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Milagros González Álvarez, Licenciada en Filología Hispánica

Barea, Arturo . La forja de un rebelde

Hay libros que nos hacen entrar en la historia por la puerta de la minúscula,
una vía que ayuda a domesticar los discursos grandes y a pisar tierra, son
libros-testimonio cuya fuerza reside en la capacidad del narrador de
transmitir con honestidad aquello que vivió. Arturo Barea lo hace con una
trilogía que va temporalmente desde principios del siglo XX al fin de la guerra
civil y que se mueve fundamentalmente en Madrid. Cada libro se divide en
dos partes de diez capítulos cada una; es una forma de modular los periodos:
la infancia y adolescencia en el primero, el frente y la retaguardia de la
guerra de Marruecos en el segundo y la situación prebélica y la guerra civil
en el tercero. Mirándolos en perspectiva nos parece que cada uno es
consecuencia del anterior y esto es así porque responde a una intención que
el autor declara al final de la obra, intentando buscar las raíces de sus ideales
que han nacido de la rebeldía ante una sociedad injusta y desigual:
sentía la urgencia de buscar la causa y el encadenamiento de causas. [...]
Me parecía que podía entender mejor lo que estaba pasando a mi pueblo y a
nuestro mundo si descubría las fuerzas que me habían forzado a mí, el
hombre solo, a sentir, actuar, errar y luchar como lo había hecho.

Yo no puedo, ni quiero, reflexionar sobre la escritura de estos tres libros


porque el corazón, o el estómago, o cualquiera que sea el órgano que se
impone a la razón, se me ha ido detrás de la evocación que despertaban las
frases sin dejar al cerebro detectar ritmos o anomalías gramaticales. Mi
propia historia, la minúscula, se ha ido entrelazando con la lectura: la
memoria del autor volcada en las páginas ha ido rellenando huecos de la mía
y se ha convertido en algo parecido a la experiencia propia.

***

I. La Forja (1941)

El recorrido empieza suavemente en este libro que abarca la primera década


del siglo XX. Sus capítulos iniciales permiten la sonrisa y el placer de recorrer
un Madrid distinto y parecido, familiar en muchos detalles, recreable con
poco esfuerzo. Paseando hoy por los alrededores de la ermita de la Virgen del
Puerto es fácil imaginar a las lavanderas del Manzanares, un cuadro muy
pintoresco que queda pronto oscurecido por otra realidad menos
complaciente contada a través de los ojos del niño que considera la carga
que acarrea el señor Manuel desde el río hasta Lavapiés:
es un talego muy grande, más grande que un hombre. Como yo hago la
cuenta de la ropa con mi madre, sé lo que cabe: veinte sábanas, seis
manteles, quince camisas, doce camisones, diez pares de calzoncillos, en fin,
una enormidad de cosas. El señor Manuel, el pobre, cuando llega a lo alto de
la buhardilla, se tiene que agachar para entrar por la puerta. Deja caer el saco
despacito para que no estalle, y se queda arrimado a la pared respirando muy
de prisa y cayéndole el sudor por la cara. Mi madre le da siempre un vaso de
vino muy lleno y le dice que se siente. Si bebiera agua, se moriría, porque se
le cortaría el sudor.
Milagros González Álvarez, Licenciada en Filología Hispánica
Esta manera de presentar la miseria totalmente integrada en la vida
cotidiana se repite en todos los libros y es, probablemente, el factor que da
peso real y carga crítica a lo que se describe. Ver la vida desde abajo y
contar lo que se ve con una voz sin retórica y una mente despierta es
suficientemente revolucionario. Veo el paisaje de mi ciudad a principios del
siglo XX con toda su corte de empleados, meritorios y aprendices y siento el
clima de precariedad y tensiones: una sociedad dividida entre unas clases
que luchan por sobrevivir y otras que se parapetan tras una Iglesia sin alma
y unos prejuicios consagrados para mantener sus privilegios
confortablemente, con un total desprecio por los desposeídos de casi todo. El
niño empieza a revolverse:
No quiero ir más con ella, por las tardes, a llevar los talegos de ropa limpia y
recoger los de ropa sucia, esperando en el portal de las casas a que ella baje.
«No me han pagado», me dice. Cuando entramos en la calle mi madre visita
al panadero: «Juanito, deme un pan... mañana se lo pagaré»

La figura de la madre es fundamental para abonar un espíritu que no se


resignará a aceptar la explotación, la indignidad o el culto a un dios sin
misericordia. La señora Leonor, toda resignación mansa, despierta en su hijo
un sentimiento sólido que funde la ternura y la compasión:
Mi madre me acaricia los pelos revueltos, el remolino de «malo» de la
coronilla; sus dedos distraídos me acarician la cabeza, pero yo los siento
dentro. Cuando para la mano, la cojo y la miro. Tan pequeñita, tan fina,
desgastada por agua del río, con sus deditos afilados y sus yemas picadas de
la lejía y sus venas azules torcidas, nerviosas y vivas.

