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de Miguel de Cervantes
Luis Gómez Canseco
o b ras
El Quijote,
de M i g u e l de Cervantes
Tras la publicación de las dos partes de Don Quijote de la Mancha entre 1605
y 1615, se inició para la historia de la literatura universal un período que abriría
sendas inexploradas en los modos de narrar. Es probable que Cervantes sólo
quisiera escribir una obra de entretenimiento con la que ganar fama y dineros,
pero no se quedó ahí y terminó por poner patas arriba la ficción de la época.
Las páginas de este libro son un plano que ayuda al lector a transitar por algunas
de las vías mayores del Quijote, como son su historia externa, su construcción,
sus vínculos con el mundo histórico y literario de la época, su trayectoria crítica
y su recepción literaria; no obstante, un mapa no puede sustituir a un país. El
único modo de conocer ese vasto y maravilloso territorio del libro es tomar un
ejemplar entre las manos y leer.
El Quijote,
de Miguel de Cervantes
Proyecto editorial:
H isto r ia d e la L iteratura U niversal
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ISBN: 8 4 -9 7 5 6 -3 0 8 -5
3.1. De 1605 27
3.2. A 1615 33
4. La construcción narrativa 43
7
5. Las perspectivas y los narradores 61
δ
12. El Quijote en su mundo: ideas y creencias 167
Glosario 221
Cronología 227
Bibliografía 231
UNA HISTORIA EXTERNA DEL QUIJOTE
Capítulo 1 Las razones de un libro
Hay libros, como el Quijote, que uno recuerda sin haberlos leído. Algunos se acor
darán del tomazo aquel que sus profesores recomendaban todos los años, pero
que nunca llegaron a hojear; a otros les llegará el eco de alguna frase repetida; en
la memoria de otros acaso tenga la forma de una calle, de una plaza o de un monu
mento; y todos pensarán en el orondo Sancho y en el escuálido don Quijote. Lo
cierto es que la mayoría se quedará en ese Quijote imaginario y tan distante del que
escribió Cervantes hace ya casi cuatro siglos. Los que, sin embargo, se adentren
en el texto tendrán la suerte de encontrarse con el Quijote de verdad, el que cuen
ta la historia del hidalgo y su escudero. Allí podrán intimar con Dorotea, se reirán
con las trifulcas de la venta y descubrirán los secretos de la cueva de Montesinos.
Y es que siempre es buen momento para olvidar el Quijote de las enciclopedias y
los centenarios y acercarse a las palabras mismas de Cervantes.
La tentación de hablar del libro y no leerlo resulta hasta cierto punto razo
Las razones de un libro
nable. Los dos volúmenes pueden parecer de antemano insalvables y las horas
necesarias para alcanzar la última página, eternas. Pero Cervantes, a cambio de
un poco de fe en sus capacidades narrativas, nos devuelve con creces la inver
sión y nos abre las puertas de un mundo extraordinario. Para atravesar ese
pequeño universo que es el Quijote lo mejor es prescindir del equipaje y enfras
carse confiadamente en la lectura. Lo otro, quiero decir, las disecciones anató
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micas, los afanes eruditos o las sesudas interpretaciones quedan para el cer
vantismo o para los que quieren hacer banderías ideológicas o metodológicas
con el libro. El lector que sólo aspire a disfrutar tiene un campo bien ancho
para hacerlo y debe saber que lo acompañarán todas las gentes que, siglo tras
siglo, han leído la novela hasta convertir a Cervantes en un clásico.
Los primeros lectores del Quijote convinieron que el libro ofrecía risa a
espuertas. Todavía lo hace, pues episodios como las visitas nocturnas de Mari
tornes y doña Rodríguez, el pleito de la albarda o los discursos de Sancho con
sigo mismo en el Toboso son una continua invitación a la carcajada. Para otros
lectores, que exploraron las profundidades de la obra e intuyeron su capacidad
simbólica, la risa no era suficiente, porque los chistes se convierten en seguida
en materia arqueológica. Si el Quijote sólo hubiera sido un saco de burlas, hoy
sería poco más que un párrafo en las historias de la literatura; pero todavía es
un libro vivo y en ebullición. Es verdad que Cervantes nunca quiso hacer alar
des metafísicos y que, en apariencia, todo se reduce a la historia de un par de
personajes estrafalarios. Aun así, quien quiera podrá encontrar otros mundos
apenas sospechados debajo de todos esos palos y aspavientos. Dostoïevski ase
guraba, en su Diario de un escritor, que era imposible “hallar una obra más pro
funda y poderosa que el Quijote” y lo consideró como “la grande y última pala
bra de la mente humana”. Ortega y Gasset insistió en la misma paradoja narrativa:
“No existe libro alguno cuyo poder de alusiones simbólicas al sentido univer
sal de la vida sea tan grande y, sin embargo, no existe libro alguno en que halle
mos menos anticipaciones, menos indicios para su propia interpretación”. Sus
razones tuvieron para pensarlo así y otros muchos lectores, a lo largo de siglos,
han abierto en el libro una sima de significados cada vez más honda.
Las páginas que siguen pretenden ser un plano que ayude al lector a tran
sitar por algunas de las vías mayores del Quijote, como son su historia externa,
su construcción, sus vínculos con el mundo histórico y literario de la época,
su trayectoria crítica y su recepción literaria. Pero un mapa no puede sustituir
a un país. El único modo de conocer ese inmenso y hermosísimo tenitorio que
Cervantes compuso con palabras es tomar un ejemplar entre las manos y leer.
A quien así lo haga le esperan todas las muchas cosas que aquí decir no cabe,
Una historia externa del Quijote
toda la humanidad, el ánimo y el humor del libro, porque sólo el Quijote con
tiene en sí al Quijote. Tonto el que no lo lea.
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intereses literarios miraban por entonces al teatro y él mismo aseguraba que
varias de sus comedias, como Los tratos de Argel, La destmición de Numancía, La
batalla naval o La confusa, se estrenaron “sin que se les ofreciese ofrenda de
pepinos ni de otra cosa arrojadiza” (1998: 12). Sus otros quehaceres -los que
le daban de comer-, consistían en recaudar impuestos para la Armada Inven
cible o para la hacienda real. Los encargos públicos debieron de resultarle-tan
ingratos que en 1590 se dirigió al rey para solicitar un oficio en Indias. La res
puesta fue un tibio: “Busque por acá en qué se le haga merced”. Con tal répli
ca, Cervantes se vio obligado a seguir embargando bienes por los pueblos anda
luces; y con tan mala estrella, que para 1587 ya había sido excomulgado por
esquilmar el trigo de unos canónigos ecijanos. En 1592 conoció por dentro la
prisión de Castro del Río, y cinco años después pasó varios meses en la cárcel
de Sevilla. Fue en una de esas dos celdas donde, según confesaba en el prólo
go de la primera parte, imaginó la futura novela: “[...] bien como quien se engen
dró en una cárcel, donde toda incomodidad tiene su asiento y donde todo tris
te ruido hace su habitación”. La circunstancia no le pasó inadvertida a Alonso
Fernández de Avellaneda, que volvió sobre el asunto en su malintencionado
prólogo: “[...] disculpan los hierros de su primera parte, en esta materia, el
haberse escrito entre los de una cárcel; y así no pudo dejar de salir tiznada
dellos, ni salir menos que quejosa, mormuradora, impaciente y colérica, cual
lo están los encarcelados” (2000: 200).
Durante los años siguientes abandonó Andalucía y anduvo entre Madrid,
Esquivias y Valladolid. Fue entonces cuando dio fin al Quijote y cuando hubie
ron de iniciarse sus desavenencias con don Félix Lope de Vega y Carpió. Has
ta ese momento el trato entre ambos escritores había sido lo bastante amisto
so como para que Cervantes publicara un soneto encomiástico en los
preliminares La Dragontea y Lope le devolviera la fineza incluyendo su retrato
en la galería poética de La Arcadia (1598). Sin embargo, el 14 de agosto de
1604 Lope soltaba veneno en una famosa carta: “De poetas, no digo: buen
siglo es éste. Muchos están [en] cierne para el año que viene, pero ninguno hay
tan malo como Cervantes ni tan necio que alabe a Don Quijote”. Como debía
conocer las censuras que en la novela se vertían contra su teatro, apostilla unas
líneas más abajo: “Cosa para mí más odiosa que mis librillos a Almendárez y
mis comedias a Cervantes”. De ahí en adelante Lope no perderá ocasión de
tachar a Cervantes de matasiete, soberbio, pobretón y aun de tullido, como
Las razones de un libro
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Hay quien ha preferido señalar el estímulo de algunos locos históricos o de un
pariente de su mujer llamado Alonso Quijada de Salazar, caballero de Santiago
muerto en 1604. Todos o algunos de ellos pudieron servir para dar figura a don
Quijote y para imaginar sus problemáticas relaciones con la literatura. Lo que
sí parece seguro es que, a finales del siglo xvi, Cervantes había claudicado en
su afán de hacerse un nombre en la farándula. El prólogo a las Ocho comedias
daba cuenta de sus razones:
(I, prólogo). En el último capítulo, es la voz del narrador la que, con sesgo iró
nico, pide “que le den el mesmo crédito que suelen dar los discretos a los libros
de caballerías, que tan validos andan en el mundo” (I, 52). Aún encontraría
Cervantes ocasión para renovar el voto en la segunda parte, donde confiesa su
designio de “poner en aborrecimiento de los hombres las fingidas y disparata
das historias de los libros de caballerías” (II, 74). No obstante, el Quijote reba
só con mucho los estrechos límites de la censura anticaballeresca y de la imi
tación paródica.
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La intención de Cervantes fue renovar el espacio de los libros de entrete
nimiento. Se trataba de un género que podría definirse como “editorial”, pues,
más allá de los preceptos retóricos, se atuvo a los gustos del público y a los
intereses de libreros e impresores. Bajo ese epígrafe de “libro de entretenimiento”
ya se había publicado en 1604 La picara Justina y Cervantes repitió la fórmula
en su Quijote. Los personajes fueron los encargados de defender los empeños
del autor. Así, el hidalgo encuentra en los libros el entretenimiento de su vida
(I, 24); el narrador asegura que el mundo está necesitado “de alegres entrete
nimientos” (I, 28); el bachiller Sansón Carrasco afirma que el Quijote era “el
más gustoso y menos peijudicial entretenimiento que hasta agora se haya vis
to” (II, 3); y don Diego de Miranda se apunta al carro, asegurando que sus lec
turas preferidas son los libros “de honesto entretenimiento, que deleiten con
el lenguaje y admiren y suspendan con la invención, puesto que déstos hay
muy pocos en España” (II, 16). Cervantes quiso resaltar las excelencias de su
propia novela por boca de sus personajes y cuando se decidió a tomar la pala
bra, como hizo en la dedicatoria de la segunda parte al conde de Lemos, insis
tió en su apego al género: “ [...] con esto me despido, ofreciendo a Vuestra Exce
lencia los Trabajos de Persilesy Sigismunda, libro a quien daré fin dentro de cuatro
meses, Deo miente; el cual ha de ser o el más malo o el mejor que en nuestra
lengua se haya compuesto, quiero decir de los de entretenimiento”.
Novelas ejemplares (1613), el Viaje del Parnaso (1614) y las Ocho comedias y ocho
entremeses (1615), y había acrecentado su fama como escritor. A ello apuntaba
el licenciado Francisco Márquez Torres en su aprobación de 1615, tan próxi
ma en estilo e ideas al autor del libro que se ha supuesto que éste habría par
ticipado en su redacción:
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que a Su Ilustrísima hizo el embajador de Francia, que vino a tratar cosas
tocantes a los casamientos de sus príncipes y los de España, muchos caba
lleros franceses de los que vinieron acompañando al embajador, tan corte
ses como entendidos y amigos de buenas letras, se llegaron a mí y a otros
capellanes del cardenal mi señor, deseosos de saber qué libros de ingenio
andaban más validos; y tocando acaso en este que yo estaba censurando,
apenas oyeron el nombre de Miguel de Cervantes, cuando se comenzaron
a hacer lenguas, encareciendo la estimación en que, así en Francia como
en los reinos sus confinantes, se tenían sus obras: La Galatea, que alguno
dellos tiene casi de memoria, la primera parte desta y las Novelas. Fueron
tantos sus encarecimientos, que me ofrecí llevarles que viesen el autor délias,
que estimaron con mil demostraciones de vivos deseos. Preguntáronme
muy por menor su edad, su profesión, calidad y cantidad. Halléme obli
gado a decir que era viejo, soldado, hidalgo y pobre, a que uno respondió
estas formales palabras: “Pues, ¿a tal hombre no le tiene España muy rico
y sustentado del erario público?”. Acudió otro de aquellos caballeros con
este pensamiento y con mucha agudeza, y dijo: “Si necesidad le ha de obli
gar a escribir, plega a Dios que nunca tenga abundancia, para que con sus
obras, siendo él pobre, haga rico a todo el mundo”.
bién quiso que saliera impreso y que se conociera en los corrillos poéticos de la
corte, pues su intención, a lo que parece, fue arrojarlo como dardo contra Cer
vantes en el momento mismo en que pergeñaba su segunda parte. En verdad,
sólo lo consiguió a medias, porque, gracias a la agresión de Avellaneda, Cervan
tes reunió fuerzas para rematar su propio libro y, por si fuera poco, encontró en
el apócrifo la ocasión para hacer sus más arriesgadas piruetas narrativas.
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Capítulo 2 El entorno literario
del Quijote
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la amplia descendencia celestinesca, como La lozana andaluza de Francisco Deli
cado (1528) o la Segunda Celestina de Feliciano de Silva (1534).
La épica, por su parte, tuvo una vida en prosa y otra en verso durante el
Renacimiento. Para la prosa, el cauce perfecto estuvo en el modelo medieval
de los libros de caballerías. La amplitud estructural de sus esquemas y el éxito
que suscitó entre los lectores del XVI condicionó en gran manera la trayectoria
de la narrativa hispánica. El caballero Zijar, el Tirant lo Blanc de Joanot Marto-
rell (1490) y las primeras versiones del Amadís de Gaula fueron los anteceden
tes de un género que se consagraría cuando Garci Rodríguez de Montalvo refun
dió, dilató y publicó en 1508 el Amadís. Las treinta ediciones que conoció la
obra hasta 1587 se vieron multiplicadas con continuaciones, como Las sergas
de Esplandián (1510), e imitaciones, como La crónica del caballero Platir (1533),
Don Cirongilio de Tracia de Bernardo de Vargas (1545), Don Belianís de Grecia
de Jerónimo Fernández (1547) o el Felixmarte de Hircania de Melchor Ortega
(1556). El patrón caballeresco se abrió a una pequeña metamorfosis por medio
de la inserción de otras materias narrativas, como lo picaresco o lo pastoril. A
lo pastoril se atuvo Feliciano de Silva, que en algunos de sus libros, como el
Amadís de Grecia (1530) o el Florisel de Niquea (1532), introdujo excursos y per
sonajes bucólicos. Lo picaresco aparecía también como fondo en las aventuras
de Falqueto y Cíngar dentro de El quarto libro del esforçado cavallav Reinaldos de
Montalbán, que trata de los grandes hechos del invencible cavallero Baldo (1542).
Este último libro es un buen ejemplo de la progresiva confluencia de la épi
ca renacentista en verso y de la prosa caballeresca, pues, en realidad, era la adap
tación en prosa del poema Baldus, escrito en latín macarrónico por Teófilo Folen-
go. Lo mismo hicieron Pedro López de Santamaría y Pedro de Reinosa en su
Espejo de caballerías (1586) con el Orlando inamorato de Mateo Boiardo. El poe
ma de Boiardo (1492), la continuación que llevó a cabo Ludovico Ariosto en
el Orlando jurioso (1532) y la Gerusalemme conquistata de Torquato Tasso (1593)
son las tres columnas fundacionales de la poesía épica en el Renacimiento, que,
además de abrir la veda a un nuevo género de enorme éxito en la época, sir
vieron para replantear varios problemas narrativos, como la verosimilitud, la
variedad y la estructura digresiva.
Una historia externa del Quijote
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transmitir a sus lectores la convicción de que, tras las aparentes invenciones de
sus historias, se escondían verdades vividas. El autor se postulaba como testi
go o como protagonista de la acción, se insertaron las cartas mismas de los
amantes ante los ojos del lector, se aligeraron los textos de alegorías y el mun
do ficticio comenzó a adoptar un espacio y un tiempo definidos.
La aparición de la Arcadia de Sannazaro favoreció el uso de la naturaleza
como paisaje y de la zamarra pastoril como disfraz narrativo para referir peri
pecias sentimentales. En España, el primer atisbo serio de aclimatación del
modelo italiano fue el Libro en que se qtientan los amores de Viraldoy Florindo,
aunque en diverso estilo, de 1541. Más tarde, en 1547, se tradujo la propia Arca
dia y el género se fue acomodando con la anónima Ausencia y soledad de amor
(1551) y los Coloquios satíricos de Antonio de Torquemada (1553). Pero no sería
hasta 1558, con la publicación de La Diana de Jorge de Montemayor, cuando
se culminó ese proceso. Esta novela vino a consolidar el género, aunque al mis
mo tiempo lo trasformó; porque, más que un libro de pastores, La Diana era
todo un universo amoroso en el que se mezclaban versos, resabios sentimen
tales o atisbos caballerescos en ese mestizaje genérico que venía caracterizan
do la historia de la ficción narrativa en España.
Entre las invenciones amatorias, Fl Abencerraje (1551 y 1561) o la Flistoria
de los bandos de Zegríes y Abencerrqjes de Ginés Pérez de Hita (1595) definieron
el modelo de la novela morisca. El género deslindó un ámbito temático pro
pio, en cuyo centro estaba la figura idealizada del moro, y ahondó en recursos
ya explorados en los libros de caballerías, como el de los autores o las traduc
ciones. Por ejemplo, las Guerras civiles de Granada de Hita se presentaban como
traducción de un original árabe debido a Abén Hamín.
La materia bizantina fue otro de los cauces que adoptó la narrativa de ses
go amoroso. Estos libros de aventuras, escritos según el modelo de Heliodoro,
se fueron abriendo paso hasta convertirse en una de las principales modas lite
rarias a finales de siglo. Primero fueron Los amores de Clareo y Florisea de Alon
so Núñez de Reinoso (1552), dos años después se publicó en Amberes la tra
ducción de la Flistoria etiópica del mismo Heliodoro, a la que seguiría, en 1565,
La selva de aventuras de Jerónimo de Contreras, con referencias realistas a Argel
y al cautiverio de su protagonista. Los humanistas acogieron el género bizanti
El entorno literario del Quijote
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garon con igual fervor entre los lectores. Aun así, del entorno humanístico sur
gieron textos fundamentales para la literatura de entretenimiento en el siglo
XVI, como El Crotalón de Cristóbal de Villalón, el Viaje de Turquía, la Silva de
varia lección de Pero Mexía, la Miscelánea de Luis de Zapata, el Marco Aurelio
(1529) y las Epístolas (1539 y 1541) de fray Antonio de Guevara o recopila
ciones de cuentecillos, facecias y refranes, al modo de los Refranes y proverbios
glosados de Hernán Núñez o la Philosophia vulgar de Juan de Mal Lara. A la labor
de humanistas y erasmistas se deben también las versiones castellanas de tex
tos que, de un modo u otro, abrieron sendas en los modos de narrar o en las
materias novelescas, como las obras de Heliodoro y Aquiles Tacio, el De inven
toribus de Polidoro Virgilio, las autobiográficas Confesiones de San Agustín, que
tradujo fray Sebastián Toscano en Salamanca, las Vidas de Plutarco, la Vida de
Esopo o el Asinus aureus de Apuleyo, que, desde su redescubrimiento en 1355
y su primera edición en 1469, extendió su trote por toda Europa. En España
fue precisamente un erasmista, el arcediano Diego López de Cortegana, quien
lo vertió en vulgar y lo publicó en Sevilla en 1513. Ese Asno de oro acristiana
do y cuyo protagonista hablaba en primera persona se convirtió de inmediato
en piedra de toque para la renovación narrativa que se gestaba entonces y su
influjo se puede seguir desde el Baldo al mismísimo Lazarillo de Tormes (1554).
Las pocas páginas en las que se cuenta la historia de Lázaro de Tormes sig
nificaron toda una conmoción en la época. Lo primero que hubo de sorpren
der a los lectores de este librito fue su indefinición. Se presentaba formalmen
te como una historia, pero sólo era ficción: un juego literario entre verdad y
poesía no muy distinto, en el fondo, de los libros de caballerías, los tratados
de amores o las invenciones pastoriles que causaban furor la época. Sin embar
go, la trama tenía lugar en Toledo o Salamanca, unos territorios mucho más
próximos que Gaula o Trapesonda, el rey era el verdadero Carlos I y el prota
gonista estaba bien lejos de ser un caballero enamorado. Como otros muchos
libros contemporáneos, el Lazarillo también se ocupaba de un “caso” amoro
so, pero éste era el de los cuernos de un pregonero locuaz, que alardeaba en
primera persona de su cornamenta. Todas esas apariencias de realidad debían
de resultar desconcertantes, por novedosas, y posiblemente obligaron a leer la
Una historia externa del Quijote
Hizo falta que pasaran casi cincuenta años para que los narradores hispá
nicos digirieran la vida literaria de Lázaro. El primero en hacerlo fue Mateo Ale
mán, que, en 1599, publicó la primera parte del Guzmán de Alfarache, el libro
que habría de convertir la picaresca en un género definido temática y formal
mente. Le siguieron la segunda parte apócrifa de Juan Martí, estampada tres
años después bajo el seudónimo de Mateo Luján de Sayavedra, y la otra segun
da parte verdadera de Alemán (1604). A partir de ahí, la cuadrilla se convirtió
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en legión, pues, sólo hasta 1605, vieron la luz, impresos o manuscritos, El gui
tón Honofre de Gregorio González, El buscón de Francisco de Quevedo, el Rin-
conetey Cortadillo de Cervantes y La picara Justina (1605).
El uso de la primera persona, que caracteriza al género picaresco, tuvo su
correspondiente en un escrito en principio meramente administrativo, pero
que terminó por convertirse en un pequeño género. Se trataba de los memo
riales que soldados y personas de toda calaña hacían para acreditar sus méri
tos ante la Corona. A ese grupo de obras pertenecen la Vid ay trabajos de Alon
so Pérez de Saavedra, el Cautiverio y trabajos de Diego Galán, la Vida de Martín
Cordero o, ya bien entrado el siglo XVII, la tremenda Vida del capitán Contre
ras. De entre todos esos opúsculos, la Viday trabajos de Jerónimo de Pasamonte
tiene un especial interés para el entorno cervantino, porque el autor compar
tió tercio y cautiverio con Cervantes y porque ese Pasamonte ha sido propuesto
como trasunto real de Ginés de Pasamonte y como identidad del embozado
Alonso Fernández de Avellaneda.
Aún queda por añadir una pieza más, y no menor, a este entarimado: la
novella italiana. Hacia mediados del siglo XVI, algunos lectores habían empeza
do a mostrar su afición por el Decameron y por las historias amorosas recogidas
en el libro V del Philocolo. Esa influencia alcanzó a El Patrañuelo (1565) o El
sobremesa y alivio de caminantes (1569) de Juan de Timoneda, donde se escu
chan ecos de Boccaccio, Bandello y de otros novellieri del XV. Ahondado en la
difusión del nuevo género, en 1580, se publicó la Primera parte del honesto y
agradable entretenimiento de damas y galanes, que partía de las Piacevoli Notti de
Straparola; una antología de cuentos de Matteo Bandello pasó del francés al
castellano en 1589 con el título de Historias trágicas ejemplares; y, en 1590, Luis
Gaitán de Vozmediano tradujo las Hecatommithi de Giambattista Giraldi Cint-
hio como Primera parte de las cien novelas. Para entonces, es posible que Mateo
Alemán estuviera trabajando en alguna de las novelistas del Guzmán y que el
propio Cervantes, que aseguraba ser “el primero que ha novelado en lengua
castellana” (2001: 19), anduviera enredado con El curioso impertinente o con
Rinconetey Cortadillo.
Durante todo el siglo XVI y hasta la publicación del Quijote en 1605, la pro
El entorno literario del Quijote
25
en juntar el teatro con la novela, lo trágico con lo cómico o la imagen con la
palabra. Al tiempo, la tan traída y llevada cuestión de la verosimilitud literaria
ocupó a humanistas como Juan Luis Vives y pasó a convertirse en mira de los
nuevos géneros narrativos: tanto las ficciones sentimentales, como las vidas de
los picaros aspiraban a presentarse ante el lector con visos de realidad y des
cargadas de cualquier invención alegórica.
A finales del xvi se empiezan a ver los frutos de todo un siglo de experi
mentos. Entre 1598, año en que Lope de Vega publicó su Arcadia, y la salida
del primer Quijote en 1605, una vorágine creativa invadió la literatura española
con narraciones picarescas, aventuras bizantinas, misceláneas, como la de El via
je entretenido, o invenciones de toda índole, como la propia novela cervantina.
Aunque el público se mostró dispuesto a comprar casi todo lo que le pusieran
por delante, los autores, ávidos de gloria y de dineros, buscaron abiertamente
el enfrentamiento. De antemano, Mateo Alemán había ganado la batalla con los
cincuenta mil volúmenes del Guzmán deAlfarache que Luis de Valdés reseña en
los preliminares de su Segunda parte. A ese blanco apuntaba Lope cuando se
decidió a escribir El paegrino en su patria (1604) ; y lo mismo hicieron Quevedo
con su Buscón don Pablos, Agustín de Rojas, Cervantes o el autor de La picara
Justina, que se curó en salud arreando contra sus rivales más directos:
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Capítulo 3 Composición e historia
de dos libros
3.1. De 1605
27
jote en el capítulo y el romance de Valdovinos, con aquello de “¡Oh, noble
Marqués de Mantua, / mi señor tío camal!”. Aunque la pieza se imprimió por
primera vez en 1612, Menéndez Pidal fechó su composición en 1596 y, más
recientemente, Antonio Pérez Lasheras la ha adelantado a 1592. La trama del
entremés viene a coincidir con la de los primeros cinco capítulos de 1605 y, a
su vez, con la hipotética novela corta en la que se narraría la salida en solitario
que hace el caballero.
Cervantes no pensó en el Quijote cómo una narración extensa hasta mucho
después. En algún momento hubo de tomar conciencia de las posibilidades
de la historia y se animó a continuarla y a engrosar el libro con materiales de
diversa procedencia. Esa decisión le obligó a dividir en capítulos el texto de
los folios ya escritos. En la actual redacción del Quijote, han quedado rastros
evidentes de la arbitrariedad con que Cervantes afrontó la tarea. Son varios los
inicios de capítulo cuya sintaxis remite a la frase final del capítulo anterior. Así
ocurre en el capítulo IX que comienza con un “La del alba sería”, donde hay
que acudir a la última palabra del capítulo III, “hora”, para encontrar el ante
cedente; o en el capítulo Y que se inicia con la frase “El cual aún todavía dor
mía”, en alusión al colofón el capítulo anterior: “se vino a casa de don Quijo
te”. Resulta razonable pensar que el Quijote nació como resultado de un primer
aliento creativo que habría alcanzado hasta el actual capítulo VIII; un segun
do impulso habría llevado a don Quijote a Sierra Morena, donde Cervantes
optó por otra solución narrativa (IX-XXII); y, por fin, la composición se habría
cerrado con los ires y venires de la venta y los encuentros que ocurren de regre
so a la aldea (XXIII-LII).
La invención del Quijote se fue conformando como una parodia de los libros
de caballerías, en la que se repetía el esquema ensayado en la aventura de los
molinos, según el cual a un error de percepción del protagonista le seguían ris
tras de palos, golpes y pedradas. La fórmula pudo resultarle a Cervantes dema
siado simple y mecánica, tal como se deduce del pasaje en que Cide Hamete
se queja de haber “tomado entre manos una historia tan seca y tan limitada”,
en la que sólo podía tratar de don Quijote y Sancho (II, 44). Desde su mismo
origen el Quijote fue un libro fragmentario en su estructura y en su composi
Una historia externa del Quijote
28
pio poético de la variedad y defendía la inclusion de digresiones que adornaran
y diversificaran la trama. Lo mismo hacían dos de los modelos que tuvo más
presentes a la hora de escribir el Quijote, como fueron los libros de caballerías,
con toda sus sucesión de aventuras e incisos, y el Guzmán de Alfarache, donde
Mateo Alemán ya había insertado varias historias ajenas al protagonista.
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han estudiado las consecuencias del traslado. Para empezar, en la primera de
las dos ediciones salidas en 1605 de los talleres de Juan de la Cuesta -q u e
correspondía a la primitiva redacción que Cervantes entregó a la imprenta-
quedaron las huellas de ese cambio en la desaparición del burro de Sancho,
dicho sea en el mejor de los sentidos. El rucio había dado compañía y con
versación a su amo desde el capítulo VII al ΧΧ\ζ pero ya en este último capí
tulo Sancho bendice a “quien nos quitó ahora del trabajo de desenalbardar
al rucio” y se lamenta de que “más fue perder el asno, pues se perdieron en
él las hilas y todo” (I, 25), sin haber dado antes cuenta de robo alguno. Del
jum ento nunca más se supo, hasta que en el capítulo XLII se incoa causa
sobre sus albardas. Cuando Cuesta se disponía a tirar una segunda edición
en 1605, Cervantes redactó dos nuevos fragmentos que se insertaron en los
capítulos XXIII y XXX y que pretendían enmendar el desliz. El primero de
ellos atribuía el robo a Ginés de Pasamonte y el segundo daba cuenta de su
recuperación, lo que no acabó de arreglar la cosa, porque, en el ΧΧ\ζ Sancho
seguía recordando el quebranto.
Otro indicio del traslado del episodio pastoril a su actual asiento entre los
capítulos XI y XIV es lo que ocurre con el epígrafe del capítulo X, donde se
anuncia “De lo que más le avino a don Quijote con el vizcaíno, y del peligro
en que se vio con una turba de yangüeses”. Resulta que lo narrado en ese capí
tulo no da noticia alguna de vizcaíno ni de yangüés. Sólo en el capítulo Χ\ζ una
vez terminadas las adversidades de Grisóstomo, se vuelve a tratar de “la des
graciada aventura que se topó don Quijote en topar con unos desalmados yan
güeses”; aunque entonces los tales aparezcan transformados en “gallegos” y
Sancho se refiera a la del vizcaíno como algo acontecido poco antes: “¿Quién
dijera que tras de aquellas tan grandes cuchilladas como vuestra merced dio a
aquel desdichado caballero andante, había de venir, por la posta y en segui
miento suyo, esta tan grande tempestad de palos que ha descargado sobre nues
tras espaldas?” (I, 15). En general, hay un número considerable de títulos que
mantienen alguna discordancia con el contenido del capítulo, pues es posible
que Cervantes escribiera esos epígrafes sin poner una excesiva atención y una
vez dado fin y acabamiento a la redacción.
Una historia externa del Quijote
30
y, por otro, reproducir la estructura formal del Amadís. Estas divisiones termi
naron por perder cualquier posibilidad de simetría y equilibrio en el momen
to en que el autor se decidió a interpolar las historias y se vio obligado por ello
a rehacer la obra. José Manuel Martín Mórán, siguiendo los trabajos de Stagg,
ha propuesto la reconstrucción de un primer Quijote originario, equilibrado en
tres partes de ocho capítulos cada una, de las que se han excluido todos los
episodios considerados insertos con posterioridad (1990: 141-144). La pri
mera de ellas incluiría los actuales ocho primeros capítulos; la segunda habría
abarcado los capítulos que van desde el IX al XXI, aunque prescindiendo en
ellos de los cuatro capítulos que ocupa la historia de Marcela (XI-XIV) y con
virtiendo en uno sólo los capítulos X y XV, que fueron separados para insertar
la. Para reducir a ocho los capítulos de la hipotética tercera parte que llega has
ta el final, bastaría con eliminar las intercalaciones y reconstruir la acción de
don Quijote y Sancho exenta.
Por medio de esta reconstrucción se ha querido aclarar el sentido de la fra
se que el narrador desliza al poco de empezar el noveno capítulo y justo antes
de toparse con el manuscrito de Cide Hamete: “[...] el trabajo y diligencia que
puse en buscar el fin desta agradable historia; aunque bien sé que si el cielo, el
caso y la fortuna no me ayudan, el mundo quedara falto y sin el pasatiempo y
gusto que bien casi dos horas podrá tener el que con atención la leyere” (1,9).
Esas “casi dos horas” han encontrado las más peregrinas explicaciones en el cer
vantismo. Si Rodríguez Marín vino a identificarlas como la extensión que ini-
cialmente Cervantes imaginó para su libro, el padre Rufo Mendizábal las leyó
como simple ironía, Martín de Riquer habló de una fórmula de modestia y Vicen
te Gaos las refirió a alguno de los episodios en particular. Lo que sí es evidente
es que el texto se remite a lo que queda por leer y no a lo ya leído, y por ello
parece que el autor estaba haciendo un guiño a sus lectores, para animarlos a
abordar lo extenso de la narración.
Cervantes trabajó con cierta continuidad en el libro hasta darlo más o
menos por despachado en el verano de 1604. Era el momento de buscar quien,
según la costumbre de la época, le escribiera algunos versos elogiosos que
estampar como proa y defensa del libro. De las dificultades que tuvo para
Composición e historia de dos libros
encontrar alguien que lo hiciera nos queda el testimonio de los versos preli
minares, que terminó atribuyendo burlescamente a personajes fingidos, y la
carta ya mencionada de Lope, en la que anunciaba que Cervantes no encon
traba, en agosto de 1604, poeta “tan necio que alabe a don Quijote”. Fue tam
bién el momento de dar término al prólogo y acaso también a los poemas de
los académicos de la Argamasilla.
Con el original casi definitivo de la novela en la mano buena, pidió licen
cia de impresión al Consejo de Castilla, que firmó el secretario Juan de Améz-
31
queta el 26 de septiembre de 1604. Antes, en el verano de 1604, habría ven
dido sus derechos al librero Francisco de Robles, que ya se había interesado
por el nuevo género de entretenimiento, publicando en 1603 el Viaje entrete
nido de Agustín de Rojas. El trabajo de impresión se llevó a cabo en los talleres
que regentaba Juan de la Cuesta en la calle de Atocha. La imprenta hubo de
trabajar a buen ritmo, porque, a primeros de diciembre de 1604, las seiscien
tas sesenta y cuatro páginas del libro estaban ya dispuestas. Por los trabajos de
Robert M. Flores y Francisco Rico sobre el texto del Quijote, sabemos que el
proceso de composición e impresión, en el que acaso también intervino Cer
vantes, dejó como rastro numerosas erratas, problemas ortográficos y tipográ
ficos y hasta algún desliz en los epígrafes, como la falta de título en el capítulo
XLIII. Con la intención de acelerar la salida a venta del libro, Robles dispuso
que, en los cuadernillos iniciales, se dejara un espacio en blanco para imprimir
la “Tasa” definitiva, que había de obtenerse en Valladolid, donde, por enton
ces, tenía asiento la Corte. Esa tasa, junto con la dedicatoria al duque de Béjar,
se añadió en el taller vallisoletano de Luis Sánchez. Las prisas no dieron lugar
a que se estampara la dedicatoria original y Robles urdió la suya, firmada hoy
por Cervantes, con retales del prólogo y la dedicatoria que Francisco de Medi
na y Femando de Herrera habían compuesto para las Anotaciones a Garcilaso.
Con la intención de que fuera recibido como novedad por los lectores, Robles
decidió fechar el libro en 1605, a pesar de que los trabajos de impresión se
habían terminado en diciembre del año anterior.
Los ejemplares del Quijote llegaron a las manos de los lectores vallisoleta
nos entre los últimos días de 1604 y los primeros de 1605; algo más tarde los
pudieron comprar los madrileños. La acogida fue lo suficientemente generosa
como para que Francisco de Robles contratara con Cuesta una segunda edi
ción de mil ochocientos volúmenes, que estuvo en la calle entre marzo y abril
de 1605. Cervantes aprovechó esa reimpresión para introducir textos y enmien
das que perfeccionaran la obra. En concreto, insertó las dos piezas que pre
tendían paliar la pérdida del burro en los capítulos XXIII y XXX, y sustituyó una
leve impiedad con el rosario penitencial de don Quijote en el capítulo XXVI. A
menor ritmo que la primera impresión, esa segunda tirada tuvo una razonable
Una historia externa del Quijote
recepción entre los lectores, aunque ya no era la única que andaba en el mer
cado. En febrero de 1605 había visto la luz un Quijote en Lisboa, impreso por
Jorge Rodríguez, y al mes siguiente otra edición salió de los talleres lisboetas
de Pedro Crasbeeck. También en 1605 Pedro Patricio Mey sacó una impresión
en Valencia y Roger Velpius estampó su propio Quijote en Bruselas a mediados
de 1607. Al año siguiente Robles se decidió a publicar una tercera edición. En
1610 saldría otra en Milán, y Velpius, ahora en colaboración de Huberto Anto
nio, editó de nuevo el libro en 1611. Por si fuera poco, César Oudin tradujo la
32
primera parte al francés en 1614 y, dos años antes, Thomas Shelton la había
vertido al inglés, permitiendo así que Shakespeare y Fletcher atinaran con la
trama de su comedia Cardenio.
Apenas en meses, don Quijote y Sancho se habían convertido en figuras
tan conocidas que podían aparecer como máscaras en los festejos públicos de
Valladolid, Lima, Zaragoza o Heidelberg. El éxito fue tal que Cervantes se hizo
eco en la segunda parte: “[...] el día de hoy están impresos más de doce mil
libros de la tal historia: si no, dígalo Portugal, Barcelona y Valencia, donde se
han impreso, y aun hay fama que se está imprimiendo en Amberes”. El por
tador de la noticia es el bachiller Sansón Carrasco, que a continuación aña
de: “[...] los niños la manosean, los mozos la leen, los hombres la entienden
y los viejos la celebran; y, finalmente, es tan trillada y tan leída y tan sabida
de todo género de gentes, que, apenas han visto algún rocín flaco, cuando
dicen: ‘Allí va Rocinante’” (II, 3). Ante don Diego de Miranda, es don Quijo
te mismo quien afirma: “Treinta mil volúmenes se han impreso de mi histo
ria, y lleva camino de imprimirse treinta mil veces de millares, si el cielo no
lo remedia” (II, 16). Y no faltaba ninguno a la verdad, porque el primer Qui
jote fue un éxito más que considerable, aunque, con todo, no llegara a las
cifras ansiadas del Guzmán de Alfarache.
3.2. A 1615
argumento para afirmar que la escritura de esa segunda parte no pudo comen
zar hasta entonces. No obstante, la cronología señalada en los primeros capí
tulos de 1615 y las discusiones que los personajes mantienen en los capítulos
III y IV sobre la reciente estampación del libro parecen favorecer una fecha de
inicio más próxima a 1605.
Sea como fuere, en los años inmediatamente posteriores a la impresión de
la primera parte, Cervantes estaba ya escribiendo la segunda. Ese primer impul
so de creación se define por unos personajes todavía próximos a la caracteri
33
zación original y por unas aventuras que no se alejan en demasía de las ante
riores. Daniel Eisenberg ha defendido una composición gestada en dos perío
dos: casi inmediatamente después de 1605, Cervantes habría escrito los vein
tinueve primeros capítulos, mientras que el resto sería fruto de una producción
posterior. En esa última fase de trabajo habría que destacar el impacto que sig
nificó el Quijote de Alonso Fernández de Avellaneda, que se menciona por pri
mera vez en el capítulo LIX.
Hay dos datos internos en la novela que permiten deducir una cronología
de composición para la segunda parte. El primero de ellos es la presencia del
morisco Rico te en el capítulo LIV Es evidente que el episodio no pudo idear
se antes del 9 de abril de 1609, fecha del decreto de expulsión de los moris
cos. El segundo es la carta que, desde la ínsula Barataría, Sancho escribe a su
mujer el 20 de julio de 1614. El asunto resulta de todo punto desconcertante
por el extraño calendario en que Cervantes situó los hechos. Recuérdese que
los acontecimientos de la primera parte empiezan en julio, que la libranza de
los pollinos hecha en Sierra Morena se firma “a veinte y dos de agosto deste
presente año” (I, 25) y que don Quijote vuelve por segunda vez a su aldea un
Una historia externa del Quijote
34
ve años después de que se publicara el Ingenioso hidalgo, que en los primeros
capítulos de la segunda parte tenía aún la tinta fresca.
La carta es una de las muchas deudas que Cervantes guarda para con Ave
llaneda, que ya había hecho escribir una epístola a Sancho en su continuación.
