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19/10/2018 Sólo por eso merece la pena existir - El Estilete

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SÓLO POR ESO MERECE LA PENA EXISTIR


(Pregón de la lectura, Feria Internacional del Libro de la Universidad de Carabobo, 2016)
CARLOS SANDOVAL (HTTP://WWW.ELESTILETE.COM/AUTHOR/CARLOSSANDOVAL/)  NOVIEMBRE 10, 2016


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Fotografía de Carlos Sandoval

A Yarilde Sandoval,

quien padeció conmigo aquellas vacaciones


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Cómo quedamos atrapados para siempre en la lectura, en el placer de convivir con los libros,
es algo que ni los especialistas ni los escritores han podido ‒o no han querido‒ descifrar. Sin
embargo, existe el grupo humano de “los lectores”, al cual puede entrar cualquier individuo
insospechado, cuando menos se lo espere. Carlos Sandoval nos con esa cómo fueron sus
inicios y relata la apasionada interacción entre la lectura y la escritura, según los testimonios
de muchos autores

“Puede que sólo por eso merezca la pena existir, por leer un libro, por ver los inmensos horizontes de una página. ¿La
tierra, el cielo? No, sólo un libro. Por eso, muy bien se puede vivir.

(Manlio Sgalambro)

A
dos cuadras de casa, en la entrada de un pequeño centro comercial que también funciona como conjunto
de apartamentos, un hombre de la calle –un indigente– sobrevive gracias a las migajas que intrépidos
motoristas colocan en sus manos luego de que el sujeto rocía sus carros con un agua turbia acarreada de
tres baldes. Tendrá sesenta años largos, o quizá ya cruzó los setenta. Estamos casi en el centro de Caracas,
en la solerísima parroquia La Candelaria. Un hombre de la calle que combina el portátil servicio de limpieza con el de
“dalero”, ese o cio de dirigir las maniobras de los choferes que se arriman al lugar: “dale, dale, dale”.

No sé si el viejo se trepana el cerebro aspirando retales de coca o si el alcohol lo trabajó de tal modo que le hizo perder
familia, techo y algo de cordura, pero al pasar por allí, si no orienta atraques o friega el polvo de alguna carrocería,
suelo verlo echado sobre la mugre de unas infecciosas colchonetas, absorto y serio: leyendo.

Si camino en pareja o grupo hago el socorrido comentario: así terminamos los lectores, durmiendo en el macadam,
limosneando pan y tiempo solo para leer cualquier hoja que pillemos en la basura. Nuestro hombre recoge libros,
folletos, revistas con la pasión de un biblió lo. Los acumula al lado de la precaria cama; en ocasiones, el tomo de una
enciclopedia o un grueso manual le sirven de almohada mientras se abisma en las páginas de un cuento de Asimov o
de una entrevista de Oriana Fallaci. Como hago cada vez que tropiezo con alguien que lleva un volumen en el
subterráneo o en una sala de espera, espío los títulos o, si no tengo suerte, los adivino; de lo contrario no podré
remontar el día sin conocer qué leen los otros, mis rivales. Lo admito: ésta es una de las neurosis que distingue a los
compulsivos, tanto más a aquellos que cifran su existencia en el cumplimiento de un plan de lecturas.

Ni la lluvia o la mala vista impiden al hombre de la calle seguir las peripecias de Los tres mosqueteros (Dumas), de
Corcho (el protagonista de Piedra de mar, de Francisco Massiani), de El hombre invisible de H. G. Wells. Recoge un poco
los bordes de goma espuma, se ajusta los lentes con tirro de embalaje y devora, como bulímico, ejemplares doblados y
pringosos. La otra tarde utilizaba una lupa para recorrer los mínimos párrafos de La odisea en la legendaria colección
crisol de Aguilar.

A ratos me entran ganas de abordarlo para preguntarle cómo fue que llegó a ese estado, qué cosas hizo para que el
destino lo tratara así; en realidad, lo que quiero saber es por qué lee, qué encuentra en la lectura y si es capaz de
rememorar fragmentos de lo leído o si sus paseos por los folios le han servido de algo. Pero mis deseos no duran
mucho; pre ero verlo a distancia y continuar imaginando que su voracidad lectora la descubrió allí, en la acera, al sacar
de un cubo de desperdicios una novela y apenas hojearla haber sido in cionado por el hechizo de las letras.

