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Érase una vez

Ralph y Candy es una historia real, basada en la triste historia de un niño que siempre
deseó tener una mascota y que por razones de emigración, tuvo que abandonar.

Ralph siempre quiso tener una mascota, pero su madre nunca lo permitió.

Cuando el niño tenía trece años, sufrió la separación de sus padres, por razones ajenas a
ellos. Ralph enfermó. Unos decían que de tristeza, otros que era stress, pero el médico le
diagnostico una gastritis aguda que provoco en el, una tremenda delgadez e inapetencia.

Una madrugada, su madre escuchó un gemido y para su gran sorpresa, se encontró cara a
cara con un pequeño perrito que su hijo en complicidad con una prima, recogió en la
calle. Ella, no supo qué decir ante la inesperada visita, pero entendió que tal vez; ese
animalito aliviaría en algo, la ausencia paterna.

Candy creció y se convirtió en el guardián del hogar, así como el niño sufrió por su papá,
Candy entristeció, porque ya su dueño, no estaba y más tarde, toda la familia.

En una lluviosa tarde de Abril, vio como todos abandonaban la casa; el…, al igual que
ellos, se fue para no volver. Nadie supo si estaba vivo o muerto o si en una esquina
cualquiera, aullaba por Ralph.

Fin

El molino de café

Había una vez un niño llamado Jonathan que vivía cerca de un viejo molino de café, todas
las tardes después que Jonathan regresaba de la escuela, su mamá le mandaba a recoger
frutas de las plantas que crecían en el bosque para preparar sus dulces confitados. Pero a
veces Jonathan le mentía diciéndole que estaba enfermo para no hacerle el favor. Una tarde,
cuando Jonathan recogía en su cesta unos duraznos sintió que alguien lo llamaba, al voltear
él pudo ver que detrás de un árbol, escondido tras el tronco se encontraba un niño que usaba
una vestimenta extraña, llevaba zapatos de punta larga y una bata de color marrón, y en su
cabeza de orejas puntiagudas tenía un sombrerillo con plumas a un lado. Jonathan se asustó
y salió corriendo, pero al correr sintió que el niño detrás del árbol lo llamaba y le decía,
Jonathan, regresa, no te haré daño, quiero hablar contigo porque voy a hacerte un regalo.
Jonathan escuchó lo que le gritó el niño y dejó de correr, el otro niño se acercó a él y le
dijo. No te miento, tengo un regalo para ti, pero no podré dártelo hoy. Si lo quieres tendrás
que ir mañana al molino de café y allí me encontraras. El niño salió corriendo y volvió a
esconderse detrás de la planta, cuando Jonathan lo persiguió y buscó detrás del tronco allí
no había nada.

Al día siguiente Jonathan se levantó temprano y acudió a su escuela, como lo hacía todos
los días, pero no podía quitarse de su pensamiento el regalo prometido. Al regresar al
mediodía a su hogar su madre lo envió a buscar las frutas para hacer sus dulces confitados
que vendía en su casa.
Jonathan tienes que ir a buscar las frutas al bosque, pero debes tener mucho cuidado con el
duende mentiroso.
-¿Con el duende mentiroso? -preguntó Jonathan-
-Sí, con el duende mentiroso, es un niño que vive en el bosque, usa zapatos de punta larga,
una bata marrón y sus orejas son puntiagudas, nadie le cree lo que dice porque es un
mentiroso.
Jonathan se quedó impávido sin dura era el niño que él había visto el día anterior, sin
embargo no le dijo nada a su madre, porque si le decía entonces no obtendría el regalo que
ese niño le había ofrecido. Jonathan comió, tomó una ducha tibia y salió al bosque con su
cesta para recoger las frutas que su madre vendía. Pero al estar ya recogiendo las frutas
pensó en el regalo que aquel niño debía darle y con prisa salió corriendo hacia el
abandonado molino de café que se encontraba a lo lejos, Jonathan corría con la cesta en la
mano y al llegar al destartalado silo de café no encontró a nadie. Merodeó por los
alrededores pero no vio al extraño niño que había hablado con él la tarde de ayer.
Cuando Jonathan estaba listo para partir escuchó la voz del extraño muchacho que le
gritaba desde arriba del molino.
-¡Jonathan no te vayas!, ¡Espera que tengo que darte tu regalo!. Jonathan ansioso esperó
mientras el otro niño bajaba las destartaladas escaleras del viejo trapiche.
Al llegar a él tenía algo en la mano.
-¿Que llevas en la mano? -le preguntó Jonathan al niño-
-Es tu regalo – le contestó él- abre la mano y te lo daré
Jonathan abrió su mano derecha y el niño colocó en esta un grano viejo de café.
Jonathan se tornó molesto
-Pensé que era un regalo de verdad -gritó- me has engañado, tienen razón las personas al
llamarte el Duende mentiroso -insultó Jonathan enfadado por lo que le había hecho el niño.
-No es mentira dijo el duendecillo con ganas de llorar, porque le había pegado mucho el
insulto de Jonathan lo que te he dado es un regalo de verdad, porque ese grano de café no es
un grano de café común y corriente es un grano mágico de café.
-No te creo -reiteró Jonathan listo para retirarse de vuelta a recoger sus frutas.
El duendecillo se tornó aun más triste y comenzó a llorar -tienes que creerme, un hada me
convirtió en el duende mentiroso porque al principio decía muchas mentiras y ahora nadie
me cree, pero me dieron una segunda oportunidad para enmendar mis errores y diez
personas tienen que creerme para volver a ser lo que era antes, para recuperar mi aspecto de
niño normal y tú eres el ultimo que falta en la lista de los que me han creído para que se
rompa el encanto de duende y vuelva a ser un niño normal -dijo con lagrimas en los ojos-
Jonathan se acercó a él, no quería ver sufriendo al duendecillo y decidió darle una segunda
oportunidad. quieres explicarme eso -le preguntó Jonathan
-El hada regresará a quitarme el hechizo solo si diez personas vuelven a creerme y tu eres la
numero diez, me tienes que ayudar para volver a ser un niño común -le dijo llorando-
-¿y que debo hacer? -preguntó Jonathan-
-Si me crees el grano de café se volverá oro y no solo se volverá oro ese que tienes en la
mano sino que también serás dueño de un puñado de café que tengo escondido en el
molino.
Jonathan se asombró por la historia y acompañó al duende que lo llevó dentro del viejo
molino donde todavía tenía un recipiente lleno de granos de café
Cuando llegaron al centro del molino el duende le mostró a Jonathan el recipiente con los
granos de café y le dijo.
-Ahora piensa que todo lo que te estoy diciendo es verdad y el grano de café que tienes en
la mano se convertirá en oro.
Jonathan le creyó de corazón, empuñó con fuerza el grano de café y al abrir la mano la
semilla amarilla brillaba como el sol en su palma -es cierto dijo Jonathan asombrado-
En ese momento la imagen de un hada bella y rubia que alumbraba el recinto apareció en
el aire y con su mano tocó la cabeza del niño que hasta ahora usaba vestimentas extrañas.
El duende cambió inmediatamente de aspecto, su sombrero desapareció y volvió a ser un
niño normal con ropas comunes ante los ojos asombrados de Jonathan.
Antes de marcharse el hada le dijo -no volverás a mentir y veras que cada palabra que digas
de ahora en adelante brillará como el oro por la verdad que tienen dentro igual como se
convirtieron las semillas secas de café y desapareció en el aire.
El niño estaba muy contento, tomó la olla con semillas de café que ahora eran pepitas
brillantes de oro y se lo regaló a Jonathan le dio las gracias por haberle creído y salió
corriendo, gritando que era nuevamente un niño normal como había sido antes de
convertirse en un duende mentiroso.
Jonathan regresó a su casa con la convicción de que jamás mentiría de nuevo, corrió con
la olla de pepitas de oro y la dio a su madre, quien la usó para montar el puesto de frutas
confitadas mas bello y colorido de todo el pueblo.

Fin

La estrella azul

Dame una señal, algo que mi torpe mente entienda como verdadero, te lo pido, dame un
señal, no me mantengas en esa duda…

Silencio

- Necesito esa señal, si no me la das seguiré atada al nudo de la distancia, convencida,


ahogada en sombras, en las sombras del no saber cómo ni porqué suceden las cosas, de los
actos sin motivos, como si fueran parte de un teatro, de una mascarada en la que yo no
tengo cabida, no encaja mi pequeño cuerpo, ni mi pensamiento, mucho menos mi alma…

Silencio sobre silencio

- Si no puedes darme esa señal, algo tan escaso como un atisbo o un rayito de luz, mis ojos
no te verán nunca más, mis párpados se mantendrán cosidos a la inconsciencia y cada gota
derramada no será fruto de un llanto comedido sino el alimento de una frustración
desbocada gota a gota.

Silencio amontonado…

- De acuerdo, lo comprendo, no puedes, en realidad ni tú mismo sabes cómo conectar


conmigo, te comprendo, no, no me digas nada, no me hace falta que hables, sin esa señal,
continuaré señalada, señalada y callada, por fuera… por dentro…
Un ruido… ensordecedor… un trueno.

- ¿Cómo dices? ¿qué, qué? habla más alto… no te oigo…


No hombre eso no, no te pongas a llorar ahora, no es para tanto. Venga, así está mejor, más
calmado te encuentro más humano, como más cercano, hablemos ahora, dime, ¿porqué no
quieres hablarme?

Calma silenciosa, silencio mojado, silencio de ruido.

- Ah, ya comprendo ahora, no puedes, tienes que irte, siempre con prisas por irte y dejarme,
así, sin nada más que un beso lanzado al aire para que yo lo atrape entre mis sentidos, pero
ya soy muy mayor, ¿no tienes algo más real para mi?… ¿Cómo?, siempre hablas tan raro
que no entiendo lo que escucho, no chispees ¿qué tratas de decirme?

De repente acercándose un enfermero de bata blanca hasta la dama:


- Vamos, buena mujer, ya ha estado usted descansando un buen rato, está lloviendo y está
usted tan empapada, va a terminar cogiendo un resfriado, hay que volver ya a la habitación,
se ha hecho muy tarde. Y dígame… ¿con quien hablaba?

- Con las nubes, todos los días les digo que tengo ganas de volver a ver a esa estrella Azul
que una vez ví, pero nunca me hacen caso, siempre llueve…

- Ya, ya – dijo el enfermero,- estamos en temporada de lluvias, es normal por aquí.

Y con extrema delicadeza, el enfermero añadió:


- hoy no ha visto su estrella Azul pero quizá algún día venga y la vea… seguro que mañana
la ve, no tenga prisa, ya verá como mañana…

- Mañana siempre mañana, es una excusa tonta, no sé si tendré horas para un mañana, cada
vez estoy peor, me duele todo… las nubes siempre me la tapan, me he enfadado con ellas,
les he dicho que quiero ver esa estrella Azul de nuevo pero siempre me dan largas…

- Ya, ya, buena señora, pero ya verá como mañana…

- No me engañe, vosotros los jóvenes pensáis que podéis engañar a una vieja solo porque es
vieja, yo tan solo pido ver la estrella ¿pido mucho?, hace muchos años se acercaba a
saludarme, sin que yo pidiera nada…

- Mañana la verá, seguro.


- ¿De veras que me lo promete?
- Sí, yo se lo prometo, usted descanse ahora y mañana verá a esa estrella.
- No lo creo, ya me quedan pocas fuerzas y mis ojos están cansados…, – pero en un
arrebato de rebeldía la mujer añadió: – Aunque es verdad que la estrella Azul me prometió
venir a verme cuando estuviera muy cansada… tengo que verla mañana, no puedo perder la
esperanza, es lo único que me queda…
Y llegando a la habitación y recostada ya en la cama, le dijo al enfermero – ¿Apostamos?
- Vale, – dijo el hombre en tono sarcástico, – a ver, qué quiere apostar.

- – Si mañana cuando amanezca brilla una hermosa estrella Azul, hummm, veamos, yo
estaré muy contenta pero tal vez muy cansada así que me gustaría que me tratara todo el día
como a una princesa, mimándome y peinándome, como a una muñeca, como si fuera algo
muy valioso para usted que ha de cuidarse ¿acepta el trato?

Trato hecho, – dijo el enfermero para dejar tranquila a la mujer,- pero ha de prometerme,-
añadió el enfermero,- que si mañana, por lo que sea, no vemos esa estrella Azul, llueva o
haga Sol, no volverá a tener esas conversaciones tan extrañas con las nubes ¿estamos de
acuerdo?,- dijo el enfermero intencionadamente.

- Hummm, -pensó la anciana unos momentos…- estoy de acuerdo, sellemos pues el pacto.

Y diciendo esto ambos se estrecharon las manos.

- Ah, aquella hermosa estrella Azul, seguro que mañana no la veré, no la podré volver a
tocar nunca más con mis manos… dijo la mujer con abatimiento mientras se recostaba en
su cama… y dirigiendose a su compañero de habitación, un señor de avanzada edad que
apenas veía pero que escuchaba perfectamente, le dijo:

- Como es esta juventud…

- ¿A qué se refiere?, – dijo el buen hombre.

- Verá, he apostado con ese enfermero a que mañana por la mañana veremos una estrella
Azul, pero yo sé que eso es imposible…
- ¿Porqué cree que es imposible?
- Ay, si yo le contara, porque yo siempre llamo estrella Azul a mi amado, esa persona que
un buen día sin darme cuenta inundó de color mi vida y mi alma, desde entonces solo vivo
pensando que un día me reencontraré con él, juntaremos nuestras manos y sin decirnos
nada miraremos al cielo y veremos juntos esa estrella Azul… me ha prometido, – añadió la
anciana, – que un día vendrá a buscarme y subiremos a jugar con las estrellas y a
escondernos en las nubes, y nos tumbaremos al Sol y haremos el amor bajo la Luna. Estoy
ya muy muy cansada, sé que se agotan mis fuerzas, – dijo la anciana volviendo a la
realidad… – ojalá venga a buscarme mañana… buenas noches, buen hombre, descansemos.

A la mañana siguiente, encontraron a la mujer postrada en su cama, como dormida, con un


gesto inerte pero de dulce quietud en su cara… y en su mano tendida sobre el lecho,
descansaba un arrugado papel…al desdoblarlo el enfermero pudo leer con dificultad:

- Al final gané…y junto a las letras dibujado en grandes puntas una hermosa estrella Azul.

