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Estética y constructivismo: filogenia,


historia y vida humana
JOSÉ-CARLOS SÁNCHEZ
Universidad de Oviedo

Resumen
Partiendo de una perspectiva constructivista se analiza el lugar de la experiencia estética en una teoría psi-
cológica general y se discute el enfoque de la actual estética evolucionista. La psicología genética y la evolución
vista a través de la teoría de la selección orgánica son dos de los pilares de este constructivismo, que no coincide
con los constructivismos relativistas. Se describe primero el significado funcional y evolucionista del juicio estéti-
co, pero se subraya la existencia de rasgos específicos de la experiencia estética humana, que se focalizan en la
progresiva conciencia humana de la muerte. De este modo, la experiencia de lo bello no se explicaría esencial-
mente a través de los “detectores de belleza” propios de la estética evolucionista, sino como proceso biográfico, his-
tóricamente contextualizado, de construcción del valor de las cosas, del sentido de los placeres y de la vida.
Palabras clave: Constructivismo, estética evolucionista, psicología evolucionista, psicología genéti-
ca, selección orgánica, seleccionismo, pancalismo, belleza.

Aesthetics and constructivism: Phylogeny,


history and human life
Abstract
From a constructivist viewpoint the paper analyses aesthetic experience within general psychological theory
and criticizes the current approach of Evolutionary Aesthetics. Genetic psychology and evolution approached
from organic selection theory are two pillars of this constructivist, non-relativistic perspective. First the evolutio-
nary and functional meaning of aesthetic judgment is described. Specific traits of human aesthetic experience are
then stressed and related to human’s progressive awareness of death. Human experience of beauty is thus not
essentially explained in terms of “beauty detectors” (as an Evolutionary Aesthetics paradigm upholds), but as a
biographical process, within a historical context, constructing the value of things, the meaning of pleasure and
of life.
Keywords: Constructivism, evolutionary aesthetics, evolutionary psychology, genetic psychology,
organic selection, selectionism, Pancalism, beauty.

Correspondencia con el autor. Universidad de Oviedo. Facultad de psicología. Plaza Feijoó s/n. 33003 Oviedo
(Asturias). E-mail: jocasan@uniovi.es

