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SEAMOS SERIOS, PERO NO TANTO

Rubén Pardiñas

Introducción

El infierno y el paraíso me parecen desproporcionados.


Los actos de los hombres no merecen tanto.
Jorge Luís Borges

La prueba de toda verdad es,


sencillamente, su eficacia.
William James

No está tan claro que la libertad y el pluralismo gocen de la misma salud en el


campo artístico que en otros ámbitos de la sociedad occidental. Aunque la actual
producción cultural demuestra que tales valores sí están en gran medida generalizados,
pienso que todavía son relativamente frecuentes algunas actitudes que, aunque
amparadas a menudo en proclamas antisistema, se resisten en realidad a abandonar
un confortable inmovilismo metafísico más propio de la religiosidad medieval y del
dogmatismo modernista. En relación con esto Antonio Escohotado llegaba hace poco a
la siguiente conclusión:
Temo que un vigoroso ingrediente de la antiglobalización sea la nostalgia de la
promesa militar/clerical, con sus recetas infalibles para una salvación colectiva,
unida al desencanto producido por el hundimiento del socialismo llamado real, y
realimentada por sectores juveniles desinformados o problemáticos [Escohotado,
2001].
Efectivamente, hay algo que une la promesa salvífica de la religión con la del
totalitarismo, y que además es compartido por la vanguardia artística, entre otros
movimientos amigos de las recetas infalibles. Sin embargo, aunque el parentesco entre
tales exponentes de excelencia espiritual, política o estética es patente, no resulta fácil
dar nombre a una categoría que los englobe a todos. ¿Qué es lo que une, siquiera
superficialmente, la autosuficiencia de Dios, del Führer o de Malevitch? En adelante me
referiré a esta clase de grandeza autoproclamada bajo la etiqueta de lo sublime.
El concepto de lo sublime adquiere cierta importancia en la discusión filosófica hacia
el siglo i d. C. gracias a Longino, que empieza a hablar de ciertas características de la
belleza como de algo inaprensible. Así, lo sublime nace desligado de lo simplemente
estético, y pronto se empieza a considerar como una categoría más cercana a lo
sobrenatural que a lo humano. El siglo xviii será el siglo de lo sublime por excelencia.
Lo bello parece ya a pensadores como Burke o Kant un concepto demasiado limitado y
por primera vez la sublimidad se plantea como la característica esencial del arte. «El
principio del arte contemporáneo no es lo bello, sino lo característico, lo interesante y lo
filosófico», decía Burke en 1797 (Tatarkiewicz, 1987, 182), inaugurando, quizá, las
Vanguardias. Para Kant lo sublime no solo superaba a lo bello, sino que era, además,
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algo totalmente opuesto. Desde entonces el concepto se constituyó en blanco de


