron y educaron al hijo,
doña Blanca y don Lope, culpables cada uno a su ma-
nera de la cruel escena que tienen delante, se quedan
sobrecogidos ante la figura que súbitamente les des-
cubre el soberano atada a una silla y enmarcada por
dos velas con un papel pegado al pecho que dice:

«Quien al que tuvo por padre


ofende, agravia e injuria,

222
muera, y véale morir
quien un limpio honor deslustra,
para que llore su muerte
también quien de engaños usa,
juntando de tres delitos
las tres justicias en una». 31
Al soberano no le interesa la teoría neoaristotélica de
la purga de las pasiones y de nada le serviría para
mantenerse en el poder, ya que lo que le vale es man-
tener vivo el sentido de culpa de sus súbditos, base del
respeto y obediencia a las leyes y normas que cimen-
tan su poderío. Don Pedro fundamenta el castigo en
una lúgubre y secreta razón de estado que pondera en
un aparte durante su investigación del caso:
Don Lope ofendió a su padre
en la pública opinión
de todo el pueblo; el secreto
no he de revelarlo yo,
que importa oculto; Don Mendo
traidoramente burló
el honor de Laura muerta;
y Blanca, en fin, engañó
a su esposo; tres delitos
públicos y ocultos son.
Luego, aunque yo haya sabido
que no es su hijo, debo yo,
por Lope, por Blanca y Mendo
y por mí, que soy quien soy,
dar a públicos delitos
pública satisfacción,
y a los secretos secreta.32

La obra finaliza con un triple castigo, público y se-


creto a la vez: el del joven don Lope frente a la galería,
ejecutado no sólo por crímenes que el rey en cierto
momento le había perdonado, sino esencialmente
31. Dramas, pág. 709.
32. Dramas, pág. 707.

223
por la gran bofetada que dio a su padre en público; el
de Blanca, por haber engañado a su marido, hacién-
dole creer que el hijo era suyo; y el de don Mendo por
haber burlado a Laura, madre carnal de la víctima
y por haber hecho desaparecer su responsabilidad en
el anonimato. Don Lope padre, personaje equívoco
entre el rencor y la compasión que ha mal educado al
que suponía ser su hijo, permanece también en el ta-
blado agobiado por la culpa. La agarrotada figura
que surge como un verdadero emblema escénico es la
víctima expiatoria de la culpabilidad de los padres
que el dramaturgo multiplica en carnales y espiritua-
les, los que lo engendraron y los que lo educaron. Esta
tragedia ironiza sobre el hecho de que la culpa no
sólo se transmite de padres a hijos sino también de
hijos a padres, eslabones de un círculo vicioso cuyo
continuo reciclaje sustenta la condición del hombre
como ser social. El soberano que afirma su papel con
las palabras «soy quien soy» se autodetermina emu-
lando el paradigma bíblico del Dios justo del Viejo
Testamento (ego sum qui sum), fundamento del dere-
cho divino de los reyes. Don Pedro practica impune-
mente una diabólica razón de estado amparado en el
eterno recurrir de la culpa y del castigo, la bofetada al
padre que repercute en la imagen pública del sobera-
no, rey por derecho divino, es una bofetada que reci-
be también Dios, sacrilegio del triple principio de au-
toridad (Dios, Rey y Padre) que garantiza el orden
social y sustenta el poder del Estado.
El triple desenlace de la tragedia no suma un yerro
disculpable del protagonista o héroe trágico, que no
existe en esta tragedia, sino más bien una culpa in-
controvertible e irreducible, fatalidad que sobrecoge
a cada uno de los agonistas cuyo intransferible des-
tino resume el título Tres justicias en una. El drama-
turgo ha planteado y desarrollado la representación
con el ojo puesto en el laberíntico nexo causal que
configura el argumento o destino. La justicia que im-

224
plementa el rey es el detonante de un desenlace que
retrotrae la acción dramática a sus orígenes, an-
gostando así el círculo fatal que resumen las pala-
bras «castigo» y «culpa». Doña Blanca y don Menda
permanecen en el tablado entre la pena y el horror,
anonadados ante el cadáver del desgraciado hijo que
ha pagado una deuda que no es sólo suya. Esta obra
no hospeda la idea de una catarsis o purga de las pa-
siones, ya que deja a los personajes congelados por el
horror, la pena y la culpa, afirmando así el principio
de la existencia como castigo. Este final hace presen-
te un destino que sigue por delante, porque la trage-
dia no ha cesado aunque la representación del caso
haya concluido. Los ingleses han descubierto recien-
temente Tres justicias en una, obra que no ha llegado
a llamar la atención de nuestros directores. The Gate
Theatre de Londres la representó en el otoño de 1991
bajo el título Three Judgments in One, anunciándola
como el más «poderoso y potente» drama de Calde-
rón. Restando la intención comercial tras la hipérbo-
le, la puesta en escena de esta tragedia augura el des-
cubrimiento de otros dramas «poderosos y potentes»
(«powerful and potent») del autor. Los que se pongan
a descubrir tendrán tela cortada para cien tempora-
das teatrales. Los jóvenes directores ingleses se están
acercando al teatro barroco español libres de los pre-
juicios e impedimentos de nuestros directores, apro-
ximación que ha venido descubriendo el teatro caste-
llano del siglo )(VII como un conjunto de creaciones,
dramaturgos, público y compañías teatrales único en
la historia del teatro.
Calderón perfeccionó el caso judicial y el caso de
conciencia en combinación como fundamento es-
tructural de una nueva forma dramática en la que
abunda el teatro barroco español, abierto a la proble-
mática viva de su presente histórico que supo modu-
lar con un arte insuperable aligerado de impedimen-
tos doctrinales y libre de escrupulosas inhibiciones.

225
Ejemplo de esta libertad artística es el hecho de que la
idea de catarsis, o purga de las pasiones, no esté so-
brevalorada por los dramaturgos de la época barroca,
haciéndose evidente, más bien, una intención opues-
ta a los principios neoaristotélicos de la tragedia. El
testimonio de un teórico de la tragedia contemporá-
neo de Calderón revela que la idea de la purga de las
pasiones se había sometido a una crítica. Jusepe Gon-
zález de Salas observó en su Nueva idea de la tragedia
antigua que era difícil de aceptar que la tragedia pu-
diera curar las mismas pasiones que había excitado."
Hay un principio del arte calderoniano que resume
la palabra justicia (reiterada con insistencia a través
de su extensa obra) que ha escapado a la atención de
la crítica y que representa un impulso esencial de ese
teatro: el problema de lo justo y de lo injusto es la pa-
sión de Calderón, su obsesión, el tuétano de su senti-
miento trágico de la vida, el núcleo de su metafísica.
La palabra justicia, matizada por el dramaturgo en
numerosas variaciones, representa un hilo de Ariad-
na que nos guiará en el inmenso laberinto de su obra,
porosa a incitaciones e inspiraciones del lenguaje ju-
rídico, la retórica judicial y el potencial dramático y
hermenéutico que constituye el caso. La problemáti-
ca de la justicia en el teatro de Calderón nos invita a
instalarnos dentro de su pensamiento, a aprender a
escuchar esa voz que el dramaturgo ha sabido tan ge-
nialmente transformar en la materia artística de las
representaciones hasta hacerla desaparecer como in-
tención.

33. Jusepe González de Salas, Nueva idea de la tragedia antigua o


ilustración última al libro singular de Aristóteles Stagirita (Madrid,
1633), pág. 17.

226
PARTE II

FUNDAMENTOS ONTO-TEO-LÓGICOS
Y JURIDICOS DE LA TRAGEDIA CALDERONIANA

ESTRUCTURA DRAMÁTICA
Y REPRESENTACIÓN DEL ESPtRITU
DE VENGANZA
Capítulo 6

Teocentrismo, cosmocentrismo y sentimiento trágico.


Género dramático y tragedia. Cuestiones teológicas: pela-
gianismo y determinismo. Necesidad y libertad. La inmuni-
dad del sagrado. Positivismo legal y ley de Gracia. «Miseri-
cordia ha de haber en justicia». Los alimentos del hombre.
Conflicto entre jurisdicciones y estructura dramática. «Jus-
ticia» y venganza. Calderón y el derecho natural. Equidad y
justicia. Cristo defensor del hombre. Teodicea y maniqueís-
mo. La figura del padre. Autobiografía y arte dramático.
¿qué delito cometí
contra vosotros naciendo?
—La vida es sueño

Siempre que en nuestro antiguo mortal


duelo me renueve la guerra que hice al cielo,
cuando el hombre apela en la discordia
al Tribunal de la Misericordia,
yo al Tribunal de la Justicia apelo.
—Los alimentos del hombre
En el teatro de Calderón la oposición entre lo justo
y lo injusto, términos que se confunden enmascarán-
dose el uno en el otro, responde a un juego dialéctico
entre el hado y el libre albedrío, el fuero externo y el
interno, el derecho positivo y la ley natural, la justicia
humana y la divina, opuestos que articulan diversos
planteamientos de la problemática de la justicia en
conformidad a la conjunción de género dramático,
argumento y tema. En el teatro profano del drama-
turgo, al quedar excluida explícitamente la fe en el
dios cristiano, dejando vía libre al errar de un destino
cuya enigmática cifra pueden ser los dioses o los as-
tros (metáforas de un demiurgo vengativo o de una
aciaga fatalidad), lo justo y lo injusto se inscriben en
la dialéctica de la trama como una fatalidad que hace
caso omiso de la voluntad humana. Las cifras accesi-
bles a los personajes de estas obras (por ejemplo, El
mayor monstruo del mundo, La hija del aire, La púrpu-
ra de la rosa, Eco y Narciso) señalan hacia un universo
cosmocéntrico, en contraste con aquellas obras del
teatro religioso como La devoción de la cruz o El prín-
cipe constante, en las que los símbolos naturales remi-
ten a un dios creador del ente y, por lo tanto, a un
régimen teocéntrico. La vida es sueño representa un
término medio entre el teocentrismo del teatro reli-
gioso y el cosmocentrismo de algunas tragedias pro-

231
fanas, manifestándose como un momento en el que
Calderón logró una síntesis o reconciliación entre es-
tas dos dimensiones del teatro del mundo, supedita-
das en el drama religioso, en el que coexisten a la in-
tervención de la gracia divina en juego con la fe y las
buenas obras.
En La vida es sueño Segismundo se enfrenta al
hado injusto tras el que se ampara la mala conciencia
de su progenitor que le condenó a prisión perpetua en
el momento de nacer. El rey astrólogo racionaliza la
pena que impone sobre su hijo justificándola en Ia ar-
cana ciencia que practica y que le permite descifrar
carácter y destino en la posición y movimiento de los
astros. La religión de Basilio es cosmocéntrica, aun-
que la disfrace para simular una buena conciencia
cuando se decide a poner a prueba la validez del ho-
róscopo y el carácter de su hijo. El experimento tal
como lo plantea Basilio para asegurar su conciencia
garantiza, en caso de que Segismundo se comporte
mal y dé la razón al horóscopo que, vuelto a la pri-
sión, infiera que lo ocurrido en palacio ha sido sólo
un sueño. Desde esa situación límite en la que se con-
funden sueño y realidad el prisionero concluye que
«la vida es sueño», desbaratando la manipulación del
maligno director de escena emboscado en las som-
bras. Al no regirse por la distinción impuesta por el
sentido común entre sueño y vigilia, Segismundo des-
cubre la libertad, atreviéndose a apostar desde la si-
tuación límite a la que ha sido arrojado; apuesta a la
existencia de un universo teocéntrico, de un dios pro-
veedor de significados y fuente de justicia. La sotería
desarrollada en La vida es sueño se fundamenta ex-
clusivamente en la libertad y las buenas obras, posi-
ción que en términos teológicos representa un pela-
gianismo extremo que le hubiera costado a Calderón
un disgusto de haberlo desplegado en un drama reli-
gioso. El género dramático le permitió más que insi-
nuar la justificación por las obras y la capacidad del

232
hombre de abrazar la justicia desde su razón natural.
Sin embargo, en La devoción de la cruz la justificación
se distancia del pelagianismo privilegiando la fe y la
gracia sobre las buenas obras, abriendo una brecha
infranqueable para la razón natural entre lo sagrado
y lo profano, la justicia divina y la humana.
Por otro lado, en las tragedias de venganza brilla
por su ausencia toda realidad transcendente, ya sea
cosmocéntrica o teocéntrica. El destino responde
al juego de fuerzas impersonales e inefables cuyo
vehículo es la conciencia de los personajes, engranaje
en el que intervienen la voluntad, el entendimiento, la
imaginación y las pasiones, inmanente simbiosis en-
tre la conciencia individual y los inflexibles códigos
inscritos en el mundo social. Los vengadores caldero-
nianos justifican la vindicta pública o secreta a la que
someten a sus víctimas como un acto justo, reivindi-
cación del honor y sola satisfacción del quantum de
fuerza que los impulsa, voluntad de poderío y autoa-
firmación de la personalidad transcendental en la au-
tocertidumbre del representar. En los dramas de ven-
ganza levanta cabeza un dramaturgo profético capaz
de plasmar la subjetividad como objetivación de sí
misma, determinada por una voluntad legisladora
azuzada por un apetito insaciable de actualidad. Sólo
el teólogo que Calderón llevaba dentro logró aislar en
su extraña, incondicional y absoluta inmanencia la
profanidad de lo profano con tal contundencia y frial-
dad.
En los autos sacramentales de la segunda época lo
justo y lo injusto se configuran en el marco de una
teodicea o justificación de la divina providencia fren-
te a las imperfecciones de la naturaleza y el mal. La
justicia o injusticia de la condición humana y su rela-
ción con la malicia o bondad de la voluntad divina
que ha ordenado el universo configura la arquitec-
tura de estas representaciones protagonizadas por
hombre y dios, libertad y gracia, culpa y redención. El

233
arte alegórico le posibilitó en los autos lograr preca-
rios equilibrios sobre la cuerda floja de la teología,
llegando a rozar en unos casos un pelagianismo que
insinúa al hombre como la inocente víctima de una
injusticia y en otros a bordear por necesidad dialécti-
ca el luteranismo, al afirmar como parte del proceso
alegórico la desesperada situación del hombre ente-
rrado en el pecado. Calderón no se apoyó en un ca-
tolicismo cómodo y fantasmal como el que ha sido
confeccionado por algunos de sus críticos a base de
prejuicios y tres o cuatro citas de teología. El drama-
turgo se afanó en encontrar un equilibrio entre la ne-
cesidad y la libertad, la justificación por la fe y por las
obras, la gracia y el pecado, oscilando hábilmente en-
tre el pelagianismo y la sola lides, impelido no sólo
por el deseo de quedarse dentro de los elásticos confi
nes de la doctrina ortodoxa, sino también por haber
asumido dialécticamente la posición luterana. Y en
este sentido es el gran dramaturgo de la Contrarrefor-
ma y, aunque pueda extrañar a muchos, por eso mis-
mo el gran dramaturgo de la naciente modernidad.
Desde sus primeras obras Calderón hizo suya la
problemática de la justicia, volcando sus inquietudes
y convicciones en el molde de los diversos géneros
dramáticos que practicó, libertad nada desdeñable
que le permitió acoplar su arte dramático a la repre-
sentación de arriesgados casos de conciencia que ge-
neraron diversidad de argumentos. La dedicación
casi exclusiva desde su ordenación como sacerdote a
la escritura de dramas mitológicos y autos sacramen-
tales le llevó a reflexionar sobre el camino andado,
impulsado por la fidelidad a sus orígenes como crea-
dor. La cuestión de la justicia se mantiene al rojo vivo
en los autos sacramentales escritos durante las dos
últimas décadas de su vida, aunque apuntalada por el
saber teológico y universalizada por la maestría del
arte alegórico.
La violenta irrupción en el teatro de un amedrenta-

234
do fugitivo cubierto de pieles inicia la representación
del auto sacramental La inmunidad del sagrado. El
personaje que recorre desesperado el tablado en bús-
queda de refugio es el Hombre, que no tardará en
caer en manos de la Justicia. En el papel de carceleros
las personificaciones de los cuatro elementos cum-
plen el mandato del Mundo, aprisionando al Hombre
con los eslabones de la cadena que los unen. Este em-
blema escénico de la condición deudora del Hombre
ayunta teatro, mundo y cárcel; espacio escénico, ac-
ción y símbolo, conjunto que hace patente la condi-
ción del fugitivo atrapado en la materia-mundo. La
alegoría desarrolla un proceso judicial en el que la
personificación de la Culpa interpreta el papel de un
riguroso fiscal que pide al tribunal de la Justicia una
«pena eterna» para el Hombre («reo de muerte»), jus-
to castigo de una «culpa infinita». En la Culpa Calde-
rón retrató a un jurista profesional («en Derecho sa-
bré informar», «en Derecho mi instancia sabré
fundar») que se identifica con el «brazo seglar»,' ra-
zonador deductivo que elimina a rajatabla toda con-
sideración extralegal ateniéndose a la letra de la ley.
El contundente positivismo legal desenfundado por
el fiscal no parece dejar ningún cabo suelto, ni un
solo poro que deje respirar a la defensa. En última
instancia la defensa, representada por la Ley de Gra-
cia introduce un nuevo procurador, el Mercader, per-
sonificación de Cristo, el segundo Adán. El diabólico
fiscal se queda perplejo ante las palabras del nuevo
defensor del Hombre:

CULPA: Aquí en blanco


está lo demás del libro:
¿qué Ley es, que no la hallo?
(Sale el Mercader, can una Cruz, suena terremoto, y todos
se turban.)

