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TEMA 2

LA FUNCIÓN DE LA FILOSOFÍA EN EL CONJUNTO DE LA CULTURA. LA RELACIÓN DEL SABER


FILOSÓFICO CON EL SABER CIENTÍFICO Y OTROS SABERES
1. Introducción
¿Qué relación guardan entre sí cultura y filosofía? ¿Qué entendemos por cultura y qué por filosofía? ¿Desde
dónde hablamos de todo ello? Filosofía y cultura se nos presentan como dos polos de una relación compleja, en la que
tanto ellos, como la relación misma, muestran múltiples caras irreductibles y, por consiguiente, diferentes modos de
interrelación. Valga como punto de arranque consignar que la filosofía es un producto cultural, inscrito, por tanto, en la
dinámica propia de la cultura humana —con todo lo que esa afirmación supone en cuanto a su historicidad, a las
condiciones de su desarrollo, a la relatividad de sus propuestas, incluso a las raíces antropológicas de su surgimiento y
pervivencia, etc.—, y que ésta misma, la cultura, afectada de diversas maneras por el despliegue en el tiempo de ese
producto peculiar suyo que es la filosofía, resulta ser ella en su conjunto, a su vez, motor que espolea lo que ha venido a
ser la reflexión filosófica.
Desde el marco global de lo que ha sido el proceso histórico-cultural de Occidente, y concentrando la mirada en
la historia de su pensamiento, una de las problemáticas que reclaman ser afrontadas, por mor tanto del autoesclarecimineto
de la filosofía como de la comprensión de nuestra tradición cultural, es la relativa a la confusa y compleja relación entre
filosofía y ciencia. El concepto de ciencia nace en la misma filosofía para su autodefinición, pero después se complican las
cosas cuando la ciencia moderna o, mejor, las ciencias surgen desgajándose y emancipándose respecto de la filosofía
como ámbito epistémico diferenciado. Por consiguiente, ni antes, ni ahora, puede entenderse la función de la filosofía en
el seno de la cultura independientemente de las ciencias; y lo que hay que indagar, entonces, es cuál debe ser la función de
la filosofía desde las ciencias, junto a las ciencias y en relación a ellas. Por ello conviene dejar claro que la filosofía no es
una ciencia, pero ni queda anulada por el conocimiento científico, ni puede prescindir de éste. La filosofía necesita de las
ciencias, como éstas de aquella, siendo a partir de ahí como se plantea la cuestión del quehacer de una filosofía
transcientífica, por unas razones, y reconstructiva, por otras complementarias ( Filosofía y crítica de la cultura, Pérez
Tapias, 2000).
Teniendo en cuenta este planteamiento, y atendiendo también a la relación de la filosofía con otros saberes
además de la ciencia. El tema La función de la filosofía en el conjunto de la cultura. La relación del saber filosófico con
el saber científico y otros saberes se dividirá en dos partes. En una primera parte se abordará la relación filosofía-cultura,
atendiendo sobre todo a dos funciones de la filosofía: trasncultural y crítica. Y en la segunda parte del tema se abordará la
relación filosofía-ciencia atendiendo a la caracterización de la segunda y a la relación entre ellas. Esto dará lugar al
examen de su problemática correspondencia y a las posibles soluciones de dicha problematicidad. Por último, también en
el segundo bloque del tema, se desarrollará la relación de la filosofía con otros saberes.
2. La función de la filosofía en el conjunto de la cultura
2.1 ¿Qué entendemos por cultura?
En cuanto al término “cultura”, nos topamos con que sus distintos sentidos hacen indispensable precisar con cuál
de ellos lo utilizamos. No lo hacemos, cuando hablamos en este contexto de cultura, usándolo como sinónimo de
erudición, nivel educativo, formación... sino que tomamos el término en el sentido amplio con que ha venido empleándose
en la centenaria tradición de la antropología cultural, acepción cuyos antecedentes se pueden rastrear a su vez remontando
diversos cauces de pensamiento desde la Ilustración, con especial relevancia a ese respecto de la corriente romántica. Tal
sentido amplio, aunque lo suficientemente preciso, además de delimitado contrastantemente con el anterior, es el que
encontró una de sus primeras formulaciones en la ofrecida por E. B. Tylor en su obra Cultura primitiva de 1871. Su
definición, clásica por más que sea discutible, es ésta: “La cultura o civilización, tomada en su sentido etnográfico amplio,
es ese complejo total que incluye conocimiento, creencia, arte, moral, ley, costumbre y otras aptitudes y hábitos adquiridos
por el hombre como miembro de la sociedad”.

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La cultura así entendida acompaña siempre al ser humano—todos tienen cultura, en este caso, puesto que cada
uno no puede sino nacer y vivir en un marco cultural determinado—; es algo específicamente humano, a la vez producto
global de la praxis humana y condicionante de ella como medio que constituye el peculiar habitat de hombres y mujeres
de cualquier sociedad. La cultura es, pues, propia del ser humano y mediadora de todas sus manifestaciones, y si quizá sea
excesivo decir que la cultura es coextensiva a la realidad del hombre, lo que sin duda resulta adecuado es afirmar que la
realidad de la cultura es coextensiva a la realidad social: cada sociedad tiene su cultura, cada cultura responde a una
sociedad. (Introducción a la antropología general, Harris, 2001). No hay, pues, seres humanos sin cultura —la cultura es
constituyente de lo humano—; ni cultura sin seres humanos. Ésta sólo existe en tanto hay seres humanos con una
existencia social, a lo que cabe añadir también que la sociedad, cada sociedad, no es sino un conjunto de individuos, una
población, cuyo modo de vida se halla culturalmente determinado por un conjunto de instituciones, prácticas y creencias
compartidas. Acompañando a todo esto podemos acudir a otra definición de cultura para finalizar: “Cultura alude al
sistema común de vida de un pueblo, lo que es resultado de su historia, de la adaptación entre esa población humana y el
medio ambiente que habita, y transmitido socialmente, un proceso que se va realizando a nivel económico, social y
político, y mediante concepciones de la vida, de tipo científico, mitológico, ético, religioso, etc. Por tanto, se define la
cultura globalmente, abarcando todos los niveles que componen el sistema social, en su complejidad, interrelacionándose
entre sí, operantes de modo consciente e inconsciente (Religión popular y mesianismo, Gómez García, 1991).