El enfermero con sumo cuidado y dedicación, enjuagándose las lágrimas, comenzó a vestir
y a peinar a la dama.
El compañero de habitación, se levantó y sin que nadie le viera se fue a lavar las manos.
Por un momento, el blanco lavabo de aquella habitación de la Residencia quedó salpicado
con unas hermosas gotas de color azul, únicos testigos mudos de una esperanza.

Fin
**************************************
A veces pasamos la vida creyendo que nuestro compañero de cama estará junto a nosotros,
nos dejará ver esa estrella Azul en ese último instante en que más necesitemos apretar una
mano y ser queridos, no estar solos, no perder la ilusión… tal vez a su manera la vida nos
haga ese último regalo de esperanza, tal vez sea cierto.

Historia del verdadero amor adolescente


Esta historia fue ambientada en la romántica ciudad de Venecia, cuando la tarde cayó; en
un colegio de secundaria, ellos se vieron, y fue donde se conocieron Polette y Linconbert.
Dos nombres que quizás jamás congeniaron.

Todo comenzó a la bajada de Polette, ahí al final de la escalera se hallaba el joven


Limcombert, un joven muchacho que sin ser muy apuesto, no pasaba de ser percibido; con
su tez morena, ojos profundamente inocentes, y de gran galantería, vio a Polette una
muchacha que nunca se destacó. Lo suficientemente alta , de tez blanca, con firmeza al
andar, ojos azules, y pelo castaño.

Se puede decir que cuando ellos cruzaron sus miradas sería algo que siempre recordarán los
dos .
Luego él encargó a aun amigo a que le llevará ciertos mensajes a la joven Polette, de su
fugaz atracción por ella.
La tímida joven sólo se limitaba ha pensar que nunca se fijaría en ella, y mucho menos el
joven y popular joven, como lo era Limcombert.

Recuerdo que fue un día de semana, cuando él le envía una nota; y en la cual la invitaba a
dar un paseo por los canales de Venecia, cuando ella la recibió se llenó de emoción al saber
que por primera vez era correspondida, por un muchacho. Por su puesto la aceptó.

Él quedó de recogerla en un puente que estaba cercano a unos de los antigüos juzgados de
la cuidad ; hecho así en el momento en que Polette ve acercarse a Lincombert, su corazón
comenzó a saltar de tanta emoción. Cuando al fin llegá le dijo: (L).- Te ves especialmente
atrayente hoy Polette…Y con esas palabras ella enrojeció.
Cuando al fin contestó: Con un beso en la mejilla, y el dijo: (P).- Pensé que no vendrías,
ya…
Y él respondió: (L).- ¿Cómo piensas que es juego de mi parte, el haberte invitado?
Ella un poco confundida contestó .
(P) ¡No!, pero es que sólo nos hemos visto una vez.- (sonrío).
(L).- ¡Eso para mí fue suficiente, para saber que eres hermosa y que estoy enamorado de ti!
(P).-Ella con ésta respuesta enmudeció, y titubeando le contentó: ¡T ú también me gustas
mucho!
(L).-Yo se que te debe parecer algo precipitado, pero es que tú tienes algo que me fascina.
Y me inspiras ese sentimiento que acabo de confesarte mi bella dama…
(P).-Totalmente confusa le propuso.- ¿Que te parece si caminamos por el puente?
Y él contestó: (L).-Será todo un honor caminar contigo mi amada Polette…
Y así lo hicieron, caminaron por el largo puente y se miraban y no podía dejar de hacerlo;
cuando llegaron al final del puente, él le propuso: Que dieran un paseo por una góndola.
Ya en ésta, cuando la embarcación se movía lentamente se deslisaba por esas aguas
inundadas de amor, él cogió su mano y le dijo: – Estoy enamorado de ti Polette.
Aquella tarde parece que el ocaso readelantó y muy pronto terminó.

Al día siguiente, cuando en el colegio se encontraron en el descanso, buscando con sus


grandes ojos, buscaba a Polette por entre sus amigos y todos los otros muchachos que en
ese momento lo rodeaban.

Pasado un tiempo y ya que todo había funcionado entre ellos, decidieron ser novios; así
pasaron muy bien por varias semanas.

Así muy luego terminó el año escolar, y a Polette la retiraron una semana antes por un
viaje que tenía que realizar su padre. Esto lógicamente que los separó por todas las
vacaciones; ya que no pudieron comunicarse.
Luego Lincomberth tanbién viajó a Londres, todo ese tiempo fue una real agonía para los
dos jóvenes enamorados.

Llegado el año siguiente, el primer día de clases, Polette no fue al colegio porque se
encontraba agripado, pero al cuarto día, cuando va entrando al salón de clases, se siente en
el primer asiento de la columna del centro del salón, con una vieja compañera, y ésta le dice
a Polette al oído que Linconbert está en el salón. Ella rápidamente voltea par ubicar en
donde estaba sentado y efectivamente está sentado apoyado en la pared y mirando a Polette,
ésta se siente muy nerviosa, pero en el fondo de su corazón saltaba de júbilo por ver que él
estaba tan cerca de ella.
Pero no fue así, por una enemistad que tuvo Linconbert con un compañero, y él decidió
cambiarse a otro curso, ya que también las cosas con Polette se habían enfriado, puesto que
durante todas las vacaciones ellos prácticamente no se habían visto ni hablado.

Todo ocurrió así, y desde ese momento Polette comenzó a darse cuenta que su amor lo
estaba perdiendo poco a poco; y lo más doloroso para ella era saber que a lo mejor ella era
la culpable de que todo esto estuviera pasando, Polette pensaba que por ser tan jóvenes los
dos estaban tomando todo sólo como un simple juego de adolescentes.

Pero ella no dejaba de tener esperanzas en que todo se iba a solucionar entre ellos, y es
que era poco lo que se veían, y cuando estaban juntos casi ni hablaban, y elle sentía que
Linconbert ya no era el mismo. Todo esto comenzó a agravarse, cuando Polette vío a
Linconbert con otra muchacha, y los comentarios de otros amigos en la que decían que ésta
otra muchacha estaba interesada en Linconbert, saber todo esto hirío mucho a Polette.
Aquella muchacha buscó la manera de acercarse más y más a Linconbert, y por ende muy
pronto se les vió juntos. Pero esto era el comienzo del gran sufrimiento que le esperaba a la
desdichada Polette.

Los cambios que comenzó ha experimentar Polette, fueron muy drásticos .ya que ni se
estaba alimentando bien, sólo quería estar en su habitación encerrada llorando, y muy
pronto sus padres se dieron cuenta de que algo no estaba bien en la joven, también trataron
de acercarse a ella, pero era imposible de que les confidenciara de tan inmenso dolor que
estaba pasando. Además que Polette, tuvo que ser víctima de burlas en el colegio por todos
los que sabían del engaño, y el repentino despreció por parte de Linconbert, y es que sólo
pensaba de que él nunca la amo de verdad , como él le dijo, y se preguntaba en donde
quedó tanto amor que él le juró, como pudo cambiar en tan poco tiempo y porque no hacía
nada para evitar que Polette pasara por todo esto, le costaba creer que todo había sido una
mentira de un joven inmaduro y cruel . Ante todo lo que ocurría, vino el tiro de gracia y
una amiga de Polette, fue a hablar con Linconbert, y poco menos que lo obligo a que
fuera a hablar con su amiga que evidentemente estaba sufriendo, luego él accede a hacerlo
y se dirige a dejar todo en claro con Polette, sabiendo que con todo esto iba a destruir los
verdaderos sentimientos de la joven.
Todo paso como tenía que pasar se juntaron a hablar, y cada palabra que salía de los labios
de Linconbert, era un cuchillo que clavaba en el pecho de la sufrida enamorada.
Dispuesta a resignarse a que había perdido, Polette, y con el rostro bañado en lágrimas le
contestó a Linconbert!: Que no se preocupara, que lo ellos no había funcionado, y que
estaba en libertad para hacer lo que él decidiera.

Muy pronto del año trascurrió y en los exámenes finales Linconbert, se quedó repitiendo el
curso, y Polette terminó el colegio, por supuesto todo esto los separaría mucho más. Y ya
casi sin esperanzas, una luz apareció y fue que Linconbert, un día se acerca a ella y le dice:
¿Que si es que ella lo perdona por haberle causado tanto dolor, y que todo lo que aquella
tarde le confesó no fue mentira y que siempre ocupará un lugar especial en su corazón?-
Luego de esto Polette ya no sabía si seguir esperando por él o si definitivamente olvidarse
que alguna vez lo conoció.
Pero al joven Linconbert no le sonreía la vida, ya que en torno a él giraban muchos
rumores, de que ya no era el mismo muchacho correcto, y se había convertido en una
persona ausente y desalineado, y por supuesto muy relajado en los estudios.

Al año siguiente fue muy poco lo que Polette vio a Linconbert, ya que ella no pertenecía ni
al colegio ni a la vida de él; ya que todo esto le había provocado mucho dolor, ella prefirió
la distancia entre ellos. Pero todo esto poco le importó a Linconbert, porque su vida había
tomado un rumbo que él no dimensionaba que estaba equivocado.

Pasaron los años para estos dos jóvenes, y cada uno de ellos tomó un rumbo distinto, ya que
ella se fue de la cuidad y él se quedó terminando los estudios.
Fueron exactamente cinco años los trascurridos en que no volvieron a verse ni saber del
otro.
Polette estaba trabajando en otro lugar, y de pronto sin mas ni mas ella se acuerda de él;
como ya no sabía nada de él, decide buscarlo en la guía telefónica, por lo poco que
recordaba el nombre de aquel hombre que tanta daño le había causado, sin alguna vez ella
tuviera una real explicación. Fueron buenos los resultado y logró ubicar su número
telefónico, cuando se decide a llamar, contesta la madre de éste, le dice a la confundida
Polette: T e lo comunico enseguida. En este momento volvieron tantos recuerdos a la
mente de la joven que estuvo a punto de colgar, pero no lo hizo, al rato cuando Linconbert
contesta, fue como si todo éste tiempo no hubiese pasado y regresaron todos los recuerdos
tan hermosos de aquel amor que ellos vivieron; la conversación fue un tanto
desconcertante, ya que Linconbert no la recordaba en incluso la confundió con otra persona
,luego de un rato la reconoció, y en realidad se sorprendió porque jamás imaginó que ella se
acordará de él y mucho menos que lo hubiese perdonado por todo lo que él le hizo, al fin
quedaron de juntarse para conversar.

Cuando llegó el momento en que se reunieron, cada uno estaba muy cambiado, pero se
dieron cuenta que el tiempo no había pasado en vano, y que en verdad existía y existió un
verdadero amor entre ellos.
El le pidió perdón por los errores que había cometido en el pasado, y luego se entendieron.

Esta historia de amor verdadero termina en este momento en que ambos se dieron cuenta
que estaba hecho el uno para el otro, y luego de 10 años continúan juntos amándose y
respetándose.
Hoy en día tienen un hijo, con planes de tener muchos más, y viven juntos, compartiendo
una vida y tratan de que nunca más permitan que los problemas y las adversidades los
separe, es difícil, crecer, madurar, y aprender a perdonar, porque cuando existe el verdadero
amor, es el, el que siempre triunfará.

Fin

(L).- LINCONBERT.
(P).- POLETTE.

PS: Nunca dejemos ir al verdadero amor, porque posiblemente sea para todo la vida.

Un relato de amor

Como una inexperta novia se presentó ante mí. Con todo para darme, todo por ofrecerme.
Con horizontes infinitos para que mis pies los caminaran y mis manos los alcanzaran, si es
que ello fuese posible. Era hermosa, joven, inocente.

¿Y yo? También me presenté ante ella como un novio nervioso, deseando atraerle,
queriendo causarle una buena impresión.
No la conocía, pero como esos amores que se intuyen, sabía que nuestro encuentro sería
para toda la vida.
La necesitaba y ella a mí. Mi corazón ansiaba anclar en un puerto seguro. Mis raíces –
arrancadas tempranamente– necesitaban una tierra donde asirse. Así llegué hasta ella,
esperanzado, temeroso, igual que un enamorado en su primer encuentro. Desconociendo
sus bondades, pero intuyéndolas. Y allí estaba ella, como esperándome sólo a mí. Deseosa
de que la recorriera por entero, dispuesta a ofrecerme todo lo que poseía. No fue difícil
enamorarme. Era joven y bonita. Pequeña, pero a la vez infinita ante mis ojos.
La amé casi sin conocerla y como esas historias de amor que sólo de cuando en cuando
suceden, permanecimos juntos el resto de nuestras vidas. No importó mi pasado, ni siquiera
que no hablásemos el mismo idioma, nos entendimos desde un principio, no sin
dificultades, pero todas superables.

Tuve que aprender a conocerla, a desandar sus caminos, y ella tuvo que aprender a conocer
mis costumbres, por cierto diferentes a las suyas. No fue fácil. Resabios de mi vida anterior
golpeaban en mi mente y en mi corazón algunas veces, pero ella supo entender. Fue
paciente conmigo. Sabía que, si bien yo tenía un pasado, había decidido vivir mi presente
con ella y terminar mis días a su lado.
Le di mucho y mucho me brindó. Crecimos juntos, con errores, aciertos y salimos adelante.
Éramos tan jóvenes cuando nos conocimos, que tuvimos la inmensa oportunidad de
moldearnos uno al otro. No hubo imposiciones, nos respetamos y amamos en aquello que
nos diferenciaba y en lo que nos unía también. La hice fecunda.

Podría decirse que floreció a mi lado. Me dio sus mejores mieles y yo le di mi esfuerzo, mi
trabajo honrado y un amor que viajó miles de kilómetros para anclar donde, intuyo, el
destino lo había decidido.
No puedo decir que hayamos envejecido juntos, no sería cierto. Yo sí he envejecido casi sin
darme cuenta. Sin embargo, ella, ¡qué extraño! aún es joven. Mis cabellos se fueron junto
con el ímpetu juvenil; y mis piernas empezaron a cansarse de tanto trajín,. Soy apenas la
sombra de aquél muchacho que bajó del barco dispuesto a saborear la vida de un sólo
bocado. Ella también cambió. No son las canas o las arrugas las que evidencian su cambio.
Se que ya no tiene la inocencia del primer encuentro. Me da la impresión de que sus
horizontes no tienen ya las dimensiones de antes y creo que se ha vuelto algo mezquina.
Sigue hermosa. No ha dejado de gustarme ni un solo respiro de mi vida desde que estoy
aquí, pero ha cambiado. No ha sido fácil su vida, ha sufrido y mucho.
No todos la han querido como yo. Hubo quienes la maltrataron y ultrajaron y mi amor,
aunque inmenso, no alcanzó para cerrar sus heridas.
Me iré –cuando suene la sirena de mi último barco– con ese dolor. No es que no haya
querido defenderla, es que solo no podía. Muchos la atacaron y no pude evitarlo.
Yo, que la amé casi sin conocerla, sin haberla tocado siquiera, no pude hacer mucho por
evitar sus desventuras, excepto amarla. De todos modos, creo que con eso ha alcanzado.

