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BREVE APUNTE SOBRE LOS CHALECOS AMARILLOS

Chalecos amarillos por París. Los veía en los noticiarios de la televisión y por esos
esquinazos de la memoria, que abundan cuando se avanza en la edad, me acordé
de una novela que leí de adolescente: “Cirios Amarillos por París”, escrita por
Bruce Marshall, un escocés que vivió mucho tiempo en Francia. Hoy olvidado,
Marshall perteneció a esa generación de novelistas británicos que, como Waugh,
Greene o, más tarde, Burgess, vieron a su país y a Europa entre las dos guerras
bajo la luz de una cultura católica ya desaparecida. La novela, tal como la
recuerdo, se desliza sobre la disolución de la Tercera República, hundida más
que por las armas alemanas por su propia insubstancialidad. Su autor la
subtituló: “un canto fúnebre”. Chalecos amarillos por París, un funeral. Un
funeral de los igualmente insubstanciales ídolos mediáticos de nuestro tiempo:
“democracia”, “consenso”, “globalización”, “multiculturalismo”, “el derecho a
tener derechos”, el indefinido empuje del deseo de que cada individuo lleve al
máximo posible su “proyecto biográfico” con prescindencia de todos los demás.
La videología posmoderna se manifiesta contra toda noción de pueblo o bien
común, exaltando la agitación disociativa de minorías reclamantes (sexuales,
étnicas, de hábitos alimentarios, etc.) que dicen obrar en nombre de la
Humanidad. Lo que ha salido a la calle en París y en muchas otras ciudades de
Francia, sin adscripción ni a partidos políticos ni a sindicatos, sólo bajo la bandera
tricolor y con la prenda que es obligatorio llevar por todos los conductores
franceses, para “llamar la atención” en caso de sufrir averías o accidentes, se
recluta en la clase media trabajadora, en el cruce de lo urbano y lo rural, que no
tiene representación política porque se la han birlado tanto las siglas partidarias
como las sindicales, y que ha caído en la cuenta que se lo despelleja para pagar
las luces de la globalización, la buena conciencia de la acogida inmigratoria sin
cortapisas, los negociados de las burocracias gubernamentales y de las
dirigencias empresariales compinchadas. Pueblo que se manifiesta los sábados
porque los días de la semana trabaja. Han intuido que, bajo el palabrerío de las
continuas jaculatorias a los ídolos seculares pronunciadas por los medios, ellos
son la ofrenda propiciatoria para ser sacrificada en los altares de los dioses de
este tiempo, nacidos de “la cópula necrófila del Capitalismo con el espectro del
Marxismo” (Massimo Cacciari). Los dioses del Nuevo Orden Mundial, del
capitalismo financiero global posterior a la caída del imperio soviético, que
incorpora las larvas del marxismo leninismo en descomposición. Y así como este
culto cuenta con un alto clero que cierra decisiones planetarias que nos afectarán
a todos, conchaba también un bajo clero donde el antiguo intelectual orgánico
funge ahora como funcionario de la industria cultural. Una vieja humorada del
siglo pasado fijaba la diferencia entre el capitalismo y el comunismo de este
modo: el capitalismo es la explotación del hombre por el hombre y el comunismo
todo lo contrario. El turbocapitalismo financiero actual no explota al hombre:
maneja abstractamente la creación continua y acumulativa del gran dinero,
dentro de una burbuja donde ya no se necesita al hombre, un ser anacrónico
destinado a ser transhumanísticamente superado.

Los chalecos amarillos reaccionan a ese estado de cosas fuera de los partidos
políticos y de los sindicatos. Los partidos políticos franceses tradicionales ya se
habían manifestado en crisis cuando las elecciones que llevaron a Macron a la
presidencia: la decisión final se tomó entre dos candidatos fuera de aquellos.
Macron ya no puede usar la máscara de outsider y por eso se convierte en blanco
de la protesta, que de todos modos va más allá de su persona. Los chalecos
amarillos se sienten objeto de una triple exclusión en su propio país: una
exclusión política, una exclusión social, una exclusión cultural ¿Los chalecos
amarillos, entonces, son una manifestación populista? Sí, a condición de no
entender el “populismo” como lo deforma habitualmente la caja de resonancia
mediática. Me he referido otras veces en profundidad al tema, y a eso me remito.
Pero basten algunas precisiones. Ningún populista se llama populista a sí mismo.
La expresión es un insulto –equivalente a “fascista”-, esto es, un arma arrojadiza
contra el enemigo. Lo que llaman “populismo” es una mentalidad y un estilo
reactivo frente a la incapacidad de las clases políticas –liberales o
socialdemócratas- de gestionar la brecha entre sus promesas y la “máquina de
daños” de la globalización. Mientras la clase política, que ya no puede
administrar el desencanto, presenta los problemas como soluciones y embarulla
todas las respuestas, el populismo -que no es una ideología, y que como
mentalidad y estilo puede declinarse en modos muy diversos en ámbitos
culturales distintos- plantea las preguntas correctas y precisas. Otra cosa es que
en la prueba de gobierno acierte con las respuestas y pueda sortear las trampas
que les han dejado tendidas. Lo que une a los populismos es la reivindicación
del pueblo, esto es, del conjunto de hombres y mujeres libres que sienten integrar
una unidad, en grado de decidir sobre un destino común. Una unidad, no un
conglomerado cuyo solo punto de convergencia es la camiseta de un
seleccionado. Esa unidad define al pueblo, en primer lugar como ethnos, esto es,
como un conjunto relativamente homogéneo, dentro de diversidades de origen,
que guarda referencia una patria común, que mira hacia los muertos y que se
proyecta hacia los hijos. En segundo lugar como populus, noción romana del
sujeto político, que exige participación de acuerdo con una vieja regla jurídica:
quod omnes tangit, ab omnibus approbetur, lo que a todos atañe, por todos debe ser
aprobado; para ello, quienes integran el cuerpo político de un pueblo deben estar
–no importa si en prosperidad o no- en condiciones de ciudadanía, esto es, no
sujetos a la esclavitud de depender para una subsistencia en el límite de sus
necesidades, del favor de un plan asistencial dispensado por burocracias políticas
y “sociales” interesadas en mantenerlos como masa de carne en tránsito para
fines electorales. Por último, como plebe, aquellos que viven en la pobreza, pero
no en la marginalidad, que conservan la condición ciudadana e impulsan la
dinámica social, en el sentido de que siempre estará presente la noción relativa la
pobreza, lo que no significa que siempre deban ser los mismos.

