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## La extraña desaparición de Laura García (3ra.

, y última, parte)

<center>Espiral</center>

La impresión de *deja vu* lo sumió en una angustia espesa.

Había amado a Laura hasta lo indecible y no había parado de buscarla. Su extraña desaparición lo
había marcado y le había impedido llevar una vida normal. Ahora, de espalas en la carretera, veía
cómo los acontecimientos se precipitaban. Un apabullante número de caras familiares (que, sin
embargo, no alcanzaba a reconocer), se le venían encima. Había tenido un desvanecimiento.

Encontrar a Laura tan inexplicablemente envejecida detrás de ese puesto de venta de carretera
rompió algún mecanismo que su alma había construido con los años para protegerse del recuerdo
y de la certeza de que no volvería a verla. De pronto, el encuentro añorado durante más de quince
años, pasada la desesperación de la búsqueda infructuosa por los peajes de carretera, hospitales y
morgues, luego de la última llamada de Laura, se convertía en algo que en realidad había temido, y
ahora se le presentaba como una estafa vital que no podía resolver.

Recordó: Hace unos instantes Laura le hablaba sin parar. Dejó una nota en su mano. “Huye”, le
decía. “No hables con nadie”. ¿Por qué?

A la par de esta angustia comenzó a entender, en un envión impío, cuánto la ausencia de Laura lo
había hecho transitar la vida como un sueño opresivo, en el cual toda mujer era comparada con
ella; toda transeúnte sometida a un examen a ver si por casualidad, quién sabe, Laura reaparecía
envuelta en una historia de amnesia, como había visto en tantas películas. La desaparición de
Laura se había convertido en su única obsesión, y su vida había sido esa obsesión.

¿Por qué se empeñaban tanto esos hombres y mujeres extraños (y familiares) que le rodeaban en
encimársele e impedir su contacto con Laura? ¿Por qué Laura le hacía esa advertencia urgente?
¿Dónde estaba Laura, si hacía solo un instante había puesto en su mano esa nota? La mano le
ardía mientras apretaba el papel destrozado. Sintió la urgencia de huir y de saber a un mismo
tiempo.

Le dio un puñetazo al que tenía más cerca, hombre o mujer, no se enteró. Se liberó del cerco
gritando el nombre de Laura, solo para encontrar otro cerco de caras extrañas (y familiares) que lo
interrogaban amablemente: “¿Se siente mejor, señor?”. Le ofrecían un refresco. Manos blandas lo
retenían y lo recostaban en el asfalto nuevamente. Buscó a Laura desesperadamente entre esos
rostros.

Le dio un puñetazo al que tenía más cerca. Esta vez sí que lo vio. Era oscuro, alto, fornido. Era
implacablemente amable. Lo inmovilizó contra el piso acolchado.

Gritó el nombre de Laura. La luz lo cegaba. Un foco de techo lo atormentaba con su luz blanca.

Voces amables intentaban calmarlo. Pretendían engañarlo. Le dio un puñetazo a la mujer que
tenía al frente. Gritó el nombre de Laura. Un vial voló cristalino y ámbar en la increíble claridad del
recinto.

Manos implacablemente blandas lo recostaron sobre sábanas blancas. Lo ataron. Sintió el


pinchazo.
Gritó el nombre de Laura.

Antonio bajó del carro. Detrás de puesto de venta estaba una mujer de unos sesenta años. Se
paralizó. Era increíblemente parecida a Laura García.

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