2.2 ¿Qué es filosofía?
De esta forma la cultura —lo supraorgánico invocado por A. Kroeber, la “herencia exosomática” por cuyo cauce
circula la información socialmente adquirida y socialmente transmitida, objeto de eso tan exclusivamente humano como la
“memoria social”— es el polo que en este caso se ve contrapuesto dialécticamente a la filosofía. La filosofía presenta
muchas dificultades más que considerables, y para muchos insalvables, en lo que a su definición se refiere. ¿Qué es
filosofía? Es una pregunta tan ambigua como la filosofía misma, de la que no es exagerado decir que arrastra como innata
su propia crisis de identidad, y las respuestas son de lo más diverso ¿tantas como filósofos?. Por ejemplo: para Aristóteles,
la filosofía era la teoría general del saber, base de toda clase de trabajo científico; una investigación del saber misma,
scientia gratia scientiae, de modo que “la actitud filosófica queda caracterizada por la disposición teorética de la
conciencia. Es evidente, enseñaba Aristóteles, que los filósofos filosofan “para librarse de la ignorancia”, se consagran a la
sabiduría “para saber, y no por miras de utilidad” (Metafísica). La definición de Séneca sería simplemente la de “buen
consejo”, prudencia, buen sentido. La filosofía es afición a la virtud (o, si se quiere, estudio de la virtud) pero a través de
la virtud misma. Descartes, en la carta prefacio a los Principios de la filosofía escribe: “La filosofía es como un árbol
cuyas raíces son la metafísica, el tronco la física (ciencia de la naturaleza) y las ramas que de ese tronco salen, todas las
demás ciencias, que se reducen a tres principales, a saber, la medicina, la mecánica y la moral”. Y Kant, al considerar la
filosofía en su realidad histórica, distingue filosofía en sentido escolástico, el sistema de los conocimientos racionales por
medios de ideas, y filosofía en sentido mundano (la ciencia de los últimos fines de la razón humana). Para Kant la filosofía
no es un saber transmitible, no es un conjunto de tesis que dé respuesta mostrenca a esas preguntas, sino esfuerzo crítico
para buscar y valorar las posibles respuestas y su fiabilidad. Por eso “no se aprende filosofía; se aprende a filosofar”.
Ahora bien, ante la invalidez de dar una respuesta definitiva “canónica” a lo que es la filosofía, es inválido
también quedarse bloqueados por las plurales y divergentes posturas al respecto. Cabe integrar una definición mínima, que
positivamente sea operativa, recogiendo lo que pueda considerarse como denominador común de la larga tradición
filosófica. Así, puede decirse: es propio de la filosofía en general, aunque en todos los casos no sea sólo eso, un discurso
argumentativo, con pretensiones de verdad, en el que el ejercicio crítico y reflexivo de la racionalidad constituye un
ámbito de saber caracterizado, de un modo u otro, por la radicalidad de las preguntas planteadas, así como por la tendencia
a articular en alguna forma de concepción totalizante las respuestas ofrecidas.
Lo que aquí interesa destacar (en relación con las funciones de la filosofía en el conjunto de la cultura), más allá
del perfil propuesto, es que la filosofía es un producto cultural, y que incluso las respuestas que históricamente se hayan
dado a ¿qué es filosofía? se encuentran culturalmente condicionadas, de la misma manera que lo que la filosofía haya sido

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se debe en gran medida a su constituyente condición crítica —ahí puede verse también la raíz de su innata proclividad a
las “crisis de identidad”—, la cual no se detiene en la crítica a la cultura de la que nace y que en ella misma se expresa de
modo singular, por más que tal crítica no siempre se haya tematizado del mismo modo.
La cuestión polémica que surge insoslayablemente es ésta: ¿Es la filosofía una creación cultural occidental? Se
trata de un primer interrogante que inmediatamente se ve acompañado por otros como estos: si es así ¿hay equivalentes a
la filosofía occidental en otras culturas? Y, cualquiera que sea la relación de la filosofía occidental con esos otros modos
de pensar y sus resultados, propios de otras culturas diferentes, ¿qué validez tiene la filosofía occidental más allá de los
límites de Occidente? —cuestión que de rebote afecta a la misma validez que se le conceda dentro de su ámbito cultural
originario—. Más concretamente: habida cuenta de que el discurso filosófico ha sostenido pretensiones universalistas en
la mayor parte de su producción, de manera que, incluso cuando se ha vuelto críticamente contra el etnocentrismo
occidental, era para depurar más el universalismo pretendido ¿qué valor transcultural tienen sus explicaciones, críticas y
propuestas? Son, pues, preguntas que recogen, problematizándola a su vez, la que formula Max Weber como obertura de
sus Ensayos sobre sociología de la religión: “El hijo de la moderna civilización occidental que trata problemas histórico-
universales, lo hace de modo inevitable y lógico desde el siguiente planteamiento ¿qué encadenamiento de circunstancias
ha conducido a que aparecieran en Occidente, y sólo en Occidente, fenómenos culturales que insertan en una dirección
evolutiva de alcance y validez universales? (Ensayos sobre la sociología de la religión, Weber, 1984).
La solución a la primera cuestión sería: la filosofía, si se emplea el concepto con una voluntad de precisión que
sitúa su significado más allá de la mera equivalencia a un modo de pensar o a una cosmovisión, es decir, entendiéndola en
el sentido de discurso argumentativo, crítico y reflexivo, es un producto netamente occidental, y definitorio a su vez de lo
que sea la cultura occidental. Se ha autocomprendido a sí misma en buena parte a través de ella, la cual además, a partir de
determinado momento histórico —la Ilustración—, ha hecho de la cultura en general, y de las diferencias culturales, en
particular, por las implicaciones antropológicas y ético-políticas que arrastran, objeto propio de su reflexión. Tal como ha
llegado hasta nosotros, ha ido madurando en el transcurso de la historia de la cultura occidental al hilo de lo que la
caracteriza de esta manera peculiar: la fuerza, coherencia y eficacia del proceso de racionalización operado en ella, del que
la misma filosofía es resultado, aunque a lo largo del proceso mismo también se convierte en causa de su reforzamiento.
