You are on page 1of 6

NARRATIVA PEDAGÓGICA

Luego de haber realizado las observaciones y las prácticas de mi pareja, estaba siendo la protagonista de
mi momento. Era mi turno de pararme al frente y dar cuenta de la capacidad para desarrollar las clases
que había preparado anteriormente.

Estaba en los minutos previos, frente al aula, esperando que llegara nuestra coformadora y que el timbre
anunciara la vuelta del recreo. Pero no estaba ahí completamente. Mi pensamiento iba y venía entre la
planificación, la cantidad de estudiantes, mi manera de pararme en el aula, la postura desde la cual iba a
partir, el tono de voz con el que iba a hablar, cuáles eran las cosas que no quería hacer y cuáles sí. En fin,
una enorme cantidad de imágenes y concepciones cruzaban por mi cabeza con mucha velocidad,
chocándose y mezclándose entre sí. Presa de la ansiedad y el entusiasmo, me senté a repasar mi guión
conjetural y a esperar la llegada de la profesora.

Una vez adentro del salón, dejé mis cosas en el escritorio y me preparé para empezar mientras la docente
tomaba asistencia. Luego, parándome en el centro de la tarima, les recordé mi nombre a los estudiantes y
les conté en qué iba a consistir mi práctica. Aunque para mis adentros pensaba: ​“No me gusta pararme
acá, estar por arriba, sentirme como una autoridad absoluta. Así que no lo voy a hacer más”​.
Seguidamente les repartí a cada uno la fotocopia del texto ​El micromachismo en la escuela​, y cuando ya
todos tenían la propia, me ubiqué en el centro del aula, debajo de la tarima, y les pedí a tres estudiantes
que estaban atrás y a la izquierda, que se vinieran un poco más adelante para comenzar con la lectura
colectiva.

En ese momento, unas alumnas me hicieron comentarios acerca del texto y mientras conversaba con ellas
les daba tiempo a los demás a que respondieran a mi pedido. Los estudiantes en cuestión, aunque me
habían hecho señas con la cabeza asintiendo a moverse de su lugar, demoraron en hacerlo. Por esta razón,
decidí empezar con el acercamiento al texto, hacer algunas preguntas disparadoras, cuestionar el término
“micromachismos” y, finalmente, pronuncié las siguientes palabras:

“La idea es que podamos leer todos, así que nos vamos a ir turnando, aunque no es obligación si alguno
no quiere hacerlo. ¿Empezamos?”. Y aunque todo venía saliendo según lo planeado, este imprevisto
marcó mi práctica.

1
Ante mi pregunta, la coformadora, elevando la voz y dirigiéndose a los estudiantes, dijo: “No. No
empezamos nada. La profesora les hizo un pedido y ustedes no cumplieron. Así que no vamos a empezar
hasta que no se ubiquen más adelante”.

Ellos, respondieron con gestos y palabras de desaprobación, asegurando que estaban guardando los útiles
para cambiarse de banco. Y así lo hicieron. Dos de las chicas tomaron sus fotocopias y se sentaron unas
filas más adelante. Pero el chico, muy enojado por la situación, tomó sus cosas y se sentó en el primer
banco, al lado mío. Se cruzó de brazos, inclinó todo su cuerpo hacia adelante y apoyó su cabeza en el
banco.

El clima se había puesto tenso, y yo estaba en una situación muy incómoda y no deseada. Miraba al
estudiante con su completa postura de enojo y disgusto, sentado cerca mío, en silencio, jugando con una
lapicera entre los dedos, y por dentro pensaba: ​“¿Cómo se podría haber evitado esto? ¿Tendría que
habérselo pedido de otra forma? ¿Cómo continúo con la clase ahora? ¿Qué puedo hacer para que no se
sienta mal y esté presente en el desarrollo de las actividades?”.

Pero mi cuestionamiento se vio sorprendido por la voz de la coformadora indicándome que ahora sí
podíamos empezar con la lectura.

Respiré hondo y dirigiéndome a todos, pregunté quién quería leer. Comenzamos a desandar el texto, hice
algunas pausas para explicar algunos conceptos, pero en líneas generales, se desarrolló con normalidad.

Y justamente, ​normalidad es la palabra inquietante. Porque después de esa clase, salí con muchos
interrogantes. Me sentía molesta conmigo por no haber podido evitar esa situación y por continuar la
clase “con normalidad”. Como si los gritos, los enojos, las malas caras fueran cosas que se deben dar por
hecho, por ​normales​​.

Este momento de mi práctica me lleva a pensar y reflexionar acerca de ¿cómo pienso al otro y desde qué
lugar voy a habitar el aula?