1. Autos, págs. 1127, 1121, 1129.

235
MERCADER: La que yo escribí con sangre
en corteza deste árbo1.2

La nueva ley, escrita en sangre por el supremo sacri-


ficio del segundo Adán restaura al primero a la inmu-
nidad del sagrado. El Mercader ha inscrito con la lan-
za que ha penetrado su costado, pluma mojada en
sangre, una amorosa enmienda a la ley escrita que
suaviza su yugo corrigiéndola en el espíritu de equi-
dad afirmado en el principio «Misericordia ha de ha-
ber en justicia» .3 El dramaturgo establece una analo-
gía entre la redención y la facultad conectiva del
derecho natural frente al escrito y positivo. La repre-
sentación del procesamiento del Hombre en La inmu-
nidad del sagrado posee tal vigor que más de trescien-
tos años de secularización y racionalización no han
logrado borrar la fuerza dramática de estas escenas.
Siglos antes de que la televisión popularizara y drama-
tizara folletinescamente el caso judicial y la figura del
abogado defensor, Calderón había deleitado al públi-
co con espectaculares situaciones teatrales alegóricas
de la condición humana, encarnando en la personifi-
cación de Cristo la figura ideal del procurador, él mis-
mo reo de muerte y víctima expiatoria de la injusticia.
En la alegoría de Los alimentos del hombre, escrito
de senectud en el que todavía resplandecen las llamas
de un fuego encendido en la adolescencia, el Padre de
Familias, personificación del dios justo del Antiguo
Testamento, expulsa a su hijo Adamo («masa terre-
na») de la granja familiar, condenándolo a la miseria
al negarle «alimentos». En la figura del desheredado
Adamo revive el recuerdo de Francisco Calderón, her-
mano de Pedro e hijo natural del progenitor de am-
bos. El padre de Pedro Calderón, persona inflexible y
autoritaria, nos ha dejado en el testamento que dictó

2. Autos, pág. 1128.


3. Autos, pág. 1126.

236
a la hora de su muerte (1615) una vibrante muestra
de su carácter. En ésta su última voluntad ordena que
«por ningún caso deje Pedro los estudios sino que los
prosiga y acabe y sea muy buen capellán de quien con
tanta liberalidad le dejo con qué poder hacerlo». Pe-
dro tardó algo en cumplir esta última voluntad de su
padre ya que se ordenó sacerdote treinta y seis años
después, en 1651. Al hermano mayor, Diego Calde-
rón, el terrible padre le pone como condición la pérdi-
da de parte de su herencia si no se conforma al man-
dato que le prohíbe casarse con cierta dama. En caso
de desobediencia por parte de Diego, la voluntad del
padre prohíbe a los demás hijos que mantengan trato
con el desheredado. Otra cláusula deshereda al hijo
natural Francisco en caso de que no cumpla con lo
estipulado por la voluntad del padre. Apoyado por sus
hermanos, Francisco emprendió un pleito que con-
cluyó declarando inválidas un buen número de cláu-
sulas del riguroso documento. Sesenta y dos años
después de la muerte del padre, su hijo Pedro alegori-
za en la figura de Adamo en Los alimentos del hombre
al hermano expulsado del hogar paterno, Francisco
Calderón . La primera escena del auto se inicia con el
siguiente enfrentamiento entre padre e hijo:

PADRE: Sal de mi casa, villano.


ADAMO: Tu hijo soy.
PADRE: Aunque lo eres,
no mereces oír de mí
el nombre que no mereces.
EMMANUEL: Padre y Señor.
PADRE: ' Hijo, aparta,
a Ti sí, que te compete,
que no es hijo, hijo que no
es a su Padre obediente.
ADAMO: Por más que le honres y a mí
me baldones y desprecies,
echándome de tu casa,
trocada la nupcial veste,

237
que me diste al tosco abrigo,
de dos mal curtidas pieles,
no has de quitarme el honor
de hijo tuyo; pues te debe
mi ser la vida y el alma.

Emmanuel se apiada de su hermano Adamo prome-


tiéndole amparo:

puedes, fiar de Mí la intercesión


con que sus enojos temple;
y has de volver a su Gracia,
aunque la vida me cueste.4

El deshauciado y medroso Adamo se deja conven-


cer por la personificación de la Razón Natural de que
«No hay Humana Ley, / en el Natural Derecho, / que
diga que puede un Padre / negar a su hijo el susten-
to»: animándole con este argumento a ponerle un
pleito al Padre. A la vez su hermano Emmanuel, el
segundo Adán, se compromete a pagar los costes. En
la Sala de Competencias el Demonio, en el papel del
fiscal, dirige sus argumentos al Tribunal de la Justicia
mientras que el Ángel procurador, abogado de oficio,
alega argumentos a favor del hijo desheredado ante el
Tribunal de la Misericordia. El término «justicia» tie-
ne un sentido equívoco y a veces inverso a su signi-
ficado establecido, llegando a significar en el léxico
calderoniano su opuesto y, en algunos casos, «ven-
ganza». El diabólico fiscal se embosca tras la palabra
justicia acusando a Adamo de «inobediencia», «in-
gratitud», «traición», «disipación de bienes» y de la
práctica de mágicas ciencias, cargos que suman el

4. Autos, págs. 1610, 1613. El enfrentamiento entre padre e hijo


es típico en el teatro de Calderón. El lector puede contrastar el en-
cuentro entre Adamo y Dios con el de Segismundo y Basilio en La
vida es sueño (véase t. 1, caps. 15 y 17 de este ensayo) y el de padre e
hijo en la comedia Mañana será otro día (véase t. II, cap. 15).
5. Autos, pág. 1623.

238
crimen de lesa majestad. El fiscal concluye que el hijo
no merece amparo «sino antes expulso, en pena, / por
el general ejemplo / de que trabaje o perezca». La de-
fensa fundamenta sus argumentos en artículos de
la jurisdicción civil de la época, salpicados con citas
de los Evangelios y referencias a principios del dere-
cho natural. El padre, alega el procurador, no puede
darle la muerte al hijo por malo que éste sea, ya que
negarle el sustento es darle muerte civil, concluyendo
con un argumento conforme el derecho natural. El
abogado defensor sienta la primera premisa de su ar-
gumento:

El desheredar el Padre
no es Ley que obliga, es licencia
jurídica que le da
la docta jusriprudencia
a fin de que viva el hijo
a raya con esa rienda.

El procurador baraja el concepto de ferendae sen-


tentiae, leyes indeterminadas que dejan la sanción al
arbitrio del juez, y el de sententiae lata del derecho
criminal y su equivalente del derecho canónico, sen-
tentiae jure, que fijan un castigo determinado. Así ar-
guye que
Luego si no es Ley que obliga,
sino solamente puesta
en el arbitrio del Padre,
para usar o no usar de ella,
por el Derecho Común
del de las gentes, es cierta
cosa que será mudable,
bien como todas aquellas
que caben en un volumen
por derogadas y opuestas.

El argumento del abogado de oficio se apoya en el ca-


rácter inmutable del derecho natural al que apela

239
como principio incontrovertible de equidad, base
para corregir no sólo la ley sino su interpretación.
Ante la posible corrupción y uso arbitrario de las
leyes, el procurador se apoya en un principio que re-
siste la mutabilidad, argumentando

Que el Padre sustente al hijo


es Ley de Naturaleza
inmutable que no está
a humano arbitrio sujeta,
ni el derecho de las gentes,
ni el civil puede romperla,
ni derogarla, porque
se estableció por sí mesma
tan independiente que
aun los brutos la conservan.'

La argumentación del abogado de oficio va dirigida


contra la pretensión del fiscal acusador, el Demonio,
que asume tener el derecho de su parte y pide al Tri-
bunal que deniegue los alimentos y expensas que pide
el Hombre y que, además, se le condene «en las costas
y en las penas / en que ha incurrido». El diabólico fis-
cal tuerce el argumento a su favor razonando que
Adamo al prevaricar se ha hecho reo de muerte, no
siendo ya heredero y por lo tanto sin fundamento
para pretender alimentos de un Padre que ya no es
padre. El fiscal interpreta con rigor la expulsión y
condena de Adán en Génesis 3, pidiendo que Adamo
no sea «amparado» sino expulsado y abandonado a la
contingencia y la intemperie. El abogado defensor
desmonta la interpretación rigorista del fiscal apelan-
do al hecho de que no hay ley que mande que un Pa-
dre pueda negar al hijo sustento, obligándole a men-
digar, invocando el principio incontrovertible según
el derecho natural que justifica la demanda de ali-
mentos por parte de Adamo:
6. Autos, págs. 1630-31.

240
Luego si una Ley no obliga,
que está a ajeno arbitrio
expuesta, y otra obliga en Natural
Fuero, preciso es que ceda
la que mutable permite
a la que inmutable fuerza.'

Este argumento se funda en un principio que Cal-


derón aprendió de estudiante en Salamanca en los
comentarios de Gregorio López a las Siete partidas,
libro de texto para varias generaciones en el que pudo
leer que la ley no debe ofender a la naturaleza o darse
contra el derecho natural. Calderón acudió continua-
mente a principios del derecho natural fundamenta-
dos en la razón y la naturaleza, es decir, a reglas uni-
versales que ni aun Dios puede cambiar ya que las
nutre el derecho divino. Tal doctrina le valió al drama-
turgo para justificar la rebelión de algunos personajes
contra la injusticia con que les amenaza el mismo or-
den del derecho positivo, civil y criminal. El hecho de
que la ley natural inscrita por Dios en el corazón del
hombre esté fundada en la ley divina y constituya un
absoluto invariable justificó su uso como criterio para
decidir la justicia de la ley humana, en tanto ésta es un
mandato provisto de sanción y promulgado por una
voluntad soberana, incapaz de decidir la justicia o in-
justicia de lo que ha legislado. Aunque el positivismo
legal haya rechazado la doctrina iusnaturalista como
esencialmente relativista en la práctica y dependiente
de un sistema metafísico-teológico dualista sin poder
efectivo, ideal de justicia más que fundamento de de-
recho, en el siglo xvir la ley natural se constituyó como
un criterio jurídico ubicado en la conciencia moral o
fuero interno y válido como regla, aunque no conside-
rado como tal por el derecho positivo.
Calderón maneja con maestría técnicas de la retóri-
ca forense para desarrollar dramáticamente la justifi-
7 . Autos, págs. 1629, 1631.

241
cación que conlleva el sacrificio de Cristo —abogado,
reo, testigo y mártir—, fundador de la ley de Gracia,
que coincide con la ley natural como correctora de la
ley escrita en términos de la equidad. El gran modelo
en la tradición cristiana del uso de la retórica forense
al servicio de una argumentación teológica lo repre-
senta Tertuliano en obras como Testimonio animae,
donde el gran teólogo de la Iglesia latina, valiéndose
de una composición de lugar en la que el alma apare-
ce como testigo y sujeto de una apretada interroga-
ción, trata de demostrar las verdades fundamentales
del cristianismo, incluyendo aquella que sostiene que
Dios es a la vez bueno y justo. Como se verá más ade-
lante Tertuliano, quien aplicó genialmente la retórica
forense para refutar al heresiarca Marción, influyó
decisivamente en el planteamiento del conflicto dra-
mático de Los alimentos del hombre.
En Los alimentos del hombre cohabitan dos dioses,
uno justo y otro bueno, identificados en la represen-
tación con el Tribunal de la Justicia y el Tribunal de la
Misericordia, con el dios creador y legislador del An-
tiguo Testamento y con el dios redentor del Nuevo. El
dramaturgo resuelve la paradoja de esta contradic-
ción (entre un dios justo y otro bueno) en el espíritu
de san Pablo, a saber, que Dios es justo y bueno, un
dios para quien el hombre es culpable y digno de ser
amado. La representación hace patente la oposición
entre justicia y misericordia, el Dios justo y el Dios
bueno, el Padre y el Hijo. Si seguimos los consejos del
dramaturgo sobre lo alegórico y vemos lo representa-
do «a dos visos» o «a dos luces», se desvela un sentido
transcendente que reconcilia las contraposiciones a
través de un proceso dialéctico que desemboca en el
principio de la Redención: el sacrificio del Dios hom-
bre, el Hijo del Padre e Hijo del Hombre. Al mantener
a la vista ambos sentidos, el literal y el simbólico, co-
bra viveza el dinamismo del proceso dialéctico de la
representación emblematizado en el Verbo encarna-

242
do en Cristo, existencia eucarística y humilde repre-
sentante de la ley de Gracia, procurador del Hombre
y modelo para los demás representantes.
La contundente evidencia del sentido literal revela
a un Dios Padre rigurosamente justo, atenuado alegó-
rica y dialécticamente por la acción misericordiosa
del Hijo, instaurador de la ley de Gracia que enmien-
da la ley escrita. Calderón, al representar en Cristo
como procurador la esencia de la justicia y la equi-
dad, parte del concepto estoico de que el derecho na-
tural perfecto existió en la Edad de Oro, cuando todos
los hombres participaban en la razón divina, sin nin-
guna diferencia entre lo público y lo privado, ricos y
pobres, señores y siervos. La subsiguiente corrupción
del hombre hizo necesario el derecho positivo como
orden de coacción basado en sanciones y en la dife-
rencia entre hombres libres y esclavos, grados de pro-
piedad, etc. El derecho natural persiste en la época de
la corrupción, pero en el papel de corrector del dere-
cho positivo. La traslación de la interpretación estoi-
ca al cristianismo identificó esa corrupción que ena-
jenó al hombre de su felicidad original en la Edad de
Oro con el pecado de los primeros padres y la pérdida
de ese derecho natural perfecto en armonía con una
naturaleza inocente.
La persona de Cristo como procurador desarrolla-
da por Calderón encarna en la nueva ley de Gracia
precisamente ese derecho natural perfecto en su na-
turaleza divina y humana, modelo para el hombre en
el espíritu de las palabras de san Pablo: «porque
quien ama al prójimo cumple la Ley» (Romanos 13,
8).8 Es por medio de la persona de Cristo que Calde-
rón hace bueno el principio enunciado por santo To-
8. En el auto sacramental El lirio y la azucena (1660) Calderón
dramatizó la «ley natural» en un contexto histórico y alegórico de
gran complejidad. Esta obra capital despliega minuciosamente
conceptos fundamentales del pensamiento del dramaturgo sobre
el derecho natural. Véase t. I, cap. 23 de este ensayo.

