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Rubén Pardiñas
Introducción
follar, fútbol, James Bond, mis opiniones...) parece un poco «de provincias», y, aunque
muchos la preferimos con frecuencia, no podemos decir que sublime sea un adjetivo
adecuado para retratarla.
Pero reprocharle al arte que persiga lo sublime es también querer arrebatarle algo que
parece intrínseco a su propia naturaleza. Supone una renuncia que requiere una buena
justificación, si las nobles aspiraciones de gente como Fidias, Miguel Ángel, Beethoven
o Kandinsky nos merecen algún respeto. Como hemos visto, una razón para olvidarse
de ello sería que la sublimidad, en cuanto categoría perfecta y cerrada, tiene una
irreductible tendencia a ignorar el resto de opciones menos pretenciosas. Opiniones
puede haber muchas, pero Verdad solo una. Afortunadamente, en el mundo del arte un
dogmatismo de este calibre no tiene las consecuencias catastróficas que provoca
desde la política. Los efectos de ignorar a los pintores académicos en los circuitos
artísticos a tener en cuenta no son los mismos que los de considerar a los negros una
raza ajena al género humano (aunque en los dos casos se parta del mismo supuesto
erróneo: la legitimación de unos pocos para diseñar una colectividad entera en nombre
de la Verdad). Después de todo, y como se puede apreciar en los ejemplos antes
citados, la verdad, la unidad, la seriedad, la homogeneidad y la pureza han inspirado y
siguen inspirando grandes obras literarias, de arte y de arquitectura. Es inquietante
pensar, sin embargo, que esos logros de la cultura occidental se han venido alternando
en una larga secuencia con grandes desastres de nuestra historia política y social,
impulsados con frecuencia por los mismos ideales de grandiosidad y sublimidad. Las
sospechas se confirman al comprobar que, demasiadas veces, manifestaciones
artísticas que admiramos formaron parte activa de proyectos políticos que detestamos.
Pensemos en las películas de Leni Riefenstahl o Eisenstein, en la filosofía de
Heidegger o Nietzsche, en las obras de los futuristas, etcétera. Para ellos y para
muchos otros, arte y política, vanguardia estética y progresismo ideológico eran las dos
caras de una sola empresa, una empresa ardua y sublime que aunaba esfuerzos en
pos de lo verdadero. Por ello, es en las pretensiones políticas del arte donde encuentro
razones de peso para dejar de lado la sublimidad. Como veremos, convertir el arte en
algo a tener en cuenta políticamente es, como la historia ha demostrado, demasiado
peligroso. Aunque nos parezcan adecuadas para el catálogo de un artista (incluso
contemporáneo), palabras como homogeneidad, pureza, unidad... resultan demasiado
sospechosas como parte de un programa electoral.
Desde que Hegel anunció que se había trasformado en filosofía, el arte no aspiró ya a
hablar del mundo, sino a explicarlo. A partir de entonces los artistas se sintieron más
que nunca los transmisores de una trascendencia cada vez más difícil de comprender.
Particularmente me fascinan las manifestaciones artísticas que abandonan desde un
principio esta trascendencia. Son gente como Rossini, Hitchcock, Warhol o Nabokov, a
menudo tachados de conservadores, comerciales o superficiales (frente a Wagner,
Manoel de Oliveira, Beuys o Brecht, considerados símbolos de la trasgresión y la
profundidad), los que demuestran que la búsqueda de la verdad no es algo intrínseco al
artista. Que hay cosas pequeñas, pasajeras, banales y con frecuencia simplemente
estéticas (como si decir que las Variaciones Goldberg son simple estética fuera,
además de cierto, algo malo) que no aspiran a conformar la conciencia colectiva del
mundo —aunque a veces también contribuyan a ello— sino a conmocionar a personas.