© 2005 by Fundación Infancia y Aprendizaje, ISSN: 0210-9395 Estudios de Psicología, 2005, 26 (2), 173-193
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1. Planteamiento
La esperanza de que una psicología constructivista pudiera ofrecer alguna idea
de interés sobre experiencia estética y, a la vez, en el propio empeño, revisar algu-
nas de sus propias limitaciones en cuanto a la tematización del sujeto humano
concreto, histórica y biográficamente contextualizado, ha presidido este trabajo
y ha generado dos direcciones de búsqueda: una filogenética (la fundamentación
evolucionista del origen y significación de la experiencia estética), y otra históri-
ca (la exploración de los nuevos significados y usos que lo estético adquiere en la
historia humana).
Se trataría de superar la noción relativamente abstracta de sujeto, de operador,
que a menudo manejamos (y no me refiero ahora a los contextos cognitivistas,
sino especialmente al ámbito de los variopintos constructivismos) y avanzar,
“encarnándola” en sus contextos histórico-culturales, para rozar algunas cuestio-
nes de interés a propósito del sujeto contemporáneo, “material”, y poder decir
algo del sufrimiento, del disfrute y del escabroso tema del sentido de la vida. La
perspectiva sociocultural y las orienciones neovigotskianas han insistido sin
duda y desde hace tiempo en esta “encarnación” o contextualización, y han obli-
gado a todos a tomar más en serio el problema. Han tendido, sin embargo, a
definir al sujeto a través de las convenciones, prácticas lingüísticas y sistemas
culturales, y en los casos en que esa tendencia es más intensa, más evidente resul-
ta la desaparición del sujeto (el de la tradición de la psicología genética, de Pia-
get o de Baldwin), de toda posible universalidad construida, y de la participa-
ción del sujeto en tal construcción. El constructivismo contemporáneo está real-
mente fracturado por este problema, y constituye realmente una pluralidad
(“constructivismos”, habría que decir), cuyo extremo límite es un relativismo
muy alejado del sentido clásico del constructivismo que arranca con Kant. Ian
Hacking, por ejemplo, ha observado críticamente los excesos de algunas pers-
pectivas “constructivistas” o “construccionistas” en su provocador libro “¿La
construcción social de qué?” (Hacking, 2001).
Por el otro frente, el del objetivismo, una perspectiva constructivista se dis-
tingue de la positivista en que no pretende describir una “naturaleza humana”
estática, ya dada, sino comprender los procesos de transformación (la dimensión
operatoria de los procesos de transformación, dejémoslo claro para no mezclar
psicología e historia política) por los que se redefine (en contextos histórico-polí-
ticos concretos, bajo condiciones socioeconómicas concretas) esa naturaleza
humana. En ese sentido, la convicción de partida era que una psicología teórica
completa ha de abordar la experiencia estética desde dentro, tomándose en serio
su contenido emotivo y el valor irreductible de su contenido emotivo, en lugar
de verlo en la distancia como “un hecho”. Me parecía que para una perspectiva
constructivista la construcción de sentido estético, de valor estético, es el
“metro”, la perspectiva desde la que contemplar una vida humana concreta, en la
medida en que ésta necesita coordinar incesantemente y del mejor modo posible
el sentido global de la vida y el disfrute cotidiano de las realidades disponibles.
O dicho al revés, la experiencia estética es ese lugar en el que todo lo “objetivo”
es examinado por la sensibilidad y el sentimiento, juzgado en cuanto a su valor
vital, disfrutado o padecido. Estéticos, en sentido específicamente humano, son
los placeres de la vida en la medida en que van envueltos en sentido.
Ese sentido “subjetivo”, por cierto, incorpora necesariamente algún grado de
“objetividad” (racionalidad, moralidad, justicia,…) no “padecida”, o “simple-
mente “recibida” de instancias culturales, sino puesta en pie, reconstruida y
extendida, gracias a la operatoriedad de ese sujeto. Nuestro sujeto no es por tanto
“subjetivo” según la acepción más clásica y peyorativa, esa que alude siempre a lo
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no verdadero, o no universal. En realidad los conceptos “objetivo” y “subjetivo”
llevan consigo el corazón del dualismo; se oponen como la verdad a la apariencia,
la realidad dada a su representación aproximada. “Objetual” y “subjetual” son
los dos términos con que habríamos de sustituirlos para subrayar el carácter
construido del objeto, participado necesariamente por el sujeto (de modo que el
objeto no es objetivo en sentido tradicional: independiente y previo al sujeto) y,
correlativamente, el carácter no “subjetivista” del sujeto, pues el sujeto operato-
rio concreto, psicobiológico e histórico, es productor (no en sentido idealista sino
en el sentido de la psicobiología genética) y mediador imprescindible de toda
realidad, es decir, de toda objetualidad.
Pues bien, la perspectiva sobre estética que hoy representa a la mirada positi-
vista es la estética evolucionista. Está produciendo un volumen creciente y atractivo
de investigación, y se apoya fundamentalmente en una justificación seleccionista
de las raíces de nuestra experiencia estética. Es una hermana menor de la Psicolo-
gía evolucionista, e irrumpe en el panorama de la psicología con cierto aire de
superioridad, expresado ya en su propio nombre, que parece identificar o confun-
dir su perspectiva con el ámbito entero, aunque sin duda haya psicólogos evolu-
cionistas no cognitivistas y enfoques evolucionistas de la estética diferentes a los
de la estética evolucionista.
La afinidad fundamental entre una perspectiva constructivista y la estética
evolucionista consiste en una concepción de la belleza de índole práctica, ligada a
los procesos de adaptación y evolución de las especies. Lo estético, lejos de ser
absolutamente desinteresado, es un fenómeno que sólo se entiende desde la pers-
pectiva de la utilidad y la adaptación. La experiencia estética, pues, hay que
ligarla a las cuestiones de selección, a la dimensión de especie, a la herencia y las
ventajas para la reproducción, a la estabilidad del medio, y al modo en que se
rehace en cada nuevo organismo la posibilidad del juicio estético más o menos
universal o propio de la especie. Todo esto crea un contexto de discusión evolu-
cionista realmente rico e imprescindible para cualquier teoría estética contempo-
ránea. Sin embargo, como veremos en el último bloque de este trabajo, las pers-
pectivas de la estética evolucionista sobre lo que es evolución, organismo, com-
portamiento y cerebro, son esencialmente innatistas, de modo que el juicio
estético se parece más bien a una facultad innata especializada que prescribe el
valor de la cosa ahora, del mismo modo que lleva haciéndolo desde los momen-
tos de hominización en que dicha facultad surgió y fue seleccionada. Y de este
modo, el juicio estético se vuelve estático, en lugar de convertirse en dimensión
esencial de los procesos dinámicos, ontogenéticos, de construcción funcional
(operatoria, práctica) de sentido y valor de las cosas, es decir, de adaptación. Lo
bello, en nuestra perspectiva, y frente a la estética evolucionista, es útil, pero
nunca completamente predefinido, porque no puede servir a un sistema esen-
cialmente cerrado de adaptación (programa, gen), sino a un sistema abierto de
construcción de adaptaciones que, sin perjuicio de que haya elementos estables y
muy generales, de especie, sólo a través de la acción definen y redefinen ontoge-
néticamente el sentido y el valor de las cosas, su “belleza”.
Así pues nuestro recorrido constará de dos bloques bien diferentes. El prime-
ro (que proviene, en lo esencial, del trabajo presentado en el I Symposium de Psi-
cología y Estética, en Miraflores de la Sierra, Enero de 2002, que se presenta en
el apartado 2 bajo el título “Esperiencia estética y teoría psicológica. Un rastreo
constructivista”) trata de establecer un marco constructivista sobre filogenia e
historia de la experiencia estética. Comienza con una revisión y crítica de ideas
estéticas de la propia tradición constructivista. En esto Baldwin ha sido una refe-
rencia de especial importancia, y su filosofía general se cierra con una estética lla-
mada Pancalismo que, a través del influjo de Hegel, apunta posiciones espiritua-
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listas difíciles de conciliar con un constructivismo contemporáneo. “Ajustar las