A veces me pregunto ¿Qué hubiera sido de mí si no la hubiese conocido? ¿Qué hubiera sido
de ella si yo no hubiese llegado jamás? ¿Sería hoy quien es? No lo creo. Yo tampoco sería
el mismo. Intercambiamos riquezas y ¿Por qué negarlo? miserias también. Somos hoy lo
que somos, ella aún joven, yo a punto de partir una vez más, pero esta vez para siempre.
Me iré y ella se quedará. No tengo dudas de que algo de mí perdurará hasta el fin de sus
días. Puedo irme tranquilo.
Yo, que tuve que escapar de tantas cosas, encontré en ella una tierra fértil donde también
fui fecundo. Nunca fue enteramente mía, lo supe desde siempre, pero me dio lo mejor, y yo
a ella. Me recibió con sus brazos generosos y jamás olvidaré eso.
Aún hoy, siento que la amo con la misma fuerza de aquel primer momento. En mi corazón
y en mis ojos –ya algo nublados por los años– siempre será esa joven que me esperaba
ansiosa, con todo para brindarme.
¡Por Dios, qué cabeza la mía! El paso del tiempo hace que olvide cosas importantes. Les he
contado gran parte de mi vida y no les he dicho aún mi nombre y tampoco el de ella.
Me llamo Giuseppe, y ella, Argentina.

Fin

Una princesa diferente

Fiorella no era una princesa como todas las demás. Si bien su figura era elegante y esbelta y
su rostro muy bello, sus modales dejaban mucho que desear.
Sus padres le habían procurado la mejor educación pero, a pesar de ello, Fiorella parecía
no haber aprendido mucho más que geografía o matemáticas.
La princesa era muy culta realmente, sabía idiomas, leía en forma clara, dominaba las
ciencias, pero había algo en ella que no se condecía con su figura de princesa y eran sus
modales.
Comía con la boca abierta, jamás decía “gracias” o “por favor”, mucho menos se
escuchaba un “permiso” o “disculpe”. No se tapaba la boca al toser y tampoco cuando
estornudaba. En definitiva, la princesa –si bien muy culta- no tenía modales de princesa.
Sus padres estaban muy preocupados pues ya no sabían qué hacer para que su hija
aprendiese cómo debía comportarse. Los reyes sabían que la educación no se adquiere sólo
por los libros que uno lee, o por lo que estudia, sino de muchas otras maneras.
Tal era la desazón de los reyes, que trataban que la princesa no saliese demasiado del
palacio. En realidad, sentían un poco de vergüenza por los modales de su hija.
– Si sigue así, jamás se casará – Sollozaba la reina muy preocupada.
– ¿En manos de quién dejaremos el reino el día de mañana? ¿Quién querrá casarse con
una princesa que se limpia la nariz con la manga del vestido y escupe a más de un metro de
distancia cuando come?
Más allá de la falta de modales de la princesa, los reyes estaban preocupados pues no
tenían hijos varones, por lo cual, la princesa debería casarse para poder acceder al trono
junto con su esposo.
Fiorella no se preocupaba ni por cuidar sus formas, ni por su futuro matrimonio. Creía que
era muy joven para casarse y que adquirir buenos modales no sería tan difícil, si algún día
se tuviese ganas de hacerlo.
Sin embargo, hay ocasiones en que la vida nos demuestra que nuestros tiempos, no son los
de ella y esto le ocurrió a la princesa.
El rey enfermó gravemente. A pesar de todos los cuidados y las medicinas que recibía,
empeoraba día a día. Todos pensaban que ya no habría cura para él.
Fue así que la reina mandó llamar a su hija y le dijo:
– Hija querida, es necesario que contraigas matrimonio cuanto antes, el reino no puede
quedar sin rey.
Fiorella no prestó mucha atención a las palabras de su madre. Tal era la tristeza de la
princesa, que poco le importaba poder acceder al trono, ella lo único que quería era que su
padre sanase.
La reina insistió una y mil veces, hasta que convenció a la princesa que, para tranquilidad
de su padre, debía buscar un futuro esposo.
No fue fácil explicarle a Fiorella que, más allá de no poder demorarse en la búsqueda,
debía modificar sus malos modales. Debía hacer muchas cosas en poco tiempo, encontrar
un novio, de ser posible enamorarse y como si esto fuese poco, aprender todo aquello que
sus padres habían querido enseñarle durante años y que ella no había aprendido.
Decidieron que la princesa viajaría para estrechar vínculos con los diferentes reinos y ver
si en alguno de ellos conocía algún príncipe del cual se enamorase.
– Esto no será tarea fácil mi niña – Dijo Ana, la dama de compañía a la princesa.
– ¿Por qué lo dices? No soy fea, visto muy bien, soy limpita y como si esto fuese poco,
soy una princesa – Contestó Fiorella.
– Una princesa con modales un poco extraños, si me lo permite – Replicó tímidamente
Ana.
– Ahora va a resultar que para que alguien se enamore de mi debo comer con la boca
cerrada, saludar a cada rato, taparme para estornudar ¡Eso no es amor! – Gritó la princesa.
– Para poder enamorarse de alguien, hay que poder acercarse a él y conocerlo mi niña y
con todo respeto… con sus modales no son muchos los que se le acercan
– Ya verás que tan equivocada estás. En cuanto vean que soy joven y bella, a nadie la
importará si saludo o no – Dijo Fiorella y dio por terminada la conversación.
El viaje comenzó, Fiorella iba en el carruaje real junto con su dama de compañía y un par
de sirvientes.
Llegó el turno de visitar el primer reino vecino. Al llegar al palacio, los sirvientes la
esperaban para conducirla hasta el rey y su hijo. Entró sin siquiera decir buen día. No dio
las gracias cuando le abrieron la puerta y mucho menos pidió permiso al entrar en el gran
salón real.
Tanto el rey, como su hijo se molestaron y sorprendieron por la actitud tan poco educada
de Fiorella. La vieron bella y culta, pero no les pareció suficiente. El príncipe
especialmente lo lamentó pues algo de la princesa le había gustado mucho, pero en su reino
tales modales no estaban permitidos.
La princesa se retiró, dándose cuenta que no había podido entablar un buen vínculo, pero
no pensó que fuese por sus modales.
El visitar el segundo reino, bastante más alejado que el primero, la esperaba la familia
real para cenar. Todo estaba dispuesto, velas, los mejores manteles y copas de metal
plateado.
La cena fue un desastre. Los reyes y los príncipes quedaron estupefactos al ver cómo
comía la princesa. Arrancó la pata de pollo con la mano, con la mano siguió comiendo y sin
cerrar la boca, todo esto al tiempo que escupía mientras hablaba.
Demás está decir que también fracasó en su intento de acercase a los miembros del reino.
– ¡Qué lástima! – Comentaron los reyes – Una princesa tan bella y con esos modales, no
será digna de ningún trono.
El viaje fue un fracaso. En todos los reinos visitados pasó lo mismo. La princesa debía
emprender el regreso con las manos vacías.
Desconsolada por no poder llevar tranquilidad a su padre enfermo, se puso a pensar en
todo lo ocurrido.
– Le dije que esto pasaría mi niña, se lo advertí – Dijo Ana.
Lejos de molestarle tal comentario, Fiorella reconoció por primera vez que su dama de
compañía tenía razón. Recordó cada escena en cada palacio y se sintió avergonzada.
La princesa no tenía buenos modales, pero le sobraba amor por su padre. Decidió que
empezaría todo otra vez, pero de otra manera.
Volvió al primer reino, donde una vez más la esperaban los sirvientes en la puerta.
Con gran esfuerzo de su parte, se escuchó un “Muy buenos días”, tras un “Gracias” y
“Permiso” un poco tímidos y entrecortados, pero sinceros.
El Rey y su hijo quedaron asombrados, no era la misma persona que los visitara tiempo
atrás. El príncipe estaba feliz y se dio cuenta que Fiorella estaba haciendo un gran esfuerzo
por cambiar la imagen que de ella se habían hecho.
Conversaron largamente sin problemas. La princesa estaba nerviosa y pidió que cerrasen
las ventanas, no fuera cosa que una corriente de aire la hiciera estornudar y no se tapara la
boca.
Nada de eso ocurrió, incluso la invitaron a cenar y con un poco de miedo, aceptó la
invitación. Mucho empeño puso la princesa en masticar bien y no hablar con la boca llena,
pero al ver la sonrisa del príncipe, pensaba que éste y cualquier otro esfuerzo valían la pena.
No les sorprenderá si les digo que Fiorella y el príncipe se enamoraron.
Llegó el momento de regresar al palacio. Fiorella no volvió con las manos vacías, no sólo
porque había conocido a quien sería su esposo, sino porque había aprendido una lección
muy importante.
Es cierto que el amor no depende de los buenos modales, pero no tenerlos hace que las
personas se alejen de nosotros, perdiendo así la oportunidad de hacer amigos, relacionarnos
con los demás o incluso de enamorarnos.
Un buen modo es mucho más que un “gracias” o un “por favor”, es respetar a los demás y
ganarnos el respeto ajeno.
Para la princesa fue necesario tener que atravesar un momento difícil para aprender lo que
con tanto amor sus padres le habían inculcado, pero lo aprendió.
Lo importante es que gracias a su esfuerzo, Fiorella encontró el amor, dio tranquilidad a
su padre y como si esto fuese poco adquirió modales de princesa que no son -ni más, ni
menos- que los que tenemos que tener todos aunque no vivamos en un palacio.

Para pensar con papá y mamá

- ¿Tenés buenos modales?


- ¿Te parece importante tenerlos?
- ¿Te das cuenta que tener buenos modales es más que decir gracias y por favor?
- Si no los tenés ¿podrías hacer el esfuerzo, como la princesa, y adquirirlos?

Mas alla de lo increíble

La tarde del miércoles, víspera de Semana Santa, se presentó cálida, soleada y tranquila,
Tomé mi netbook, la guardé en la mochila y salí de casa con mi bicicleta rumbo al Área
fundacional.

La sombra de un añejo árbol del parque O’Higgins me pareció un buen sitio para sentarme,
abrir la netbook y comenzar a navegar sobre el pasado de este sitio histórico mendocino del
que tenía que hacer un trabajo escolar.

Lo primero que me llamó la atención era el contraste de imágenes que se mostraban al


comparar las ruinas que aquí existían antes de la construcción de este parque. Ruinas que
yacían indiferentes y pasaban inadvertidas para la gente. La creación de este parque con su
historia, arqueología, mitos y tradiciones contribuyó notablemente a enriquecer el
patrimonio cultural no sólo de Mendoza, sino también del país.
Sumido en las imágenes que pasaban frente a mi vista, me dejé atrapar por las que
representaban la vida colonial, su rudimentaria arquitectura, su aislamiento de la capital del
Virreinato y la conciencia sísmica de aquella mentalidad aldeana.

De pronto mi atención recayó en una foto, una reconstrucción del cabildo como centro del
espacio urbano, chato, alargado, sostenido por una recova con siete arcadas. A su izquierda
la fachada de una iglesia con dos torres y un campanario. Delante de ambos edificios, se
extendía una plaza con una fuente en el medio y decenas de puesteros con su mercadería
expuesta para que los transeúntes se las compraran.

Sobre la margen derecha, un canal llevaba abundante agua de deshielo y una hilera de
sauces rozaba sus ramas caídas en los saltos que se formaban.

El tañir fuerte de una campana me sustrajo de la escena; pero, asombrado, comprobé que el
sonido no provenía del exterior de la pantalla.

¿Qué estaba pasando?

Acerqué más la vista, y observé con nitidez que una mujer vestida de aldeana me hacía
señas con su brazo para que entrara.

- Vení, acercate. ¿No quieres comprarme una manzana?

- ¿Cuánto sale? – le respondí sin saber por qué se lo preguntaba.

El bullicio de la feria se interrumpió por unos gritos desesperados que venían del canal

- ¡Manzanera, Manzanera, tu hijo se cayó al agua!

La vendedora soltó la fruta y con sus brazos me agarró para introducirme en la escena. Yo
corrí tras de ella y al llegar a la orilla visualicé cómo las aguas arrastraban a un niño que
revoloteaba sus brazos sin poder agarrarse de ninguna rama.

-¡Salva a mi hijo por favor! –me gritó desesperada

Sin meditarlo, me arrojé al agua y nadé hasta alcanzarlo. Con la ayuda de los presentes,
ambos pudimos evitar que la corriente nos llevara.

La manzanera lo estrechó contra su pecho y lo abrazó con el alma, luego me sonrió


agradecida y desapareció con su hijo entre el gentío que se agolpaba.

El atardecer estaba cayendo sobre el cabildo, la iglesia y la plaza. En medio del silencio y la
soledad, me acurruqué bajo un frondoso árbol y la quietud me sumió en un profundo sueño.

De pronto, un remesón hizo que me despertara. La noche había caído en el parque


O’Higgins, las farolas estaban prendidas y las calles iluminadas. La netbook me mostraba
el protector de pantalla. Miré mi reloj: 8,36. Como un pensamiento punzante, recordé que
esa había sido la hora y el día en que se había producido el terremoto de 1861. Sentí frío y
la piel húmeda

Sin saber por qué, un manto de rocío había cubierto el césped que me rodeaba. Cuando
quise guardar la netbook en la mochila, noté que algo lo impedía. Rápidamente metí mi
mano para ver de qué se trataba, al tantear el objeto, un temblor me sacudió el cuerpo, no
podía creer lo que estaba percibiendo con el tacto. Al sacar lentamente el brazo, extraje
entre mis dedos una manzana.

Fin

Esta es una leyenda urbana, género que aparece a fines del siglo XX y comienzos del XXI.
A diferencia de las antiguas historias, su transmisión no es oral, sino virtual.