No hay nada más desastroso y que conduzca con mayor seguridad a una situación de
enconamiento que el choque de dos posiciones (estéticas, filosóficas, políticas,
etcétera) que se tienen por sublimes. Sin embargo, como he apuntado más arriba, los
logros que gracias a la idea de lo sublime muchos artistas han alcanzado durante siglos
demuestran que es un estímulo intelectual de gran fuerza creativa que conviene no
desaprovechar. Pero ¿cómo hacerlo sin peligro? En mi opinión, solo cuando este
anhelo de perfección permanece encerrado en la idiosincrasia de cada uno puede
resultar provechoso. Se trata en estos casos de una sublimidad ficcionada, digna de
alcanzar precisamente porque su campo de acción es el ámbito privado, no el espacio
público donde demasiadas sublimidades juntas pueden resultar, como he dicho,
incompatibles. Si a pesar de todo el arte pretende convertirse en una herramienta
política eficaz, debería aprender algo de otros agentes sociales que han asumido que
influir en una sociedad globalizada exige navegar entre la diversidad, el pluralismo y la
negociación. Articular la época actual en torno a un nuevo metarrelato en el que
refugiarse no es un buen entrenamiento para ello. Porque, por increíble que parezca, la
sublimidad es reclamada también por muchos teóricos de la posmodernidad, que
encuentran en esta los fantasmas que la modernidad, superada por el capitalismo, les
negó. Como expone Fredric Jameson en una proclama digna de un profeta:
Lo sublime posmoderno solo puede comprenderse en términos de esta nueva
realidad de las instituciones económicas y sociales: una realidad inmensa,
amenazadora, y solo oscuramente perceptible [Jameson, 1991, 86].
El hecho de que la propia palabra nos suene un poco cursi dice mucho de la
progresiva desaparición de lo sublime como categoría digna de alcanzar. Sin embargo,
en medio de la «democrática vulgaridad posmoderna», lo sublime resiste. Sobre ello,
sobre la sorprendente fortaleza de lo sublime en la politizada cultura del Occidente
contemporáneo, tratan los siguientes ensayos. En ellos me refiero principalmente a
cuestiones de arte, arquitectura, cine y filosofía, pero no específicamente a tales
disciplinas, sino a todo lo que a través de ellas podemos comprender mejor. Será una
colección de ejemplos que, sin pretender demasiada exhaustividad ni profundidad,
espero resulte clarificadora. A todos los une un hilo conductor claro (además de otras
pequeñas conexiones) y, aunque puedan funcionar de manera autónoma, siguen cierto
orden que recomiendo respetar en una primera lectura.
El primero es una especie de síntesis de todo el libro a través de un ejemplo un poco
pintoresco. En él intentaré explicar, en una breve y particular historia del western, que lo
sublime es reacio a la frivolización, hasta el punto de preferir la muerte a una existencia
banalizada. Se trata, además, del germen de este libro. «Arte y compromiso» cumple
una función importante dentro del conjunto. Sienta las bases de un tema estrechamente
vinculado al de la sublimidad que ya he apuntado aquí y que irá apareciendo después
en varias ocasiones: la inconveniencia de fomentar un arte necesariamente político.
«Pluralismo sí, pero de veras» tratará de fijar la atención en un fenómeno que se viene
produciendo en el ámbito artístico y filosófico desde hace unas décadas: cómo la
posmodernidad se ha ido convirtiendo en un cómodo sustituto de la modernidad, en una
entidad rígida, homogénea y lo suficientemente abstracta como para poder culparla de
todo lo que no estamos dispuestos a asumir. Un término que, lejos de la subversión que
inicialmente implicaba, nos merece ya tanto respeto como vanguardia o modernidad.