Con seguridad puede afirmarse que la tal fecha fue un recurso cervantino para
dar entrada en la trama a una novedad tan contemporánea como fue la irrup
ción de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha de Alonso Fernández de
Avellaneda. Lo mismo podría decirse de la otra carta que el duque remite a San
cho “a diez y seis de agosto, a las cuatro de la mañana” (II, 47). Recuérdese
que el libro avellanedesco tenía licencia otorgada del 4 de julio de 1614 y que
Cervantes, como primer lector al que iba dirigido, hubo de oír primero hablar
del libro y luego tener en sus manos un ejemplar del mismo. Eso pudo suce
der entre agosto y septiembre de 1614. Es más que posible que el autor deci
diera adornar la misiva con la misma fecha en que la escribió y que la interpo
ló luego en una parte ya redactada. De otro modo y si nos atuviésemos a una
composición lineal, a Cervantes le habría quedado por delante más de la mitad
de su novela para terminar en poco más de medio año, ya que la aprobación
es de 27 de febrero de 1615.
Fue a partir de ese momento cuando Cervantes pudo leer, refutar, paro
diar y utilizar en beneficio propio textos, personajes, estructuras narrativas y
temas del Quijote apócrifo. En cualquier caso y fuera cual fuera el estado de
composición de la segunda parte, su aparición obligó a afrontar unas inespe
radas reparaciones de última hora, que se llevaron a cabo en el plazo de ape
nas cinco meses. Una buena parte de la crítica cervantina ha considerado que
esas intervenciones sólo tuvieron lugar a partir del capítulo LIX, donde Cer
vantes introdujo los personajes de donjuán y don Jerónimo como lectores y
primeros críticos de esta segunda parte fraudulenta: “¿Para qué quiere vues
tra merced, señor donjuán, que leamos estos disparates? Y el que hubiere leí
do la primera parte de la historia de don Quijote de la Mancha no es posible
que pueda tener gusto en leer esta segunda” (II, 59). Desde ahí y hasta el final,
el apócrifo marca los destinos de la novela, pues el héroe renuncia a su anun
Composición e historia de dos libros
35
Incluso ha de entenderse que fue el libro enemigo el que persuadió a Cer
vantes de la conveniencia de estampar en la portada de 1615 aquello de Segun
da parte del ingenioso caballero Don Quijote de la Mancha. Por Miguel de Cernan
tes Saavedra, autor de su primera parte.
Aunque la existencia de Avellaneda sólo se mencione de forma expresa a
partir del capítulo LIX, la lógica y los textos obligan a pensar que las enmiendas
cervantinas también alcanzaron a los capítulos anteriores. Buena parte de los
coloquios sobre crítica literaria, los ataques contra los malos escritores y las alu
siones a lo apócrifo que se deslizan en los capítulos III y V sólo pueden enten
derse en el contexto provocado por Avellaneda. El encuentro, durante-el capí
tulo XI, con una carreta de recitantes que vienen de representar el auto de Las
Cortes de la Muerte y el personaje del bojiganga armado de vejigas hinchadas ata
can directamente a Avellaneda y remiten al capítulo XXVI del apócrifo, en el que
don Quijote topa con una compañía de comediantes. Así lo demuestran no
pocas coincidencias temáticas y textuales. A la vuelta de un folio, el verdadero
don Quijote se cruza con el caballero de los Espejos, que asegura haber venci
do a un don Quijote ignoto. Desde ese momento se intuye la posible existen
cia de otro yo; y hasta el nombre mismo del falso caballero alude a los temas del
reflejo y la duplicidad. La conclusión que el impostado Sansón Carrasco saca
de su victoria - “y en este solo vencimiento hago cuenta que he vencido a todos
los caballeros del mundo, porque el tal don Quijote que digo los ha vencido a
todos, y habiéndole yo vencido a él, su gloria, su fama y su honra se ha transfe
rido y pasado a mi persona” (II, 1 4 )- responde a las elucubraciones del don
Quijote de 1614 antes de su enfrentamiento con un melonero de Ateca: “[...]
todas las glorias, victorias y buenos sucesos que tuvo serán, sin duda, míos, y a
mí solo se atribuirán todas las fazañas, vencimientos, muertes de gigantes, des-
quijaramientos de leones y rompimientos de ejércitos que por sola su persona
hizo” (2000: 287). Incluso la frustrada batalla de Sancho con el narigado escu
dero del caballero del Bosque remeda el desafío que también queda en suspen
so entre el Sancho de Avellaneda y el escudero negro de Bramidán de Tajayun-
que. La irrupción de don Quijote en la acción del retablo de títeres de maese
Pedro es, sin duda, el episodio más próximo al modelo de 1614, ya que, en el
capítulo XXVII de la versión apócrifa, don Quijote confunde la representación
Una historia externa del Quijote
escénica con la realidad y perturba el ensayo que una compañía de actores hace
de El testimonio vengado.
Además de esos episodios, que se insertaron en capítulos ya escritos, Cer
vantes tomó del Quijote de 1 6 1 4 una cantidad considerable de motivos y
expresiones. Entre los primeros están el salario que Sancho pide a su amo
y que éste se resiste a dar por no “haber leído que ningún caballero andante
haya señalado conocido salario a su escudero” (II, 7), o el uso cóm ico de la
36
trágica historia Belerma y Durandarte que Avellaneda utiliza en su capítulo
XXII. Por su parte, el rastro textual de Avellaneda puede seguirse desde el pri
mer capítulo de 1615, pues el ama y la sobrina de Cervantes curan a su don
Quijote con “cosas confortativas y apropiadas para el corazón y el celebro”
(II, 1), de la misma manera que el apócrifo había hecho sanar al suyo “no
con pequeño regalo de pistos y cosas conservativas y sustanciales” (2000:
208). Si Avellaneda abre un período sintáctico de su capítulo XXXII acudiendo
a un famoso verso del romancero: “Como medianoche era por hilo, los gallos
querían cantar, celebraron mucho todos el dibujo que Sancho había hecho
de la reina Zenobia”, Cervantes le responde con ironía al comienzo del capí
tulo IX: “Media noche era por filo, poco más o menos”. Del mismo modo,
la bebedora Mari Gutiérrez de Avellaneda calma su sed en “un jarro grande
que tenemos desbocado de puro boquearle ella con la boca” (2000: 375), y,
en Cervantes, el fingido maese Pedro anuncia a Sancho que su mujer Teresa
“tiene a su lado izquierdo un jarro desbocado que cabe un buen porqué de
vino” (II, 25).
tuales que permiten suponer una reescritura a fondo de los capítulos compuestos
antes de la lectura del falso Quijote. Más adelante tendrá el lector ocasión de vol
ver sobre la materia del apócrifo; pero, por ahora, baste con concluir que, des
pués de casi nueve años de escritura más o menos continuada, Cervantes afron
tó una profunda revisión de la segunda parte a la luz del libro hostil, que le ocupó
hasta poco antes de entregar el original a la imprenta.
Ese original evitó las divisiones en partes de 1605. De este modo, mien
tras el texto de Avellaneda se presentaba como “Quinta parte del Ingenioso
37
Hidalgo Don Quijote de la Mancha y de su andantesca caballería”, continuando
así las cuatro partes del primer Quijote, Cervantes se olvidó de las anteriores
particiones y, desde el frontispicio, identificó el volumen como Segunda par
te. La misma denominación aparecía en las aprobaciones y en el prólogo: “[...]
esta segunda parte de Don Quijote que te ofrezco es cortada del mismo artífi
ce y del mesmo paño que la primera”. Por si fuera poco, se lo recordó de nue
vo al lector en el primer capítulo, donde avisa que aquélla era la “segunda par
te desta historia y tercera salida de don Quijote” (I, 1). Fuera por la experiencia
acumulada con la primera parte o por un mayor esmero en el trabajo, apenas
han quedado rastros de reajustes en la composición. Aun así, sólo los “dos
días” que don Quijote y Sancho tardan en recorrer la considerable distancia
que separa la cueva de Montesinos de las orillas del Ebro (II, 29) pudieran ser
fruto de esas modificaciones, como también ocurre con el orden de las sen
tencias dictadas por el gobernador Panza o con las ordenanzas de su gobier
no, que se dicen promulgadas en el capítulo LI, aunque cuatro capítulos más
tarde el propio Sancho asegure que no llegó a dictar ordenanza alguna, “teme
roso que no se habían de guardar” (II, 55).
Otra de las novedades de esta segunda parte respecto a 1605 es su cons
trucción uniforme en torno a la personalidad de don Quijote y Sancho y al
permanente diálogo entre ambos. Lo que se pierde en variedad y en contras
te de diversas historias, se gana en la construcción de los personajes. Aun así,
Edward C. Riley defendió la existencia de aventuras intercaladas en la segun
da parte y señaló al menos siete: las bodas de Camacho, las disputas del rebuz
no, las penalidades reales de doña Rodríguez y las fingidas de la dueña Dolo
rida, las curiosidades de los hermanos travestidos, el melodrama de Claudia
Jerónima o la redención por amor de Ana Félix, la hija de Ricote (1990: 122-
125). En varias de ellas se vuelven a repetir los esquemas de las aventuras caba
llerescas, bizantinas, cortesanas o moriscas, pero la diferencia está en que los
héroes participan en todas o, al menos, se ofrecen a hacerlo. Hay dos hechos
más que acrecientan la impresión de unidad en la segunda parte: la defensa
cerrada con que autor, narrador y protagonistas afrontan los ataques de Ave
llaneda y la existencia del Ingenioso hidalgo como libro que han leído muchos
de sus personajes.
Una historia externa del Quijote
38
la primera parte salida en 1608 sirvió de referente tipográfico y las inevitables
erratas de unos componedores poco duchos asolaron de nuevo las páginas del
libro. La inercia de la novedad favoreció que Pedro Mey editara el libro en Valen
cia en 1616. Ese mismo año, Huberto Antonio lo publicó en Bruselas, para
añadirle un volumen parejo con la primera parte al año siguiente. También en
1617 Jorge Rodríguez lo imprimió en Lisboa y Bautista Sorita con Sebastián
Matevad editaron un Quijote completo en Barcelona. Aun así, no parece que el
libro fuera un gran éxito; al menos en la medida en que por entonces lo eran
el Persiles y las Novelas ejemplares.
EL QUIJOTE POR DE DENTRO
Capítulo 4 La construcción narrativa
de picaros y las novelas cortas, con frecuencia enlazadas entre sí por una leve
trama. A ello habría que añadir la lección de los libros de pastores e incluso un
cierto bizantinismo contemporáneo, como el que ya había ensayado Lope de
Vega en El peregrino en su patria.
Los libros de caballerías sirvieron de modelo para la estructura “desatada”
del Quijote, a la que se refiere el canónigo de Toledo en el capítulo XLVII de la
43
primera parte. A ella se debe la multiplicidad de acciones y personajes que actúa
como columna vertebral en la narración. El único hilo que da continuidad a la
historia es un hidalgo que decide dejar su monótona vida y salir en busca de
aventuras y de gloria. Se le unirá luego el villano Sancho, no sin que antes don
Quijote se haya tropezado con venteros, putidoncellas, labradores flagelantes,
criados flagelados, mercaderes zumbones y vecinos samaritanos. Entiéndase
que es el recorrido de don Quijote el que engarza las fábulas en la novela y el
que genera su característica tensión entre la unidad del protagonista y la dis
persión de las historias. Los distintos episodios que se van intercalando nun
ca llegan a alterar el destino de los héroes; a lo sumo les hace demorar el paso
o seguir, por un tiempo, una senda imprevista. Sólo a veces su presencia se
adelgaza o llega incluso a desaparecer, como ocurre durante la lectura del Curio
so impertinente.
44
Tonnes. En la novelita de 1554, las mismas ideas se repiten en distintos momen
tos de la trama, aunque con nuevos sentidos. Recuérdese, sin más, las luego
cumplidas profecías del ciego, las menciones de “el caso” o el recurrente “arri
marse a los buenos”, que compactan y hacen avanzar la narración. Cervantes
hizo lo mismo con las pláticas sobre la prometida ínsula, con el rocambolesco
encantamiento de Dulcinea o con los vaivenes de la bacía convertida en yelmo
de Mambrino. Sin embargo, sus reparos ante el nuevo género fueron mayores,
pues, en Rinconetey Cortadillo e incluso en el Quijote, rechazó la autobiografía
como eje central de la ficción. Hasta Ginés de Pasamonte, la figura más pro
piamente picaresca del libro, se permite algunas burlas con el recurso técnico
de la primera persona (I, 22). Ese rechazo lo cifró Cervantes en la novela que,
en esos momentos, había renovado y puesto en boga el género: el Guzmán de
Alfarache, el listón narrativo que el Quijote aspiraba a superar.
45
11) los poemas insertos; 12) los parlamentos de don Quijote como loco entre
verado, entre los que destacan el discurso de la Edad Dorada y el de las Armas
y las Letras; 13) las descripciones idealizadas o realistas, con frecuencia de inten
ción festiva; y 14) los elementos de comicidad de verbal, como los nombres
burlescos, los equívocos o los errores lingüísticos de Sancho. Pero esto, lector
paciente, no es el Quijote.
46
caballero pueden señalarse varias analogías. Hasta llegar a Sierra Morena, don
Quijote ha salido de su aldea, no sin que el cura haya expurgado, revisado y
calcinado parte de su biblioteca, aprovechando la ocasión para discutir sobre
la literatura caballeresca y la contemporánea (I, 6). Ya en el camino, el caballe
ro pronuncia una muy retórica alocución a unos cabreros (I, 11), que sirve, a
la vez, de preámbulo a la historia pastoril de Marcela y Grisóstomo (I, 11-14);
pasa luego, con su escudero, alguna penalidad en la venta del Zurdo (I, 16-17)
y, de inmediato, gana la bacía que tiene el honor de convertirse en yelmo de
Mambrino (I, 21). A partir de Sierra Morena, junto con el planteamiento y reso
lución de diversos casos sentimentales, don Quijote vuelve a la misma venta
de sus desdichas; allí toma otra vez la palabra para discurrir sobre las armas y
las letras, movido, dice el narrador, “de otro semejante espíritu que el que le
movió a hablar tanto como habló cuando cenó con los cabreros” (I, 37-38); y
su discurso sirve también para introducir al lector en otra historia, la de la bio
grafía del cautivo (I, 39-41). A todo esto, la bacía y su dueño vuelven a entrar
en liza (I, 45); y el cura encuentra en el canónigo de Toledo un interlocutor con
el que tratar, como en el escrutinio de la biblioteca, sobre el asunto de las lite
raturas caballeresca y contemporánea (I, 48-50). Aún antes de regresar a la
aldea, los caminantes tienen tiempo para escuchar a un nuevo cabrero que
cuenta la pastoril historia de Leandra, semejante en cierto modo a la de Mar
cela (I, 50-51). Por si fuera poco, todas esas correspondencias se encuadran en
medio de dos parodias poéticas: los poemas preliminares en loor de don Qui
jote, Sancho o Dulcinea y los versos de los académicos argamasillescos “en vida
y muerte del valeroso don Quijote de la Mancha”. Parece evidente que Cer
vantes tuvo una visible voluntad de simetría.
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dades pastoriles, convierten su vida en otro trasunto de lo literario. Si un día
Grisóstomo “remaneció vestido de pastor, con su cayado y pellico, habiéndo
se quitado los hábitos largos que como escolar traía”, también “remanece un
día la melindrosa Marcela hecha pastora; y sin ser parte su tío ni todos los del
pueblo, que se lo desaconsejaban, dio en irse al campo con las demás zagalas
del lugar, y dio en guardar su mesmo ganado”. La enfermedad se contagia has
ta convertirse en plaga: “Y así como ella salió en público y su hermosura se vio
al descubierto, no os sabré buenamente decir cuántos ricos mancebos, hidal
gos y labradores han tomado el traje de Grisóstomo y la andan requebrando
por esos campos” (I, 12). Tras el suicidio del pastor, Marcela aparece en su
entierro con la intención de afirmar su libertad y su conciencia de sí: “Yo nací
libre, y para poder vivir libre escogí la soledad de los campos” (I, 14). Apenas
diez capítulos antes, el mismo don Quijote, ante las dudas de su vecino Pedro
Alonso, había realizado una afirmación similar: “Yo sé quien soy, y sé que pue
do ser no sólo los que he dicho, sino todos los Doce Pares de Francia, y aun
todos los Nueve de la Fama” (I, 5). Acaso por eso, el caballero sale en defensa
de la moza y hace el amago inútil de seguirla. El asunto debía de seguir colean
do en la memoria cervantina, porque, al final de su jomada, en el capítulo LXXII de
la segunda parte, don Quijote también proyectará hacerse pastor.
rá su estrambótica vida entre las peñas. Sólo entonces se foqa en la mente del
caballero, por vía de la mimesis, la idea de una penitencia amorosa y la volun
tad de escribir cartas y versos.
Ese era el marco adecuado para poner en práctica una escena que don Qui
jote había detallado a su escudero pocos capítulos antes: “[...] ha habido caba
llero que se ha estado sobre una peña, al sol y a la sombra, y a las inclemen-
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cías del cielo, dos años, sin que lo supiese su señora. Y uno déstos fue Ama
dís, cuando, llamándose Beltenebros, se alojó en la Peña Pobre, ni sé si ocho
años o ocho meses, que no estoy muy bien en la cuenta: basta que él estuvo
allí haciendo penitencia, por no sé qué sinsabor que le hizo la señora Oriana”
(I, 16). Entiéndase así que las razones de la penitencia de don Quijote eran,
como ya subrayó en su momento Juan Bautista Avalle-Arce, arbitrarias y “en
seco”:
49
Literariamente, la venta es un espacio contiguo y contrapuesto a Sierra
Morena. La geografía agreste simboliza el desorden social y sentimental; en la
venta, el caos se resuelve y los personajes se reintegran a la civilización. Doro
tea, en su paso por la sierra, ha abandonado su condición de dama para hacer
se pasar primero por caballero y luego por princesa de pega. Cardenio, por no
irle a la zaga, ha renunciado a su fortuna y a su lugar en el mundo para dar en
loco voluntario. Pero este laberinto encuentra su salida en la maravillosa ven
ta, donde el enredo se deshace y donde cada oveja casa con su pareja. La lle
gada de don Femando y Luscinda reproducía el recurso bizantino de la anag
norisis, esto es, el encuentro y reconocimiento, al tiempo que le sirvió a Cervantes
para responder al problema estético de la verosimilitud en el desenlace de estos
casos sentimentales. La venta tiene la misma función estructural que el pala
cio de Felicia en La Diana de Jorge de Montemayor, la de la resolución de los
conflictos amorosos. Pero en el ámbito cervantino ha desaparecido cualquier
atisbo de prodigio en nombre de la verdad narrativa. Esa era la razón por la que
el cura había condenado, en la novela de Montemayor, “todo aquello que tra
ta de la sabia Felicia y de la agua encantada” (I, 6). Sin duda este laberinto de
amor, con mucho de comedia de enredo, fue uno de los pasajes más delicio
sos para los lectores del siglo xvii, ávidos de literatura de ficción.
Pero Cervantes quiso utilizar la venta como una mesa de juego sobre la que
plantear otra suerte de laberinto, en el que los héroes dan un paso atrás y ceden
su protagonismo a unos personajes que actúan como contraste a su quehacer
cómico. Don Quijote llega incluso a aparecer dormido durante la lectura de El
curioso impertinente y completamente ajeno a la acción. En el eje de ese cmce
de caminos se encuentra la novelita del Curioso, añadida, en apariencia, sólo
para relleno o gusto de los huéspedes, pero que reabre las porfías sobre histo
ria y ficción, y da las claves literarias de los episodios que confluyen y se resuel
ven en la venta. No sólo eso, la inserción completa del texto iguala por un
momento a los lectores reales y a los ficticios, y les otorga a éstos una entidad
que desborda los límites de la ficción. A partir de ahí se suceden nuevos casos
con la historia del cautivo, completada por la intervención del oidor, a la que
sigue la de su sobrina doña Clara. Entre todos estos personajes se vienen a com
poner un amplio y variado paisaje de argumentos sentimentales, que, por antí
tesis con los trágicos sucesos del Curioso, se resuelven felizmente.
El Quijote por de dentro
Hay otro asunto que no deja de tener su interés. La maleta que guarda el
Curioso impertinente, además del Don Cirongilio de Tracia, el Felixmarte de Hit-
cania y la Historia del Gran Capitán Gonzalo Hernández de Córdoba, con la vida de
Diego García de Paredes (I, 32), contiene también la sorpresa, sólo desvelada en
el capítulo XLVII, de la novela manuscrita de Rinconete y Cortadillo. Se intuye
que pudiera haber sido Cervantes mismo, autor del Rinconete, quien habría
50
pasado por la venta en la que ahora están sus personajes y quien habría olvi
dado la bolsa con los papeles que ellos terminan por leer. La posibilidad se con
firma cuando, al poco, Ruy Pérez de Viedma recuerda a “un soldado español,
llamado tal de Saavedra”, con el que coincidió en los baños de Argel.
Los episodios intercalados de la primera parte confluyen en tres funciones
bien definidas: responden a la exigencia de variedad en los contenidos, ocu
pan el espacio temático del amor y conectan la historia con la realidad con
temporánea. Todos esos relatos reproducen los esquemas de una ficción idea
lista, ya sea pastoril, cortesana, bizantina o morisca, que contrasta con la
comicidad de la historia central y con el ambiente, lindero con lo picaresco, en
el que hasta entonces se había movido don Quijote. Por otro lado, frente a la
pasión ascética y cerebral de don Quijote, estos amantes son de came y sexo,
y dan al amor una dimensión más verosímil. Se añade a todo eso que, desde
la perspectiva de la novela, Cardenio, Dorotea, Luscinda, el cautivo o el oidor,
a pesar de su origen en modelos literarios idealistas, representan una parte esen
cial de la sociedad contemporánea: la de nobles, ricos, altos funcionarios y su
entorno clerical. Las invenciones de un hidalgo pobre son materia de la burla;
los amores de los nobles, su dinero, sus mezquindades o sus bellezas sin tacha
responden a una exigencia de realidad, que le da su espesor a la novela. Son
ellos, como luego los duques, Rico te y Ana Félix o don Antonio Moreno en la
segunda parte, los que sitúan a don Quijote en un mundo aparentemente his
tórico.
Otra cuestión de índole técnica y estructural que afectó a los episodios
intercalados fue el modo en el que éstos se engarzaban en el eje medular de la
narración. Como ha explicado Antonio Rey Hazas, Cervantes “se opuso a la
concepción de la novela digresiva de Mateo Alemán, que al hilo del relato de
las peripecias del picaro, intercalaba todo tipo de materiales” (1996: 16). Las
interpolaciones del Guzmán venían a repetir maquinalmente un esquema tra
dicional: la historia que se narra para entretenimiento de los contertulios. Lo
mismo volvió a hacer Avellaneda en su Quijote, que añadió dos extensos cuen
tos para aliviar los calores de la siesta entre compañeros de viaje. La invención
cervantina acudió a los meandros de las digresiones caballerescas con la inten
ción decidida de superar esas series ensartadas de episodios que caracterizan a
la picaresca. Cervantes no quiso limitarse a intercalar historias que dieran volu
La construcción narrativa
51
narrativos, ya antes de 1605. A esas incertidumbres parece responder la glosa,
acaso añadida en el proceso de reconstrucción del libro, que abre el capítulo
XXII y que defiende esa estructura en cruz de una historia principal atravesada
por otras adyacentes: “Felicísimos y venturosos fueron los tiempos donde se
echó al mundo el audacísimo caballero don Quijote de la Mancha, pues por
haber tenido tan honrosa determinación como fue el querer resucitar y volver
al mundo la ya perdida y casi muerta orden de la andante caballería, gozamos
ahora, en esta nuestra edad, necesitada de alegres entretenimientos, no sólo de
la dulzura de su verdadera historia, sino de los cuentos y episodios della, que,
en parte, no son menos agradables y artificiosos y verdaderos que la misma, his
toria” (I, 22). El conflicto estético sobre la estructura del libro publicado en
1605 llega a su apogeo en la continuación de 1615, donde personajes y narra
dores argumentan en tomo a ella, como reflejo de la recepción que pudo tener
el libro. En el capítulo III, don Quijote y Sansón Carrasco debaten sobre la per
tinencia estructural de la Novela del curioso impertinente:
la decencia y decoro que a tan heroica historia se debe, no los puso en ella”
(II, 12). Luego insiste en esos recortes al entrar en casa de don Diego de Miran
da: ‘Aquí pinta el autor todas las circunstancias de la casa de don Diego, pin
tándonos en ellas lo que contiene una casa de caballero labrador y rico; pero
al traductor desta historia le pareció pasar estas y otras semejantes menuden
cias en silencio, porque no venían bien con el propósito principal de la histo-
52
ría, la cual más tiene su fuerza en la verdad que en las filas digresiones” (II, 18).
Es, sin embargo, en el capítulo XLiy donde el propio autor árabe se queja del
traductor y hasta de sí mismo, por haber tomado, dice, entre manos “una his
toria tan seca y tan limitada como esta de don Quijote, por parecerle que siem
pre había de hablar dél y de Sancho, sin osar estenderse a otras digresiones y
episodios más graves y más entretenidos; y decía que el ir siempre atenido el
entendimiento, la mano y la pluma a escribir de un solo sujeto y hablar por las
bocas de pocas personas era un trabajo incomportable, cuyo fruto no redun
daba en el de su autor, y que por huir deste inconveniente había usado en la
primera parte del artificio de algunas novelas, como fueron las del Curioso imper
tinente y la del Capitán cautivo, que están como separadas de la historia, pues
to que las demás que allí se cuentan son casos, sucedidos al mismo don Qui
jote, que no podían dejar de escribirse”; para luego pedir que “se le den
alabanzas, no por lo que escribe, sino por lo que ha dejado de escribir” (II, 44).
Todavía en el capítulo LIX ocupado en el caso añadido del morisco Ricote, tuvo
a bien hacer alguna ironía sobre el asunto, asegurando a sus lectores desde el
epígrafe que el episodio trataba “de cosas tocantes a esta historia, y no a otra
alguna”.
Esa década le dio ocasión a Cervantes para afrontar una profunda revisión de
los esquemas narrativos. Sin las prisas y las vacilaciones del primer volumen,
con plena conciencia y dominio· de sus personajes y su obra, era el momento
53
de ofrecer, como anuncia en el prólogo de 1615, “a don Quijote dilatado, y
finalmente muerto y sepultado” (II, prólogo), esto es extendido y libre de la
amenaza de cualquier otra continuación. Este “don Quijote dilatado” ha de
entenderse como la ampliación conceptual y narrativa del personaje y signifi
ca el primer y más llamativo cambio en la construcción de la segunda parte.
Junto a don Quijote, también nos encontramos con un Sancho en crecimien
to y el diálogo entre ambos se convierte en el principal sostén de la acción. Para
los lectores contemporáneos aquello debió de resultar una novedad insólita,
frente a la común estructura en sarta de las narraciones extensas. Quizá eso
contribuyó a que Ja segunda parte no alcanzara ni con mucho el éxito editorial
de la primera.
55
censo a la cueva de Montesinos; entre los capítulos XXXy LVII, don Quijote y
Sancho protagonizan los fastos, chanzas y saraos del palacio de los duques; la
aparición de Avellaneda y derrota de don Quijote en Barcelona marcan la cuar
ta sección entre el capítulo LVIII y el LXV; la quinta y última se inicia con el
regreso a la aldea del héroe en el capítulo LXVI y termina con su muerte en el
LXXIV Al mismo tiempo, tres ejes geográficos jalonan esa trayectoria: la cueva
de Montesinos, el palacio de los duques y la ciudad de Barcelona.
A pesar de que el segundo Quijote siguió siendo un libro fragmentario, Cer
vantes quiso dotarlo de una mayor cohesión. Para ello acudió a varios juegos de
alternancias y paralelismos, que, como ha estudiado Jorge Urrutia, crean un sutil
tejido de ecos y enlaces en la prosa cervantina. La soledad de don Quijote mien
tras Sancho ejerce el gobierno de su ínsula está dispuesta con fina premedita
ción: entre esos capítulos XLIV y LUI, don Quijote y Sancho se alternan sucesi
vamente en el protagonismo de la acción, con un breve interludio ocupado por
Teresa Panza. Del mismo modo, el descenso a la sima de Cabra, referido por el
caballero del Bosque en el capítulo XIX tiene su paralelo en el que don Quijote
hace a la cueva de Montesinos (II, 22) y aun en la caída de Sancho en una sima
(II, 55); la figura del mono hablador de maese Pedro (II, 25) se continúa en la
cabeza parlante de don Antonio Moreno (II, 62); la fingida Arcadia (II, 58) rena
cerá en los proyectos del pastor Quijótiz (II, 67); y la molienda de los toros bra
vos (II, 58) aún resuena en la cerdosa aventura del capítulo LXVIII.
Otros elementos también contribuyeron de manera decisiva a la cohesión
del segundo Quijote. En concreto, la transformación de Dulcinea en labradora
(II, 10), las visiones de la cueva de Montesinos (II, 23), la figura de Sansón
Carrasco (II, 3), la estampación del Ingenioso hidalgo (II, 2) y la existencia del
Quijote de Alonso Fernández de Avellaneda (II, 59). La mentira de Sancho en
la primera parte sobre su embajada en el Toboso (I, 31) se complica cuando
don Quijote decide, sobre el testimonio de su escudero, rendir visita a su dama.
En una de las peripecias más desternillantes del libro, Sancho, convertido en
sabio encantador, sale del paso convenciendo a su amo de que una fea labra
dora, que por acaso topa en los alrededores del pueblo, es la misma “sobera
na y alta señora”; a lo que don Quijote, que no ve sino la realidad de la villana
y husmea su tufillo a ajos crudos, responde considerando que Dulcinea sufre
los efectos de algún maligno hechizo. La cosa llega a tanto, que, cuando el caba
El Quijote por de dentro
56
caletre de don Quijote se asombra ante el reto de su contrincante: “Otra vez
me mandó que me precipitase y sumiese en la sima de Cabra, peligro inaudi
to y temeroso, y que le trujase particular relación de lo que en aquella escura
profundidad se encierra” (II, 14). Don Quijote, que no tiene otra Casildea de
Vandalia que su imaginación, pero que, como aquella, es “la más cruda y más
asada señora que en todo el orbe puede hallarse”, fija en su mente la aventura
y, ya en casa de don Diego de Miranda, anunciará su intención de “entrar en
la cueva de Montesinos, de quien tantas y tan admirables cosas en aquellos
contornos se contaban” (II, 18). Luego le pedirá a Basilio “una guía que le enca
minase a la cueva de Montesinos, porque tenía gran deseo de entrar en ella y
ver a ojos vistas si eran verdaderas las maravillas que de ella se decían por todos
aquellos contornos” (II, 22). Una vez realizada la dudosa hazaña, la narración
vuelve sobre los ensueños de la cueva en varias ocasiones: cuando el hidalgo
se rebaja a preguntar al mono de maese Pedro por la veracidad de su historia
(II, 25); en la contemplación, análoga a su visión subterránea, de las riberas del
Ebro (II, 29); en la profecía de Merlin sobre los tres mil trescientos azotes que
Sancho ha de repartir generosamente “en ambas sus valientes posaderas” para
desencantar a la dama; en el diálogo con Sancho tras la galopada aérea sobre
Clavileño (II, 41); en la caída de Sancho en la sima, donde apunta que su amo
hubiera tomado “estas profundidades y mazmorras por jardines floridos y por
palacios de Galiana, y esperara salir de esta escuridad y estrecheza a algún flo
rido prado” (II, 55); en la sarta de preguntas a la cabeza encantada de don Anto
nio Moreno (II, 62); y en los desacuerdos entre los dos protagonistas sobre la
cantidad y ocasión para aplicar los azotes desencantadores (II, 71).
ellos. Pero también don Quijote encuentra ocasión para alardear de su exis
tencia en tinta ante don Diego de Miranda: “[...] por mis valerosas, muchas y
cristianas hazañas he merecido andar ya en estampa en casi todas o las más
naciones del mundo. Treinta mil volúmenes se han impreso de mi historia, y
lleva camino de imprimirse treinta mil veces de millares, si el cielo no lo reme
dia” (II, 16). No sólo eso, la necesidad de encontrarse con lectores verosímiles
57
del libro impreso, junto con la influencia de Avellaneda, lleva a don Quijote de
los espacios abiertos y rurales de la primera parte a un ambiente más urbano y
cultivado, como el que representan los duques, los personajes barceloneses o
el bachiller salmantino.
entre unos floridos campos, con quien los Elíseos no tienen que ver en ningu
na cosa [...]. Allí le parece que el cielo es más transparente, y que el sol luce con
claridad más nueva; ofrécesele a los ojos una apacible floresta de tan verdes y
frondosos árboles compuesta, que alegra a la vista su verdura, y entretiene los
oídos el dulce y no aprendido canto de los pequeños, infinitos y pintados paja-
rillos que por los intricados ramos van cruzando [...]. Acullá de improviso se le
58
descubre un fuerte castillo o vistoso alcázar, cuyas murallas son de macizo oro,
las almenas de diamantes, las puertas de jacintos [...]” (II, 50).
Por otro lado, las sucesos de la cueva (II, 23) guardan cierta correspon
dencia con la penitencia de Sierra Morena· (I, 26). Ambos episodios tienen una
importancia capital para entender el libro y en ambos don Quijote permanece
en una soledad que le permite recrear sus invenciones sin necesidad de con
frontación con la realidad. Sin embargo, en uno se presenta fuertemente arma
do de la voluntad de imitar a Amadís y en otro aparece dormido, inconscien
te y dispuesto a desmantelar ese mismo mundo idealizado. Hay algún detalle
más que apunta a esa deliberada correspondencia cervantina. Cuando Sancho
se dispone a salir hacia su embajada en el Toboso, le pide a su amo: “ [...] escri
ba la carta y despácheme luego, porque tengo gran deseo de volver a sacar a
vuestra merced deste purgatorio donde le dejo”. Don Quijote le responde:
“¿Purgatorio le llamas, Sancho?... Mejor hicieras de llamarle infierno, y aun peor,
si hay otra cosa que lo sea” (I, 25). La comparación se repite en la segunda par
te. Ahora el primo humanista se une a Sancho para pedir al caballero que dé
cuenta de sus visiones en la cueva: “Suplicáronle les diese a entender lo que
decía, y les dijese lo que en aquel infierno había visto”. Y don Quijote parece
recordar sus palabras en Sierra Morena: “¿Infierno le llamáis? -dijo don Quijo
te-. Pues no le llaméis ansí, porque no lo merece, como luego veréis” (II, 22).
Del mismo modo que las acciones de Sierra Morena se resuelven en la ven
ta, las consecuencias de lo visto en la cueva de Montesinos alcanzan al palacio
de los duques; y tanto venta como palacio son espacios propicios para el cru
ce de vidas y aventuras. Es precisamente en Sierra Morena donde el cura y el
barbero se incorporan a la historia en busca de su amigo Alonso Quijano, ata
viado uno como doncella menesterosa y otro como escudero, para llevarlo de
nuevo a la aldea. En la segunda parte, será Sansón Carrasco quien, también dis
frazado, salga en pos de don Quijote con la compañía de otro escudero ficti
cio, su vecino Tomé Cecial. Es posible aumentar la nómina de episodios rela
cionados: las cartas de Cardenio y don Quijote se prolongan en las que
intercambian Sancho, don Quijote, Teresa Panza, el duque y la duquesa en la
segunda parte; el rebaño de ovejas (I, 18) se convierte en manada de toros y
piara de cerdos (II, 58 y 68); y, en fin, las sospechas de la sobrina Antonia sobre
los proyectos pastoriles de su tío (I, 6) se vienen a confirmar tras la derrota a
La construcción narrativa
59
zarían hasta el capítulo XXIX. La historia de 1605 se detiene en la venta desde
el capítulo XXXI al XLVII; esa misma unidad de lugar corresponde al palacio de
los duques y su entorno, donde los héroes de 1615 permanecen entre los capí
tulos XXX y LVII. En último término, los héroes regresan lentamente hacia su
aldea a partir del capítulo XLVIII en el Ingenioso hidalgo y a partir del LXV en el
Ingenioso caballero (1984: 24-25). La propuesta parece verosímil, aunque nun
ca sabremos si fue verdaderamente fruto del magín cervantino. Sea como fue
re, Cervantes tuvo en mente la primera parte al componer su continuación, y
lo hizo con una conciencia más clara de sus posibilidades narrativas. Por eso,
junto a la sucesión de las aventuras, se multiplican las glosas, los comentarios
y los incisos que rodean el relato y hacen hueco a las ideas de los protagonis
tas. A medida que avanza, en la novela se engarzan dos narraciones cruzadas:
la de don Quijote y la del Quijote. Hacia esta última vamos a volver ahora los
ojos.
Capítulo 5 Las perspectivas
y los narradores
hasta sus últimas consecuencias. La intriga que inventó está poblada de per
sonajes cuya labor es la de escribir, recopilar, traducir, glosar y transmitir al lec
tor los ires y venires de don Quijote. Entre todos ellos forman otra maravillosa
andanza, en la que los caminos y las ventas han sido sustituidos por legajos,
manuscritos, anales y cartapacios.
Esta artificiosa arquitectura ha traído de cabeza a los estudiosos que han
intentado fijar el número e identidad de los personajes de esta trama y delimi
tar las actuaciones que corresponden a cada uno de ellos. La simple relación
61
de los críticos que se han interesado por el asunto abruma: George Haley,
Edward Riley, Francisco Márquez Villanueva, Anthony Close, Maurice Molho,
John J. Allen, Ruth El Saffar, Robert M. Flores, Helena Percas de Ponsetti, Tho
mas Lathrop, Santiago Fernández Mosquera, Colbert I. Nepaulsingh, Santiago
López Navia, Jesús G. Maestro, José María Paz Gago, José Manuel Martín Morán
o Javier Blasco. Tampoco estas páginas desharán los embrollos de la madeja,
pues el propio texto desliza contradicciones y fallas que impiden finiquitar el
asunto de una vez por todas. Más que un sistema coherente, lo que Cervantes
concibió fue un guiso en el que las cosas terminan siendo algo distinto a lo que
eran antes de entrar en la cazuela. Aun así, no debe renunciarse de antemano
a distinguir los ingredientes básicos de la receta. Vamos a ello.
Es Sansón Carrasco el primero que avisa de la existencia de varios autores
a los que habría que atribuir simultáneamente la responsabilidad del texto en
que se narran las aventuras del hidalgo manchego: “[...] dicen algunos que han
leído la historia que se holgaran se les hubiera olvidado a los autores della algu
nos de los infinitos palos que en diferentes encuentros dieron al señor don Qui
jote” (II, 3). La nómina de personajes que participan en la elaboración del libro
y de las fuentes que manejan ha de ser necesariamente incompleta y, como se
verá, provisional:
62
mo “en los cimientos derribados de una antigua ermita que se renova
ba” y que se recogen al final de la primera parte (I, 52).
5. La Novela del curioso impertinente, cuyo manuscrito conserva Juan Palo-
meque el Zurdo y que Cide Hamete reproduce a la letra, tiene, a su vez,
otro autor diferente y anónimo, al que también parece deberse la Nove
la de Rinconete y Cortadillo.
6. Por último, el personaje que se encarga de poner todos los materiales,
en orden y que reproduce en estilo indirecto las diversas fuentes viene
a identificarse en el libro como segundo autor. Aunque su existencia sólo
se menciona por primera vez al final del capítulo VIII, este personaje
anónimo es el encargado de leer los textos del primer autor, comprar el
manuscrito árabe, encargar su traducción y, sobre el manuscrito de ésta,
editar la historia definitiva de don Quijote, glosarla, parafrasearla a veces
y eliminar, cuando lo considera conveniente, alguno de sus pasajes. En
este texto, en apariencia definitivo, se superponen todos los anteriores
y las intervenciones propias del segundo autor. Algo que no llega a que
dar del todo claro en su labor es la existencia de un segundo manus
crito que contendría la historia del Ingenioso caballero de 1615, pues
cuando don Quijote pregunta si el autor promete segunda parte -e n la
que, por cierto, se incluye este diálogo-, Sansón Carrasco responde que
“en hallando que halle la historia, que él va buscando con extraordi
narias diligencias, la dará luego a la estampa” (II, 4). Además de sus
tentar la voz narrativa, este segundo autor también injiere sus propias
opiniones y redacta el prólogo de 1605, en el que se identifica como
“padrastro” del libro. Lo cierto es que, aun así, no parece tomarse muy
en serio su cometido, pues al final de la primera parte pide a los que
leyeren la historia “que le den el mesmo crédito que suelen dar los dis
cretos a los libros de caballerías, que tan validos andan en el mundo”
(I, 52).
63
de este primer autor. Su texto no parece ser árabe ni traducido de lengua algu
na y su personalidad se supone distinta a la de Cide Hamete, entre otras cosas
por el voluntario saíto narrativo que tiene lugar en el capítulo ¡X. El párrafo final
del capítulo VIII confirma la existencia de un segundo autor que continúa las
indagaciones del primero:
Bien es verdad que el segundo autor desta obra no quiso creer que tan
curiosa historia estuviese entregada a las leyes del olvido, ni que hubiesen
sido tan poco curiosos los ingenios de la Mancha que no tuviesen en sus
archivos o en sus escritorios algunos papeles que deste famoso caballero
tratasen; y así, con esta imaginación, no se desesperó de hallar el fin des
ta apacible historia, el cual, siéndole el cielo favorable, le halló del modo
que se contará en la segunda parte (I, 8).