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Si me atreviera a interrogarlo acaso él no podría explicar qué lo impele a zambullirse en ese objeto de papel que le
sustrae horas de sobrevivencia, ni menos aún disertar sobre los potenciales valores adquiridos con cada pieza. La
humillada ropa, el sucio, la morti cante complexión auspician determinismos: sin duda sería poco probable que dijera
algo más o menos conclusivo.

Tengo un hermano electricista que ejerce en una televisora. Cuando la compañía necesita lmar exteriores, debe hacer
uso de una planta móvil incorporada a un chuto. El personal de campo para este equipo se halla integrado, además de
mi pariente, por un chofer y el ayudante de cuadrilla. El conductor, de apellido Ramírez, es un gordo que, mientras se
realizan las escenas, toma gaseosas y lee. Entre la cabina del vehículo y el generador de energía hay un espacio de unos
dos metros cuadrados: un cubo aislante que evita el contacto del sistema electrónico de la gandola con el combustible
que acciona la máquina de corriente. Ese espacio contenía, hará un lustro, alrededor de cien libros derruidos por la
intemperie: un amasijo de pulpa y carátulas donde era difícil sospechar los títulos. Ramírez tira las novelas en aquel
sitio después de leerlas, incluso si se las ha despachado en la sala de choferes o en su lejana vivienda de los Valles del
Tuy.

Para mi hermano esto es un problema: evitar la irrupción de fuego, Ramírez lo contraviene con su hábito. Se le
amenazó con cambiarlo de departamento (un traslado que comprometería sus sobresueldos) si no desechaba su
ambulante biblioteca. Al percatarse de que los patronos iban en serio, Ramírez desaparece una mañana y regresa al
término de la jornada con el camión limpio. Nadie sabe, aún hoy, qué hizo con aquella carga.

Lo curioso es que, cuenta mi hermano, el chofer habla mal; todas sus oraciones vienen castigadas por barbarismos; la
sintaxis: un batiburrillo; la comunicación: di cultosa (los tecnicismos son míos, por supuesto). Con todo, en un mes el
gordo lee unas diez novelas “gruesas” (el vocablo es de mi fuente) o quince “delgadas”. Por lo demás, Ramírez nunca
comenta sus lecturas: arrellanado detrás del volante lo imagino abstraído en tanto sus compañeros juegan a las cartas
o envían mensajes telefónicos. Luego de una cena, pronto serán diez meses, se le paró el corazón.

Tal vez este par de casos formen parte de esa categoría que Alfonso Reyes llama lectores del “sencillo pueblo”: “En
horas robadas, el hombre humilde lee con fruición y se queda con la sustancia, con el asunto y con las mejores
palabras: nada más” (La experiencia literaria, Fondo de Cultura Económica, México, 1962, p. 159). Una manera lábil de
usar el discurso con muy bajo impacto re exivo, pero quizá ventajosa para ir alertando espíritus que sólo requieren la
chispa de una frase o de un contenido para desencadenar las individuales bibliomanías que han hecho posible el
desarrollo de la cultura en Occidente.

(http://www.elestilete.com/wp-content/uploads/2016/11/ventanas2-01-1.png)He
comenzado con estas anécdotas para mostrar un aspecto de la
lectura que, contrario al consenso ordinario, parece desdecir las
supuestas bondades aparejadas con la actividad lectora. No basta
ensamblar grafías para hacer sílabas y, de seguido, atar palabras
para construir frases. En rigor, la pericia de leer –digo una
simpleza– consiste en empinarse sobre la sintaxis y entrar en un terreno de dimensiones ilimitadas donde la fantasía y
el raciocinio generan respuestas tentativas a todas las necesidades humanas, pese a que hoy muchos se encuentren
narcotizados por la potencia de otros enseres culturales. 
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Aunque en el mismo ensayo Reyes señala que eseSólo por eso merece la pena existir - El Estilete
“hombre humilde” del “sencillo pueblo”: “no sabe el nombre del libro
ni el nombre del autor” pues “[l]a lectura se le vuelve vida. El caballero encontró a la dama y a sus sirvientas llorando
porque «hase muerto Amadís»”, lo cual podría hacernos pensar en una asunción profunda de la circunstancia lectora;
en realidad, se trata de una bárbara forma de leer que Don Alfonso entiende como el “caso típico de la impresión
humana que aún no llega a la literatura” (p. 159). Esto ocurre –agrego– no sólo con obras ccionales: abundan las
historias de malas exégesis en variadas disciplinas cuyas consecuencias todavía resultan nocivas.