La puerta de las tristezas

¿A dónde he de acudir a dejar mi queja? -Dijo resuelta la voz de una niña situándose ante el
mostrador de Reclamos de la oficina principal de la gran ciudad.

- Pues… no lo tengo muy claro, – Respondió una voz, – verás te explico: – Las quejas
sobre la autoestima las tenemos apiladas a la derecha, los pesares por lo que se pudo hacer
pero no se hizo en alguna situación están a la izquierda, los reproches es ese gran montón
que ves en el centro de esa mesa y los deseos utópicos de buena voluntad, pues, allí, los
hemos dejado apartados en aquella esquina, no son muchos, – se disculpó el funcionario.

-Y si lo que quieres es simplemente rellenar una reclamación porque no te conceden un


deseo pues no tienes nada más que decírmelo, si está en mi humilde mano yo mismo te lo
concederé, siendo una niña tan simpática y tan pequeñita no creo que yo que tus deseos no
puedan cumplirse rápidamente, – dijo el hombre a modo de gracia mirando la estatura de la
niña, que apenas asomaba su naricilla sobre el borde del enorme mostrador.

- Pero… – dijo la niña un poco contrariada, – Yo es que… yo quiero poner una queja, pero
mi queja es porque no me quieren bien… ¿Dónde tengo que dejarla?

- Humm, es que, no hay montón para eso, – Dijo el hombre sorprendido por sus palabras,
aún nadie nos había venido con una queja así, tan… tonta… tan rara.

- Yo no considero tonto ni raro que no me quieran bien, más bien considero que es… pues
muy triste, – dijo la niña entornando sus ojitos y bajando su cabecita y su mirada, con lo
cual desapareció de la vista de aquel hombre y comenzó a escucharse solo un tímido y
anónimo llanto…

El hombre al oírlo, conmoviéndose y poniéndose de pie para asomarse por el mostrador,


mirando hacia bajo le dijo:
- No, perdona, levanta tu carita, no quería ser tan brusco al hablarte, lo siento, es solo que tu
queja pues no encaja en ningún montón de los que tenemos.

- Entonces, – Dijo la niña con sus lagrimillas en los ojos, subiéndose de puntillas haciendo
un esfuerzo: – Entonces… ¿No voy a poder a poder mi queja? ¿Nadie la va a leer? ¿No voy
a poder solucionarlo?

- Pues, es que… la verdad es que no… – Dijo el hombre confundido. Pero la niña no perdió
el ánimo ante la respuesta y dijo:

- Y… ¿Sabe usted qué he de hacer para que mi queja encaje en algún sitio?, – expreso con
voz inocente y con dulce ingenuidad en su pregunta.

- Pues… hummm, veamos, quizá haya una solución, – Contestó el buen hombre con una
voz mucho más ilusionada al recordar algo… – Se me ocurre que puedes dejarla ahí… tras
esa puerta que está cerrada. Verás, – continuó el señor, – es que si quieres podemos intentar
catalogar tu queja como dentro del grupo de Quejas que producen Tristeza, he visto que te
apena mucho lo que te pasa y es lo único que se me ocurre para que puedas dejarla. La
puedes dejar allí, tras la puerta, tenemos tantas que le hemos dedicado una habitación entera
para recogerlas todas…

- ¡Muchas gracias! – Dijo la niña y resuelta se acercó a la puerta, pero al intentar abrirla no
pudo, tiró y tiró pero nada pudo hacer, la puerta no se abría- ¿Estará cerrada o será que no
yo no tengo tanta fuerza para abrirla?-Se preguntó.

- ¿Me puede abrir la puerta señor? – Preguntó con su vocecilla y mirando al buen hombre

- ¡Parece que no se abre! – Qué raro, – Dijo el hombre que ya había vuelto a sus quehaceres
cotidianos,

- Eso no puede ser – Y acercándose para intentar abrirla comprobó que la niña tenía razón,
no se abría. No sé porqué no abre esta maldita puerta… masculló entre dientes mientras
continuaba haciendo fuerza al empujarla

- ¿Tú sabes por qué esta puerta no se abre? – Dijo entonces mirando a una secretaria que en
ese momento estaba haciendo unas fotocopias y atenta solo a su labor.

- Ni idea, – respondió la amable señora, – Han ido dejando tantos papeles por debajo de ella
que será simplemente que ya no caben más y se ha quedado atascada.

- ¿Atascada? – Dijo la niña con sorpresa e indignación… – Pero… ¿Es que ustedes no leen
y atienden las quejas que les llegan?

- Bueno, – contestó el hombre con vergüenza, – Es que… como llegan tantas, alguna sí que
leemos, pero en fin, el trabajo se nos desborda no podemos atenderlas a todas… todo lleva
su tiempo… son muchas… no podemos leerlas todas… – repitió bajando los ojos, sabiendo
que su excusa tenía menos madurez que la niña que le preguntaba.

La niña se quedó mirando al hombre, luego tras unos segundos de pensamiento, se acercó a
una mesa, cogió un papel, un bolígrafo, guardó su queja en un bolsillo y comenzó a escribir
en su nuevo papel algo…

El hombre sin entender qué hacía volvió a sus tareas pensando: seguramente está
cambiando su queja para poder dejarla en algún montón de los que antes la indiqué, es lo
que tenía que haber hecho desde el principio, qué niña más pesada, me ha hecho perder una
de tiempo…

Pero al cabo de unos minutos, la niña de nuevo se acercó al mostrador, de nuevo se puso de
puntillas y dijo:

- Por favor, ¿Dónde me había dicho que se dejan los deseos, esos que puede concederme
rápido?

El hombre, miró a la niña asombrado…

- Pues… he… pero ¿Ya no quieres poner tu queja?, -acertó a decir desconcertado.

- No, – dijo la niña con resolución, – Quiero pedir un deseo… ese sí me le atenderán
¿verdad?, usted me ha dicho antes que sí y… ¡no creo yo que en esta oficina se dediquen a
engañar a una pobrecita e indefensa niña de tan solo once años!verdad que no? eso no será
sí, ¿verdad? – dijo la niña elevando cada vez más con intención el tono de su voz para todos
los que allí estaban la oyeran.

Los demás comenzaron a trasladar curiosos sus miradas hacia el funcionario y la niña con
los ojos muy grandes le miraba con el ceño fruncido, esperando una respuesta; la puerta de
un despacho comenzaba a abrirse lentamente… entonces el hombre al ver en qué apuro le
estaba colocando aquella niña y antes de que algún superior preguntara qué pasaba, le dijo
rápidamente a la niña en tono conciliador, para que todo se calmara:

- Sí, sí, claro, claro. Como bien te dije, los deseos se atienden al momento, no hay que
esperar. Bueno solo si son posibles, – aclaró el hombre, tratando de cubrirse las espaldas,
ten en cuenta que hay algunos que son muy difíciles, incluso imposibles y esos pues…

- Sí, sí, – dijo la niña interrumpiendo al hombre, – No se preocupe, este es un deseo fácil de
conceder, ya lo verá, – y con resolución tendió el papel al hombre que boquiabierto por la
seguridad de la niña no acertaba a saber qué hacer con él.

- Léalo, – dijo la niña- Y por favor concédamelo cuanto antes, tengo mucha prisa. Estaré en
ese café que hay ahí enfrente, en cuanto me haya concedido mi deseo, me avisa, ¿Vale?.
Muchas gracias y buenas tardes, – Concluyó la niña dirigiéndose a la pesada puerta de
cristal que daba acceso a la calle.
Allí quedó el hombre, temblando, con el papel en las manos, mientras muchas personas,
que habían visto toda la escena se fueron agolpando a su espalda. De repente una voz más
impaciente y nerviosa que otras dijo de forma un poco inquieta:

- ¿Es que no nos va a decir qué pone? Estamos en ascuas, por favor… ¿Qué pone?

El hombre mirando el papel, comprendiendo y dedicando una leve sonrisa a todos los que
allí estaban leyó en voz alta:

- Por favor, ¡Derriben inmediatamente la puerta de las tristezas!!.

Fin

Una buena vida

Toda mi vida viví con mi abuelo y siempre lo admiré. Vivíamos en el campo y teníamos
una vida sencilla y hermosa. Mi abuelo siempre había sido un referente para mi, desde niño.
Su fuerza, su alegría, su tesón. La manera en la que encaraba las cosas, desde las más
importantes, hasta las aparentemente nimias.Un día mi abuelo dijo basta y nadie, excepto
yo, lo entendió.

Era fuerte, optimista, generoso y trabajador, muy trabajador. Era un buen hombre que le
daba a la vida lo mejor que tenía y la vida le devolvía ese favor de transitarla con alegría,
dándole salud y el amor de una familia que lo adoraba. Le gustaba sentarse a la sombra de
un árbol y mirar su campo y sus animales.

Muchas veces, sus nietos nos sentábamos con él bajo la sombra de su árbol amado y
escuchábamos sus historias, siempre entretenidas, siempre aleccionadoras.

Crecí con él y aprendí a conocerlo y a entenderlo, incluso más de lo que yo creía. Amaba
ver a mi abuelo todas las tardes sentarse a la sombra de su árbol, que en parte, sólo en parte,
también yo sentía propio.

Un día como todos y como ninguno, mi abuelo permaneció más tiempo que el habitual
sentado bajo su árbol. Me llamó la atención porque miraba todo de un modo diferente y
sentí que era un día distinto. No me equivocaba.

Recorrió con su mirada todo aquello que alcanzaba su vista, pero mucho más aún. Estaba
mirando con el corazón, no sólo con sus ojos. Puso sus manos en el césped para ayudarse a
levantarse y al tiempo que se incorporaba, dijo en voz alta. “fue una buena vida” y se retiró
a su cuarto. Nunca jamás se levantó.

Mi padres estaban muy preocupados y muchos médicos vinieron a ver al abuelo que no
parecía tener síntoma alguno de enfermedad. ¿Por qué no se levantaba? ¿Por qué no quería
hablar? Parecía dormido y no lo estaba. Estaba cansado, muy cansando.
-Habrá que internarlo para hacerle los estudios que correspondan-dijo el último médico que
vino a verlo.

Y mi abuelo habló:

-No quiero ir a ningún lado, déjame aquí por favor-dijo a mi madre.

-¡Imposible! Debemos ver qué tienes. Por algo no te levantas, así no puedes seguir.

Mi abuelo cerró los ojos y mi madre cerró la puerta de su cuarto, dispuesta a llamar a la
ambulancia.

-¡No lo hagas!-le dije.

-¿Por qué no lo haría? Tu abuelo está enfermo, morirá si no lo internamos.

-El abuelo no está enfermo, sólo está cansado. Morirá igual si lo internamos.

-No entiendo-dijo mi madre.

-Me doy cuenta –contesté y le conté lo que había visto aquella última tarde que mi abuelo
se sentó a la sombra del árbol.

- Es ridículo ¿qué me quieres decir, que se cansó de vivir?-preguntó mi madre entre


sorprendida y enojada.

-¿Y si así fuese?-contesté.

Mi madre me miraba como si yo hubiese enloquecido y creo que, nunca, jamás me sentí
más cuerdo y con más razón en mi vida.

-Tiene noventa años, déjalo ya. Tuvo una vida hermosa y la vivió a pleno ¿Qué más quieres
qué haga? No tiene más fuerzas.

-No voy a ayudarlo a morir –gritó mi madre que seguía sin entender mi postura y por sobre
lo que sentía mi abuelo.

Yo tampoco quería ayudarlo a morir, la vida y la muerte son cosas de Dios, no nos
competen. Lo que sí quería era entender qué nos estaba queriendo decir.

No era descabellado pensar que mi abuelo sentía que todo lo había hecho y que quisiera
descansar ya. Su vida había sido buena, había trabajado y había visto los frutos de ese
trabajo. Había amado, criado hijos, cuidado nietos. Había conocido todas las etapas que
esta vida nos puede dar, niñez, juventud, madurez y vejez y las había transitado todas con
amor y con felicidad.
Había sufrido también, lo suficiente como aprender de ese sufrimiento. Se había
equivocado más de una vez, y había podido enmendar sus errores. La vida no le debía nada
y él tampoco a ella. Estaban en paz, uno con el otro. Si él sentía que ya era tiempo de partir,
sin dudas que así lo era.

Lo encomendé al Señor, sería mejor que entre ellos dirimieran la cuestión. Era un asunto de
ellos dos y como siempre se habían llevado bien, no dudé que llegarían a un acuerdo. Mi
madre no soltó el teléfono que tenía en su mano, pero antes de llamar a la ambulancia
entramos nuevamente en su habitación.

Mi abuelo ya descansaba en paz, su expresión me decía que entre el Señor y él habían


llegado a un acuerdo y que evidentemente Dios también consideró que ya mi abuelo tenía
que ir a su encuentro. Y yo me quedé en paz, sabiendo que había cumplido su voluntad, que
había terminado sus días en su hogar, rodeado de su familia.

Desde la ventana de su cuarto se veía su árbol. Seguramente antes de partir mi abuelo se


había despedido de él y una vez más habría pensando que la suya, sin duda alguna, había
sido una buena vida.

Fin

Un trocito de chocolate

Mi madre fue siempre muy golosa. Desde que tengo memoria la recuerdo cada noche,
saboreando un trocito de chocolate, su dulce preferido.Su día era intenso, siempre estaba
haciendo cosas, jamás descansaba. Recuerdo que de niña pensaba cómo podía hacer tantas
cosas sin cansarse, sin decir basta. No tenía nunca un tiempo para ella, excepto por ese
ratito mágico que se tomaba por la noche, antes de irse a dormir.

Se sentaba en un sillón y tomaba un chocolate pequeño. Mientras lo iba saboreando


cerraba los ojos y yo me imaginaba que soñaba con otra vida, tal vez menos ocupada, tal
vez más feliz. No lo sé, jamás lo supe.

Mi madre no se quejaba, pero yo intuía que en ese mágico momento de la noche mi madre
imaginaba otra realidad.

Esa costumbre era tan de ella que en cierto modo la definía, dulce, tranquila, silenciosa,
reconfortante para el alma. Nunca olvidaré el recuerdo de esa imagen y el sonido del papel
del chocolate que mi madre habría cada noche, todas las noches.

Las pocas veces que la vi enferma, no sólo me daba cuenta por su rostro o la preocupación
de mi padre, sino porque no comía ese trocito de chocolate. Ése era para mí el principal
indicio de que no estaba bien.