Para intentar darle respuesta a estas inquietudes, es preciso destacar que entiendo al salón de clases y todo
lo que en él ocurre como un texto. Que las lecturas que se pueden hacer de él son infinitas. Que no hay
una sola manera posible de entender las situaciones. Que todo es plausible de interpretación y, por ende,
de reinterpretación. Que en cada pequeño intersticio que se brinda, cabe el cuestionamiento sobre qué
mejorar. Que es un texto, porque como tal, está atravesado por el contexto social, cultural, económico, y

2
por las trayectorias y experiencias de quienes lo componen. Y que, en consecuencia, el conocimiento no
viene de afuera ni es impartido por una ‘figura de autoridad’, sino que se construye dentro del aula.

Pues, deconstruir el interrogante me lleva a pensar en primer lugar en que, si el otro es el que no soy yo,
yo también soy otro para él, en un ambiente de convivencia. En este sentido, es preciso pensar en el
espacio de diálogo que voy a ser capaz de construir o no. Entendiéndolo como la forma necesaria para la
superación de la contradicción opresor-oprimido” (Duhalde, 2008:204).

La importancia del diálogo radica en que “el conocimiento no se transmite, sino que se construye o
produce, y que tanto educando como educador deben percibirse y asumirse como sujetos activos en este
proceso de construcción” (Duhalde, 2008:206). Es por esto, que como docente no voy a impartir un
conocimiento, sino que voy a generar el contexto y facilitar los elementos y estrategias necesarios para
que el conocimiento se pueda construir en conjunto, y también cuestionar cuando se cristalice y (re)crear
cuando se necesite.

Rescato el momento final de nuestra práctica, que consistió en sentarnos en semicírculo, exponer las
interpretaciones de cada uno acerca de nuestras clases y los temas que en ellas desarrollamos, escuchar a
los estudiantes diciendo por qué creían que se abordaba la figura de la mujer y el micromachismo, y
finalmente poniendo en común sus producciones artísticas. Fue ahí cuando nos agradecieron por haberles
dado ese espacio y valoraron estar sentados de esa manera y poder realizar intercambios de opiniones en
forma respetuosa y constructiva. Por esto mismo, considero fundamental darle lugar y tiempo al diálogo,
al debate, al intercambio, a la expresión oral.

Pero la sola posibilidad de diálogo no alcanza. Por esto, vuelvo a pensarme en ese momento en el que
estaba sobre la tarima, no queriendo ser una ‘autoridad absoluta’, y considero que un punto fundamental
para la convivencia en el aula es la disposición a la simetría, al acercamiento, a mostrarme como docente
incompleta e inacabada que también aprende en ese estar juntos. Carlos Skliar explica que:

Hay un equívoco desde el inicio de la discusión ​sobre la convivencia y el estar-juntos en


educación: ni la una ​ni la otra pueden ser pensadas como flechas, signos, símbolos ​o
indicaciones que apuntan necesariamente hacia la armonía, ​la no conflictividad, el
acuerdo instantáneo, la empatía inmediata, ​la plena satisfacción educativa. (Skliar,
2010:102)

En efecto, encuentro estas palabras pertinentes para dar respuesta a mi inquietud acerca del lugar desde el
cual voy a habitar el aula. No hay una manera única, ni una teoría rígida que dé las claves para ‘una clase

3
exitosa’. Creo que la base del estar en el aula, por un lado, es la apertura para aceptar tanto los diferentes
puntos de vista, como la diversidad de interpretaciones que puedan hacer sobre mí los estudiantes. Y por
el otro, es el estar atenta a mis incoherencias. Es decir que, si no me considero como una autoridad total,
debo procurar mostrarme y actuar lo más acercado posible a la imagen que quiero transmitir, aún
sabiendo que eso no me asegura un completo recibimiento, ni un desarrollo sin cuestionamientos.

Skliar se refiere a esto de la siguiente manera:

(…) la convivencia no puede ser entendida apenas como una negociación comunicativa, como una
presencia literal, física, material de dos o más sujetos específicos puestos a ​dialogar​. La
convivencia tiene que ver con un primer acto de distinción, es decir, con todo aquello que
se distingue entre los seres y que es, sin más, lo que provoca contrariedad. Si no hubiera
contrariedad no habría pregunta por la convivencia. Y la convivencia es “convivencia”
porque hay -inicial y definitivamente- perturbación, intranquilidad, conflictividad,
turbulencia, diferencia y alteridad de afectos. Hay convivencia porque hay un afecto que
supone, al mismo tiempo, el hecho de ser afectado y el de afectar (…) (Skliar, 2010:105)

Además, agrego la importancia del docente de ser ejemplo de eso que pretendo transmitir a los
estudiantes. Pues, como dice Paulo Freire: “Quien piensa acertadamente está cansado de saber que las
palabras a las que les falta la corporeidad del ejemplo, poco o casi nada valen. Pensar acertadamente es
hacer acertadamente”. (Freire, 2004:17)