cuentas” con Baldwin en este aspecto era una deuda pendiente, y quizá una
buena oportunidad para comprender y respetar algunos sentidos clásicos de la
estética y sin embargo buscar la puerta de salida al idealismo residual de Bald-
win (véase también Loredo y Sánchez, 2004, donde hay una amplia presentación
de la perspectiva estética de Baldwin, junto con unas ideas para la crítica).
Una vez presentado dicho esquema constructivista, el segundo bloque del
trabajo lo pone en uso para analizar y discutir, en el apartado 3, la estética evolu-
cionista contemporánea.
En fin, la pauta general de objetivos, y las ideas esenciales pueden resumirse así.
1. Mostrar la raíz filogenética de la experiencia estética: la experiencia estética
es un fenómeno central de la vida orgánica, ligado al sentimiento y la emoción.
Garantizar así una fundamentación evolucionista y operatoria, y una concepción
“práctica”, adaptativa, de la experiencia estética. De este modo la estética humana
y el arte no podrán verse bajo un prisma dualista clásico como fenómenos pura-
mente “humanos” o “culturales” o “del reino del espíritu”, ajenos a la vida y prac-
ticidad orgánica. Así que el compromiso paralelo es mostrar, claro está, la compli-
cación progresiva de lo estético a lo largo de la evolución, bajo la idea de que efec-
tivamente hay cambio cualitativos, aunque no haya “grietas” ontológicas.
2. Garantizada esta continuidad ontológica, mostrar sin embargo la especifi-
cidad de la experiencia estética humana y del arte, bajo un esquema histórico
dispuesto a reconocer de entrada la vasta variedad de usos y significados de lo
estético y del arte. La secuenciación histórica de estas formas o de sus confluen-
cias es una tarea esencial, que sin embargo cae fuera de las posibilidades de este
trabajo. (En esa dirección ha ido, en la II edición de Symposium de Psicología y
Estética, el trabajo de Florentino Blanco, que ha propuesto una escala de formas
de mediación operacional por las que progresivamente los objetos adquieren sig-
nificación, densidad estética. Véase Blanco, 2003).
3. Esta especificidad podría explorarse en torno al problema de la progresiva
construcción histórica del horizonte limitado de la vida y de la autonomía de los
sujetos. Y la progresiva densidad que adquiere la experiencia estética podría
verse precisamente como resultado de la integración (histórica, pero también
biográfica) de usos y significados. De este modo la estética humana y el arte no
podrían verse bajo un prisma “reduccionista” (el que iguala esencialmente el sen-
tido de lo estético en humanos y animales), o “genérico” (el que concibe en pie
de igualdad las diversas formas de lo estético y del arte, sin atender a su historici-
dad y negando un sentido y eventual avance). Las perspectivas posmodernas
tienden a esta igualación a base de negar todo progreso: Lyotard representa bien
esta actitud cuando nos presenta el arte como golpe emocional, exaltación efíme-
ra, pura energía o consuelo menor, sin mayor densidad, sin mayor historicidad,
una vez declarado el final de la representación. Esta es una estética estática. En
cambio, una perspectiva constructivista no presupone nunca que todo fenómeno
estético o artístico suponga necesariamente avance o progreso (que lo sea o no, y
cómo, es lo que siempre hay que dirimir: es lo que los sujetos han de hacer), pero
nunca niega la posibilidad. Albrecht Wellmer, buscando una alternativa al “sin-
sentido” del arte que Lyotard representa, ofrece una visión más acorde a la nues-
tra:
La obra de arte […] se podría decir que amplía los límites del sentido –de lo decible y lo repre-
sentable– y con ello aumenta al mismo tiempo los límites del mundo y los de los sujetos.
(Wellmer, 1993, p. 69).