discusiones hasta la actualidad, y cada época y pensador dio su propia versión
matizada. Pero para todos los que hablaron de ello se trató de algo grandioso,
inalcanzable, elevado hasta un grado extremo..., casi divino. Como escribió ya a finales
del siglo xx Richard Rorty:
Contemplar lo bello es contemplar algo manejable, algo que consta de unas partes
reconocibles como organizadas de una forma reconocible. Quedar asombrado por
algo sublime es ser llevado más allá del reconocimiento y la descripción [Rorty,
2000, 7].
Esta breve historia del término será lo más erudito que diré sobre lo sublime. No
creo que merezca demasiado la pena restringir su sentido a la teoría estética canónica.
El concepto que recorre los siguientes ensayos se apoya en un significado laxo, con
múltiples encarnaciones en diferentes contextos. Este no es, después de todo, un libro
sobre lo sublime en el sentido tradicional académico, sino sobre cómo su espíritu más
dogmático —la imagen de insuperabilidad que su simple mención nos evoca— se ha
implantado en la vida cultural. Después de siglos de tradición, creo que sublime,
entendido como ‘inefable’, es un término que expresa bastante bien el común
denominador de ciertos proyectos que en la historia de Occidente (muchos a través del
arte) aspiraron o siguen aspirando a cumplir un destino irrenunciable y verdadero, un
programa total y definitivo: una utopía.
Algo común a las cualidades que en adelante adscribiré a lo sublime es que
tradicionalmente han venido ocupando lo más alto de nuestra escala de valores. Son
todavía, según sus defensores, las características a las que toda obra de arte, filosofía,
o incluso cualquier persona debería aspirar. Estas cualidades también comparten un
acusado carácter conservador, en el sentido de que, al ser considerados quienes las
poseen como modelos de perfección, se hace difícil imaginar cómo podrían
experimentar algún cambio sin perder con ello una parte —por pequeña que sea— de
su excelencia.
A estas alturas el lector sólo tendrá una idea vaga sobre qué cosas, acontecimientos o
personajes públicos son los realmente sublimes. Lo sublime, como no podía ser de otra
manera, es de difícil aprensión en su totalidad. Pero sus diferentes caras son fácilmente
reconocibles por oposición. Así, unas veces se refiere a lo homogéneo frente a lo
heterogéneo, como cuando admiramos el plan urbanístico del París de Haussman y lo
comparamos con la estructura de una ciudad como Madrid. Otras veces lo asociamos a
la pureza frente a la mezcla, como cuando colocamos jerárquicamente el galgo inglés
por encima de cualquier perro callejero. En multitud de ocasiones (más de las que
imaginamos) se refiere a la unidad frente a la diversidad, como cuando Renfe considera
estéticamente más adecuado sustituir los idiosincrásicos rótulos de cada estación
ferroviaria por el mismo modelo en todas ellas. Con frecuencia lo sublime es lo serio
(como el sexo con función procreadora) frente a lo frívolo (el sexo por diversión).
También lo profundo (la filosofía) frente a lo superficial (el fútbol), o, en otra variante, lo
trascendente (El Quijote) frente a lo banal (007 contra el Dr. No). Y, cómo no, lo objetivo
(la Verdad) frente a lo relativo (mi opinión o la de usted). Como se puede ver, París,
Galgo Inglés, Homogeneidad Cultural, Procreación, Filosofía, El Quijote, la Verdad,
etcétera, forman una familia bastante bien avenida, cuyo apellido podría ser
perfectamente los Sublime. La otra familia (Madrid, perro callejero, multiculturalismo,
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follar, fútbol, James Bond, mis opiniones...) parece un poco «de provincias», y, aunque
muchos la preferimos con frecuencia, no podemos decir que sublime sea un adjetivo
adecuado para retratarla.
Pero reprocharle al arte que persiga lo sublime es también querer arrebatarle algo que
parece intrínseco a su propia naturaleza. Supone una renuncia que requiere una buena
justificación, si las nobles aspiraciones de gente como Fidias, Miguel Ángel, Beethoven
o Kandinsky nos merecen algún respeto. Como hemos visto, una razón para olvidarse
de ello sería que la sublimidad, en cuanto categoría perfecta y cerrada, tiene una
irreductible tendencia a ignorar el resto de opciones menos pretenciosas. Opiniones
puede haber muchas, pero Verdad solo una. Afortunadamente, en el mundo del arte un
dogmatismo de este calibre no tiene las consecuencias catastróficas que provoca
desde la política. Los efectos de ignorar a los pintores académicos en los circuitos
artísticos a tener en cuenta no son los mismos que los de considerar a los negros una
raza ajena al género humano (aunque en los dos casos se parta del mismo supuesto
erróneo: la legitimación de unos pocos para diseñar una colectividad entera en nombre
de la Verdad). Después de todo, y como se puede apreciar en los ejemplos antes
citados, la verdad, la unidad, la seriedad, la homogeneidad y la pureza han inspirado y
siguen inspirando grandes obras literarias, de arte y de arquitectura. Es inquietante
pensar, sin embargo, que esos logros de la cultura occidental se han venido alternando
en una larga secuencia con grandes desastres de nuestra historia política y social,
impulsados con frecuencia por los mismos ideales de grandiosidad y sublimidad. Las
sospechas se confirman al comprobar que, demasiadas veces, manifestaciones
artísticas que admiramos formaron parte activa de proyectos políticos que detestamos.
Pensemos en las películas de Leni Riefenstahl o Eisenstein, en la filosofía de
Heidegger o Nietzsche, en las obras de los futuristas, etcétera. Para ellos y para
muchos otros, arte y política, vanguardia estética y progresismo ideológico eran las dos
caras de una sola empresa, una empresa ardua y sublime que aunaba esfuerzos en
pos de lo verdadero. Por ello, es en las pretensiones políticas del arte donde encuentro
razones de peso para dejar de lado la sublimidad. Como veremos, convertir el arte en
algo a tener en cuenta políticamente es, como la historia ha demostrado, demasiado
peligroso. Aunque nos parezcan adecuadas para el catálogo de un artista (incluso
contemporáneo), palabras como homogeneidad, pureza, unidad... resultan demasiado
sospechosas como parte de un programa electoral.
Desde que Hegel anunció que se había trasformado en filosofía, el arte no aspiró ya a
hablar del mundo, sino a explicarlo. A partir de entonces los artistas se sintieron más
que nunca los transmisores de una trascendencia cada vez más difícil de comprender.
Particularmente me fascinan las manifestaciones artísticas que abandonan desde un
principio esta trascendencia. Son gente como Rossini, Hitchcock, Warhol o Nabokov, a
menudo tachados de conservadores, comerciales o superficiales (frente a Wagner,
Manoel de Oliveira, Beuys o Brecht, considerados símbolos de la trasgresión y la
profundidad), los que demuestran que la búsqueda de la verdad no es algo intrínseco al
artista. Que hay cosas pequeñas, pasajeras, banales y con frecuencia simplemente
estéticas (como si decir que las Variaciones Goldberg son simple estética fuera,
además de cierto, algo malo) que no aspiran a conformar la conciencia colectiva del
mundo —aunque a veces también contribuyan a ello— sino a conmocionar a personas.