Una especie de sustituto de Dios. A continuación apuntaré en un breve artículo lo
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mucho que ha venido haciendo por nuestras ciudades la arquitectura efectista y teatral
de los últimos veinte años, la cual sigue produciendo edificios que ya no persiguen
plasmar ninguna esencia arquitectónica, sino que incorporan sin complejos supuestas
contaminaciones (como la ornamentación o la estética cinematográfica), si es que ello
se adapta a sus objetivos. En «La inmortalidad (por fin) frustrada» se pasa revista a una
tendencia del arte contemporáneo que refleja perfectamente la forma traumática en que
la renuncia a lo sublime (en este caso lo imperecedero) se hace explícita en las obras
de muchos artistas. Otra renuncia a la que estos se resisten mucho más tiene que ver
con los aspectos económicos que rodean al arte. En «Por un magreo aún más notorio»
intentaré mostrar que aceptar un rol social que los equipare a otros actores del
capitalismo significa todavía para ellos abandonar una sublimidad que suponen
intrínseca a su disciplina. Los capítulos sobre Matrix y Bob Fosse pretenden ser
ejercicios de frivolidad tal y como creo que esta debería ser utilizada con mayor
frecuencia. Pretenden demostrar que la división del conocimiento humano en disciplinas
es en ocasiones un estorbo, y que la división entre disciplinas consideradas serias y
otras que no lo son es un estorbo todavía mayor. Las similitudes entre lo que vemos
habitualmente en las pantallas de los multicines y en las salas del Reina Sofía
constituyen una evidencia que solo los prejuicios, la vergüenza o la cobardía consiguen
acallar demasiadas veces en la crítica cultural. Creo que merece la pena detenerse
brevemente en este punto, que enlaza, además, con el tema del último capítulo del
libro.
Muchos artistas contemporáneos han conseguido, desde Duchamp, exasperar al
espectador con sus difíciles discursos y sus obras construidas con objetos sacados del
cubo de la basura. ¿Cómo algo tan simple podía significar cosas tan complicadas? Y
sobre todo, ¿por qué el arte no nos ofrece demasiadas lecturas trivializadas de estos
discursos, como si no mereciera la pena hablar de ello si no es profundamente?
En mi opinión, es un hecho que en cierto —y quizás no muy visible— sentido el artista
contemporáneo sí se ha ido alejando de tanta seriedad y erudición discursiva. El
animado viaje del arte objetual al arte de concepto parece que vuelve a su punto de
partida, y con bastante morriña. Así, con la misma celeridad con que el cine se ha visto
invadido de monstruos y explosiones digitales, la música de sofisticados recursos
tecnológicos, y la mayor parte de las ciudades españolas de vistosos museos de arte
moderno, muchos artistas se han ido cansando de la austeridad estética que el
conceptual les exigía. Por ello, hoy, los objetos de deseo no son ya simples mondas de
plátano, ni siquiera cuadros o estatuas, sino cosas bastante más llamativas. De la
creciente espectacularidad de la obra de muchos artistas actuales se deduce que estos
han alcanzado el convencimiento de que el arte es, definitivamente, el dominio de la
forma sobre el contenido. No les falta razón. Después de todo, es la forma lo que hace
que las grandes obras de literatura no sean telegramas, o que las buenas películas no
sean vídeos domésticos. El discurso sigue estando ahí, si cabe más jeroglífico todavía,
aunque demasiadas veces el artista delega todo esto en el crítico para concentrarse en
su tarea como «escenógrafo». Pero descifrar esos discursos produce con frecuencia
una situación desconcertante. Al contrario de lo que ocurría con la simple monda de
plátano que encerraba toda una metafísica de la vida, la compleja instalación de vídeos
interactivos en tiempo real que nos apabulla en el Guggenheim de la esquina resulta
ser tan solo la misma crítica del capitalismo que venimos oyendo desde que Breton
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En el fondo, y pese a las agudas observaciones de muchos pensadores (entre ellos Rorty, Fish, Putnam o Derrida),
es difícil negar que una cosa el lo que se cuenta y otra cómo se cuenta. Otro asunto es que la forma sea algo tan
importante para la trasmisión del mensaje que tengamos que considerarla como parte del mensaje mismo. La
distinción entre forma y contenido se vuelve entonces irrelevante. Una película como Octubre demuestra que en
ocasiones el contenido sólo cobra sentido gracias ala forma en que nos es expuesto.