El mejor regalo que se le podía hacer era por supuesto, un chocolate y lo más bello era que
también le gustaba compartirlo conmigo. Llegó un momento en que más allá de un hábito
propio de mi madre, se había convertido en un encuentro entre ambas. Entre bocado y
bocado, nos contábamos nuestras vidas, nuestros sueños y nuestras realidades.

El tiempo pasó, yo hice mi vida, tuve mi hogar, mis hijos y mi madre siguió con su vida y
su rutina de color marrón y sabor dulce.

Mi madre envejeció y comenzó a marchitarse, no por los años, sino porque su salud se fue
deteriorando. Hice todo lo que pude, siempre. Me resistía a llevarla a otro lugar, a obligarla
a abandonar su hogar, así como la memoria y la salud la iban abandonando a ella.

Llegó un momento en que ya era imposible que viviese sola, yo no podía abandonar por
completo mi hogar y nunca encontré alguien que la cuidase como ella merecía ser cuidada.
Y entonces, la tuve que llevar a una casa de reposo, donde la atendían las veinticuatro horas
y estaban pendientes de todo.

No me gustó hacerlo, sentí que le fallaba, que la traicionaba, pero a veces –muchas en
realidad-uno no hace lo que quiere, sino lo que la situación obliga a hacer.

Todos los días iba a visitarla y no faltaba en mi bolsillo un chocolate para compartir. A
veces la encontraba dormida y se lo dejaba para más tarde.

Cuando se sentía con ganas de charlar, era para mi una fiesta compartir ese momento en el
que parecía que el tiempo no había pasado y que ella seguía en su sillón de siempre.

Pero así como los chocolates se derriten, se terminan o se ponen viejitos, la vida de una
persona también se va apagando.

Para mi también habían pasado los años y si bien es cierto que uno va perdiendo cosas con
ellos, también lo es que se ganan otras, el valorar lo que se tiene y se ha tenido, el atesorar
los momentos como si fuesen los últimos y el saber que porque todo o casi todo tiene un
fin, hay que disfrutarlo.

Un día como tantos llegué, le di un beso, me senté a su lado y le pregunté si quería un


trocito de chocolate.

-No gracias-contestó sin mirarme y supe, sentí que ya no habría retorno.

Su salud era cada vez más precaria, como su memoria, como perdida era su mirada y como
inexorable su final.

No me resigné, cada día cuando iba a visitarla, le ofrecía chocolate. Ya casi no se daba
cuenta de ese mimo, de ese gesto de amor que significaba esa golosina, pero ella merecía
que yo se lo siguiera ofreciendo. Era como un homenaje a tantos años de dulce compañía
que ella me había dado.
Otro día, uno especial, me sorprendió pues me contestó que si, y lo saboreó con los ojos
cerrados, como hacía cuando era joven, y lo compartimos conversando felices como tantas
otras veces.

Me fui feliz y ése fue el último día que la vi con vida.

Mi madre murió al día siguiente y no pude despedirme, o en realidad sí. Hoy creo que ella
volvió a conectarse conmigo ese día para decirme adiós a nuestra manera y a su modo, un
modo dulce y tranquilo.

Hoy soy yo la que todos los días come un trocito de chocolate. También cierro los ojos y
no imagino otra vida, imagino a mi madre acompañándome y compartiendo conmigo este
hermoso ritual de amor.

Fin

Las llaves

Cuando falleció mi padre sufrí mucho su pérdida, muchísimo. Sin embargo, a pesar de
extrañarlo tanto como lo extraño aún hoy, no sentía el desamparo que hoy me inunda, me
desborda, me lastima.

Mi padre se fue hace ya varios años y mi madre siguió habitando la casa donde crecí. Esa
casa donde la vida empezó, ese lugar que fue mío durante tanto tiempo.

La casa de nuestra infancia no se parece a ninguna otra que podamos tener a lo largo de
nuestra vida. Las casas que habitamos -cuando crecemos- aún cuando nosotras mismas las
convertimos en hogares, no tiene sus aromas, ni su encanto y mucho menos sus recuerdos.

Visitar a mi madre en su casa era mucho más que verla y compartir un rato con ella. Algo
de esa niña que fui volvía con cada visita. Un sentido de cálida y tierna pertenencia me
invadía y una mezcla de sentimientos bailaba en mi corazón: nostalgia, alegría,
melancolía.

Amaba visitar a mi madre, no sólo por ella, sino por volver a esa casa, mi casa, la primera
casa que fue mía, la que me vio crecer y a la que dejé hace muchos años ya.

Cada parte de esa casa tiene una historia, cada mueble, cada adorno. Todo guarda las
primeras escenas de mi vida, no sé si las más bellas, pero sí las más significativas, esas
escenas que me convirtieron en quien soy hoy y que me acompañarán por siempre.

Mi madre falleció hace un par de años y desde el día que murió supe que otro día casi igual
de doloroso me esperaba.
La casa quedó vacía o no en realidad. Ya nadie la habitaba, pero mi historia seguía allí y la
de mis padres y la de la familia que fuimos alguna vez.

Sabía que tendría que vender la casa y me alivió pensar cuánto tardarían esos trámites. Y si
bien no me equivoqué y tardamos mucho en poner en orden legal todo, el día llegó y la casa
estuvo en condiciones de conocer un nuevo dueño.

Me costó mucho, demasiado ponerla en venta, era como poner a la venta parte de mi vida,
mi historia, mis afectos de ayer, pero tuve que hacerlo. Sin embargo, algo aún más doloroso
me esperaba: desocuparla.

Me resultó una lenta agonía vaciar la casa de mis padres, la que fuera mía también. Cada
vez que iba, cada cosa que sacaba era un recuerdo, una vivencia, una risa o una lágrima. Y
cada vez que iba, algo de mi quedaba en el lugar vació que yo misma dejaba al sacar las
cosas, cada día algo de mí moría un poquito.

Yo no tenía apuro ninguno en desocuparla por completo. No quería dejar de ir, no quería
dejar de mi visitar mi vieja casa, mi vieja vida y a mis padres que desde algún rinconcito
seguro me estaban mirando. Yo no tenía apuro, pero el nuevo dueño sí.

Quise traer a mi actual casa, varias cosas de la casa de mi madre, pero poco fue lo que
entró. Las casas de hoy son como la vida de ahora, no hay mucho lugar para atesorar
cosas. Son casas donde se vive rápido, más pequeñas, sin mucho lugar para detenerse a
recordar.

Recuerdo el rostro de mi hija cuando le conté que traería a nuestra casa el sillón donde mi
madre tejía.

-¿Estás loca? –preguntó y como si esa pregunta no fuese ya muy hiriente agregó: ¿No
hablarás en serio? Ese viejo sillón es horrible verdaderamente.

No la culpo, es joven y no entiende que en lo que menos pienso yo es si el sillón es bello o


no, viejo o nuevo, si combina o no con mis muebles. No, no la culpo, ese sillón es parte de
mi historia, no de la de ella, soy yo quien intenta aferrarse al pasado y ella es sólo presente
y futuro.

De todos modos lo traje y ubiqué el sillón de mi madre en mi cuarto y con el sillón vinieron
muchas otras cosas, sus libros, cosas de su cocina y cosas que mis padres amaban mucho.

Y finalmente el día llegó, la casa quedó vacía, como ese día vacía estaba mi alma. No sé
dónde se sentía más frío, si en esa casa deshabitada o en ni corazón. Tenía el juego de
llaves en la mano y esperaba al nuevo dueño deseando que nunca llegase.

Pero llegó, se dio cuenta de que ese momento era difícil para mí, pero nunca puede haberse
dado idea de cuánto.
Dio unas vueltas, hizo unas preguntas tontas, algunos comentarios poco interesantes y
finalmente llegó el momento que, en cierto modo, también él trataba de retrasar.

En ese sencillo acto de darle las llaves de la casa que fuera de mis padres, que fuera mía,
sentí que mi alma se desgarraba. Ya no había vuelta atrás, ya no habría más visitas, ni
recuerdos con los que reencontrarme, ni fantasmas que inventar para sentirme menos sola.

Sé que esta sensación pasará y todo se reacomodará. Mi dolor mermará, mi corazón se


tranquilizará y hasta el sillón de mi madre lucirá bello en mi habitación.

La vida no se detiene con la muerte de los seres que amamos y la mía continuará también y
me acostumbraré a estas ausencias, sin dudas así será. Pero hoy no pude evitar sentir que en
ese manojo de llaves que dejé en las manos de un extraño, entregué mi historia.

Una gran parte de lo que fue mi vida se fue con esas llaves y quedó para siempre detrás de
esa puerta que esa persona cerró y que yo jamás volveré a abrir.

Fin

Caminando

Una vez escuché a alguien decir que un hombre camina siempre a cuestas con su propia
casa, porque el hogar está, ante todo, en la mente… Y me puse a pensar y llegué a una
conclusión: así es.

En la cabeza se tienen los muebles mentales más importantes. Nos preocupamos porque
nuestra casa esté limpia y en orden y nos olvidamos muchas veces de hacer lo mismo con
nuestro pensamiento. Al pensamiento también hay que pasarle el trapo del polvo, quitarle
manchas, restos de momentos ya pasados, ya vencidos, hay que sacarle brillo y asegurarnos
de que todas las ideas están bien colocadas, ocupando un buen espacio, todo en su sitio.

Una vez escuché a alguien decir que un hombre camina siempre a cuestas con su propio
pensamiento y que ese pensamiento conforma su hogar y que ese hogar, allá donde esté,
construye su camino… por eso no hay distancias, ni adioses, ni esperas, ni despedidas, ni
llantos ni temores, ni olvidos, sólo cambios de lugar físicos y acomodos mentales sanos,
buenos y positivos en las distintas etapas que van llegando a una vida.

Una vez escuché a alguien decir que un hombre lleva siempre a cuestas su hogar, su
pensamiento, su mochila de sueños, sus personas queridas, sus… paré en seco y medité: no
era una voz extraña… ¡era yo!… allanando el camino.

Fin

El buen hombre
Aunque les cueste creerlo…en un país lejano había un hombre fuerte, que trabajaba de
leñador.

Me contaron que un día comenzó a llover y llovió hasta que el río creció y comenzó a tapar
las casas de la orilla.
El buen hombre que se llamaba Daniel, corrió rápido para prestar ayuda a sus amigos y
trasladar a todos hacia la otra orilla que estaba más alta.

Llevó ancianos, animales y ropa.

Cuando había hecho muchos cruces de río regresó para ver si había alguien más. Ya no
llovía, de pronto ve a un niño pequeño solo en la orilla asustado y le pregunta por sus
padres. El pequeño le contesta:

¡Aquí no están! Lo coloca sobre sus hombros y se mete en el río, el agua resultaba
arrolladora. En el medio del río luchó contra la corriente y estuvo a punto de ahogarse.
Cuando llegó agotado a la otra orilla lo esperaban para abrazarlo y felicitarlo.

El leñador mirando al niño le dice: ¿Cómo es que siendo tan pequeño pesas tanto?

A lo que el niño responde:¡porque has llevado todos los niños del mundo sobre tus
hombros!

Fin

A correr

Cuentan que cierto día, estaban en el bosque un caballo y su pequeño hijo, ambos gustaban
de correr sin rumbo fijo, solo por el placer de sentir el cálido aire sobre sus cabezas.

Padre e hijo disfrutaban mucho de estas carreras y el compartir sus conversaciones que
tanto bien hacia a ambos, siempre tenían pláticas de lo más amenas y realmente existía una
comunicación constante entre ellos.

Una mañana, salieron como era su costumbre a correr, estaban muy felices porque era un
día espléndido, cuando de repente el pequeño caballo tropezó y cayó rodando, su padre se
detuvo de inmediato volviendo sobre sus pasos para ver que le había sucedido a su pequeño
hijo.

Se acercó a él para averiguar si se encontraba bien, y el pequeño no lograba levantarse, muy


asustado le dijo a su padre: – Siento que no podré volver a levantarme, me siento muy
lastimado de una pata.

- Hijo, debes levantarte, acaso ¿Te has roto algo?-


-Padre- le dijo el caballito- creo que no me he roto nada, sin embargo, un caballo nunca se
cae y cuando lo hace, le resulta sumamente difícil levantarse.

- Hijo, estás equivocado, algunos animales como nosotros caen, pero vuelven a levantarse y
tú te levantarás, porque tú no tienes nada roto, tu voluntad hará que te levantes y vuelvas a
caminar y a correr como siempre lo has hecho, no permitirás que tu mente te haga tomar
una decisión equivocada, creyendo que porque has caído no podrás levantarte, además, yo
te ayudaré a hacerlo, porque yo precisaré de tu ayuda, cuando caiga y necesite levantarme
igualmente.

- Pero padre, ¿cómo podría yo ayudarte a levantar si soy tan pequeño?

- Hijo no se necesita fuerza física para dar esa clase de ayuda, solo se requiere un gran
amor, esa es la clase de ayuda que necesitamos, sentirnos apoyados por nuestros seres más
queridos, y yo te amo mucho y por esa razón te digo que te levantes, porque todavía
tenemos muchos caminos que recorrer juntos.

Y nuestro pequeño caballito, se levantó, se sacudió el polvo, empezó a caminar junto a su


amado padre y pronto empezaron a correr como era su costumbre.

Fin

El noble jardinero

Los rosales vivían felices. Sin duda, estaban cuidados con esmero y amor.

Junto a uno de ellos, crecían también unas florcitas de color amarillo, muy bonitas.

Un día, el jardinero las noto decaídas…

-¿Qué sucede?-les pregunto.

Una de ellas respondió:

-Pues está claro, las rosas son admiradas por su belleza, en cambio nosotras, tan
insignificantes, nadie percibe nuestra existencia, eso nos pone tristes-.

Entonces el jardinero replicó:

- Yo las quiero y valoro tanto como a los rosales, deben aceptarse como son, no olviden
que son únicas en este lugar.

Vivan felices también ustedes-

Y a partir de ese día, ya no volvieron a sentirse tristes, y crecieron más, y fueron apreciadas
por todos los que visitaban el jardín.
Fin

Mañana

Augusto se había criado en un hogar austero. No pobre, ni siquiera humilde, pero sin dudas
austero. Sus padres habían sido gente de trabajo, de aquellos que creen que el trabajo no
sólo sirve para vivir, sino por sobre todo, para asegurarse una vejez digna.