Claro que esto no es una sentencia de cómo serán las cosas. Nada está establecido de antemano, y se
pueden construir -dado que ya existen- espacios donde “los modos que cada grupo tiene de referirse a los
otros no reproducen los discursos habituales. Ni los adultos hacen las trilladas referencias a los jóvenes, ni
estos manifiestan indiferencia respecto de sus profesores” (Nóbile, 2011:179).
Ahora bien, quiero retomar la idea de “normalidad” que muchas veces circunda las instituciones
educativas, como norma, como discurso arraigado, como estereotipo de lo que está bien, como utopía
ilógica, como deseo inefable. “Normalidad que se inventa a sí misma, para luego, masacrar, encerrar y
domesticar todo lo otro” (Skliar, 2002:114).

Lo normal se sustenta en un supuesto que subyace al imaginario común. ¿Qué es ‘lo normal’? ¿Acaso
existe alguna práctica, situación o comportamiento que pueda ser rotulado como ‘normal’? Vuelvo a mi
práctica y retomo el momento de los gritos y ‘el continuar después de eso’. Entonces me cuestiono
nuevamente, ​si en mi propia trayectoria esos momentos me generaron malestar e incomodidad que dolió,

4
que anuló, que invisibilizó, ¿por qué reproduje la misma respuesta? ¿Por qué seguí la clase con
normalidad? Y aunque aún no haya logrado una respuesta desapegada de reproches, me atrevo a
alegrarme por -al menos- haberme dado cuenta, porque no se me pasó en transparencia, por cuestionarme
al respecto y proponerme encarar esas situaciones de otra manera.
1
En otras palabras, y siguiendo el concepto de ​alteridad deficiente de Carlos Skliar, me propongo buscar
la forma de desnaturalizar los malos tratos y de crear planificaciones que se anticipen a estos posibles
quiebres. Partiendo de la premisa de que el otro es un auténtico otro, y que no debe ser de acuerdo con lo
que yo considere como “normal”. Por esto, adhiero a la propuesta de “volver a mirar bien aquello que nos
representamos como ‘alteridad deficiente’. Volver a mirar bien en el sentido de percibir, con perplejidad,
cómo ese otro fue producido, gobernado, inventado y traducido” (Skliar, 2002:113).

Por último, quiero referirme al texto ​¿Qué tipo de compromiso es el compromiso docente? (2009) que
consulté para esta narrativa, y expresar mi disentimiento con lo que en él se plantea. Su autor, Estanislao
Antelo, explica que el compromiso docente es con la transmisión, con la obra y el oficio. Expresa: “Se
olvida con frecuencia que cada uno de nosotros eligió, tiempo atrás, un oficio: el oficio docente (…) Lo
propio de un profesor o un maestro es dar clases. Si prefieren, dar, a secas” (Antelo, 2009:6).

De estas palabras entiendo que el docente sólo debe focalizar su práctica en los contenidos, en lo que
‘tiene que dar’, en cumplir con su oficio y ocuparse por el resultado, o como lo llama él, ‘su obra’. Y con
esto no estoy de acuerdo. No estoy de acuerdo en absoluto. No porque considere que no es algo
importante o que los contenidos deban quedar en segundo plano. Sino porque interpreto que no se puede
pensar la educación, o más específicamente la docencia, sólo en términos de ‘dar conocimientos’. Creo
que el compromiso docente debe estar puesto en todo. En lo que enseña, en los educandos, en quién es
está siendo mientras está enseñando, en la institución de la cual forma parte.

En otras palabras, considero que la práctica docente no puede limitarse a un dominio determinado. Por el
contrario, supone -y exige- una gran capacidad de poder estar presente y atender diversos focos de
importancia.

Finalmente, a modo de conclusión, puedo esbozar la siguiente reflexión:

1
“Hay un otro, en medio de nuestras temporalidades y nuestras espacialidades, que ha sido y es todavía inventado,
producido, fabricado, (re)conocido, mirado, representado e institucionalmente gobernado en términos de aquello que podría
denominarse como otro “deficiente”, una alteridad «deficiente», o bien, aunque no sea lo mismo, otro «anormal», una
alteridad «anormal».

5
Habitar la escuela implica ser plenamente consciente de que convivo con otro. Otro atravesado,
preformado, y determinado por las experiencias personales, las trayectorias escolares, las circunstancias y
políticas sociales. Que, en consecuencia, tiene una manera de ser y estar particular en el mundo. Que
puede expresarse de una manera muy diferente a lo que estime mi paradigma mental, mis creencias, mis
interpretaciones. Y también implica la formación y el aprendizaje constante.

En esto mismo recae la potencialidad de la labor docente y la importancia del compromiso. Potencialidad
de transmitir, no sólo un conocimiento, sino también la posibilidad que cada uno somos.

You might also like