(http://www.elestilete.com/wp-content/uploads/2016/11/ventanas2-02-1.png)Y es
que leer es una habilidad que rebasa la mera comprensión de
signos que representan sonidos asociados a las cosas. Leer activa
complejos procesos mentales sobre los que jamás indagamos en
virtud de que son tan intrínsecos a nuestro ser como respirar, el
ritmo cardíaco o digerir. Claro, siempre que superemos el nivel
del “sencillo pueblo” referido por Reyes, al punto de transformar
la lectura en un apremio del cual ya no podremos librarnos. Esos procesos materializan territorios imaginarios, actos
cognitivos y, si hay buena fortuna, destellos sapienciales. Cristalizan, en n, las múltiples razones que acostumbran
invocarse al momento de justi car la importancia de los libros y su naturaleza, la cara pública de uno de los rasgos
básicos de la especie: la capacidad de acopiar experiencias mediante la jación de la memoria en códigos versátiles (las
lenguas) y en soportes aptos para ello (desde la piedra hasta los dispositivos electrónicos).

Esa historia la sabemos: el libro como instrumento fundamental para el levantamiento de la civilización: la tenacidad,
por ejemplo, de aquella tribu de Oriente Medio por reunir en un conjunto de escrituras todo el aparataje de su fe y las
secuelas que ese proceder tuvo y tiene en el mundo; la sabiduría de quienes en la Grecia clásica, contra lo promovido
por Sócrates, entendieron el valor de resguardar lo aprendido y llevaron cuenta de las disertaciones de lósofos,
viajeros y poetas.

Para decirlo otra vez, pues otros –muchísimos– lo han dicho antes: Occidente es el producto de sus libros. No habría
Copérnico ni sistema solar (Sobre las revoluciones de las esferas celestes —1543) sin las erráticas hipótesis de Ptolomeo
(Almagesto —1175) y sin Aristarco de Samos (sus teorías, muy anteriores, se difundieron en trabajos de Plutarco y
Arquímedes). Cuánto más se hubiere postergado el descubrimiento de América si Cristoforo Colombo no se topa antes
con el Imago Mundi (1410) del teólogo francés Pierre d’Ailly.

Ya se ve: para todo siempre hay una bibliografía.

Antigüedad, Edad Media, Renacimiento; período moderno, época contemporánea, posmodernismos. Conceptos e ideas
allegados de una tradición de lecturas en la que se mezclan todas las artes y las ciencias en una espiral indetenible
cuyo sentido último estriba en responder cuestiones que casi nunca son por completo satisfechas. Sin embargo,
insistimos. Por muy infructuosas que sean las pesquisas nada detiene la avaricia de saber, de examinar
procedimientos, de reconstruir escenarios para meternos, si ello es posible, en la cabeza de genios e inventores, de
salvajes y asesinos. Esta es acaso la primera causa que mueve al lector de Occidente: atisbar los entresijos que han
motorizado las más grandes realizaciones de la inteligencia y, una vez aprehendidos, difundir los hallazgos de ese

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continuum libresco que nos identi ca. Una tarea solar, digamos, que ha sido evaluada en inestimables estudios[1], los
cuales revelan la persistencia del libro y la lectura (¿o será de la lectura y el libro?) como instancias funcionales para la
transmisión del conocimiento.

