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Al Colón

Por Horacio González

Hay artistas involucrados. No es posible entonces ser despectivo, arrogante o


insensible. Si hubiera sido factible desglosar cada escena del espectáculo
Argentum ofrecido en el Colón al “Poder Mundial” para decir “qué es la
Argentina”, sería necesario reconocer algunos pasajes virtuosos o recónditos
momentos en que una lágrima interna puede escapársenos. Pero toda lágrima
es una herida que resiste a la interpretación. Decir por qué lloramos no es
menos fácil que decir cómo puede describirse la Argentina en su dimensión
artística y económica. La idea fue mía, aunque la realización fue de otro, dijo
Macri. Aceptemos. Es la primera obra que se representa en el Colón de autoría
del presidente. No es necesario ponerlo en la galería que integran Ginastera,
Felipe Boero o Juan Carlos Paz. Por lo tanto, primero es necesario reconocer
lo que tenía de específico. Se trataba por momentos de fragmentos
condescendientes o melosos de las tradiciones productivas del país –desde la
vid hasta la mecanización del agro, desde los obvios panoramas “majestuosos”
hasta una esquina de Caminito–, que al mismo tiempo podían ser aludidos o
comentados por ciertas coreografías en vivo. Imperó en la idea operística
presidencial –diría un crítico poco tolerante–, un deseo didascálico. Es decir: en
el sentido de que habría una atadura fija de la imagen con la similar acepción
de la coreografía que la representa, lo que da un resultado tautológico que
según se vea, puede arruinarlo todo, o introducir una cursilería graciosa en la
escena.

Por ejemplo, las acrobacias alegóricas sobre el Obelisco, durante los pasados
Juegos Olímpicos (¿idea del regisseur Larreta?) tenían su atractivo en que
eran precisamente una didascalia, una reiteración artístico-gimnástica o de
equilibrismo aéreo, del modo en que se juegan ciertos deportes. En el caso del
Colón, el embutimiento de un trajinado folk nacional en un boceto de
propaganda turística, podría desconcertar –quizás no a los Jefes de Estado–,
sino a quienes buscaran debajo del arquetipo algún significado artístico. Quizás
sea adecuado decir que para el arte macrista, tal cosa no la había.

En lo feo, desde luego hay arte. Y en lo manoseado de la imagen nacional


puede restar una última delgadez estética. No todo puede ser Stravinski en
aquel Buenos Aires de los años 40, con un texto leído por Victoria Ocampo
como parte de una ópera del autor ruso. ¿Pero puede la Argentina ser
representada así? Si se elige el dudoso latinismo Argentum para nombrar la
obra, podemos imaginar que hay más alusión a la plata, que a la forma poética
que con los siglos adquirió en tanto gentilicio esta referencia a la plata. Los
paisajes que con el método del mapping –o como se llame– se mostraban
sobre el techo, las paredes y el escenario del Colón, indicaban un país rico y en
plena actividad. Espigas de trigo, no de soja, ballenas en plena zambullida
ornamental, cataratas, tropillas de caballos, malambo, no es difícil aceptar que
son escenas que el viajero internacional, con solo abstraer uno o dos nombres
propios, puede ligar a cualquier capítulo, escena, ciudad o campiña de la
globalización. Perspectivas de grandes ríos –el Paraná–, o la costa de Mar del
Plata vista de sus edificios de departamentos de la década del 60 pueden, con
un leve respingo de la memoria óptica, ser módulos adaptables a Miami o al
Yan Tse Kiang en China. No obstante, eran representaciones de lo que cuesta
representar –no diré irrepresentable–, esto es, nuestra llorada, inquieta o
sofocada Argentina. ¿Lloras por mí? No es aconsejable impedirlo, cada llanto
tiene razones privadísimas en la conciencia del posible o probable desalmado.
Una conocida anécdota de Walter Benjamin ubica el llanto de cierto Emperador
Chino –ninguna alusión a Xi Jinping–, que en su violenta trayectoria nunca
lamentó los numerosos males que provocara, pero lanza un gemido cuando es
derrocado y se despide de su ayuda de cámara. Nada más insoldable que las
emociones, mejor dicho, que el modo en que se manifiestan. Que es más que
electiva y menos que espontánea. Argentum es el nombre cabalístico que
reúne las pasiones inquietas de los hombres y mujeres del G20, y que los
bailarines –los buenos bailarines argentinos–, venían ahora a evocar en su
arcaica, meliflua y engañosa literalidad.