65
Hamete, su autor primero, por la curiosidad que tuvo en contamos las semi
nimas della, sin dejar cosa, por menuda que fuese, que no la sacase a luz dis
tintamente” (II, 40). Pero esa veneración no le impide manifestar algunos repa
ros de un más considerable calado: “Si a ésta se le puede poner alguna objeción
cerca de su verdad, no podrá ser otra sino haber sido su autor arábigo, siendo
muy propio de los de aquella nación ser mentirosos; aunque, por ser tan nues
tros enemigos, antes se puede entender haber quedado falto en ella que dema
siado... y si algo bueno en ella faltare, para mí tengo que fue por culpa del gal
go de su autor” (I, 9). No es el único que expone ciertas reservas, pues también
don Quijote queda desconsolado al recibir la noticia de la condición arábiga
del autor de su historia, pues “de los moros -d ic e - no se podía esperar verdad
alguna, porque todos son embelecadores, falsarios y quimeristas” (II, 3). A pesar
de ello, el manuscrito de la Historia de don Quijote de la Mancha, escrita por Cide
Hamete Benengeli, historiador arábigo seguirá siendo la fuente principal de la
narración; y aunque en los primeros capítulos de la segunda parte se identifi
ca al señor Benengeli como responsable de la impresión del Ingenioso hidalgo,
no ha de olvidarse que sólo era el autor de su Historia. El garante último “des-
ta historia”, es decir, de la que llega el lector después de la traducción, es el
segundo autor, que incluye al árabe en el texto con el estatuto de un personaje
más.
Esa presencia de Cide Hamete en el texto varía y se multiplica en la segun
da parte. Tradicionalmente se ha creído que la semilla del personaje estaba en
la imaginación de don Quijote, que, en el inicio de su primera salida, se detie
ne a cavilar sobre la futura narración de sus andanzas:
¿Quién duda sino que en los venideros tiempos, cuando salga a luz la
verdadera historia de mis famosos hechos, que el sabio que los escribiere
no ponga, cuando llegue a contar esta mi primera salida tan de mañana,
desta manera?: “Apenas había el rubicundo Apolo tendido por la faz de la
ancha y espaciosa tierra las doradas hebras de sus hermosos cabellos, y ape
nas los pequeños y pintados pajarillos con sus arpadas lenguas habían salu
dado con dulce y meliflua armonía la venida de la rosada aurora, que, dejan
do la blanda cama del celoso marido, por las puertas y balcones del
manchego horizonte a los mortales se mostraba, cuando el famoso caba
llero don Quijote de la Mancha, dejando las ociosas plumas, subió sobre
El Quijote por de dentro
La creación del personaje tuvo que estar unida a la expansión del núcleo
original de la novela, pues don Hamete no toma las riendas de la historia has
ta el capítulo IX. Aunque Cervantes lo introdujo en escena con toda la pompa
66
imaginable, sólo lo traería a colación cuatro veces más a lo largo de la primera
parte. De hecho, su figura desaparece en 1605 a partir del capítulo XXVII y el
narrador ni siquiera tuvo a bien volver a mencionar su nombre en el último
capítulo. Este primer Cide Hamete es poco más que un juego estructural que
apenas aparece al principio o al final de cada una de las cuatro partes del libro,
sin entrar en más disquisiciones retóricas. Hubo de ser durante la relectura de
esa primera parte que Cervantes intuyera las posibilidades del moro. En aviso
de sus renovados propósitos, lo trajo a la primera línea de la continuación:
“Cuenta Cide Hamete Benengeli en la segunda parte desta historia...” (II, 1).
Como ha señalado José Manuel Martín Morán, las cinco menciones de 1605
se multiplican en 1615 hasta treinta y nueve (1990: 107-167); y es entonces
cuando su personaje sirve para construir una confusa red de versiones, tra
ducciones y tramoyas. Sin embargo, la presencia creciente de Cide Hamete
Benegeli en la segunda parte terminaría por incrustarse en todo el Quijote, has
ta afectar a la percepción de las dos partes.
Desde el principio, la personalidad de Cide resulta contradictoria. Es al
mismo tiempo “arábigo y manchego” (I, 22) y, aunque moro, jura como cató
lico cristiano (II, 27). Su mismo nombre oscila, y no sólo porque Sancho le
venga a llamar Cide Hamete Berenjena (II, 2), sino porque también el autor
segundo lo trueca en Cide Mahamate Benengeli (I, 16). De otro lado, don Qui
jote apunta a sus poderes mágicos para dar explicación a la omnisciencia de
que goza:
[...] me dijo que andaba ya en libros la historia de vuestra merced, con nom
bre del Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha; y dice que me mientan a
mí en ella con mi mesmo nombre de Sancho Panza, y a la señora Dulcinea
del Toboso, con otras cosas que pasamos nosotros a solas, que me hice cru
ces de espantado cómo las pudo saber el historiador que las escribió.
-Yo te aseguro, Sancho -d ijo don Q uijote-, que debe de ser algún
sabio encantador el autor de nuestra historia; que a los tales no se les encu
bre nada de lo que quieren escribir (II, 2).
67
te juzgar las acciones de los personajes, como hace con los duques: “Y dice
más Cide Hamete: que tiene para sí ser tan locos los burladores como los bur
lados, y que no estaban los duques dos dedos de parecer tontos, pues tanto
ahínco ponían en burlarse de dos tontos” (II, 70).
El inconveniente de tan estupenda labor está, como hemos visto, en su fal
ta de credibilidad. Para comprender lo contradictorio del personaje no ha de
olvidarse que Cide Hamete tiene unos orígenes paródicos. A esa condición bur
lesca apuntan las dudas sobre su trabajo y su concurso en episodios decidida
mente cómicos, como la visita nocturna de doña Rodríguez: “Aquí hace Cide
Harñete un paréntesis, y dice que por Mahoma que diera, por ver ir a los dos
así asidos y trabados desde la puerta al lecho, la mejor almalafa de dos que
tenía” (II, 48). La misma ironía deja entrever el segundo autor al acudir a su
testimonio para nimiedades pamplinosas sobre la montura de la encantada Dul
cinea o la naturaleza de los árboles que rodean a los héroes: “[...] le tomó la
noche entre unas espesas encinas o alcornoques; que en esto no guarda la pun
tualidad Cide Hamete que en otras cosas suele” (II, 60). Como ha explicado
Edward C. Riley, “la existencia de Cide Hamete es una especie de burla, y tan
afortunada que se perdona casi siempre su evidente despropósito” (1989: 323).
A todas luces, la invención del historiador árabe y las marañas de su Historia
son una farsa inverosímil que no responde a un mecanismo consecuente ni a
la disposición de un planteamiento lógico.
68
porque no es carga de sus hombros, ni asunto de su resfriado ingenio; a quien
advertirás, si acaso llegas a conocerle, que deje reposar en la sepultura los can
sados y ya podridos huesos de don Quijote...” (II, 74).
La existencia de Cide Hamete y de su Historia acarreaba como dificultad
añadida la lengua árabe del historiador y del manuscrito. El segundo autor dice
conocer los caracteres arábigos, aunque no pueda leerlos. Para poder dar fin a
su labor, precisará, pues, de la asistencia, verbal primero y luego escrita, de un
morisco aljamiado, al que contrata para que se ocupe de la traducción:
pero que no quiso dejar de traducirlo, por cumplir con lo que a su oficio
debía” (II, 5) ; y al describir la vivienda de don Diego de Miranda se limita a
poner un escueto “Aquí pinta el autor todas las circunstancias de la casa”,
pues, según cuenta el segundo autor, “al traductor desta historia le pareció
pasar estas y otras semejantes menudencias en silencio” (I, 18). Para mayor
enredo, el segundo autor esgrime unos testimonios indeterminados, según
los cuales el cronista árabe se habría quejado de las inexactitudes y arbitra
riedades de su traductor: “Dicen que en el propio original desta historia se
69
lee que, llegando Cide Hamete a escribir este capítulo, no le tradujo su intér
prete como él le había escrito” (II, 44). Como para fiarse.
Se concluye de todo ello que la invención del Quijote no contiene ni media
verdad y que las versiones de la historia pueden incluso resultar dispares. Has
ta ocho relaciones distintas de la historia se pueden detectar en el libro:
70
Ginés de Pasamonte, a quien don Quijote llamaba Ginesillo de Parapi-
11a, fue el que hurtó a Sancho Panza el rucio; que, por no haberse pues
to el cómo ni el cuándo en la primera parte, por culpa de los impreso
res, ha dado en qué entender a muchos, que atribuían a poca memoria
del autor la falta de emprenta” (II, 27). Incluso los personajes de ficción
se muestran dispuestos a intervenir en las labores del narrador, una vez
terminado su trabajo. Así lo anuncia el cínico bachiller Sansón: “Yo ten
dré cuidado -dijo Carrasco- de acusar al autor de la historia que si otra
vez la imprimiere, no se le olvide esto que el buen Sancho ha dicho, que
será realzarla un buen coto más de lo que ella se está” (II, 4).
8. A todo ello hay que añadir la patraña pululante de Avellaneda, como
una octava versión espuria que se inserta de lleno en la historia verda
dera.
71
blan el Quijote se enfrentan a un mundo cómicamente complejo y cambiante,
según la perspectiva que se adopte. A esa suma de contrastes se le ha venido
a llamar perspectivismo.
El origen de todos esos conflictos está en la decisión que toma don Qui
jote de materializar en su vida las invenciones de los libros de caballerías. Con
la pauta que marcan estos libros, las ventas, los molinos y las mozas del parti
do, que existen en una realidad perceptible por medio de los sentidos, vienen
a convertirse en castillos, gigantes y princesas procedentes de una realidad ima
ginaria, aunque palpable como texto impreso. El apego que don Quijote tiene
a estas historias le hace sobreponer su autoridad a las evidencias sensitivas.
Desde la primera salida, el narrador plantea a las claras el mecanismo mental
que conduce a esa solución y a los sinsabores que le acarrea al caballero: “[...] y
como a nuestro aventurero todo cuanto pensaba, veía o imaginaba le parecía
ser hecho y pasar al modo de lo que había leído, luego que vio la venta se le
representó que era un castillo con sus cuatro torres y chapiteles de luciente pla
ta, sin faltarle su puente levadiza y honda cava, con todos aquellos adherentes
que semejantes castillos se pintan” (I, 2).
Como ha advertido Michel Foucault, don Quijote busca en la realidad ana
logías de los libros: “Todo su camino es una búsqueda de similitudes: las más
mínimas analogías son solicitadas como signos adormecidos que deben ser des
pertados para que empiecen a hablar de nuevo. Los rebaños, los sirvientes, las
posadas se convierten de nuevo en el lenguaje de los libros en la medida imper
ceptible en que se asemejan a los castillos, a las damas, a los ejércitos. Seme
janza siempre frustrada que transforma la prueba buscada en burla y deja inde
finidamente vacía la palabra de los libros” (1999: 54). La raíz del fracaso está
en la misma construcción verbal y mental del mundo imaginado. En la mente
del hidalgo, las fantasías leída en los libros adquieren la densidad de lo real,
pero, por más que se esfuerce, nunca pueden imponerse a la realidad percibi
da por los sentidos. Don Quijote lucha, además, contra sus propios narrado
res, que marcan distancias por medio de la ironía y la^arodia. Para paliar el
daño, el caballero mete en faena a los encantadores, que actuarán como enla
ce entre la perfección del mundo imaginado y sus alteraciones en el mundo
exterior y material.
No es don Quijote el único personaje que se empeña en alterar la realidad.
El Quijote por de dentro
72
en pecho, y que puede sacar la barba del lodo a cualquier caballero andante”
(I, 25). Sobre ese recuerdo termina por inventar otra hechura, que entra en con
flicto con la que, por su parte, ha concebido el caballero. Éste le pregunta si, a
su llegada, Dulcinea estaba “ensartando perlas”, y aquél le responde que “ahe
chando dos hanegas de trigo”. Don Quijote apunta que sería “candeal o tre
chel”, Sancho le desencumbra anunciando que “no era sino rabión”. El caba
llero insiste: “¿Qué te preguntó de mí?”; pero el otro no ceja: “no me preguntó
nada”. A la insinuación de “¿no sentiste un olor sabeo, una fragancia aromáti
ca, y un no sé qué de bueno?”, le sigue un rotundo “sentí un olorcillo algo
hombruno”. Y cuando, por fin, pregunta: “¿Qué hizo cuando leyó la carta?”,
éste responde: “La carta no la leyó, porque dijo que no sabía leer ni escribir;
antes, la rasgó y la hizo menudas piezas”. A pesar de testimonio tan tajante,
don Quijote afirma: “Todo va bien hasta agora” (I, 31). Sancho se empeña en
oponer su propia invención a la de su amo, pero éste parece no escucharle.
Las tomas se invertirán cuando, en la segunda parte, sea Sancho, con un
nuevo embuste, quien diga contemplar a Dulcinea con dos doncellas suyas,
que “todas son una ascua de oro, todas mazorcas de perlas, todas son dia
mantes, todas rubíes, todas telas de brocado de más de diez altos”, y don Qui
jote insista en que sólo ve a tres labradoras, aunque pueda percibir, ahora sí,
“un olor de ajos crudos, que me encalabrinó y atosigó el alma” (II, 10). El des
concierto aumenta cuando los interlocutores entran en discusión sobre las mon
turas de las tres labradoras, aunque sea el narrador quien introduce la semilla
de la confusión: “[...] vio que del Toboso hacia donde él estaba venían tres
labradoras sobre tres pollinos, o pollinas, que el autor no lo declara, aunque
más se puede creer que eran borricas, por ser ordinaria caballería de las aldea
nas; pero, como no va mucho en esto, no hay para qué detenemos en averi
guarlo” (II, 10). Acabamos de empezar y ya disponemos de tres soluciones posi
bles. A esto, Sancho, en su natural lenguaje, apunta que eran “cananeas”, lo
que corrige su amo de inmediato, enmendándole con un “Hacaneas querrás
decir, Sancho”; en lo que el escudero halla “poca diferencia”. El caballero no
deja de debatirse ante las bifurcaciones de la verdad: “[...] son borricos, o borri
cas, como yo soy don Quijote y tú Sancho Panza; a lo menos, a mí tales me
Las perspectivas y los narradores
parecen”. Y aquí el narrador vuelve a tirar los dados y en poco más de un pána-
fo ensarta una ristra de aparentes sinónimos -jumento, cananea, borrica, polli
na, jumenta y otra vez pollina-, para que Sancho remate el balón asegurando
que su señora “hace correr a la cananea como una cebra” (II, 10). Ahí es nada.
73
guos lectores y remitía a los debates sobre la naturaleza de la albarda y la bacía
robadas al barbero en el capítulo XXI de la primera parte. En la venta de 1605
se enfrentan los intereses del barbero despojado y los de sus despojadores. Don
Quijote asegura que la bacía es el yelmo de Mambrino y suspende el juicio sobre
el asunto de la albarda; el barbero no da crédito; Sancho defiende la licitud del
robo y la identidad de la albarda como jaez, y añade a eso la invención de un
vocablo nuevo por la vía del justo medio: el “baciyelmo” (I, 44). En el siguien
te capítulo, “Donde se acaba de averiguar la duda del yelmo de Mambrino y de
la albarda”, los amigos de don Quijote se constituyen en un filosófico tribunal
que ha de dictar sentencia sobre la naturaleza verdadera de los objetos; aunque
todo termina cuando unos cuadrilleros de la Santa Hermandad, ajenos al nego
cio, dan fin al juicio y comienzo a los palos. Por supuesto, sin que nada se haya
resuelto (I, 45). La crítica cervantina ha convertido ese episodio de la primera
parte en emblema del perspectivismo, esto es, de las visiones complejas de la
realidad, y es posible que Cervantes así lo hubiera pretendido.
dición y asegura haber pasado “tres días [...] en aquellas partes remotas”; sin
embargo, Sancho, el primo, los autores y el narrador informan de que el tiem
po transcurrido era “poco más de una hora” (II, 23).
Más que una distinción bergsoniana entre el tiempo mensurable y su percep
ción psicológica, las visiones de don Quijote exponen el contraste entre la reali
74
dad como materia literaria y lo fantástico de otros géneros contemporáneos.
Las híbridas imágenes de ese submundo se componen de elementos ideales,
como el locus amoenus o el alcázar de cristal, que se mezclan con ingredientes
que proceden de la vida del caballero. Ese es el origen de la beca estudiantil
que luce el viejo Montesinos, de la presencia de Dulcinea en forma de zafia
labradora o de las precisiones sobre la daga con que Montesinos extrajo el cora
zón a Durandarte, que repiten los debates precedentes en tomo a yelmos, albar-
das y hacaneas. Los excesos y las contradicciones de la narración de don Qui-'
jote empiezan a ponerse de manifiesto con la intervención de Sancho en el
mismo capítulo XXIII y continúan en capítulo siguiente, donde Cide Hamete
muestra sus dudas sobre la veracidad de los hechos. Las incertidumbres segui
rán acosando al hidalgo hasta el final de novela y le obligarán a someterse al
juicio de un mono o de una cabeza parlante. Entre tanto, téngase en cuenta
que Sancho, responsable único del falso encantamiento de Dulcinea, tendrá
que azotarse para desencantarla, incapaz ya de distinguir entre su embuste, la
credulidad de su amo y las quimeras ideadas por los duques.
Lo que pretendió Cervantes con todos estos juegos dialécticos fue repro
ducir los laberintos de la realidad en un modelo literario alejado del realismo
literario, que la ficción contemporánea había resumido en la picaresca. En el
Quijote queda muy poco de la vocación autobiográfica de sus narradores y de
75
su afecto por la precisión nanativa. Cide Hamete resulta lamentable como narra
dor omnisciente, pues no es ni siquiera capaz de certificar las acciones de sus
personajes. A diferencia de los picaros, que dan pelos y señales de sus sríge-
nes y de sus personas, los personajes cervantinos llegan al lector a medias y
toman las de Villadiego sin otro aviso. Por mucho que las historias picarescas
y la de don Quijote coincidan en transcurrir en la contemporaneidad del lec
tor, entre venteros y maleantes y en lugares conocidos, se trata de dos formas
de realismo radicalmente distintas.
Es cierto que Cervantes hizo en varias ocasiones declaración expresa de su
afecto por la realidad como tema narrativo. Una de ellas en los versos del capí
tulo sexto del Viaje del Parnaso: “[...] a las cosas que tienen de imposibles /
siempre mi pluma se ha mostrado esquiva; / las que tienen vislumbre de posi
bles, / de dulces, de suaves y de ciertas, / explican mis borrones apacibles”
(1995: 1310). Pero concibió ese modo de acercarse a la realidad de una mane
ra dúctil y permeable. Para Cervantes, la poesía tenía una verdad muy distinta
a la de la historia, pues permitía incluso la alteración de los hechos cuando
resultaba conveniente para la narración. Sobre ese concepto de verdad poética
y sobre el de verosimilitud construyó su particular interpretación de la ficción
y alteró los rígidos códigos de la narrativa realista o idealista. Personajes como
don Quijote, Sancho o Tomás Rodaja dan entrada en sus vidas narrativas a mun
dos imaginados; por su parte, los paisajes arcádicos de La Galatea, además de
pastores platónicos, están poblados por médicos, curas o asesinos que nada
tienen que ver con la idealización del género (1996: 30). Según ha explicado
Edward Riley con sabias palabras, para nuestro escritor la novela había de “sur
gir del material histórico de la experiencia diaria, por mucho que se remonte a
las maravillosas alturas de la poesía” (1989: 344).
tor sin manual de instrucciones. Los lectores, envueltos ahora en los engaños
de la verosimilitud, debían encontrar por sí mismos los indicios que les ayu
dasen a escindir en el libro lo que era meramente retórico y lo que correspon
día a la vida. Y en esas estamos todavía. Lo explicó finamente don Vladimir
Nabokov, el de Lolita: “El arte tiene sus maneras de trascender los límites de la
razón” (1987: 98).
76
El particular instrumento que utilizó Cervantes para llevar a cabo su estra
tegia literaria fue la ironía. La ironía ocupa el espacio que va desde la realidad
a sus interpretaciones individuales, porque, en último término, ninguno de los
conflictos planteados resulta réductible para los parámetros de la lógica. El
narrador es quien sustenta esa perspectiva irónica, cuando se esfuerza en subra
yar el conflicto que se establece entre los personajes que inventan y discuten
sobre las cosas que les rodean y la inalterable materialidad de esas mismas rea
lidades. La solución poética consistió, para Cervantes, en construir su texto
dentro de los límites de una región en la que conviven lo posible y lo imposi
ble. A lo largo de la novela, numerosísimos giros, a todas luces burlescos, dan
al lector la exacta medida del juego. Durandarte, héroe mítico del romancero
carolingio hispánico, puede recitar apoltronado en su tumba el romance “Oh,
mi primo Montesinos”, que trataba de él mismo (II, 23); los ficticios don Qui
jote y Sancho, escritos por Cide Hamete, se paran a discutir sobre el texto en
que se narran sus vidas (II, 2-3); o el mismo Cide Hamete llega a quejarse de
su traductor en el original arábigo, cuando ni siquiera se ha mencionado la posi
bilidad de una traducción (II, 44). Esas chanzas le sirvieron a Cervantes para
convertir en materia narrativa el pleito irresoluble entre lo absoluto y lo relati
vo, lo ideal y lo real.
Capítulo 6 Dos cabalgan juntos
79
piedad y de devengar quinientos sueldos” (I, 21). Aun así, su economía no
daba para mucho y en las ollas de su casa entraba “más vaca que camero” (I,
1), acaso por aquello del maestro Correas en su Vocabulario de refranes de “Car
nero, comer de caballero”. Por si fuera poco, este Alonso Quijano rayaba los
cincuenta y no estaba para peripecias de lides o de amores.
Tras esta caracterización se esconde una embestida de hondo calado lite
rario. Los héroes hasta entonces conocidos, picaros o caballeros, eran jóvenes
de cuya vida y orígenes recibía el lector una puntualísima noticia. De Amadís
de Gaula lo conocemos todo, desde su enigmática condición de Doncel del
Mar hasta su reconocimiento final como hijo de los reyes Perión y Helisena.
Lázaro detalla a Vuesa Merced su nacimiento, la vida de sus padres y hasta el
tamaño de los cuernos que luce; y Guzmán de Alfarache, para no ser menos,
comienza también por dar cuenta de las hazañas paternas. De este señor Qui
jano, sin embargo, ni siquiera sabemos dónde vive, pues el narrador prefirió no
acordarse de la noticia.
Este autor olvidadizo tiene, no obstante, memoria suficiente para ofrecer
un informe preciso sobre el físico de su personaje y sus costumbres: “Era de
complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro, gran madrugador y amigo
de la caza” (I, 1). En esa breve frase se condensan algunas de las razones que
terminarán caracterizando el comportamiento de don Quijote, ya que Cervan
tes quiso dar una raíz médica a la personalidad de su héroe. Los materiales de
los que se sirvió se encontraban en el Examen de ingenios de Juan Huarte de San
Juan, estampado en 1575 y reimpreso en 1594. Huarte describió la condición
del hombre de acuerdo con la teoría clásica de los humores:
Resulta que el don Quijote cervantino tenía también la “voz ronquilla” (II,
46), que era seco de cames, enjuto de rostro y, desde luego, no era un Adonis;
El Quijote por de dentro
por lo que debe deducirse que encajaba a la perfección entre los hombres calien
tes y secos de los que habla Huarte de San Juan. Tenían éstos un carácter colé
rico y activo, como el hidalgo madrugador, y los fantásmata, las imágenes de la
mente, actuaban en ellos con más ímpetu que en los demás. El problema con
sistía en que su excesiva sequedad en el cerebro les amenazaba con la locura.
Así lo había apuntado Huarte en el segundo de sus proemios: “Por maravilla
80
se halla un hombre de muy subido ingenio que no pique algo en manía, que
es una destemplanza caliente y seca del cerebro”. Cervantes descubrió en esa
causa física una razón verosímil para explicar la locura del hidalgo: “[...] del
poco dormir y del mucho leer, se le secó el celebro, de manera que vino a per
der el juicio. Llenósele la fantasía de todo aquello que leía en los libros” (I, 1).
La particular manía de Alonso Quijano tenía su origen en la lectura de libros
de caballerías. Para llenar con ellos los estantes de su biblioteca había vendido
muchas fanegas de tierra de sembradura y había abandonado otras habilida
des, como aquella que confiesa en la segunda parte de hacer “jaulas y palillos
de dientes” (II, 6). Pero es que esos volúmenes de ficción caballeresca le ofre
cían al cincuentón una alternativa a la vida monótona de caza, lentejas los vier
nes y palominos los domingos. Con la lectura, el tiempo se le hizo más lleva
dero y el gozo invadió su corazón. El ventero Juan Palomeque también reconocía
que esos libros le habían dado la vida (I, 32) y hasta el cura, enemigo acérrimo
de las caballerías, aceptaba que el Tirante el Blanco era “un tesoro de contento
y una mina de pasatiempos” (I, 6). Por obra y gracia de los libros, Alonso Qui
jano se transforma en don Quijote de la Mancha:
Vino a dar en el más estraño pensamiento que jamás dio loco en el mundo;
y fue que le pareció convenible y necesario, así para el aumento de su hon
ra como para el servicio de su república, hacerse caballero andante, y irse por
todo el mundo con sus armas y caballo a buscar las aventuras y a ejercitarse
en todo aquello que él había leído que los caballeros andantes se ejercitaban,
deshaciendo todo género de agravio, y poniéndose en ocasiones y peligros
donde, acabándolos, cobrase eterno nombre y fama (I, 1).
81
do improbable. Por eso el cambio de nombre no resulta gratuito: como en el
sacramento del bautismo, la renuncia al nombre de Alonso Quijano a favor de
don Quijote significa el inicio de una vida nueva, que nada tenía que ver con
la anterior. Pero ni el uso del don le correspondía a un hidalgo, como Sancho
le recordará en la segunda parte (II, 2), ni la elección del alias Quijote resultó
acertada, pues si, por un lado, la analogía fonética con Lanzarote viene de inme
diato a la mente, por otro el quijote sólo era una pieza de la armadura que pro
tegía el muslo y el sufyo -ote tenía más de despectivo que de noble. Lo ridícu
lo del caso empieza a subrayarse cuando el nuevo caballero se viste primero
con las armas, ya en desuso, de sus bisabuelos y trueca luego su problemático
yelmo por una bacía de barbero. Además, la que elige como altísima dama de
sus pensamientos será una moza hombruna, que no pasa de excusa literaria,
pues, como el propio don Quijote reconoce, había decidido ejercer de ena
morado “no más de porque es forzoso que los caballeros andantes lo sean” (II,
32). Para más desgracia, su investidura como caballero, fruto de una chanza
entre ladrones y prostitutas, invalidará de todo en todo su recién estrenada con
dición. La razón legal la explicó Alfonso X en las Partidas: “E non deve ser caba
llero el que una vegada oviesse recibido cavallería por escarnio” (II, 21, 12).
83
se tope con el joven penitente, el caballero se ofrecerá a compartir su pena:
“[...] pensaba ayudaros a llorarla y plañiría como mejor pudiera; que todavía es
consuelo en las desgracias hallar quien se duela délias” (I, 24). Ante la impo
sibilidad de hacerlo, decide realizar su propia penitencia en solitario. Ha llega
do el momento de elegir un modelo y el caballero dispone de tres. Mientras
Cardenio le ofrece un espejo vivo, Orlando y Amadís proponen una guía libres
ca, que, como era de esperar, resulta la elegida. El debate queda abierto entre
el paladín de Ariosto, que enloquece al saberse engañado por la princesa Angé
lica, y el caballero de Gaula, que, desdeñado por su dama Oriana, se retira a
rezar en la Peña Pobre, Don Quijote se inclinará sensatamente por el segundo,
pues Amadís, sin arrancar cabezas ni molestar a nadie, había acrecentado su
fama de buen caballero: “Viva la memoria de Amadís, y sea imitado de don
Quijote de la Mancha en todo lo que pudiere... Ea, pues, manos a la obra: venid
a mi memoria cosas de Amadís, y enseñadme por dónde tengo de comenzar a
imitaros” (I, 26). ¿Para qué iba él a apalear a los demás, como acababa de hacer
con él Cardenio, siguiendo las sendas del conde Orlando? Le bastaba con exhi
bir algunas “zapatetas” y “tumbas” delante de su escudero, sin necesidad de
meterse en más zarandajas.
Tras tanto argumento razonable, late una sorprendente conciencia de sí
mismo. El loco don Quijote se sabe incapaz de imitar a Orlando y elige por eso
la tranquila penitencia de Amadís. Por lo demás, todo este asunto resulta por
completo gratuito y Sancho, haciendo aquí las veces de Perogrullo, resquebra
ja el entarimado retórico del amo: “Qué dama le ha desdeñado, o qué señales
ha hallado a entender que la señora Dulcinea del Toboso ha hecho alguna niñe
ría con moro o cristiano” (I, 25). Pero, ¡ojo!, que don Quijote nunca llega a per
der la sensatez en medio de esta orgía caballeresca. Cuando escribe su carta de
amores a Dulcinea no duda en firmar como “El Caballero de la Triste Figura”;
sin embargo, con la cédula de cesión de los pollinos sólo consiente en trazar
su rúbrica (II, 25). La razón es que, por un lado, era consciente de que la fir
ma de don Quijote de la Mancha invalidaba legalmente-el documento, aun
que, por otro, no estaba dispuesto a poner negro sobre blanco que él era un
caballero imaginario y que, en realidad, seguía siendo el mismo hidalgo Alon
so Quijano, dueño de aquellos pollinos.
La complejidad del personaje aumenta a medida que se atenúan los sín
El Quijote por de dentro
84
blece gradualmente” (1941: 351). Esa caracterización se convierte en decisiva
para la segunda parte de 1615. Si la primera salida del héroe tuvo lugar al ama
necer, la tercera y última comenzará simbólicamente por la tarde. El cansancio
aumenta a medida que avanza la novela, a pesar de que las nuevas aventuras
requieren menos fuerza y más paciencia. La posición de don Quijote deja de
ser la de un agitador del mundo, para convertirse en una víctima pasiva. Gra
cias a la publicación del Ingenioso hidalgo, ha ganado fama y reconocimiento,
pero los demás personajes, como lectores de la primera parte, conocen los
modos de su locura y se empeñan en burlarse de él remedando las aventuras
que leyeron. Don Quijote cae, uno tras otro, en los engaños, aunque ya no es
el loco que negaba continuamente su razón y sus sentidos. Ahora, cuando San
cho le pinte a tres labradoras como princesas sobre hacaneas, no se lo pensa
rá dos veces y responderá: “Yo no veo sino a tres labradoras sobre tres borri
cos” (II, 10).
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cado con detalle Juan Bautista Avalle-Arce: “El don Quijote soñado demues
tra cabalmente la invalidez y la futilidad de las acciones del don Quijote soña
dor. Porque el sueño importa un bien claro mensaje: el mundo ideal de la
caballería, en el que nuestro hidalgo cree a pies juntillas y al que ha dedica
do su vida, carece de todo sentido. El sueño demuestra que el ideal es un
esperpento” (1976: 209). A partir de aquí todo serán vacilaciones que le obli
garán a humillarse preguntando a un mono o a un artilugio parlante, a sopor
tar sosegadamente los mentís de Sancho o hacer mercadería con sus menti
ras sobre Clavileño: “Sancho, pues vos queréis que se crea lo que habéis visto
en el cielo, yo quiero que vos me creáis a mí lo que vi en la cueva de Mon
tesinos. Y no os digo más” (II, 41). La realidad se impone a la locura y Cide
Hamete deja abierta, desde el capítulo XXIY la posibilidad de que don Qui
jote hubiera mentido:
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Dulcinea del Toboso, yo le haré entender con armas iguales que va muy lejos
de la verdad; porque la sin par Dulcinea del Toboso ni puede ser olvidada, ni
en don Quijote puede caber olvido: su blasón es la firmeza, y su profesión, el
guardarla con suavidad y sin hacerse fuerza alguna” (II, 59). Más tarde, venci
do y con la lanza del caballero de la Blanca Luna amenazándole de muerte, se
negará a ceder en las razones de su amor:
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nés... Su vida es un pedazo del inmortal corazón de la Naturaleza, de la
misma vida de todas los hombres, por más que la ignara muchedumbre,
desconocedora del hecho, le es infiel infinitas veces.
Cuando don Quijote hace la nómina de cosas imprescindibles que debe llevar
consigo cualquier caballero que se preste de serlo, entre las armas, el corcel y
la dama se olvidó de incluir al escudero. Sin embargo, el canon establecido por
el Amadís de Gaula lo exigía y lo había ilustrado con el personaje de Gandalín.
Es el ventero socarrón quien le señala su error y le anima a replantearse el asun
to: “[...] determinó de volver a su casa y acomodarse de todo, y de un escu
dero, haciendo cuenta de recebir a un labrador vecino suyo que era pobre y
con hijos, pero muy a propósito para el oficio escuderil de la caballería” (I, 4).
La elección de escudero será otro despropósito del caballero novel y cincuen
tón, porque un labrador pobre y con hijos no podía ejercer tal desempeño. El
Tesoro de Sebastián de Covarrubias define al escudero como “el hidalgo que lle
va el escudo al caballero, en tanto que no pelea con él; y el que le lleva la lança,
que suele ser joven, le llaman page de lança. En la paz, los escuderos sirven a
los señores de acompañar delante sus personas, asistir en la antecámara o sala”.
El designado no será hidalgo ni joven, tampoco peleará junto a su señor, aun
que sí le acompañará en las nobles antecámaras con un desahogo impropio de
su condición. A pesar de ello, don Quijote se empeñará en educar a este villa
no y en prepararlo para el buen regimiento de un futuro gobierno insular.
No sólo el hidalgo, Cervantes también precisaba del escudero. A partir del
momento en que decidió dilatar la historia inicial, introdujo un esquema narra
tivo que ya había utilizado en otras obras y que volvería a aplicar. Caballero y
escudero forman una pareja complementaria, similar a la de Elicio y Erastro en
La Galatea, Rinconete y Cortadillo o los canes Cipión y Berganza del Coloquio.
A la soledad del picaro o al retraimiento del pastor, la ficción cervantina opu
so una visión confrontada del mundo, que ensanchaba los horizontes del géne
ro. La presencia del labrador escudereado dio entrada a nuevos temas y, sobre
todo, planteó un coloquio permanente entre ambos personajes. Por medio de
El Quijote por de dentro
88
el Ribaldo de El caballero Cífar y el Hipólito de Tirant lo Blanc, o personajes como el
Mordaqueo del Florisel de Niquea, en cuya boca puso Feliciano de Silva un elo
gio burlesco del sosiego y la pitanza rural. Pero no hay mucho más, por más
que, en el prólogo de 1605, Cervantes parezca referirse a alguno de ellos: “[...]
quiero que me agradezcas el conocimiento que tendrás del famoso Sancho Pan
za, su escudero, en quien, a mi parecer, te doy cifradas todas las gracias escu
deriles que en la caterva de los libros vanos de caballerías están esparcidas” (I,
prólogo). En realidad, el primer estímulo para la invención de Sancho pudo
provenir del teatro contemporáneo. Los muy remotos rústicos que aparecen
en las églogas de Juan del Encina tuvieron su continuidad en las comedias y
pasos del siglo XV I, donde el bobo y el gracioso se repartían las chanzas gro
tescas y el contraste paródico con la visión sublimada de damas y galanes. El
propio Cervantes quiso llamar la atención sobre ese tipo de la literatura dra
mática española: “La más discreta figura de la comedia es la del bobo, porque
no lo ha de ser el que quiere dar a entender que es simple” (II, 3).
A ese carácter de falso simple remite otro de los posibles modelos cervan
tinos: la Moría parlante del Elogio de la locura, el tonto sabio y sensato, con cier
tos resabios bufonescos, que tiene la misión de introducir la verdad y defender
la cordura. Américo Castro o Antonio Vilanova han sido algunos de los prin
cipales valedores de este vínculo erasmista de Sancho, que tiene un importan
te sostén en los refranes. Las recopilaciones de dichos y sentencias que, a la
estela de Erasmo, hicieron humanistas españoles como Hernán Núñez Pincia-
no yjuan de Mal Lara están en el origen de la condición refranista de este villa
no, que, por lo demás, tiene una maciza raigambre folclórica. El rústico sabio
que alcanza un gobierno había dado ocasión a algún cuentecillo tradicional en
el Siglo de Oro y el nombre mismo de Sancho protagonizaba varios proverbios,
representando siempre una cierta idea de villanía, que pudo contribuir al inme
diato reconocimiento del personaje por parte de los lectores contemporáneos.
pone al hambre del siglo. Sancho, según ha escrito el profesor Agustín Redon
do, es un símbolo de la voracidad del período de Carnestolendas (1997:
196-198). Al ámbito carnavalesco pertenece también la caracterización de San
cho como gobernante de una ínsula festiva, en la que ejerce de rey de gallos.
Barataría, además de un carnaval ininterrumpido, es un remedo de otros espa
89
cios imaginarios y burlescos, como Jauja o Cucaña, donde el tonto se convier
te en rey por unos días. Por eso Cervantes, cuando pone a Sancho en camino
hacia su gobierno insular, anuncia al lector lo que le aguarda: “[...] espera dos
fanegas de risa que te ha de causar el saber cómo se portó en su cargo” (II, 44).
Sin embargo, no todo en Sancho Panza es folclore, tradición y literatura.
Desde su primera intervención, Cervantes se esforzó por dotar al personaje de
un entorno y de una vida propia:
Sancho se llamó mi padre, y Sancho mi agüelo, y todos fueron Panzas, sin aña
diduras de dones ni donas” (II, 45); se usa asimismo como rasgo común de toda
la familia: “Yo soy del linaje de los Panzas, que todos son testarudos, y si una
vez dicen nones, nones han de ser, aunque sean pares, a pesar de todo el mun
do” (II, 53); e incluso le sirve a Sancho para marcar distancias con su amo:
“¿Qué tienen que ver los Panzas con los Quijotes?” (II, 58). Hasta el cura del
90
pueblo ve en los refranes una marca genética del clan: “Yo no puedo creer sino
que todos los deste linaje de los Panzas nacieron cada uno con un costal de
refranes en el cuerpo” (II, 50). Los Panza son, en fin, raíz del carácter de San
cho y garantía de fidelidad, honradez y limpieza de sangre.
Todos estos Panzas han sido y son villanos, como lo certifica el escudero
rechazando el don con la misma rotundidad que lo hará Pedro Crespo en El
alcalde de Zalamea: “Yo no quiero honor postizo [...] / Villanos fueron / mis
abuelos y mis padres”. Hasta Sanchica se reconoce como “hija del harto de
ajos” (II, 50), con una divisa de la que se vale también doña Rodríguez para
insultar a Sancho como “bellaco, harto de ajos” (II, 31) y que le sirve a don
Quijote para instruir a su escudero en maneras sociales: “No comas ajos ni
cebollas, porque no saquen por el olor tu villanería” (II, 43). Pero, lejos de ser
un baldón, la villanía fue una de las razones esgrimidas por los labradores del
Siglo de Oro para hacer ostentación de su limpieza de sangre y de su rancia
cristiandad. Sancho, como otros labriegos que pueblan los Entremeses, trae a
capítulo la pureza de su enjundia como argumento bastante para alcanzar el
gobierno de una ínsula: “Yo cristiano viejo soy, y para ser conde esto me bas
ta” (I, 21). De similar limpieza vuelve a jactarse en la segunda parte: “Eso allá
se ha de entender con los que nacieron en las malvas, y no con los que tienen
sobre el alma cuatro dedos de enjundia de cristianos viejos, como yo los ten
go” (11, 4). Son las mismas virtudes de las que alardeaba el Peribáñez de Lope
Vega: “Yo soy un hombre, / aunque de villana casta, / limpio de sangre, y jamás
/ de hebrea o mora manchada”.
memoria y de una capacidad sin límite para encajar gracias y donaires. Al mis
mo tiempo, el reconocimiento de la locura de su amo no le impide admitir la
autoridad de su rango social y respetarlo por su generosidad e inteligencia. Lo
complejo de su simplicidad desborda los límites de otros bobos literarios, por
que a una ingenuidad rayana en la tontuna suma la lucidez de su inteligencia
91
natural. Nadie ha dado mejor cuenta de ese carácter que el caballero a quien
sirve:
Sancho Panza es uno de los más graciosos escuderos que jamás sirvió
a caballero andante; tiene a veces unas simplicidades tan agudas, que el
pensar si es simple o agudo causa no pequeño contento; tiene malicias que
le condenan por bellaco, y descuidos que le confirman por bobo; duda de
todo, y créelo todo; cuando pienso que se va a despeñar de tonto, sale con
unas discrecciones que le levantan al cielo (II, 32).