243
más, que la ley natural es la participación de la ley
eterna en la criatura racional. Es evidente que la opi-
nión que atribuyó al teatro de Calderón una moral en
contradicción con el espíritu evangélico y ajena a la
doctrina del perdón y reconciliación, constituye una
lectura burda e interesada, dictada por arraigados
prejuicios y carente de sentido hermenéutico. Las
consecuencias de la interpretación del derecho natu-
ral en función de la doctrina probabilista en sus dra-
mas profanos llevó al dramaturgo a una posible con-
tradicción con el principio del amor al prójimo, o
quizás no, en tanto la defensa de la vida y libertad
frente a un poder injusto sea la forma terrenal de esa
justicia que se desliza inevitablemente a la retribu-
ción y que paradójicamente también se hace presente
en las palabras de Jesús: «Pero, ¡ay de vosotros, ricos,
porque habéis recibido vuestro consuelo! ¡Ay de voso-
tros los que ahora estáis hartos, porque tendréis ham-
bre! ¡Ay de vosotros los que ahora reís, porque gemi-
réis y lloraréis! ¡Ay cuando todos los hombres dijeren
bien de vosotros, porque así hicieron sus padres con
los falsos profetas!» (San Lucas 6, 24-26).
Calderón, que demuestra familiaridad con las obras
de Tertuliano al que glosa en La inmunidad del sagra-
do, conoció los argumentos que este gran teólogo de la
Iglesia latina desplegó en su Adversus Marcionem,
gran tratado apologético que dio a conocer numero-
sas citas del heresiarca Marción, cuya herética doctri-
na aparece subsumida en Los alimentos del hombre.
Marción proclamó un Cristo liberador del hombre,
víctima de un dios justiciero creador del mundo ma-
terial. Cristo es el dios amoroso redentor de la natura-
leza humana encarcelada por el rigor del dios creador.
Con Cristo el hombre llega a ser hijo de un nuevo dios,
el dios bueno de los Evangelios enfrentado al dios
malo de la antigua ley. A la pregunta ¿de qué nos ha
salvado Cristo?, Marción responde que del mundo y
de su creador, para así hacernos hijos de un dios nue-

244
vo y extrafio.9 Marciön opone el derniourgos, o dios de
la creaciOn, al dios desconocido y escondido, el dios
extrafio, antftesis del dios justo. -P
En Los alirnentos del hombre la polarizaciön entre
justicia y misericordia, tfpica de la doctrina de Mar-
ciön, surge en la forma de una oposici6n entre la ley
de Gracia, perfecta union de misericordia y justicia, y
el rigor de la justicia inmisericorde de la ley escrita.
Calder6n no cae en la heterodoxia ya que identific6 el
rigor de una justicia sin misericordia con el espiritu
de venganza que alienta en los argumentos del demo-
nio en el papel del fiscal. Sin embargo, la antftesis
entre el dios justo y el dios bueno se hace presente,
aunque confinada, dentro de una interpretaciOn orto-
doxa. Tertuliano refuta sistemäticamente la obra per-
dida de Marciön, Antitheses, en la que el heresiarca
opone el dios justo y el dios bueno, el dios creador y
Cristo, el dios conocido y el desconocido, el dios ar-
tesano y el que se revela en el hijo liberador del hom-
bre por medio de su gracia y bondad, oposiciön que
resuelve dial6cticamente fundamentandose en las Es-
crituras del Creador para probar que Cristo pertenece
al Creador y que en Cristo esas Escrituras cobraron
plenitud. I°
Calder6n, habil en la adaptaciön alegörica de la
retörica judicial desplegada magistralmente por Ter-
tuliano, impone un fuerte ritmo dial6ctico a la re-
presentaciön reconciliando la justicia y la gracia, di-
sociadas por Marciön e identificadas por separado
con dos deidades distintas y antagönicas. Tras la in-
terpretaciOn de Calderon subyacen las palabras de
san Pablo de que no se justifica el hombre por las pa-
labras de la ley, sino por la fe en Cristo: «y ya no vivo

9. Adolf von Harnack, Marcion. «Das Evangelium vom fremdem


Gott» (Leipzig, 1921), päg. 21.
10. «Secundum eas enim probaturus christum creatoris fuisse, ut
postea christo suo adimpletas». Adversus Marcionern, libro III, ed. y
trad. de Ernest Bevan (Oxford, 1972), päg. 179.

245
yo, es Cristo quien vive en mí. Y aunque al presente
vivo en carne, vivo en la fe del Hijo de Dios, que me
amó y se entregó por mí. No desecho la gracia de
Dios, pues si por la Ley se obtiene justicia, en vano
murió Cristo» (Gálatas 2, 20-21). En el texto de Calde-
rón el espíritu rigorista de la ley y del dios justo queda
desplazado a la personificación del Demonio-fiscal
que argumenta con ferocidad la letra de la ley, dejan-
do atrás la figura del dios «justo» personificado en el
Padre de Familias. El auto escenifica vigorosamente
un principio enunciado en una famosa frase de san
Agustín en el espiritu de san Pablo, «Plenitudo legis
est charitas», que inspiró también el afan regenera-
cionista de Joaquín Costa," empapado en la teología
moral de la Contrarreforma y en la casuística del tea-
tro barroco.
En el auto Emmanuel llega a ser el segundo Adán
que paga con su sangre las deudas que a su herma-
no Adamo le ha puesto el riguroso y justiciero Padre
de Familias, personificación del dios de Job y de
Abraham. Como en otras muchas obras de Calderón,
surgen destellos de un maniqueísmo frenado por la
dialéctica síntesis de la representación. En este auto
específicamente, alienta en su estructura jurídica una
idea que proviene de un mito maniqueo en el que
Adán, angustiado por la injusticia de su condición, le
pone un pleito al Primer Principio o Primera Gran
Vida.' El maniqueísmo subsumido en el conflicto
dramático, más cordial que erudito, genera el argu-
mento e inspira poderosas imágenes. Calderón se fa-
miliarizó con la cosmovisión maniquea a través de la
patrística, aludiendo en algún auto, como No hay ins-
tante sin milagro, a los maniqueos, pues retrata a san
Agustín antes de su conversión fascinado por la reli-
11. Teoría del hecho jurídico, individual y social (Madrid, 1880),
pág. 30.
12. Véase Geo Widengren, Mani and Manicheism, trad. de Char-
les Kessler (Londres, 1961).

246
gión de la secta. A la pregunta «Si Deus est, unde ma-
lum? Si non est, unde bonum?» , la alternativa a la res-
puesta maniquea sólo podía ser una justificación de
la divina providencia, teodicea que necesariamente
tenía que incorporar dialécticamente el planteamien-
to heterodoxo. El pensamiento del dramaturgo, que
gira sobre un gozne dialéctico a lo largo de su obra, se
vierte en los autos en el molde de la polarización pau-
lina de la justicia y la gracia, coexistentes en dinámica
tensión en el mismo Dios, el Padre Creador y el Hijo
Redentor. Calderón usa palabras e imágenes de pura
raigambre maniquea (que habrá ocasión de discutir
al tratar en el capítulo 7 del segundo tomo de este en-
sayo, el auto sacramental La vida es sueño) con un
interés algo más que meramente intelectual. La fuer-
za y profundidad de las imágenes responden a una
experiencia más cordial de la cuestión, otra tentación
vencida por medio del arte de la escritura.
La problemática de la justicia en el teatro caldero-
niano lo aproxima a la tragedia griega, afinidad es-
bozada por los románticos alemanes y que desde en-
tonces apenas ha preocupado a los intérpretes del
dramaturgo. Al crear su versión del mito de Prometeo
(La estatua de Prometeo), Calderón, ducho en el arte
de compaginar los misterios cristianos y los mitos pa-
ganos, encontró un equivalente del dios justo y el dios
bueno en el panteón helénico; Zeus, que se afirma en
el principio «quien tal haga que tal pague», y Apolo,
encarnación de la equidad y la misericordia. El im-
pulso onto-teo-lógico de la representación caldero-
niana de la justicia e injusticia en función de la nece-
sidad, la libertad, el pecado original y la gracia,
acerca el arte dramático del dramaturgo castellano,
salvando las distancias, al teatro trágico de los grie-
gos, al Esquilo de la Orestiada y al Sófocles de Edipo
rey, Edipo en Colono y Antígona.
La representación de lo justo y lo injusto se ofrece
en un amplio registro de matices, variedad de situa-

247
ciones dramáticas y originalísimos planteamientos
que revelan la maestría de un arte dramático íntima-
mente ligado a un extenso conocimiento de la juris-
prudencia y la teología, leña al fuego que alimenta el
profundo sentimiento que inflama el espíritu del dra-
maturgo con una pasión acendrada en la rebeldía y
una insaciable sed de justicia templada por la cari-
dad. Y es en ese fuego donde se va forjando la imagen
del padre autoritario, figura que contribuyó su arro-
ba de arena a informar el viril genio del dramaturgo.
La reiteración de la figura autoritaria del padre a lo
largo de una extensa obra se puede prestar a todo tipo
de interpretaciones psicológicas y biográficas más o
menos convincentes. Bien podría corresponder a una
experiencia maniquea de la existencia que el joven
Pedro Calderón sufrió en su adolescencia, vivencia de
una autoridad despótica, aunque fuese entre todos
los hermanos el más privilegiado. Sin embargo, tal
experiencia no le sumió en el resentimiento; modula-
da por la reflexión, le llevó a enfrentarse con la injus-
ticia, la autoridad y el poder como realidades consti-
tutivas de la condición humana e inseparables de una
problemática metafísico-teológica.
Dios, Rey y Padre son vehículos de la voluntad de
poder que se transmite de generación a generación,
eterno retorno de culpas y castigos, círculo fatal en el
que se incuba el espíritu de venganza que configura el
representar humano. En el teatro de Calderón la jus-
ticia, la voluntad y el poder vienen a ser fuerzas su-
prapersonales que se ajustan en variedad de combi-
naciones a la medida de los papeles individuales. El
triunvirato Dios-Rey-Padre, cadena inviolable de vo-
luntades que fundamenta la monarquía absoluta legi-
timada en el derecho divino de los reyes, es objeto de
una devastadora crítica. Las sombras del regicidio y
parricidio y aun la del deicidio, se ciernen sobre las
tragedias religiosas y profanas. En los autos sacra-
mentales el Judaísmo conspira para matar al Hijo y

248
así preservar la autoridad de la ley encarnada por el
Padre, conflicto que se traduce, en la ordenación de
los tropos del discurso, al esfuerzo del typos o figura
de la antigua ley por perseverar y mantenerse frente a
su antitypos , actualización de la figura en la ley de
Gracia.
Calderón se apoyó en la teología política de la Con-
trarreforma católica, en particular las doctrinas de
los jesuitas Juan de Mariana y Francisco Suárez,
quienes limitan el principio de derecho divino de los
reyes y justifican el magnicidio del monarca injusto y
tiránico. En Los alimentos del hombre es el Demonio,
en el papel de fiscal, quien defiende el derecho divino
de los reyes como argumento contra la demanda de
Adamo, al que acusa de crimen de lesa majestad:
«pues contra el rey 1 peca el que atrevido peca 1 contra
el Padre, como Padre 1 Universal»." Más en profundi-
dad que el pensamiento teológico-político de la Con-
trarreforma, se hace presente el espíritu del Evan-
gelio de san Juan, exaltación del padre espiritual
encarnado en el hijo. El capítulo tercero del cuarto
Evangelio sintetiza un impulso o primer principio
que inspira las tragedias cristianas y atiza el espíritu
rebelde de los protagonistas de algunas tragedias pro-
fanas, «pues Dios no ha enviado a su Hijo al mundo
para que juzgue al mundo sino para que el mundo sea
salvo por él».
El Padre de Familias en Los alimentos del hombre
remata una larga serie de padres injustos y autorita-
rios que pululan en el universo dramático calderonia-
no, incluyendo a los padres de las comedias, suaviza-
dos por las características del género y subvertidos
lúdicamente por los hijos igualmente hábiles para
saltarse a la torera las tapias de un jardín o la autori-
dad del padre, comportamiento denunciado por Ni-
colás Fernández de Moratín en su Sátira II en explíci-

13. Autos, págs. 1629-30.

249
ta alusión al dramaturgo, acusándolo de despreciar
«la autoridad paterna» y de «sacar a pesar de sus pa-
rientes, 1 la dama de la casa más guardada».14
En el teatro trágico la autoridad del padre es algo
más que el blanco de sarcasmos y desprecios. El pro-
genitor genera la injusticia imponiendo el espíritu de
venganza como herencia espiritual a sus hijos. Los
dos amantes del cielo, una de las grandes tragedias
cristianas, pone en escena a Crisanto, pensador «pa-
gano» que se convierte al cristianismo y sufre Ia per-
secución del Estado, de la que es agente ejecutivo su
propio padre. En La devoción de la cruz Eusebio es
objeto de persecución por su padre, Curcio, que hace
a la vez el papel de juez y alcahuete de la justicia. En
el drama profano Las armas de la hermosura Corolia-
no, condenado a muerte por su propio padre en el pa-
pel de juez, vuelve contra su patria Roma liderando
un poderoso ejército de sahinos y dispuesto a reducir
a escombros la ciudad que le ha maltratado y deshon-
rado. Ante la dureza de Coroliano su padre le pregun-
ta: «¿quién te dio tanto rigor?». La contundente res-
puesta del hijo es como un pistoletazo a quemarropa,
sarcástica recriminación que enmascara la fría cóle-
ra que le consume: «El padre que me ha engendra-
do, / padre y juez en un estrado / tal vez fue juez;
padre no».15 En La vida es sueño Segismundo se en-
frenta a su padre, Basilio, con la lucidez del desespe-
rado:

que un padre que contra mí


tanto rigor sabe usar,
que con condición ingrata
de su lado me desvía,
como a una fiera me cría,
como a un monstruo me trata

14. Nicolás Fernández de Moratín, Obras (Madrid, 1850),


pág. 33.
15. Dramas, pág. 973.

250
ymi muerte solicita,
de poca importancia fue
que los brazos no me dé,
cuando el ser de hombre me quita»)

En el teatro religioso existe la posibilidad de acogerse


a otro padre, a un progenitor espiritual. Crisanto in-
voca a ese padre supraterrenal contra su padre car-
nal, Polemio, al que dice: «más de padre el nombre
adquiere 1 el padre que por mi muere 1 que el padre
que por mí mata» .17
Cuando. Curcio, en La devoción de la cruz, obliga a
que su hija Julia entre en un convento, ésta le respon-
de: «Pues si tú vives por mí 1 toma también por mi
estado ».18 En este teatro las hijas le replican al padre,
invitándole a que se meta a monja y los hijos le apo-
rrean en público, como en Tres justicias en una, al gri-
to de «toma, caduco»,19 sonadísima bofetada que do-
lería más a algún espectador que al actor que la
recibió. La rebeldía que despliegan los personajes cal-
deronianos no responde a nuestras interpretaciones
psicológicas o ideológicas, pues está fundamentada
en un principio de libertad arraigado en un concepto
teológico del que se hacen portavoz algunos persona-
jes como Pedro Crespo en El alcalde de Zalamea cuan-
do afirma que «Al Rey, la hacienda y la vida / se ha de
dar; pero el honor / es patrimonio del alma, / y el alma
sólo es de Dios»;2° o Julia en La devoción de la cruz al
oponerse a la arbitraria voluntad de su padre, Curcio,
diciéndole que la autoridad del padre «imperio tiene
en la vida pero no en la libertad».21
Inspirado por los grandes teólogos de la Contrarre-

16. Dramas, pág. 515.


17. Los dos amantes del cielo, Dramas, pág. 1100.
18. Dramas, pág. 397.
19. Dramas, pág. 697.
20. Dramas, pág. 549.
21. Dramas, pág. 397.

251
forma, Calderón asume que la voluntad es la raíz de
la libertad y que ésta se define esencialmente como
una negación que pone de manifiesto el fondo inso-
bornable de la persona. Calderón, sin embargo, no se
confinó a representar la libertad como una cuestión
de elección por parte del sujeto sino que, al entender-
la también como capacidad para el mal y actividad
espiritual, tuvo que plantearla en términos de su
opuesto dialéctico: la necesidad. El que la figura del
padre se establezca como paradigma de una autori-
dad represiva no corresponde meramente a una expe-
riencia familiar, sino también a una reflexión en la
que no dejó de jugar un papel importante esa expe-
riencia. Calderón y algunos de sus contemporáneos
ejercitaron una gran libertad de juicio frente al prin-
cipio de autoridad patriarcal. El contraste con el dra-
ma europeo a este respecto es impresionante. El tea-
tro inglés y el francés muestran gran timidez cuando
se trata de enfrentarse con el derecho divino de los
reyes y la autoridad del padre.
La determinación biográfica de las creaciones del
dramaturgo es una cuestión espinosa que se puede
prestar a todo tipo de conjeturas e hipótesis que los
lectores e intérpretes de Calderón deberán tener en
cuenta, aunque armados de prudencia, en tanto el
pensamiento y la poesía tienden a desaparecer cuan-
do se les imponen explicaciones causales de carácter
psicológico. De todos modos algunos «datos» e hipó-
tesis merecen la atención del lector, especialmente en
lo que atañe al espíritu de rebeldía que recurre como
una constante en la obra de Calderón. El capítulo VI,
«El conflicto padre-hijo», en La imaginación y el arte
de Calderón de Alexander Parker destaca la relación
del padre de Calderón con sus hijos, en particular
Francisco, Diego y Dorotea, aventurando algunas hi-
pótesis acerca del efecto que el trauma familiar tuvo
sobre la obra del dramaturgo, aludiendo en particu-
lar a La devoción de la cruz, Tres justicias en una, Los

252
alimentos del hombre, Los dos amantes del cielo, La
vida es sueño y Los cabellos de Absalón.
El ensayo de Parker es el único estudio biográfico-
interpretativo que merece nuestra atención después
de la biografia de Emilio Cotarelo (1924). Parker ar-
gumenta en base a los hechos documentados en el
testamento del padre, don Diego Calderón, el testa-
mento de doña Inés Riaño y Peralta, abuela de los hi-
jos y el de José Calderón, hijo del hermano mayor
Diego, además de la evidencia de la obra dramática
(«La historia familiar y los argumentos dramáticos
coinciden de una forma realmente notable»).22 El hijo
mayor, Diego, fue enviado a Méjico en 1611 (estaba
de vuelta cuando murió el padre en 1615) a los quince
años, quizás a casa de un familiar, algo extraño sien-
do tan joven, según Parker, y por alguna «falta gra-
ve», según Cotarelo. El hecho de que la hermana Do-
rotea esté de novicia en el convento de Santa Clara en
Toledo ya en 1612 a la corta edad de trece años, y tres
antes de profesar los votos, según la edad canónica
del consentimiento, hace suponer a Parker que fue re-
cluida por el padre contra su voluntad como castigo a
una transgresión. Parker conjetura (apoyándose en
las coincidencias con el argumento de La devoción de
la cruz) que pudo haber una relación incestuosa entre
Dorotea y su hermanastro, el hijo bastardo Francisco
González Calderón, con la complicidad del hermano
mayor, Diego, ignorantes en aquel entonces de su pa-
rentesco, pues el tal Francisco es recordado cuarenta
años después como un antiguo criado de la familia.
Dada la obsesiva reiteración en la obra de Calderón
del incesto, Parker asume que el viaje de Diego a Mé-
jico, la expulsión de Francisco del hogar y la reclusión
de Dorotea delatan la traumática circunstancia ante
la que el padre reaccionó despóticamente. El hecho

22. Parker, La imaginación y el arte de Calderón (Barcelona,


1990), pág. 104.