Lo que caracteriza al pensamiento occidental en cuyo seno encontramos ese cauce llamado filosofía, del que
también derivan en sucesivos momentos las ciencias, es el reconocimiento y la consiguiente exigencia de autonomía de la
razón, algo que hay que considerar también procesualmente, siendo la historia de la filosofía la via regia por la que
discurre el proceso en cuestión, con todo su cúmulo de tensiones y contradicciones que desembocan en nuestro panorama
filosófico actual. Esa autonomía de la razón, o al menos una nítida tendencia hacia ella, es lo que falta, por muy diversas
razones, en otros contextos culturales, en los cuales, por consiguiente, no despega ese tipo de discurso argumentativo,
crítico y reflexivo, que constituye la filosofía. Por ello, si con frecuencia se tropieza uno con expresiones tales como “la
filosofía de los Upanishads” —que llega a utilizar el mismo Max Weber—, o la “filosofía budista”, o, yendo a otro
extremo geográfico, la “filosofía Quetzaltcoalt”, lo que procede es entender esas expresiones referidas, usando “filosofía”
en un sentido lato, a cosmovisiones o modos de pensar, ciertamente complejos y con un notable grado de racionalizacón,
pero que, aun dándose en el contexto de “grandes civilizaciones”, no son propiamente lo que consideramos como filosofía
en un sentido más estricto. No hace falta decir, por lo demás, que tal consideración en ningún modo supone infravalorar
esos otros modos de pensar, gestados desde otras tradiciones culturales, así como en la nuestra propia; es más, la misma
reflexión filosófica sigue teniendo que aprender de ellos crítico-hermenéuticamente, sobre todo en orden a recuperar
muchas de las cosas que nuestra evolución cultural fuertemente racionalizadora ha ido dejando atrás como precio oneroso
que ha repercutido sobre un modo de vida afectado en buena parte por fenómenos de pérdida de sentido, según Habermas
en Teoría de la acción comunicativa (1987). De todas formas, la diferencia entre filosofía y esos otros modos de pensar
cosmovisionales se hace ostensible con reparar, por un lado, en que tales “filosofías” suelen hallarse vinculadas, se puede
decir que “orgánicamente”, a grandes religiones de salvación, y por otro, en que el saber por ellas acumulado,

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incrementando y transmitiendo no han dado lugar a lo que estamos de acuerdo entender como saber científico —en
relación al cual hay que convenir a la vez que no es la única forma de saber racional—.
La filosofía y su vinculación con la tradición occidental se ve ilustrada por lo que ocurre con el pensamiento
humanista. Puede decirse que, si por experiencia humanista se entiende la experiencia radical de la propia humanidad, ésta
se da o puede darse en todas las culturas, tratándose, por ende, de una experiencia universal. Lo que ya no son universales
de igual modo son los medios de expresión de dicha experiencia, punto donde ya afloran con fuerza las diferencias entre
tradiciones culturales diversas. Una de ellas consiste justamente en que esa experiencia humanista se tematice en un
pensamiento humanista, esto es, en una concepción humanista del ser humano, matriz, entre otras cosas, de una ética
racional autónoma con pretensiones de universalidad. Ese humanismo universalista no es, de ipso, universal. Ha sido, de
suyo, en la tradición cultural de Occidente donde ha florecido, siendo para más señas a través de la reflexión filosófica
como ha madurado. Tal pensamiento filosófico humanista, nacido en Occidente, como conceptualización en torno a la
realidad humana, producto de una racionalidad autónoma, no está llamado a quedarse circunscrito a los límites
occidentales, sino que nació y se ha desarrollado, y sigue planteando, con vocación transcultural. Evidentemente, para ello
ha hecho falta, y lo sigue haciendo, que se desprenda de esos idiosincráscos elementos occidentalistas, etnocéntricamente
hipotecados, para que efectivamente sean cada vez más sanamente difundidos unos planteamientos humanistas cuyo
universalismo transcultural encuentra el respaldo, la acogida, y también la instancia crítica, de la experiencia universal.
2.3 Dos funciones de la filosofía: función transcultural y función crítica
2.3.1 Función transcultural: La filosofía, como el humanismo que corre por las venas de lo mejor de ella, aspira a ese
universalismo transcultural. Si su “contexto de descubrimiento” viene dado por el marco cultural de la tradición
occidental, su “contexto de justificación” desborda ese marco y demanda el esclarecimiento de las condiciones para que
sean argumentativamente defendibles sus pretensiones de validez transcultural. Después de todo, tales pretensiones de la
filosofía no son otras que las del discurso racional. Lo que valga para éste ha de valer también para aquella, que si algo
considera entre lo más propio es la elaboración de una teoría de la racionalidad. Vistas así las cosas, se trata de llevar
adelante un enfoque que, si debe mucho a la tesis weberiana del racionalismo cultural de Occidente, ha de dejar atrás,
como sugiere Habermas, la ambigüedad culturalista en que se vio apresado el mismo Weber al acentuar sobremanera que
la ciencia, la racionalizada economía capitalista, el burocratizado Estado moderno... son algo “propio” de nuestra cultura,
en una posición intelectual que se sitúa al borde de la afirmación del exclusivismo occidentalista, y de la necesidad de la
aculturación occidentalizante que implicaría para otras culturas asumir pautas e instituciones “importadas” de Occidente.
La propuesta de la validez transcultural a la que aspira la filosofía debe dejar atrás las reservas weberianas.
El universalismo sostenido desde la razón no puede sino alimentarse del diálogo intercultural, y al respecto, ha
pasado a constituir un imperativo ético, incluso por mor de la misma supervivencia de la humanidad, la propuesta de un
diálogo de civilizaciones (Diálogo entre civilizaciones, de Garaudy, 1977). Y en torno a ello, resulta atinado recordar que
lo occidental mismo, y con ello la tradición filosófica que lo caracteriza, es el precipitado de múltiples influencias
culturales, pues no hace falta decir que Occidente no tuvo un “comienzo absoluto”. De ellas, y una vez que se haga
constar las influencias que desde Egipto y Mesopotamia se hacen sentir en Grecia e Israel, hay que destacar esas dos
matrices fundamentales que, como polos determinantes del diálogo intercultural del que nace Occidente, están en la raíz
de su tradición cultural: la matriz griega y la matriz hebrea, simbolizadas en las ciudades que condensaron sus respectivas
aportaciones civilizatorias: Atenas y Jerusalén. Seguramente, la reflexión filosófica que desde Occidente apueste por un
universalismo transcultural no debe limitarse a promover el necesario diálogo intercultural que le dé a dicho universalismo
concreción y viabilidad, sino que también conviene que reactive la memoria histórica y pondere la deuda contraída con
sus diversas fuentes del pasado, procurando un mejor y más fructífero equilibrio entre las respectivas herencias.