El niño vive los contrastes en primera persona y pronto es capaz de analizar


críticamente las situaciones en su calidad de niño pobre a quien los curas
permiten estudiar bachillerato, una formación reservada solamente para
niños ricos:
A mí me dan carrera, a cambio de que me vuelva loco con los libros y saque
matrículas de honor para los anuncios del colegio, porque si no las sacara, no
me enseñarían gratis. Entonces sería como todos los demás chicos.

Los temas se van dosificando en un ritmo de creciente gravedad a medida


que la conciencia de opresión se despierta en el narrador, el propio autor. De
la injusticia sentida por el niño al ver el duro y mal pagado trabajo de la
madre en el río, al adolescente que se enfrenta al trabajo de aprendiz de
empleado de comercio interno, sin horario y sin paga, o empleado de banca
sin derechos:
Somos en el banco unos sesenta chicos, todos meritorios sin sueldo. Estamos
sin sueldo un año y después pasamos a ser empleados. Pero para llegar a
empleado hay que hacer méritos. Cada año hay sólo dos o tres plazas de
empleado entre las trescientas de la casa. Cincuenta y siete meritorios van a
la calle en el curso del año [...]

El entorno de los empleados de banca está descrito con detalle: las tareas
rutinarias, los interminables horarios, el miedo a ser despedido, la retribución
escasa, frente al enorme negocio (Es imposible no hacer comparaciones con
el mundo de hoy: no acabamos de sacar el pie del fango de la Historia). La
lucha sindicalista como respuesta al abuso patronal es una consecuencia
lógica y la ebullición de sus sedes para organizar estrategias que arranquen a
los patronos algunas mejoras, también.

Esta narración de claro contenido social viene envuelta en un torrente de


datos para recrear el Madrid de los primeros años del siglo XX: las librerías y
los libreros, los coches de mulas en la Cava Baja, el barracón de cine en la
plaza del Callao, el circo de Parish (Price), los entresijos del Teatro Real, el
colegio de la Escuela Pía, donde los curas escolapios simulan su papel
Milagros González Álvarez, Licenciada en Filología Hispánica
docente, puesto que «los curas no necesitan ser maestros para enseñar»; el
Paseo de la Virgen del Puerto, el antiguo Viaducto, la plaza de Santiago, la de
Oriente, la calle del Espejo, la zona de Gran Vía antes de que esta se trazara.

Y sobre todo, Lavapiés (el Avapiés, según Barea) y su entorno, desde Mesón
de Paredes al Mundo Nuevo; hablar de esta zona de los barrios bajos es
hablar de hambre, pobreza y marginación que va aumentando a medida que
las calles descienden. La relación estrecha del autor se subraya en un texto
poético que contrasta con el resto e introduce la descripción entrañable del
barrio:
Madrid viejo, mi Madrid de niño, es una oleada de nubes o de ondas. No sé.
Pero, sobre todos los blancos y los azules, sobre todos los cantos, sobre todos
los sones, sobre todas las ondas, hay un leit motiv: AVAPIÉS

De la misma manera que la formación espontánea del espíritu inconformista


nace de la madre, el temple del carácter se hace en Lavapiés: allí estudia
teoría en la Escuela Pía y adquiere sólidos conocimientos prácticos en la calle,
en una gradación de la marginación que va de la pobreza digna de la señora
Segunda a la miseria cruda del Barrio de las Injurias:
Allí empezaba el mundo de las cosas y de los seres absurdos. La ciudad tiraba
sus cenizas y su espuma allí. La nación también. Era un reflujo de la cocción
de Madrid del centro a la periferia y un reflujo de la cocción de España, de la
periferia al centro.

Su entorno le ha ido conduciendo hacia una posición de enfrentamiento con


el orden que la mayoría ha aceptado y los poderosos han impuesto. En una
recapitulación final, el adolescente, empujado a ejercer de hombre por la
presión de una sociedad que le ha obligado a elegir entre dignidad y pobreza
o sumisión y bienestar, va resumiendo bajo la disciplina de un pensamiento
lógico, todas aquellas cuestiones que una mente joven, libre y limpia no
puede admitir. Son las premisas de un rebelde.

Milagros González Á.

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