Hacían un culto del sacrificio y el temor a no tener nada en un futuro. Augusto no supo
jamás lo que era recibir un par de zapatillas, sino hasta que las que estaba usando ya no
resistiesen los embates del tiempo y el tamaño de sus pies.
No fue fácil crecer en ese ambiente. Un niño desea cosas que no tienen por qué tener que
ver con la necesidad de tenerlas.
En su hogar, la necesidad y la obligación, desplazaron al placer y a muchos sueños también.
“Para que quieres una pelota nueva si tienes la que te regalamos hace cinco años”. Todavía
escuchaba la voz de su padre y podía sentir cómo, tantos años atrás, corrían tímidamente un
par de lágrimas por su mejilla.
“La ropa es mejor holgada, para que sirva el año que viene también” decía su madre cada
vez que era imprescindible comprar alguna prenda. Todavía veía a ese niño en pantalones
con marcas de dobladillos que evidenciaban no sólo su crecimiento, sino el tiempo que
hacía que ese pantalón había sido comprado.

“Pide a los reyes cosas necesarias, no juguetes que pasan de moda”. Todavía tenía en su
mente ese tipo de frases que escuchaba cada año. Aún podía sentir la presión que hacía
sobre la lapicera para no escribir en su cartita aquello que realmente deseaba con el corazón
¿Qué le importaba a Augusto niño lo que era necesario? Él quería juguetes, autos, pelotas
¿Por qué no podía pedirles a los reyes lo que se le antojara? ¿Qué tenían que ver ellos con
la necesidad de las cosas?
Augusto soñaba con barcos, desde muy pequeñito, pero jamás tuvo uno. Los barcos de
juguete eran caros y más valía gastar dinero en algo de mayor utilidad.

El niño que fue quería navegar de verdad, sentir el viento sobre su rostro y el agua
salpicando sus cabellos. Pidió infinitas veces a sus padres que lo llevasen a navegar, pero
era algo costoso en aquellos días y por ende, imposible de conceder.
Augusto creció en ese ambiente y sabido es que uno puede escapar sólo en parte de su
historia, de las frases escuchadas con frecuencia y menos aún, de los sueños que fue
imposible cumplir.
Nunca tuvo un libro nuevo, ni su ansiado barco y había aprendido a sacar punta a los
lápices con tal pericia que le duraban mucho más tiempo del que deseaba.
– “Viejo se es mañana” decía siempre su padre. Hay que guardar para cuando ya no se
pueda trabajar.
Un día, sin saberlo, decidió que era inútil sufrir por esa vida austera y acotada y se amigó
con ella.
Comenzó él a prolongar la vida útil de las cosas, a considerar que no hacía falta comprar
libros nuevos para la facultad cuando podía adquirirlos usados “total los libros dicen lo
mismo, sean nuevos o usados” solía decir.
Augusto se transformó en un joven hecho a imagen y semejanza de sus padres. Consiguió
un trabajo y más allá de pagar sus estudios, ahorraba todo lo que podía.
El mañana lo obsesionaba. El no tener una vejez digna, no poder mantenerse cuando fuese
anciano se habían convertido en una amenaza de la que no salió ileso.
Se fue endureciendo, de a poco fue olvidando aquellas lágrimas de niño, la lapicera
apretada para escribir la cartita a los reyes y sobre todo el sueño de tener un barco.
No se trataba de tener o no el dinero suficiente para comprarlo. Augusto era un exitoso
profesional. Sin embargo, aquel sueño que de niño había sido tan importante, ahora de
grande, se había transformado en algo postergable y casi superficial.
Su familia insistía para que cumpliese esa asignatura pendiente, pero jamás accedió.
– Hay que pensar en el mañana, no gastaré dinero en un barco – repetía una y otra vez.
Sus hijos tenían la misma vida acotada que él había tenido. Olvidó cómo se sentía esa vida
de cosas usadas y anhelos no cumplidos y se las hizo vivir también a ellos.

No pudo escapar del mandato familiar y arrastró a su familia a sobrevivir una vida que bien
podría haber sido vivida a pleno.
Con el paso de los años, la obsesión por el mañana y la vejez fue haciéndose cada vez más
fuerte. La jubilación, el retiro, el ahorro, la pensión, eran palabras cada vez más frecuente
en el vocabulario de Augusto.
Era joven. Apenas si rondaba los cuarenta, pero parecía que en su horizonte ya no había
proyectos, ni sueños, sólo recaudos para el futuro. – “Viejo se es mañana” – repetía a sus
hijos, tal como su padre hiciera con él.
Cierto día, despertó angustiado. Sentía tristeza y desazón. Necesitaba algo que ni él mismo
sabía bien qué era. Llovía, el cielo estaba gris y el viento castigaba los árboles.
Salió de su casa sin rumbo fijo y de repente se encontró, casi sin saber cómo, en el puerto.
Se detuvo a mirar como navegaban aquellos barcos que habían transportado sus sueños de
niño y una lágrima se confundió con las gotas de lluvia.

Un impulso desconocido lo arrojó dentro de una embarcación y se encontró rogándole al


dueño que lo llevase a navegar.
– No es día para navegar – dijo el dueño del barco.
– Sólo unos minutos, se lo ruego – insistió Augusto.
El dueño del barco accedió. Soltó amarras y en poco tiempo estaban en medio del río.
Augusto fue feliz, luego de mucho tiempo y muchos años, fue feliz, pero no era un día para
navegar y menos aún para cumplir sueños postergados. Dicen que los sueños jamás deben
postergarse pues no se sabe en qué oportunidad pueden llegar a cumplirse.
Cada vez llovía más y las ráfagas de viento no eran caricias, sino látigos.
La embarcación se dio vuelta y los hombres nada pudieron hacer.
El día siguiente, encontraron el cuerpo de Augusto flotando en el río. El viento rozaba su
rostro, el agua salpicaba sus cabellos y una sonrisa podía entenderse en su expresión. El sol
brillaba como nunca. En la proa de la embarcación, justo al lado del cuerpo de Augusto y
como una burla del destino podía leerse un cartel de bronce que decía: “Mañana”.

Fin
También podría hacer sobre lo que le esta pasando a
mi Perú lo quiero mucho pero abecés somos muy
malos
La margarita niña
Margarita era una niña muy alegre y divertida, tenía el cabello rubio, muy largo, ojos
azules, piel muy blanca con pequitas sobre la nariz, le gustaba ir a la escuela y tenía muchas
amigas.

Pero había algo en su vida que no le gustaba para nada, su nombre, siempre se preguntaba
por qué no se llamaba Mariana, Silvana, Agustina o Cecilia, o algún otro nombre más
sofisticado que Margarita. Su mamá le decía que Margarita simbolizaba la simpleza, la
dulzura y el aroma de la flor más sencilla pero la más linda y duradera de todas las flores
del universo.

Esto no conformaba a la niña y cada día estaba más disconforme y hasta le estaba
cambiando el carácter, se había vuelto descortés y siempre se la veía de mal humor.

Quería que la llamaran Cecilia, pero nadie se acostumbraba y seguían diciéndole margarita.
Un día, se despertó, abrió los ojos despacito porque tenía una sensación extraña, miró a su
alrededor y en la habitación todo estaba en su lugar, solamente vio a los pies de la cama un
poco de tierra, pero pensó que era de los zapatos.

Quiso enderezarse y con horror se dio cuenta de que no tenía los brazos, margarita, aterrada
llama a los gritos a su mamá, quiso levantarse de la cama y no pudo. No tenía cuerpo, en
vez de piernas tenía una especie de tallo verde que terminaba en una raíz con restos de
tierra.

-¡Mamá, mamaaá! ¡Estoy soñando, es una pesadilla! Me reconvertido en una planta.

-¡Quiero el espejo!,-gritaba Margarita

La mamá, asustadísima y temblando le alcanzó un espejo y la niña se miró y no podía creer


lo que veía, era una flor, más exactamente una margarita con finos pétalos blancos y el
centro amarillo huevo, y allí sus ojos azules se inundaron de lágrimas, su nariz, su boca
seguían igual en ese centro amarillo.

Pronto la noticia corrió por el vecindario, y los amigos, todos en la ciudad se enteraron de
la margarita-niña, como empezaron a llamarla en las primeras planas de los diarios y en
los noticieros de la televisión.

Todo el mundo quería saber los detalles de semejante transformación. Algunos no creían
que fuese cierto, pero los que conocían a la niña comprobaron que era verdad.
En la casa sonaba el teléfono y tocaban el timbre en forma insistente, la T.V, los diarios y
todos los medios informativos querían una entrevista con el fenómeno en que se había
convertido la niña, pero su familia se negó en forma terminante.

Mientras fuera de la casa había tanto revuelo, dentro de la misma, trataban de solucionar el
problema, consultaros médicos, brujos, tarotístas, curas y todo tipo de científicos y gente
dedicada a las ciencias ocultas, todo servía para tener un referente que les dijera cual era
el motivo de esa aberración. Los médicos le extraían savia con una jeringa, le hacían
radiografías y nada

¡Era una planta! No tenía corazón ni órganos humanos, lo único humano que conservaba
era la cara y aparentemente el cerebro pensante, una mente inteligente atrapada en una bella
margarita.

La vida de la margarita-niña o la niña-margarita se tornó muy difícil, ya que tenía gustos


humanos pero necesidades vegetales, como por ejemplo margarita quería comer papas fritas
y gaseosas y la planta solo quería agua fresca y tierra, no podía estar acostada ni estar fuera
de la tierra porque se empezaba a marchitar.

Para mayor facilidad la mamá la convenció de plantarla en el jardín hasta que encontraran
una cura para ella. La plantaron al lado de las rosa y las caléndulas, le ponía el televisor en
la ventana de su cuarto para que viera sus programas favoritos. Las amigas la visitaban
frecuentemente, las plantas cercanas la ayudaban, le daban sombra a la tarde y de noche se
inclinaban para taparla, agitaban sus hojas para ahuyentar a los sapos porque Margarita les
tenía miedo.

Fue pasando el tiempo y la margarita-niña creyó que nunca más sería una niña normal, pero
se daba cuenta de que a las margaritas todos las querían, pasaban los niños y las olían, las
viejitas se quedaban mirándola y las mamás decían lo hermosas que estaban las
margaritas, todos las querían para su jardín, porque duraban mucho, crecían muchísimas, y
los canteros se engalanaban con sus flores.

Los enamorados las deshojaban repitiendo: -¡Me quiere, no me quiere, me quiere… así
hasta terminar muy contentos si el último pétalo coincidía con un:

-¡Te quiero!

La niña en sus largos días de quietud en el jardín, rogaba una y otra vez que si todo volvía a
la normalidad, jamás de los jamases volvería a protestar por nada. Una mañana de
primavera, la mamá salió al jardín para regar a su niña-margarita y a darle un beso como
hacía todos los días y se encontró con que habían arrancado la flor.

Dando alaridos de angustia corrió a la casa para informar al papá y los hermanos,
recorrieron todo el jardín, pero no la encontraron, la planta no estaba. Todos lloraban
amargamente culpándose de no haber vigilado por las noches, pensaron que quizá fueron
los muchachitos que salen a vagar, de esos que escriben paredes y hacen maldades, o un
enamorado que la cortó para su novia, porque no la encontraron rota o sus pétalos tirados.

- ¡La cortaron! La familia no tenía consuelo.

De pronto, de una de las ventanas de la casa, una voz conocida les dijo:

-Mamá, soy yo, Margarita, no se cómo, pero me desperté en mi cama, otra vez soy yo.

Era cierto, todos miraron asombrados a margarita, con su cuerpo, su pelo larguísimo y
rubio, sus brazos y piernas y sus ojos llenos de lágrimas.

¿Qué fue lo que pasó? Nunca se supo, fue todo tan raro que nadie se atrevió a investigar
nada, no se habló más del asunto. Eso sí, Margarita jamás de los jamases se sintió
disconforme con nada, se sintió feliz de ser una niña normal otra vez y aceptó su nombre
Margarita y plantó tantas margaritas en el jardín que desde los edificios altos se veía como
una alfombra amarilla y blanca.

Fin

Proyecto enomis
Había sido las diez de la noche, cuando después de conducir dos horas al menos, por fin
bajé del coche. Le di un vistazo por si acaso no estaba bien aparcado, y me encaminé hacia
mi casa reflexionando sobre el trabajo que me esperaba el día siguiente. Como siempre, fue
un día horrible: la prisa, los atascos, y sin hablar de un par de tontos con los que trato
negocios todos los días.

No conseguí relajarme mucho andando por esa breve distancia, y cuando llegué ante el
edificio donde vivo, decidí detenerme un rato para fumar un cigarrillo; me habría ayudado a
recobrar la calma necesaria para dormirme. Mientras fumaba, levanté los ojos al cielo, y me
di cuenta de que la señora Sabiduría –así la llamamos en el barrio, a esa mujer, por todo lo
que sabe y dice sobre cualquiera– estaba mirándome de reojo desde su piso en la tercera
planta, y como no aguanto a esa cotilla, tiré medio cigarro al suelo con un gesto de enojo, y
subí a mi apartamento por las escaleras; el ascensor siempre está estropeado.

Después de subir cinco plantas a rastras, me dejé caer en la butaca ante la televisión. Pasé
de un canal a otro durante media hora sin encontrar nada de interesante, así que
aprovechando también de un repentino ataque de sueño, me fui a la cama. Aún no eran las
cinco de la mañana, cuando fui despertado, horriblemente, por el odioso sonido del timbre.
Me levanté enseguida asombrado y asustado vista la hora.

Me acerqué a la puerta sin hacer ruido, miré por la mirilla, y vi a dos hombres corpulentos
parados en el descansillo. Me detuve un rato contemplándolos: el mayor aparentaba unos
cincuenta años, mientras el otro no parecía alcanzar los veinte. Tocaron otra vez el timbre;
sabían que me encontraba en casa.
– ¿Quiénes sois? –inquirí yo.

–Abra por favor –dijo el mayor esgrimiendo lo que parecía un mandato de detención.

Abrí la puerta sin quitar la cadena de seguridad.

– ¿Pues, qué pasa? –pregunté.

–Sería mejor que se lo aclaremos en casa –siguió el mayor.

Vacilé un rato antes de dejarme convencer a que entraran. Podía ser un engaño ¿si el
mandato era falso? ¿Cómo podía reconocer la autenticidad de un documento que nunca
había visto en mi vida? De todas formas, a pesar de tantas dudas, les abrí la puerta.