2.3.2 Función crítica de la filosofía: La filosofía fue perfilando su ser y su quehacer, primero frente al mito, de donde
provenía, y después en relación a las ciencias, que se fueron separando de ella. Tras la muerte de ese último representante
de la gran filosofía que fue Hegel, el pensamiento filosófico ha tenido que confrontarse además con un tercer tipo de
fenómeno sociognoseológico, de perímetro más difuso, pero de gran relevancia cultural, por su incidencia sociopolítica y

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por tratarse de un complejo fenómeno cuasi-omnipresente en el que el mito, la ciencia y la misma filosofía se hallan
implicados: el fenómeno de las ideologías. Por la crítica de las ideologías se abre una nueva vía para el modelo de
entender la reflexión filosófica, delineándose un nuevo marco para su dimensión de crítica de la cultura (en Filosofía y
crítica de la cultura, de Pérez Tapias, 2000). No es cuestión de trazar en el suelo una raya y sentenciar: de la raya para acá
es el reino de la razón crítica (es decir, de la filosofía) y de la raya para allá, el de la ideología. De un lado, la filosofía
como crítica de las ideologías y, de otro, las ideologías. Hay que ver pues, cómo se han relacionado filosofía e ideología:
a) Uno de los primeros representantes de la crítica ideológica puede se F. Bacon, con su crítica idológica. Bacon
quiso liberar al conocimiento de las trampas que suponía los argumentos de autoridad, por eso atacó los idola fori que son
esas claves interpretativas de la realidad que nos entregan tan pronto como llegamos al mundo. El conocimiento en Bacon
tiene que someterse a las leyes de la naturaleza. En el sometimiento a la realidad se le revelará el poder de la verdad. “La
ciencia y el poder coinciden”, “y sólo se vence a la naturaleza cuando se la obedece y lo que vale al entendimiento del
investigador como causa eso mismo vale al inventor como regla”. Lo idológico en Bacon tiene que ver con la autoridad de
lo recibido o con la anticipación de lo subjetivo, en tanto que la crítica de la idología remite al ensalzamiento del método
de conocimiento propio de las Ciencias de la Naturaleza.
b) La fª ilustrada descubre el interés social de las ideologías. Cuando en los siglos XVII y XVIII se habla de
ideologías se piensa en representaciones religiosas tradicionales, fuente también de prejuicios. Por eso Machiavello y
Hobbes, por ejemplo, analizan la función social de la religión. Todos coinciden en que el origen de la religión es el miedo
y la ignorancia. En el prefacio a su Tratado Teológico-Político, Spinoza explica el sentido de la religión: la interiorización
de la religión por los individuos garantiza la sumisión de los súbditos a los poderosos. Una vez denunciada la función
social de la religión, la crítica ideológica apunta a los males sociales que la ideología pretende camuflar. La crítica
ideológica es desenmascaramiento de unas representaciones religiosas que ocultan una sociedad impresentable.
c) Una importante derivación de esta mentalidad ilustrada es la “escuela ideológica” de Condillac, Cabanis, etc.
Racionalistas, las ideas vienen de los sentidos y lo racional está supeditado a lo sensorial. Este convencimiento lleva al
materialismo francés del siglo XVIII no sólo a afinar en el análisis de lo sensible sino a estudiar la relación de las ideas
con el milieu social. Lo ideológico consistiría en velar o alterar esa relación natural entre la ciencia y las ideas, entre las
instituciones sociales y la conciencia del individuo. La crítica ideológica consistiría entonces en descubrir las leyes
naturales de la estructura humana. Esa estructura natural (racional) tiene una particularidad: es común a todos y a cada uno
de los hombres (comporta pues derechos y deberes humanos universales) de suerte que si cada uno sigue esa su naturaleza
y lo que a ella se debe entonces logrará su propia realización.
d) Marx vio en ese planteamiento la expresión acabada de la racionalidad burguesa: se supone una naturaleza
común permanente, no viendo que esa conciencia es un producto histórico y además particular, el de la racionalidad
burguesa. Estamos en la órbita de una modalidad de la crítica ideológica, la más conocida, que subraya el carácter
proyectivo de la representación ideológica. La fuente de la religión no es tanto “el engaño” cuanto la tendencia universal
del hombre a encarnar sus deseos más íntimos, sus anhelos más profundos, pero insatisfechos, en un sujeto superhumano.
Marx es el paladín de la crítica de las ideologías, para él, hay un momento positivo en toda ideología, a saber, ser el reflejo
exacto de una realidad falsa. Y uno negativo; velar la realidad al caracterizarla de natural, impidiendo así su
transformación real. Para Marx es ideológico todo aquel pensamiento que disuelva la relación necesaria entre el
movimiento de las ideas y el de las fuerzas sociales.
e) En el siglo XX asistimos a un cambio radical en el tratamiento de las ideologías: se neutraliza la valoración de
las ideologías, declarándolas momentos estructurales de la realidad. Es el tratamiento académico que da la “sociología del
saber” a la ideología. Su creador, Max Scheler tenía la intención de desarrollar una teoría del conocimiento que fuera
alternativa al marxismo y al comtismo, es decir, una teoría del saber capaz de demostrar que los valores del espíritu son
independientes de factores sociales o históricos. El intento se frustra, pues no era fácil predicar la autonomía del espíritu
en un tiempo. Por otro lado, para Mannheim la ideología forma parte de la estructura humana. Son unidades referenciales
absolutas a las que se remite necesariamente cada individuo pensante dentro de una cultura determinada. Las ideologías

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acaban siendo esos supuestos que provienen de trasfondos metafísicos que responden a experiencias culturales. De ahí a
declarar “el fin de las ideologías” no hay más que un paso. La afortunada expresión viene de Camus (1946), pero fue
retomada en los años sesenta para anunciar que la economía keynesiana y el Estado de Bienestar habían desactivado las
ideologías (clasificación de Reyes Mate en ¿Para qué filosofía?, La filosofía ¿Conciencia crítica?, 1996).