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No hay nada más desastroso y que conduzca con mayor seguridad a una situación de
enconamiento que el choque de dos posiciones (estéticas, filosóficas, políticas,
etcétera) que se tienen por sublimes. Sin embargo, como he apuntado más arriba, los
logros que gracias a la idea de lo sublime muchos artistas han alcanzado durante siglos
demuestran que es un estímulo intelectual de gran fuerza creativa que conviene no
desaprovechar. Pero ¿cómo hacerlo sin peligro? En mi opinión, solo cuando este
anhelo de perfección permanece encerrado en la idiosincrasia de cada uno puede
resultar provechoso. Se trata en estos casos de una sublimidad ficcionada, digna de
alcanzar precisamente porque su campo de acción es el ámbito privado, no el espacio
público donde demasiadas sublimidades juntas pueden resultar, como he dicho,
incompatibles. Si a pesar de todo el arte pretende convertirse en una herramienta
política eficaz, debería aprender algo de otros agentes sociales que han asumido que
influir en una sociedad globalizada exige navegar entre la diversidad, el pluralismo y la
negociación. Articular la época actual en torno a un nuevo metarrelato en el que
refugiarse no es un buen entrenamiento para ello. Porque, por increíble que parezca, la
sublimidad es reclamada también por muchos teóricos de la posmodernidad, que
encuentran en esta los fantasmas que la modernidad, superada por el capitalismo, les
negó. Como expone Fredric Jameson en una proclama digna de un profeta:
Lo sublime posmoderno solo puede comprenderse en términos de esta nueva
realidad de las instituciones económicas y sociales: una realidad inmensa,
amenazadora, y solo oscuramente perceptible [Jameson, 1991, 86].
El hecho de que la propia palabra nos suene un poco cursi dice mucho de la
progresiva desaparición de lo sublime como categoría digna de alcanzar. Sin embargo,
en medio de la «democrática vulgaridad posmoderna», lo sublime resiste. Sobre ello,
sobre la sorprendente fortaleza de lo sublime en la politizada cultura del Occidente
contemporáneo, tratan los siguientes ensayos. En ellos me refiero principalmente a
cuestiones de arte, arquitectura, cine y filosofía, pero no específicamente a tales
disciplinas, sino a todo lo que a través de ellas podemos comprender mejor. Será una
colección de ejemplos que, sin pretender demasiada exhaustividad ni profundidad,
espero resulte clarificadora. A todos los une un hilo conductor claro (además de otras
pequeñas conexiones) y, aunque puedan funcionar de manera autónoma, siguen cierto
orden que recomiendo respetar en una primera lectura.
El primero es una especie de síntesis de todo el libro a través de un ejemplo un poco
pintoresco. En él intentaré explicar, en una breve y particular historia del western, que lo
sublime es reacio a la frivolización, hasta el punto de preferir la muerte a una existencia
banalizada. Se trata, además, del germen de este libro. «Arte y compromiso» cumple
una función importante dentro del conjunto. Sienta las bases de un tema estrechamente
vinculado al de la sublimidad que ya he apuntado aquí y que irá apareciendo después
en varias ocasiones: la inconveniencia de fomentar un arte necesariamente político.
«Pluralismo sí, pero de veras» tratará de fijar la atención en un fenómeno que se viene
produciendo en el ámbito artístico y filosófico desde hace unas décadas: cómo la
posmodernidad se ha ido convirtiendo en un cómodo sustituto de la modernidad, en una
entidad rígida, homogénea y lo suficientemente abstracta como para poder culparla de
todo lo que no estamos dispuestos a asumir. Un término que, lejos de la subversión que
inicialmente implicaba, nos merece ya tanto respeto como vanguardia o modernidad.
Una especie de sustituto de Dios. A continuación apuntaré en un breve artículo lo
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mucho que ha venido haciendo por nuestras ciudades la arquitectura efectista y teatral