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libros de caballerías he leído, que son infinitos, jamás he hallado que ningún
escudero hablase tanto con su señor como tú con el tuyo... Sí, que Gandalín, escu
dero de Amadís de Gaula, conde fue de la ínsula Firme; y se lee dél que siem
pre hablaba a su señor con la gorra en la mano, inclinada la cabeza y doblado
el cuerpo more turquesco” (I, 20). Estos reparos llegan tras las insolentes carca
jadas de los batanes, ante las cuales don Quijote le ordena abstenerse de hablar
con él. La cosa es que apenas han pasado cinco capítulos y Sancho ya amena
za con volverse a casa, donde, asegura, “hablaré y departiré todo lo que qui
siere; porque querer vuestra merced que vaya con él por estas soledades, de
día y de noche, y que no le hable cuando me diere gusto es enterrarme en vida”
(I, 25). Ante el ultimátum, don Quijote se apiada de su locuaz escudero y, para
alegría del lector, le levanta el entredicho.
Tanta facundia obligó a Cervantes a crear una lengua propiamente panci-
na, que se formó, como ha estudiado Monique Joly, de materiales burlescos,
folclóricos y cultos (1996: 257-297). El rasgo más destacado de esos elemen
tos festivos es la permanente prevaricación del buen lenguaje. Del arsenal tra
dicional toma Sancho su sarta de refranes, las observaciones de la naturaleza y
el acarreo de juramentos, consejos, cuentos o romances. La alta cultura llega a
la lengua del personaje por vía del aprendizaje oral. Las charlas con su amo o
las reliquias de sermones y prédicas que se le han quedado en el caletre le per
miten formular una perfecta definición de la religio amoris cortés (I, 31) o reco
nocer al vuelo la metáfora del mundo como teatro: “¡Brava comparación! -dijo
Sancho-, aunque no tan nueva que yo no la haya oído muchas y diversas veces,
como aquella del juego del ajedrez, que, mientras dura el juego, cada pieza tie
ne su particular oficio; y, en acabándose el juego, todas se mezclan, juntan y
barajan, y dan con ellas en una bolsa, que es como dar con la vida en la sepul
tura” (II, 22).
Las apostillas sobre la instrucción y la complejidad de Sancho, que Cervan
tes va diseminando en la obra, generan en el lector la sensación de una mudan
za en el carácter del personaje, que se acrecienta en la segunda parte. Apenas han
comenzado las nuevas aventuras, cuando Sancho, con la noticia fresca de la publi
cación del Ingenioso hidalgo, hace una fina reivindicación de su existencia libres
ca: “[...] me mientan a mí en ella con mi mesmo nombre de Sancho Panza” (II,
2). El mundo de Sancho comienza a complicarse y el narrador avisa de lo que
nos espera en el nuevo volumen: “Llegando a escribir el traductor desta historia
este quinto capítulo, dice que le tiene por apócrifo, porque en él habla Sancho
Panza con otro estilo del que se podía prometer de su corto ingenio, y dice cosas
tan sutiles que no tiene por posible que él las supiese” (II, 5).
En esta segunda parte, el escudero se despliega en ámbitos planteados sólo
como posibilidades en 1605. Para empezar, la carta que, en la primera parte,
nunca llegó a manos de su destínataría y la imaginaria descripción de la emba
jada ante Dulcinea (I, 31) vendrán a apretar el ingenio de Sancho, cuando don
Quijote decida visitar los palacios inexistentes del Toboso y postrarse ante su
dama (II, 9-10). La bola de aquella carta crece tanto que termina por conver
tir a Sancho en encantador: él, que había sufrido las malas artes de los encan
tadores, ya cristianos, ya moros, en la venta, entrará a formar parte del gremio
con grado de maestro, cuando el trato continuo con su amo y un cierto dis-
tanciamiento mental le permitan detallar una estilizada descripción de las tres
labradoras tobosescas. También la ínsula prometida en la primera parte se con
vierte en motivo recurrente para la segunda. El asunto empieza a cobrar forma
cuando el capellán del duque le identifica con el escudero cuya historia había
leído: “¿Por ventura -dijo el eclesiástico- sois vos, hermano, aquel Sancho Pan
za que dicen, a quien vuestro amo tiene prometida una ínsula?”. El duque
entonces, en nombre de don Quijote, le encomienda el gobierno de una ínsu
la “de no pequeña calidad” (II, 32); y Sancho, desasido de esta manera de su
amo, tendrá ocasión de gobernar la ínsula Barataría y regir varios capítulos de
la novela, en los que hace gala de su ingenio, de su sensatez y de su buen natu
ral (II, 44-53).
Tras todos estos avatares, el personaje de Sancho que había surgido, más
que posiblemente, como bobo y bufón, deja de serlo. A la postre, terminará
triunfando sobre su amo, que, al fin y al cabo, muere y desaparece. Los Panza
heredan la tierra y siguen su vida, aunque al lector le quede un cierto regusto
desabrido al saber de las alegrías de Sancho con la herencia de un don Quijo
te todavía vivo y por sepultar: “Alborotáronse todos y acudieron a su remedio,
y en tres días que vivió después deste donde hizo el testamento, se desmaya
ba muy a menudo. Andaba la casa alborotada, pero, con todo, comía la sobri
na, brindaba el ama y se regocijaba Sancho Panza, que esto del heredar algo
borra o templa en el heredero la memoria de la pena que es razón que deje el
muerto” (II, 74).
Los dos protagonistas del libro son entidades mutables, que se definen por sus
propias acciones y palabras más que por las intervenciones del narrador. La
posibilidad de cambio en sus caracteres empieza cuando el escudero se incor
pora a la historia. La amistad y trato continuado de ambos personajes parecen
afectarles de manera decisiva. Los deliciosos coloquios que se suceden dan oca
sión a divagar sobre lo divino y lo humano, pero también ayudan a revelar sus
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personalidades ante el lector e incluso a moldearlas. A lo largo de la trama, los
héroes apenas se separan y, cuando lo hacen, como durante el gobierno insu
lar, intercambian con presteza cartas y Sancho se esfuerza por retener en su frá
gil memoria los sabios consejos con que su amo le había instruido para regir
con tino las riendas baratarías.
Su simbiosis literaria contrasta con la génesis individual e inalterable de los
personajes caballerescos o picarescos y hasta de los mismos don Quijote y San
cho ideados por Avellaneda. En Cervantes, una concepción dialéctica de la obra
opone el sentido común de Sancho a la locura de don Quijote, aunque los dos
compartan una misma insensatez intercambiable. De algún modo, la locura
cada vez más atenuada del caballero contagia al escudero y éste despliega una
agudeza que lo convertirá no en antagonista de su amo, sino en su compañe
ro de viaje. Esta convergencia provoca el nacimiento de una cierta naturaleza
bufa en don Quijote, que se intensifica durante su estancia en el palacio ducal,
y de una sensatez en Sancho, que sale a luz durante su gobierno.
Como pareja cómica, ambos tienen raíces carnavalescas en los personajes
del Miércoles Corvillo y el Martes Gordo, doña Cuaresma y don Camal: la cani
na que monta un caballo esquelético como Rocinante y el tragón orondo y ale
gre que come con una voracidad inusitada. Basándose en un grabado de la
colección Fossard, que representa a Arlequino como caballero sobre un asno
descamado, Monique Joly y Augustin Redondo asociaron a don Quijote y San
cho con la pareja de cómicos italianos Botarga y Ganassa, a pesar de que Ganas-
sa y Arlequín, siendo ambos zanni de la commedia dell’arte, fueran personajes
claramente diferenciados. En cualquier caso, amo y escudero conforman un
dúo emblemático en las tradiciones populares.
El aparente proceso de conjunción y mutua influencia tuvo su formulación
verbal en los conceptos de quijotización de Sancho y sanchificación de don Qui
jote que ideó Salvador de Madariaga. Por ésta se ha entendido la red de dudas
y cordura que se teje en el cerebro del hidalgo durante la segunda parte, hasta
hacerle descreer y abandonar sus convicciones caballerescas. Con aquélla, Mada
riaga se refería a los comportamientos discretos y al lenguaje adornado y cor
tesano que, aquí y allá, despliega Sancho. El propio Panza atribuye la singula
ridad de estas intervenciones al trato permanente con su amo:
pondió Sancho-, que las tierras que de suyo son estériles y secas, esterco
lándolas y cultivándolas vienen a dar buenos frutos. Quiero decir que la
conversación de vuestra merced ha sido el estiércol que sobre la estéril tie
rra de mi seco ingenio ha caído; la cultivación, el tiempo que ha que le sir
vo y comunico; y con esto espero de dar frutos de mí que sean de bendi
95
ción, tales que no desdigan ni deslicen de los senderos de la buena crian
za que vuesa merced ha hecho en el agostado entendimiento mío (II, 12).
Según han estudiado Leif Sletsjôe y José Manuel Martín Morán, el texto
desmiente el carácter progresivo de ese cambio hacia la quijotización del es
cudero. Más que de una evolución gradual, se trataría de cambios repentinos
o de escenas concretas, si bien, cuando las circunstancias narrativas lo requie
ren, el escudero vuelve a su ser original y a su anterior conducta. De algún
modo Cervantes pretendió apuntar la existencia posible de un Sancho apócri
fo y, al hilo, romper con la imagen anodina que Avellaneda había dado de un
personaje glotón, tonto, zafio e interesado. Ese Sancho que habla con su rhujer
en el capítulo V y el que gobierna a los insulanos son suficientes, junto con
otras intervenciones de menor calado, para que se fije en la mente del lector la
impresión de una transformación, en la que, por lo demás, también insiste el
nanador. Sea como fuere, hay momentos en los que Sancho y don Quijote vie
nen a confluir desde sus distancias. Un buen ejemplo es el de la aventura con
Clavileño, en la que el villano inventa unos inverosímiles jugueteos con las sie
te cabrillas, “las dos verdes, las dos encamadas, las dos azules y la una de mez
cla”, y el hidalgo chalanea con su escudero y se muestra dispuesto a creer sus
mentiras si el otro da por buenas sus visiones subterráneas (II, 41). Incluso en
lo físico vienen a igualarse amo y escudero, pues, tras haber sufrido las dietas
del “doctor Pedro Recio, natural de Tirteafuera, médico insulano y gobemado-
resco”, Sancho confiesa haberse quedado, también él, “en los huesos mondos”
(II, 51).
El buen amor que se profesaron Sancho y don Quijote tuvo su continuidad
en el que sintieron por sus caballerías. La pasión de don Quijote por el “rocín
flaco” que le tocó en gracia es tanta que lo compara con el Bucéfalo de Alejandro
y el Babieca del Cid y pide a su futuro historiador una memoria particular para
él: “¡Oh, tú, sabio encantador, quienquiera que seas, a quien ha de tocar el ser
coronista desta peregrina historia! Ruégote que no te olvides de mi buen Roci
nante, compañero eterno mío en todos mis caminos y carreras!” (I, 2). Rocinan
te comparte con don Quijote la delgadez y una castidad que sólo rompe rendi
do ante los encantos de las yeguas galicianas, que le hicieron tomar “un trotico
algo picadillo” para acercarse a “comunicar su necesidad con ellas” (1,15). Como
caballo hablador, tomó la palabra en los versos preliminares del Donoso y andu
vo más bien descomedido en el diálogo que mantiene con su bisabuelo Babieca:
personajes que se cruzan con el hidalgo y su escudero. Unos alcanzan una for
midable existencia, otros no pasan de ser personajillos sobre los que apenas se
deja una apostilla irónica, otros encubren a personas que saltan del entorno his
tórico a la ficción novelesca, pero todos multiplican la sensación de vida en la
novela. Ahí están don Sancho de Azpetia, pariente del vizcaíno cómico; el doc
to suicida Grisóstomo; el ventero Juan Palomeque, oidor ferviente de libros de
caballerías; el capellán de los duques, parejo al castellano que reprende a don
Quijote en Barcelona (II, 31 y 52); el morisco Rico te, emblema hispánico de su
raza; el viejo alcahuete que marcha a galeras (I, 22); los dos muchachos traviesos
y atrevidos que encajan sendos manojos de aliagas bajo las colas del rucio y Roci
nante (II, 41); o el primo humanista, que se dedica a “componer libros para dar
Personajes, personajillos y personas
a la estampa” (II, 22). Junto a ellos emergen esas tremendas, inteligentes, feotas
o hermosísimas mujeres cervantinas, con Dorotea a la cabeza, bien escoltada por
la desahogada Altisidora; la caritativa y putuela Maritornes; la desmesurada Mar
cela, tan libresca como irreductible al amor; la otra pastora Leandra, versión gra
ve de la inacabada Torralba; la callada Quiteria; la atropellada Claudia Jerónima;
la audaz Ana Félix, que deja a su amado con galas de mujer en un serrallo para
evitar así los peligros masculinos; o Zoraida y sus extrañísimos amores, que se
muestra capaz de robar, raptar y abandonar a su padre para hacerse cristiana.
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Uno de los rasgos mas repetidos entre esta legión de personajes es su capa
cidad para adoptar personalidades distintas a las que les corresponden. A todos
les mueve la intención de desplegar unas vidas diferentes de las suyas. Su opción
es el desorden y la ruptura con las reglas que rigen su quehacer diario. Y es que
el Quijote es un libro inquieto, en el que casi nadie quiere ser lo que es. Recuér
dese a Dorotea, convertida en princesa Micomicona y que antes había adoptado,
como en las comedias de donde literariamente procede, una apariencia mascu
lina; piénsese en los distintos nombres y disfraces de Ginés de Pasamonte; trái
ganse a la memoria el bautizo involuntario al que don Qujijote somete a don
Diego de Miranda, las muchas vidas de Sansón Carrasco, los lances de Ana Félix
como arráez, o a Zoraida, que decide por las buenas llamarse María. Otros per
sonajes no alteran su nombre, pero transforman la naturaleza de su existencia.
Eso ocurre con don Alvaro Tarfe, que salta de un libro a otro; con el histórico
Roque Guinart, que se encuentra en la ficción con don Quijote; o con Ansel
mo, Lotario y Camila, los protagonistas del Curioso impertinente, cuyas penali
dades librescas se convierten en lectura para otros personajes de la novela.
La complejidad del Quijote y los recovecos de su trama hacen que cual
quier tentativa de poner en orden la multitud de sus personajes resulte impo
sible. Mas no se debe renunciar por ello a su clasificación, aunque la tarea se
sepa de antemano provisional. Dada la condición de obra histórica con la que
el libro se presenta ante el lector, se puede agrupar a los personajes de la nove
la en función del grado de proximidad que guardan con la realidad. Ha de
entenderse que las figuras que se ocupan de la narración están en el mismo
nivel que los individuos narrados y que mantienen -dentro del esquema nove
lesco- la misma relación de historicidad que don Ramón Menédez Pidal y Rodri
go Díaz de Vivar. Por ello, la primera línea divisoria que se ha de establecer a la
hora de elaborar un sistema que agrupe a los personajes es aquella que dife
rencia entre los que se ocupan de la composición de la obra y los que forman
parte de la historia narrada:
101
de Cervantes, proceden originariamente del exterior de la novela
y tienen una continuidad fuera de ella.
2.2. Entre esos personajes con entidad autónoma al Quijote, hay unos
reales y otros librescos.
102
tamente históricos, como lo fue el conde de Salazar, en cuyas manos pone Rico-
te, sin muchas esperanzas, el futuro suyo y de su hija. Pero de todos esos per
sonajes cuya presencia se omite, la ausencia más importante en el libro es la
de Aldonza Lorenzo.
Hay tres rasgos que caracterizan el personaje de Dulcinea: por un lado, sólo
existe como invención de Alonso Quijano; por otro, la raíz de su naturaleza
-d e la que nunca llegará a desasirse- está en una villana rústica y hombru
na; y, por último, en la mente del caballero su figura, aun deformada por los
encantamientos, se presenta siempre como suma de todas las perfecciones y
virtudes imaginables. Casi al final de los preparativos para iniciar su anda
dura, el hidalgo cae en la cuenta de una gravísima falta: “[...] se dio a enten
der que no le faltaba otra cosa sino buscar una dama de quien enamorarse;
porque el caballero andante sin amores era árbol sin hojas y sin fruto y cuer
po sin alma” (I, 1). Esa carencia, permanente en el libro, se suplirá con el
recuerdo material, aunque más bien casto, de “una moza labradora de muy
buen parecer, de quien él un tiempo anduvo enamorado, aunque, según se
entiende, ella jamás lo supo, ni le dio cata dello”. La tal zagala tenía por pro
pio nombre el de Aldonza Lorenzo, que don Quijote muda en “Dulcinea del
Toboso, porque era natural del Toboso” (I, 1). El alias elegido para su amada
le parecía al hidalgo “músico y peregrino y significativo” (I, 1). Probablemente
pensaba en su proximidad fonética a “dulce”, en la terminación similar a
Melibea o en la presencia de un pastor Dulcineo en Los diez libros de Fortuna
de Amor de Antonio Lofrasso, que él tenía en su biblioteca. Sin embargo, Cer
vantes sí pudo recordar que Aldonza era nombre rústico y villano, y que la
buscona que protagoniza La lozana andaluza también se llamaba así. De tal
manera que, desde su bautizo, se percibe en el personaje de Dulcinea una
naturaleza doble, ideal y chusca, a la que ya apunta la apostilla “del Toboso”
Personajes, personajillos y personas
añadida por el héroe y que fija una geografía villanesca para la dama. La pri
mera noticia que el manuscrito de Cide Hamete ofrece sobre el personaje
insiste en subrayar esa dualidad: “Esta Dulcinea del Toboso, tantas veces en
esta historia referida, dicen que tuvo la mejor mano para salar puercos que
otra mujer de toda la Mancha” (I, 9).
103
Su nombre es Dulcinea; su patria, el Toboso, un lugar de la Mancha;
su calidad por lo menos ha de ser princesa, pues es reina y señora mía; su
hermosura, sobrehumana, pues en ella se vienen a hacer verdaderos todos
los imposibles y quiméricos atributos de belleza que los poetas dan a sus
damas: que sus cabellos son de oro, su frente campos elíseos, sus cejas
arcos del cielo, sus ojos soles, sus mejillas rosas, sus labios corales, perlas
sus dientes, alabastro su cuello, mármol su pecho, marfil sus manos, su
blancura nieve, y las partes que a la vista humana encubrió la honestidad
son tales, según yo pienso y entiendo, que sólo la discreta consideración
puede encarecerlas, y no compararlas (I, 13).
ha sido visto y tocado. Incluso unas tinajas de la casa de don Diego de Miran
da le servirán de acicate a la memoria, con Garcilaso de por medio: “[...] y
muchas tinajas a la redonda, que, por ser del Toboso, le renovaron las memo
rias de su encantada y transformada Dulcinea; y sospirando, y sin mirar lo que
decía, ni delante de quién estaba, dijo ‘¡Oh, dulces prendas, por mi mal halla
das, / dulces y alegres cuando Dios quería!’. ¡Oh, tobosescas tinajas, que me
104
habéis traído a la memoria la dulce prenda de mi mayor amargura!” (II, 18).
Aunque, eso sí, lo que en el soneto X de Garcilaso eran mechones y cenizas,
en don Quijote se toman en prendas tan rústicas como la dama a la que repre
sentan. La labradora reaparecerá en las visiones de la cueva de Montesinos y
en los embustes del palacio de los duques, que someten al caballero a una de
las mayores humillaciones de toda la historia, cuando un Merlin de pega le atri
buye al escudero, y no a él, la misión de romper el hechizo que encadena a la
señora de sus pensamientos.
Frente a la materialidad que termina por imponerse, don Quijote defiende
los principios del amor cortés. Este fin amors, de origen provenzal, se enten
dió como un culto dirigido a la amada, cuya superioridad nunca podría alcan
zar el caballero sin la generosidad de la dama. Por eso la actitud permanente
del amante, según los tratadistas cortesanos, había de ser la del servicio amo
roso, que se convierte en fuente de ennoblecimiento y dignidad. Nuestro caba
llero, que aspira a resucitar la orden de la caballería, cumple con estas reglas a
rajatabla: hace de su dama causa de su escasa fuerza, la invoca en los peligros
y cifra en ella su razón de ser como caballero andante. Hasta aquí, todo muy
bien; pero el problema está en que el amor cortés nacía también del deseo inal
canzable de lograr la posesión física, es decir, de la suma de la carnalidad y su
negación. Don Quijote, que se empeña en ejercer el amor de lohn y en poner
tierra de por medio con Dulcinea, tendrá que arrastrar todo el peso de su mate
rialidad a cuestas desde el punto y hora en que Sancho le pone ante los ojos
una contundente labradora, cuyo tufo a ajos le terminará por encalabrinar y
envenenar el alma.
A las dudas que los demás le plantean sobre la existencia y las perfeccio
nes de Dulcinea, don Quijote opone su fe sin necesidad de más demostración:
“Dios sabe si hay Dulcinea o no en el mundo, o si es fantástica o no es fantás
tica; y éstas no son de las cosas cuya averiguación se ha de llevar hasta el cabo”
(II, 32). Así, cuando Avellaneda lo presente desenamorado, él levantará la voz
para gritar que no cabe el olvido en don Quijote (II, 59); y cuando el caballe
ro de la Blanca Luna le exija, con la lanza contra el cara, “confesar que mi dama,
sea quien fuere, es sin comparación más hermosa que tu Dulcinea del Tobo
Personajes, personajillos y personas
so”, don Quijote, que no sabe de farsas, arrostrará la muerte proclamando que
“Dulcinea del Toboso es la más hermosa mujer del mundo” (II, 64).
Al final, la ausencia de Dulcinea no puede ser más triste. Don Quijote ven
cido entra en su aldea, y dos niños riñen por una caja de grillos. Uno le dice a
otro: “No te canses, Periquillo, que no la has de ver en todos los días de tu
vida”. Inmediatamente, una liebre perseguida se acoge a la protección del amo
y el escudero. Todo lo interpreta el caballero como signos inequívocos de que
nunca volverá a ver a su dama: “Malum signum! Malum signum! Liebre huye,
105
galgos la siguen: ¡Dulcinea no parece!” (II, 73). Sancho compra la caja por cua
tro cuartos, pero los cazadores se llegan para reclamar la entrega de su pieza.
Los cuartos parecen remitir al préstamo imposible que Dulcinea le pide al caba
llero en la cueva de Montesinos y la liebre, que entrega el mismo don Quijote,
a su incapacidad para desencantar a la labradora.
Dulcinea tiene su particular contrafigura y complemento en la mujer de
Sancho. Teresa Panza es otra imagen de la carnalidad. Como Aldonza, es villa
na, recibe cartas de su oíslo y está también ausente durante las aventuras. Pero
frente al celibato de don Quijote y a las perfecciones de Dulcinea, el matrimo
niado Sancho exhibe los defectos de una mujer que, según confiesa, “no es
muy buena; a lo menos, no es tan buena como yo quisiera” (II, 22). Teresa
parece, además, codiciosa y se muestra más interesada en el asno y en los bene
ficios que en su marido. Apenas ha regresado éste de su primera salida y sus
amores quedan a las claras:
[...] así como vio a Sancho, lo primero que le preguntó fue que si venía
bueno el asno. Sancho respondió que venía mejor que su amo.
-Gracias sean dadas a Dios -replicó ella-, que tanto bien me ha hecho;
pero contadme agora, amigo, qué bien habéis sacado de vuestras escude-
rías. ¿Qué saboyana me traéis a mí? ¿Qué zapaticos a vuestros hijos? (I, 52).
Si Dulcinea asume los atributos ideales de la dama cortés, doña Panza reme
da burlescamente esos códigos: su estofa es baja, ha rebasado la cuarentena y
muestra unas maneras más bien desvergonzadas. Es ése, al menos; el dibujo
que de ella traza el narrador: “[...] salió Teresa Panza, su madre, hilando un
copo de estopa, con una saya parda -parecía, según era de corta, que se la habí
an cortado por vergonzoso lugar-, con un corpezuelo asimismo pardo y una
camisa de pechos. No era muy vieja, aunque mostraba pasar de los cuarenta,
pero fuerte, tiesa, nervuda y avellanada” (II, 50).
Los episodios de Sierra Morena consagran una visión problemática del amor
cortés. En ellos y bajo el influjo indudable de la Celestina, se descubre la parte
más humana del amor: el sexo, el dinero, los engaños, la cobardía o la fuerza
del orden social. Entre el monte y la venta, la historia construye un escenario
psicológico de la experiencia amorosa, en el que el narrador se limita a trasla
dar las palabras y los hechos de los personajes sin entrar en más juicios. Estos
avatares sentimentales tienen como motivo central el amor, para el que Cer-
vantes reserva una solución ilusoria en el matrimonio. Así ocurre con los casos
cruzados de Cardenio, Dorotea, Luscinda y don Femando, pero también con
el inenarrable amor de Zoraida, la excesiva juventud de doña Clara y don Luis
o los dilemas matrimoniales del Curioso. Precisamente en esta novelita se hace
un largo parlamento sobre el matrimonio y sobre sus virtudes y dificultades:
“[...] tiene tanta fuerza y virtud este milagroso sacramento -asegura Lotario-,
que hace que dos diferentes personas sean una mesma came, y aún hace más
en los buenos casados: que, aunque tienen dos almas, no tienen más de uña
voluntad” (I, 33). Para Cervantes, como para otros neoplatónicos cristianos, el
matrimonio era la vía por la que el amor cortés sublimaba su sensualidad y se
hacía aceptable para los valores sociales y morales dominantes.
107
co lejano de los bíblicos viejos de Susana. Esta figura femenina tiene otro refe
rente literario en las doncellas menesterosas de los libros de caballerías. A esta
advocación responde su frase más formularia: “No me levantaré, si primero no
me es otorgado el don que pido” (I, 29). Bajo esa máscara de doncella menes
terosa desarrolla su labor literaria de princesa improvisada, aunque también la
mantenga en su vida real, cuando solicita de don Femando el cumplimiento
de la palabra de matrimonio que le dio. La imagen viene a ser la misma: se hin
ca de rodillas ante él, derrama lágrimas y suplica, hasta que el joven noble con
cede el don que pide: “Venciste, hermosa Dorotea, venciste” (I, 36).
' La ex doncella de Osuna se lleva la palma en garbo e inteligencia no sólo
ante Cardenio, sino también respecto a la silente Luscinda o al más bien ton
to y lascivo don Femando, con el que se empeña en casarse para cumplir con
las ideas cervantinas sobre el matrimonio. La biografía burlesca que Dorotea
recrea para sí misma como Micomicona es un dechado de gracejo y un mode
lo de improvisación humorística. Con un aplomo del que también hace gala
en su vida sentimental, se proclama heredera de un reino africano, para gozo
supremo de Sancho y escarnio de su amo. En su condición de lectora de aven
turas caballerescas, pone a prueba la erudición de don Quijote al adoptar como
padre al Tinacrio el Sabidor del Espejo de príncipes y fusilar así una historia del
Don Policisne de Boecia. Haciendo, además, gala de una donosa imaginación,
crea al más tuerto jayán que vieron los siglos, Pandafilando de la Fosca Vista,
que en nada desdice de los caballeros ingeniados por el mismo don Quijote en
su catálogo de ovejas. Hasta se permite alguna licencia nominal con lo de don
Azote y con el lunar que ese don Gigote, según la profecía paterna, había de
tener “debajo del hombro izquierdo, o por allí junto [...] con ciertos cabellos
a manera de cerdas” (1,30). El detalle hubo de maravillar a Sancho, que, en la
segunda parte, descubrirá en la Dulcinea encantada del Toboso otro “lunar que
tenía sobre el labio derecho, a manera de bigote, con siete o ocho cabellos
rubios como hebras de oro y largos de más de un palmo” (II, 10). El inocente
don Quijote vuelve a caer en la misma chanza.
Como narradora, Dorotea no tiene precio. La historia de sus amores es la
más ágil de las que se relatan entre la sierra y la venta; y cuando llega al caso
de la pérdida de su virginidad, la técnica narrativa se convierte en alarde. Ante
las insistentes promesas de matrimonio de don Femando, que la ley eclesiás
tica consideraba en la época como casamiento efectivo, y ante sus invocacio
nes celestiales sinnúmero, la terrenal Dorotea llama a su criada “para que en la
tierra acompañase a los testigos del cielo”. El noble joven repite entonces sus
juramentos, la estrecha entre sus brazos y -aquí llega lo mejor de la cuentista
ursaonense- “[...] con esto, y con volverse a salir del aposento mi doncella, yo
dejé de serlo” (I, 28). Para la retórica se trata de un zeugma sobrepuesto a la
anfibología de la voz “doncella”, pero para los lectores es un magnífico derro
che de economía narrativa eso de reducir el encuentro sexual a una coma. Lo
repitió Stendhal con los amores de Julien y Matilde en Rojo y negro: “La vertu
de Julien fut égale à son bonheur; il faut queje descende par l’échelle, dit-il à
Mathilde, quand il vit l’aube du jour paraître”. Difícilmente podrá encontrarse
mayor exhibición de parquedad. Si ésos no son espacios en blanco, que ven
ga don Umberto Eco y lo vea.
Los dos únicos palacios que aparecen en la segunda parte del Quijote guardan
entre sí un buen porqué de correspondencias. El primero de ellos forma parte
de las visiones que don Quijote tiene en las honduras de la cueva de Montesi
nos y se describe como “un real y suntuoso palacio o alcázar” (II, 23); el segun
do, igualmente problemático, es “la casa de placer o castillo” donde los duques
someten al caballero y a Sancho a todo tipo de escarnios (II, 31-57 y 68-71).
Tanto el palacio subterráneo y fantástico como el terrestre y tangible son espa
cios en los que ocurren cosas ajenas a la realidad, donde las historias parecen
inventadas y donde los personajes repiten gestos paralelos de una comicidad
grotesca. El número de coincidencias es más que sorprendente. Para empezar,
don Quijote, entre las “diferentes y estrañas figuras” que contempla en la cue
va, ve a la “dueña Quintañona, escanciando el mosto a Lanzarote, cuando de
Bretaña vino”; por su parte, Sancho también recuerda el mismo romance de
Lanzarote para pedirle a doña Rodríguez que se haga cargo de su rucio (II, 23 y
31). Si la primera visión de la Dulcinea encantada se produce en la cueva y allí
se anuncia la posibilidad de un desencantamiento, la profecía de liberación se
formula en el palacio de los duques. El responsable del hechizo, según el rela
to subterráneo de don Quijote, había sido Merlin, “aquel francés encantador
que dicen que fue hijo del diablo” (II, 23). Es también Merlin, vestido con las
mismas ropas-rozagantes de Montesinos, el encargado de anunciar la receta para
Personajes, personajillos y personas
desencantar a la dama, no sin antes recordar sus orígenes míticos: “Yo soy Mer
lin, aquel que las historias / dicen que tuve por mi padre al diablo” (II, 35).
109
menesterosas, hacen la condesa Trifaldi y doña Rodríguez en palacio (II, 23, 38
y 48). Por su parte, las dudas que manifiesta Durandarte sobre las capacidades
caballerescas de don Quijote y las que él mismo tiene sobre la veracidad de sus
visiones tienen una expresa continuidad en el fallido viaje a Candaya sobre Cla-
vileño, que termina en la declaración escrita de Malambruno, y en el malogra
do combate con Tosilos (II, 23-24, 41 y 56). Y lo cierto es que sólo al entrar en
el palacio ducal se reconoce el hidalgo como “caballero andante verdadero, y
no fantástico” (II, 31).
manos y, a la primera ocasión que tiene, lo pone en salazón para que llegue a
París “si no fresco, a lo menos amojamado”. Belerma, como la transformada Dul
cinea, ha perdido su buen aspecto y muestra unas “grandes ojeras” y una “color
quebradiza”, cuyo origen no quiere detallar Montesinos. El viejo, sin embargo,
no ve inconveniente alguno en revelar a don Quijote que “no toma ocasión su
amarillez y sus ojeras de estar con el mal mensil, ordinario en las mujeres, por-
110
que ha muchos meses, y aun años, que no le tiene ni asoma por sus puertas”
(II, 23). Desde entonces Belerma se convirtió en la primera heroína expresa
mente menopáusica de la historia de la literatura. El castillo aragonés no es para
menos. Aquí será doña Rodríguez quien desvele algunas de esas vergüenzas pri
vadas, aun a costa de un buen ensalmo de palos, que compartirá con su con
tertulio don Quijote. Gracias a su testimonio sabemos que Altisidora “tiene un
cierto aliento cansado, que no hay sufrir el estar junto a ella un momento” y que
la duquesa engendra un putrefacto líquido, sólo aliviado por dos incisiones que
le ocultan las faldas: “dos fuentes que tiene en las dos piernas, por donde se
desagua todo el mal humor de quien dicen los médicos que está llena” (II, 48).
El chusco inventor de las quimeras, hechizos y peripecias de la cueva de
Montesinos no es otro que el propio don Quijote durmiente. Sin embargo, en
el palacio aragonés son los duques los autores de las máscaras y burlas que pare
cen reproducir las visiones del caballero. A ellos se deben los encantamientos
postizos, aunque con apariencias de realidad. Como en muchos festejos nobles
de la España del Siglo de Oro, las parodias caballerescas y el carnaval se daban
la mano, y por eso acudió Cervantes a una materia que ya había tratado Alon
so Fernández de Avellaneda, que hizo a su caballero víctima del humor de varios
nobles. La diferencia con el apócrifo está en que, en casa de los duques cer
vantinos, la diversión y la broma siempre dejan un regusto amargo y la risa pare
ce irremisiblemente unida al dolor. Acaso por eso, Cide Hamete se impregna de
una acidez similar para criticar los estúpido excesos en que se emplean estos
aristócratas ociosos: “[...] no estaban los duques dos dedos de parecer tontos,
pues tanto ahínco ponían en burlarse de dos tontos” (II, 70).
Junto a los duques, dos personajes sobresalen en los predios aragoneses:
doña Rodríguez y Altisidora. La dueña es, como explicó Edward Riley, un dupli
cado femenino de don Quijote (1990: 160-163), que da lugar a uno de los
momentos más gratos del libro con su visita nocturna. El casto caballero, ade
más de las infantas enamoradas de sus libros, tenía presente en la memoria el
antecedente personal de su desastrado encuentro con Maritornes y se muestra
decidido a defender su integridad “envuelto de arriba abajo en una colcha de
Personajes, personajillos y personas
raso amarillo”; pero cuando esperaba encontrarse con Altisidora, “vio entrar a
una reverendísima dueña con unas tocas blancas repulgadas y luengas, tanto
que la cubrían y enmantaban desde los pies a la cabeza. Entre los dedos de la
mano izquierda traía una media vela encendida, y con la derecha se hacía som
bra, porque no le diese la luz en los ojos, a quien cubrían unos muy grandes
antojos” (II, 48). A pesar de esta iconografía buscadamente cómica y de su
ridículo engolamiento dueñesco, doña Rodríguez es el único personaje com
pletamente amable e inocente del palacio, que se descubre víctima, como don
Quijote, de los tejemanejes del duque.
111
Altisidora pudiera ser un contrapunto lujurioso, picante y cortesano de
Dulcinea y de la misma doña Rodríguez. Desde el principio del episodio da
muestras de sus dotes de cómica o de sus capacidades inventivas, que le lle
van a las mismas puertas del infierno para ver el libro de Avellaneda converti
do en pelota de un juego diablesco. No obstante, lo que comienza en caña ter
mina en lanza. La profunda fidelidad de don Quijote hacia su dama acaba por
sacar a la moza de sus casillas. Es lo mismo que le había pasado antes a San
són Carrasco, que, tras ser vencido como caballero del Bosque, descubre su
lado soberbio y rencoroso, y decide vengarse. Ahora es esta desahogada don
cella la que revienta tras los continuos menosprecios amorosos del vejete:
¡Vive el Señor, don bacallao, alma de almirez, cuesco de dátil, más ter
co y duro que villano rogado cuando tiene la suya sobre el hito, que si arre
meto a vos, que os tengo de sacar los ojos! ¿Pensáis por ventura, don ven
cido y don molido a palos, que yo me he muerto por vos? Todo lo que
habéis visto esta noche ha sido fingido; que no soy yo mujer que por seme
jantes camellos había de dejar que me doliese un negro de la uña, cuanto
más morirme (II, 70).
tencias se traban con la del hidalgo, contrastan con ella o le sirven de piedra
de toque. Ginés de Pasamonte, antes Ginesillo de Parapilla y luego maese Pedro,
es pura y simplemente literatura. En sus diferentes vidas se encaman, de un
plumazo, la picaresca toda, el teatro y los problemas de la narrativa de ficción.
Ahí le vemos caminando hacia galeras, como Guzmán; dispuesto a detallar su
propia vida, como Lázaro; montando su teatrillo de títeres o debatiendo con
112
el muchacho que narra los sucesos de la escena. Como picaro, extraña topár
selo en medio del campo, lejos del espacio urbano propio del género; pero
parece que Cervantes quiso ponerlo en un paisaje similar al del arranque de
Rinconetey Cortadillo. Ginés comparte con don Quijote el gusto por la litera
tura de ficción y por las aventuras reales; y, como Sansón Carrasco, entra y sale
de la vida de la vida del caballero para dar ocasión a que se ejercite su inge
nioso ánimo.
113
eso había intuido el andante manchego, que nada más ver a su supuesto álter
ego le requiere como “señor galán” y le bautiza como el del Verde Gabán, subra
yando el llamativo color de su atuendo. Pero las diferencias eran muchas más: el
matrimonio, la hacienda, la cabalgadura, la biblioteca, las costumbres cinegéti
cas y el arrojo. A Sancho, las costumbres del nuevo hidalgo le parecen tan de per
las que no duda en tomarle por “el primer santo a la jineta que he visto en todos
los días de mi vida” (II, 16). La ambigüedad de la figura ha abierto un pequeño
debate exegético en tomo a su significado. Para unos críticos, don Diego encar
na en sí todo lo que Cervantes consideró virtudes, otros lo tildan de cobarde y
no pocos, siguiendo a don Marcel Bataillon (1983: 792-793), han defendido su
condición de portavoz del ideario erasmista y del epicureismo cristiano.
Cervantes se limitó a contraponer literariamente a don Diego y a don Qui
jote: subrayó sus similitudes y su antagonismo vital; compendió en uno la
moderación y la cordura, y en otro, el exceso y la pasión. El juicio, como casi
siempre en la narrativa cervantina, queda en suspenso; aunque no hay que olvi
dar que en el epígrafe que introduce la aventura lo presenta como “un discre
to caballero de la Mancha” (II, 16). Pudiera pensarse que lo que en don Qui
jote es demasía, en don Diego es apocamiento y complacencia. Hacia esa
vertiente negativa se ha inclinado la crítica a la hora de interpretar la simbolo-
gía del verde en su vestimenta. Gracián afirmaba en El Criticón que el verde era
“color muy mal visto de la Autoridad” por tener visos bufonescos. De ahí que
Montesinos lleve “una beca de colegial, de raso verde”, que maese Pedro se dis
frace con un “parche de tafetán verde”, que don Quijote luzca “una montera
de raso verde” en el palacio de los duques o que a Sancho lo adornen de otro
vestido “verde, de finísimo paño” (II, 23, 25, 31 y 34). Pero vaya usted saber
hasta qué punto quiso llegar Cervantes con esto del color.
Lo que sí queda claro es que don Quijote quiere poner distancias con este
otro yo, y por eso se lanza a la loca aventura del león. Al fin y al cabo, él era un
caballero andante y don Diego no pasaba de ser “caballero cortesano”, de esos
que prefieren la comodidad del ocio a los peligros de las- aven turas. De nuevo
son los libros los que conducen al porqué de este negocio. Francisco Márquez
Villanueva explicó que la discrepancia de los dos hidalgos encuentra su expli
cación en la literatura (1975: 154). Don Diego tiene, como cristiano erasmis
ta, sus pocos libros de devoción, aunque parecen interesarle más los de entre
tenimiento. Los que no cruzan los umbrales de su pequeña biblioteca son los
libros de caballerías, por más que don Quijote trate de enmendar su error. En
el fondo, esos reparos hacia la literatura caballeresca son los mismos que don
Diego expresa sobre la poesía. Cuando el del Verde Gabán despotrica contra
las aficiones poéticas de su hijo, don Quijote se le opone con una encendida
defensa de la poesía. Recuérdese que caballería y poesía eran los dos mundos
ideales que permitieron a Alonso Quijano convertirse en caballero andante y
renunciar a una vida similar a la de don Diego de Miranda.
(II, 27). En el caso de don Alvaro Tarfe, Cervantes eligió una bifurcación sim
bólica: “[...] a obra de media legua se apartaban dos caminos diferentes, el uno
que guiaba a la aldea de don Quijote, y el otro el que había de llevar don Alva
ro” (II, 72). Lo mismo sucede con el estudiante pardal que acapara el prota
gonismo en el prólogo del Persiles: “En esto llegamos a la puente de Toledo, y
yo entré por ella, y él se apartó a entrar por la de Segovia”. Los caminos de don
Alvaro y del estudiante conducían hacia el resto de sus vidas literarias, por más
que hoy nos resulten desconocidas. En los senderos de don Quijote y Cer
vantes esperaba la muerte a la vuelta de la esquina.