3. La relación del saber filosófico con el saber científico y con otros saberes
3.1 La relación del saber filosófico con el saber científico
3.1.1 Ciencia: A lo largo de la historia, los seres humanos han intentado encontrar respuestas a las preguntas acerca de la
realidad y acerca de sí mismos. Desde la filosofía se busca el sentido del mundo: por qué es, y desde la ciencia se ofrecen
explicaciones sobre lo que es. Por eso son dos saberes que caminan juntos desde el origen del pensamiento humano, a
pesar de que, en la actualidad, parezcan disociados. La ciencia es uno de los productos más importantes del conocimiento
humano. Con ella se ha logrado desentrañar muchos de los misterios del universo, del mundo y del mismo ser humano. Y
ella ha sido también la base para la transformación y modificación del entorno. La ciencia intenta encontrar explicaciones
a los enigmas que nos rodean desde una dimensión racional en la que se acentúa el apoyo empírico en los datos. Es decir,
procura dar respuestas a las preguntas que se nos plantean por medio de la observación de lo que ocurre y la elaboración
de hipótesis que después se contrastan para comprobar su validez.
Existen diferentes tipos de ciencias: atendiendo a su modo de trabajo, están las ciencias formales, que son
aquellas que no tienen una base empírica y trabajan con entidades formales; por ejemplo, las matemáticas o la lógica, y las
ciencias empíricas.
De acuerdo con su objeto de estudio, hay ciencias naturales, que son las que se refieren a fenómenos, cosas o
sucesos de la naturaleza; por ejemplo, la física, la química, la biología o la paleontología, y ciencias humanas o sociales,
que son las que tienen por objeto de estudio las relaciones de los seres humanos entre sí y sus resultados; por ejemplo, la
sociología, la economía o la psicología. Igualmente podemos hablar de dos aproximaciones a la ciencia: la ciencia teórica,
que es aquella que tiene por objeto el conocimiento del mundo, y la ciencia aplicada, que busca la transformación y
modificación del mismo. Actualmente, debido al gran desarrollo de la técnica, existe una íntima relación entre ambas que
impide distinguirlas claramente. Por eso hablamos de “tecnociencia” para referirnos a esa unión. Además, tampoco la
ciencia se concibe ahora como algo ajeno a la sociedad, sino como un elemento que influye en ella y que es influido por
ella. Así, tampoco las ciencias no son ajenas a su marco social, cultural y económico. Más bien hay que pensar que se
produce una interacción mutua: la ciencia proporciona nuevos conocimientos que modifican la sociedad (transforman el
mundo) y, a su vez, esa sociedad nueva demanda nuevos conocimientos científicos para responder a nuevos interrogantes.
Se trata de un proceso “de ida y vuelta” que nunca tiene fin y que permite que los seres humanos y su medio (tanto natural
como social) vayan cambiando. Podemos decir que la ciencia es un “motor de transformación” del mundo y de las
ciencias que sobre él tenemos, que está integrada en nuestra vida.
Acotando, de forma sucinta, las características de la ciencia, podríamos decir que: a) La ciencia es un conjunto
de conocimientos sobre algún aspecto de la realidad, organizado conforme a criterios de orden y en el que se establecen
relaciones entre los conocimientos; b) El punto de partida de la ciencia son los datos (entendiendo estos como datos
empíricos) de sucesos, cosas, acontecimientos o relaciones de cosas, que son observados y definidos con precisión; c) La
ciencia plantea posibles respuestas a problemas, plantea hipótesis y tiene un carácter conjetural que permite el avance del
conocimiento; d) Tiene afán explicativo, es decir, da constancia de los fenómenos razonando sus causas, relaciones y
consecuencias; e) Busca regularidades. Las explicaciones científicas buscan regularidades de la naturaleza, que se
expresarán en leyes y teorías, intentando detectar relaciones causales, deductivas o consecuencias que permitan
comprender lo que ocurre y hacer predicciones sobre lo que va a suceder; f) Está especializada: cada rama científica está
especializada en un aspecto concreto de la realidad, así podemos profundizar en su conocimiento. Sin embargo, la ciencia
actual es multidisciplinar, porque es necesario conectar unos conocimientos y otros para alcanzar una explicación más
completa de los fenómenos; g) Intenta ser objetiva: Explica los fenómenos y busca comprobaciones empíricas que puedan
ser repetibles, uniformes y con resultados equivalentes; h) Busca la verdad: El conjunto de conocimientos solo nos ofrece

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una verdad parcial, consensuada en la comunidad científica a partir de los datos y resultados obtenidos; i) Es histórica:
además de histórica es cambiante y dinámica. Es un conocimiento siempre revisable y nunca terminado. Además, está
influida por los factores socio-culturales de cada época y lugar; j) Es racional: un tipo de conocimiento que utiliza la razón
y está basado en las reglas de la lógica; k) Es autónoma: la ciencia es autónoma a pesar de tener relación con otras
ciencias, con otras disciplinas no científicas y con el entorno cultural en el que se inscribe. Tiene un grado de
independencia propio de su campo de objetos y de su método de trabajo; l) Finalmente, es rigurosa. Tiene rigor
metodológico y explicativo. Analiza la experiencia y sus datos con precisión, elabora cuidadosamente y busca
explicaciones coherentes de la realidad.