253
de que Pedro, de once años cuando supuestamente
pudieron ocurrir los incidentes que Parker conjetura
un poco rocambolescamente, terminara desobede-
ciendo la voluntad del padre en vez de seguir la carre-
ra eclesiástica, dedicándose al teatro y a vivir una
vida galante salpicada de escándalos, implica por su
parte un acto de rebelión que se hace presente en las
obras de juventud del dramaturgo.
Los detalles y características del trauma quedan
para los psicólogos y los adivinos. Baste tener en
cuenta la figura autoritaria y dominante del padre en
la niñez y primera adolescencia de Calderón como
factor determinante de su vocación y punto constante
de referencia del arte y ejercicio de la escritura, volca-
da a planteamientos dominados por la pasión por la
justicia. Más que el porqué de esa pasión importa el
cómo, la manera que Calderón transformó extensos
conocimientos jurídicos en un teatro metafísico sin
parangón en la tradición europea, sólo comparable al
drama de los grandes trágicos griegos.

254
Capítulo 7

Derecho canónico, casuismo y teatro. La doctrina de la


opinión menos probable. Francisco Suárez. Dialéctica de la
conciencia. Novedad del probabilismo. Probabilismo y es-
cepticismo. Los «casuistas modernos». «Polémicas». Pro-
posiciones condenadas. El probabilismo y la Edad Moder-
na. Probabilismo, sociedad y teatro. Antonino Diana,
Pascal y Calderón. Luis Pérez el gallego. El asesinato del tes-
tigo falso y la proposición condenada por Alejandro VII.
Caso de conciencia y caso judicial. Justicia y sociedad.
¡No es mala fullería esa
de dudar en la ocasión,
que la duda riesgo ofrezca!
—Amado y aborrecido

Con sofístico argumento


queréis vencer mi opinión.
Hombre pobre todo es trazas

Mal me ha salido el examen


de esta primera experiencia,
pues a cuestión reducidas,
en pie la duda me dejan
tan cabal como se estaba.
Apolo y Climene
Calderón poseyó extensos conocimientos del dere-
cho positivo, civil y criminal, del derecho canónico y
de la teología moral, disciplinas que cursó en Alcalá y
Salamanca y que constituyeron una vocación que no
abandonó. A lo largo de su vida amplió aquel aprendi-
zaje universitario en la práctica de la escritura y el
hábito de la lectura, llegando a forjar originales plan-
teamientos dramáticos y a ejercer el doble papel de
dramaturgo y defensor del hombre. Hay que recordar
que el derecho canónico, pieza clave en la configura-
ción y sistematización del derecho europeo desde el
siglo xY, parte de la premisa de que los fundamentos
de la ley obedecen tanto a consideraciones morales
como a criterios racionales, de ahí que el canonista se
interese tanto en la coherencia lógica de las leyes
como en su capacidad de satisfacer un concepto equi-
tativo de lo justo. El carácter dinámico y abierto del
derecho canónico, presto a corregir, reformar y su-
primir leyes, desarrolló una hermenéutica legal con
el objeto de interpretar las leyes eclesiásticas y con-
frontar el poder secular de los soberanos. Esta ten-
dencia del derecho canónico a conformar reglas y
normas a nuevas situaciones se acentúa en el proba-
bilismo, innovación revolucionaria en la teología mo-
ral que el joven estudiante de teología y derecho tuvo
ocasión de conocer de primera mano en las aulas sal-

257
mantinas. Desde una crítica fundamentada en el de-
recho natural como corrector de la ley, Calderón ya
en sus primeras obras se enfrentó con el positivismo
jurídico y la racionalización del derecho promovida
por la centralización del Estado en el primer siglo de
la Modernidad.
El término «probabilismo», acuñado en la segunda
mitad del siglo xvu, resume una tendencia en la teo-
logía moral que se define en el último tercio del si-
glo xvi tras un proceso de incubación que coincide
con el desarrollo de la doctrina «in dubio pro reo» y la
renovación del escepticismo antiguo. La doctrina
probabilista parte de la idea de que la ley positiva o
forum externum no obliga en el fuero interno o foro
conscientiae si dicha ley es injusta, no posee autori-
dad, ofende la ley divina y natural o persigue fines
privados en vez del bien común. En tal coyuntura,
frente al peso de una duda probable sobre la actual
vigencia de la ley, ésta deberá ceder sus derechos al
fuero interno de la conciencia porque el hombre en
posesión de la libertad tiene preferencia sobre una ley
que no ha sido suficientemente promulgada. Tal es la
doctrina enunciada formalmente por Francisco Suá-
rez en sus lecciones de 1581-1582 sobre la bondad y
malicia de los actos humanos al plantearse de qué
manera el hombre puede actuar con conciencia «du-
bia»: «ratio peti potest ex illo principio, quod in dubiis
melior est conditio possidentis horno autern continent
libertatem suam vel certe ex illo, quod in materiam no-
tandum est, quod ¡ex non obligat, nisi sit sufficenter
promulgada» .1
La frase «in dubiis melior est conditio possidentis» ,
citada a veces con la variante «In pari causa melior est
conditio possidentis» , fue objeto de ataque por los an-

1. De humanorum actuum honitate malitia. Tractatus Quin-


que ad Primam Secundae D. Thomas. Opera (Venecia, 1740), t. IV,
pág. 263.

258
tiprobabilistas, ya que rompía con una larga tradi-
ción que afirmaba que siendo la duda igual entre las
partes debía observarse la ley. Al optar por la libertad
que goza del privilegio de la posesión frente a los de-
rechos del fuero externo, la doctrina probabilista fa-
voreció en casos dudosos, según sus enemigos, la «li-
bertad de conciencia» frente a la ley divina, regla y
medida de la moral. Vista desde cierta distancia, la
doctrina de la opinión menos probable representa al
nivel filosófico un giro radical del objetivismo moral
al subjetivismo, acentuando el saberse a sí misma de
la conciencia frente a la certidumbre sobre sus repre-
sentaciones del objeto. De ahí que la duda del sujeto
pensante sea el gozne del nuevo viraje de la moral en
tanto la incertidumbre sobre la validez de la ley queda
referida al sujeto que duda y no al objeto de la duda.
Clave de este cambio fue el papel otorgado a la con-
ciencia en la elección de la opinión más o menos pro-
bable. Pedro de Ledesma aclara esta cuestión al argu-
mentar
que no por tener uno más probable opinión de una cosa
tiene obligación de seguir aquella opinión. La razón es
porque la conciencia es aplicación de cierto conocimien-
to, y la opinión no es conocimiento cierto sino muy dudo-
so. Por lo cual aunque piense que una es más probable
opinión, con todo puede muy bien seguir la otra, porque
no tiene conciencia de que tiene obligación de seguir la
opinión más probable.'

La certidumbre de las representaciones se instala


como criterio decisivo para optar por una opinión
menos probable en tanto ésta beneficia al sujeto,
mientras que la que favorece la ley, aunque más pro-
bable, no alcanza el grado de certidumbre necesaria
2. Segunda parte de la Summa, en la que se suma y cifra todo lo
moral, y casos de conciencia que pertenecen a los Sacramentos, con
todas las dudas, con sus razones brevemente puestas (Salamanca,
1605), págs. 729-730.

259
para que se constituya como conciencia. La doctrina
probabilista fue desconocida en la teología moral de
la Edad Media, que no admitía disociación entre la
conciencia y la ley. Santo Tomás dictaminó que lo
que se hace contra la ley es malo y no se puede excu-
sar según la conciencia («.Alud autem quod agitur con-
tra legern semper est malura nec excusator per hoc
quod est secundum conscientiam»).3
El probabilismo anticipó hace cuatro siglos ciertas
tendencias de la ética y de la moral que se han infil-
trado en algunas teorías de la teología moral católica
actual, criticadas por el papa Juan Pablo II en su car-
ta encíclica Veritatis splendor (1993) en la que se en-
frenta con la «nueva situación dentro de la comuni-
dad cristiana en la que se difunden muchas dudas y
objeciones de orden humano y psicológico, social y
cultural, religioso e incluso específicamente teológi-
co sobre las enseñanzas morales de la Iglesia». La en-
cíclica responde a las «corrientes subjetivistas e indi-
vidualistas» de la teología moral que interpretan de
manera novedosa la relación de la libertad con la ley
moral, con la naturaleza humana y con la conciencia
y proponen «criterios innovadores», de valoración
moral de los actos. Tales criterios se inspiran, según
la encíclica, en una «interpretación "creadora" de la
conciencia moral» que se apoya en la premisa de que
la función de la conciencia no se puede reducir a la
mera aplicación de normas morales, ya que éstas no
son capaces de acoger y respetar toda la «irrepetible
especificidad de todos los actos concretos de las per-
sonas». Las normas morales, aunque útiles para al-
canzar una «justa valoración de la situación», no pue-
den «sustituir a las personas en tomar una decisión
personal sobre cómo portarse en determinados casos

3. «Probabilisme», Dictionnaire de théologie catholique, ed. A.


Vacant, E. Mangenot y E. Amann, 15 tomos (París, 1903-1905),
t. XIII, pág. 417-18.

260
particulares».4 Aunque hay diferencias esenciales en-
tre la doctrina de la opinión menos probable y las teo-
rías morales denominadas «teológicas» y criticadas
por Juan Pablo II, existen sin embargo también afini-
dades intrínsicas entre el probabilismo del siglo xvn y
el «consecuencionalismo» o «proporcionalismo» que
esgrimen hoy día algunos teólogos católicos disiden-
tes de la doctrina oficial de la Iglesia.
Los teólogos probabilistas, al introducir la probabi-
lidad como criterio en caso de duda y favorecer el
acto libre del sujeto frente al mandato del fuero ex-
terno, consideraron las muchas trampas en las que
caía el penitente: desde el rigorismo incapaz de incli-
narse a la parte más benigna, parapetado en la certi-
dumbre impermeable a la duda, hasta la simulación
de una conciencia cierta o el morbo de una concien-
cia escrupulosa aficionada a la duda, formas todas de
la falsa conciencia. Además, tomaron en cuenta la ne-
cesidad práctica de actuar sin dilación en casos de
duda, optando por la opinión menos probable y la
parte más benigna en atención a razones probables
dictadas por la circunstancia de la duda. El casuista
Antonino Diana expresó sucintamente el temple de
ánimo anti-rigorista que inspiró la doctrina de la opi-
nión menos probable al escribir que «sería intolera-
ble si un hombre tuviese obligación de investigar las
opiniones más probables» .5 Resultaba así totalmente
novedoso y antievangélico que algunos teólogos legi-
timaran en caso de duda la posesión de la libertad
frente a la insuficiencia de la ley, abriendo camino a
una hermenéutica moral atenta a cada situación y sus

4. Juan Pablo II, El esplendor de la verdad. Carta encíclica «Veri-


tatis splendor» (Madrid, 1993), págs. 15, 50, 73-74.
5. Antonino Diana, Suma Diana recopilado en Romance todos
los once tomos de R. P. D. Antonino Diana clérigo regular examina-
dor de Obispos y Consultor del Santo Oficio por el P. M. F. Antonio
Montes de Porres del Orden de la Merced Redempción de Cautivos
(Madrid, 1657), pág. 567.

261
circunstancias. El hecho de que existieran grandes di-
ferencias entre las diversas maneras de aplicar a los
casos la opinión menos probable desembocó en una
gran variedad de opiniones, entre ellas algunas laxas
y controvertidas de las que se valieron los enemigos
del probabilismo, dispuestos a olvidar que el ejercicio
de la opinion debería conformarse a una disposición
moral de la persona.
Julio Caro Baroja ha comparado la dimensión Ta-
xista del probabilismo con el gusto conceptista por
pensamientos sutiles contrastados y paradójicos. Ha-
bría que añadir que tal gusto se vierte a razonamien-
tos que en la última generación de probabilistas
adoptan argumentos sofísticos, consecuencia de un
juego dialéctico que derivó hacia un huero formalis-
mo. Sin embargo, la sustancia del probabilismo fue lo
que provocó la reacción de protestantes, jansenistas y
católicos, que tendieron a considerarlo como un re-
toño del escepticismo antiguo, tildando a sus secua-
ces de «nuevos académicos» y «nuevos casuistas».
Un crítico del probabilismo en la primera mitad del
siglo XVIII lo identificó con el «probabilismo de los
Pyrrhonicos», haciéndose eco del impacto traumáti-
co que tuvo la doctrina de la opinión menos proba-
ble que comparó con los criterios del escepticismo
griego:

En ninguno de los antiguos Philosophos Gentiles se ha-


lla la ininteligible máxima de poderse practicar lícitamen-
te de dos sentencias contrarias la que es menos probable al
operante; sino que todos defendían, o la más probable,
como los Académicos; o en la igual probabilidad, la que
más agradaba, como los Pyrrhonicos y Scepticos.6

6. Daniel Concina, Historia del probabilismo y rigorismo. Disser-


taciones theológicas, morales, y críticas en que se explican, y de fien-
den de las sutilezas de los modernos probabilistas los principios fun-
damentales de la theologia crhistiana, 2 tomos (Madrid, 1772), t. 1,
pág. 9.