115
Capítulo 8 La escritura cervantina
E l desa rro llo del Quijote como novela impuso a Cervantes la necesidad de mul
tiplicar las voces, variar los lenguajes y diversificar los estilos. La pluralidad lin
güística, paralela a la complicación del juego de autores y perspectivas, terminó por
convertir el libro en una mixtura sin parangón en ningún otro texto contemporá
neo. De este modo, ampliaba las miras de su obra, acrecentaba el entretenimien
to del lector y se enfrentaba a la poética tradicional. Desde la Antigüedad, los pre
ceptistas retóricos se habían esforzado en deslindar los diversos estilos en nombre
del decoro. Durante en la Edad Media, Jean de Garlande reformuló en su Poetria
el famosísimo sistema de los tres estilos, humilde, medio y grave: “Item sunt tres
styli secundum status hominum: pastorali vitae convenit stylus humilis; agricolis,
mediocribus; gravis, gravibus personis quae praesunt pastoribus et agricolis”.
La rigidez del esquema comenzó lentamente a ceder en las nuevas prácti
cas literarias. Los libros de caballerías, la ficción pastoril o incluso la picaresca
se caracterizaban todavía por un estilo único y siempre semejante a sí mismo;
pero, desde la aparición de la Celestina, la mezcla de géneros, materias y esti
La escritura cervantina
117
Dos intenciones previas condicionaron la escritura del Quijote: la primera
de ellas fue la de compilar la literatura contemporánea; la segunda, la de repro
ducir la compleja multiplicidad de la vida. Para afrontar el primer desafío, Cer
vantes engastó lo retórico, lo cómico, lo elevado, las novelle, las historias pas
toriles y las facecias más chuscas en el hilo de una sola voz de apariencia realista.
A lo largo de la historia puede seguirse una completa relación de los géneros
que conformaron el panorama literario del Siglo de Oro. Lo pastoril tiene cabi
da en los episodios de Marcela y Leandra o en la fingida Arcadia; lo épico, en
la cueva de Montesinos o el catálogo de ovejas; lo morisco, en la historia del
cautivo; la novella aparece con el Curioso impertinente', los amantes de Sierra
Morena desarrollan la trama de una comedia de enredo; el teatro se cuela de
nuevo en la carreta de comediantes, en las bodas de Camacho, en el palacio
de los duques, en la fingida Arcadia o en los títeres de maese Pedro; la orato
ria ocupa los discursos del hidalgo; los cuentos populares emergen en la his
toria de los parientes mojones de Sancho o en la de Torralba; los libros de avi
sos, en los consejos para el gobierno de la ínsula; lo caballeresco aflora aquí y
allá; los debates literarios ocupan el escrutinio de la librería o las charlas con el
canónigo; el primo de la cueva de Montesinos ingenia sus particulares polian
teas y misceláneas; cartas, jeroglíficos, refranes y adivinanzas trufan diversos
episodios; y, en fin, la poesía petrarquista, junto con romances, villancicos y
glosas, se desliza entre episodio y episodio.
Los casos de don Quijote y Sancho son palmarios. Uno empezó como mera
parodia caballeresca y el otro, como un bobo sin más aditamento. Con esa tacha
de monomaniaco, el hidalgo se pasea por los primeros capítulos de la novela
expresándose en un castellano arcaico que subraya lo ridículo de su imitación
caballeresca, en la misma medida en que lo hacen su armamento o sus ideas.
Pero don Quijote pasa de loco a las bravas a loco entreverado. Esas alternan
cias entre delirios y estados de lucidez permitieron a Cervantes desplegar todo
un arsenal de patrones lingüísticos, que corresponde a lo que afirma Sancho
sobre su señor: “Yo pensaba en mi ánima que sólo podía saber aquello que
tocaba a sus caballerías, pero no hay cosa donde no pique y deje de meter su
cucharada” (II, 22). Al fin y al cabo, Alonso Quijano es un hidalgo culto y leí
do, que sabe hablar como miembro del estado social al que pertenece y con el
bagaje que su extensa biblioteca le ha dejado. Los temas y las situaciones mar
can la diversidad de voces en el personaje: usa del refranero, como debía de ser
propio para quien vivía en una aldea; maneja la oratoria en sus discursos; se
La escritura cervantina
119
Por si fuera poco, el caballero tiene sus dejes de poeta, que se desatan con
la lectura de los versos de Cardenio. Es en Sierra Morena donde promete a San
cho componer “una carta, escrita en verso de arriba abajo [...] Porque quiero
que sepas, Sancho, que todos o los más caballeros andantes de la edad pasa
da eran grandes trovadores y grandes músicos; que estas dos habilidades o gra
cias, por mejor decir, son anexas a los enamorados andantes. Verdad es que las
coplas de los pasados caballeros tienen más de espíritu, que de primor” (I, 23).
A esa falta de primor se acogió en sus poemas, pues las únicas coplas que pudie
ron sacarse en limpio, de las muchas que había grabado en los árboles, fueron
esas tremendas que terminaban con una ingeniosa añadidura:
No causó poca risa en los que hallaron los versos referidos el añadi
dura del Toboso al nombre de Dulcinea, porque imaginaron que debió de
imaginar don Quijote que si, en nombrando a Dulcinea, no decía también
del Toboso, no se podría entender la copla (I, 26).
El habla de Sancho fue una de las cosas que los contemporáneos encon
traron más divertidas en la novela, acaso porque respondía a un modo de expre
sarse entendido como propio, natural y arraigado en la tradición. De haberse
quedado en simple tonto, heredero de los personajes de Juan del Encina, San
cho se hubiera expresado en el inalterable stylus humilis que le asignaba la rota
vergiliana y que, en la literatura española del xvi, se vino a identificar con el
sayagués. Era ésta una lengua artificiosamente vulgar que apuntaba hacia la
comicidad lingüística, haciendo repetir a los pastores eso de “A la he”, subra
El Quijote por de dentro
120
La defensa circunspecta del decoro literario se va al garete cuando entra en
juego la complejidad literaria de Sancho. Las facetas más cómicas del escude
ro afloran en las parodias de su amo: cuando trastoca su carta de amores (I,
25-26), cuando reflexiona consigo mismo, a las puertas del Toboso (II, 10) o
cuándo arrasa con los códigos corteses y petrarquistas en la descripción de las
tres labradoras. En este último episodio, Cervantes logra reunir, de una sola
carambola, el tópico lírico y su contratópico, cuando Sancho compara con per
las los ojos de la dama y don Quijote le repone:
[...] si mal no me acuerdo, dijiste que tenía los ojos de perlas, y los ojos
que parecen de perlas antes son de besugo que de dama; y, a lo que yo
creo, los de Dulcinea deben ser de verdes esmeraldas, rasgados, con dos
celestiales arcos que les sirven de cejas; y esas perlas quítalas de los ojos y
pásalas a los dientes, que sin duda te trocaste, Sancho, tomando los ojos
por los dientes (II, 11).
Junto a ese don para la chanza, Sancho se adorna con tan “buen natural y
discreción”, que podría, según su señor, “tomar un pulpito en la mano” e irse
“por ese mundo predicando lindezas” (II, 20 y 22). Aunque tal alarde no casa
ba con las costumbres lingüísticas de un rústico, Cervantes quiso aumentar la
discreción y agudeza natural de Sancho para responder al personaje que había
trazado Avellaneda. La ocasión le sirvió también para ironizar sobre las exigen
cias del decoro, cuando, en el capítulo y el mismo traductor asegura que el escu
dero habla “con otro estilo del que se podía prometer de su corto ingenio, y dice
cosas tan sutiles que no tiene por posible que él las supiese” (II, 5).
La comicidad lingüística del libro en su conjunto se construyó sobre tres
elementos básicos: la parodia, la ironía y -llamémoslo así- la sal gorda, pues
no ha de olvidarse que la intención más evidente de Cervantes fue la de com
poner un libro de risas y entretenimiento. La parodia es la primera razón de ser
de la obra y la fuente de buena parte de su humor. Por eso el lenguaje del héroe
se define como un remedo de la jerga caballeresca, que alcanza a otros perso
najes conocedores del código, como el cura, Dorotea, Cardenio o Sansón Carras
co. Se trata de la jovial fabla arcaizante, que tanto deleitó a los lectores delxvii
y que Cervantes usó para caracterizar los primeros balbuceos del personaje cen
tral o para subrayar la comicidad de los poemas preliminares. Así ocurre en el
La escritura cervantina
soneto de Solisdán, donde se dan cita todos los tópicos fonéticos y léxicos de
esta jerigonza: “Maguer, señor Quijote, que sandeces / vos tengan el cerbelo
derrumbado, / nunca seréis de alguno reprochado / por home de obras viles y
soeces [...] ”. El estilo de los libros de caballerías, a fuerza de elevarse por enci
ma de lo razonable, terminó en caricatura. A esa imitación burlesca de los roman
ces antiguos y los libros de caballerías dedicó el autor buena parte de sus esfuer
121
zos, tal como quiso subrayar con la transcripción de un supuesto pasaje de Feli
ciano de Silva: “[...] ningunos le parecían tan bien como los que compuso el
famoso Feliciano de Silva, porque la claridad de su prosa y aquellas entricadas
razones suyas le parecían de perlas, y más cuando llegaba a leer aquellos requie
bros y cartas de desafíos, donde en muchas partes hallaba escrito: ‘La razón de
la sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece, que con
razón me quejo de la vuestra fermosura’” (I, 1).
122
de fray Luis, de hacer chistes en clase sobre la ignorancia de los que, como don
Quijote con las caballerías y los encantadores, justificaban su ignorancia del
hebreo inventando alegorías sobre el texto bíblico: “Tiene el dicho maestro Mar
tínez especialmente, por común refrán, en la lengua, el sabio Alegorín, aludien
do a lo que dice en su libro, a parescer de todos, que cuando los Santos no
entienden, se acogen a inventar alegorías”. Es una de las lecciones que Cer
vantes pudo aprender del humanismo.
123
yuntiva un recurso estilístico e intelectual de enorme valor en la escritura cer
vantina. Por medio de esa letra se siembra la duda y se sugiere, desde el mis
mo lenguaje, la imposibilidad de aprehender la verdad del mundo. La misma
enfermedad de don Quijote le sirve al narrador para plantear una de sus bifur
caciones irónicas: “o ya fuese de la melancolía que le causaba el verse vencido,
o ya por la disposición del cielo que así lo ordenaba, se le arraigó una calentu
ra” (II, 74). La opción entre la medicina y la trascendencia religiosa queda en
suspenso para que decida la intervención del lector.
oye, anea a don Quijote y empieza una colosal sucesión de palos que no deja
sano ni a Sancho, ni a su señor, ni a la moza tuerta, ni al arriero, ni al ventero
que acude al escándalo y que Sancho confunde con un moro encantado (I, 16-
17). Las palizas, los porrazos, los chichones, la sangre derramada y su encare
cimiento forman parte esencial del libro, sobre todo en la primera parte. Hay
que tener en cuenta que buena parte de esas somantas, que hoy pudieran pare-
124
cer crueles, tenían su justificación en la eutrapelia y eran poco más o menos
que las tundas blandas y risueñas de la commedia dell’arte. Junto a esa brutali
dad de bulto, el Quijote rebosa de cuentecillos, chistes y situaciones pensadas
para hacer reír. Ahí están las bascas de Sancho tras la ingesta del bálsamo de
Fierabrás (I, 17), el falso sudor requesonero que le desciende a don Quijote
celada abajo antes de acometer a los leones (II, 29) o el mal oído de Sancho
para entender las cosas que le caen de lejos y que le lleva a convertir “el cómpu
to de Ptolomeo, que fue el mayor cosmógrafo que se sabe” en “una gentil per
sona, puto y gafo, con la añadidura de meón, o meo, o no sé cómo” (II, 29).
El recurso técnico de los autores y narradores del texto le vino a Cervan
tes como anillo al dedo para encajar esa combinación de lenguajes y tonos.
Cada uno de los autores parece hablar con su voz particular, aunque casi nun
ca se reproduzcan sus palabras entrecomilladas. Lo que domina la narración
es un magnífico y casi indescifrable uso del estilo indirecto. Es el autor segun
do el que introduce las intervenciones, literales o parafraseadas, del traductor,
de Cide Hamete o del primer autor; hasta el punto de que hay muchas veces
en que el lector ignora quién es en realidad el responsable último de lo dicho.
Eso permite simultanear en una sola frase puntos de vistas diversos y hasta
encontrados, la gravedad y la ironía, el original y la parodia. Incluso en la muer
te misma de don Quijote, aprovechó Cervantes la ocasión para jugar con esas
perspectivas de voces y lenguajes. En primer lugar, la historia da cuenta de la
muerte del héroe con un estilo más bien convencional, que parece ser obra de
Cide Hamete: “[...] entre compasiones y lágrimas de los que allí se hallaron,
dio su espíritu [...] ”. De inmediato se añade - y en una primera persona que
recuerda al segundo narrador- una glosa más bien burlesca, que transforma en
risa la gravedad de la escena: “[...] quiero decir que se murió” (II, 74).
El Quijote nace de la multiplicidad de estilos, de la abundancia de los regis
tros, de la mezcla de géneros y de la variedad de voces que caracteriza a los per
sonajes. Ese batiburrillo se presenta como puntual indagación histórica y vie
ne envuelto en una escritura de apariencia realista; sin embargo, las cosas se
complican detrás de esa envoltura. La palabra cervantina rebasa los límites del
humor y deja resquicios a lo simbólico; en ella conviven simultáneamente,
como en un cuadro cubista, las distintas caras de la realidad. La única lectura
posible del Quijote es la que logra reunir todas esas variables, la que asume la
ambivalencia del texto y mezcla, como quiso Cervantes, las voces con sus ecos.
La escritura cervantina
125
LAS AFUERAS DEL QUIJOTE
Capítulo 9 El Quijote y las teorías
narrativas del Renacimiento
129
Los rastros de esas lecturas pueden seguirse en el propio libro de Cervan
tes, ya que la reflexión crítica fue para él algo tan intrínseco a la creación lite
raria, que terminó convirtiéndose en materia narrativa. Hasta el punto de que,
en cierta medida, el Quijote -com o El licenciado Vidrian, el Viaje del Parnaso, El
casamiento engañoso o el Coloquio de los perros- constituye un tratado sobre la
ficción narrativa sabiamente repartido a lo largo y ancho del libro. En vez de
dejar su ideario teórico en una obra independiente, Cervantes prefirió inser
tarlo en la trama de su historia. La singularidad de este recurso fue fruto de su
profundo interés por la teoría literaria y de la clara conciencia de la novedad
que significaba su novela.
En el Ingenioso hidalgo hay tres momentos expresamente dedicados a la teo
ría y la crítica literaria: el escrutinio que el cura y el barbero hacen de la biblio
teca de Alonso Quijano (I, 6), los debates que preceden a la lectura del Curio
so impertinente (I, 32) y el intercambio de pareceres entre el cura, el canónigo
de Toledo y don Quijote, que tiene lugar hacia el final de la segunda salida (II,
47-50). En la continuación de 1615, por su parte, son varias las escenas que
dan ocasión para la reflexión poética. En los primeros capítulos de la segunda
parte, don Quijote, Sancho o Sansón Carrasco se detienen a deliberar sobre los
resultados estéticos de la primera (II, 2-4); más tarde son las charlas con don
Diego de Miranda y su hijo las que abren un debate sobre la poesía (II, 16 y
18); durante la representación del retablo de maese Pedro, éste, el niño narra
dor y don Quijote arguyen sobre los modos de narrar (II, 26); y la visita a la
imprenta barcelonesa viene al pelo para tratar el tema de la traducción (II, 62).
La decisiva presencia del Quijote apócrifo en la segunda parte cervantina mul
tiplica los avisos sobre poética y crítica literaria. Cervantes quiso así poner de
manifiesto su superioridad frente a la improvisación y el estilo hinchado de que
se había servido Avellaneda para encubrir sus carencias como narrador. Todos
los reparos al libro enemigo quedaron compendiados en el donaire del pintor
Orbaneja:
[...] este pintor es como Orbaneja, un pintor que estaba en Úbeda, que, cuan
do le preguntaban qué pintaba, respondía: “Lo que saliere”; y si por ventu
ra pintaba un gallo, escribía debajo: “Éste es gallo”, porque no pensasen que
era zona. Desta manera me parece a mí, Sancho, que debe de ser el pintor
o escritor, que todo es uno, que sacó a luz la historia deste nuevo don Qui
Las afueras del Quijote
jote que ha salido: que pintó o escribió lo que saliere (II, 71).
130
caracterizan el Quijote dificultan esa identificación. Aunque eí canónigo, desde
luego, representa la novedad del neoaristotelismo, el libro recoge pareceres con
tradictorios y que estaban lejos de ser definitivos. Es más, el diálogo entre los
personajes se emplea como contraste de.distintas opiniones literarias. Debe
recordarse que Cervantes no fue un preceptista y nunca quiso seguir de todo
en todo el pensamiento expuesto por el canónigo. Como narrador de ficción,
más que atenerse a esos dictados racionales y aristotélicos, aspiró a ejercer su
libertad creativa más allá de cualquier categoría poética o retórica.
Tal y como se anuncia desde el prólogo de 1605 y se repite una y otra vez
a lo largo del libro, el Quijote se pensó como un ataque contra los libros de
caballerías. Aun así, Cervantes estaba lejos de compartir las condenas de los
moralistas por la lascivia del género. Más bien se remitió a las censuras estéti
cas de Vives o del Pinciano, que había escribió al respecto en la epístola quin
ta de la Philosophia poética: “Las ficciones que no tienen imitación y verisimili
tud no son fábulas, sino disparates como alguna de las que antiguamente se
llamaron milesias, agora libros de caballerías, los cuales tienen acaecimientos
fuera de toda buena imitación y semejanza a verdad”. Sobre la base de esos
mismos criterios neoaristotélicos, el amigo del prólogo, el narrador y, sobre
todo, el canónigo condenan los libros de caballerías por la incoherencia y el
desorden de su composición. El clérigo de Toledo asegura que los libros de ese
género y condición se componen de “tantos miembros, que más parece que
llevan intención a formar una quimera o un monstruo que a hacer una figura
proporcionada”. Luego añade: “Fuera desto, son en el estilo duros; en las haza
ñas, increíbles; en los amores, lascivos; en las cortesías, mal mirados; largos en
las batallas, necios en las razones, disparatados en los viajes, y, finalmente, aje
nos de todo discreto artificio” (I, 47). Es decir, que estaban mal dispuestos y
mal escritos, que no se atenían a lógica alguna, que desatendían las reglas de
la poética y la retórica, y que resultaban de todo punto inverosímiles.
El Quijote y las teorías narrativas del Renacimiento
Pues bien, a pesar de toda esta diatriba, el canónigo se había planteado
escribir un libro de caballerías, porque, a su juicio, la variada multiplicidad de
acciones que caracterizaba el género daba una buena ocasión para contar his
torias extensas. El narrador le quita en ese momento la palabra al canónigo y
apunta: “[...] con todo cuanto mal había dicho de tales libros, hallaba en ellos
una cosa buena: que era el sujeto que ofrecían para que un buen entendimiento
pudiese mostrarse en ellos, porque daban largo y espacioso campo por donde
sin empacho alguno pudiese correr la pluma”. Las razones las expone de nue
vo el religioso: “Porque la escritura desatada destos libros da lugar a que el autor
pueda mostrarse épico, lírico, trágico, cómico, con todas aquellas partes que
encierran en sí las dulcísimas y agradables ciencias de la poesía y de la orato
ria; que la épica también puede escrebirse en prosa como en verso” (I, 47).
131
Al final resulta que los tales libros ofrecían una riquísima y muy aprovechable
estructura de composición. Pero ahí no acaba la cosa.
Cuando el canónigo y el cura terminan su armonioso contrapunto, entra
en el debate don Quijote. Lo primero que hace es romper los límites de la lite
ratura y mezclar las churras del Cid con las merinas de los Amadises, para lue
go, más allá de cualquier otro razonamiento, defender el gusto y la bondad de
estas ficciones por sí mismas: “[...] vuestra merced créame y, como otra vez le
he dicho, lea estos libros, y verá cómo le destierran la melancolía que tuviere y
le mejoran la condición, si acaso la tiene mala. De mí sé decir que después que
soy caballero andante soy valiente, comedido, liberal, bien criado, generoso,
cortés, atrevido, blando, paciente, sufridor de trabajos, de prisiones, de encan
tos” (I, 50). De este modo, el caballero pone sobre el tapete los dos asuntos de
teoría literaria que se sitúan en el centro de su farsa: la imitación y las relacio
nes entre la historia y la ficción.
El término renacentista imitatio procedía del concepto aristotélico de mime
sis. A partir de su definición original como reproducción de las acciones rea
les, su ámbito de significación se fue ampliando hasta designar la imitación en
su sentido más amplio y ambiguo. Desde Horacio, la cuestión se había con
vertido en un lugar común de la poética, que insistía en la necesidad de seguir
a los grandes autores para, sobre su modelo, alcanzar la perfección en la obra.
Con ese sentido, llegó el asunto al Quijote, donde habría de convertirse en cla
ve teórica y tema narrativo. No obstante, Cervantes lo aunó con el otro modo
de imitación que proponían las biografías ejemplares y los tratados morales: la
imitación vital de otros hombres, al modo que Tomás de Kempis pedía en su
breviario devoto Imitación de Cristo. De hecho, Alonso Quijano se debate en el
primer capítulo entre ambos modos de imitación. Si se hubiera limitado a escri
bir, como en principio se propone, una continuación del Belianís de Grecia, la
cosa no hubiera pasado a mayores. El ingenioso hidalgo decidió, sin embargo,
intercambiar los códigos de esos dos modos de imitatio y asemejarse no a un
santo o a un caballero histórico, sino a unos personajes imaginarios y sólo rea
les como letras de molde. La intención que asume don Quijote de reconstruir
con su vida un libro de caballerías está en la raíz del juego, a la vez mimético
y paródico, que afrontó Cervantes como autor.
Esa confusión de códigos conducía inevitablemente hacia la cuestión de
Las afueras del Quijote
las relaciones entre historia y poesía. Con intención más o menos irónica, Cer
vantes trajo a colación este negocio por medio del bachiller Sansón Carrasco,
que aseguraba que “uno es escribir como poeta y otro como historiador: el poe
ta puede contar, o cantar las cosas, no como fueron, sino como debían ser; y
el historiador las ha de escribir, no como debían ser, sino como fueron, sin aña
dir ni quitar a la verdad cosa alguna” (II, 3). Pero resulta que el mismo Carras
132
co había informado a don Quijote y a Sancho de la existencia de un libro que
narraba sus aventuras. El efecto redundaba en la voluntad cervantina de pre
sentar su ficción como si fuese historia. De este modo, la creación daba al tras
te con cualquier planteamiento teórico que pretendiera separar de manera níti
da y definitiva los territorios de la historia y los de la ficción.
Las poéticas contemporáneas e incluso los dominios explorados por la prác
tica literaria mantenían unas fronteras perfectamente delimitadas entre lo ideal y
lo real, que todavía es visible en parte de la obra cervantina, donde, a un lado, sé
sitúan Rinconete, El licenciado Vidriera o el Coloquio, y al otro, La Galatea, El aman
te liberal o La española inglesa. Cervantes sintió, sin embargo, la atracción simul
tánea de ambos bandos. Los avatares cortesanos, las peripecias sentimentales y
los amores pastoriles fueron una presencia tan importante en su obra que toda
vía tres días antes de morir le prometía al conde de Lemos una continuación de
La Galatea. La realidad, por su parte, llamó continuamente a la puerta de la nove
lística cervantina. Bien es cierto que de su realismo hay mucho que decir, pues
Cervantes quiso dar siempre con soluciones narrativas que marcaran distancias
con los modelos precedentes. Piénsese, por ejemplo, en la condición realista del
Coloquio, donde, según el testimonio alucinado del alférez Campuzano, dós peños
toman la palabra para dar cuenta de apicaradas existencias.
El punto de equilibrio en este campo de Agramante se encontraba en lo
que Edward Riley ha llamado la “verdad poética”. Ese modo de verdad, de
índole puramente literaria, estaba más allá de cualquier obligación que no fue
ra la del propio artificio estético. Juan Luis Vives ya había defendido, en su Veri-
tas fucata (1522), la licitud de la ficción frente a las condenas de predicadores
y humanistas. La única condición que el humanista requería es que esas fic
ciones se atuvieran a la verosimilitud y a la moral. En último término, la ver
dad artística nada tenía que ver con la verdad filosófica o histórica, aunque
pudiera servir para transmitirlas con mayor placer para el receptor. El canóni
El Quijote y las teorías narrativas del Renacimiento
go se acogió a esta tesis y propuso una senda de escritura que pudo seguir Cer
vantes:
133
imaginario, lo maravilloso, lo increíble podían hacerse posible en la narración
y hasta aceptables para el lector por medio de los mecanismos de la verosimi
litud, que, según ha explicado Félix Martínez-Bonati, habían de entenderse
como “una suerte de compromiso entre el sentido de la realidad y la soñado
ra imaginación de lo maravilloso, el portento, lo sobrenatural” (1995: 198).
Está claro que Cervantes no se atuvo a ninguna de las pautas que le mar
caban las teorías precedentes. Más bien al contrario. Los límites genéricos que
establecía la tradición se convirtieron en un estímulo para ejercer su libertad
creadora. En La Galatea, en el Persiles y, desde luego, en el Quijote, rompió,
cortó, abolló, hizo y deshizo a sus anchas en el campo de la ficción. Cervan
tes avanzó hacia una literatura más sofisticada, es decir, hacia una literatura
más alambicada y engañosa, en la que los límites entre lo real y lo falso resul
taban difíciles de determinar. La obra cervantina aspiró a reproducir con pala
bras la fluidez cambiante de la existencia humana y eso era imposible en los géne
ros hasta entonces conocidos. Esos géneros se convirtieron en moldes que no
podían contener los nuevos experimentos y la escritura cervantina les condujo
poco a poco a la desintegración. Al fin y al cabo, lo que Cervantes estaba defen
diendo era su absoluta libertad como creador a la hora de inventar y escribir
una fábula.
A esa libertad se refería el canónigo cuando ensalza la “escritura desatada”
de los libros de caballerías, que permitían, sobre una sola trama, introducir
asuntos y estilos variados. Parece que Cervantes pretendía conseguir un espa
cio propio para su experimento en las teorías que sobre los géneros había for
mulado el Renacimiento. Quiso buscarlo en la confluencia de la épica caballe
resca en prosa, las invenciones bizantinas de Heliodoro y la narrativa en verso
que construyeron entre Ariosto y Tasso. A la hora de bautizar su invento, tomó,
a falta de otro término mejor, por la calle de en medio y puso al frente del pró
logo de 1605 el común denominador de “historia”. El problema es que esa
“historia” a secas no era ningún género literario, al menos de ficción. En su
acepción más culta, la historia era la recapitulación de los hechos pasados, y
con ese sentido la utiliza el cura para hablar de la Historia del Gran Capitán Gon
zalo Hernández de Córdoba, con la vida de Diego García de Paredes, que estaba en
la maleta del ventero. El vocablo le sirve, además, para distinguir ese libro de
las invenciones fantásticas del Don Cirongilio de Tracia y del Felixmarte de Hir-
cania: “[...] estos dos libros son mentirosos y están llenos de disparates y deva
neos; y este del Gran Capitán es historia verdadera” (I, 32). Hasta aquí todo
muy bien. La madeja comienza a enredarse cuando el lector descubre que el
manuscrito que el autor segundo compra en Toledo también se titula Historia
de don Quijote de la Mancha y que su autor, Cide Hamete Benengeli, viene a ser
calificado como “historiador arábigo”. Más adelante verá cómo este segundo
autor, con evidente intención irónica, se refiere a su libro como “historia ver
dadera”. Pareciera que el propósito es hacer creer a ese lector'que la de don
Quijote es, en verdad, una historia, como la del Gran Capitán; aunque al final
es el mismo narrador quien muestra a sus lectores la tramoya del engaño:
El cual autor no pide a los que la leyeren, en premio del inmenso tra
bajo que le costó inquerir y buscar todos los archivos manchegos, por sacar
la a luz, sino que le den el mesmo crédito que suelen dar los discretos a El Quijote y las teorías narrativas del Renacimiento
los libros de caballerías, que tan validos andan en el mundo; que con esto
se tendrá por bien pagado y satisfecho (1, 52).
Las guías de lectura que propone el libro resultan claras: hay que leerlo
como si fuera historia, pero sabiendo que no lo es y teniendo delante el ejem
plo de los libros de caballerías para poder descubrir las claves de la parodia.
Como ha escrito Daniel Eisenberg, Cervantes quiso componer “un libro de
caballerías burlesco” (1995: 81). El tema de la novela es la imitación a contra-
pié que de las aventuras caballerescas proyecta y realiza un hidalgo cincuen
tón. Todo esto da ocasión a una parodia burlesca que alcanza al lenguaje, a los
temas, al recurso de los autores y a la misma disposición del libro. Si se hubie
ra quedado ahí, el Quijote hoy dormiría en los estantes de la erudición. Desde
135
luego, el libro final es mucho más que una simple parodia, cuyas claves pasa
rían hoy día inadvertidas. La profundidad, la ironía, la escritura y la capacidad
de trascenderse a sí mismo lo han convertido en mucho más. El primer impul
so de Cervantes y el que más se ajusta al diseño de la primera parte fue el de
escribir la parodia de un género bien conocido por los lectores del siglo xvii.
En realidad, todas las narraciones de Cervantes fueron, en alguna medida, una
parodia, un remedo, una alteración del género original. La Galatea es una nove
la pastoril y al mismo tiempo no lo es; Rinconete o el Coloquio son historias pica
rescas en las que no hay rastro de la visión unívoca del picaro; el Persiles es una
historia etiópica que imita a Heliodoro, pero que rebasa con mucho los confi
nes del género. Y el Quijote es el Quijote, algo que destruyó los límites teóricos
de la literatura desde dentro, que le confirió al autor una libertad y unos pode
res hasta entonces incógnitos y que significó -por qué no escribirlo- una revo
lución en toda regla.
Capítulo 10 Materiales de construcción:
literatura e historia
El Quijote es un libro de libros y sobre libros, y fueron libros los ladrillos que
Miguel de Cervantes empleó para levantar el edificio de su novela. La mayoría
de esos volúmenes eran reales, como el Amadas de Gaula o La Araucana, y los
tuvieron entre sus manos muchos lectores de carne y hueso. El ardid del autor
estuvo en incorporar a su lectura a otros personajes imaginarios, de manera que
esos mismos libros terminaron por convertirse en materia de ficción, al menos
en la misma medida en que lo eran Le bagatele, uno de los textos que se estam Materiales de construcción: literatura e historia
pa en la imprenta de Barcelona y cuya existencia resulta incierta (II, 62), o la a
todas luces imposible Vida de Ginés de Pasamonte, que el galeote había empeña
do por doscientos reales (I, 22). Entre todas esas obras, la Novela del curioso imper
tinente constituye uno de los ejemplos más singulares del puente literario que
Cervantes quiso tender entre lo ficticio y lo real. Para empezar, la novelita no
existía como libro fuera de la ficción del Quijote y sólo el ventero o el cura lle
gan a tocarla. Cervantes, sin embargo, desplegó sus páginas ante los ojos mis
mos de los lectores, que, por un momento, se igualan con esos otros lectores
internos y ficticios. Aún más; se permitió el lujo de interrumpir la lectura con el
episodio de Ios-cueros de vino para recordarle a los lectores reales que ese libro,
que podían leer sin que en realidad existiera, era sólo ficción de otra ficción.
137
Tanto interesaron los libros a Cervantes que los convirtió en la razón de ser
de su novela y de sus personajes, que, por legión, leen, guardan sus ejemplares
y viven bajo la alargada sombra de la literatura. Unos adoptan lenguajes libres
cos, otros se comportan según pautas dictadas por la literatura y otros, como
don Quijote, tienen una más que razonable biblioteca. De Grísóstomo se dice
que “había sido estudiante muchos años en Salamanca, al cabo de los cuales
había vuelto a su lugar, con opinión de muy sabio y muy leído”; y de Marcela no
hay que dudar que conocía, por lo menos, los libros de pastores (I, 12). Tam
bién Dorotea confiesa que “había leído muchos libros de caballerías” y eso le
permite ejercer de repentina princesa Micomicona; Luscinda le pide a Cardenio
“un libro de caballerías en que leer” y éste aprovecha para enviarle sus billetes
de amor entre las páginas delAmadís de Gaula, “de quien era ella muy aficiona
da” (I, 24); y Cardenio, loco de amor y de celos al modo del Orlando, no sólo se
pelea con don Quijote por un quítame allá esas pajas sobre la reina Madásima,
sino que pone en su maleta de viaje “un librillo de memoria, ricamente guarne
cido” (1, 23). Hasta el canónigo toledano se declara culpable en materia de libros
de caballerías y confiesa haber leído, “llevado de un ocioso y falso gusto, casi el
principio de todos los más que hay impresos” (I, 47). Lo cierto es que debía de
haber devorado muchas más páginas, por lo que sale al hilo de sus palabras.
Hay en la primera parte una pequeña biblioteca tan curiosa por su conti
nente como por su contenido: la “maletilla vieja, cerrada con una cadenilla”,
que guarda como oro en paño Juan Palomeque el Zurdo. Esa maleta había obra
do milagros en el caletre del ventero, que aseguraba haber encontrado la vida
en los libros y que creía a pies juntillas en ellos, aunque estuviera lejos de lan
zarse, como don Quijote, al monte: bien veo que ahora no se usa lo que
se usaba en aquel tiempo, cuando se dice que andaban por el mundo estos
famosos caballeros” (I, 32). En esa bolsa de viaje están mezclados a bulto Don
Cirongilio de Irada, el Felixmarte de Hircania, la Historia del Gran Capitán Gon
zalo Hernández de Córdoba, con la vida de Diego García de Paredes, el manuscrito
de la Novela del curioso impertinente y la novela, también manuscrita, de Rinco-
netey Cortadillo, aún antes de que viera la imprenta dentro de las Novelas ejem
plares. En esa minúscula biblioteca portátil se resumen, en buena medida, los
temas mayores del Quijote: los libros de caballerías, los de historia, las novelas
cortesanas y las picarescas o los deslindes entre historia y ficción.
Las afueras del Quijote
En la segunda parte, los lectores lo son en gran medida del Quijote de 1605
y del Quijote apócrifo. Aun así y dadas sus gestas y palabras, se ha de suponer
que el bachiller Sansón Carrasco era, como el primo del la cueva de Montesi
no, un “famoso estudiante, muy aficionado a leer libros de caballerías” (II, 22).
Los habitantes del palacio ducal también sabían de caballeros y habían hojea
do, a no dudarlo, la historia del Ingenioso hidalgo. Por su parte, don Jerónimo y
138
donjuán viajan con el libro de Avellaneda en sus maletas y se lo leen mutua
mente en voz alta (II, 59); el barcelonés don Antonio Moreno es otro de esos
lectores curiosos y lleva a don Quijote a visitar una imprenta (II, 62). Con todo,
es don Diego Miranda quien ofrece más puntuales detalles de su particular
biblioteca y de sus gustos:
141
mientos teatrales de Cervantes dejaron una profunda huella en el Quijote, como
demuestran la influencia del Entremés de los romances, la trama de Cardenio,
Dorotea, Luscinda y don Femando, tomada de las comedias de enredo, la pre
sencia de la compañía de Angulo el Malo, los títeres de maese Pedro o las cen
suras que el cura y el canónigo toledano vierten “las comedias que agora se
usan” (I, 48). Cervantes hablaba por la misma herida que sangra en el prólogo
de las Ocho comedias y ocho entremeses y en ese fondo -o muy en primer plano-
aparece siempre el monstruo envidioso y envidiado, el gran Lope de Vega que,
en el Viaje del Parnaso, descendía llovido de una nube.
Hay un lugar del Quijote donde Cervantes dejó escrita, acaso involuntaria
mente, la relación de textos y géneros de los que se sirvió para construir su
obra. La lista de textos y personajes que aparecen en los versos preliminares de
la primera parte ha de entenderse como una declaración de intenciones litera
rias. Los poemas se inician con una ristra caballeresca en la que se ensartan el
Amadís de Gaula, el Don Belianís de Grecia o el Espejo de príncipes. Junto a ellos,
asoma el soneto de Solisdán, que remeda la fabla que luego será instrumento
verbal de la locura quijotesca. La épica italiana se menciona con el Orlando furio
so; pero también está la nueva literatura de tintes realistas en la Celestina y el
Lazarillo, a los que se alude en los versos del Donoso. La presencia de Babieca
apunta, por un lado, al Cid histórico, pero, por otro, su diálogo con Rocinante
anticipa el Coloquio de los perros y remeda al Asno de Apuleyo, donde lo cómi
co, lo realista y lo maravilloso se religan en una sabia pócima. Sólo los pasto
res faltan a esta cita preliminar, acaso por que representaban lo más estilizado
en la materia quijotesca. Cervantes, a caballo entre los siglos XVI y X V il, recogió
en el Quijote todo el arsenal de libros y géneros conocidos: los de caballeros y
los de picaros, las aventuras peregrinas y las sentimentales, las pastoriles y las
celestinescas, los diálogos, los romances viejos, las cartas, los libros de senten
cias y refranes, las novelas cortesanas y los cuentos folclóricos. Todo le sirvió
para gestar un nuevo modo de ficción hasta entonces desconocida.
De entre todas las obras del género, el Amadís de Gaula se convirtió a la vez
en referente paródico de la invención cervantina y en modelo vital de don Qui
jote. Desde su nacimiento, el hidalgo se bautiza “de La Mancha”, en corres
pondencia a la distante Gaula, y otorga a Dulcinea el epíteto “sin par”, que
antes había pertenecido a Oriana. Durante la penitencia en Sierra Morena, el
caballero hará del Amadís su particular biblia: “Viva la memoria de Amadís, y
sea imitado de don Quijote de la Mancha en todo lo que pudiere” (I, 26). Has
ta la carta que remite a su dama desde la Sierra sigue de cerca la que Oriana le
espetó a Amadís con aquel tremendo sobrescripto: “Yo soy la donzella herida
de punta de espada por el coraçôn, y vos soys el que me feristes”, que don Qui
jote convierte en “El ferido de punta de ausencia y el llagado de las telas del
143
corazón, dulcísima Dulcinea del Toboso, ce envía la salud que él no tiene” (I,
25). Además del Amadís, Cervantes encontró un buen surtido de tramas, voca
bulario, personajes y casos en las historias caballerescas. Ahí están, en amalga
ma literaria, la vela de las armas y la investidura de don Quijote como caballe
ro novel, los apostrofes con que se encomienda a su dama, las arengas y los
desafíos, los combates fallidos, la aventura subterránea de la cueva de Monte
sinos -tan próxima a Las sergas de Esplandián- , el viaje equinoccial del Ebro o
el encuentro con los encamisados y el cuerpo muerto, que se inspira en el Pal-
merín de Inglaterra.
145
A lo que se ve, no todos estos pastores del Quijote estaban hechos de la
misma pasta. Entre ellos, los había reales, como los cabreros de la primera par
te, que comían cebollas, olían a ajos, cantaban ronco y tenían como obligación
el cuidado del ganado, y es a éstos a los que don Quijote encaja sus disquisi
ciones utópicas sobre la Edad de Oro. A su lado predomina otro tipo de pas
tores falsos, cuyo oficio principal no es el de cuidar ovejas, sino el de preten
der una vida distinta a la que les ha tocado en suerte. Para algunos de estos
personajes pastoriles la transformación es sólo circunstancial: el domingo ejer
cen de turistas en la fingida Arcadia, pero el lunes se quitan la pelliza y vuel
ven a su vida cotidiana. Hay, por el contrario, otros que, como Grisóstomo, se
toman el juego en serio y lo llevan hasta sus últimas consecuencias.
¿Qué es esto, señor tío? ¿Ahora que pensábamos nosotras que vues
tra merced volvía a reducirse en su casa, y pasar en ella una vida quieta y
honrada, se quiere meter en nuevos laberintos, haciéndose “Pastorcillo, tú
que vienes, pastorcico, tú que vas?”. Pues en verdad que está ya duro el
alcacel para zampoñas.
tra merced pasar en el campo las siestas del verano, los serenos del invierno, el
aullido de los lobos? No, por cierto, que éste es ejercicio y oficio de hombres
robustos, curtidos y criados para tal ministerio casi desde las fajas y mantillas.
Aun, mal por mal, mejor es ser caballero andante qpe pastor” (II, 73). Se plan
tea aquí la doble visión que de lo pastoril ofreció Cervantes, empeñado en enca
jar a los cabreros con el “famoso pastor estudiante” Grisóstomo o con las zaga
las de la fingida Arcadia. Esta discordia entre lo idealizado y lo real se condensa
en la canción de Grisóstomo (I, 13) y el romance rústico de Antonio (I, 11).