3.1.2 Relación filosofía-ciencia: Hay una multiplicidad de formas de relacionarse ciencia y filosofía. Van desde la
hermandad casi identificadora, pasando por la simple coexistencia más o menos pacífica, hasta el deseo, en ocasiones muy
virulento, de someter o suprimir a quien en otro tiempo fue colaborador y ahora se ha transformado en supuesto
adversario. Señalado lo cual, y antes de examinar algunos de esos extremos, intentaremos describir cuasi atemporalmente
los rasgos que aúnan o discriminan las ciencias y la filosofía, empezando con la comunidad entre filosofía y ciencias:
a) En el origen del pensamiento occidental, ciencia y filosofía no se distinguen. Ambas se sitúan en el terreno de
la episteme, es decir, en el conocimiento que va más allá de la mera opinión. Por eso decimos que son dos modos de
conocimiento racional sobre el mundo, aunque los interrogantes que se plantan son diferentes: la filosofía se pregunta
acerca del sentido de las cosas, “¿por qué las cosas son lo que son?”, y la ciencia sobre el modo de ser de las cosas, “¿por
qué las cosas son como son? Filosofía y ciencia se asemejan en que ambas son racionales, siguen métodos de
investigación rigurosos y buscan explicaciones coherentes de la realidad. b) Prescindiendo ahora de los avatares que el
saber científico ha experimentado a través de los siglos y en las distintas latitudes, la ciencia se caracteriza siempre, al
igual que la filosofía, como un modo de saber. No cabe hablar de ciencias mientras no se dé en su ejercicio un
componente, en sí mismo substancial aunque no lo fuere en la intención de quien las practica: conocimiento de la realidad.
c) Común origen de las actividades científicas y filosóficas: La ciencia se hermana con la filosofía en cuanto a que lo que
mueve a una y otra, como aguijón que incita a saber y aprender de continuo, es precisamente el estupor, la admiración, el
asombro. En esta actitud ciencia y filosofía van de la mano. Newton se maravilló de que la manzana cayera. d) La
especialización de las ciencias ha dado lugar a un mayor distanciamiento de la filosofía, que tiene una visión más global e
interrelacionada de la realidad. Sin embargo, las ciencias no pueden comprenderse como meras explicaciones del mundo,
sino que sus teorías tienen sentido en el contexto de una cierta visión del mundo (cosmovisión), y con ello se acercan a la
filosofía, portadora de modelos y teorías sobre la realidad más abarcantes.
Por otro lado encontramos la discriminación de la filosofía por parte de las ciencias y un complejo de la filosofía
hacia la ciencia. Esto se sitúa dentro de lo que C. P. Snow denominó las dos culturas ( Las dos culturas y un segundo
enfoque, 1987), es una relación de adversarios en la que también hay varias posturas:
a) La filosofía como ciencia: Para recibir el reconocimiento social y académico que los tiempos requieren la
filosofía se hace “científica”. Es una contradictoria pretensión. Tras la muerte de Hegel, la filosofía salta en pedazos: cada
filósofo está como obligado a descubrir un nuevo y personal punto arquimédico desde el que construir el propio sistema.
Se multiplican las “Weltanschauungen” que son ambiciosas construcciones sistemáticas pero dominadas por el a-científico
principio de la subjetividad como punto de partida. Para neutralizar ese virus anticientífoco en tiempos de obsesión
científica, algunas corrientes proponen el tratamiento científico de lo que admite tratamiento científico en filosofía: el
texto y la sucesión de las ideas, la Historia y la Filología. Aparecen así las “ciencias históricas” y las “ciencias
filológicas”. b) La ciencia como filosofía: el agresor se convierte en modelo y salvador para la víctima. Aquí se declara
que la verdadera filosofía es la ciencia. Esta salida admite tres modalidades: los que declaran que la ciencia satisface todas
las apetencias de la filosofía. Los que llegan a admitir que existen problemas específicamente filosóficos, planteados y
transmitidos por las tradiciones filosóficas. Donde la solución a esos problemas que “levanta” la filosofía no depende de
ella sino del desarrollo de la ciencia en ese campo. Y finalmente los que entronizan la metodología científica como modelo
del filosofar. Tal es el caso del psicologismo, para el que la organización física del cerebro es la clave del conocimiento de

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sus funciones psíquicas, o del sociologismo, que sustituye la filosofía práctica por la teoría social, o del biologismo que
llegó a cifrar la identidad de un pueblo en una teoría de la raza. c) La filosofía tiene que ser frente a la ciencia una meta-
teoría (Justus Liebig y Hartmann Helmholtz entre otros) que reflexione, a partir de nuevas formas de experiencia que
proporciona la era científica, sobre las fuentes de nuestro saber y el grado de fiabilidad de los distintos saberes y d) la
filosofía como servicio compensatorio o philosophia ancilla scientiae: donde el proceso de modernización, pilotado por la
ciencia, causa “pérdidas vitales” tanto en el sujeto como en el objeto del conocimiento. Primero, en el sujeto, es decir, en
el propio científico. El científico tiene que “neutralizar” en el laboratorio todos aquellos componentes subjetivos tales
como la lengua, la religión o la cultura, que constituyen su “mundo de la vida”. Sólo entonces accede a la dignidad de ser
perfectamente intercambiable por cualquier otro de sus mismos conocimientos. Este divorcio entre la vida y el laboratorio
priva al conocimiento científico de una dimensión —la lengua, la cultura, las creencias— sin la cual la vida es
inexplicable. Se pide a la filosofía que cuente historias: historias sentimientales que rellenen el vacío de una razón
calculadora; historias de sentido que suplan la desorientación que conlleva el desarrollo de la racionalidad dominante, que
sabe ganar etapas pero no donde colocar la meta. A la filosofía y a la “literatura” le está vedada toda forma de
conocimiento, por eso no puede ser satisfacción a las necesidades o insuficiencias de la ciencia. Tan sólo las disimula.
3.1.3 Mediación entre explicación y comprensión, y carácter transcientífico de la reflexión filosófica: La aparición de las
ciencias humanas en el siglo XIX agudiza el debate en torno a la relación filosofía-ciencia, y acentúa además la crisis de la
identidad de la primera. El cientificismo y el consiguente positivismo que a todos afecta está al fondo de todo ello.
