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Escrito en piedra

La sensación de ruptura (desgarramiento, casi) con la función que los profesores tenemos dentro
de la universidad venezolana es dolorosa y es la verdadera expresión de una crisis precipitada
calculadamente por el gobierno actual (ya viejo y también anacrónico). El relato de esta catástrofe
en desarrollo se hace y se actualiza con frecuencia. Sabemos ya que a los artífices de toda esta
desgracia no les importa. La muerte del conocimiento y el progreso es precisamente el caldo
donde mejor reinan. Pero la crónica de la destrucción ha de seguir haciéndose con el rigor de
quien escribe un sumario para la historia y un recordatorio para quienes, puertas adentro, desde
todos los niveles, han sido el diente que roe los huesos de nuestra Casa (¿dónde están? Algunos
persisten rodilla en tierra esperando la realización de fantasías socialistas que nunca han de venir
de un gobierno corrompido y corrupto; los más avispados se han ido o están por abandonar el
barco de la “Patria o Muerte” hacia tierras más civilizadas). La Universidad de Oriente, donde hice
mi primera formación y donde he trabajado durante casi veinte años es un erial, tierra arrasada
por años de asfixia presupuestaria, indolencia (calculada y espontánea) y delincuencia.

¿Cuántos académicos investigan hoy día dentro de las universidades venezolanas? ¿Cuántos en la
Universidad de Oriente?

¿Cuántos profesores enseñan realmente en las universidades venezolanas? ¿Cuántos en la


Universidad de Oriente?

Tengo alumnos de Manicuare y Araya. Deben venir en bote desde sus lugares, pero casi no hay
botes. Tengo alumnos de Cumanacoa y más adentro, en las montañas, deben hacer trayectos
interurbanos, pero hay poquísimo transporte.

Mis alumnos padecen hambre. Como la mayoría. Como los profesores que dependen de sueldos
universitarios para vivir.

Intercambio mensajes de texto con una chica. Una niña casi. Tiene ganas de superarse.

“Profe, estoy desde las cinco de la mañana en la cola para el bote. Son las diez. No creo que llegue
a tiempo”. Le digo que no venga, que ya estamos a mitad de clase. Que me envíe el cuestionario
por escrito a mi correo electrónico. “Profe, por mi casa no hay internet. No hay ciber.” En la
península la señal es tan mala que no corren los datos. Le digo que no importa, que me puede
entregar el cuestionario escrito a mano, cuando vuelva a venir a la UDO. Pero mañana, todo el
mundo sabe, la cola es peor. Así que deberá empezar a hacerla más temprano que el día en
cuestión. Todo para entregarme un cuestionario y regresarse casi inmediatamente por la
incertidumbre del transporte. Termino transando la entrega por mensajes de texto.

Llegamos a los bordes de la catástrofe. Es legítimo preguntarse si otro semestre será viable. Pero
hay quienes insisten en la ficción de la normalidad y achacan los males universitarios a la falta de
amor y sentido de pertenencia de los universitarios que desde hace muchos años ya (porque este
gobierno es ya muy viejo en su ilegitimidad) han denunciado, reclamado y peleado por una
universidad autónoma, con dignidad, progresista, libre.

Y, efectivamente, ha habido falta de amor. Es más, ha habido una profunda traición a la academia
y a la institución universitaria y esta ha venido de quienes han avalado y contribuido con sus
acciones y discurso, con el ejercicio de sus gestiones, a la destrucción de la autonomía y al
secuestro presupuestario que ha derivado en el cierre de casi todos los programas de
investigación y las iniciativas en pro del conocimiento que le daban sentido.

Que quede escrito en piedra y que esa piedra cuelgue con el peso de la culpa en el alma de quien
lo merece.

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