No obstante, hay otra historia menos esplendente, pero también sugestiva y, por lo común, misteriosa: los íntimos
correlatos de quienes leen no sólo para adquirir el dominio de ciertas materias vinculadas con sus profesiones, sino
con el interés de escamotear angustias, huir del aburrimiento o para entenderse a sí mismos. Hablo de las pulsiones
que alientan la viciosa condición de lector, de la práctica de encerrarse por horas con un libro después de cazarlo en un
saldo o una librería, de comprar por lotes títulos que será imposible leer en el transcurso de una vida. Me re ero al
inexplicable frenesí que nos torna una suerte de vampiros al encontrarnos con el terso cuello de una prosa
incandescente, de un verso único, de un tema arrebatador e imperecedero.

Permítanme de nuevo una simpleza: para algunos leer es un vicio o, peor aún, una enfermedad. Benigno o pernicioso,
se trata de un virus que ha dado pasto a felicidades y equivocaciones (en la realidad y en la cción) y del cual, apenas
contagiados, no salimos ilesos. Todo verdadero lector (no el chofer de mi hermano ni –todavía– el hombre de la calle)
lleva las huellas de sus lecturas: el modo de expresarse, ciertas maneras de asumir lo cotidiano y la instintiva tendencia
de estar al acecho de cualquier libro. Estos síntomas no eliminan en el obseso, aunque pudieran neutralizarlos, el torvo
proceder ni las bajas inclinaciones civiles. Porque, a n de cuentas, incluso siendo dueños de una vasta y rica biblioteca
mental, no abandonamos la ereza de nuestra animalidad.

Así pues, los lectores cabales trillan dulces y sacri cados caminos: cuando a los veintidós años Truman Capote publica
Otras voces, otros ámbitos, su primera novela, la crítica se asombra de la solvente escritura de aquella obra. Con su
habitual desparpajo, Capote corrige: “¿Sorprendente? ¡Sólo hacía catorce años que escribía, día tras día!”; lo cuenta en
el didáctico prólogo de Música para camaleones donde, al mismo hilo, a rma:

Comencé a escribir a los ocho años, inesperadamente, sin la inspiración de un modelo. No conocía a nadie que
escribiera. En realidad, apenas si conocía a alguien que leyera. El hecho era que sólo cuatro cosas me interesaban:
leer, ir al cine, zapatear y dibujar. (Bogotá, Arango Editores, 1988, pp. 11 y 9)

Ahí está: el niño Truman embrujado por la lectura y, de resultas, por la imperiosidad de trazar sus propias líneas hasta
la concreción de un libro. Sus otras pasiones infantiles le ayudarían a discernir su talante hasta convertirlo en la gura
que todos conocemos: el escritor que puso en suspenso el género novelesco con A sangre fría.

Con todo, Capote no relata qué lo llevó a leer; antes bien, deja claro que su acceso a la lectura devino acto individual
o ciado, al parecer, por un daimon genético. Tal vez en ningún momento se hizo la pregunta puesto que sentía aquello
una característica de su personalidad. Por eso pre ere demorarse en explicaciones respecto de su noción poética.
Aspecto notable: lo escrito como fruto apasionado de lo leído.

Con esa Fernando Savater:

… no suelo negarme cuando me requieren para campañas de promoción de la lectura. Sin embargo, realizo tales
arengas con un remusguillo en lo hondo de mala conciencia. Son demasiado sensatas, razonan en exceso la
predilección fulminante que hace ya tanto encaminó mi vida: convierten en propaganda de un master lo que sé por 
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experiencia propia que constituye un destino,Sólo por eso merece la pena existir - El Estilete
excluyente, absorbente y fatal. (Diccionario losó co, Editorial
Planeta, Barcelona, 1995, p. 211).

(http://www.elestilete.com/wp-content/uploads/2016/11/ventanas2-03-1.png)A la
indagación de ese sino “excluyente, absorbente y fatal” no se
acostumbra dedicarle mayor espacio en los desahogos
memorísticos. Los escritores son más proclives a indicar, como
Capote, las vicisitudes correspondientes al tramado de sus estilos,
a los aprietos que deben resolver en el diseño de una fábula, un
personaje, una eufonía. La faena de leer, está visto, queda subsumida en la forja del escriba desplazada por el ímpetu
de decir los asuntos que importan: las inútiles ganancias del deseo, las mínimas satisfacciones materiales, la pérdida de
todos los reinos. También, qué duda cabe, es necesario cantar los espasmos del amor, la plenitud de una alegría, el
paraíso circunscrito en la manzana de un barrio.