Ambos poemas tratan de pastoras despiadadas, pero sus vías retóricas son bien
distintas: el primero se aviene a la idealización garcilasiana, mientras que el
segundo queda en el verso tradicional y el tono villanesco. La contradicción de
ambas fórmulas literarias, como reflejo de un contraste más real, lo observó
147
mejor que nadie el perro Berganza en el Coloquio de b s perros. Con los avíos de
un materialista dialéctico, puso negro sobre blanco la imposibilidad de aque
llas ficciones pastoriles:
[...] consideraba que no debía de ser verdad lo que había oído contar de
la vida de los pastores; a lo menos, de aquellos que la dama de mi amo leía
en unos libros cuando yo iba a su casa, que todos trataban de pastores y
pastoras, diciendo que se les pasaba toda la vida cantando y tañendo con
gaitas, zampoñas, rabeles y chirumbelas, y con otros instrumentos extraor
dinarios... Digo que todos los pensamientos que he dicho, y muchos más,
me causaron ver los diferentes tratos y ejercicios que mis pastores...; por
que si los míos cantaban, no eran canciones acordadas y bien compuestas,
sino un “Cata el lobo dó va, Juanica” y otras cosas semejantes; y esto no
al son de chirumbelas, rabeles o gaitas, sino al que hacía el dar un cayado
con otro o al de algunas tejuelas puestas entre los dedos; y no con voces
delicadas, sonoras y admirables, sino con voces roncas, que, solas o ju n
tas, parecía, no que cantaban, sino que gritaban o gruñían. Lo más del día
se les pasaba espulgándose o remendando sus abarcas; ni entre ellos se
nombraban Amarilis, Fílidas, Galateas y Dianas, ni había Lisardos, Lausos,
Jacintos ni Riselos; todos eran Antones, Domingos, Pablos o Llorentes; por
donde vine a entender lo que pienso que deben de creer todos: que todos
aquellos libros son cosas soñadas y bien escritas para entretenimiento de
los ociosos, y no verdad alguna (2001: 554-555).
149
fue salvar la distancia entre ambos mundos literarios y crear un nuevo espacio
narrativo en el que pudieran convivir en armonía la vida material y prosaica de
los venteros y la invención casi metafísica de Dulcinea.
Junto a la picaresca, otro de los manantiales a los que Cervantes acudió en
el Quijote fue la cultura popular. A la estela del humanismo, dichos, cuentos y
consejas se vieron elevados a los altares. Del ámbito del carnaval proceden algu
nos antecedentes de don Quijote y Sancho como doña Cuaresma y don Car
nal, así como los episodios de las bodas de Camacho y el gobierno de Sancho.
Las de Camacho son una traslación realista de las utopías populares de Jauja y
Cucaña, ya que la escena remite sutilmente a estas alegorías alimenticias, según
las detalló Lope de Rueda en el paso de La tierra de Jauja: “en un asador de un
olmo entero” aparece “espetado [...] un entero novillo”, en cuyo vientre había
“doce tiernos y pequeños lechones”; hay “seis ollas que [...] eran seis medias
tinajas”, donde se encerraban “cameros enteros [...] como si fueran palomi
nos”; “las liebres ya sin pellejo y las gallinas sin pluma que estaban colgadas
por los árboles..., los pájaros y caza de diversos géneros eran infinitos, colga
dos de los árboles”; también se ofrecen “sesenta zaques de más de a dos arro
bas”; y “los quesos, puestos como ladrillos enrejalados, formaban una mura
lla”. Los vecinos de este espacio mágico viven, como era de esperar, en un reino
de felicidad: “Los cocineros y cocineras pasaban de cincuenta, todos limpios,
todos diligentes y todos contentos”. Los elementos del paisaje dejan entrever
la parodia: la generosidad y abundancia de la comida, los alimentos colgados
de los árboles como frutos, el tamaño de los asadores, la muralla de quesos y
la felicidad de los habitantes. Sancho ofrece otra pista al acudir a un refrán gro
sero: “El rey es mi gallo”, en el que confluyen su inclinación pancista a la abun
dancia y la mención del carnavalesco “rey de gallos” (II, 20).
También la ínsula Barataría se presenta como una suerte de Jauja ganada
sin esfuerzo, en la que todo atiende al ocio, al goce culinario y al enriqueci
miento fácil. Al igual que en la burla de Lope de Rueda, el bobo termina bur
lado y hambriento. De la mesa de Sancho salen intactas uña fuente de frutas,
las perdices asadas, el conejo, la ternera en adobo y una olla podrida, a las que
el hipocrático Pedro Recio de Agüero pone tasa, para limitar la dieta del gober
nador Panza a “un ciento de cañutillos de suplicaciones, y unas tajadicas sub
tiles de came de membrillo” (II, 47). En efecto, todo ocurre en una ínsula bur
lesca y Sancho es el rey de gallos de una fiesta ininterrumpida. Las simplezas
Las afueras del Quijote
150
cuento en el Quijote para destacar la existencia de una atmósfera folclórica en
el libro, que se deja entrever en consejas, esquemas narrativos e historias apun
tadas. Otros relatos están inspirados directamente en la literatura oral, como el
suicidio de pega de Basilio (II, 21), la anécdota de Sancho sobre los miramientos
de don Quijote para presidir la mesa de los duques (II, 31) o las innumeradas
cabras de Lope Ruiz (I, 20). De todo ello, lo que más parece interesarle a Cer
vantes son los modos de narrar. Una y otra vez los personajes interrumpen sus
palabras y acciones para reflexionar sobre el cómo y el por qué de lo que dicen.
El mismo cuento de Torralba da ocasión para ello. Sancho arranca distancián
dose de la historia y acudiendo a un recurso común del género:
Pero, con todo eso, yo me esforzaré a decir una historia que, si la acier
to a contar y no me van a la mano, es la mejor de las historias; y estéme
vuestra merced atento, que ya comienzo. “Erase que se era, el bien que
viniere para todos sea, y el mal, para quien lo fuere a buscar...”. Y advierta
vuestra merced, señor mío, que el principio que los antiguos dieron a sus
consejas no fue así como quiera, que fue una sentencia de Catón Zonzori-
no romano, que dice “y el mal, para quien le fuere a buscar”, que viene
aquí como anillo al dedo...
151
narración, pues empieza apuntando que “aunque parezca que sin ser rogado
me convido, si no os enfadáis dello y queréis, señores, un breve espacio pres
tarme oído atento, os contaré una verdad”, y termina con otra reflexión: “Ésta
es la historia que prometí contaros; si he sido en el contarla prolijo, no seré en
serviros corto” (I, 50-51). Ante los duques, Sancho vuelve a sus andadas de
cuentista: “Convidó un hidalgo de mi pueblo, muy rico y principal, porque
venía de los Alamos de Medina del Campo, que casó con doña Mencía de Qui
ñones, que fue hija de don Alonso de Marañón, caballero del hábito de San
tiago, que se ahogó en la Herradura, por quien hubo aquella pendencia años
ha en nuestro lugar, que, a lo que entiendo, mi señor don Quijote se halló en
ella, de donde salió herido Tomasillo el Travieso, el hijo de Balbastro el herre
ro [...] ”. Aunque su amo le pide que abrevie, la duquesa acude en su socorro:
“No ha de acortar tal, por hacerme a mí placer; antes, le ha de contar de la
manera que le sabe, aunque no le acabe en seis días; que si tantos fuesen, serí
an para mí los mejores que hubiese llevado en mi vida” (II, 31).
Los refranes son el último de los veneros de la tradición oral en que bebió
el Quijote. Con la autoridad de humanistas como Juan de Mal Lara, Cervantes
identificó el refranero con la expresión de una verdad universal y lo utilizó para
caracterizar cómicamente a Sancho y otros personajes populares. Los refranes
aparecían como un rasgo propio de la rusticidad, por más que don Quijote acu
da a ellos de vez en cuando. Y así, entre las recomendaciones que Sancho reci
be antes de tomar las riendas de su gobierno, el caballero le insta a abstenerse
de ajos y cebollas, y a moderarse en materia de refranes: “Sancho, no has de
mezclar en tus pláticas la muchedumbre de refranes que sueles; que, puesto
que los refranes son sentencias breves, muchas veces los traes tan por los cabe
llos, que más parecen disparates que sentencias”. Pero este escudero, dispuesto
a todo por ser gobernador, no se siente capaz de tal enmienda: “Eso Dios lo
puede remediar, porque sé más refranes que un libro, y viénenseme tantos jun
tos a la boca cuando hablo, que riñen por salir unos con otros, pero la lengua
va arrojando los primeros que encuentra, aunque no vengan a pelo” (II, 43).
Sin embargo, entre las quejas sobre esas permanentes ristras de refranes, don
Quijote reconoce el valor de la sabiduría tradicional que representan: “Paréce-
me, Sancho, que no hay refrán que no sea verdadero, porque todos son sen
tencias sacadas de la mesma experiencia, madre de las ciencias todas” (I, 21).
Al fondo se escuchan los ecos del humanismo.
153
en la Alcalaná toledana. En ese paisaje urbano aparecen tanto la historia arábi
ga de Benengeli, como el morisco aljamiado que la habrá de traducir. Sin embar
go, el narrador añade sin venir a cuento: “[...] no fue muy dificultoso hallar
intérprete semejante, pues, aunque le buscara de otra mejor y más antigua len
gua, le hallara”. Esa lengua no era otra que el hebreo, y sus intérpretes, unos
judíos a los que se suponía expulsados desde 1492. Se insinúa, sin embargo,
que en Toledo seguía habiendo judíos tras la expulsión y se abre así la puerta
de la ficción a la cuestión, tan trágica y tan real en la España del xvi, del esta
tuto de limpieza de sangre, los conversos y los criptojudíos. En ese marco es
donde cobran sentido las protestas que Sancho deja caer, como otros muchos
labradores literarios del Siglo de Oro, en tomo a lo inmaculado de su sangre.
[...] por gran dicha paresció en una tumba de piedra que debaxo de la tie
rra, en una hermita cerca de Constantinopla, fue hallada, y traÿdo por un
úngaro mercadero a estas partes de España, en letra y pargamino tan anti
guo que con mucho trabajo se pudo leer por aquellos que la lengua sabían.
155
ba en pleno auge y a la cabeza de los detractores se había situado Pedro de
Valencia, amigo entonces del mecenas de Cervantes don Bernardo de Rojas y
Sandoval. Es probable que el escritor quisiera ironizar sobre el asunto acudiendo
nada menos que a la autoridad burlesca del Amadís de Gaula. Algo similar haría
con la materia de brujas en el Coloquio de los p ern s, tan coincidente con el Asno
de oro como con el panfleto publicado en 1611 a raíz de los procesos contra
los brujos de Zugarramurdi. Quizá sea motivo suficiente para andar con pies
de plomo en esto de las fuentes cervantinas y reservar el mejor pedazo del libro
a la capacidad inventiva de Cervantes.
Capítulo 11 Un feliz contratiempo:
el Quijote de Avellaneda
157
libro salió sin grandes atenciones y plagado de erratas, porque el autor tuvo
como primer objetivo que llegara a la calle y que fuera conocido en los agrios
pamasillos de la corte para esgrimirlo como arma arrojadiza, en el momento
mismo en que Cervantes pergeñaba su segunda parte.
Con su continuación, Avellaneda se propuso vengar alguna grave afrenta
que le habría infringido Cervantes y que hoy desconocemos. Para hacerlo, nada
mejor que usurparle la autoridad al manco y, con ella, la fama y los dineros. El
apócrifo ocupó buena parte de su prólogo en demostrar que nada censurable
había en su juego y que ya antes el Orlando, La Diana de Montemayor o la Celes
tina habían prolongado sus historias en las plumas de distintos autores. Calló,
sin embargo, la más reciente Segunda parte del Guzmán, que, como su falso Qui
jote, se había apropiado de una invención personal y novedosa por completo.
Tuvo incluso el desahogo de insinuar, al hilo de la narración, que nada había
de original en la historia cervantina: “Y no es cosa nueva en semejantes rego
cijos sacar los caballeros a la plaza locos vestidos y aderezados y con humos en
la cabeza de que han de hacer suerte, tornear, justar y llevarse premios” (2000:
358). Al fin y al cabo, la ocasión de escribir su libro se la había dado el propio
Cervantes, que anunciaba en 1605 una tercera salida con destino en Zaragoza
y que, por si fuera poco, citaba a Ariosto para dejar abierta la posibilidad de
que quizá otro asumiese esa tarea mejor que él (I, 52). Quien se escondiera
bajo el antifaz de Avellaneda se lo tomó al pie de la letra, pues leyó con gusto
y hasta con devoción el libro cervantino y se surtió en él de materiales y direc
trices para el suyo. Tanto, que no cabe duda de que admiró la obra, como refle
ja el desafío que el también fingido gigante Bramidán de Tajayunque lanza con
tra don Quijote:
I
páginas, este hombre, tan celoso de la honra de Lope de Vega como el mismo
Lope, se detuvo a describirle a Cervantes el pecado de la envidia; y, no con
tento con el dardo, le dio un repaso, del que, a decir verdad, no salía muy bien
parado. A ojos de Avellaneda, el autor del Quijote era manco, bravucón, viejo,
murmurador, colérico, impaciente, mal contentadizo y envidioso. Por si fuera
poco, le amenazó con apropiarse de sus ganancias editoriales y le tachó de andar
158
insultando a todo el mundo en sus escritos. Y aún tuvo tiempo para recordar
le que su libro se había tiznado con los hierros de una cárcel y que no había
podido encontrar a nadie que le escribiera un soneto laudatorio para su obra.
Con esto y unos cuantos insultos más, deslizados a lo largo de la historia, Ave
llaneda dio sus cuentas por saldadas.
¿Quién fue este prójimo que rezumaba tanta tirria? No se sabe. Una de las
cosas que primero llamó la atención de los comentaristas cervantinos fue la
declaración que hace don Quijote después de hojear el Segundo tomo de Ave
llaneda: “el lenguaje es aragonés, porque tal vez escribe sin artículos” (II, 59).
Los estudiosos nunca han llegado a ponerse de acuerdo a la hora de determi
nar lo que Cervantes quiso decir con eso de aragonés y con lo de escribir sin
artículos. Un segundo asunto que aún queda oscuro son las palabras que el
apócrifo vertió en el prólogo: “No sólo he tomado por medio entremesar la pre
sente comedia con las simplicidades de Sancho Panza, huyendo de ofender a
nadie ni de hacer ostentación de sinónomos voluntarios, si bien supiera hacer
lo segundo y mal lo primero” (2000: 197). Esta “ostentación de sinónomos
voluntarios” se ha interpretado como crítica estilística al uso frecuente que Cer
vantes hace de palabras emparejadas y semánticamente iguales, pero también
como el mecanismo que utilizó para caricaturizar a sus enemigos en algunos
personajes de la primera parte.
El principal interesado en dar con el rostro que se escondía tras Alonso Fer
nández de Avellaneda fue sin duda el propio Cervantes. Si llegó a lograrlo, no
quiso, por el motivo que fuera, dejar constancia clara de ello en ninguna de sus
obras. Se limitó a aludir alternativamente a la condición aragonesa, tordesilles-
ca o tarraconense del libro y del autor. En cualquier caso, sería sorprendente
que la identidad del rival pudiera haber pasado incógnita en la reducida vida
literaria madrileña de principios delxvil; y tampoco sería de extrañar que Ave
llaneda mismo hubiera hecho alarde público de su dudosa hazaña. Más bien
parece que todo quedó entre ambos escritores en un fingido anonimato de alu
Un feliz contratiempo: el Quijote de Avellaneda
159
nardo de Argensola, con quien Cervantes tuvo sus más y sus menos; Francisco
López de Úbeda, autor de La Pícara Justina·, Juan Ruiz de Alarcón; un ignoto
Alfonso Lamberto, cuya candidatura propuso don Marcelino Menéndez Pelayo;
Lope de Vega y Alonso Castillo de Solórzano. También salieron a la luz los nom
bres de fray Luis de Granada, Tirso de Molina, Lupercio Leonardo de Argensola,
Alonso Fernández Zapata, el clérigo cordobés Juan Valladares, el librero Alonso
Pérez de Montalbán, fray Cristóbal de Fonseca, Alonso de Ledesma, Alonso Je
rónimo de Salas Barbadillo o fray Alonso Fernández, natural de Plasencia y autor
de la piadosa Historia de los milagros y devoción del Rosario de Nuestra Señora.
Hubo quien se lo atribuyó a prójimos muertos para 1614, como Pedro Liñán
de Riaza (t 1607) o Juan Martí, el del apócrifo Guzmán ( t 1604). Incluso se
llegó a pensar en una artera y rocambolesca maniobra del propio Cervantes o
en una conspiración urdida por el conde de Lemos, homónimo del Pero Fer
nández del soneto inicial, con Antonio Mira de Amescua y Gabriel Leonardo
de Albión y Argensola, el hijo de Lupercio. Otros apuntaron a fray Hortensio
Félix Paravicino o a Quevedo; y más recientemente han salido a relucir los nom
bres de Agustín de Rojas, Ginés Pérez de Hita, el de las Guaras civiles de Gra
nada, Baltasar Elíseo de Medinilla, Cristóbal Suárez de Figueroa, Tirso de Moli
na, llamado de nuevo a la palestra por José Luis Madrigal, o el dominico Baltasar
de Navarrete, teólogo vallisoletano al que un protocolo notarial de 1605 vin
cula con La picara Justina y que Javier Blasco ha propuesto como último rostro
tras la máscara.
Más certezas tenemos sobre cuáles fueron sus ideas en tomo al mundo,
porque Avellaneda fue un hombre del partido en el poder, que entonces era el
de la Iglesia y la nobleza. En lo religioso, deja entrever una devoción más bien
afectiva y apegada al rito y reserva a los libros piadosos un significado papel en
la trama. Una y otra vez insiste en los beneficios del rezo frecuente del rosario,
al que dedica la novelita de Los felices amantes, con un transparente propósito
catequético que encajaba como anillo al dedo con las disposiciones del Con
cilio. de Trento. Se muestra, además, interesado en una polémica teológica que
enzarzó a dominicos y jesuítas españoles entre 1588 y 1607, la controversia de
auxiliis en tomo a la eficacia de la gracia y la concordia entre libre albedrío y
omnisciencia divina; y su posición se decanta sin titubeos hacia la doctrina
dominica. Respecto al orden político y social, Avellaneda tampoco tuvo dudas:
asume un papel de subordinado áulico y se identifica por completo con el poder
dominante. Siempre encuentra ocasión para ensalzar las virtudes del monarca
y de la dinastía, de las principales familias aristocráticas y de la nobleza en gene
ral como estamento. Nobles fueron sus principales personajes y la novela en sí
Un feliz contratiempo: el Quijote de Avellaneda
161
migo. Del modelo de 1605 tomó los personajes de don Quijote y Sancho, hur
tó frases repetidas sin alteración e imitó recursos técnicos, estructuras sintác
ticas y retóricas, dichos, sentencias, refranes, expresiones y vocablos propia
mente cervantinos. Por otro lado y con la intención de dar continuidad a la
historia, aludió a incidentes de la primera parte, como el de los molinos, el
manteamiento o los batanes. También se inspiró en personajes y episodios de
Cervantes para crear los suyos, como la moza gallega que remite a Maritornes
o el intento de liberación del reo zaragozano tomado del de los galeotes.
163
do” le corten “un poco del pluscuamperfeto”. El escudero confunde entonces
la circuncisión con la amputación y suplica: “iAh, señor! Por las tenazas de
Nicomemos -dijo Sancho-, que vuesa merced no me corte nada de ahí, por
que lo tiene tan bien contado y medido mi mujer Mari Gutiérrez que por
momentos lo reconoce y pide cuenta dello, y por poco que le faltase lo echa
ría luego menos; y sería tocarle en las niñas de los ojos, y me diría que soy un
përdulario y desperdiciador de los bienes de naturaleza” (2000: 586-587).
En esto poco que he visto he hallado tres cosas en este autor dignas
de reprehensión. La primera es algunas palabras que he leído en el prólo
go; la otra, que el lenguaje es aragonés, porque tal vez escribe sin artícu
los, y la tercera, que más le confirma por ignorante, es que yerra y se des
vía de la verdad en lo más principal de la historia, porque aquí dice que la
mujer de Sancho Panza mí escudero se ¡lama Mari Gutiérrez, y no llama
tal, sino Teresa Panza: y quien en esta parte tan principal yerra, bien se
podrá temer que yerra en todas las demás de la historia (II, 59).
Las afueras del Quijote
Junto a estos reparos, que pudieran juzgarse irrelevantes, otra cuestión que
literariamente desagradó a Cervantes fue la desaparición de Dulcinea. La pri
mera mención del nuevo libro se dirigió precisamente contra ese blanco. Es la
famosa escena del capítulo LIX, donde don Quijote oye hablar a dos caballeros
sobre su condición de desenamorado y sale enérgicamente en defensa de sus
amores: “Quienquiera que dijere que don Quijote de la Mancha ha olvidado, ni
164
puede olvidar, a Dulcinea del Toboso, yo le haré entender con armas iguales que
va muy lejos de la verdad; porque la sin par Dulcinea del Toboso ni puede ser
olvidada, ni en don Quijote puede caber olvido: su blasón es la firmeza, y su
profesión, el guardarla con suavidad y sin hacerse fuerza alguna” (II, 59).
Como antes había hecho Avellaneda con su primera parte, Cervantes leyó
y utilizó en beneficio propio textos, personajes, estructuras narrativas y temas
del Quijote apócrifo, qüe se convirtió en una inesperada fuente literaria para sus
correcciones finales. Una vez que el Ingenioso hidalgo de 1605 había entrado a
formar parte de la ficción de 1615, no tuvo inconveniente en insertar en su his
toria este otro hidalgo apócrifo y menos ingenioso. A partir del momento en
que don Quijote tiene noticia de la existencia del libro, renuncia a su destino
aragonés y elige rumbo hacia Barcelona. La amenaza del usurpador y las som
bras que desata sobrevuelan sobre los siguientes quince capítulos, aunque no
se limitan a ellos. Cervantes rescribió, como se vio en el tercer capítulo, varios
pasajes de los episodios compuestos hasta entonces y otorgó a Cide Hamete
el papel de garante de la verdad de la historia.
165
Desde la aparición del caballero del Bosque (II, 14) había quedado abier
ta la posible existencia de un doble al que éste aseguraba haber vencido. Lo
mismo insinúa el escudero al tener noticia de la existencia de otro libro dis
tinto al que ya conocía desde los primeros capítulos de 1615: “el Sancho y el
Quijote desa historia deben de ser otros” (II, 59). No se trataba ya de un libro
apócrifo, sino de unos individuos que se hacían pasar por lós verdaderos don
Quijote y Sancho, y que encontraron su historiador particular en Avellaneda.
La sospecha se confirma en una de esas ventas cervantinas en las que todo es
posible. El avellanedesco don Alvaro Tarfe, viajando desde las páginas apócri
fas de 1614, se cruza en el camino de los héroes y confirma que, en efecto, otro
don Quijote anda por La Mancha. Su testimonio resulta irrefutable, pues se
trata del único personaje que ha conocido a los dos originales y que los puede
comparar. Esa presencia del caballero morisco en la segunda parte cervantina
ahonda en el perspectivismo de la obra, aunque, para tranquilidad del hidal
go, certifica en un documento legal firmado ante escribano que él, y no el otro,
es el único y verdadero don Quijote (II, 72).
En el capítulo final será el cura quien pida a otro escribano que atestigüe
la defunción de don Quijote, “para quitar la ocasión de que algún otro autor
que Cide Hamete Benengeli le resucitase falsamente y hiciese inacabables his
torias de sus hazañas”. El historiador arábigo queda así como aval de la obra
frente a Avellaneda y como el único digno de reivindicar su autoridad: “Para
mí sola nació don Quijote, y yo para él; él supo obrar y yo escribir, solos los
dos somos para en uno, a despecho y pesar del escritor fingido y tordesillesco
que se atrevió o se ha de atrever a escribir con pluma de avestruz grosera y mal
deliñada las hazañas de mi valeroso caballero, porque no es carga de sus hom
bros, ni asunto de su resfriado ingenio” (II, 74). Tras esto Cide Hamete da por
muerto y finiquitado al caballero.
Entre bromas y veras, Cervantes se propuso tres cosas con su respuesta:
devolver los insultos al autor tordesillesco, denostar la calidad literaria del otro
Quijote y reafirmar su exclusiva autoridad sobre el auténtico. Eso le lleva a lla
mar a Avellaneda “autor moderno”, frente a la antigüedad de Cide Hamete, y
a referirse a su héroe como “mi verdadero don Quijote” (II, 74). Visto lo visto,
puede afirmarse que Cervantes fue tan imitador de Avellaneda como Avellane
da lo fue suyo. No sólo el personaje del caballero Tarfe, otros episodios, moti
vos, personajes y sentencias le sirvieron para parodiar el libro apócrifo o para
Las afueras del Quijote
166
Capítulo 12 El Quijote en su mundo:
ideas y creencias
bras del libro con más precisión de la razonable; o puede que se dejaran arras
trar por la voluntad de traer al autor hacia el propio terreno ideológico. Ahí es
nada tener a Cervantes y a su libro en la pandilla. De hecho, es fácil que con
vivan en las bibliografías al uso un Cervantes falangista confeso con otro socia
lista utópico, un activista posmodemo del mestizaje con el guardián de los valo
res hispánicos o un escéptico erasmista con un devoto del rosario.
La dificultad inicial se plantea a la hora de discernir entre el pensamiento
del propio Cervantes y el de sus criaturas de ficción. El asunto se complica con
la diversidad de perspectivas que conviven en el libro, con la variabilidad de
los personajes y lo complejo de sus comportamientos. No es tarea muy hace
167
dera esa de determinar cuál de los muchos individuos imaginarios que pueblan
el Quijote habla en nombre del autor o cuál es emblema de sus ideas y sus visio
nes del mundo; aunque no por ello haya que declinar como inabordable la
labor de indagar en el universo de percepciones, creencias y vislumbres que
encierra la novela y que, sin duda, quiso transmitir Cervantes. Aun así, antes
de levantar cualquier armazón, hay que dejar bien sentadas dos premisas. La
primera de ellas consiste en recordar que Cervantes no fue filósofo, ni teólogo,
ni’humanista, sino un escritor cuyas respuestas a los problemas de su mundo
fueron, a veces, contradictorias y siempre asistemáticas. Su ideario no nació
como fruto de un plan de estudios programado ni se expresó con una volun
tad metódica y didáctica. Por el contrario, nos ha llegado envuelto en una expre
sión literaria buscadamente ambigua. La segunda es, si cabe, más exigente e
imprescindible: hay que desvestir el Quijote de los anacronismos ideológicos y
culturales para situarlo en su tiempo y atender sólo -y es m uchísim o- a la
correcta y densa literalidad de sus palabras.
De las páginas del Quijote, un lector atento puede extraer la imagen de un
Cervantes sensato, creyente en lo divino, moderadamente racionalista y con su
mucho de humor y de ironía. Para que ese perfil sea completo, habría también
que añadirle un punto de intención crítica con la contemporaneidad y con el
orden político y social establecido. Al menos así lo entendieron algunos lecto
res de la época, como Alonso Fernández de Avellaneda, que, además de ata
carle, salió en defensa del pensamiento colectivo y dominante. La continua
ción de Avellaneda rompió precisamente con uno de los rasgos más característicos
de la cosmovisión cervantina: la dualidad. En Cervantes todo parece tener dos
caras: la ficción desvela su reverso en la historia, las cosas muestran unas aparien
cias ilusorias que no siempre coinciden con la verdad, la autoridad de los libros
contradice el conocimiento empírico, el arte rechaza y a la vez completa la vida,
los límites de la locura y la cordura se desdibujan y, en fin, el idealismo se
encuentra y se desencuentra en el realismo. Nunca es posible hallar una solu
ción definitiva y satisfactoria.
En el libro, las ideas borbotean y respiran entre las risas, aunque a Cervan
tes nunca le moviera una intención didáctica, ni pretendiera convertirlo en un
tratado doctrinal. Como todo el mundo en su tiempo, creía que el deleite de la
ficción está mejor si viene acompañado del prodesse horaciano, de un aprove
Las afueras del Quijote
168
andanzas quijotescas, a partir de su libre interpretación de los sucesos narrati
vos, sin más añadidos ni sentencias anejas de ningún tipo” (1996: 15-16).
El ideario que se traza en el Quijote es reflejo fiel de la demolición que el
pensamiento renacentista había significado para el orden medieval. Se trata de
un mundo nuevo, múltiple y contradictorio, en el que el hombre se encuentra
armado de la confianza que le otorga su poder de destrucción, libre en sus jui
cios y en sus percepciones de la realidad, pero también perdido. En esta situa
ción, los conocimientos que los libros ofrecían no resultaban tan útiles como
en principio pudiera imaginarse. Don Quijote se topa a cada paso con casos
que desmienten la autoridad de los libros de caballerías y Sancho aprovecha
los alardes eruditos del primo humanista para poner a las claras la inutilidad
de tanta letra impresa:
169
nismo tuvo que ser discontinuo, desde sus años como alumno de Juan López
de Hoyos hasta sus relaciones en el círculo intelectual del cardenal don Ber
nardo de Sandoval y Rojas. Ese largo proceso hubo necesariamente de entre
mezclarse con otras lecturas y otros conocimientos que ampliaron su forma
ción inicial. Como ha escrito el profesor Márquez Villanueva: “El humanismo
cristiano, muy profundamente incorporado desde su primera juventud, no
representa en Cervantes ninguna postura doctrinaria, sino un cimiento para el
propio edificio, un estilo intelectual y una meta axiológica tomada en el senti
do más amplio y flexible” (1975: 73-74). En efecto, Cervantes no fue un huma
nista, pero sí un hombre de letras y lecturas que pudo encontrar en el humanis
mo algunas respuestas a sus preguntas sobre el mundo.
Américo Castro llamó una “realidad oscilante”, entre la verdad absoluta y las
percepciones de los sentidos, conviven íntimamente en el Quijote.
Los verdaderos términos de esa pugna se establecieron entre la ciencia empí
rica moderna y una concepción teológica del mundo en la que el prodigio era
todavía posible. Ésta era hija de la fe, de la aceptación sin más de una verdad
170
revelada, cuya autoridad sustentaban otros; aquélla se oponía con la fuerza de
la razón individual. La diferencia viene marcada con trazo fuerte en la primera
persona del Quod nihil scitur: “Yo sólo seguiré con la razón a la naturaleza sola.
La autoridad manda creer; la razón demuestra las cosas; aquélla es apta para la
fe; ésta para la ciencia”. Aquí está resumido el cuestionamiento sistemático que
el pensamiento renacentista hizo del principio de autoridad y que Cervantes
recogió en el Quijote, no sólo en las burlas de Sancho ante los conocimientos
del primo humanista, sino también en las páginas del prólogo de 16Ó5, donde
se parodian los libros como fuente de un saber postizo y donde el nanador decla
ra con soma, pero sin paliativos: “naturalmente soy poltrón y perezoso de andar
me buscando autores que digan lo que yo me sé decir sin ellos”.
171
El neoplatonismo surtió al Quijote de otros dos componentes: la posible
existencia de un mundo perfecto e inasible y las doctrinas amorosas. En don
Quijote se encama esa creencia en un ideal que se sobrepone a las percepcio
nes de los sentidos y a las elucubraciones de la razón. Así, tras descubrir a San
cho la identidad de Aldonza Lorenzo, afirma: “Yo imagino que todo lo que digo
es así, sin que sobre ni falte nada; y pintóla en'mi imaginación como la deseo”
(I, 25). Y lo vuelve a repetir ante los duques: “Ni yo engendré ni parí a mi seño
ra, puesto que la contemplo como conviene que sea una dama que contenga
en sí las partes que puedan hacerla famosa en todas las del mundo, como son
hermosa, sin tacha, grave sin soberbia, amorosa con honestidad, agradecida
por cortés, cortés por bien criada y, finalmente, alta por linaje, a causa que sobre
la buena sangre resplandece y campea la hermosura con más grados de perfe-
ción que en las hermosas humildemente nacidas” (II, 32). Dulcinea represen
ta por sí misma la misión que el caballero se había impuesto y que rebasaba
sus capacidades. Contra viento y marea, don Quijote intentará mantener esa
imagen elevada del mundo contra la fuerza de la evidencia y oponiendo úni
camente su voluntad de creer. La renuncia a su dama implicaría la renuncia a
ese ideal; de ahí su obstinación en defender y justificar sus amores. Cuando el
caballero de la Blanca Luna le ponga la punta de su lanza contra el rostro, el
caballero preferirá morir antes que negar a Dulcinea y, con ello, todo el esfuer
zo que significa su existencia como don Quijote. Sólo al regresar a la aldea y a
la vista de los malos agüeros, aceptará la certeza de que no ha de ver jamás a
su dama y se le abrirán definitivamente las puertas de la muerte.
Las directrices que siguió Cervantes para recrear los amores de don Qui
jote estaban recogidas en tratados erotodidácticos como los Diálogos de amor
de León Hebreo, que Cervantes ya había imitado en La Galatea, o Glí Assolani
de Pietro Bembo, traducidos al castellano en 1551. Los poetas y los tratadistas
italianos hicieron una eficaz mixtura de platonismo, cristianismo y amor cor
tés, en la que la dama se convirtió en una vía excepcional para el reencuentro
con la divinidad. La amada pasó de ser fuente de perfecciones ascéticas para el
amante a convertirse en criatura divina y en ascensus hacia Dios mismo. Tal
como suena. Para ello tuvieron que desnudar al fin amors de la carga sexual
que traían los códigos provenzales. En el Quijote, este amor neoplatónico con
vive con la retórica del amor cortés que venía inserta en los libros de caballe
rías. Por eso don Quijote ama casi de oídas con el amor de lonh, guarda el secre
tum amoris y convierte a Dulcinea en motor de sus acciones: “Ella pelea en mí,
y vence en mí, y yo vivo y respiro en ella, y tengo vida y ser” (I, 30). Del valor
real de estos comportamientos en la historia del siglo XVI da buena muestra la
carta que Andrea Navaggero escribió a Juan Pablo Ramusio en 1527 en tomo
a la toma de Granada:
A más de estos estímulos, la reina con su corte lo fue grandísimo; no
había caballero que no estuviese enamorado de alguna dama de la corte, y
como estaban presentes y eran testigos de cuanto se hacía, dando con su
propia mano las armas a los que iban a combatir, y con ellas algún favor, o
diciéndoles palabras que ponían esfuerzo en sus corazones y rogándoles
que demostrasen con sus hazañas cuánto las amaba, ¿qué hombre, por vil
que fuese y por cobarde y débil, no había de vencer tras esto al más pode
roso y valiente enemigo, y no había de desear perder mil veces la vida antes
que volver con vergüenza ante su señora? Por esto se puede decir que en
esta guerra venció principalmente el amor.
(II, 32). De nuevo, Cervantes suma la parodia del amor ideal con la exposición
teórica de unos códigos que ya le habían ocupado en La Galatea.
No sólo Dulcinea y don Quijote se remontan al platonismo, todas esas her
mosísimas mujeres que transitan por los episodios intercalados -Luscinda, Doro
tea, Zoraida, doña Clara o Ana Félix- muestran una belleza de abolengo plató
nico. La escena en la que Zoraida se desemboza lo deja a las claras: “[...] descubrió
un rostro tan hermoso que Dorotea la tuvo por más hermosa que a Luscinda, y
Luscinda por más hermosa que a Dorotea, y todos los circustantes conocieron
que si alguno se podría igualar al de las dos era el de la mora, y aun hubo algu
nos que le aventajaron en alguna cosa. Y, como la hermosura tenga prerrogativa
173
y gracia de reconciliar los ánimos y atraer las voluntades, luego se rindieron todos
al deseo de servir y acariciar a la hermosa mora” (I, 37). Para los neoplatónicos
renacentistas, el hombre había de superar la sensualidad y buscar la belleza impe
recedera. Así lo pensaba Marsilio Ficino, que definía el amor como un “deseo de
disfrutar de la belleza” y aseguraba, en su comentario In Convivium Platonis (I, 4
y 3), que “la gracia de este mundo y este ornamento es la belleza, a la que el amor,
desde el momento en que nació, atrajo y condujo de una mente, antes deforme,
a una mente hermosa. Tal es la condición del amor, que rapta las cosas para la
belleza y une lo deforme a lo hermoso”. También lo hizo Castiglione en El corte
sano (iy 7), donde recomendaba la contemplación amorosa de la belleza en la
mujer, aunque, al tiempo, obligaba a atajar “los pasos a la sensualidad” y cerrar
“las puertas a los deseos”. En esa situación, el amante debía “determinarse total
mente a huir toda vileza de amor vulgar y baxo, y a entrar con la guía de la razón
en el camino alto y maravilloso de amar. Y para esto ha de considerar primero
que el cuerpo donde aquella hermosura resplandece no es la fuente de donde
ella nace, sino que la hermosura, por ser una cosa sin cuerpo y, como hemos
dicho, un rayo divino, pierde mucho de su valor hallándose envuelta y caída en
aquel sujeto vil y corrutible, y que tanto más es perfeta cuanto menos dél parti
cipa, y si dél se aparta del todo, es perfetísima”.
Cervantes tomó de este ideario la envoltura visible de sus personajes feme
ninos, pero luego complicó sus comportamientos con tramas que superaban
los esquemas propiamente platónicos de la literatura pastoril y abrían la puer
ta al deseo y a la sensualidad -e l amor bajo de los neoplatónicos- como causa
de las acciones en los amantes. De algún modo, intentó establecer un parale
lo inverso entre Dulcinea y estas otras mujeres que se presentaban sublimes
sólo a los ojos. La tosquedad original de Aldonza Lorenzo se perfecciona en
Dulcinea, cuyo comportamiento como dama ideal responde a la suma de una
cortés belle dame sans merci y una platónica donna angelicata. Frente a ella, las
hermosas Dorotea o Luscinda esconden unas maneras que se contaminan de
materialidad y que desdicen su belleza visible. Su carnalidad contrasta con la
idealidad de Dulcinea. Y mientras don Quijote tiene la causa y la medida de su
amor en la razón, otros amantes, como Cardenio o don Femando, se dejan
arrastrar por las pasiones. Todas estas dialécticas encontraron su síntesis en los
amores perfectos de Periandro y Auristela.
de la camisa, que andaban colgando, y diole once ñudos, el uno más gordo
que los demás, y esto le sirvió de rosario el tiempo .que allí estuvo, donde rezó
un millón de avemarias” (I, 26). La solución resultó tan problemática, que en
la segunda edición de 1605 ya se podía leer otra redacción menos irreverente:
“Y sirviéronle de rosario unas agallas grandes de un alcornoque, que ensartó,
de las que hizo un diez”. El pasaje, expurgado por la Inquisición portuguesa
en 1624, se ha interpretado como una censura del rezo repetitivo y una defen
sa tácita de la oración mental y reflexiva. Las burlas sobre las creencias inútiles
reaparecen aquí y allá en la obra cervantina, como en la elaboración del bálsa
mo de Fierabrás, sobre el que don Quijote dijo “más de ochenta patemostres
175
y otras tantas avemarias, salves y credos, y a cada palabra acompañaba una cruz,
a modo de bendición” (I, 17), o en la referencia a la oración de Santa Apolo-
nia que el bachiller Carrasco recomienda al ama (II, 7). Las ironías se siguen
en la segunda parte, donde, a la vista de algunas imágenes, don Quijote hace
un encendido elogio de San Pablo y deja malparado a San Martín por no haber
dado su capa entera al pobre (II, 58); o donde Sancho y don Quijote debaten
sobre el valor de las reliquias y sobre la santidad de la vida clerical, para con
cluir que “no todos podemos ser frailes, y muchos son los caminos por donde
lleva Dios a los suyos al cielo” (II, 8).
Estos pasajes hicieron que buena parte de la crítica, desde Menéndez Pela-
yo, Américo Castro y Marcel Bataillon a Márquez Villanueva y Antonio Vilano-
va, ahondara en las cuestiones religiosas del Quijote y, en especial, en las rela
ciones de Cervantes con el pensamiento y los textos de Erasmo. Del erasmismo
en Cervantes se tienen algunas certezas: su trato juvenil con López de Hoyos,
la mención de Luz del alma de Felipe de Meneses (II, 62) y la probabilidad de
sus lecturas de los Coloquios y el Elogio de la Locura. Buena parte de las diatri
bas y el ideario erasmistas sobre el matrimonio, la limpieza de sangre, la hon
ra o el principio de autoridad se reencuentran en los libros de Cervantes,^que
siguen, en cierta medida, el uso que hizo Erasmo de la locura como instru
mento crítico. Hay también personajes, como Sancho o don Diego de Miran
da, para los que se han buscado raíces erasmistas; y es cierto que, con más o
menos censuras a su epicureismo cristiano, el caballero del Verde Gabán encar
na la aspiración a una piedad laica, abierta y sencilla, que él mismo describe
con rasgos próximos al humanismo cristiano:
[...] oigo misa cada día; reparto de mis bienes con los pobres, sin hacer
alarde de las buenas obras, por no dar entrada en mi corazón a la hipo
cresía y vanagloria, enemigos que blandamente se apoderan del corazón
más recatado; procuro poner en paz los que sé que están desavenidos; soy
devoto de nuestra Señora, y confío siempre en la misericordia infinita de
Dios nuestro Señor. —
176
importancia para la literatura cervantina, aun cuando no le diera un sentido
único y restrictivo. Lejos ya de las polémicas teológicas del X V I, Cervantes no
pretendió difundir el dogma y el método de una escuela; más bien se interesó
por la ambigüedad de la existencia.