4. La estética evolucionista, como veremos en el apartado 3, peca de ambas: es


incapaz de formular la especificidad de lo humano, e iguala todas las manifesta-
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ciones estéticas humanas desde un criterio sumamente genérico, aunque no
falso, de eficacia biológica. La idea de lo bello como signo de algo prometedor
para “sobrevivir” y “procrear” es inespecífica, pues no estamos empeñados sim-
plemente en sobrevivir sino en sobrevivir de algún modo, con preferencia a
otros. Y ninguna definición genérica del sobrevivir que no contemple los modos
de vivir, que son valores, es verdaderamente “objetiva”. Su ideal de objetividad
se lleva a cabo perdiendo precisamente de vista lo esencial, lo que nos importa y
de lo que discutimos, que es de cómo vivir.

2. Experiencia estética y teoría psicológica. Un rastreo constructivista


¿Cuál es el papel y el sentido de eso que solemos llamar vivencia estética o
experiencia estética en una teoría psicológica general? Esta es la pregunta, gene-
ral y abierta, de la que arranca este trabajo, y que se complementa inmediata-
mente con esta otra, quizá más clásica: ¿tiene la psicología, por su lado, algo que
decir sobre la belleza, sobre su raíz, constitución o desarrollo? La guía para esta
tarea ha sido precisamente la puesta en uso y extensión de conceptos del acervo
de la psicología constructivista. Aplicados al examen de la estética de Baldwin
–un ejemplo sobresaliente de psicólogo constructivista que se ha tomado en serio
la experiencia estética– han servido para determinar sus virtudes y limitaciones y
para proponer entonces, alguna solución tentativa.
Nuestro enfoque es un tanto peculiar, auque no inédito. No es sociología ni
psicología del arte, pues el problema aquí no es el arte sino la estética y su senti-
do dentro de una teoría psicológica general. No habla del artista ni del disfrute
del arte prioritariamente, sino de la vida del sujeto (entendido como sujeto psi-
cohistórico concreto, empírico, enclasado) y del posible papel de lo estético en su
experiencia. No es tampoco psicología de las emociones (aunque debiera incluir-
la). No es estética filosófica en el sentido más tradicional, justo porque busca res-
puestas para la comprensión de lo estético en las ciencias, y especialmente en la
mencionada perspectiva psicobiológíca general de la evolución y la acción orgá-
nica. Es, más bien, entonces, psicología estética, y enfoca la experiencia estética
como una dimensión de la experiencia (valor, emoción, goce) especialmente ligada
al problema del “sentido de la vida” del sujeto “natural”, psicobiológico e histó-
rico, para el que el goce con sentido es esencial como cierre de funciones vitales, y
para el que –a diferencia de una animal– la vida se presenta pronto como un
objeto con límites y con el que “hay que hacer algo”.
No se pretende, claro está, proponer ninguna doctrina concreta del “sentido
de la vida” como solución, sino una caracterización del marco o coordenadas en que
podemos hablar del sentido.

Constructivismo y estética: de Kant a Baldwin


Para contextualizar la teoría de la experiencia estética de Baldwin, llamada
Pancalismo, merece la pena una breve referencia a Kant, porque la concepción de
Baldwin se puede entender en buena medida como una respuesta a Kant en lo
estético a través de un sistema teórico (la psicobiología genética, raíz del cons-
tructivismo piagetiano) que es a su vez una respuesta a Kant en el ámbito episte-
mológico.
Todo el problema de la estética alude siempre, de un modo u otro, a la conci-
liación de lo objetivo y lo subjetivo, un problema agudamente planteado en
Kant, que definió el Reino de la Naturaleza como implacable mecánica determi-
nista frente al Reino de la Libertad, en donde actuaríamos libres, de acuerdo a la
ley moral. Parecen reinos irreconciliables. Kant usa lo estético para tratar de
reconciliarlos. Y lo justifica así: cuando contemplamos la naturaleza estética-
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mente, cuando tenemos la experiencia de lo sublime, sentimos no sólo su sobreco-