262
El fundamentar el criterio para escoger entre grados
de probabilidad en la opinión «menos probable al
operante» supuso la renuncia a toda certidumbre, ya
basada en la autoridad de la Iglesia, sus concilios y
los antiguos padres, ya en el mandato del fuero ex-
terno o ya en la adecuación entre el juicio y el objeto
de su representar. El peso de la tradición, la fuerza de
la ley y la fundamentación lógica de la verdad, que-
dan fuera de juego al imponerse la opinión menos
probable como instancia de la resolución especulati-
va o práctica de la conciencia instalada desde la liber-
tad en la brecha abierta por la duda.
Hoy día el papa Juan Pablo II ha criticado la exalta-
ción del «máximo valor de la conciencia» por algunas
de las nuevas corrientes de la teología moral dispuestas
a hacer sitio a la decisión personal en ciertos casos es-
pecíficos cuando la obligación impuesta por las nor-
mas da paso a consecuencias arbitrarias injustas y has-
ta inhumanas. Tal posición ante el acto moral según la
carta encíclica afirma el carácter imperativo de la voz
de la conciencia (definida por el Concilio Vaticano II
como «el sagrario del hombre en que está sólo Dios,
cuya voz resuena en lo más último de ella») que «indu-
ce al hombre no tanto a una meticulosa observancia de
las normas universales, cuanto a una creativa y respon-
sable aceptación de los cometidos personales que Dios
le encomienda». La encíclica sostiene que la justifica-
ción de tal criterio ha llevado a proponer «una especie
de doble estatuto de la verdad moral» que además de
asumir el «nivel doctrinal y abstracto» reconoce nece-
sariamente una «cierta consideración existencial más
concreta» permeable a las «circunstancias y la situa-
ción», base para establecer «legítimamente unas excep-
ciones a la regla general y permitir así la realización
práctica, con buena conciencia, de lo que está edifica-
do por la ley moral como intrínsecamente malo» .7

7. Juan Pablo II, pág, 74.

263
La encíclica roza la cuestión del probabilismo esca-
moteando el precedente histórico que supone la doc-
trina de la opinión menos probable distanciándola de
las teorías subjetivistas e individualistas que critica
como infieles a la doctrina de la Iglesia «en cuanto
creen poder justificar como moralmente buenas elec-
ciones deliberadas de comportamientos contrarios a
los mandamientos de la ley divina y natural». Recor-
dando el probabilismo se argumenta lo siguiente:

Estas teorías no pueden apelarse a la tradición moral


católica, pues si bien es verdad que en esta última se ha
desarrollado una casuística atenta a ponderar en algunas
situaciones concretas las posibilidades mayores de bien
es igualmente verdad que esto se refería solamente a las
cosas en las que la ley era incierta y, por consiguiente, no
ponía en discusión los preceptos morales negativos, los
cuales obligan sin excepción.8

Aunque este argumento reconoce que el probabilis-


mo sí admitió criterios existenciales y circunstancia-
les para calibrar la opción moral en cada caso especí-
fico, omite el hecho de que el casuismo probabilista
incorporó a la dialéctica de la conciencia factores psi-
cológicos y culturales, razones científicas y conside-
raciones personales, desarrollando interpretaciones
de «la ley divina y natural» que aunaban subversiva-
mente la doctrina de la opinión menos probable con
el principio paulino de que la caridad es benigna.
En el siglo xvii la teoría y la práctica de la opinión
menos probable abrió las puertas a la justificación de
los actos humanos desde una probabilidad mínima
que beneficiaba al sujeto. En este sentido, se desliza
una forma de la certidumbre al asegurase el sujeto en
esa duda la justificación y justicia de sus actos según
la razón natural en tanto razón práctica. La doctrina
de la opinión menos probable consolidó criterios
8. Juan Pablo II, pág. 96.

264
para la administración de los sacramentos, el ejerci-
cio de la medicina y cuestiones de justicia, no sin pro-
vocar fuertes reacciones y una virulenta polémica en-
tre probabilistas y antiprobabilistas que duró todo el
siglo y salpicó el siguiente. Ya en carta de fecha 4 de
enero de 1617 el Prepósito General de los jesuitas,
padre Muelo Viteleschi, habla de «las sentencias de-
masiado libres de algunos de la Compañía, especial-
mente en lo tocante a las costumbres». Viteleschi
recomienda que «se limiten a aquellas sentencias que
son más seguras y frecuentadas de los votos de los au-
tores más graves ».9 Alejandro VII que en 1666 conde-
nó 45 proposiciones atribuidas a los «nuevos casuis-
tas» fue el primer pontífice que se enfrentó con el
probabilismo al que calificó de «nuevo modo de opi-
nar [...] ajeno de la Evangélica simplicidad, de la doc-
trina de los Padres y origen de perniciosas corrupte-
las».'° Inocencio XI, instado por la Universidad de
Lovaina, que presentó un largo catálogo de proposi-
ciones atribuidas a los «casuistas modernos», conde-
nó otras 65 proposiciones en 1679 incluyendo una de
carácter teórico sobre la validez de la opinión menos
probable: «Probable juzgo, que puede el Juez juzgar
según opinión aunque menos probable»."
Diez años antes de la condena de Alejandro VII,
Pascal, en sus famosas Cartas a un provincial, ironizó
acerbamente contra el casuismo probabilista, a la vez
que condenó el teatro como una diversión en conflic-
to con la vida cristiana y advirtió de los peligros del
escepticismo para la fe. Los tres enemigos de la moral
y la fe cristianas denunciados por Pascal —probabi-
lismo, escepticismo y teatro— confluyeron contun-
dentemente en el arte dramático de su contemporá-
9. Concina, t. I, pag. 11.
10. Concina, t. I, pág. 2.
11. «De las proposiciones condenadas por la Santidad de Ino-
cencio XI el año 1679» en Juan Bautista de Murcia, Compendio de
las leyes divina, eclesiástica, y civil... (Valencia, 1742), pág. 308.

265
neo Calderón. El descrédito al que fue sujeto el
probabilismo desde los ataques de Pascal a lo largo de
la segunda mitad del siglo xvii y primera del xviii se
confundieron con las impugnaciones morales y esté-
ticas del teatro de Calderón, alérgicas a la representa-
ción casuística de cuestiones morales. La aplicación
de la opinión menos probable condujo a plantear
cuestiones que hoy día siguen candentes, como las
proposiciones condenadas por Inocencio XI, en las
que se legitima el aborto a base del argumento de que
el feto no tiene alma racional y que por lo tanto no se
comete homicidio, o para que la mujer hallada preña-
da no sea muerta o infamada» Esta proposición
puso en duda la opinión de que el feto y aun el semen
tuvieran alma racional, proposición que, aunque más
probable en términos de las enseñanzas de los Padres
y la autoridad de la Iglesia, desde la perspectiva pro-
babilista no poseía suficiente probabilidad para se-
guida en tanto otra opinión menos probable benefi-
ciara la libertad y la vida de la mujer.
La doctrina de la opinión menos probable en tanto
razón práctica o juicio de la conciencia que abre la
puerta a una decisión, consiguió desarrollos durante
la Contrarreforma barroca que vienen a coincidir con
planteamientos de las teorías morales «teleológicas»
criticadas por Juan Pablo II, ocupadas en legitimar la
conformidad de los actos humanos con los fines per-
seguidos por el agente y con los valores que él per-
cibe. Desde esta perspectiva «sería recto el com-
portamiento capaz de "maximalizar" los bienes y
"minimizar" los males», opinión que la carta encícli-

12. Proposición 34: «Es lícito procurar el aborto antes de la ani-


mación de la criatura, para que la muger hallada preñada no sea
muerta, o infamada». Proposición 35: «Parece probable, que todo
feto no tiene alma racional mientras está en el vientre, y que enton-
ces empieza a tenerla, cuando nace; y consiguientemente, se ha de
dexir, que en ningún aborto se comete homicidio». Bautista de
Murcia, pág. 313.

266
ca del papa atribuye a la corriente actual de teología
moral denominada «consecuencialismo» que «pre-
tende obtener los criterios de la rectitud de un obrar
determinado sólo del cálculo de las consecuencias
que se prevé pueden derivarse de la ejecución de una
decisión, doctrina hermana del "proporcionalismo"»
que se centra «más bien en la proporción reconocida
entre los efectos buenos o malos en vista del "bien
más grande" o del "mal menor", que sean efectiva-
mente posibles en una situación determinada».
La encíclica arremete contra estas teorías, ya que
aunque reconozcan que los «valores morales son se-
ñalados por la razón y la revelación, no admiten que
se pueda formular una prohibición absoluta de com-
portamientos determinados que, en cualquier cir-
cunstancia y cultura contrasten con aquellos valo-
res» ." Muchos teólogos probabilistas desde fines del
siglo xvi y a lo largo del xvn, basándose en la doctrina
de la opinión menos probable, establecieron variedad
de opiniones acogidas al cálculo de probabilidades de
la bondad y malicia de los actos humanos contextua-
lizadas y determinadas por la intención, la situación y
las consecuencias de la acción, variables dinámicas
del comportamiento conjugadas y barajadas en di-
versidad de combinaciones y sujetas a ser pondera-
das por el juicio de la razón práctica en términos de
medios y fines, bienes y males, normas morales ab-
solutas y dudas circunstanciales, voluntarismos lega-
les y libertades personales. El género dramático se
prestó especialmente a ser el vehículo idóneo para
representar multitud de casos y plantear una com-
pleja problemática moral en función de una teleolo-
gía en correspondencia al orden de los sucesos de la
acción.
El principio de probabilidad afectó la práctica del
sacramento de la penitencia como pone de manifies-

13. Juan Pablo II, págs. 93-95.

267
to la doctrina sustentada por Antonino Diana: «el
confesor está obligado a seguir la opinión probable
del penitente contra la suya más probable, porque el
penitente teniendo en su favor opinión probable tiene
derecho a la absolución»." Esta premisa llevó a otras
proposiciones que fueron condenadas como la que
afirma que al penitente que tiene costumbre de pecar
contra la ley de Dios, de la naturaleza o de la Iglesia,
no se le ha de negar o dilatar la absolución, aunque no
se vea esperanza alguna de enmienda, con tal que di-
ga que se duele y proponga corregirse. Hay varias
proposiciones que fueron prohibidas por atentar con-
tra la doctrina tradicional de la Iglesia contra la usu-
ra, legitimando el pedir algo más de lo prestado si se
obliga a no pedir el principal hasta cierto tiempo, y
otras que no lo fueron e impulsaron el desarrollo de la
economía, justificando razonables ganancias en prés-
tamos e inversiones frente a las enseñanzas de la Igle-
sia." Entre las proposiciones condenadas hay otras
que aluden a los apetitos, como las que quitan la cul-
pa al comer y beber hasta hartarse por sólo el gusto o
legitiman el uso del matrimonio sólo por deleite, o
afirman que la fornicación según el derecho natural
no incluye malicia, y que sólo es mala por prohibida
ya que todo lo contrario parece totalmente disonante
de la razón.'6
Antonino Diana justificó el suicidio en ciertas cir-
cunstancias, como por ejemplo evitar la ignominia o

14. Diana, pág. 568.


15. Véase H. M. Robertson, Aspects of the Rise of Economic Indi-
vidualism. A Criticism of Max Weber and His School (Cambridge,
1933), cap. VI, «Catholic Opinion of Usury». Robertson argumenta
que el catolicismo en la forma del casuismo probabilista contri-
buyó al desarrollo del capitalismo al hacer sitio en la vida cristiana
a mercaderes, empresarios y propietarios, idea que opone a la doc-
trina de Max Weber, que excluyó la ética católica como factor de-
terminante en la formación del racionalismo económico moderno.
16. Proposiciones 8 y 9 entre las condenadas por Inocencio XI.
Bautista de Murcia, pág. 309.

268
guardar la castidad, dictadas por inadvertencia o ig-
norancia invencible, y así a la pregunta que se hizo:
«:Si alguno por ignorancia invencible se escuse del
homicidio de sí mismo?», respondió afirmativamente
ya que «es probable que Lucrecia y otros Gentiles no
pecaron mortalmente, matándose pensando hacían
una obra heroica en quitarse la vida con sus propias
manos».'7 Pascal entendió tales proposiciones como
ejemplos patentes del carácter totalmente pagano de
la moral probabilista, adaptable a la moral de los
tiempos, para cuya observancia era sólo necesaria la
naturaleza."
Desde los ataques de Pascal el probabilismo ha te-
nido mala prensa; condenado por católicos y protes-
tantes, fue denunciado por el racionalismo de la Ilus-
tración y criticado por el Idealismo filosófico. Kant lo
criticó en su Religión dentro de los límites de la mera
razón, ya que contradecía el imperativo categórico y
el principio de respeto a la ley, aunque lo entendió
sucintamente desde una pespectiva formal, bautizán-
dolo como una «dialéctica de la conciencia». Un He-
gel enamorado del Estado concluyó en los Funda-
mentos de la filosofía del derecho que el probabilismo
daba pie a la hipocresía, ya que al no basarse en un
principio objetivo, alimentaba una falsa subjetividad
con principios diversos y contradictorios. Jeremy
Bentham sometió el probabilismo al criterio de una
moral utilitaria declarándolo de golpe inútil y perni-
cioso, inservible a la moral burguesa y peligroso a la
estabilidad de la sociedad civil, fundamentada en la
propiedad privada y la estricta observación de las
leyes.
La condena del probabilismo se hace presente en
numerosos estudios e historias a lo largo del siglo xix

17. Diana, pág. 516.


18. Blaise Pascal, Les provinciales, Oeuvres completes (París,
1954), págs. 704-05.

269
y aun el xx. Para los que defendían la necesidad de
actuar en base a una opinión cierta o más probable
las consecuencias de la doctrina probabilista mina-
ban los furidamentos de la moral cristiana, de la au-
toridad del Estado y del derecho positivo. Adolph
Harnack en su famosa Historia del dogma (Dogmen-
geschichte [1885]) propagó una visión del probabi-
lismo distorsionada por prejuicios, hasta llegar a ne-
garse a citar por «abominables» las proposiciones
probabilistas condenadas por el papa Alejandro VII.
En posteriores ediciones Harnack se valió del estudio
de Joseph Ignaz von Dõllinger y Franz Heinrich
Reusch Geschichte der Moralstreitigkeiten in der ró-
misch-katholischen Kirche seit dern 16. Jahrhundert
(1889), nada favorable al probabilismo.
Uno de los estudios más amplios del tema, A Histo-
ry of Auricular Confession and Indulgences in the Latín
Church (1896) de Henry Charles Lea, ve la cuestión a
favor del protestantismo que se liberó de la casuística
católica y la autoridad de los sacerdotes. Los estudios
de Dõllinger y Lea impedidos por inamovibles prejui-
cios protestantes dependen en gran parte de la ya
mencionada obra de Daniel Concina, la primera his-
toria del probabilismo, sobrecargada de prejuicios
anti-probabilistas e inspirada por cierto fervor janse-
nista que su autor no logró del todo disimular. Ata-
ques similares surgen en obras como la Historia de las
morales cristianas desde el renacimiento de las ciencias
de Carl Friedrich Studlin (Geschichte der christlichen
Moral seit dem Wiederaufleben der Wissenschaften
[1808]}, obra que asocia toscamente el probabilismo
con el ansia de poder de los jesuitas. La Historia de la
filosofia moral en Inglaterra de William Whewell (His-
tory of Moral Philosophy in England [1852]) tergiversa
toscamente la cuestión considerando el probabilismo
como una forma de manipulación por parte de los di-
rectores de conciencia. La lista se podría alargar y,
aparte de alguna que otra excepción, se han seguido

270
repitiendo hasta hace poco los mismos prejuicios."
En España han calado tópicos parecidos. Un católi-
co Menéndez Pelayo los repitió y esgrimió contra la
moral laxa de algunas obras de Calderón, Unamuno
los desplegó en su condena de la moral jesuítica en su
Agonía del cristianismo y el ex jesuita Miguel Mir los
ventiló en una famosa Historia interna documentada
de la Compañía de Jesús (1913), obra polémica que
distorsiona con habilidad la moral probabilista que
identifica con los jesuitas. No es de extrañar que las
valoraciones de la moral del teatro de Calderón hayan
estado ligadas al descrédito del probabilismo como
moral laxa. Aunque éste haya sido el país del casuis-
mo, hoy día se lo desconoce, asociándolo vagamente
con la pesadilla de una España barroca y católica,
prejuicio al que señala la enorme cantidad de libros y
documentos varados en las bibliotecas, olvidada can-
tera para el estudio de la historia intelectual y social
del siglo xvii. Por otro lado, la atracción que hoy día
empieza a tener el casuismo fuera de España trans-
ciende la curiosidad erudita2° y apunta a cuestiones

19. El estudio de René Fülop-Miller El poder y los secretos de los


jesuitas, trad. de Manuel Bueno (Madrid, 1931), aunque con cierta
tendencia a la mitificación, examina con simpatía el probabilismo,
emplazándolo en la historia de las ideas morales y acentuando su
relación con la ética aristótelica frente a las simplificaciones de
Pascal.
20. Los ensayos recogidos en el volumen Conscience and Casuis-
try in Early Modern Europe, ed. Edmund Leites (Cambridge, 1988),
escritos desde perspectivas históricas y filosóficas, tienden por lo
general a ubicar el casuismo en el contexto de la historia intelec-
tual y social de los primeros siglos de la modernidad, alejándose de
los antiguos prejuicios, aunque no sin sufrir todavía sus efectos,
como demuestra de manera más patente el estudio de Albert R.
Jonsen y Stephen Toulmin, The Abuse of Casuistry. A History of Mo-
ral Reasoning (Berkeley, 1988), obra que se propone rescatar la vi-
gencia actual de ciertos aspectos de la tradición casuística y que
responde todavía a los prejuicios que han rodeado la cuestión
como indica su título. El estado de la cuestión deja claro el hecho
de que un brillante estudio sobre la casuística de la Contrarrefor-
ma barroca en el contexto social, intelectual, y económico de la

271
que preocupan a aquellos que no están tan seguros de
la fundamentación de una ética laica en principios ra-
cionales y normativos ni tampoco de la legitimación
del tan cacareado estado de derecho, o de qué sitio
hay para la conciencia en nuestro sistema socio-polí-
tico-legal de Occidente.
Calderón se valió de la opinión menos probable,
como tendremos ocasión de ver más adelante, para
enfrentarse con la razón de estado, cuya esencia estri-
ba en rechazar ese principio, sacrificando la libertad
de conciencia del sujeto a sus intereses. El fenómeno
histórico del casuismo probabilista configuró un pro-
ceso de racionalización de la moral impermeable a
toda sistematización normativa, lo que asustó a pro-
testantes, jansenistas y a no pocos católicos durante
el Antiguo Régimen, acabando por irritar a su secula-
rizada descendencia. Aún más molesto fue un teatro
probabilista, equívoca confluencia en el tablado de
hedonismo y finalidad moral que desencadenó una
polémica sobre la licitud del teatro, alimentada por el
enfrentamiento entre antiprobabilistas y probabilis-
tas. Desde la perspectiva de toda ética normativa, des-
de el derecho positivo y desde los intereses de todo
sistema político que asuma en algún grado la razón
de estado, el probabilismo surge ya como laxismo o
anarquía moral, al introducir un criterio que refuerza
la libertad del sujeto frente a la ley. Por otro lado, el
probabilismo se legitima en la duda y la circunstan-
cia, respondiendo a los intereses del fuero interno en
vistas al criterio que en las «cosas odiosas se ha de

época ha pasado desapercibido. El libro de Julio Caro Baroja For-


mas complejas de la vida religiosa no fue objeto de ninguna reseña
al ser publicado en 1978, ni se ve por ningún lado que haya tenido
efecto sobre el estudio de la historia social o la historia literaria e
intelectual del siglo xvn español, ni aparece citado en los trabajos
arriba mencionados sobre el casuismo. El capítulo XXI de la obra
de Caro Baroja, «Probabilidades, laxitudes y corrupciones», mere-
ce la atención de aquellos que se interesen por el mundo barroco.