El marco en el que se desarrolló la madurez intelectual de Cervantes fue la
Contrarreforma. En esas circunstancias, eso de hacer chanzas con el rosario,
cuya devoción fomentó la Iglesia postridentina, no era la mejor idea. Quizá por
eso Avellaneda hizo del rosario y su rezo uno de los elementos más caracterís
ticos de su continuación y de la doctrina que pretendía trasladar al lector. Nada
menos que treinta veces lo mencionó en su obra, y dedicó toda la novelita de
Los felices amantes a la “confirmación del santo uso y devoción del rosario”.
Estas distancias con el apócrifo no deben servir para calificar a Cervantes como
enemigo a ultranza de los decretos del concilio de Trento y crítico cruel, como Alfon
so de Valdés o el Lazarillo, de las creencias más inútiles y folclóricas del cris
tianismo. En realidad, no sabemos hasta qué punto le preocupó el asunto. Por
su parte, tanto él como don Quijote fueron siempre buenos creyentes y caba
lleros cristianos.
177
ínsula en busca de su propio beatus ille: “Yo no nací para ser gobernador, ni para
defender ínsulas ni ciudades de los enemigos que quisieren acometerlas. Mejor
se me entiende a mí de arar y cavar, podar y ensarmentar las viñas, que de dar
leyes ni de defender provincias ni reinos” (II, 53). A pesar de ello, Cervantes
nunca ofrece una solución definitiva. Cuando, de vuelta a la aldea, el escude
ro suelta un discursito estoico y presenta a su amo como “vencedor de sí mis
mo; que, según él me ha dicho, es el mayor vencimiento que desearse puede”,
don Quijote le corta por lo llano: “Déjate desas sandeces” (II, 72). Frente a las
retóricas y las elucubraciones de la filosofía, en el Quijote siempre se impone la
fuerza de la vida y más en ese momento en el que al caballero le había llegado
la hora de la muerte.
por un lado -lo s de Angulo el Malo y maese Pedro con su lazarillesco y retóri
co muchacho- y, por otro, delincuentes, picaros, prostitutas y galeotes.
En el centro de la narración se sitúa un hidalgo, cuyas acciones no sólo le
atañen a él como individuo, sino que terminan por provocar un pequeño sis
mo en la mínima sociedad de la aldea, del que da cuenta Sancho al principio
178
de la segunda parte: “El vulgo tiene a vuestra merced por grandísimo loco, y a
mí por no menos mentecato. Los hidalgos dicen que, no conteniéndose vues
tra merced en los límites de la hidalguía, se ha puesto don y se ha arremetido
a caballero con cuatro cepas y dos yugadas de tierra y con un trapo atrás y otro
adelante. Dicen los caballeros que no querrían que los hidalgos se opusiesen a
ellos, especialmente aquellos hidalgos escuderiles que dan humo a los zapatos
y toman los puntos de las medias negras con seda verde” (II, 2). Este revuelo
refleja otro mayor que terminó por afectar a toda la sociedad y que se repre
senta en el Quijote por medio de personajes como el propio hidalgo, los mer
caderes, Dorotea o don Diego de Miranda. Se trata de la presencia emergente
de grupos intermedios, que empezaba entonces a transformar el rígido orden
social del Antiguo Régimen.
El marco era la crisis económica que arrancó a finales del reinado de Feli
pe II y que se multiplicó con el gobierno de su hijo. Los impuestos excesivos,
las acuñaciones de vellón, los abusos de los poderosos, el empobrecimiento de
179
la agricultura, el hambre y la pobreza asolaron el reino y terminaron por entrar
en la literatura. La obsesión de Sancho por la comida tiende sus raíces reales
hacia las hambrunas y la pobreza del campo y las literarias hacia la picaresca.
Ni siquiera el gobierno insular resuelve los problemas del villano; tanta ham
bre sólo se sacia en las ollas jaujescas y efímeras de Camacho el Rico, a las que
Sancho ha decidido amarrarse como a tabla de salvación;
Dos linajes solos hay en el mundo, como decía una agüela mía, que
son el tener y el no tener, aunque ella al del tener se atenía; y el día de hoy,
mi señor don Quijote, antes se toma el pulso al haber que al saber: un asno
cubierto de oro parece mejor que un caballo enalbardado. Así que vuelvo
a decir que a Camacho me atengo, de cuyas ollas son abundantes espu
mas gansos y gallinas, liebres y conejos (II, 20).
Aunque este universo social sólo sea una representación literaria, que no
refleja ni puede reflejar la vasta complejidad de la sociedad real, a Cervantes le
sirvió para dar profundidad histórica y verosimilitud al paisaje de su obra y le
permitió deslizar alguna observación sobre sus desacuerdos con el orden impe
rante. El gobierno de Sancho, que apela a la política de Cristo, puede enten
derse, en su condición carnavalesca, como una censura de los malos gobiernos
contemporáneos. Del mismo modo, el palacio de los duques, con todos sus
excesos y despilfarros, se convierte en reflejo de la sentencia con que Martín
González de Cellorigo describía la España de 1600: “Una república de hom
bres encantados que viven fuera del orden natural”.
La locura de don Quijote, lindera con la Moría erasmiana, permitió a Cer
vantes ofrecer una visión del mundo crítica, compleja y profundamente huma
na, en la que destaca la distancia con la jerarquía y la defensa de la libertad indi
vidual: “La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los
hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encie
rra la tierra ni el mar encubre”. Este discurso, pronunciado al abandonar el pala
cio de los duques, concluye con un dictamen significativo: “¡Venturoso aquél
a quien el cielo dio un pedazo de pan, sin que le quede obligación de agrade
cerlo a otro que al mismo cielo!” (II, 58). Es el mismo tono de voz, agudo y
satírico con el poder, que se percibe en los sonetos ‘Ά la entrada del duque de
Medina en Cádiz” y ‘Al túmulo de Felipe II”, fechados respectivamente en 1596
Las afueras del Quijote
y 1598. Rafael Lapesa y Américo Castro defendieron una mudanza en las acti
tudes cervantinas a partir de 1605, que habrían evolucionado en tomo a esa
fecha desde el atrevimiento crítico hacia el conformismo y la devoción religio
sa. Más que un cambio, lo que se percibe en Cervantes es un deseo de entrar
en el reparto de beneficios que rodeaba a los poderosos. Para ello hizo gala de
una buscada ambigüedad, que le permitió jugar con las ideas. Como había
180
dicho el mismo don Quijote, “cuando todo corra turbio, menos mal hace el
hipócrita que se finge bueno que el público pecador” (II, 24). En ese sentido
habría que interpretar textos de sátira social compuestos después de 1605,
como El licenciado Vidriera o el Coloquio de los perros, o episodios con un con
siderable trasfondo político, como el del palacio de los duques o el del moris
co Ricote.
Las ideas cervantinas sobre la honra coinciden, en buena parte, con las que
Juan Luis Vives había vertido en su Introductio.ad sapientiam. El humanista valen
ciano afirmaba en esas páginas que “honra es ser acatado por nuestra virtud
propia”, entendiendo por ello -y en contra de la opinión común de los espa
ñoles de la época- que el honor estaba en el individuo y no en la sangre here
dada ni en la imagen pública. Cervantes defendió una y otra vez esa autono
mía frente a la casta y la sociedad. “Cada uno es hijo de sus obras”, dice don
Quijote (I, 4), y lo vuelve a repetir poco después: “[...] no es un hombre más
que otro, si no hace más que otro” (I, 18). Todavía lo volverá a recordar en la
segunda parte: “ [...] la sangre se hereda, y la virtud se aquista, y la virtud vale
por sí sola lo que la sangre no vale” (II, 42). El más sensato y mesurado com
pendio del pensamiento cervantino en tomo a los linajes lo expone detallada
mente don Quijote en el capítulo VI de la segunda parte.
Tal como reflejaban las comedias contemporáneas, el matrimonio también
era parte esencial del honor de los españoles, que tenían el derecho de lavar
con sangre las faltas de sus mujeres. Cervantes, contrario a esa rígida doctrina,
se ocupó de los beneficios y dificultades del casamiento en numerosos pasajes
de su obra. En especial, las novelitas de El curioso impertinente y El celoso extre
meño le sirvieron para defender una ética del perdón, aun a costa de la propia
fama pública. Cervantes adaptaba así en sus ficciones literarias las ideas que
habían formulado Erasmo, Juan Luis Vives o Benito Arias Montano sobre el
matrimonio como camino hacia la salvación y medio para lograr una vida más
grata y segura.
La obsesión por la limpieza de sangre dio ocasión a las chanzas de El reta
El Quijote en su mundo: ideas y creencias
blo délas maravillas, cuya visión estaba vedada a quien tuviera “alguna raza de
confeso, o no sea habido y procreado de sus padres de legítimo matrimonio; y
el que fuere contagiado destas dos tan usadas enfermedades, despídase de ver
las cosas, jamás vistas ni oídas, de mi retablo" (1995: 976). También el labrie
go Humillos, en La elección de los alcaldes de Daganzo, aseguraba que “con ser
yo cristiano viejo, / me atrevo a ser un senador romano” (1995: 924). Sancho
también trae a capítulo su honrada enjundia como argumento bastante para
alcanzar el gobierno de una ínsula: “Yo cristiano viejo soy, y para ser conde esto
me basta”. La respuesta de su amo, sin embargo, pone en cuestión las con
vicciones del escudero: “Y aun te sobra -d ijo don Quijote-; y cuando no lo
181
fueras, no hacía nada al caso, porque, siendo yo el rey, bien te puedo dar noble
za, sin que la compres ni me sirvas con nada” (I, 21).
En 1609, el problema de la limpieza de sangre se materializó para Cer
vantes en la minoría morisca, cuyo decreto de expulsión acababa de firmar Feli
pe III. Hasta tal punto llegó a inquietarle el asunto, que se ocupó de él en el
Quijote, en el Coloquio de los paros y en el Persiles. Las posiciones de los perso
najes y narradores cervantinos en tomo a la cuestión morisca han dado lugar
a interpretaciones contrapuestas, pues en algunas ocasiones se alaba la deci
sión del monarca y en otras se detalla la vida laboriosa y ejemplar de los moris
cos. Es más que posible que Cervantes compartiera el temor a una posible alian
za de los moriscos con los turcos, tal como se muestra en el Persiles; pero no
parece que estuviera de acuerdo con la arbitrariedad y los métodos elegidos
para la expulsión. A pesar de que en algunas zonas, especialmente en Andalu
cía y Levante, los moriscos mantuvieron su lengua y usos, resulta significativa
la declaración de Pedro de Valencia en el Tratado acerca de los moriscos de Espa
ña, que en 1606 dirigió al confesor real fray Diego de Mardones:
reció la publicación del Viaje del Parnaso (1614) y de las Ocho comedias y ocho
entremeses (1615), que compartiría año de impresión con la segunda parte. Con
atributo de postumos y acompañados por un par de elogios funerarios, salie
ron Los trabajos de Persiles y Sigismundo en 1617.
La Galatea surgió como una novela de género, pero en ella ya se apuntan
algunas de las cuestiones literarias e ideológicas que habrían de ocupar a Cer
vantes en el Quijote. Una de ellas fue la propia indefinición genérica del libro,
que, a falta de otra denominación, se presentó ante los lectores con el nombre
de “égloga”, a pesar de ser una obra escrita en prosa (1996: 18). Esos proble
mas terminológicos y genéricos alcanzaron al Quijote, al que su autor decidió lla
mar “historia” y una de cuyas justificaciones está en la ya citada frase del canó
187
nigo toledano: “la épica también puede escrebirse en prosa como en verso” (I,
47). Las églogas, habría pensado Cervantes, pueden escribirse asimismo en pro
sa. Por otro lado, el destrozo que infringió el Quijote a los géneros tradicionales
en nombre de la libertad creativa y de la verosimilitud tiene su antecedente en
la muerte criminal de Lisandro a manos de Carino, que altera la trama pastoril.
Cervantes, sin embargo, permaneció siempre fiel a la visión idealizada del amor
que refleja la obra y que tiene su fin natural en el matrimonio. Esa mezcla de
neoplatonismo, cristianismo y convenciones procede de la imaginería platóni
ca, tiene su reverso burlesco en el Quijote y alcanza hasta el Persiles. El discurso
en que Tirsi responde a Lenio en el libro cuarto de La Galatea es el mejor pron
tuario cervantino de ese amor filosófico que, bajo el prisma cristiano, conduce
al amante hacia Dios por el camino de la perfección.
Hay también otros elementos de La Galatea que adelantan episodios y per
sonajes del Quijote. Lo que en la “égloga” se plasma con formas estilizadas, en
la historia del hidalgo se simplifica en lo retórico, se acerca a la realidad o toma,
a veces, un sesgo cómico. Es el caso del examen de ingenios literarios que se
hace en el “Canto de Calíope” durante el entierro de Meliso. Ese recurso de la
relación más o menos crítica de poetas contemporáneos, al que luego acudiría
Lope de Vega en el Laurel de Apolo (1630), lo retomó Cervantes con vena joco
sa en el escrutinio de la librería de Alonso Quijano y en el Viaje del Parnaso. Por
su parte, el caso sentimental de Timbrio y Silerio ha de entenderse como pre
cedente de la Novela del curioso impertinente. Ambas historias están ambienta
das en Italia y protagonizadas por dos jóvenes que son conocidos como “los
dos amigos” y están enamorados de la misma dama. Por cierto que, si la lec
tura del Curioso se ve interrumpida por la batalla de don Quijote con los cue
ros de vino, también la narración de Silerio sufre un alto por el repentino “son
de muchas zampoñas y acordados caramillos” que introduce la historia de Dara-
nio (1996: 142). Las bodas de Daranio con Silveria, la “de los verdes ojos”,
fueron semilla, a su vez, del episodio pastoral de las bodas de Camacho. Silve
ria hace las veces de Quiteria, Mireno corresponde a Basilio y a Daranio le toca
el incómodo papel de Camacho; y, como en el Quijote, pudieron “más con los
padres de Silveria las riquezas de Daranio que las habilidades de Mireno” (1996:
159). El caso es el mismo, aunque la resolución quede en suspenso en la nove
la pastoril.
mo lo ha “querido tener por cosa soñada”, pero que, al cabo, vino a “creer que
no soñaba y que los perros hablaban”. El licenciado entonces se dispone a escu
char “esos sueños o disparates”. Con el amanecer y tras la lectura del coloquio
canino, el alférez y el licenciado vuelven al primer plaño para continuar su deba
te sobre la verosimilitud, el decoro y la licitud de la ficción:
189
A lo que dijo el licenciado:
-Señor alférez, no volvamos más a esa disputa. Yo alcanzo el artificio
del Coloquio y la invención, y basta. Vámonos al Espolón a recrear los ojos
del cuerpo, pues ya he recreado los del entendimiento (2001: 623).
to que ensarta citas latinas en el último capítulo del Quijote de Avellaneda. Para
Cervantes, el licenciado Vidriera fue un pariente cercano del también estudiante
salmantino Sansón Carrasco y del primo humanista que sirve de guía a don
Quijote en su camino hacia la cueva de Montesinos.
El Viaje del Parnaso es, como el Quijote o algunas de la Novelas, un libro
sobre literatura, en el que Cervantes volvió a ocuparse de los textos contem
poráneos, del acto de la lectura, de la composición, del modo de escritura, de
190
los géneros o de los tópicos. Son muchos los temas que convergen entre este
poema burlesco y la historia de don Quijote, especialmente en su segunda par
te: la censura contra la hinchazón retórica, la devoción garcilasiana, la parodia
de los códigos petrarquistas, las críticas contra los malos escritores, la defensa
de la poesía. Por lo demás y como ya se ha visto, el Viaje hace un repaso exten
so de la poesía y los poetas de la época, que en cierto modo corresponde al
escrutinio que hacen licenciado Pérez y maese Nicolás de la biblioteca de don
Quijote, aunque, por las aficiones del hidalgo, éstos atiendan más a la prosa
de ficción. No ha de olvidarse, en fin, que Cervantes tuvo que compaginar la
escritura de ambas obras, al menos, a partir de 1612.
Los Entremeses comparten con el Quijote un buen número de tipos y de
temas. El viejo celoso trae a capítulo los asuntos de la vejez y del matrimonio, que
tanto preocuparon al Cervantes del Quijote, y que se retoman en El juez de los
divorcios', en El vizcaíno fingido las alteraciones idiomáticas de un personaje vas
co -postizo, en este caso- se utilizan como mecanismos cómicos, del mismo
modo que se hace en el episodio de don Sancho de Azpetia (I, 8); el asunto de
la ficción se apunta en La cueva de Salamanca ; y los villanos cómicos de la nove
la también exhiben sus maneras en La elección de los alcaldes de Daganzo. Como
en el Quijote o en las Novelas ejemplares, en estos entremeses se aparca la mora
leja y se deja un final abierto, que no resuelve los conflictos y pone en solfa los
valores tradicionales. Acaso sea la excepcional pieza de El retablo de las maravi
llas la que mayores vínculos guarda con el Quijote. Más allá de la visión crítica
de la sociedad agraria y de la comicidad lingüística de los aldeanos, el retablo
del sabio Ibntonelo le sirvió a Cervantes para poner el dedo en la llaga de la hon
ra y de las neurosis colectivas sobre religión y linaje. El Retablo repite de modo
simple y paródico el encaje de la ficción dentro de otra ficción o las reflexiones
sobre lo representado por parte de unos autores, Chirinos y Chanfalla, que,
como muchos personajes del Quijote, también cambian de nombre. La corres
pondencia de este retablo entremesado con el que, de Melisendra y don Gaife-
Entre pastores, picaros y peregrinos, el hidalgo
ros, lleva maese Pedro es evidente; no sólo por el uso de los títeres como tema
literario, sino también por la confusión con lo real que sufren los espectadores
de ambas representaciones y hasta por el muchacho que acompaña a los títe
res, el feo Rabelín en un caso y, en otro, el locuaz mozalbete de la venta.
191
ta el mismo López Pinciano defendió en su Philosophia antigua poética la nove
la bizantina como alternativa a los libros de caballerías. Las primeras traduc
ciones castellanas de la Historia etiópica salieron entre 1554 y 1587, pero ya en
1552, Alonso Núñez de Reinoso había iniciado la adaptación del género con
su Historia de los amores de Clareoy Florisea. En 1617, el mismo año en que se
imprimió el Persiles, Pedro de Valencia aprobaba la traducción de Los más fieles
amantes, Leucipey Clitofonte, historia griega por Aquiles Jacio Alexandrino, impre
sa también por Juan de la Cuesta, con palabras cercanas a las del canónigo tole
dano: “[...] es cosa digna de que se imprima, para apetecible entretenimiento
y exemplo de artificiosas y útiles ficciones, sin ofensa de las costumbres”.
Cervantes siguió desde bien temprano esa estela con Los trabajos de Persí-
lesy Sigismunda, a los que consideró la cima de sus invenciones literarias. Si en
el prólogo de las Novelas ejemplares se mostraba dispuesto a “competir con
Heliodoro”, dos años más tarde, en la dedicatoria de la segunda parte del Qui
jote, calificaba su nuevo libro como “el mejor que en nuestra lengua se haya
compuesto, quiero decir de los de entretenimiento”. El género le había intere
sado de tal manera que en las palabras del canónigo de Toledo se puede adivi
nar, más que un libro de caballerías, una perfecta trama bizantina:
[...] daban largo y espacioso campo por donde sin empacho alguno pudie
se correr la pluma, descubriendo naufragios, tormentas, rencuentros y bata
llas; pintando un capitán valeroso con todas las partes que para ser tal se
requieren, mostrándose prudente previniendo las astucias de sus enemi
gos, y elocuente orador persuadiendo o disuadiendo a sus soldados, madu
ro en el consejo, presto en lo determinado, tan valiente en el esperar como
en el acometer; pintando ora un lamentable y trágico suceso, ahora un ale
gre y no pensado acontecimiento; allí una hermosísima dama, honesta, dis
creta y recatada; aquí un caballero cristiano, valiente y comedido; acullá
un desaforado bárbaro fanfarrón; acá un príncipe cortés, valeroso y bien
mirado; representando bondad y lealtad de vasallos, grandezas y mercedes
de señores. Ya puede mostrarse astrólogo, ya cosmógrafo excelente, ya músi
co, ya inteligente en las materias de estado, y tal vez le vendrá ocasión de
mostrarse nigromante, si quisiere. Puede mostrar las astucias de Ulixes, la
piedad de Eneas, la valentía de Aquiles, las desgracias de Héctor, las trai
ciones de Sinón, la amistad de Eurialio, la liberalidad de Alejandro, el valor
de César, la clemencia y verdad de Trajano, la fidelidad de Zopiro, la pru
dencia de Catón; y, finalmente, todas aquellas acciones que pueden hacer
perfecto a un varón ilustre, ahora poniéndolas en uno solo, ahora divi
diéndolas en muchos (I, 47).
de el principio al introducir una suerte de risa enlatada, que pone en voz del futu
ro traductor. La escena tiene lugar cuando el segundo autor da con el manuscri
to arábigo de Cide Hamete Benengeli y pide a un morisco aljamiado que lo lea.
El primer texto que el autor y los lectores conocen de ese original está referido a
Dulcinea, y en él su nombre aparece ya unido a los contratópicos rústicos y fes
tivos con los que, como dama imaginaria, seguirá bregando a lo largo del libro:
193
-Está, como he dicho, aquí en el margen escrito esto: “Esta Dulcinea
del Toboso, tantas veces en esta historia referida, dicen que tuvo la mejor
mano para salar puercos que otra mujer de toda la Mancha” (I, 9).
Esta fue, probablemente, la imagen final que Cervantes quiso dejar a sus
lectores, la del mejor, más divertido y brillante autor de libros de entreteni
miento. No es casualidad que en el último texto que escribió, el prólogo a Los
trabajos de Persilesy Sigismunda, el estudiante que los jinetes topan al salir de
Esquivias reconozca a Miguel de Cervantes con un gesto parejo al de Sancho
ante el caballero del Verde Gabán: se apea de su cabalgadura, lo toma de la
mano izquierda y entona el panegírico del escritor burlesco: “¡Sí, sí; éste es el
El Quijote en los otros libros
194
Capítulo 14 Lecturas, relecturas
y reescrituras
No SE ENGAÑE NADIE, no, pensando que encontrará en las páginas que siguen
un compendio definitivo de los muchos pliegos que se han escrito para poner
en claro qué narices quiso hacer y decir Cervantes con su libro y de toda la lite
ratura heredera del Quijote. La enormidad de estantes que ocuparía una biblio
teca del cervantismo va más allá de lo abarcable, por lo que sólo habrá lugar
para un esquemático repaso, que el lector podrá compensar, entre otra mucha
bibliografía, con el ensayo “Cervantes, el quijotismo y la posteridad” de Harry
Levin, incluido en la Suma cervantina (1973), la erudición de Anthony Close
(1978), la Bibliografia del Quijote por unidades narrativas y materiales de la novela
de Jaime Fernández (1995), los estudios de Santiago López Navia (1996), el
imprescindible El Quijote y la crítica contemporánea de José Montero Reguera
(1997), los estudios de Pedro Javier Pardo en tomo a la tradición cervantina en
Lecturas, relecturas y reescrituras
la literatura inglesa (1997) o las Lecturas del Quijote de Ascensión Rivas (1998).
Se añaden a ellos la labor que desarrollan grupos como el Centro de Estudios
Cervantinos, con sede en la Universidad de Alcalá de Henares, o la Asociación
de Cervantistas; revistas especializadas en el asunto, como Cervantes, que publi
ca la Cervantes Society of America y dirige Daniel Eisenberg, o los Anales cer
vantinos, del Centro Superior de Investigaciones Científicas; y los recursos elec
trónicos que ofrece la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes en la página web
www.cervantesvirtual.com, el Proyecto Cervantes de Texas A&M University y
195
la Universidad de Castilla-La Mancha, al que se puede acceder en la página
www.csdl.tamu.edu/cervantes, o el sinnúmero de enredos, noticias y textos en
tomo al Quijote que el curioso puede encontrar acudiendo a cualquier busca
dor en Internet.
Ya en 1615 Sansón Carrasco se hizo eco del éxito inmediato que había sig
nificado el libro: “[...] es tan trillada y tan leída y tan sabida de todo género de
gentes, que apenas han visto algún rocín flaco, cuando dicen: ‘Allí va Roci
nante’. Y los que más se han dado a su lectura son los pajes: no hay antecá
mara de señor donde no se halle un Don Quijote: unos le toman si otros le dejan;
éstos le embisten y aquéllos le piden” (II, 3). En efecto, esa nombradla inicial
trazó los dos caminos que había de seguir el éxito del libro: uno separado del
texto y que convirtió a los personajes en arquetipos; y otro que se volcó sobre
la textualidad cervantina. Del primero queda el testimonio de los disfraces de
Sancho o don Quijote en fiestas populares y mascaradas de Valladolid, Sala
manca, Zaragoza, Córdoba o Baeza a partir de 1605 o las alusiones, ya casi lexi-
calizadas, de Juan de Robles en El culto sevillano (1661), donde anunciaba estar
dispuesto a “salir como un don Quijote de la Mancha, a defender la hermosu
ra de la princesa Dulcinea de nuestra lengua, aquí en algunos caballeros des
mesurados quieren hacer algunos tuertos y desaguisados”, o de Baltasar Gra-
cián, que, en El discreto (1646), aseguraba “que no todos los ridículos andantes
salieron de la Mancha”. Lo que desde ahí se siguió fueron unos personajes que
se desligaron poco a poco de su libro para convertirse en mito, incluso entre
aquellos a los que sólo interesaba lo blanco de la página. Las consecuencias se
materializaron en ediciones de lujo, artesanía de diverso gusto, denominación
de bares, restaurantes, calles y plazas, identidades regionales, platos culinarios,
pinturas, grabados, esculturas, monumentos, óperas, ballets y, cómo no, dis
cursos políticos de todo color, con frecuencia rayanos en la completa estulti
cia. Y, por supuesto, cine, mucho cine.
Con ojo de mal cubero y por encima, se pueden enumerar versiones cine
matográficas mudas, como las de Narcis Cuyás (1910), Camille de Morlhon
(1913) o Maurice Elvey (1923), o ya parlantes, como la de G. W Pabst (1933)
o Rafael Gil (1948). De 1957 es la más que razonable y soviética película de
Grigory Kozibtsev, que coincidió en año con el intento inacabado de Orson
El Quijote en los otros libros
Welles, que sólo pudo verse en 1992 con montaje de Jesús Franco. En 1991,
Manuel Gutiérrez Aragón dirigió la serie de televisión Don Quijote y la continuó
en el 2002 con la película El caballero don Quijote. Tres años antes, Peter Yates
había hecho su propia versión norteamericana. Incluso Woody Alien dejó algu
nos guiños cervantinos en La rosa púrpura del Cairo (1985), cuyos personajes
cruzan arbitrariamente las fronteras de la ficción, marcadas por la pantalla del
cine, o en los autores de Melinday Melinda (2004), que discuten sobre las dis-
196
tintas posibilidades de una trama. En 1972 el pobre don Quijote se vio obli
gado a cantar en el musical Man o f La Mancha, que pasó de las tablas al cine
con Sofía Loren ejerciendo de una improbable Dulcinea. Tampoco los dibujos
animados le hicieron ascos al libro de Cervantes, que tuvo una primera versión
en Garbancito de la Mancha de Arturo Moreno (1945) y un éxito más que con
siderable en la serie televisiva de Cruz Delgado que entretuvo a los niños de
finales de los setenta. Aunque pudieran encontrarse antecedentes en la mito
logía y en la literatura anterior, podría aventurarse que muchos personajes dobles
de la cultura popular o literaria, como Tom Sawyer y Huckleberry Finn, Sher
lock Holmes y el doctor Watson, Batman y Robin o el Gordo y el Flaco, remon
tan en último término su existencia a las figuras de don Quijote y Sancho.
Ese fenómeno de un personaje literario que poco a poco pierde contacto
con el texto que le dio ser es característico del Quijote. Nabokov aseguraba que
don Quijote es “hoy más grande de lo que era en el seno de Cervantes... Ya no
nos reímos de él... Representa todo lo amable, lo perdido, lo puro, lo genero
so y lo gallardo. La parodia se ha hecho parangón” (1987: 156). Quizá sea ver
dad que don Quijote y Sancho han vivido al margen del Quijote, pero no hay
que olvidar que salieron del libro cervantino y que todo lo que son está en sus
páginas. Al fin y al cabo, el Quijote es una novela que no tiene el misterio en la
trama, sino en las palabras mismas. Su densidad y su riqueza han llamado la
atención de estudiosos, exegetas, filósofos, imitadores o simples lectores. Todos
han puesto sus ojos en el texto que escribió Cervantes, hasta crear un univer
so intelectual que se conoce como cervantismo.
El aluvión empezó en el mismo siglo XVII y aun antes de 1615, cuando apa
recieron las primeras parodias e imitaciones del Quijote. Entre ellas estaban las
comedias Don Quijote de La Mancha y El curioso impertinente de Guillén de Cas
tro, el Entremés famoso de los invencibles hechos de Don Quijote de La Mancha de
Francisco de Avila, Don Pascual del Rábano o el Caballero puntual y la Estafeta
del Dios Momo de Salas Barbadillo, que presenta a un hidalgo que pasaba las
noches con los ojos puestos en los libros de caballerías. Sin duda los dos prin
cipales cervantistas del momento fueron -aunque a ellos se les revolvieran las
tripas al saberlo- don Alonso Fernández de Avellaneda y don Félix Lope de
Lecturas, relecturas y reescrituras
Vega y Carpió. El apócrifo leyó con atención y gusto el Quijote y fue pionero en
su interpretación. El Fénix, por su parte, acudió en las Novelas a Marcia Leo-
narda a muchos de los recursos y juegos metaliterarios ideados por Cervantes
y no pudo menos que alabar su gracia y estilo, aunque lo hiciera cuando el elo
giado ya no podía oírlo.
Los españoles no fueron los únicos que, en el siglo XVII, miraron con inte
rés y curiosidad la historia del hidalgo. El licenciado Márquez Torres recorda
ba en la aprobación de 1615 el “general aplauso” con que Francia, Italia, Ale-
197
mania y Flandes habían recibido los libros de Cervantes. Se olvidó en esa nómi
na de Inglaterra, que desde entonces hasta ahora ha mostrado un continuo
entusiasmo por la novela. De hecho, fue allí donde primero se tradujo el Qui
jote, aunque esa versión, firmada por Thomas Shelton, no vería la imprenta has
ta 1612. El esfuerzo de los traductores se vio recompensado con un impacto
inmediato, pues de ese mismo año es la comedia Cardenio, atribuida a Shakes
peare yjoh n Fletcher. Ocho años más tarde se trasladó al inglés la segunda par
te y el éxito ya sería completo. El m ism o Fletcher, esta vez en compañía de Mas
singer, compuso en 1620 The Double Marriage, inspirado en el episodio del
gobierno de Sancho. En 1652 Edmund Gay ton publicó la antología cómica
Pleasant Notes upon Don Quixote; diez años después salió la primera parte del
Hudibras de Samuel Butler; y varias obras teatrales, como The Amourous Prince
de Aphra Behn (1671), The Disappointment de Sotheme (1684) o The Married
Beau de John Crown (1694) remiten a episodios de la novela.
En Francia, la traducción completa de la primera parte que hizo César
Oudin en 1614 se vio precedida de algunas traducciones parciales de las his
torias interpoladas. Sólo cuatro años después, en 1618, vertió Rosset la segun
da parte. A su estela, Charles Sorel reflexionó con detalle sobre la obra cer
vantina y compuso algunas obras, como Le berger extravagant (1627) y la Histoire
comique de Francion (1633), que reconocen sus deudas quijotescas. Entre 1622
y 1625 Franciosini sacó un Quijote en italiano, al que seguiría la traducción ale
mana de 1648 y la holandesa de 1657. Todos esos lectores coincidieron, a lo
largo del XVII, en hacer una lectura cómica del libro y en encontrar otra suerte
de entretenimiento en los casos amorosos de la primera parte, que con fre
cuencia se desgajaron de la trama para convertirse en comedias o editarse por
separado. El final del siglo xvii marca también otra bifurcación, que ya será defi
nitiva: la de los senderos del cervantismo y de las imitaciones literarias.
14.1. Cervantismos
El XIX fue, sin duda, un gran siglo cervantino. El interés neoclásico por el
texto se continuó en la edición del Quijote en cuatro volúmenes, que publica
ron Martín Fernández de Navarrete y Diego Clemencín en 1819. El propio Cle-
mencín, entre 1833 y 1839, llevó a cabo una nueva edición profusamente
comentada, que sigue siendo un instrumento imprescindible para los cervan
tistas. Todavía en 1863, Juan Eugenio Hartzenbush sacó a luz su Quijote, impre
so, por capricho erudito, en Argamasilla de Alba, al que seguirían Las 1633 notas
con extensas observaciones filológicas (1871-1879). El último gran Quijote del
XIX sería el editado por James Fitzmaurice-Kelly en 1898.
200
Pelayo, que arremetió en su Historia de las ideas estéticas en España (1883) con
tra el “fetichismo cervantista”, y donjuán Valera, que sentenció con su fino
esteticismo: “El verdadero fin del Quijote es crear una hermosa fábula”. Antho
ny Close hizo en 1978 la historia de este paisaje divertido y confuso, aunque
además utilizó la ocasión para defender a ultranza su lectura de un Quijote obs
tinadamente cómico y jocoso.
Las divisiones del cervantismo establecieron una permanente dualidad en
tomo al libro y a su autor: la teoría de un Cervantes caracterizado como “inge
nio lego” se enfrentó a la del polígrafo erudito; la ideología contrarreformista
que descubrió una parte de la crítica contradecía las actitudes casi librepensa
doras que vio la otra parte; el don Quijote burlesco negaba al loco excelso,
heroico y ejemplar. El fin de siglo y los noventayochistas siguieron esta última
senda de exaltación del protagonista. Sus intereses se centraron en la capaci
dad simbólica de don Quijote, que, como personaje, vino a convertirse en una
proyección del Cristo evangélico y redentor que había de salvar al mundo. Así
aparece, por ejemplo, en la “Letanía de nuestro señor don Quijote” que Rubén
Darío incluyó en Cantos de vida y esperanza:
El poema se editó en 1905, año del III centenario del Quijote, que dio lugar
a notables muestras de erudición y fervor cervantinos. Con esa misma fecha,
el sapientísimo don Marcelino Menéndez Pelayo publicó su admirable trabajo
“Cultura literaria de Miguel de Cervantes y elaboración del Quijote”, sobre las
relaciones del libro con la literatura renacentista, y Miguel de Unamuno, des
de una perspectiva diametralmente opuesta, optó por una lectura existencial
del Quijote. Unamuno quiso entregarle a sus contemporáneos un texto vivo, al
modo en que lo habían entendido los románticos, pues estaba convencido de
Lecturas, relecturas y reescrituras
que no importaba tanto lo que Cervantes hubiera querido decir, como lo que
entendieran sus lectores en cada momento, por muy distantes que fuesen ambas
interpretaciones.
Entre 1914 y 1926 se publicaron cuatro ensayos de una importancia deci
siva para el cervantismo del siglo XX. Ortega y Gasset inauguró la serie con sus
Meditaciones del Quijote (1914), donde, por encima de algunos resabios román
ticos, rechaza la concentración finisecular en el personaje y esboza algunas de
las directrices que luego serán esenciales para la crítica posterior, como la aten
201
ción al texto mismo y a sus perspectivas lingüísticas e ideológicas. En 1920
Menéndez Pidal dictó una conferencia en el Ateneo de Madrid con un título
más humilde de lo que en realidad significó: “Un aspecto en la elaboración del
Quijote". Aquí apuntaba don Ramón la posibilidad de que Cervantes se hubie
ra inspirado en el Entremés de ¡os romances para el primer diseño de su obra y
defendía un esquema inicial esencialmente paródico, que habría ido evolucio
nando junto con la composición. El tercero de los libros, El pensamiento de C a
vantes (1925), explica por sí solo una buena parte del cervantismo contempo
ráneo. Con una nueva perspectiva de lectura, Américo Castro intentó identificar
las claves del ideario cervantino y situarlas en el contexto literario y mental del
Renacimiento. Religión, política, literatura y lecturas ayudan a trazar la imagen
de un Cervantes imbuido de relativismo, que se mostró remiso ante la Con
trarreforma dominante, aunque velara sus ideas con ironías y ambigüedades.
Fue Castro quien llamó la atención sobre la importancia que la teoría literaria
tiene en la obra y el que explicó los conflictos entre historia y ficción como una
de sus claves fundamentales. Un año después, Salvador de Madariaga publicó
su Guía del lector del Quijote (1926), que consagraría una idea que ya apuntada
por Díaz de Benjumea en 1880, según la cual Sancho y don Quijote inter
cambian paulatinamente sus personalidades a lo largo de la narración. Se tra
ta de lo que Madariaga definió como la quijotización de Sancho y la sanchifi-
cación de don Quijote.
2. Análisis del Quijote en relación con las teorías literarias del Renacimiento.
Los estudios italianos en tomo a la estética renacentista, que inició Gius-
seppe Toffanin, llamaron la atención sobre los preceptistas de la época
y, en concreto, sobre las tendencias neoaristotélicas. Sobre esa base y
con las brillantes notas que al respecto escribió Castro, Jean Canavag-
gio, Edward C. Riley, Alban Forcione, Félix Martínez Bonati o Javier
Blasco, con un libro imprescindible, han estudiado el conocimiento
que Cervantes tuvo de los tratadistas italianos y españoles, y su reflejo
en las ideas literarias y en la práctica narrativa de Cervantes. De entre
ellos, el ensayo Teoría de la novela en Cervantes de Riley tiene un papel
aún fundamental por la amplitud y profundidad de sus planteamien
tos o por su análisis del problema de la verosimilitud y la ficción. Fue
precisamente Riley quien, junto con otros autores anglosajones, como
su discípulo Edwin Williamson o Ruth El Saffar, ha extendido el uso
problemático del término inglés romance para clasificar el género del
Quijote, intentando paliar la ausencia de un vocablo propio en el cas
tellano de Cervantes.
3. Trabajos que atienden al perspectivismoy a las relaciones literarias del Qui
jote. Del perspectivismo se han ocupado importantes estudiosos como
Leo Spitzer, George Haley, Mia Gerhardt, el propio Riley o James A. Pan.
Por su parte, los vínculos de la obra con los libros de caballerías han
Lecturas, relecturas y reescrituras
203
libros, baste reseñar las sabias publicaciones de Harry Levin, Robert Flo
res, Alberto Sánchez, Anthony Close, José Montero Reguera. Pedro Javier
Pardo o John J. Alien. Por último, Martín de Riquer, Nicolás Marín, James
Iffland, Alfonso Martín Jiménez, Javier Blasco y algún otro han atendido
a la figura y al texto de Alonso Fernández de Avellaneda, así como a las
complejas correspondencias del libro apócrifo con el cervantino.
cuado para editar un Quijote con visos de ser invariable, en el que parti
ciparon, entre otros, José María Casasayas, Daniel Eisenberg o Eduardo
Urbina, director del Proyecto Cervantes y principal defensor de una edi
ción electrónica del Quijote. Desde finales del siglo XX, se han llevado a
cabo varios esfuerzos editoriales, que se avanzan hacia lo que aspira
a ser un texto definitivo de la obra. En 1993, Florencio Sevilla publicó
su edición del Quijote en el marco de unas Obras completas y desde el
204
Centro de Estudios Cervantinos. Francisco Rico dirigió los trabajos de
un amplio grupo de colaboradores, que dieron como resultado el Qui
jote en dos volúmenes avalado por el Instituto Cervantes y la editorial
Crítica, cuyo texto fijó el propio Francisco Rico (1998). Con motivo del
IV Centenario se han llevado a cabo otras ediciones, como las que fir
man Andrés Amorós (SM, 2004), Felipe Pedraza (Algaba, 2004) o Flo
rencio Sevilla (Castalia, 2004). También en el año 2004 el mismo Fran
cisco Rico ha revisado el texto cervantino en su edición para la Junta de
Comunidades de Castilla-La Mancha, que luego ha reproducido en su
propia versión la Real Academia Española.
205
cíales, exaltaciones patrias y jolgorios académicos. Seguro que la ocasión dará
lugar a un más que notable avance en la comprensión de la obra y a la multi
plicación de la bibliografía crítica. Pero, además de todo eso, lo que con más
urgencia necesita el Quijote y lo mejor que podría hacerse es aumentar hasta
donde fuera posible el número de sus lectores reales. El libro lo agradecerá con
una nueva vida y los que lo lean jamás se arrepentirán de haberlo hecho.