de los últimos veinte años, la cual sigue produciendo edificios que ya no persiguen
plasmar ninguna esencia arquitectónica, sino que incorporan sin complejos supuestas
contaminaciones (como la ornamentación o la estética cinematográfica), si es que ello
se adapta a sus objetivos. En «La inmortalidad (por fin) frustrada» se pasa revista a una
tendencia del arte contemporáneo que refleja perfectamente la forma traumática en que
la renuncia a lo sublime (en este caso lo imperecedero) se hace explícita en las obras
de muchos artistas. Otra renuncia a la que estos se resisten mucho más tiene que ver
con los aspectos económicos que rodean al arte. En «Por un magreo aún más notorio»
intentaré mostrar que aceptar un rol social que los equipare a otros actores del
capitalismo significa todavía para ellos abandonar una sublimidad que suponen
intrínseca a su disciplina. Los capítulos sobre Matrix y Bob Fosse pretenden ser
ejercicios de frivolidad tal y como creo que esta debería ser utilizada con mayor
frecuencia. Pretenden demostrar que la división del conocimiento humano en disciplinas
es en ocasiones un estorbo, y que la división entre disciplinas consideradas serias y
otras que no lo son es un estorbo todavía mayor. Las similitudes entre lo que vemos
habitualmente en las pantallas de los multicines y en las salas del Reina Sofía
constituyen una evidencia que solo los prejuicios, la vergüenza o la cobardía consiguen
acallar demasiadas veces en la crítica cultural. Creo que merece la pena detenerse
brevemente en este punto, que enlaza, además, con el tema del último capítulo del
libro.
Muchos artistas contemporáneos han conseguido, desde Duchamp, exasperar al
espectador con sus difíciles discursos y sus obras construidas con objetos sacados del
cubo de la basura. ¿Cómo algo tan simple podía significar cosas tan complicadas? Y
sobre todo, ¿por qué el arte no nos ofrece demasiadas lecturas trivializadas de estos
discursos, como si no mereciera la pena hablar de ello si no es profundamente?
En mi opinión, es un hecho que en cierto —y quizás no muy visible— sentido el artista
contemporáneo sí se ha ido alejando de tanta seriedad y erudición discursiva. El
animado viaje del arte objetual al arte de concepto parece que vuelve a su punto de
partida, y con bastante morriña. Así, con la misma celeridad con que el cine se ha visto
invadido de monstruos y explosiones digitales, la música de sofisticados recursos
tecnológicos, y la mayor parte de las ciudades españolas de vistosos museos de arte
moderno, muchos artistas se han ido cansando de la austeridad estética que el
conceptual les exigía. Por ello, hoy, los objetos de deseo no son ya simples mondas de
plátano, ni siquiera cuadros o estatuas, sino cosas bastante más llamativas. De la
creciente espectacularidad de la obra de muchos artistas actuales se deduce que estos
han alcanzado el convencimiento de que el arte es, definitivamente, el dominio de la
forma sobre el contenido. No les falta razón. Después de todo, es la forma lo que hace
que las grandes obras de literatura no sean telegramas, o que las buenas películas no
sean vídeos domésticos. El discurso sigue estando ahí, si cabe más jeroglífico todavía,
aunque demasiadas veces el artista delega todo esto en el crítico para concentrarse en
su tarea como «escenógrafo». Pero descifrar esos discursos produce con frecuencia
una situación desconcertante. Al contrario de lo que ocurría con la simple monda de
plátano que encerraba toda una metafísica de la vida, la compleja instalación de vídeos
interactivos en tiempo real que nos apabulla en el Guggenheim de la esquina resulta
ser tan solo la misma crítica del capitalismo que venimos oyendo desde que Breton
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proclamaba junto a Trotsky la reconstrucción total y radical de la sociedad a través del