272
abrazar la parte más benigna»." Cuando Eichmann
se defendió en Jerusalén de las acusaciones que le im-
putaban responsabilidad directa en la matanza de
dos millones de judíos, el acusado recurrió al impera-
tivo categórico kantiano, explicando a los jueces que
no actuó con odio e inquina sino que obedeció las
leyes del Tercer Reich. Para Eichmann el respeto a la
ley redujo a cero las probabilidades a favor de las víc-
timas. Haber practicado la opinión menos probable
en tales circunstancias habría supuesto la desobe-
diencia a las leyes del Estado.
El ejemplo de Eichmann nos remite al contexto his-
tórico-social en el que surgió y floreció el probabilis-
mo, una sociedad estamental y confesional en un si-
glo turbulento y traumático, en el que se empieza a
definir la Edad Moderna como una transformación
de la certidumbre en la fe a la certidumbre en la ra-
zón. El probabilismo se instala en un espacio que ni
corresponde a la certidumbre de la fe ni a la razón
pura, ajustándose a las necesidades de la razón prác-
tica necesitada de juzgar, decidir y actuar en el mun-
do social y vital, sujeto a la fluctuación de las opinio-
nes, el juego de las apariencias y el conflicto de
intereses. En la sociedad estamental del Barroco el
hombre vivía sujeto a varias jurisdicciones a veces en
conflicto unas con otras, incluyendo la de la Inquisi-
ción. La doctrina de la opinión menos probable, ade-
más de antídoto frente al rigorismo moral, fue un re-
fugio frente a las imposiciones del fuero externo
consideradas injustas. Se llegó a postular que el súb-
dito podía acogerse a una opinión probable que no
estaba obligado a la ley frente a otra más probable
que favorecía al príncipe. Tal opinión implicaba, se-
gún los antiprobabilistas, que el soberano no manda-
ba absolutamente sino probablemente.
Los probabilistas tocaron indirectamente la cues-

21. Diana, pág. 500.

273
tión de la tolerancia religiosa. Tomás Sánchez puso
en circulación la opinión de que ningún infiel está
obligado a abandonar su religión si sigue persuadido
de su probabilidad, aunque sepa que la otra religión
es más probable.22 En una sociedad en la que la Inqui-
sición imponía a los fieles el deber de delatar accio-
nes o palabras del prójimo referentes a prácticas in-
fieles, preferencias heréticas o actitudes ateas, la
opinión menos probable tendía a reforzar la resisten-
cia de muchos a convertirse en acusadores. Así, la
proposición condenada por Alejandro VII, «Aunque
evidentemente te conste, que Pedro es hereje, no tie-
nes obligación de delatarle, si no lo puedes probar»,
impone sobre el delator la obligación de probar el de-
lito antes de denunciarlo y por lo tanto dejarle vía
libre a que se aferre a la opinión menos probable.
Paradójicamente, la opinión menos probable fue
practicada en ciertos casos por la Inquisición, entre
cuyos jueces y consultores había probabilistas como
el famoso Antonino Diana. La Inquisición, que pare-
ce haberse preocupado poco del probabilismo, prohi-
bió bastantes libros escritos por antiprobabilistas, in-
dicio de que consideró más peligrosos el jansenismo y
el rigorismo que el laxismo. Aun después de la conde-
na de Alejandro VII, la Inquisición nó parece ocupar-
se excesivamente de los escritos probabilistas, atenta
más bien a transgresiones y desviaciones del culto, de
la devoción y de la moral regulada por el derecho ca-
nónico. De todos modos, entre las proposiciones con-
denadas en 1666 hay una (el tribunal mandaba bajo
pena de excomunión que ninguno retuviera o leyera
libros que aparecían en el Indice) que justifica que los
libros prohibidos «hasta que se expurguen pueden re-
tenerse, mientras hecha la diligencia se corrigen».
Pocas semanas antes de morir, Calderón dictó en
su testamento, firmado en Madrid el 20 de mayo

22. Concina, t. 1, pág. 88.

274
de 1681: «Ítem es mi voluntad que los libros del padre
Diana se den y entreguen a Gerónimo de Peñarro-
xa» .23 Los once tomos de las obras del casuista Anto-
fino Diana tuvieron muchas impresiones, especial-
mente en las décadas de los cuarenta y cincuenta,
llegando a hacerse un compendio en un tomo en cas-
tellano que hizo accesible al gran público y a los curas
menos letrados un verdadero cajón de sastre de opi-
niones menos probables. Las obras completas de Dia-
na, publicadas antes de la condena de Alejandro VII,
constituían una formidable biblioteca de opiniones
más o menos probables (Pascal ironizó sobre el he-
cho de que cita 280 autores, teniendo el más antiguo
ochenta años), abundando en miles de citas sobre
todo género de cuestiones que extendieron el proba-
bilismo por toda la Europa católica. Asociado con
una moral laxa por los enemigos del probabilismo,
tuvo gran fama y autoridad en su época, pues no es
que perteneciera precisamente a la bohemia religio-
sa, sino que era nada menos que examinador de Obis-
pos y consultor del Santo Oficio. En el siglo xviii el
padre Daniel Concina recuerda esa fama no sin sar-
casmo, aludiendo a Diana como el

más feliz y afortunado de todos (entre los probabilistas)


en recibir de todas partes alabanza, aplausos y encomios.
Era llamado el Hombre admirable, el Theólogo sabio, el
Oráculo de los Reynos, la Luz resplandeciente del proba-
bilismo, la Luna de la theología Moral, el Atlante del
Mundo casuística, el Agnus Dei que quitaba los pecados
del Mundo.24

Pascal, que espigó con poca buena intención de las


obras de Diana una selección de opiniones considera-
das laxas y escandalosas, manipuló irónicamente por

23. Cristóbal Pérez Pastor, Documentos para la biografía de D.


Pedro Calderón de la Barca (Madrid, 1905), doc. núm. 188.
24. Concina, t. II. pág. 13.

275
boca del interlocutor jeisuita una alabanza con doble
sentido al famoso casuista, de consulta indispensable
para los padres de la Compañía, «Ansi toas nos Pères
se servent fort souvent de ce bon Diana» .25 Calderón
tambien se sirvió de las obras del «buen Diana», apro-
vechando el inmenso archivo de opiniones, casos y
argumentos amontonados por el consultor del Santo
Oficio.
Frente a las tergiversaciones y manipulaciones de
citas por parte de Pascal, influencia decisiva en el des-
crédito del probabilismo asociado arbitrariamente
con la supuesta moral jesuítica, se alza en ese mismo
momento histórico otro uso bien diferente de la mis-
ma materia satirizada por el autor de las Cartas a un
provincial. Julio Caro Baroja nos recuerda que el pro-
ceso de fosilización de la España de los Austrias,
«ante todo político y económico», y el «atarugamien-
to» que se da en despachos, secretarías públicas, uni-
versidades y escuelas, coincide con la existencia de
«buenos artistas, buenos literatos y hombres sutiles
en otras esferas, como la moral y la religiosa». Por
esto no hay que olvidar que «todavía del texto de un
fraile, de un casuista más o menos complicado de
mollera, podría sacar Calderón sustancia para un
hermoso y terrorífico drama» .2á Desde joven, Calde-
rón, aunque no escribiera tratados de teología moral,
imaginó arriesgadas situaciones en contraposición a
la moral rigorista. Su obra, inspirada por una ince-
sante meditación sobre la bondad y malicia de los ac-
tos humanos, es un verdadero escaparate de situacio-
nes dramáticas que ejemplifican las proposiciones
más arriesgadas de los «nuevos casuistas» y la pericia
del dramaturgo para sumergirse en los ámbitos oscu-
ros del alma humana y profundizar en esa extraña
25. Blaise Pascal, Lettrés écrites a un provincial, cronología e in-
tro. de Antoine Adam (París, 1981), pág. 82.
26. Las formas complejas de la vida religiosa, (Madrid, 1978),
pág. 570.

276
simbiosis de conciencia individual y mundo social.
Entre los principios fundamentados del probabilis-
mo descuella aquél enunciado por Antonino Diana:
que una opinión probable del penitente impone su
derecho sobre una opinión más probable del confesor
y que, por lo tanto, éste debe optar por la primera,
pues los sacramentos instaurados para la gracia de
los fieles deben ceder agradablemente sus derechos.
Consecuentemente, razona Diana, se debe extender
la absolución al penitente en casos de duda «porque
más estrechamente obliga la caridad que la reli-
gión»." No hay que olvidar el significado profundo de
estas palabras al reflexionar sobre el sentido evangéli-
co que la opinión menos probable tuvo para muchos
probabilistas que se identificaron con la opinión más
benigna, iluminados por el espíritu de caridad y su
vivo modelo, Jesucristo; entre ellos Pedro Calderón,
soldado y sacerdote a lo largo de cuya obra centellean
las palabras de san Pablo: «la caridad es benigna». Ju-
lio Caro Baroja se preguntó hace muchos años qué
pueden significar las afirmaciones que pintan a Cal-
derón «como a un puro poeta del honor» interpreta-
do a la «antigua» y un defensor del Trono y del Altar
«sin más», cuando «Calderón en realidad era un ca-
suista metido a dramaturgo y hasta un filósofo bas-
tante cercano a Leibniz, cuando se da la gran crisis de
la conciencia europea del siglo xvn»." A esto habría
que añadir que también fue lector asiduo de los Evan-
gelios y que supo empuñar ambas pluma y espada sin
venganza; antes caballero que juez, el que dijo por
boca de uno de sus personajes: «porque hay 1 delitos
menos culpables 1 en unos sujetos que en otros, 1 y
para haber de juzgarse, 1 conviene que el juez distin-
ga 1 sobre el sujeto que caen».29

27. Diana, pág. 568.


28. Teatro popular y magia (Madrid, 1974), pág. 15.
29. Darlo todo y no dar nada, Dramas, pág. 1033.

277
El drama profano Luis Pérez el gallego, que llegó a
indignar al mesurado neoclásico Ignacio Luzán, críti-
co de las «erradas máximas de moral» que contiene,3°
ejemplifica el extremo a que llevó el probabilismo el
joven Calderón, todavía en búsqueda de un equilibrio
entre la cólera y la templanza. El protagonista de este
drama novelesco, encarnación de la caballerosidad y
el valor, mata a un alguacil en defensa propia al acu-
dir desinteresadamente en ayuda de un amigo fugiti-
vo de la justicia, perseguido por la muerte que ha
dado a un caballero en un duelo. Luis Pérez, a causa
de su generosidad, se ve obligado a escapar a Portu-
gal, descubriendo al volver a Galicia que la justicia le
acusa de asesinato con alevosía gracias al testimonio
interpuesto por un falso testigo movido por oscuros
intereses. En una escena rocambolesca que debió
gustar mucho al público de la época, y que entusias-
mó al gran poeta Hugo van Hofmannsthal que la ca-
lificó de insuperable, Luis Pérez se presenta en casa
del juez pesquisidor amenazándole de muerte con
una daga y obligándole a descubrir el nombre del fal-
so testigo que lo acusa de haber asesinado por la es-
palda al caballero que su amigo mató cara a cara.
La acción dramática, rebosante de movimiento y
tensión, desemboca en una última peripecia que
pone en manos de Luis Pérez al juez y al testigo falso,
oportunidad que aprovecha el fugitivo para obligar al
delator a confesar la verdad del caso. Al negarse, Luis
Pérez le pega un tiro al testigo falso delante del juez,
dejándolo mudo para siempre. Luis Pérez se decide
por tal extremo sabiendo que con testigo falso y juez
interesado de por medio no se le hará justicia. El que
Luis Pérez se escape de las garras de la ley con dos
homicidios en su haber, uno de ellos premeditado,
tras amenazar de muerte al juez, nada debió de gustar

30. La poética o reglas de la poesía, con un estudio por Luigi de


Filipo (Barcelona, 1956), t. II, pág. 85.

278
a los amigos de la opinión más probable, aunque sin
duda divirtió al público, ya que Calderón prometió
una segunda parte de la que no tenemos más noticia.
Quizás lo fuerte del caso provocara reacciones que
aconsejaban no seguir con las aventuras de un perso-
naje que había burlado a la justicia con maña y alegría.
La muerte del testigo falso coincidió con una opi-
nión que circulaba en algunos libros de teología mo-
ral, a saber, que era lícito matar al falso acusador y
testigos falsos y también al juez del cual ciertamente
amenaza sentencia injusta si por otro camino no pue-
de el inocente evitar este daño («Licet interfecere fal-
sum accusator, falsos testes, et etiam Iudicem a quo
iniqua certo imminent sententia se alia via non potest
damnurn evitare»).3' Esta opinión sostenida por Anto-
nino Diana presupone la defensa de la propia vida en
base al derecho natural que se opone en este caso no a
la ley, adversum legem, sino a aquellos que la aplican.
Muchos probabilistas habrían justificado la acción
de Luis Pérez, dirigida no contra la ley sino contra sus
ejecutores. A raíz de la condena de esta proposición
por el papa Alejandro VII en 1665, la temeraria ac-
ción de Luis Pérez quedaba en entredicho aunque la
obra impresa escapara a la censura. Si la Inquisición
se hubiese ocupado de tales niñerías, habría tenido
que crear una sección especial encargada de escudri-
ñar miles de obras dramáticas. Sin embargo, en cues-
tiones de dogma fue más vigilante y en 1669 suspen-
dió la representación y censuró un auto de Calderón,
Las órdenes militares, por contravenir algunos versos
a una reciente encíclica pontificia sobre la Inmacula-
da Concepción de la Virgen.
Las aventuras de Luis Pérez el gallego dispararon el
entusiasmo del público capaz de disfrutarlas sin el

31. Esta proposición está entre las condenadas por Alejandro


VII en 1665- 1666. Decrets de N. S. Le Pape Alexandre VII contre les
opinions relachées des nouveaux casuistes (Roma, 1687), pág.

279
impedimento de una conciencia escrupulosa. Si por
un lado el personaje se revela como un malvado, por
otro hace gala de la alegría, e1 ingenio y la generosi-
dad, caballero forajido y defensor de vida y honor
frente a un juez interesado y un testigo falso, verdade-
ra prefiguración del bandido romántico y folletines-
co. Este personaje, que termina burlando la ley y sus
ministros, le dice al juez pesquisidor cuando éste le
ofrece hipócritamente su amistad: «no quiero amigos
letrados»," respuesta lapidaria que debió de hacer las
delicias del público de la época.
Luis Pérez el gallego es un magnífico ejemplo de ese
dramaturgo subversivo y fogoso que más tarde en-
contró el camino «a la verdad del catolicismo» , según
Valbuena Prat. Mas si esta obra puede parecer sub-
versiva, no faltarán argumentos para hacerla parecer
reaccionaria y reivindicadora de valores tradiciona-
les, algo que nunca imaginaron los moralistas que la
maldijeron. Desde otra perspectiva, la obra refleja un
conflicto entre una clase de hidalgos rurales, de pe-
queños terratenientes, y una clase urbana y letrada
amparada en los recovecos de la ley, personajes como
el testigo falso y el juez que ha ido a Galicia desde
Madrid para llevar el caso, y que representan un esti-
lo moral opuesto a la ética caballeresca del protago-
nista. El asesinato del testigo falso delante del juez
quedó justificado ante el público por la «injusticia»
del caso y la necesidad de Luis Pérez de defender en
tales circunstancias vida, honor y libertad por todos
los medios posibles, incluyendo el homicidio. El dar
la otra mejilla lo dejó el dramaturgo para las trage-
dias religiosas y los autos sacramentales, ya que en
esta obra no trata del itinerario hacia la santidad y el
martirio, sino del caso de Luis Pérez el gallego, que
ocurrió tal como ocurrió, es decir, como lo represen-
tó el dramaturgo.

