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Muchos autores enfocan sus estudios a la autonomía. Immanuel Kant considera que
la autonomía constituye el fundamento de la praxis moral, dado que él considera
que la voluntad no es autónoma, por consiguiente no puede entonces darse a sí
misma la ley moral; idea que reitera Kant a lo largo de toda su obra. Así por ejemplo,
en la Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Kant nos muestra cómo
el único principio verdaderamente sólido de la moralidad lo constituye precisamente
la autonomía de la voluntad, ya que, es sólo a partir de la autonomía de la voluntad,
que puede fundarse el imperativo categórico, como el único comportamiento moral
equivalente a la certidumbre de la ley científica. Es en razón de lo anterior que Kant
sostiene en la obra “Crítica de la razón pura” (1960), que es la autonomía de la
voluntad el único principio de todas las leyes morales y de los correspondientes
deberes. En este sentido, la autonomía, en términos de Kant, se muestra en su
ostensible función política. En su función de nombrar la libertad de la acción moral,
ya que esta autonomía se revela como la libertad de una voluntad que se gobierna a
sí misma mediante su propia ley, que es la ley de la razón pura. Por lo que la ley
moral sólo puede expresar la libertad de la razón pura práctica.
Para Hegel, sin embargo, la autonomía es la autonomía del espíritu absoluto (Hegel,
2002). Del espíritu que, en su despliegue teleológico, se vuelca sobre sí mismo para
devenir la conciencia de sí mismo, y que, en tanto tal, se revela como libertad
absoluta, tal como lo señala en la Fenomenología del espíritu. Así es como el
espíritu se halla presente como libertad absoluta; el espíritu es la autoconciencia
que se capta a sí misma, de tal modo que su certeza de sí misma es la esencia de
todas las masas espirituales del mundo real y del mundo suprasensible, o de tal
modo que, a la inversa, la esencia y la realidad son el saber de la conciencia acerca
de sí misma y es, para la conciencia, simplemente su voluntad, y ésta es voluntad
universal (Hegel, 2002 p.343). Es decir, la autonomía es en Hegel la libertad misma
devenida autoconciencia: una autoconciencia que, en la dialéctica de la idea
absoluta, se niega como en sí, para afirmarse luego como un para sí que deviene
historia (Hegel, 2000 p.343).
Desde esta última perspectiva, la noción de ‘obediencia’ se encuentra
estrechamente unida al concepto de ‘autoridad’, en cuanto ambos términos
dependen de una finalidad ínsita en la naturaleza humana y alcanzable por el
hombre, desde la cual adquieren su pleno sentido. La relación autoridad y
obediencia se da en un contexto de intereses compartidos, en el que cada una de
las partes ejerce el papel más adecuado a su propia condición. Es por ello que
obedecer a quien tiene autoridad sólo tiene sentido si hay un fin al que se ordena
dicha relación, una obra común que tiene que ser realizada bajo la dirección de la
autoridad, de tal manera que el grupo realice su bien común y permita, a la vez, a
cada uno de sus miembros alcanzar su propio fin. Ahora bien, el bien común y el fin
moral individual no serían tales si no fuesen alcanzados en virtud del ejercicio de la
autonomía moral de la persona, ya que, según Tomás de Aquino, la obediencia es
una virtud, no un defecto, y se ejercita mediante la razón y la voluntad. Tomás de
Aquino es el más característico representante de una filosofía para la cual la
obediencia es una forma de excelencia humana (Mauri & Elton, 2017).
Mauri & Elton (2017), plantean que la obediencia no se opone a la autonomía moral,
sino que, al contrario, la potencia. Podemos concluir entonces, que se hace
necesario que existan autoridades morales precisamente para la adquisición de la
autonomía moral tanto de los que, para lograrla en el futuro, han de ser obedientes
morales en el presente, como son los niños, como para aquellos que, siendo
jóvenes o adultos, necesitan ser sostenidos en sus propios juicios morales para ser
capaces de autogobernarse.
REFERENCIAS