Todavía Husserl, percatándose del problema, no atinará con la solución; seguirá pretendiendo reconstruir la fuerza y
especificidad de la filosofía, apuntando al desarrollo de ésta como “ciencia estricta”. Aún no se ha caído en la cuenta del
sinsentido de esa competencia de la filosofía con la ciencia en el terreno de ésta última. Tanto desde la filosofía como
desde las ciencias humanas despega la reacción antipositivista —en el cual habrá que tener buen cuidado con los excesos
anticientíficos—. La vía de esa reacción viene dada por el surgimiento y desarrollo de la corriente hermenéutica. En ese
marco aparece la distinción entre ciencias naturales y ciencias del espíritu promovida por Droysen y la consolidación
subsiguiente de la misma por parte de Dilthey, adjudicando a las primeras la explicación, y a las segundas la comprensión
como proceder respectivo fundamental que, en cada caso, apunta a distintos objetivos, dada la diferencia de objeto. Hará
falta —lo que se cubrirá gracias a las aportaciones de la hermenéutica (Gadamer), así como de otras corrientes, como es el
caso del pragmatismo (Pierce)— flexibilizar la rigidez del enfoque de Dilthey hasta sostener que, aun siendo la
explicación lo específico de las ciencias naturales y la comprensión lo de las ciencias humanas, ambas han de mediarse
adecuadamente, y llevar esa mediación al terreno de cada uno de esos dos campos científicos, dado que toda explicación
ya supone comprensión y que toda comprensión, si no quiere ser ciega, requiere de explicación. Es esa necesaria
mediación entre explicación y comprensión la que abre camino a una fructífera relación, desde la diferencia, entre las
ciencias humanas y ciencias naturales, y la que también rompe la cerrazón positivista para una relación adecuada entre
filosofía y ciencia, en el seno de una cultura marcada por la magnitud científico técnica.
Desde las posiciones contrarias a la posición positivista de la ciencia se ha ido insistiendo en dos puntos
fundamentales sobre los que se ha volcado la crítica en la ya larga “disputa del positivismo” (La disputa del positivismo
en la sociología alemana, de Adorno y otros, 1969): la autocomprensión cientificista de la ciencia y las funciones
ideológicas de la ciencia, dado ese telón de fondo cultural de tipo cientificista. Una filosofía que quiera autoesclarecer su
posición en relación a la ciencia, siendo respetuosa con la diferencia y exigente con el mantenimiento de la propia
especificidad ha de seguir enfrentándose con esos dos puntos de crítica, retomando lo que fue la trayectoria iniciada por
Kant. Recuperando la pretensión kantiana puede avanzarse hacia una concepción crítica y antirreducionista acerca de la
filosofía y de lo que puede y debe seguir haciendo en relación con la ciencia, sin reivindicar para sí ninguna posición de
privilegio, pero clarificando qué es eso que ha de hacer, que supone más que colaborar al lado de las ciencias. La dirección
hacia donde ir la apunta Habermas en “¿Para qué seguir con la filosofía?” (1971) al hacer hincapié en la necesidad de una
filosofía no cientificista de la ciencia y que tenga clara intención práctica en cuanto a la necesaria crítica de la
consolidación, de una conciencia tecnocrática. En relación a la ciencia, además de la función crítica ejercida

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dialógicamente en condiciones de simetría, compartiendo análogas exigencias de rigor procedimental, la filosofía no deja
de hallarse confrontada ante la tarea hermenéutica que empuja a actuar de intérprete ante los diferentes discursos
científicos, conectándolos unos con otros, venciendo para ello los límites de una fragmentación y especialización
excesivas —tributo cultural al proceso de racionalización al que las mismas ciencias se deben—, y aproximando los
discursos de “expertos” al mundo de la vida como transfondo cotidiano desde el que todos se elaboran, y que sigue
demandando, por mor de las necesidades de orientación y juicio crítico de los individuos, la reconstrucción de una
totalidad de sentido.
La filosofía, además de sus funciones como saber crítico y como saber reconstructivo y transdisciplinar, sin
pretensiones de independencia autárquica, sino desde el diálogo inter pares, debe asumir otra tercera función, específica e
inalienablemente suya como saber de distinto ámbito de las ciencias, desde el cual no puede eludir lo que desde las
mismas ciencias se plantea como interrogantes que caen fuera de su competencia —en torno a la objetividad, la verdad, la
racionalidad y sus diferentes formas de ejercicio...—: es la función de la filosofía, vinculada a la carga depositada en ella
por nuestra tradición cultural de ser “vigilante de la racionalidad” (en “La filosofía como vigilante e intérprete”
perteneciente a la obra Conciencia moral y acción comunicativa, 1985), ha de llevar adelante la autorreflxión de la razón
en la que ésta dé cuenta (fundamente) de sus condiciones de posibilidad de los diferentes tipos de racionalidad y de la
legitimidad de sus respectivas pretensiones, quedando ahí incluida de manera singular la razón científica y sus
pretensiones de objetividad, que por lo demás tampoco es ajena, en el sentido de totalmente escindida de ella, a la razón
moral y las pretensiones de corrección de sus postulados prácticos.
3.2 La relación de la filosofía con otros saberes
3.2.1 Filosofía y mito: Mitos significa etimológicamente “palabra”, “narración”. No se opone, en principio, a logos, a
“saber” cuyo sentido primero es también la “palabra”, “discurso”, antes de designar a la inteligencia y la razón. Solamente
es en el marco de la exposición filosófica o la investigación histórica que, a partir del siglo V, mitos puesto en oposición a
logos, podrá cargarse de un matiz peyorativo y designar una afirmación vana, desprovista de fundamento al no poder
apoyarse sobre una demostración rigurosa o un testimonio fiable. Pero incluso en este caso mitos no se aplica a una
categoría precisa de narraciones sagradas relativas a los dioses o los héroes, sino que designa realidades muy diversas:
teogonías y cosmogonías: en resumen, todos los se-dice que se transmiten espontáneamente de boca en boca.
La relación entre filosofía y mito presenta, por una parte, como flanco más conocido, o al menos más tratado, el
que tiene que ver con el “nacimiento” de la filosofía como emergencia de la razón crítica frente al pensamiento mítico.
Mas, por otra parte, junto a la problemática histórica de la transición del mitos al logos, se presenta otra, vinculada en su
origen también a ésa, que afecta a la relación de la filosofía con los mitos en la actualidad o, más ampliamente, en tiempos
recientes desde los inicios de la Modernidad hasta ahora. En todo ello lo que exige ahondar en esa diferencia, para calibrar
adecuadamente su relación, entre mitos antiguos y las mitificaciones modernas recientes. Así, la tarea de la filosofía
respecto a lo mítico podrá replantearse de manera más matizada, incluyendo que todo lo relativo al hombre como
“fabricante” de mitos se logre clarificarlo mejor. Nuestra cultura es una cultura de la desmitificación. La cuestión, sin
embargo, es que no sólo perduran y se rejuvenecen ciertos mitos, sino que surgen otros nuevos, lo cual revela al cabo de
los siglos que la victoria del logos frente al mito fue parcial, al menos no definitiva.