32. Luis Pérez el gallego, Dramas, pág. 301.

280
En las comedias de Calderón los galanes andan con
mucha frecuencia a cuchilladas con corchetes y al-
guaciles y hasta escribanos, no siendo infrecuente
que alguno de los esbirros de la justicia caiga muerto.
Estos encuentros, generalmente nocturnos y en las
«calles de Madrid», debieron de gustar al público de
los corrales, siempre dispuesto a aplaudir la desgra-
cia de corchetes y alguaciles, castigados por numero-
sos escritores, entre ellos Quevedo. Calderón señala
la arbitrariedad de la justicia, que en términos del
contexto social de la época se constituye como una
crítica explícita a las injusticias del poder. Calderón
sabía que la justicia no se llevaba a cabo justamente
en todos los casos y que no dejaban de abundar aque-
llos en los que jugaba un papel definitivo el interés, el
favor, los privilegios, el tormento, el rigorismo de jue-
ces y escribanos, la personalidad de los magistrados,
la lucha entre las varias jurisdicciones y la rapidez de
las causas en las que muchos jueces pasaban ligera-
mente sobre la información necesaria para procesar
ecuánimemente al acusado. La actuación de la justi-
cia dependía muchas veces de las circunstancias y del
ánimo de los jueces. La obra del padre de León, que
visitó durante treinta y ocho años a los presos de la
cárcel de Sevilla como confesor y predicador y que
acompañó a más de trescientos al patíbulo, denuncia
la cruel expeditividad de la actuación de la justicia,
abundando los casos de inocentes llevados apresura-
damente al cadalso por la arbitrariedad de muchos
jueces y escribanos. Las condiciones del argumento
de Luis Pérez el gallego están dentro de la realidad de
la época, lo que hace comprensible la reacción del
protagonista, consciente de que contra un juez pes-
quisidor venido de Madrid y un testigo falso, sólo va-
lía defender la vida y libertad con uñas y dientes. A
través de su obra Calderón no deja de machacar la
figura del juez que en algunos casos, como La devo-
ción de la cruz, Las armas de la hermosura y Los dos

281
amantes del cielo, es una misma con la del padre."
Calderón atenúa la acción de Luis Pérez, injusta e
inmoral en términos del derecho vigente y el rigoris-
mo moral. Cuando Luis Pérez y sus hombres captu-
ran al juez y al testigo falso en el bosque, éste se niega
a confesar la verdad y se reafirma ante las preguntas
del protagonista que le recita su falso testimonio, pre-
guntándole si es verdad en cada caso. Luis Pérez, sin
más pamplinas, le vuela los sesos de un pistoletazo
delante del juez al grito de «miente tu lengua tirana».
Al comienzo de la representación Luis Pérez se opone
al amorío entre su hermana y Juan Bautista, exacer-
bándose hasta el punto de decirle a la sobrecogida
Isabel:

vive Dios,
que si llego a que él entienda
que este recelo he tenido
y que no le he remediado,
que loco y desesperado,
colérico y atrevido,
le ponga a su casa fuego,
quitando a la Inquisición
ese trabajo!

Al arrebatarle al juez la información del proceso y


descubrir que es Juan Bautista el testigo falso, arran-
ca la hoja en cuestión diciéndole al aterrorizado ma-
gistrado:

Dad licencia que me lleve


esta hoja; que yo mismo
la volveré cuando fuere
menester, porque he de hacer

33. La bibliografía sobre el pensamiento jurídico de Calderón es


escasa e inconsecuente. En el estudio de Manuel Gallego Morell,
Aspectos jurídico procesalesen la obra de Calderón de la Barca (Ma-
drid, 1959), se puede leer la siguiente frase: «profundo respeto me-
recía para Calderón la figura del juez» pág. 10.

282
a este perro que confiese
la verdad; aunque no es mucho,
en verdad; que no supiese
confesar este judío,
porque ha poco que lo aprende.34
Esto sin lugar a duda gratificó los gustos antisemitas
del público de la época que daría como bien merecido
el balazo que acaba con la vida del falsario.
Si el dramaturgo complació al público, también
pudo aprovecharse de ese consenso para atenuar lo
fuerte del caso, lo que no le exculpa de antisemitismo,
pero no parecía ésa su intención pues quedan malpa-
rados todos los que se valen arbitrariamente del po-
der, incluyendo el sistema judicial, el juez y los oficia-
les de la justicia contra los que Luis Pérez arremete
con furiosa alegría en varios lugares, incluyendo la
casa del juez donde grita: «¡Canalla, viles, aleves, 1
nombre ha de quedar famoso 1 hoy del gallego Luis
Pérez!»." Se trata de un caso, ya que la obra carece de
toda finalidad moral y el personaje se conforma a
cierto tipo de personalismo del gusto del público, ávi-
do de ver la representación de tales extremos. La
práctica de la penitencia y de la frecuente comunión
involucraba a letrados y analfabetos en vivencias
aprovechadas por el teatro para representar casos de
conciencia y alegorías del misterio de la eucaristía
ante un público heterogéneo familiarizado con la ca-
suística y los sacramentos. El caso de conciencia no
estaba confinado al confesionario y al tratado de teo-
logía moral; reaparecía transformado en el tablado
ante los mismos que se beneficiaban del sacramento
de la penitencia. André Jolles ha estudiado las posibi-
lidades retóricas y literarias del «caso», que posee la
peculiaridad de plantear una pregunta sin dar la res-
puesta, es decir, sin imponer una finalidad moral, ya
34. Luis Pérez el gallego, Dramas, págs. 282, 301.
35. Dramas, pág. 301.

283
que el caso obliga al lector o espectador a decidir por
su cuenta, en tanto carece de decisión.36 El que Calde-
rón no escribiera la segunda parte que prometió indi-
ca que la primera no mereció el entusiasmo de los
guardianes de la moral y, quizás, del poder. Calderón
llevó la frialdad moral implícita en el caso al extremo,
característica del drama barroco español y típica de
muchas obras de Lope de Vega, incluyendo su magní-
fica tragedia El castigo sin venganza.
El caso de Luis Pérez el gallego posibilita todo tipo
de interpretaciones. Luis Pérez podrá parecernos un
héroe pre-romántico a lo Karl Moor, protagonista de
la tragedia juvenil de Friedrich Schiller, un asesino
repugnante que idealiza su rebeldía tomándose a sí
mismo como medida de la ley y de las vidas ajenas o,
si se quiere, una encarnación de la lucha de clases,
ejemplificación ya del pensamiento reaccionario o
anarquista de su autor, que hasta puede parecernos
un furibundo antisemita. Luis Pérez, desde otro pun-
to de vista, se revela como paladín de la libertad y el
individualismo y, para los nostálgicos, como un canto
a un elevado sentido del honor y la amistad en vías de
extinción. Este personaje no tiene una filosofía como
el bandido de Schiller, sólo un profundo sentido del
honor y de la justicia que le llevan a defender hasta la
muerte, vida y libertad. Tampoco se arrepiente como
el personaje de Schiller ni transforma su rebelión pu-
ramente personal en un programa revolucionario. La
obra de Calderón no es ni didáctica, ni sentimental;
su protagonista Luis Pérez es de la madera de Pedro
Crespo.
Las valoraciones e interpretaciones morales que-
dan fuera del disfrute de la dinámica de la representa-
ción por parte del espectador, absorto ante la super-
abundancia de personalidad del protagonista, rica en

36. Véase «Le cas» en Formes simples (París, 1972), págs. 137-
57.

284
matices y rebosante de una buena salud que excluye
todo acto de sumisión, ya que parece encarnar un
movimiento perpetuo en el vertiginoso ritmo cinema-
tográfico de esta novela dramática que satisface el
gusto nada moral por la aventura. Calderón aprove-
chó un fuerte sentimiento arraigado en el público
contra el sistema judicial y sus agentes, alguaciles,
abogados y jueces. Buen momento es aquel en que
Luis Pérez se despide del juez después de haber des-
pachado a Juan Bautista al otro mundo:

Señor
juez, vuesa merced añada
aquesta muerte al proceso
y adiós. Tú, Manuel, desata
los caballos que han traído
estos señores y marcha;
que pues aquí han de quedarse,
no les harán falta.
Adiós-37

Estemos o no de acuerdo con el carácter «subversivo»


o «reaccionario» de la obra, su efecto fue el de violen-
tar valores morales y estéticos consagrados por la tra-
dición, el derecho, la ley moral y sus consecuencias
teleológicas extendidas a la utilidad o instrucción de
la fábula dramática. Luis Pérez actúa desde una opi-
nión menos probable, desde su fuero interno, contra
el fuero externo de la ley en la que no confía, según le
dice al juez, al que ha robado y amenazado de muer-
te: «que no obligan a los jueces 1 las palabras; que
ellos hacen / a propósito las leyes»."
Entre casi doscientos dramas Luis Pérez el gallego
es uno de tantos que han pasado casi inadvertidos
para la crítica, aunque las características del enredo y
la peculiaridad del protagonista han provocado la
37. Luis Pérez el gallego, Dramas, págs. 308-09.
38. Dramas, pág. 301.

285
atención de algunos, como Menéndez Pelayo, que la
distinguió por sus fuertes caracteres, en línea con El
alcalde de Zalamea y el estilo del Calderón «realista» o
«costumbrista». Del segundo centenario de la muerte
del dramaturgo data un artículo que nos pone en la
pista sobre las confusiones que su obra ha sido capaz
de desatar. El autor del ensayo entiende la rebeldía de
Luis Pérez como una especie de válvula de escape a la
«opresión del absolutismo teocrático», en él ve a Cal-
derón complicado en «sus inquisitoriales horrores,
en las iniquidades cometidas con judíos y moriscos y
en todas las vilezas y maldades de aquella corte». Sin
embargo, destaca este drama y El alcalde de Zalamea
como obras en las que Calderón (al que atribuye el
hábito de idealizar a los caballeros de la corte de Feli-
pe IV en sus comedias de capa y espada) refleja una
necesidad del pueblo oprimido que «buscó la libertad
en el crimen» y que, no queriendo dejar impune
«aquella inmensa injusticia», pero sin atreverse con
el rey, «acometía a los últimos delegados de su au-
toridad». El autor da como ejemplos los «romances
vulgares» que presentaban el poder arbitrario y opre-
sor del monarca representado por alcaldes y alguaci-
les y, por otra parte, «facinerosos y asesinos, hombres
arriesgados que desafiaban ese mismo poder». Calde-
rón queda absuelto de sus gustos aristocráticos y
apoyo del poder por esta obra en la que el ensayista
ve, ademá.s de una prefiguración del bandido román-
tico, una encarnación de «la naciente clase media».39
El autor parte de dicotomías que también enzarzaron
a Menéndez Pelayo y otros, realismo e idealismo que
se desdoblan en rebelión o crítica social y elogio de la
clase dirigente, en el caso de este articulista. Si se leen
las comedias de capa y espada con ojo alerta, esa su-

39. Alfredo Vicenti, «Sobre el drama de Calderón Luis Pérez el


gallego» , La Ilustración Gallega y Asturiana, Madrid, 28 de mayo de
1881, págs. 170-71.

286
puesta idealización de los caballeros forma parte de
una totalidad en la que se inscribe una crítica bastan-
te despiadada.
Los argumentos de Luis Pérez contra los jueces y
las leyes que les atribuye llevan al extremo la opinión
probabilista que favorece la libertad del hombre con-
tra la ley, en caso de duda sobre la insuficiencia de
esa ley. Luis Pérez insinúa que las mismas leyes son
corruptas, meras opiniones de los hombres, acogién-
dose a la vez a una opinión atribuida al probabilis-
mo: que «sólo las opiniones son la regla y la medida
de la honestidad y malicia de los objetos» y que, por
lo tanto, «toda la honestidad y malicia de las cosas
depende de las opiniones humanas». Daniel Concina
recoge ésta y otras críticas de la moral probabilista,
identificando la posición fundamental del probabi-
lismo con los escépticos y con los «modernos liberti-
nos», llamados «espíritus fuertes y feroces». Este au-
tor, haciéndose eco de una idea muy difundida ya en
la segunda mitad del siglo xvii, tacha al probabilis-
mo de ensalzar al hombre sobre Dios, subordinando
la verdad divina a la opinión humana al enseñar que
las leyes naturales y divinas no son otra cosa que las
opiniones variables y mudables de los hombres."
Este punto de vista antiprobabilista tergiversa arbi-
trariamente la doctrina de los «nuevos casuistas»;
sin embargo, percibe una consecuencia del probabi-
lismo: la creación de una nueva moral relativista
opuesta intrínsecamente a las enseñanzas de la Igle-
sia y de la tradición.
Los personajes rebeldes de Calderón ponen en
práctica un probabilismo que llevan a su última con-
secuencia, afirmándose a sí mismos en el principio
«in dubio pro reo». De masoquistas no tienen nada, ya
que se aplican a ellos mismos con generosidad el
principio de la opinión menos probable. De ahí que el

40. Concina, t. II, págs. 39-40.

287
dramaturgo forjara la cara opuesta de este personaje,
los Curcios, Polemios, Basilios y Gutierres que se au-
toafirman en la opinión más segura, más probable y
más rigurosa, aliándose con el poder ya del Estado,
de la religión o la costumbre. Esta doble autoafirma-
ción de la voluntad, rigoristas por un lado y probabi-
listas por otro, precipita un conflicto que impone
como condición de esa autoafirmación de la propia
vida la pérdida de la vida del otro. Gutierre hace ase-
sinar secretamente a su mujer, Mencía, apoyándose
en la opinión más probable y en base a la cual au-
toafirma su apetito de certidumbre. Luis Pérez asesi-
na a Juan Bautista sustentándose en una opinión me-
nos probable que le favorece a él, perseguido por un
juez interesado apoyado por un testigo falso. En el
primer caso el homicidio priva al inocente de vida y
libertad, en el segundo el inocente mata para defen-
der su propia libertad y vida.
Los personajes rebeldes o transgresores (ya que
existen transgresores que no son rebeldes), aun sien-
do íntegros, generosos y nobles de espíritu, no parten
de la continencia y la templanza, aunque puedan lle-
gar a conquistarlas a través del riesgo, el sufrimiento
y la experiencia. Desde el punto de vista de una moral
normativa que impone como obligación el respeto a
la ley, las acciones de Luis Pérez carecen de justicia y,
por lo tanto, de moral. Luis Pérez niega los derechos
de la ley ante la amenaza de perder hacienda, vida,
honor y libertad; afirma un bien que es suyo contra
un bien de la comunidad o sociedad que considera
como contingente y opinable. Paradójicamente, el
personaje impone su propia medida de la ley, un ab-
soluto que sella con la muerte del otro.
La moral probabilista está en oposición a la moral
kantiana, con la que se han juzgado en alguna ocasión
los planteamientos de Calderón. El imperativo cate-
górico está fundamentado en el hecho de que el acto
moral no puede depender de los sentimientos del in-

288
dividuo sino del respeto a la ley. Sin embargo, los per-
sonajes de Calderón se afirman muchas veces en el
respeto a la ley y en el sentido del deber, que es lo que
significa ese vencerse a sí mismo que se repite a lo
largo de la obra del dramaturgo, pero esto lo logran
solamente a través de un calvario, ya que no es algo
que les sea dado. Calderón sabía que respetar la ley y
actuar por un sentido del deber no preservaba nece-
sariamente a la libertad del otro, sino que podía repri-
mirla y destruirla, que se podía respetar una ley injus-
ta y que el deber podía llevar a la injusticia. De ahí
que esta cuestión surja en un contexto dialéctico. En
La vida es sueño Segismundo avanza por un sendero
de espinas hacia un imperativo categórico basado en
el respeto a la ley. Practica una retórica de probabili-
dades y una moral provisional, camino que le lleva a
una noción del deber que transciende el sentimiento
personal. Esta confluencia de imperativos y probabi-
lidades ha confundido a muchos intérpretes. No es
extraño que aparezca reiteradamente la acusación de
laxismo o inmoralidad y, a la vez, la impugnación del
dramaturgo como portaestandarte de absolutos e im-
perativos categóricos reñidos con la visión laica, pro-
gresista y relativista de la moral.
El supuesto dramaturgo del honor que promovió
esa imagen del teatro de la crueldad, espejo de una
moral bárbara y de una sociedad neurasténica repri-
mida por la Iglesia, desarrolló un análisis implacable
del espíritu de venganza, constitutivo no de un país o
de una época, sino de la condición humana. Al dar un
paso más hacia el interior del universo calderoniano,
no sin el riesgo de perdernos, seguiremos el hilo con-
ductor que nos ha permitido entrar en el laberinto.
Ese hilo de Ariadna no es otro que la palabra «justi-
cia», a través de la cual hemos topado con la palabra
«venganza». Regresemos a la noche del 26 de agosto
de 1635 cuando se estrenó en Palacio El médico de su
honra, fecha en la que finaliza toda una época glorio-

289
sa del teatro barroco, pues en esa misma noche de
estío muere Lope de Vega, autor de una obra con el
mismo título y de la que Calderón se valió para escri-
bir su tragedia.