La Argentina ofrece un buen ejemplo de lo que venimos de decir. Los partidos


políticos, entre nosotros están desguazados de sus contenidos particulares y
transformados –como en casi todo el resto del mundo- en empresas de captación
del voto del consumidor (ciudadano) hacia la imagen de un producto (candidato)
cuya venta se promociona por los mensajes del marketing político, que se sirve
como principal materia prima de las encuestas y tiene como objetivo maximizar
los beneficios a través del acceso al control de la caja de los dineros públicos. La
reforma constitucional de 1994, muy influida por la supervivencia partidocrática,
estableció la elección presidencial considerándose el territorio nacional como
distrito único (art. 94), con lo que el presidente se elige en los grandes centros
urbanos. Esto es, en el Gran Buenos Aires, CABA, Rosario y Córdoba. Y
especialmente en el primer caso, el partido de La Matanza, con dos millones de
habitantes, cuyo tercer cordón, a medida que uno se aleja de la ruta 3, es la zona
de mayor vulnerabilidad social, sin agua potable, cloacas, acceso a transporte
público, servicios educativos y de salud, etc. Allí se asienta la mayor
marginalidad, dependiente en su subsistencia de los favores clientelares o del
mundo vertiginoso del delito. En mayor o menor medida, en nuestra era
democrática, todos los gobiernos han pretendido el manejo de esa masa privada
de la condición ciudadana, esclavizada y cristalizada en tal dependencia, con el
fin de llegar y mantenerse en el poder. Todos los gobiernos democráticos han
sido, pues, “populistas” en el sentido de la vulgata mediática actual (el
“populismo” de Juan Domingo Perón o Getulio Vargas en los años 40 ó 50 del
siglo pasado, como el de Andrew Jackson en los EE.UU en el primer tercio del
siglo XIX, son fenómenos distintos del populismo actual, tanto en las causas que
los generaron como en las soluciones que propusieron). Ese seudopopulismo –
en realidad democracia liberal mixturada con recetas socialdemócratas- terminó
dando lugar durante el gobierno de Cristina Kirchner y en algunas
manifestaciones en el actual, a una reacción populista real en el sentido actual del
término que hemos señalado más arriba: clase media tomando la calle
silenciosamente, de manera pacífica y casi espontánea, convocada a través de las
redes sociales, expresando su fastidio y rechazo a una clase política
autorreferencial que se perpetúa por el clientelismo de los marginales, que la
persigue con impuestos y que la desintegra con la “revolución de los deseos” a
través de la ideología de los derechos humanos. Cuyo abstracto sujeto es el lejano,
cualquiera que integre el género humano: nadie, en suma. En las elecciones del
2015, esa clase media populista dio vuelta las urnas, y otorgó el triunfo a Mauricio
Macri, que ha gobernado contra ella, esto es, contra su base electoral. Como
durante el kirchnerato y el cristinato, las dirigencias que manejan las masas
esclavizadas suelen desplegarlas en marchas, piquetes, enmascarados con palos,
saqueos aquí y allá, efectos de demostración en los “barrios ricos”, etc. Es un
medio de control social que ejercen, bajo la complicidad oficial, gobernadores,
intendentes, dirigentes “sociales”, “piqueteros del Papa”, etc. para evitar un
estallido populista de la clase media productiva y trabajadora, sobre la que se ha
ejercido mayormente el ajuste y la convocatoria a la austeridad: miren que si
protestan de modo egoísta podemos soltar la jauría para que compense su
miseria entrando a saco en la “gran noche”. Es curioso que el peronismo, tanto
en su versión “racional” como en la patológica del cristinismo, sea hasta ahora la
más eficaz sopapa para evitar la eventual marea populista.

¿Chalecos amarillos por Buenos Aires? Los expertos gargarizan ante los medios
que no es posible. El peronismo –este peronismo sin pasado que llena su mochila
con los requechos ideológicos del más vacuo progresismo- mide votos
conurbanos. Pero, ¿quién sabe cuándo, y por qué motivo aparentemente menor
(un impuesto sobre los combustible en Francia, por ejemplo) la reacción que está
recorriendo buena parte del mundo habrá de encarnarse y tomar la calle entre
nosotros?

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