Por supuesto, acá y allá pueden atajarse expansiones sobre la fogosidad lectora, como ocurre en el prólogo que en
1906 Proust coloca a su traducción de Sésamo y los lises, de John Ruskin, en el cual desmenuza las sensaciones del joven
Marcel embebido por los libros. O las entradas a lecturas que, en sus diarios, apuntan poetas, narradores o plenos
diaristas: Ru no Blanco Fombona, María Calcaño, Rafael Castillo Zapata (cito sólo venezolanos a riesgo de semejar un
antiguo pregonero de aldea).

No obstante, estos textos apenas rozan la diana de eso que Savater llama “la predilección fulminante” capaz de
encaminar algunos destinos. Porque, seamos honestos, muchos no saben por qué leen, aunque sus trabajos se
relacionen con el ejercicio lector. Quiero decir: solemos tener claro para qué leemos: para adquirir conocimientos, para
pasar el rato, para comprender. Por el contrario, resulta borroso explicar por qué lo hacemos. Sin embargo, una vez
incardinados a las palabras es imposible no seguir haciéndolo: en ello nos va la vida.

Diré más: el impulso de leer nace en ocasiones (¿siempre?) de manera azarosa, no es consecuencia de una operación
volitiva. De pronto, de la nada, el cuerpo pide una postura al sentir que algo ha brillado en la página, la línea parece
cobrar movimiento, unas voces conversan, nos hablan. Echados en el sofá, en la cama, a la orilla de una acera
obedecemos: sin darnos cuenta ya somos lectores.

¿Lo somos? ¿Es su ciente atender ese primer aviso?

Veamos.

Tiene seis o siete años. Una punzada en el costado derecho le impide ir a la escuela. Un calmante, decide la madre, y al
lecho. Como el sueño no llega toma un pequeño libro, no sabe de dónde, y se pone a leer. Recuerda las tapas amarillas
de cartón grueso y el dibujo de un hombre con barba, muy larga, en blanco y negro: Robinson Crusoe. Versión resumida.
También recuerda estar sentado en una dura silla de madera al lado de la cocina devorando aquella historia.

Ahora tendrá ocho años. Va al Grupo Escolar Gran Colombia a buscar una bolsa que la Fundación del Niño obsequia
cada doce meses. El paquete trae un volumen antológico: Páginas para imaginar. Allí cree que leyó el poema “Canoabo”,
de Vicente Gerbasi. Ya no se acuerda de los otros agostos cuando fue a recoger Más páginas para imaginar y Otras 
páginas para imaginar.
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la parte superior de su litera tiene claro que leyó, a los nueve años, Los músicos de Bremen, de un olvidado autor; un
libro infantil que tomó prestado del servicio de Bibliobús de la Biblioteca Nacional que iba a su escuelita de Los Rosales
cada quince o treinta días.

Doce años. La abuela lo lleva, junto con su hermana, a la casa de uno de sus hijos en Valera. El tío vive en La Plata III:
una estrecha vereda al extremo de la cual hay un precipicio; al fondo del barranco, un río marrón y torrentoso. Aquellas
vacaciones se desgranan con tediosa lentitud. Las diversiones: caminar el estrecho pasillo, ver el agua espumosa y oír,
a las siete de la noche, el radio teatro (duendes, carretones del diablo, brujas). Al inicio de la segunda semana, dando
vueltas por el recibo, descubrió cinco libros en una desordenada repisa. Uno le llamó la atención. Cogió un banquito y
se fue al porche. Antes del quinto párrafo sucedió: ya no pudo detenerse: la historia de una expedición al centro de la
Tierra encendería una lámpara en su alma que jamás ha vuelto a apagarse. Se hizo lector, entró al conciliábulo de
quienes saben que un día sin lectura es un día perdido.