Hay un arte de la globalización, que arrasa con la singularidad argentina, y


cualquier otra que sea. Pero todos deben entender que ya solo son posibles las
abstracciones, y sin embargo, saber emocionarse por algo específico, que
siempre encierra un misterio en nuestra imaginación. Lugones afirmó que se
podía endiosar al gaucho cuando desapareciera, como Hegel adivinó el surgir
del conocimiento a la hora del crepúsculo. Muchos espectáculos con menos
recursos técnicos ofrecen esta idea. Desde Cosquín al Bar Homero Manzi, este
último un reciclamiento del viejo Canadian en San Juan y Boedo. Es evidente
que era más auténtico cuando tenía ese nombre exótico que ahora que espera
a turistas para saber numerosamente cómo se transforma la danza del tango,
tan bien estudiada por Carlos Vega, en un espectáculo no de Fuerza Bruta, si
no de un atletismo blando. Y aclaro, en todos los casos vemos excelentes
bailarines, que como los oficios artísticos eximios, deben convivir con obligadas
transformaciones que los estilizan hasta exprimirle todo asombro inherente a
ellos mismos. Lo mismo el fútbol, donde algo quedaría de un Bochini –ejemplo
solitario–, pues como un mendrugo oculto esa chispa pervive en muchos
jugadores que sin embargo están obligados a convertirse en atletas de su
propio cuerpo cronometrado. El espectáculo del Colón es el futuro “pseudo
gauchesco” y “naturalista” de nuestro lenguaje nacional si el macrismo logra
perdurar mediante estas falsías. Asistido por novedosas tecnologías de la
imagen, al igual que aquello en lo que puede convertirse el fútbol en pocos
años más, tendríamos apenas un enjuto y codificado movimiento de
hologramas cuyo diferendo sería resuelto por algoritmos y un juez que antes de
decidir, consulta el crucigrama de la jugada en un televisor. Obras como
Argentum serán pan cotidiano y se podrán proyectar en Vaca Muerta o en un
viaje en Buquebús.

¿Pero qué es Argentina? Sin dudas, no lo que se mostró en el Colón, no solo


en su escenario sino –profanadoramente– en su techo y paredes. Eso no fue
un espectáculo con espectadores sino espectadores confiscados por un
espectáculo, y un espectáculo que engloba, sojuzga o anula la Sala donde se
ofrece El autor de la idea puede suspirar contento con su sollozo. Logró no
mostrar nada de lo que podría llamarse un arte argentino sino mucho de una
Argentina bajo el talión de un folleto para el excursionista de Japón o Alemania,
exceptuando al buen Macrón, que sin ceder en nada en su plan de
flexibilización laboral que lo hermana con su diminutivo Macri, incursionó por
librerías, tomó café en la Recoleta y visitó el Parque de la Memoria. Dentro del
lenguaje globalizado, hay matices, y el ojo de los capitanes de la economía
política mundial, detrás de una hibridación de una canción de Charly García,
pueden ver un negocio petrolífero, acuífero o sojero.

Este tipo de gigantografías animadas por sistemas de estampas digitales no


solo conviven hegemónicamente con los artistas de carne y hueso, sino que los
victimizan cuando el recurso de esas imágenes devoradoras les chupa su
autonomía vital. Una cosa es el uso de los recursos icónicos y las parodias
musicales en Mahagonny –se la pudo ver hace años en el Colón–, y otra cosa
es este pastiche multimediático para hombres y mujeres de Estado, que de
seguro no entusiasmaría a Trump con una baguala, aunque sin con los
milimetrados desplazamientos de las bailarinas de tango, que también de
seguro hizo pensar a Putin que el bandoneón es de origen ruso –faltaba el
primer ministro finlandés–, y que de seguro no incomodó a Teresa May
mostrando las “bellezas” de las Malvinas, tan merecedoras de atención como el
Tren de las Nubes, que por otra parte es emblema de la primer Argentina
peronista. Nadie puede quitarle camaradería a la lágrima de nadie. Pero
Argentum no es Mahagony, salvo que esta pintura de un país bañado por la
dádiva de los dioses es tan falsa como la que imaginó Brecht, pero aquí en su
puesta absolutamente vulgar. Todos podemos condolernos en nuestra medida
y armoniosamente cuando comprobamos que este modelo artístico depredador
(como dijo el comunicado argentino-norteamericano sobre China) es la
reproducción, en la mayor Casa de la música del país, de un modo de
discusión, y de las consecuencias de esa discusión. Este engendro en el Colón
fue el equivalente coreográfico del nocivo modus operandi del G-20.

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