290
Capítulo 8

A secreto agravio, secreta venganza. El discurso «infinito»


de don Lope de Almeida. Vergüenza y conciencia. Subjeti-
vidad, honor y apariencias. La doctrina de Hegel. Retórica
forense y el arte del monólogo. El médico de su honra. Es-
tructura profunda del «soliloquio» de don Gutierre. «Ya es-
toy solo, ya bien puedo 1 hablar». Retórica, poética y ética
del monólogo calderoniano. Aristóteles, Descartes y Calde-
rón. Disimulo y clandestinidad. La prudencia como arte.
Baltasar Gracián. Celos de honor y celos de amor. El Te-
trarca, ateto y don Gutierre. La mediación shakespeariana.
Erlebniskunst. Menéndez Pelayo y Walter Benjamin. Ver-
fremdungseffekt. La «cara fea» de Calderón. Su «infierno cí-
nico». Richard Wagner frente a El médico de su honra: «Ex-
traña, extrañísima».
¿Quién hiciera de sí otra
mitad, con quien él pudiese
descansar? Pero mal digo
que hiciera cuerdamente
de sí mismo otra mitad,
porque en partes diferentes
¿pudiera la voz quejarse
sin que el pecho lo supiese?,
¿pudiera sentir el pecho
sin que la voz lo dijese?,
¿pudiera yo, sin que yo
llegara a oírme ni a verme,
conmigo mismo culparme
y conmigo defenderme,
porque unas veces cobarde
como atrevido otras veces,
tenga vergüenza de mí?
—A secreto agravio, secreta venganza
Con los versos citados se inicia el monólogo (a poco
menos de empezar la segunda jornada) en el que se
enclaustra don Lope de Almeida, protagonista de A
secreto agravio, secreta venganza, asediado por sospe-
chas y recelos y aguijoneado por la vergüenza, inevi-
table espejo en el que se contempla sin querer recono-
cerse. El hablante asiste a puerta cerrada y con sigilo
sacramental a ese lugar reservado, escondrijo de la
conciencia desde el que acecha otro sí mismo, espejo
bochornoso de ese secreto que anida reprimido por
las representaciones de la autoconciencia. Multipli-
cado en diversas voces, no encuentra reposo, sólo la
atormentada conciencia que le pone de manifiesto
otro sí mismo como objeto de su representar. Mas ese
objeto es él mismo, sujeto que necesita hablar, comu-
nicar consigo mismo («Ahora bien, fuerza es quejar-
me, 1 mas no sé por dónde empiece»), oírse y verse,
representarse ese sí mismo, que surge de manera in-
soportable espejado en el ojo del otro. El angustioso
querer que sólo exista la voz, sin ojos y sin oídos, des-
vela la voluntad de la voluntad que a toda costa quiere
suprimir el sentimiento de vergüenza y encontrar un
fundamento absoluto e inconcuso:

Fuera todo lenguas, fuese


nada oídos, nada ojos,

293
porque oprimido de verse
guardado, no rompa el pecho
y como mina reviente.

El atormentado personaje huronea en la madrigue-


ra de su conciencia sin lograr ensimismarse, ya que
ese sí mismo está también fuera de la conciencia, a
saber, en su mejor amigo que, sin decírselo en tantas
palabras, le ha hecho saber que conoce su deshonra.
En el soliloquio de don Lope está presente el silencio-
so y discreto testigo de su agravio, don Juan de Silva,
potenciado hasta el infinito:
¡Que tenga el honor mil ojos
para ver lo que le pese,
mil oídos para oírlo
y una lengua solamente
para quejarse de todo!

Mas lo que agobia y oprime a don Lope de Almeida es


la representación de un solo sustantivo que quiere
guardar en el pecho sin que lo sepa la voz:
<;Osara decir la lengua
que tengo...? Lengua detente,
no pronuncies, no articules
mi afrenta; que si me ofendes,
podrá ser que castigada,
con mi vida o con mi muerte,
siendo ofensor y ofendido
yo me agravie y no me vengue.
No digas que tengo celos...
Ya lo dije, ya no puede
volverse al pecho la voz:

Impotente, la autoconciencia queda sobrecogida


por una sola palabra que abisma al personaje en el
callejón sin salida de su propia subjetividad. Don
Lope no afirma su existencia en el cogito, y en vez de
1. Dramas, pág. 436.

294
«pienso, luego existo» este ficticio y esencial coetáneo
de Descartes viene a enunciar: no quiero pensar que
tengo vergüenza; pienso que siento vergüenza, luego
no quiero existir; para no pensar que siento vergüen-
za, no quiero que existas. La vergüenza de tener ver-
güenza la supera sólo la voluntad de autocertidumbre
que acalla las voces acudiendo a la venganza y echan-
do tierra sobre la autoconciencia, voluntad nihilista
que no se satisface con la destrucción sino que aspira
a la devastación, el no querer dejar huella alguna de la
deshonra. Tal impulso se hace patente en la violencia
que sobrecoge al vengador cuando, incontrolado, se
escucha a sí mismo:
¡vive Dios!,
vida que no le quitara,
sangre que no le vertiera,
almas que no le sacara,
y estas rompiera después
a ser visibles las almas.2

El personaje ha sido condenado a la lucidez, a ex-


perimentar la enajenación que sólo podrá remediar
con la venganza, y así terminará abandonando la infi-
nita casuística de un discurso infinito («hay honor
más sutilezas 1 que decirme y proponerme») para dar
paso al absoluto de una certidumbre que se ceba en la
muerte del otro y que logra clandestinamente: apuña-
la y echa al agua a don Luis de Benavides (que aceptó
incauto la invitación de don Lope a cruzar el Tajo en
una barca) para después prender fuego a su propia
casa con su desmayada mujer, doña Leonor, incluida;
pues ésta, que esa noche esperaba a su amante, se
desvaneció al saber por su marido que un caballero al
que dejó sitio en su barca fue víctima de un accidente,
muriendo ahogado. El vengador mata con fuego y
agua, anónimos guardianes de su secreto:

2. Dramas, pág. 442.

295
Mis intentos sólo los he de fiar,
porque los sabrán callar,
de todos cuatro elementos.
Allí al agua y viento entrego
la media venganza mía;
y aquí la otra mitad fía
mi dolor de tierra y fuego;
pues esta noche mi casa pienso
intrépido abrasar.'

El único que sabe el secreto del vengador es su ami-


go don Juan que lo confía al rey don Sebastián al final
de la representación. En boca de éste pone el drama-
turgo las últimas palabras de la obra que sellan la ac-
ción de don Lope legitimándola: «porque secreta
ofensa 1 requiere secreta venganza». El público de la
época sabía que don Lope, viudo y libre para incorpo-
rarse a la expedición del rey, perdería la vida con to-
dos los demás soldados y caballeros en la derrota de
Alcazarquivir. Este final ha repugnado a numerosos
comentaristas decimonónicos, incluyendo al filósofo
Hegel, que vio la tragedia representada, causándole
tal efecto que la consideró inaceptable. Hegel meditó
sobre el honor fijándose en los dramas españoles y en
particular en los de Calderón al discutir en sus Leccio-
nes de estética lo que califica como «honor románti-
co» y que aplica a la tradición europea medieval, re-
nacentista y barroca, llegando hasta el momento que
escribe. El análisis que hace del honor cuando dice
que el hombre tiene en el honor la conciencia afirma-
tiva más próxima a su subjetividad infinita, indepen-
dientemente del contenido de ésta («In der Ehre hat
der Mensch das nichste affirmative Bewusstsein seiner
unendlichen Subjektivittit, unabhingig van dem Inhalt
derselben»), proviene de una reflexión que coincide
con la de Calderón. Al escribir que el honor es apa-
riencia («Schein»), pero como apariencia y brillo o re-
3. Dramas, pág. 451.

296
flejo de la subjetividad en sí misma, que es como Ia
apariencia infinita de algo infinito en sí («als das
Scheinen und Wiederscheinen der Subjektivitãt in sich
selbst zu nehmen, dass ais Scheinem eives in sich
Unendlichen selber unendlich ist»),4 se nos vienen a
la imaginación los monólogos de personajes como
Lope de Almeida y Gutierre Solís, protagonistas de
las obras que discute Hegel al hablar de la tragedia.
Los monólogos de don Lope de Almeida no tienen
rivales en el teatro europeo en cuanto a la manifesta-
ción de esa subjetividad profunda, ese «proceder en
infinito» de la autoconciencia como reflejo de la sub-
jetividad en sí misma. El mismo Hegel indica que está
pensando en estas obras al describir el honor como
autoconciencia cuando dice que, en primera instan-
cia, los españoles han desarrollado la casuística de la
reflexión sobre puntos de honor en su poesía dramá-
tica.' Tras el término «españoles» se embosca Calde-
rón, cuyos monólogos parecen encarnar al pie de la
letra el análisis hegeliano. El honor surge de manos
de Hegel como una representación de lo que el sujeto
es, no en realidad, sino en la representación. Calde-
rón es el gran dramaturgo de estados de conciencia,
de la representación de la subjetividad en el acto de
representarse a sí misma representando. El armazón
del monólogo de Gutierre en El médico de su honra
queda constituido por una transposición de la retóri-
ca judicial (genus iudiciale), en sí dialéctica, al inte-
rior de la conciencia de un solo personaje, de ahí que
se configure como un monodiálogo y una dialéctica
de la conciencia basada en la búsqueda de pruebas
ciertas por medio de probabilidades y conjeturas. Gu-
tiene asume los papeles de la parte demandante y de
la parte demandada, presentándose en el papel de fis-

4. Vorlesungen über Asthetik, Sãmtliche Werke, XIII (Stuttgart,


1928), t. II, pág. 173.
5. Hegel, pág. 175.

297
cal, no sin hacer también el de abogado defensor. Al
presentar y revisar los hechos se vale de la conjetura
(causa coniecturali) en todas sus divisiones: la proba-
bilidad, la comparación, el signo o el índice, la prueba
presuntiva, el comportamiento subsiguiente y la
prueba confirmativa. En el caso del signo, Gutierre
busca pruebas en términos del lugar, el tiempo y el
espacio. El mismo Gutierre encuentra defectos en sus
argumentos («vitiosa expositio») refutándolos. Calde-
rón introdujo además en este proceso de razonamien-
to adscrito al genus legale y rationale, los afectos, la
imaginación y las pasiones en función de una repre-
sión, discurso en el que se va configurando la «justi-
cia» que llevará a cabo don Gutierre.
Calderón se valió de la técnica de la retórica forense
a lo largo de su obra, especialmente en los autos sa-
cramentales, donde la pone al servicio de la alegoría
en tanto proceso dialéctico-conjetural de argumentos
y pruebas de la fe, y defensa del hombre deudor. En
este sentido Ia tradición de la retórica ciceroniana lle-
ga a Calderón a través de la patrística y del sermona-
rio de los siglos xvi y xvii. El brillante uso de la re-
tórica judicial por Tertuliano en sus tratados
apologéticos y dogmáticos, como De testimonio ani-
rnae (tratado en el que el alma, sujeta a una dramática
interrogación judicial, surge como testigo y prueba
de las verdades cristianas), Apolegeticum, De carne
Christi, De resurrectione rnortuorum, y Adversus Mar-
cionem, se hace presente ya directa o indirectamente
en la aplicación teológica de la retórica forense por
parte de Calderón.
En El médico de su honra la transposición ocurre
en un plano secular, en términos de una excavación
del «interior» o conciencia. Calderón transformó el
arte del monólogo dotándolo de vigor dialéctico y
fuerza simbólica que lo alejó de la tendencia a la am-
plificación retórica característica de sus predeceso-
res, para imprimir así un movimiento capaz de hacer

298
presente las dobleces, represiones y ocultaciones de
la conciencia dubitativa y escrupulosa. Basta compa-
rar el desarrollo que da Calderón a la conciencia clan-
destina del vengador con la manera que la represen-
taron sus predecesores para notar la diferencia de
generaciones y la novedosa profundidad del monólo-
go calderoniano. El soliloquio de don Gutierre en la
segunda jornada de El médico de su honra ejemplifica
las nuevas dimensiones que alcanzó el arte del monó-
logo en manos de Calderón, del que hizo un vehículo
para representar simultáneamente la personalidad
moral y la personalidad transcendental, recapitulan-
do la ordenación de los sucesos del argumento en
función de la intencionalidad del hablante y del des-
tino o guión que se ve obligado a representar. Aislado
herméticamente de los demás actores, don Gutierre
se abandona a un soliloquio con el que inicia in foro
conscientiae una sigilosa y secreta investigación judi-
cial, persiguiendo sin descanso en su fuero interno
esa evasiva certidumbre que le obsesiona, la culpabi-
lidad o no culpabilidad de su esposa, Mencía. Lo que
está en juego es su honra o su deshonra, su ser o no
ser, que somete a las leyes inflexibles de una lógica en
la que incuba el espíritu de venganza. En el monólogo
se confunden el caso judicial y el caso de conciencia,
interviniendo simultáneamente en su desarrollo las
diferentes facultades: imaginación, afectos, pasiones,
razón y entendimiento. El personaje se escucha en
palabras que no ha querido pronunciar, voces que
surgen inopinadamente violentando el ordenado pro-
ceso silogístico que pretende imponer sobre el objeto
de su pesquisa. Calderón empuja a sus personajes a
sentir vértigo y horror ante el abismo interior, arras-
trándoles al borde de ese vacío soterrado por el len-
guaje y que sólo el lenguaje puede desenterrar, ese
«caos» que san Agustín definió gráficamente como el
«abyssus l'zumanae conscientae»
Podemos dividir el monólogo (con el objeto de faci-

299
litar el siguiente comentario) en varios movimientos,
ya que el discurso posee un ritmo que corresponde a
un proceso sutilmente matizado, en el que se pone en
juego no una psicología sino la persona del hablante.
El primer movimiento del monólogo despliega una
intencionalidad que plantea una finalidad ansiosa-
mente buscada por el personaje, una certidumbre in-
controvertible e indudable que sirva de descanso al
turbulento amotinamiento de afectos, dudas y pasio-
nes que le asedian y sobre los que necesita urgente-
mente imponer un esquema racional que frene y
ordene el atormentado torrente de imágenes, senti-
mientos y sensaciones que le invaden cuerpo y alma.
Ante el monólogo de don Gutierre, el tópico del Cal-
derón conceptual y cerebral creador de personajes
abstractos queda desenmascarado como una inepta
proyección, ya que lo abstracto y conceptual es el jui-
cio de valor que determina tal opinión. Los procesos
de la razón no son privilegio de intelectuales; forman
parte del representar humano ya que aun la percep-
ción más inmediata es sólo posible por un esquema
anterior que la precipita. El actor que interprete el pa-
pel de don Gutierre tendrá que bucear en un insonda-
ble abismo, arriesgándose a descubrirlo en sí mismo.
Si el personaje piensa racionalmente es porque le im-
pulsa un apetito de esquematizar, ordenar, someter y
calcular lo no racional. Imaginémonos el teatro: sólo
se oye la voz del actor emparedado entre el silencio y
la soledad pues en ese momento, aunque el teatro esté
lleno, el público le será completamente invisible,
dada la concentración con la que fuerza la hermética
clandestinidad de su conciencia:

Ya estoy solo, ya bien puedo


hablar. ¡Ay Dios!, quién pudiera
reducir sólo a un discurso,
medir con sola una idea
tantos géneros de agravios,

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