3.2.2 Filosofía y literatura: Ha habido filósofos cuyo método y estilo era cualquier cosa menos literario. Este era el caso de
Aristóteles o de Kant. Sin embargo, otros han escrito de forma mucho más literaria, e incluso han sido clásicos en sus
respectivas lenguas, como Platón o S. Agustín. Ahora bien, que un filósofo escriba en verso o que escriba en diálogos no
significa que sus obras sean poéticas o estéticas más bien que filosóficas. Porque la diferencia fundamental entre la
filosofía y la literatura se da en cuanto a los objetivos. La filosofía pretende la verdad racial, sea acerca de la totalidad de
las cosas, sea acerca de un dominio particular de realidades, mientras que la literatura pretende deleitar, producir placer
estético, y acaso también denunciar la realidad social, imbuir determinadas ideas, describir determinados acontecimientos,
etc. Pero la literatura no consiste en la búsqueda de la verdad en ningún sentido normal del término.

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De este modo, la filosofía tendrá que plantearse determinados problemas y argumentar para resolverlos. Esto es,
la filosofía es el reino de la argumentación o la discusión racional. Sin embargo, últimamente, sobre todo en ciertos
círculos, la frontera entre filosofía y literatura se ha difuminado. Esto es particularmente cierto en autores como el último
Heidegger, Derrida, Lyotard o Vattimo. A menudo en autores así los argumentos son reemplazados por sugerencias,
evocaciones, sugestiones o simplemente afirmaciones, como a menudo ocurre en Nietzsche. Se transmiten ciertas ideas,
concepciones, críticas a filosofías anteriores, etc. y se hace mediante imágenes poéticas (metáforas, alegorías, etc.),
leyendas, evocaciones y demás recursos literarios. ¿Qué forma de hacer filosofía es más adecuada? Si seguimos creyendo
en la capacidad de la razón, entonces veremos la filosofía como el reino de la argumentación: de la formulación de
hipótesis, de la deducción de consecuencias, de la presentación de contraejemplos, de la reducción al absurdo de las
hipótesis, de la elección entre alternativas, etc. Si, por el contrario, ya no tenemos tanta fe en la razón (Ortega), todos esos
discursos nos parecerán pretenciosos y ociosos, y contemplaremos una aproximación literaria a los problemas como
mucho más acorde con la quiebra de la razón.
3.2.3 Filosofía, religión y teología: Por su etimología, la palabra “teología” remite a un tratar sobre Dios (theós). Al mismo
tiempo, el componente “logos” indica un tratar segundo, no inmediato, sino reflexivo y sistemático; consiste, por tanto, en
el esfuerzo metódico de los creyentes por comprender, fundamentar y sacar las consecuencias de la propia fe en los
diversos niveles de su aplicación. Para los griegos, la teología es la ciencia que estudia lo divino a partir de la fuerza
especulativa de la razón humana; es lo que se ha denominado “teología natural”; para el cristianismo, por el contrario, la
teología se refiere al conocimiento que racionalmente se tiene de Dios, pero apoyándose en la revelación positiva
auxiliada por la fe.
La relación entre filosofía y teología ha sido pensada según una gama de posibilidades teóricas e históricas
distintas; a saber: I) Teología y filosofía coinciden o porque a) la teología, presuponiendo que no hay un discurso
verdadero sobre el hombre y sobre el mundo fuera de la palabra revelada, resuelve en sí misma a la filosofía o porque b) la
filosofía, presuponiendo que no hay un discurso verdadero sobre Dios y sobre el mundo fuera del discurso especulativo
engloba en sí misma a la teología. II) Teología y filosofía son dos actividades estructuralmente disímiles y que se
elidenmutuamente, puesto que una procede de la razón crítica y del hombre, y la otra de la fe y de Dios. III) Teología y
filosofía no se identifican completamente ni se excluyen del todo, sino que coinciden, o bien se relacionan entre sí, por lo
menos en parte. Según esta tesis, la teología es filosofía o por lo menos encuentra estructuralmente a la filosofía en
aquella específica zona o sección de ella que es la teología “racional” o “fundamental” o “apologética”.
En cualquier caso, y con independencia de estas tres tesis, sí es cierto que el variar de las filosofías se ha visto
acompañado por el variar de las teologías. Por ejemplo, en los siglos en los que dominaba la filosofía platónica, hemos
tenido las teologías platónicas de los Padres de la Iglisia (Orígenes, Agustín, Gregorio de Nisa, etc.); en los siglos en que
dominaba la filosofía aristotélica hemos tenido las teologías aristotélicas de los grandes escolásticos (Tomás, Escoto, etc.).
análogamente, por lo que se refiere a nuestro siglo, durante los años en que triunfaba el existencialismo hemos tenido las
teologías existencialistas de un Tillich o de Bultmann; durante los años en los que eran hegemónicos el pragmatismo y el
neopositivismo hemos tenido las teorías de Cox o de Van Buren; durante los años en los que el marxismo encontraba eco
hemos tenido una proliferación de las teologías políticas y de las teologías de la liberación, y así sucesivamente. Todo esto
depende de la naturaleza misma de la teología, que siendo una reflexión racional sobre el problema de Dios y de la fe no
puede menos que valerse de categorías lingüísticas y conceptuales extraídas de la cultura y de la propia época y, en
particular, de aquella manifestación “pensante” de ella que es la filosofía. Dicho de otro modo, la filosofía es “el aire que
el cuerpo de la teología respira”. Sin aquélla, “ésta muere”. Si la teología presupone constitutivamente la filosofía, esta
última presenta a su vez verificables vínculos históricos, más o menos estrechos, con la teología. Tanto es así que no se
comprendería buena parte de la filosofía medieval, renacentista y moderna sin una llamada explícita al cristianismo y a sus
categorías teológicas.
4. Conclusión

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El papel de la filosofía en la cultura está íntimamente ligado a su relación con otros saberes, y su persistencia
viene dada por el enfrentamiento con las grandes cuestiones que el ser humano se ha hecho siempre y por su valor de
articulación y crítica.
BIBLIOGRAFÍA

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