Hacia 1605 era por filo - o poco menos- cuando Cervantes dejó en cinta a toda
la literatura posterior. Sus arbitrios sobre el modo de enfrentarse a la creación
resultaron tan fértiles que no ha habido prosa alguna de ficción que se haya
librado de su influjo. En la invención cervantina está la semilla de toda la narra
tiva posterior. El nuevo género, que no llegó a tener entonces etiqueta identi-
ficativa, partía de la poética y de los modelos conocidos en el siglo xvi, pero no
se ajustó a sus directrices. El Quijote no acababa de ser un libro de caballerías
por lo cómico, ni una novella por lo extenso y lo complejo, ni una historia bizan
tina por la mezcla de temas y personajes, ni, desde luego, un libro de pastores.
Era todo eso y mucho más, pues terminó por desbordar los límites conven
cionales que trazaron para sí cada uno de esos géneros. Como Colón, Cervan
tes ignoraba que había descubierto un continente nuevo: el de la novela moder
na. En este inédito espacio narrativo, el autor quedaría libre para siempre de
los cepos que antes le tendían la preceptiva y la tradición literaria.
El Quijote ha tenido una perviventia específica en continuaciones y en imi
taciones de toda índole. Las continuaciones mantienen la misma envoltura y
aluden directamente a su origen, como había hecho Avellaneda con su Segun
do tomo del ingenioso hidalgo don Quijote de La Mancha. Ese reconocimiento venía
marcado desde el título en obras como las Adiciones a la historia del ingenioso
hidalgo don Quijote de La Mancha de Jacinto Delgado (1786) o la Historia del más
fam oso escudero Sancho Panza desde la gloriosa muerte de don Quijote de La Man
cha de Pedro Gatell (1793). Lo mismo hicieron Lesage y Robert Challe en sus
dieciochescos Don Quijote franceses o Henry Fielding con Don Quixote in England
(1727). La costumbre de quijotizar se mantuvo durante todo el XIX y parece
que se multiplicó con el final del siglo y la proximidad de los centenarios, como
muestran los Capítulos que se le olvidaron Cervantes. Ensayo de imitación de un
libro inimitable de Juan Montalvo (1895), La nueva salida del valeroso caballero
Quijote de La Mancha de Antonio Ledesma Hernández (1905), Don Quijote en
América de Tulio Febres (1905) o los Dos capítulos del Quijote suprimidos por la
censura de Eduardo Barriobero (1915). El siglo xx tampoco se sustrajo a la fas
cinación por el hidalgo loco y, sólo al azar, podrían enumerarse continuaciones
como el Don Quijote en Yanquilandia de Juan Manuel Polar (1925), La resurrec
ción de don Quijote de La Mancha de Higinio Suárez Pedreira (1946), el Rocinante
de La Mancha de Miguel Buñuel (1963), Don Quixote USA de Richard Powell
(1966), El pastor Quijótiz de José Camón Aznar (1989), El comedido hidalgo de
Juan Eslava Galán (1994) o Al morir don Quijote de Andrés Trapiello (2004).
Las imitaciones, por su parte, abandonan la historia y los personajes origi
nales para crear situaciones paralelas en distintos ambientes y con otros acto
res. Así ocurre con Sir Lancelot Greaves de Tobias George Smollett (1761), con
el primer Quijote femenino, The Female Quixote, or the Adventures o f Arabella, de
Charlotte Lennox (1752), que tendría su eco con La Quijotita y suprima de José
Joaquín Fernández de Lizardi (1818), o con Monsígnor Quixote de Graham Greene
(1982). En 1772 Richard Graves publicó The Spiritual Quixote, or the Summer’s
Ramble of Mr. Geoffrey Wildgoose, mientras que Alonso Bernardo Rivero, en 1792,
abrió la fértil vía de los donquijotes regionales con su Historia fabulosa del dis
tinguido caballero don Pelayo Infanzón de la Vega, Quijote de la Cantabria. También
en el siglo xvrn las hermanas Elizabeth y Jane Purbeck publicarían History o f Sir
George Warrington, or The Political Quixote de (1797). A finales del siglo siguien
te Rubén Darío escribió el cuento “D .Q .”, ambientado en la guerra de Cuba
(1899), y Antón del Olmet dio a luz entre los dos centenarios El hidalgo don
Tirso de Guimaraes (1912).
Aunque hubo libros, como el Joseph Andrews de Fielding, que intentaron
reproducir la globalidad del modelo, los mecanismos de imitación han sido
diversos y complejos. Los personajes, en su dimensión cómica o en su vertiente
idealista, dieron lugar a un enorme flujo literario que incluye al príncipe Mish
kin de Dostoïevski o a la Enma de Flaubert. La propia madame Bovary pade
ce la enfermedad quijotesca que afectó a otros personajes, el morbus litterarius
que se convierte en causa del fracaso de sus existencias. Los Seis personajes en
busca de autor de Pirandello o Niebla de Unamuno son buena muestra de la cre
ciente importancia que las reflexiones metaliterarias, los caleidoscopios de la
ficción y los juegos de perspectivas alcanzaron en la novela del siglo xx. Paul
Scarron publicó en Francia su Rornan comique (1651 y 1657), buscadamente
realista y estructurado al modo cervantino. Otras veces el Quijote dejó su ras
tro en escenas, pasajes y pequeños homenajes o sirvió de motivo literario, como
en el cuento “Pierre Menard, autor del Quijote” de Jorge Luis Borges, cuyo pro
tagonista asume un propósito extraordinario:
Veréis en Don Quijote, en cada página, revelados los más secretos arca
nos del alma humana... Es de desear que nuestra juventud adquiera un
serio conocimiento de las grandes obras de la literatura universal. Yo no sé
lo que les enseñan hoy a los jóvenes como literatura, pero el estudio de
Don Quijote, uno de los libros más geniales y también de los más tristes
que haya producido el genio humano, es muy capaz de educar la inteli
gencia de un adolescente. Verá allí, entre otras cosas, que las más hermo
sas cualidades del hombre pueden llegar a ser inútiles, excitar la risa de la
Humanidad, si el que las posee no sabe penetrar el sentido verdadero de
las cosas y hallar la “palabra nueva” que debe pronunciar.
209
la fiebre cerebral, tan cierto como que hemos nacido, y se le están derritiendo
los sesos”.
El final del siglo xix y el comienzo del xx abrieron nuevos horizontes en las
lecturas literarias del Quijote. Entre escritores y lectores arraigó un modo de
construcción narrativa compleja en la que la trama se disuelve, los héroes se
hacen problemáticos, el relator pierde protagonismo y se multiplican los pun
tos de vista. La novela creció como juego de reflejos entre la realidad y la fic
ción. El perspectivismo ha sido, sin duda, la manera que el siglo xx eligió para
entender el Quijote. Al mismo tiempo, esa literatura descubrió en el libro intui
ciones sobre las visiones del otro, alteraciones de la identidad o posibilidades
en tomo a la existencia de otro yo. Esos mecanismos, que se acrecentaron en
el Quijote de 1615, dieron lugar en el cambio de siglo a obras como Niebla de
Miguel de Unamuno (1914) o El difunto Matías Pascal de Luigi Pirandello (1904),
pero también a textos dialógicos sobre la existencia, como la buscadamente
cervantina Berlarmino y Apolonio de Ramón Pérez de Ayala (1921).
Toda la narrativa moderna es heredera, de un modo u otro, de las inven
ciones quijotescas: Joseph Conrard, Marcel Proust, James Joyce, Virginia Woolf,
el Kafka de El castillo o el de la transformación de Gregorio Samsa; André Gide
en Los falsos monederos, cuyo protagonista escribe Los falsos monederos; el exten
so comentario del Pálido fuego o las vidas múltiples de Sebastián Knight de Vla
dimir Nabokov; William Faulkner leyendo recurrentemente el Quijote; El libro
de las ilusiones de Paul Auster, con sus laberintos e historias dentro de la histo
ria; o Enrique-Vila Matas con El mal de Montano, el mal, precisamente, del enfer
mo de literatura. En un cuento recogido en Perfiles, “El experimento del pro
fesor Kugelmass”, Woody Alien llevó al absurdo todos esos engranajes literarios.
Kugelmass, hastiado de su existencia neoyorquina, encuentra el modo de entrar
en la ficción literaria a través de un armario propiedad de un mago llamado el
Gran Persky. El libro que este profesor calvo y peludo pretende visitar es Madame
Bovary, donde se encuentra con una Enma francesa, pero que “hablaba el mis
mo elegante inglés de la edición de bolsillo”. La alteración en la trama causa la
perplejidad de otros lectores que se sorprenden con la repentina aparición de
un personaje llamado Kugelmass en la novela de Flaubert. Harto de Enma,
Kugelmass intenta pasar a otra ficción. El libro elegido será El lamento de Port
El Quijote en los otros libros
210
años sesenta. Como al caballero, un entorno femenino rodea a Ignatius e inten
ta devolverlo a la realidad. Pero este comedor de salchichas se muestra inase
quible en su intento de poner orden en un mundo carente de “teología y geo
metría”. Las columnas ideológicas de Ignatius tienen, como las del hidalgo
manchego, un origen libresco y medieval: la monja Roswita, Boecio y Santo
Tomás de Aquino. Es inevitable que, con esos mimbres, choque de frente con
un mundo moderno caracterizado por la ignorancia, el dinero, el cine y la tele
visión. Entre los ires y venires de Ignatius y su válvula pilórica, John Kennedy
Toole nos dejó personajes tan memorables como Myma Minkoff, el patrullero
Mancuso, el “caballero mongoloide” Abelman, la señorita Trixie o el profesor
Tale, receptor de una de las más tremendas epístolas que vieron los siglos pasa
dos, los presentes, ni esperan ver los venideros:
211
índice de nombres
Alem án, M a te o(1547-d. 1615): Fue el autor del Guzmán de Alfarache, la obra
que prolonga y codifica el género picaresco. La primera parte del libro se
publicó en 1599 y tuvo una continuación apócrifa en 1602, de manos de
Juan Martí, que decidió encubrirse en el seudónimo de Mateo Luján de
Sayavedra. En la segunda parte (1604), Alemán se vengó incluyéndolo
como personaje. El Guzmán fue uno de los éxitos editoriales más señala
dos del momento y estuvo en la mira y en las envidias de todos los auto
res y editores de ficción del primer tercio del siglo XVII. A pesar de sólo citar
lo una vez en La ilustrefregona, Cervantes mantuvo un intenso pulso literario
con el libro de Alemán y con el género picaresco.
Es el libro de caballerías que sirve de norte y guía a don Qui
Amadís DE G a u la :
jote. El cura, que desconoce el Tirant lo Blanc en catalán, lo identifica como
“el primero de caballerías que se imprimió en España, y todos los demás
han tomado principio y origen déste”; por su parte, el barbero apostilla
que es “el mejor de todos los libros que de este género se han compues
to” (I, 6). Los primeros datos sobre su proceso de composición se remon
tan al siglo XIV, pero la versión refundida por Garci Rodríguez de Montal
vo, la que leyeron Cervantes y los personajes del Quijote, la publicó el
impresor zaragozano Jorge Coci en 1508 y se reeditó numerosas veces a lo
largo del siglo xvi.
APULEYO (125-h. 180): Autor latino que escribió, entre otras cosas, una novela
esencial en la historia de la ficción en prosa, las Metamorfosis, también cono
cida como El asno de oro. El protagonista del libro, Lucid, se transforma en
asno por arte de magia y, tras muchas peripecias, vuelve a convertirse en
hombre con la ayuda de la diosa Isis. En medio de todo eso, se encuen
tran episodios de brujería, sexo y brutalidad, abogados convertidos en ove
jas, grupos religiosos a lo Hare Krishna y la maravillosa fábula de Cupido
y Psique. A Cervantes, que acudió al Asno en el Quijote, en el Coloquio de
los perros o en La Numancia, el libro de Apuleyo le sirvió para dar con una
solución estética que superaba la cuestión de la verosimilitud y se asenta
ba en la libertad creativa. En 1513, Diego López de Cortegana, canónigo,
fiscal de la Santa Inquisición y traductor de la Querela pacis de Erasmo,
publicó la versión en romance que leería Cervantes.
(1474-1533): Para Cervantes fue el autor del Orlando furio
A r io s t o , L u d o vic o
so (1516-1521), continuación del Orlando innamorato de Matteo Boirado,
que narra la locura del conde Orlando y los desdenes de la díscola Angé
lica. Cervantes aprendió en Ariosto una buena parte de su perspectiva iró
nica. Don Quijote y Cardenio se lo disputaron como modelo de sus res
pectivas penitencias.
(1539-1612): Además de unos famosos Emblemas
C o v a r r u b ia s , Se b a stián DE
morales (1610), este gramático, hijo y hermano de otros sabios y curiosos
personajes del XVI, publicó en 1611 el Tesoro de la lengua castellana o espa
ñola, un arcón lexicográfico insustituible para conocer la lengua del Siglo
de Oro y las opiniones del propio Covarrubias sobre los asuntos más insos
pechados.
Fue, desde 1603, regente de la imprenta que publicó el
C u e sta , J uan de la :
Ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. La propietaria era María Rodrí
guez de Rivalde, su suegra y viuda de Pedro Madrigal. Aunque el volumen
de 1615 salió también a su nombre, Cuesta había salido por piernas de
Madrid para esas fechas.
Entrem és de l o s ROMANCES: Pieza dramática breve que saca a tablas a un Barto
El Quijote, de Miguel de Cervantes
214
fue uno de los árbitros intelectuales en la Europa del siglo XVI. Su obra, su
“Philosophia Christi” y su epistolario generaron todo un movimiento, el
erasmismo, que repercutió enormemente en España. Sus trabajos más filo
lógicos y teológicos se vieron acompañados por un profundo interés en la
pedagogía y en la difusión de su ideario por medio de otros géneros acaso
menos nobles. De ese impulso nacieron los Adagia (1500), el Enchiridion
militis Christiani (1502), el Moriae Encomien, id est, Stultitiae laus (1511) o
los Colloquia (1518). Asentado en Basilea desde 1521 y con su obra cues
tionada por la jerarquía eclesiástica, se enfrentó a Lutero con su De libero
arbitrio (1524). Con el Indice de libros prohibidos de 1559 se inició en
España una persecución abierta contra sus ideas y sus obras, a pesar de lo
cual sus ecos llegan todavía a Cervantes.
Fernández de A ve llan eda, A lo n so : Bajo este nombre fingido se publicó en Tarra
gona en 1614 el Segundo tomo del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha,
que contiene su tercera salida: y es la quinta parte de sus aventuras, con la inten
ción palmaria de agredir a Cervantes. No lejos de la máscara hubo de andar
Lope de Vega, a quien el apócrifo Avellaneda adula, defiende e imita pun
tualmente y que, sin duda, atizó el homo donde se coció el negocio.
Abogado de la Real Chancillería de Valladolid
G o n z á le z de C e llo r ig o , M a rtín :
y autor del Memorial de la política necesaria y útil restauración a la república
de Españay estados de ellay desempeño universal de estos reinos (1600), el tex
to que inaugura la corriente arbitrista del siglo XVII.
(h. 1529-h. 1588): Médico, filósofo y escritor, que
H u a r te de San Juan , J uan
compuso el Examen de ingenios para las ciencias (1575), donde analiza humo
res, temperamentos y disposiciones del ser humano. El libro se reimpri
mió corregido y aumentado en 1594, y fue ésta la edición de la que pudo
servirse Cervantes a la hora de caracterizar a algunos de sus personajes,
como Tomás Rodaja o el propio Alonso Quijano.
Esta obra, conservada manuscrita,
L ib ro d e l o s am ores de V ira ld o Y F lo rin d o :
se compuso en 1541 e incluye la primera adaptación de Sannazaro al espa
ñol, que se adelanta a La Diana en dieciocho años. La primera parte del
Libro en que se qüentan los amores de Viraldo y Florindo, aunque en diverso esti
lo desarrolla una historia pastoril, mientras que en la segunda se mezclan
elementos de la novella italiana, la ficción sentimental y el mundo celesti
nesco. El Libro es un hito importante en la ensalada de géneros que se fue
gestando en la narrativa a lo largo del siglo XVI.
López de H oyos, Juan (1511-1583): Maestro de humanidades y rector del Estu
dio de la Villa de Madrid. A Cervantes se refiere como su “caro y amado
discípulo” en la Historia y relación verdadera de la enfermedad, felicísimo trán
sito y suntuosas exequias de la serenísima reina de España doña Isabel de Valois
(1569), donde figuran cuatro poemas del entonces joven escritor.
López Pinciano, A lo n s o (1547-d. 1627): Médico de la infanta doña María, her
mana de Felipe II, humanista y escritor a ratos, que publicó en 1596 la Phi
losophia antigua poética. El tratado recoge en epístolas dialogadas la pre
ceptiva poética neoaristotélica y algunas de las novedades teóricas del
Renacimiento italiano. Probablemente de él y de Tasso tomó Cervantes sus
ideas sobre la épica en prosa, sobre la verosimilitud, la composición de la
obra y las ficciones milesias. Quiso poner en práctica sus propios precep
tos con un poema épico en veinte cantos titulado Pelayo (1605), aunque
no parece que lograra un gran reconocimiento por ello.
M a l LARA, JUAN DE (1524-1571): Humanista curioso y erasmista de última hor
nada, que regentó un estudio de humanidades en Sevilla. Su Filosofia vul
gar (1568) es un compendio de refranes glosados que continúa la pro
puesta erasmiana de los Adagia.
Capellán y maestro de pajes del cardenal don Ber
M á rq u e z T o rre s, F ra n cisc o :
nardo de Sandoval y Rojas, arzobispo de Toledo. Se le conocen unos Dis
cursos consolatorios (1616) y algunos poemas de circunstancias, aunque ha
pasado a la historia cervantina por la aprobación del 27 de febrero de 1615,
que apuntaba sus flechas contra Avellaneda y que pudo tener cerca la mano
de Cervantes. También firmó las aprobaciones del Viaje del Parnaso, las Ocho
comedias y ocho entremeses y Los trabajos de Persilesy Sigismunda.
(h. 1520-h. 1561): Autor de Los siete libros de Diana
M o n te m a y o r , J o r g e de
(1558), novela pastoril de enorme éxito que a partir de 1561 se imprimió
junto con la historia morisca El Abencerraje y la hermosa Jarifa. La Diana
tuvo sus primeras continuaciones en una Segunda parte de la Diana de Alon
so Pérez y en la Diana enamorada de Gaspar Gil Polo. En el Quijote, el cura
hizo su particular juicio crítico de la novela de Montemayor: “... que se le
quite todo aquello que trata de la sabia Felicia y deTa agua encantada, y
casi todos los versos mayores, y quédesele en hora buena la prosa, y la hon
ra de ser primero en semejantes libros” (I, 6). Por su parte, el perro Ber
El Quijote, de Miguel de Cervantes
216
se convertirán en uno de los motivos estructurantes de la segunda parte
del Quijote.
Núñez, H e rn á n (h. 1475-1553): Humanista conocido como el Pinciano o el
Comendador Griego. Fue profesor de retórica en Alcalá y Salamanca, edi
tor de Plinio o Séneca y autor de la compilación Refranes de la lengua caste
llana (1555).
ORLANDO: Nombre italiano del paladín franco Roldán, perteneciente al ciclo
carolingio. Sus desgraciados amores con Angélica y las locuras que les siguie
ron, causadas por los desahogos de la princesa de Catay con el morillo
Medoro, fueron cantados, entre otros, por Matteo Boiardo y por Ludovico
Ariosto.
Pasamonte, Jerónim o de (1553-d. 1605): Compañero de armas de Cervantes en
el tercio de Miguel de Moneada, que se ha identificado como trasunto real
de Ginés de Pasamonte. Este aragonés, autor de una Vida autobiográfica,
ha sido postulado en los últimos años como autor del falso Quijote de Ave
llaneda.
Librero de Felipe III, editor del Viaje entretenido de Agus
R ob le s, F ra n c isc o de:
tín de Rojas (1603) y del Quijote en 1605 y 1615. El fue quien compró los
originales a Cervantes, para luego contratar la imprenta de Juan de la Cues
ta. Es posible que él mismo pergeñara en Valladolid la dedicatoria de 1605.
Robles también adquirió por mil seiscientos reales los derechos de las Nove
las ejemplares en 1612.
(1599-1618): Cardenal arzobispo de Toledo,
S a n d o v a l y R o ja s, B e r n a r d o de
Inquisidor General y tío del duque de Lerma, valido entonces de Felipe III.
De su protección habla Cervantes en el prólogo de 1615. Fueron capella
nes suyos frayjosef de Valdivielso y el licenciado Márquez Torres, que fir
maron las aprobaciones de 1615. También el humanista Pedro de Valen
cia, cronista del reino, estuvo en su entorno y escribió varios tratados e
informes a petición suya.
SANNAZARO, lACOPO (h. 1456-1530): Escritor y humanista italiano que inaugu
ró con su Arcadia (1502 y 1504) el modelo de prosímetro pastoril. Sobre
el referente de Virgilio, los pastores de Sannazaro inscriben sus versos en
los árboles, debaten sobre el amor o la metafísica neoplatónica y conden
san un ideal de vida renacentista. Su primera adaptación castellana en pro
sa la hizo el autor del Libro de los amores de Viraldoy Fbrindo (1541) y la
índice de nombres
217
cia (1535) y Cuarta parte de don Florisel de Niquea (1 5 5 1 )-, así como una
Segunda Celestina (1534). Desde su Amadís, donde ya aparecen los pasto
res Silvia y Dardinel, Feliciano de Silva permaneció atento a todas las modas
literarias y avanzó en la mezcla de temas y géneros. Cervantes le atribuyó
no pocos de los desvelos de su don Quijote, empeñado en desentrañar el
sentido de sus “entricadas razones”, que no “las entendiera el mesmo Aris
tóteles, si resucitara para sólo ello” (I, 1).
TASSO, TORQ.UATO (1544-1595): Hijo del poeta petrarquista Bernardo Tasso, aquél
del famosísimo soneto “Mentre ch ’l áureo crin v’ondeggia intomo”, que
inspiró a Garcilaso y a Góngora. Escribió el drama pastoril Aminta (1573),
traducido en 1607 por Juan de Jáuregui, retratista de Cervantes, y, sobre
todo, el poema épico Gerusalemme Liberata (1575), que se dice en el Per-
siles. escrito “con el más heroico y agradable plectro que hasta entonces nin
gún poeta hubiese cantado” (Ι\ζ 6). Sus Discorsi dell’arte poetica influyeron
decisivamente sobre la Philosophia antigua poética de López Pinciano y sobre
las ideas narrativas de Cervantes.
Valencia, P e d ro de (1555-1620): Humanista español, discípulo de Benito Arias
Montano, cronista del reino y protegido del arzobispo de Toledo y del conde
de Lemos. Fue amigo también de varios personajes próximos a Cervantes,
como fray Hortensio Félix Paravicino o Luis de Góngora. Sus posiciones
sobre la expulsión de los moriscos, la brujería, la adivinación o la poética
coinciden puntualmente con muchas de las ideas expresadas en el Quijo
te y en otras obras cervantinas.
Robledal y señorío cerca del cual tuvieron lugar el Paso Honroso de
V a lm a lo :
don Suero de Quiñones y las gestas de don Ares de Omaña. Hoy día es
bien inmueble del autor primero de este libro por graciosa donación de sus
progenitores.
VEGA, FÉLIX Lope DE (1562-1635): Amigo primero y enemigo luego acérrimo de
Cervantes. Los avatares personales y sentimentales de su vida son, de por
sí, materia literaria y él mismo se encargó de verterlos en verso y prosa. Gua
po, listo y brillante, escribió en todos los géneros y en todos lo hizo bien,
El Quijote, de Miguel de Cervantes
218
Vives, J uan Luis (1492-1540): Humanista español. Tras estudiar en París, fue
nombrado profesor de humanidades de la Universidad de Lovaina, donde
estableció con Erasmo de Rotterdam una relación que habría de durar has
ta el final de sus vidas. En esos años publicó Adversus Pseudodialecticos, con
tra los escolásticos parisinos, y un comentario al De civitate Dei de San Agus
tín, incluido en las Opem agustinianas que editó Erasmo en 1522. Desde
1523 fue lector de la reina Catalina de Aragón y preceptor de María, prin
cesa de Gales. Su pensamiento filosófico, político y pedagógico, decisivo
en los círculos humanísticos españoles, se recogió en obras como Intro
ductio ad veram philosophiam (1524) y De subventione pauperum sive de huma
nis necessitatibus (1526), De disciplinis (1531), su obra magna, o De anima
et vita (1538).
Glosario
AMOR c o rté s:El conjunto de códigos amorosos que los poetas provenzales crea
ron desde finales del siglo XI y que tuvo un inmenso impacto en la histo
ria de la cultura occidental. Se trataba de un amor concebido como culto
religioso a la dama, que ennoblecía al amante por medio del sufrimiento y
el servicio voluntario. Aunque se presentó en los textos divorciado de la
posesión física, se basaba en el deseo de alcanzarla, a pesar de la infinita
desproporción que se entendía entre la amada y los méritos del amante.
De algún modo, trasladó a las relaciones amorosas el sistema feudal, con
virtiendo a la dama en señor (midons) y al amante en siervo. Es el modo de
amar que dominó la literatura medieval, desde los libros de caballerías a la
novela sentimental y al que don Quijote acude, aunque ya con algunos
resabios de neoplatonismo renacentista.
En provenzal, significa “amor de lejos”. Este amor en la distan
A m o r de lo h n :
cia implicaba no sólo el miedo del amante frente a una dama inalcanzable,
sino también la posibilidad de enamorarse de oídas, como casi hace Alon
so Quijano con Aldonza Lorenzo.
ANAGNORISIS: Con este término griego, que significa “reconocimiento”, se desig
na un recurso teatral que Aristóteles definió en su Poética como “un cam
Glosario
221
como un modo de resolución de conflictos sentimentales. La anagnorisis
es la base argumentai de los extraordinarios encuentros que ocurren en la
venta de Juan Palomeque entre Cardenio, Dorotea, Luscinda y don Fer
nando y entre los miembros de la familia Pérez de Viedma.
A u to r: En el Siglo de Oro, era el actor o director que reunía una compañía de
comediantes.
Baciyelm o: Con este término, Sancho resuelve en el capítulo XLIV de la primera
parte un conflicto que don Quijote había planteado en el XXV: “Eso que a
ti te parece bacía de barbero, me parece a mí el yelmo de Mambrino, y a
otro le parecerá otra cosa”. La voz baciyelmo ha servido a la crítica para iden
tificar la cuestión del perspectivismo y la realidad oscilante en el Quijote.
Verso inicial del épodo II de Horacio, que resume el ideal literario
Beatus i l l e :
de vida retirada.
D e c o ro :En retórica, la concordancia de las partes del discurso y, en especial,
de la elocutio, por la necesaria adecuación del lenguaje al género, al tema
de la obra y a la condición de sus personajes.
Era la postura burlesca que mediaba entre el solaz excesivo y la
E u t r a p e lia :
mesura. Sebastián de Covarrubias la definió en su Tesoro como “un entre
tenimiento de burlas graciosas y sin peijuyzio”, y el Diccionario de Autori
dades, como la “virtud que modera el exceso y desenvoltura en las chan
zas y juegos, y hace que sean gustosas, entretenidos y no perjudiciales”.
En el Quijote es la actitud que muestra, sobre todo, don Antonio Moreno.
Facecia: Chiste, donaire o cuento gracioso adecuadamente puesto en boca del
homo facetus o del noble eutrapélico.
Germ ania o Le n gu aje de germ anIa: Jerga propia del hampa, que tuvo una exten
sa vida literaria en el Siglo de Oro, desde los romances de Escarramán y la
de Méndez de Quevedo a los libros picarescos. Cervantes hubo de gustar
de ella, porque la trajo repetidamente a capítulo no sólo en el pequeño
vocabulario inserto en Rinconetey Cortadillo, sino en-la comedia El rufián
dichoso, en el entremés El rufián viudo o en el catálogo que hacen los gale
otes en la primera parte del Quijote.
El Quijote, de Miguel de Cervantes
Locus am oenus: Era el tópico literario que describía el paisaje ideal y estilizado.
El adjetivo amoenus es el que Virgilio utilizó recurrentemente para descri
bir una naturaleza hermosa. Se define como el marco adecuado para el
amor y el paisaje codificado de la poesía y la narrativa pastoril. A pesar de
su condición retórica, Cervantes acudió a estos loca amoena en La Galatea
y en otros episodios del Quijote, como el de Marcela y Grisóstomo.
Recurso temático por medio del cual el texto literario trata de sí
M e ta lite r a r io :
mismo. Cervantes lo aprovechó para introducir en su obra reflexiones de
222
crítica y teoría literaria hasta convertirlo en una de las razones de ser del
Quijote.
MIMESIS: Columna vertebral de la Poética de Aristóteles, que considera toda la
literatura como fruto de distintos tipos de mimesis, esto es, de representa
ción de lo real. El concepto pasó a denominarse imitatio en latín y a signi
ficar la imitación en su sentido más amplio y ambiguo, incluyendo el magis
terio de los grandes autores de la Antigüedad. Con ese sentido se mantuvo
en las preceptivas renacentistas y así llegó a Cervantes. El canónigo de Tole
do afirma que en la imitación “consiste la perfeción de lo que se escribe”
(I, 47).
NARRADOR om nisciente: Voz narrativa que controla todo lo que sus personajes
dicen y hacen. Sancho se espanta de que ese narrador en el Ingenioso Hidal
go don Quijote de la Mancha sepa cosas que les pasaron a él y a su amo estan
do a solas. Paradójicamente, don Quijote resuelve la dificultad por vía del
prodigio: “Yo te aseguro, Sancho -dijo don Quijote- que debe de ser algún
sabio encantador el autor de nuestra historia; que a los tales no se les encu
bre nada de lo que quieren escribir” (II, 2).
NEOPLATONISMO: Movimiento filosófico heredero del platonismo y de los neo-
platonismos helenístico y cristiano que se desarrolló en el Renacimiento.
Su núcleo de origen fueron la Academia florentina y los escritos de Marsi-
lio Ficino y Giovanni Pico della Mirandola. El neoplatonismo renacentista
consideró el amor como una fuerza ordenadora del universo, que podía
servir para reintegrar al hombre a su antigua unidad con Dios. Las almas,
en el mundo material, se debaten entre la razón y los sentidos y, domi
nando a éstos, tienen la capacidad de volver al mundo de las ideas, del que
provienen entre otras vías por medio del amor. Envuelto en petrarquismo
o mezclado con el amor cortés, fue un elemento esencial de la literatura
amatoria del Siglo de Oro y, en especial, de la pastoril. Algunos de los tex
tos fundamentales del neoplatonismo fueron el De amore de Marsilio Fici
no, Commento sopra una canzona de amore composta da Girolamo Benivieni
de Pico della Mirandola, los Diálogos de amor de León Hebreo, El cortesano
de Baltasar de Castiglione o GliAssolani de Pietro Bembo. Cervantes, que
reprodujo en La Galatea y en el Quijote buena parte del ideario neoplató-
nico, se mantuvo fiel a esos principios en toda su literatura.
NOVELA GRIEGA O bizantina: Género narrativo creado a imitación de los relatos
helenísticos de la Historia etiópica de Teágenesy Cancha de Heliodoro, redes
cubierta en 1526. Fue el género humanístico de ficción por excelencia. La
estructura de la historia se basa en las peregrinaciones y dificultades que
tienen que superar los amantes para alcanzar su objetivo sentimental, lo
que da ocasión a introducir todo tipo de episodios interpolados. El cañó-
nigo de Toledo hace una defensa del género en el Quijote y Cervantes ase
guró que, con su Persiles, se atrevía a competir con Heliodoro.
Género de ficción en prosa que tenía como sujeto y protago
N o v e la m orisca:
nistas a unos moros idealizados y caballerescos. Los dos libros fundamen
tales en su definición fueron el Abencerraje y la hermosa Jarifa (1561) y las
Guerras de Granada del zapatero Ginés Pérez de Hita (1595 y 1619).
libros de pastores fueron la solución literaria del neopla
N o v e la p a sto ril: L o s
tonismo renacentista. La trayectoria del género comenzó con la Arcadia de
Sannazaro, que integró en la narración una considerable cantidad de ver-
sós. La temática era esencialmente amorosa, el tiempo lento y la retórica
ornada y reflexiva. El Libro en que se qüentan los amores de Viraldo y Florindo
introdujo la narrativa pastoril en España, aunque fue La Diana de Jorge de
Montemayor la que consagró el modelo. Cervantes no sólo escribió una
obra de este género, La Galatea, a la que denominó “égloga”, sino que recu
rrió a la temática pastoril en un buen número de sus escritos.
NOVELLA: Término italiano que designaba el relato breve y que tenía su arque
tipo en el Decamerón de Boccaccio o en las historias de Matteo Bandello.
Refiriéndose a este género, Cervantes aseguró de sí haber sido el primero
que había novelado en lengua castellana. Como novelle hay que identificar
no sólo la Novela del curioso impertinente, sino también varios de los episo
dios intercalados de la primera parte del Quijote.
Término con el que la crítica contemporánea ha definido la
Pe rsp e ctivism o:
suma de puntos de vista distintos y a veces contradictorios que persona
jes y narradores mantienen sobre la realidad a lo largo del Quijote.
Género literario cuyas bases sentó el Lazarillo de Tormes, pero que
P ic a re sc a :
definió, consagró y puso de moda el Guzmán de Alfarache de Mateo Ale
mán. El género se define en lo temático por la ínfima condición del prota
gonista y en lo estructural por la sucesión de amos y el uso de la autobio
grafía.
PIRRONISMO: Escepticismo, doctrina de Pirrón y sus seguidores, que tiene por
rasgo fundamental la indagación de la verdad y la suspensión del juicio.
El Quijote, de Miguel de Cervantes
224
máxima y condena “las fábulas que llaman milesias, que son cuentos dis
paratados, que atienden solamente a deleitar, y no a enseñar: al contrario
de lo que hacen las fábulas apólogas, que deleitan y enseñan juntamente”;
a lo que añade: “el fin mejor que se pretende en los escritos... es enseñar
y deleitar juntamente” (I, 47).
PUNTO DE vista: Es el foco de la narración, es decir, el ángulo de la visión o la
perspectiva que adopta un narrador para contar su discurso.
SALVAJE: Figura alegórica y heráldica de abolengo medieval que representa el
deseo incontinente. En la Cárcel de Amor, un salvaje conduce a Leriano a
su prisión y Cardenio, en el Quijote, es representado con los mismos ras
gos de este personaje.
SECRETUM am oris: Dentro de los códigos amorosos corteses, era la obligación
de mantener el amor en secreto. Es un ejercicio de perfección para el aman
te, que nunca ha de descubrir la causa de su sufrimiento, ni desvelar el
nombre de su dama. El tema se mantuvo largamente y llegó hasta Garci-
laso (“y más me duele nunca osar deciros / que he llegado por vos a tal
estado”) o San Juan de la Cruz (“en donde me esperaba / quien yo bien
me sabía, / en parte donde nadie parecía”). La falta de don Quijote al secre
to, obligado por el envío de una carta a revelar a Sancho la identidad real
de Dulcinea, le traerá de cabeza en la primera y la segunda parte.
RELIGIO am oris: Era una clave temática en los textos de amor cortés, que había
tomado del lenguaje religioso fórmulas y conceptos como los de servicio,
humildad o perfeccionamiento por medio del sacrificio. Le lai de Γoiselet
aseguraba en el siglo XIII que “Dieus et Amors sont d’un acort”; y Calisto
responde a la pregunta de Sempronio de “¿Tú no eres cristiano?” con un
irreverente “¿Yo? Melibeo soy y a Melibea adoro y en Melibea creo y a Meli
bea amo”. Por eso La Celestina anunciaba estar “escrita en reprehensión de
los locos enamorados que a sus amigas llaman y dicen ser su Dios”.
Clasificación retórica establecida en la Antigüedad
T e o r ía de l o s TRES e s tilo s:
según la cual, y en nombre del decoro, había que distinguir tres estilos en
la composición, que correspondían a los diversos tipos de protagonistas.
A los personajes pastoriles les convenía el estilo humilde; a los agricultores,
por su dimensión moral, el estilo medio; y a los héroes, nobles y reyes, el
estilo elevado. Por voluntad didáctica, esta teoría se ejemplificó con las tres
obras mayores de Virgilio, las Bucólicas, las Geórgicas y la Eneida. En el siglo xiii,
la Poetria de Jean de Garlande resumió el sistema en la rota vergiliana o rue
da de Virgilio >que dividía el universo literario en tres secciones separadas
Glosario
225
Variatio d electat: Principio retórico formulado por Fedro en el prólogo de sus
fábulas, que defiende la necesidad de mezclar lo diverso para obtener el
deleite estético. Cervantes, que comparaba el libro ideal con “una tela de
varios y hermosos lazos tejida” (I, 47), se atuvo a ese principio para inter
polar episodios en la primera parte. En 1615, sin embargo, recogió algu
nas quejas por haber insertado El curioso impertinente e incluyó un exa
brupto en boca de Sancho, que maldijo al narrador de 1605 por haber
“mezclado el hideperro berzas con capachos” (II, 3).
Aspiración narrativa de la ficción de asemejarse a lo verdadero.
V e ro sim ilitu d :
Aristóteles distinguió la historia de la poesía, porque “una dice lo que ha
ocurrido y la otra lo que podría ocurrir”; y añadió que la poesía había de
atenerse a “lo que es verosímil o necesario”. La poética posaristotélica for
muló una triple clasificación del relato que recoge la Rhetorica ad Heren
nium (I, 13) o el De inventione de Cicerón (I, 27), según la cual la historia
es un relato verdadero de hechos pasados al que corresponde lo verum; el
argumentum sería un relato ficticio pero verosímil, que se ajusta a lo verosi-
mile; y, por último, 1afabula se ocuparía de lo falsum y contendría hechos
que no eran ni verdaderos ni verosímiles, sino pura imaginación que se
mueve en el campo de lo extraordinario. Horacio insistió en su Epistula ad
Pisones en la necesidad de atenerse a lo verosímil: “ficta voluptatis causa
sint proxima veris”, que las cosas inventadas para deleitar estén próximas
a la verdad (Ars 338). El concepto se asentó en la preceptiva renacentista
y Cervantes lo convirtió en uno de los ejes de su ideario narrativo.
Cronología
1597 6 de septiem bre. Cervan Felipe II cede Flandes a su M uere Fern and o de H e
tes, preso en la Cárcel Re h ija Isabel. rrera.
al de Sevilla.
1599 Cervantes en Sevilla. Com ienza la privanza del Primera parte de Guzmdn de
duque de Lerma. Alfarache de Mateo Alemán.
Nace Diego de Velázquez.
1602 L a Arcadia de L op e de
Vega.
228
Año Cervantes Historia Arte
y el Q u ijo t e y sociedad y cultura
1610 Posible esta n cia de C er A sesin ato de E n riq u e IV L a buena guarda de Lope
vantes en Barcelona en un de Francia. de Vega.
in ten to de acom p añar al Toma de Larache.
co n d e de Lem os a Ná-
poles.
1615 3 0 de marzo. Consigue li El príncipe Felipe se casa Quinta parte de las Come
cencia de im presión para con Isabel de Borbón. dias de Lope de Vega.
la Segunda parte del Qui C alifornia deviene p o se Don Gil de las calzas verdes
jote. sión española. de Tirso de M olina.
25 de ju lio . Licencia para W illiam Harvey descubre
las Ocho com edias y ocho la circulación de la sangre,
entremeses. ya d escrita p o r M iguel
Servet.
231
— (1996): Don Quijote de la Mancha, ed. Florencio Sevilla Arroyo y Antonio
Rey Hazas. Alianza. Madrid.
— (1998): Don Quijote de la Mancha, dir. Francisco Rico. Crítica-Instituto Cer
vantes. Barcelona. 2 vols.
— (2004 [1962]): Don Quijote de la Mancha, ed. Martín de Riquer. Planeta. Bar
celona.
— (2004): Don Quijote de la Mancha, ed. Andrés Amorós. SM. Madrid.
— (2004): Don Quijote de la Mancha, ed. Felipe Pedraza. Algaba. Madrid.
— (2004): Don Quijote de la Mancha, ed. Florencio Sevilla Arroyo y Elena Vare-
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— (2004): Don Quijote de la Mancha, ed. Francisco Rico. Galaxia Gutenberg-Insti-
tuto Cervantes-Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales. Barcelona.
— (2004): Don Quijote de la Mancha, ed. Alberto Blecua y Andrés Pozo. Espa
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— (2004): Don Quijote de la Mancha, ed. Florencio Sevilla. Lunwerg. Madrid.
— (2004): Don Quijote de la Mancha, ed. Francisco Rico. Junta de Comunida
des de Castilla-La Mancha. Toledo.
— (2004): Don Quijote de la Mancha, pról. Mario Vargas Llosa; ed. Francisco
Rico. Real Academia Española /Asociación de Academias de la Lengua Espa
ñola / Alfaguara. Madrid.
Cervantes Saavedra, M. de (1981): Poesía completa II, ed. Vicente Gaos. Casta
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— (1995): Obras completas, ed. Florencio Sevilla Arroyo y Antonio Rey Hazas.
Centro de Estudios Cervantinos. Madrid.
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