– ¿Ahora puedo saber qué está pasando? –pregunté otra vez con más fuerza mientras
pasaban a mi lado.

–Nada –contestó el mayor–. Sólo tendría que seguirnos a la comisaría donde le harán
algunas preguntas.

– ¿A la comisaría? –repliqué desconcertado–. Pero yo no he hecho nada.

–Todo el mundo dice así –dijo el más joven mientras cogía una manzana de la nevera. Le
dio un mordisco mirándome fijo en los ojos, como para demostrarme lo que su autoridad le
permitía hacer incluso en mi casa.

–Iría a pudrirse –me dijo mofándose.

– ¿Pero podrían explicarme lo que está sucediendo? –rechisté yo–. Estoy perdiendo la
paciencia.

–Tranquilícese señor, que todo se arreglará. Ahora se ponga algo de prisa y síganos. Nos
están esperando abajo –dijo el mayor en tono casi amistoso.

Me conformé a esa absurda situación, y siguiendo las indicaciones del presunto policía, me
puse un chándal y bajé con ellos. Ante la puerta de entrada, un coche negro, que nunca
había visto hasta aquel momento ni siquiera en las películas, nos estaba esperando. Me
abrieron la puerta trasera para agilizarme a subir lo más rápido posible.

Di una ojeada hacia mi piso, y me di cuenta de que la señora Sabiduría todavía estaba ahí,
presenciando mi detención casi satisfecha. El conductor arrancó el coche, y nos fuimos a
toda marcha hacia la meta. Tardamos una decena de minutos en llegar. Bajamos del
vehículo ante un viejo edificio, donde una joven policía me esperaba para acompañarme a
mi destino. Llevaba una uniforme negra con rayas laterales amarillas.
Nunca había visto antes una uniforme de ese color. Mi preocupación aumentaba cada vez
más. No sabía de que estaba acusado, y aunque estaba seguro de mi inocencia, no estaba
tan seguro de poderla defender. Llegamos ante la puerta del despacho del comisario donde
tuve que esperar un rato.

La mujer entró por su cuenta dejándome sin custodia. No pude oír lo que pasaba dentro. La
puerta era tan espesa que no dejaba pasar ni un ruido.

–Pase, por favor –dijo la policía abriendo la puerta.

Entré bastante temeroso en ese despacho que parecía olvidado desde mucho del personal de
la limpieza.

–Siéntese –dijo el que supuse fuera el comisario.

Me acomodé en el único asiento disponible.

– ¿Usted tiene algo que decir para aclarar el asunto? –preguntó él.

–No sé, ¿si puedo saber de qué asunto está hablando? –contesté buscando de guardar la
calma.

–Ahora no puedo darle muchas explicaciones al respecto, a no ser que usted confiese por su
cuenta –repuso él.

–Pero yo no sé que debería confesar –contesté con más vigor que antes–. No he cometido
ningún reato, y con esto, no quiero seguir adelante con este interrogatorio.

–Entonces tendrá que compilar un simple formulario con sus datos personales, después de
que podrá abandonar el edificio –dijo él manteniéndose tranquilo ante mi enfado.

Me puse a rellenar los blancos de un par de hojas que me entregó la joven policía, que hasta
aquel momento, había quedado a mis espaldas sin decir una palabra; y después de firmarlas,
sentí una aguja penetrarme en el cuello. Intenté reaccionar mientras iban a faltarme las
fuerzas.

– ¿Qué pasaaa…….?

Me desperté en un lugar a mí desconocido. La cabeza me dolía como nunca. Con cuidado


intenté averiguar dónde me encontraba manoseando el suelo, y me di cuenta de que estaba
tumbado en una superficie de arena. Esperé un rato antes de hacer un primer intento para
levantarme.
Era noche y la oscuridad era tan intensa que no podía ver más allá de unos pocos metros.
Me resultaba más fácil distinguir el crujido de las olas y el murmullo de los árboles, que
mezclándose, producían un sonido tan relajante que me dormí otra vez. Cuando volví a
despertarme ya me encontraba mucho mejor, y la luz del sol que ya era alto en el cielo era
la ayuda que necesitaba.

Hice un esfuerzo para ponerme de pie luchando contra no pocas dificultades. Todavía me
encontraba un poco aturdido; a lo mejor había dormido mucho más que de costumbre. Di
un vistazo a mi alrededor; el panorama era estupendo, pero aún no entendía como me
encontraba en ese paraíso.

El vacío me llenaba la mente. Lo único que recordaba, era que antes de que me durmiera
me encontraba en la comisaría de policía y nada más. Empecé a moverme con cuidado para
desperezarme las piernas, y me di cuenta de que algo extraño me abrazaba el cuello. Al
tocarlo parecía un collar, y tan pronto como intenté quitármelo, sentí una ligera descarga
eléctrica que me obligó a renunciar. Un objeto en el suelo me llamó la atención.

Era una carpeta con mi nombre escrito en caracteres cubitales. La recogí con curiosidad
para luego sacar su contenido que se limitaba en un libro de supervivencia y algunos
documentos, que aunque sospechaba la importancia, la confusión que reinaba en mi cabeza
me sugirió aplazar la lectura a otro momento.

Observé el mar sin alejar la vista de la orilla, y me fijé en un muelle. Era tan pequeño que
sólo habría podido hospedar embarcaciones de menudo tamaño; probablemente no era un
lugar destinado a vacaciones. Decidí dar una vuelta, y una vez elegida al azar la dirección,
me puse en marcha andando por la playa.

Hacía mucho calor y la humedad empeoraba la situación. El agua estaba tan limpia que me
habría dado un baño, pero no me parecía el momento más oportuno, así que me adentré en
el bosque que surgía a una decena de metros de la orilla del mar. Los árboles eran muy
altos, y en el medio de ellos, la sombra proporcionaba un aire tan fresco que alimentaba en
mí el deseo de proseguir en esa excursión. Un repentino crujir de hojas me dejó petrificado.

Había algo detrás de un matorral que no se atrevía a salir. Lancé un grito para estimularlo a
moverse, y salió como un bólido un enorme jabalí que sin parar, desapareció de nuevo entre
la espesa vegetación. Me temblaron las piernas durante varios minutos después del susto
cogido.

Seguí fijándome en el mismo matorral, divisando un poste de hierro disimulado entre las
hojas. Era alto por lo menos tres metros, y me era imposible ver el interior de la esfera de
cristal oscuro puesta en su cumbre. Volví a moverme con más cuidado que antes,
contemplando todo lo que surgía a mi alrededor, para darme cuenta de que eran varios los
postes hincados en el suelo, y no podía imaginar su utilidad en este lugar.

Fui cogido de asombro al oír unos ruidos procedentes del interior del bosque. El miedo se
apoderó de mí, pero la curiosidad era tan fuerte que me adentré más para descubrir de qué
se trataba. El corazón me latía como nunca. A la medida que me subía la adrenalina, el
miedo desaparecía. Ya me sentía un valeroso explorador; igual que Indiana Jones. Sólo
tenía que moverme con cuidado; no debía hacerme descubrir, pero no transcurrió mucho
rato desde el principio de mi misión, que ya estaba patas arriba; atado por los tobillos a la
rama de un árbol.

– ¡Qué desastre! –pensé mirándome los pies. La decepción por el fracaso me volvió a la
realidad:

– ¡Indiana Jones! ¡Ja! Incluso Don Quijote habría hecho mejor… ¡Un desastre! Eso eres,
¡un maldito desastre! –dije regañándome entre los dientes. Aún no había pensado en como
librarme, que brotaron a mi alrededor unos chicos menores de edad riéndose de mí.

Me alivié ante esa situación que olía más a burla que a peligro; efectivamente, fueron muy
amistosos conmigo. Me libraron enseguida de esa trampa, que como me explicaron más
tarde, habían maquinado para la captura de jabalíes. La sangre me había subido a la cabeza
por causa de aquella insólita postura.

Uno del grupo tuvo que sostenerme un rato para que no me cayera, y cuando me restablecí,
recuperé la carpeta que se me cayó durante el vuelco y fui con ellos al campo. Recorrimos
un sendero bien marcado en el suelo, por más de una hora, antes de dejar la sombra del
bosque.

El cambio con la luz del sol fue violento, y tuve que protegerme los ojos para poder
observar este extraño lugar. Habían sido cortadas unas cuantas plantas, para crear un
enorme hueco entre la vasta vegetación por la que estaba rodeado: cinco carpas de distintos
colores ocupaban un lado de este espacio y unas cuantas casetas el otro; al centro las mesas
daban forma a un cuadro de rayas, y las mujeres, sentadas en ésas, se afanaban en varias
tareas.

No veía alrededor muchos hombres. De repente, una mujer joven y guapa se acercó
sonriendo como para darme la bienvenida a este campamento.

–Buenas días –dijo ella con una espléndida voz–. Lo siento mucho que no haya sido
recogido por nadie en la playa. Ha sido un descuido. Pues, ¿ahora tiene hambre?

–Sí –contesté yo todavía incrédulo por lo que me estaba sucediendo.

–Venga entonces –dijo la joven–. La llevo a su asiento donde podrá comer un plato de arroz
caliente.

–Muchas gracias, es usted muy amable –repuse yo.

–Es mi deber –comentó ella dirigiéndose hacia la mesa. Me hizo sentar en un asiento donde
ya me esperaba la comida.

– ¡Qué aproveche! –dijo para despedirse.


– ¡Disculpe! –exclamé antes de que se fuera–. ¿Usted sabe algo sobre mi presencia en este
lugar? Y sobre todo, ¿qué es este lugar? –pregunté esperando hubiera podido aclarármelo
todo.

– ¿Pues, todavía no ha leído su documentación? –me preguntó extrañada.

–Si se refiere a ésta, aún no –repuse yo mostrándole la carpeta.

–Pues, tendría que leerla, y si le quedaran algunas dudas no tenga miedo a preguntar. De
todas formas, yo vivo en la última caseta azul. Pero ahora coma que se le pone frío el arroz
–dijo marchándose.

Comí con mucho gusto. Estaba hambriento como nunca. Habría comido mucho más que
aquel único plato, pero no quise aprovechar de tanta hospitalidad, así que dediqué ese
momento de descanso para satisfacer mi curiosidad: abrí la carpeta, saqué los papeles y
empecé a leer:

PROYECTO ENOMIS EL PROYECTO ENOMIS, QUE TOMA EL NOMBRE POR SU


IDEADOR, ES EL NUEVO SISTEMA CARCELARIO QUE PERMITIRÁ A LOS
GOBIERNOS PARTICIPANTES EN ESTO, DE LIBERARSE DE LOS GASTOS DEL
VIEJO SISTEMA QUE DESDE SIEMPRE HAN SIDO UN PROBLEMA ENORME
PARA LA ECONOMÍA DE UN ESTADO. NUESTRA IDEA ES LA DE SACAR A LOS
DETENIDOS DE LAS VIEJAS CÁRCELES PARA TRASLADARLOS A LAS ISLAS
DEL PROYECTO, QUE HEMOS ELEGIDO DE GRAN TAMAÑO, CON EL FIN DE
ACABAR PARA SIEMPRE CON EL PROBLEMA DEL ESPACIO. EL AUMENTO DE
LA CRIMINALIDAD EN LOS ÚLTIMOS AÑOS HA MOSTRADO TODOS LOS
LÍMITES DE CAPACIDAD DEL ANTIGUO SISTEMA, CAUSANDO LA LIBERTAD
INJUSTIFICADA DE PELIGROSOS CRIMINALES, Y POR CONSIGUIENTE,
CREANDO MUCHOS PROBLEMAS DE SEGURIDAD EN LA SOCIEDAD. LAS
ISLAS ADEMÁS DIFIEREN ENTRE ELLAS POR VARIOS ASPECTOS QUE
FACILITAN O DIFICULTAN LA SUPERVIVENCIA, Y POR ESO, HAN SIDO
CLASIFICADAS EN CINCO NIVELES DIFERENTES; ASÍ QUE PODEMOS ELEGIR
POR CADA DETENIDO, SEGÚN LA GRAVEDAD DEL CRIMEN COMETIDO, LA
ISLA MÁS APROPIADA. USTED AHORA SE ENCUENTRA EN LA MÁS HOSPITAL
DE LAS ISLAS (EL PRIMER NIVEL); SU TRASLADO Y DESTINO A OTRA
DEPENDEN DEL CRIMEN POR EL QUE ESTÁ ACUSADO Y DESDE LUEGO DE LO
QUE DIRÁ LA SENTENCIA JUDICIAL. EL COLLAR QUE LLEVA PUESTO ES UN
SISTEMA DE SEGURIDAD CON EL QUE TRANQUILIZAMOS A LOS REBELDES.
NO LO FUERCE PARA LIBRARSE DE ELLO SI NO QUIERE HACERSE DAÑO.
BUENA PERMANENCIA.

Me quedé atónito y nervioso por lo que acababa de leer. Estaba en una cárcel y sin saber
que había hecho para merecerlo. Seguí leyendo la página siguiente:

EL DÍA 15/06/2016, EL DETENIDO SIMÓN DE LA VEGA TENDRÁ QUE ACUDIR


AL JUZGADO, DONDE DURANTE EL PROCESO DEBERÁ DEFENDER SU
INOCENCIA. EL Sr. DE LA VEGA ES SOSPECHOSO DE SER EL AUTOR DE UN
HOMICIDIO QUE TUVO LUGAR EL 12/05/2016 A LAS 10:30 DE LA NOCHE ANTE
LA ENTRADA DEL EDIFICIO EL BARCO. UNA SEÑORA JURA HABER VISTO EL
SUJETO EN CUESTIÓN, PASEAR CON AIRE SOSPECHOSO, EN ESTE LUGAR
POCO ANTES DE QUE OCURRIERA EL DELITO. DURANTE LA ESPERA EL
DETENIDO ESTARÁ BAJO CONTROL EN LA ISLA DE PRIMER NIVEL.

Repuse nerviosamente los papeles en su custodia. Intenté recordar lo que había hecho esa
noche para dejar sospechas de haber cometido un crimen tan grave, pero aún era tanta la
confusión en mi cabeza que no se me ocurrió ningún episodio significativo; entonces, para
relajarme, di un paseo por el campo. Andando, me di cuenta de la presencia de una
biblioteca.