arte (Chipp, 1995, 514-518).
Escribí este último capítulo estimulado por los continuos y tópicos avisos que desde el
ámbito intelectual se lanzan acerca de la deplorable espectacularidad de nuestra
cultura, llamadas de socorro sobre la necesidad de una filmografía europea de calidad
que contrarreste los efectos hipnóticos de la invasión cinematográfica americana, sobre
la urgencia de un arte comprometido que con sus reflexiones nos proteja de las
agresiones de la telebasura. Sé que todo esto puede resultar reduccionista y simple,
pero el debate existe y se da en estos términos reduccionistas y simples. Yo también
creo que no es bueno que todo lo que veamos sean telediarios manipulados, violencia
gratuita, cotilleo sensacionalista y guerras del Golfo que no han sucedido (o que parece
obvio que sí lo han hecho, hasta que Baudrillard nos avise de lo contrario). Pienso que
recrearse excesivamente en lo superficial nos puede conducir a una situación
francamente aburrida. Por ello, como contrapunto al resto del libro, me gustaría al final
hacer una lectura de los peores augurios que desde La sociedad del espectáculo de
Guy Debord se vienen oyendo hasta la saciedad. Sin embargo, no estableceré en ella
distinciones canónicas en las cuales la superficialidad se asocia automáticamente a
medios de masas como el cine comercial o la música pop y la profundidad se reserva
para disciplinas de «mayor prestigio» como el arte de los museos o la poesía. Más bien
diré las mismas cosas sobre uno y otro tipo de manifestaciones, aparentemente tan
diferentes. En concreto, trataré sobre el arte y el cine que utilizan el horror y lo repulsivo
como herramientas para conmocionar al espectador. Ilustran a la perfección —tanto las
obras de Damien Hirst o Joel-Peter Witkin como las películas de adolescentes
perseguidos por psicópatas— hasta dónde puede llegar la deriva estética cuando esta
se concibe como un mero recurso, un simple golpe de efecto, y no como la forma en
que unos contenidos se hacen visibles1.
Pese a la advertencia del último ensayo, que considero necesaria, me gustaría insistir
en que este libro es un alegato en favor de la frivolidad. No como solución sistemática
—supongo que habrá quedado claro—, sino como parte de un diálogo en el que se
hace imprescindible contrarrestar, rebajando el tono si hace falta, las visiones que
fomentan marcos de actuación unívocos, animadas con frecuencia por la nostalgia de lo
sublime.

1
En el fondo, y pese a las agudas observaciones de muchos pensadores (entre ellos Rorty, Fish, Putnam o Derrida),
es difícil negar que una cosa el lo que se cuenta y otra cómo se cuenta. Otro asunto es que la forma sea algo tan
importante para la trasmisión del mensaje que tengamos que considerarla como parte del mensaje mismo. La
distinción entre forma y contenido se vuelve entonces irrelevante. Una película como Octubre demuestra que en
ocasiones el contenido sólo cobra sentido gracias ala forma en que nos es expuesto.

Compilador: Dr. Eduardo Morales Nieves

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