gedera grandeza, sino también la nuestra, e intuimos que son grandezas diferen-
tes. Desde el punto de vista empírico o sensible, nos sentimos muy poca cosa
frente a ella. Pero, por otro lado, sentimos que hay algo en nosotros, en nuestro
espíritu, que está por encima de la propia naturaleza, y que es capaz de elevarse
sobre todo lo sensible. Así, enfrentados a través del sentimiento de lo sublime a
la abrumadora grandeza de la naturaleza, nos sentimos finitos, infinitamente
pequeños, pero a la vez, al sentir la grandeza de nuestro espíritu, que reside en la
inteligencia y la voluntad, nos sentimos por encima de todas las cosas finitas.
Este sentimiento, pues, nos remite a lo suprasensible, que hemos de tomar como
fundamento de nuestro ser. Nuestro espíritu, de algún modo, tiene una naturale-
za suprasensible, y hay que suponer que deriva de un designio creador que ha
puesto en nosotros la posibilidad de libertad y que habrá hecho la naturaleza de
modo que respete esa posibilidad.
Así que el sentimiento estético de lo sublime es una especie de vía mística de
confirmación de que un creador ha dispuesto esta conciliación, aunque nosotros
no entendamos cómo. A través de la experiencia de lo sublime la naturaleza se
nos presenta como obra de la Libertad, como si estuviese dispuesta según fines.
Kant nos pide, en el fondo, sobre un sentimiento, un acto de fe, no muy fácil de
justificar (véase Kant, 1985; Cassirer, 1985).
Por otro lado, recordemos, lo bello, para Kant, es aquello que, juzgado por el
juicio estético, nos complace por su simple consideración, por su puro valor presente, o
sea, limpio de todo contenido de verdad o de bien moral, absolutamente desvin-
culado o desconectado de lo que el Juicio Teórico y el Juicio Práctico podrían
decirnos de esa cosa bella. En el juicio estético deberíamos poder detenernos y
entregarnos simplemente a la contemplación. Y complacernos en ella. El proble-
ma es que resulta difícil comprender qué se puede apreciar y gozar del objeto si
lo consideramos radicalmente vaciado de componentes de objetividad y de valor,
es decir, de contenido teórico y moral.
Baldwin, como tantos, trató de explicar mejor aquella coordinación de verdad
y valor que Kant necesitaba. Trató de hacerlo, como Kant, por la vía estética.
Pero no asignándosela a un designio, o un dios, como Kant, sino a un proceso
genético de la experiencia en donde la belleza constituye la síntesis de verdades y
valores, del ser y el deber.
Desarrolló primero la psicobiología genética (en el marco de todo el movi-
miento de la psicología experimental y del funcionalismo norteamericano)
donde, como sabemos, sujeto y objeto, mundo y yo, naturaleza y libertad, no son
entidades sustanciales primarias sino un complejo producto dialéctico. A partir
de ahí, inspirado por Hegel, y basado en una teoría genética de la imaginación,
elaboró una Teoría Genética de la Realidad (Baldwin, 1906-11; 1915) es decir,
una presentación de las modalidades o formas que lo real toma a medida que va
siendo construido. Lo real deja de ser sustancia en sí, y el conocimiento, correla-
tivamente, deja de ser retrato para ser construcción que va estableciendo una
escala o recorrido de modos de la realidad. Estos son los modos: prelógico (caracte-
rizado por la reacción circular, como modo primario de acción y construcción),
cuasilógico (fantasía), lógico (racionalidad), extralógico (moralidad) e hiperlógico, que
es el estético (Baldwin, 1915).
Pues bien, el Pancalismo es la teoría según la cual en el modo estético se cance-
lan todas las dualidades y contradicciones propias de todos los modos anteriores.
Baldwin lo define como un afectivismo constructivo, es decir, como una teoría que
no acepta sólo la razón o sólo la voluntad como principio organizador de la realidad,
y que mantiene que la síntesis de ambos se da en la contemplación estética, que
es esencialmente sentimental. Baldwin está aquí peleando contra el voluntarismo, de
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un lado, y contra el racionalismo, del otro, y tomando como antecesores de la tradi-
ción “afectivisa” a Aristóteles, Kant y Schelling en la medida en que pensaron el
sentimiento como órgano de la síntesis entre voluntad y razón.
A la experiencia estética, nos dice, no le interesan todos los objetos, sino los
que satisfacen a la vez criterios de verdad y bien, pues trata de encontrar aquello que