Me acerqué intrigado, y mientras intentaba observar el interior, fui distraído por la ruidosa
llegada de un grupo de hombres empeñados en arrastrar un pesadísimo jabalí. Parecían
divertirse mucho, y eso me ayudaba a dejar de pensar en el asunto del proceso.

–Tal vez yo también iré de caza un día de éstos –pensé saboreando de antemano el placer
de una nueva aventura. Llevaba un solo día viviendo en esta cárcel, y ya tenía la sensación
de que iba a gustarme. Una nueva experiencia era lo que necesitaba para salir del estrés del
trabajo. Antes del ocaso, me llevaron al dormitorio; me asignaron una cama en la carpa
amarilla.

El interior era mucho mejor de lo que imaginaba. Estaba cansado, y esperaba con ansia el
momento de acostarme. Por fin habría pasado una noche durmiendo sin ser molestado. El
día siguiente, me informaron sobre mi tarea: habría trabajado en la cocina como lavaplatos.

No supe esconder mi decepción al enterarme de eso, ya que me esperaba algo de aventura.


Sin embargo, me conformé con mucho gusto al ver que Sara, la hermosa mujer de la caseta
azul, trabajaba ahí como cocinera. Un día acabada mi tarea, tuve la ocasión de hablarle.

– ¡Hola Sara! Enhorabuena por la comida; estaba riquísima –dije para entablar la
conversación.

–Oh, gracias. Aunque creo que el jabalí ha tenido un papel importante en esto –contestó
ella mostrando toda su modestia.

–Sara, perdóname –dije yo–. Pero quería hacerte una pregunta sobre la isla.

–Sí, dime, ¿qué quieres saber? –repuso ella.

–He leído la documentación sobre ese Proyecto Onemis. –

¿Onemis? ¡Enomis! –me interrumpió sonriendo.


–Sí, vale, Enomis, Onemis o lo que sea. Pero, estaba diciendo… ah sí, que he leído esa
documentación, y me parece una buena idea la de trasladar a los criminales fuera de las
ciudades, pero no entiendo cómo pueden sacar partido a todo esto los gobiernos.

–Sí, yo también me pregunté lo mismo cuando llegué aquí –siguió ella–. Yo no tenía nada
que ver con el proyecto, pero este trabajo me parecía una buena oportunidad para salir del
caos de la ciudad, y no me la perdí. Sin embargo, me informaron sobre todo lo que le
concierne. Por ejemplo: ¿Has visto cuantos postes hay hincados por todas partes?

–Sí, sí, los he visto, por supuesto –contesté intrigado. –En ellos –prosiguió–, hay
escondidas micro cámaras para vigilarnos en todo lo que hacemos, y muchos interesados
pagan para verlo por un sitio de Internet.

– ¿Así que en este momento puede que alguien nos vea en directo? –contesté yo asombrado
y avergonzado.

–Por decir la verdad –me explicó–, lo que ocurre en esta isla lo ven únicamente al centro de
vigilancia, ya que hay menores de edad, y buena parte de los detenidos aún no han sido
juzgados en un proceso. Además, en el primer nivel difícilmente puede ocurrir un hecho
que guste a este público. Bien distinto es lo que pasa ya a partir del segundo hasta el quinto
nivel donde hay criminales de la peor especie, y los problemas de subsistencia dan lugar a
divergencias que acaban normalmente en disputas y peleas. No sabes cuánto disfruta la
gente viendo vídeos de violencia.

De pronto empecé a preocuparme, pensando al proceso, por si acaso viniera declarado


culpable de homicidio.

–Disputas y peleas –repetí en la mente lo que acababa de oír.

–Vale Simón, nos vemos más tarde –dijo Sara interrumpiendo mi breve reflexión–. Ahora
me tengo que ir al trabajo. Hasta luego.

–Hasta luego, y gracias de verdad por tu información –repuse yo.

Y mirándola mientras que se iba, seguía pensando en esa increíble situación, y con ese
pensamiento pasaron los días en el campo. No me daba cuenta de cuánto rápido pasaba el
tiempo. Con mis nuevos amigos me sentía a mi gusto. Muchos de ellos no eran tan malos
como uno podría pensar; es que, para salir de condiciones de vida muy desagradables,
eligieron el camino más rápido y equivocado.

Entre todos, no eran muchos los que habían conseguido un título de estudio; sin embargo,
probablemente por mérito de las dificultades contra las que lucharon durante la vida,
parecían razonar mucho mejor que algunos licenciados que conozco. Desde que llegué al
campo, nunca me faltó la ayuda de esa gente.
Me enseñaron también a tirar con el arco, y me dejaron participar incluso en una partida de
caza, así que pude demostrar a mí mismo, porqué seguí fregando los platos; un desastre. Ya
me había olvidado el asunto del proceso, hasta que un día, un militar vino a recogerme al
trabajo para llevarme al despacho del director.

Lo seguí bastante preocupado sospechando cual era la motivación. Acercándome a la meta,


reconocí a Sara que paseaba inquieta ante la puerta ya abierta del despacho. Me sorprendió
mucho verla ahí. Al momento pensé que había venido al solo fin de saludarme, pero cuando
le estuve más cerca, y pude verla en la cara, tuve un mal presentimiento.

Su sonrisa parecía tan forzada, que me dio la sensación de que algo malo iba a pasarme; y
de la tranquilidad que esperaba encontrar por su mirada, no quedó ni la sombra. La saludé
con voz muy temblorosa, tanto que no supe añadir ni una sola palabra a mi saludo; y ni
siquiera una sonrisa para darle ánimo, para asegurarla de que no había nada de qué
preocuparse, y que todo habría salido bien; pero la verdad, era que ella ya lo sabía todo; de
esto estaba seguro.

Entonces sin detenerme un rato más, entré en el despacho, y ella detrás de mí hizo lo
mismo. Miré al director que parecía alegrarse mucho al contrario de Sara.

– ¡Buenas noticias! –exclamó–. El verdadero culpable del homicidio se ha entregado a la


policía confesándolo todo. Eres un hombre libre.

– ¿De verdad? –grité dichoso. No sabía que decir. La expresión de mi cara decía más que
cualquier palabra. Me sentí aliviado. No soportaba la idea de ir a vivir con peligrosos
criminales, pero tampoco la de pasar por un asesino.

Y mientras que yo me alegraba de la buena noticia, el director me libró del collar. Le fue
suficiente teclear un código en su ordenador, que ese artilugio se abrió por su cuenta. Lo
agradecí con un apretón de manos y me volví para abrazar a Sara, pero no pude ni verle la
cara, que la cabeza me empezó a dar vueltas.

Me sentía tan raro. No comprendía lo que me pasaba; tal vez sin darme cuenta, me fue
inyectado algo de droga en la sangre. De golpe me caí al suelo. No podía mover ni un
músculo, y poco a poco perdí los sentidos.

– ¡Pronto, pronto, al quirófano! –oí decir antes de dormirme.

– ¡Drrr, drrr, drrr! – ¡Drrr, drrr, drrr! – ¡Dejadme, dejadme! –gritaba yo.

De repente volví a moverme, y aunque aún no veía nada, me sacudía con toda mi fuerza
para librarme de algo extraño que se me había puesto encima, y no me dejaba respirar.

– ¡Drrr, drrr, drrr! Un ruido terrible y asordante me volvía loco.


Era insoportable. Sin embargo seguía intentando librarme de esa cosa, que sólo al
despertarme, pude ver con claridad; dándome cuenta de que me encontraba en mi cama,
bajo las mantas, mojado de sudor hasta los pies. Acallé el despertador con un manotazo, y
seguí tendido intentando aflojarme un poco.

Estaba todo tan raro. No podía creer de haberlo soñado todo. Parecía tan real, o quizás era
sólo el deseo de dar un cambio a mi vida que lo hacía tan real; sí quizás, de todos modos
había llegado la hora de subir de la cama para ir al trabajo; y como si nada hubiera pasado
me levanté, y me porté como de costumbre. Una hora después ya andaba por la calle. La
misma rutina de siempre.

Un solo detalle se distinguía de lo normal, y no pude evitar de observarlo; un ramillete de


flores estaba muy bien ubicado al margen del andén. –No recuerdo ningún accidente en esta
calle –pensaba yo apresurando el paso con la cabeza ya empeñada en los asuntos del
trabajo.

Fin

La casa de todos
En cierta ocasión un grupo de jóvenes hicieron una excursión al bosque y después de
comer, cuando ya se iban a marchar a casa, cuál no sería su sorpresa, que un pino les dijo:
__ ¿Quién ha tirado esa botella?
Todos se quedaron asombrados y callados, y en espera que contestara quien la había
arrojado, al no hacerlo, el pino lo señaló con sus ramas y le dijo:

__ Tú has sido.
Sus amigos lo miraron sorprendidos y el joven se disculpó diciendo:
__ Sí. Yo he sido, quizás no debí de hacerlo…pero bueno, es una simple botella de
plástico.
__ Una simple botella –replicó el pino- que unida a otras botellas, papeles, botes, bolsas y
desperdicios, si todos hiciéramos igual, el bosque sería una pocilga.
__ Lleva razón, señor pino –le respondió uno de los jóvenes-. Muchos pocos hacen un
mucho.
Cuando, ya de regreso a casa, cruzaron un riachuelo, éste le dijo a los jóvenes:
__ ¿Quién ha arrojado este bote a mis aguas?
Todos callaron de nuevo, pero en seguida uno de ellos dijo:
__ El domingo pasado yo arrojé un bote de refresco. No debí de hacerlo, desde luego,
pero…
Y el río murmuró:
__ Si todos hicieran igual, yo sería un lodazal.
Siguieron caminando se regreso a casa y al pasar cerca del mar éste les dijo:
__ ¿Quién ha enterrado en la playa estas mondaduras de naranja y esta bolsa de plástico?
Nadie contestó, pero como insistiera preguntando el mar, uno de ellos dijo:
__ Yo lo he hecho alguna vez.
__ Yo enterré una vez en la arena –dijo otro- las peladuras de un melocotón.
__ Peladuras de naranja, melocotón, bolsas de plástico –replicó el mar- si todos hicierais
igual, la playa sería un basurero.
Finalmente, cuando llegaron a la ciudad, al pasar por la Plaza Mayor, dijo un gorrión que
estaba en la rama de un arbusto:
__ ¿Quién ha arrojado ese papel al suelo?
__ ¿Ése? – preguntó un joven-, pero si es un papel muy pequeño.
__ Da igual –replicó el gorrión- quien arroja un papel pequeño es capaz de arrojar otro
mayor.
Escuchó la conversación un gato que andaba por allí y le dijo a los jóvenes:
__ El mundo es la gran casa de todos. La sala de estar son las ciudades; el jardín de la
casa son las selvas y los bosques y el baño son los ríos y el mar. Si cada uno de nosotros
cuidamos el lugar donde estamos, todo el mundo estará limpio y será un lugar agradable
para vivir.

Fin

Mi visita a la tierra
Estaba buscando entre los recuerdos de mi papá, un super baúl que guardaba en su jardín
botánico alguna cosa entretenida que me pudiera interesar. Y fue allí que puede ver una
revista a todo color de muchas cosas que aquí donde yo vivía no existían. Pude conocer los
arboles, unas maravillosas manchas de colores que adornaban extensos terrenos, a los
cuales supe después le llamaban flores.

Tome la revista y fui a nuestra casa a buscar a mi papá. Luego le pregunté por lo que había
encontrado. Le mostré la revista y él me dijo que ella era un regalo que le había obsequiado
su abuelo, ya que sus antepasados la habían traído de un lugar que ya no existía. Fue así
como me contó que una vez hace mucho tiempo, vivían las personas en un lejano planeta
llamado tierra.

Yo ya había escuchado sobre el planeta tierra, pero nunca imaginé lo hermoso que pudo
haber sido. Había un cielo celeste, y esas flores de colores se daban por miles. ¿Qué pasó
con este planeta? le pregunté. Me contestó que las personas que vivieron en él, no lo
supieron cuidar.

“Fue la contaminación” me dijo, “la que acabo con la atmosfera”. Por lo tanto la
civilización tuvo que emigrar a este planeta que llamamos ERGOR, fue acá donde nacieron
mis padres y mis abuelos. Acá nada es igual a lo que vi de la tierra, no existe ni el día ni la
noche; muestra atmósfera es artificial y no podemos salir de ella.

Es como una gran casa, con un techo gigante que para nosotros es el cielo. Cuando está
muy deteriorada se pinta una y otra vez de distintos colores para darle alegría a nuestras
vidas. Somos pocas las personas que vivimos acá. Es un número reducido: alrededor de
6.000.000 de personas.
Yo tengo sólo una hermana y es pequeña, se llama Laurita Golden yo soy Lorenzo Golden,
sobreviviente como todo mi familia. Mi papá continuó con su relato:

“fue terrible lo que paso con la humanidad” dio un suspiro y luego se quedó un rato
pensando. Yo a la vez pensé: ¡era tan poco lo que había que hacer! , ¡Cuidar nada más lo
que había! Aún no entiendo ¿Cómo no se maravillaban con todo lo bello que existía? ¡Si al
menos nosotros tuviéramos un poco de lo que allí había!, ¡Seriamos tan cuidadosos con los
animales, insectos, aves, flores, arboles!

¿Por que no le hicieron caso a lo que Dios nos había dicho de un principio para permanecer
en ese paraíso? ¡Sólo teníamos que amarnos los unos con los otros, nada más que eso!
Ahora ese tiempo ya pasó y vivimos en esta gran burbuja que el hombre preparó para el día
que la tierra murió y dio su último respiro.

Ahora que he conocido sobre esa vida en la tierra la extraño como si hubiera vivido allí.
Quizá lo podría experimentar en un sueño, correr por los prados con miles de animales, oler
las flores silvestres, sentir la brisa del mar, oír los pájaros cantar. Cosas que aquí no existen

¡Qué suerte tuvieron mis antepasados, qué suerte tuvieron todos esos niños que vivieron allí
antes de que todo acabara! Llamé a mi hermana para mostrarle la revista y me dio mucha
pena de que sintiera tanta frustración como yo, así que mejor le conté un cuento de que
algún día, el jardín botánico de mi papá nos entregaría muchas cosas maravillosas y no tan
solo hierbas y verduras sino también flores con olor y de muchos colores naturales.

También le expliqué lo que era una flor ya que al igual que yo tampoco las conocía y no se
imaginaba como eran y como había que cuidarla todos los días, que ella al igual que
nosotros se alimentaba y tenía vida.

Fin

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