Aquel niño que fue mira al sujeto de hoy. Lo recrimina cada vez que baja la guardia: el deleite de tumbarse en la
soledad del cuarto, de sumergirse en cualquier charla, como gusta decir Gabriel Zaid, con amigos anclados en el muelle
de un libro, en la escollera de su biblioteca. No lo cuenta a nadie, pero agradece aquel remoto dolor que una tarde de
la infancia lo hizo encontrar la isla de Crusoe y, luego, a su barroco tío por ofrecerle a Verne sin querer. O a su
voluntariosa abuela que de un apartamento caraqueño lo llevó a veranear a una mustia vivienda en los arrabales de un
pueblo.

(http://www.elestilete.com/wp-content/uploads/2016/11/ventanas2-
04.png)Digámoslo, entonces: leer es una condición orgánica, física, que
deriva en “la otra actividad comunicativa fundamental, propia de las
sociedades alfabetizadas: la escritura”. Lo dice Armando Petrucci,
quien concluye: “Hasta que dure la actividad de producir textos a
través de la escritura (en cualquiera de sus formas), seguirá
existiendo la actividad de leerlos…”[2] De modo pues que, escribir
resulta el más alto logro de la lectura. Todo buen escritor ha sido antes un gran lector. Lo cual no implica lo contrario:
un devora libros no siempre termina escribiendo.

La relación entre leer y escribir es tan estrecha que varios estudiosos tratan estas manifestaciones como dos
momentos del mismo fenómeno; de allí que, utilizando cierta jerga informática, cali quen el proceso de “interactivo”.
No es este el espacio para discutir aquellas posturas académicas, pero quiero cerrar con una in dencia que podría
revelar algo de esa simbiosis. Ofrezco disculpas por el excesivo tono personal y por la gratuita vanidad.

Me enamoré a los treinta y dos años. Una situación difícil por cuanto mis circunstancias no me permitían manifestar al
objeto de ese deseo ningún visaje que proclamara aquel huracán que arrasaba mi vida. Con lentitud, iba muriendo
cada vez que nos cruzábamos en un recodo de las estrechas o cinas donde por fuerza coincidíamos: una institución
dedicada al fomento –vaya simbolismo– del libro y la lectura: ella, asistente de un área; yo, responsable del pequeño
o cioso corporativo. Sus ojos azules (a veces grises), la voz, los requiebros de su cuerpo al darse vuelta en la silla, al
tomar el plebeyo vaso de café, incrementaban el silencioso arrebato y, al mismo tiempo, la desesperanza.

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Decidido a hacer algo, buscaba una forma intermedia, o quizá imprecisa, que me permitiera decirle que fallecía por
tenerla sin comprometer el decoro y dejando así una salida honrosa para ambos. La fórmula vino como tibia plática.
Hablábamos de Cortázar; de súbito, recordé aquel cuento del argentino sobre una mujer y su mascota, “Orientación de
los gatos”, muy a propósito –dije– con su mirada. Se lo llevé al día siguiente. Después de leerlo hubo nítidos cambios:
ahora se demoraba más en la estación de café y me hacía sitio para comer en la improvisada sala de reuniones.

Entusiasmado y con el corazón en la boca, como se dice, una noche escribí un ambiguo relato de nuestros encuentros: el
vaivén laboral, los compañeros de trabajo, la rutina de los almuerzos. Funcionó. Si no me creen pregúntenle a ella: está
acá, para mi orgullo de lector y copista, esta valenciana mañana de sábado.

Leer, escribir, me ha dado todo lo que tengo. ¿Qué más puede anhelarse? Pues recorrer esta feria, comprar un libro y
regalárselo al hombre de la calle, allá en mi barrio, y reconocerlo por n como uno de los míos.

[ 1 ] V E R B I G R A C I A : L O S T R A B A J O S D E P I E R R E B A Y A R D , R O B E R T O C A S AT I , G U G L I E L M O C A V A L L O , R O G E R C H A R T I E R , C A R L O
GUINZBURG, JORGE LARROSA, ALBERTO MANGUEL, ENTRE OTROS.

[ 2 ] A R M A N D O P E T R U C C I : “ L E E R P O R L E E R : U N P O R V E N I R PA R A L A L E C T U R A ” , E N G U G L I E L M O C AVA L L O Y R O G E R C H A R T I E R
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