absorbe y completa al yo. Un yo, por cierto, que no es “pura individualidad”; es
el yo configurado socialmente, a través de la imitación empática de los otros, de
modo que ahora está en él presente la comunidad.
En Kant, como veíamos, Razón Teórica y Razón Práctica parecen más bien
facultades compartimentadas que generan formas diferentes y mal avenidas de
realidad: la realidad natural, mecánica, y la vida moral, libre. Y la experiencia
estética ofrece una “solución” de coordinación de ambas. Para Baldwin, en cam-
bio, son modos que la experiencia adopta en su viaje genético, y que son integra-
dos finalmente en el modo estético.
Para Baldwin la clave de una adecuada síntesis, como la que él cree ofrecer,
está en el mejor conocimiento de las funciones de la imaginación que sólo recien-
temente, a su juicio, se ha obtenido gracias al desarrollo de la nueva psicología
científica de finales del XIX (y que supone una gradación ontogenética de nive-
les cada vez más “controlados” y útiles de imaginación, desde la simple fantasía
del niño en los inicios del desarrollo, hasta la imaginación tecnificada del cientí-
fico elaborando hipótesis): la imaginación es un instrumento de construcción,
sirve a la idealización, a la prospección y a la evaluación, y opera igualmente
sobre la voluntad, la cognición o el afecto. Pues bien, la imaginación tiene un
papel determinante en la realización de la belleza: a través de ella, en la obra de
arte los elementos de conocimiento y voluntad se funden con el valor que confie-
re el sentimiento. Así, la experiencia estética es síntesis de los dos ámbitos, el
objetivo, el del mundo (aquel que la imaginación constructiva científica ha pro-
ducido a través de hipótesis), y el subjetivo, el de la voluntad (aquel que la ima-
ginación constructiva ha producido generando ideales). La experiencia estética,
característica de esta síntesis, respeta las demandas de ambos, del bien y la ver-
dad.
Ahora bien la influencia hegeliana pesa enormemente en la solución de Bald-
win, de tal modo que la experiencia estética (que, por cierto, como se ha visto, se
centra en el arte), aunque se alcanza tras un desarrollo, se piensa a su vez como
absoluta, es decir que en ella se cancela toda dialéctica, porque ella es el final del
viaje. Así, nos dice Baldwin: la experiencia de cada obra de arte es una totalidad
separada, cerrada en sí misma y autosuficente. El sujeto la vive de modo atemporal,
como experiencia única, no relacionada con otras experiencias previas, no com-
parable con otras experiencias. Se trata de una experiencia plena, perfecta, en el
sentido de que la obra de arte ha logrado satisfacer los requisitos de la perfección,
y entonces se cancela toda tensión y toda distancia entre lo ideal y lo real. La rea-
lidad entonces deviene ideal. En el reino de la belleza existe sólo belleza, pura. Lo
bello no guarda ninguna clase de dependencia funcional con lo feo. Lo feo queda
absolutamente excluido de la experiencia estética. En fin, la realidad establecida
como experiencia estética es autosuficiente, no relativa, sintética y definitiva en el
sentido de que es la síntesis más perfecta de todos los modos de realidad. (Bald-
win, 1915)
Todo esto significa “absoluto”, que no es poco. Para Baldwin hay historia de la
realidad, pero esta historia acaba en la belleza, la cual no parece tener historia, sino multi-
plicidad fenoménica de los objetos que la soportan. La dialéctica de Baldwin aquí,
como la de Hegel o la de Schelling, tiene final, y al llegar al final se detiene y se
parodia a sí misma. Y aquí se separan los caminos, los de Baldwin y los nuestros,
porque en una concepción naturalista de la experiencia como la que tratamos de
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desarrollar (precisamente apoyados en la psicobiología genética de Baldwin, que


es psicología naturalista), nada hay absoluto, ni falta que hace. Me parece que
sacaremos más de Baldwin si seguimos adelante despojados de su corsé hegelia-
no.
Entonces no tenemos por qué ver lo estético allá, al final de la historia y de la
realidad, como un modo o fase. Más bien hemos de verlo distribuido en grados a lo
largo la evolución, del desarrollo ontogenético, y de la historia de la humanidad,
como una dimensión esencial de la experiencia, esa dimensión del sentimiento por la
cual conferimos valor –de un modo progresivo y cada vez más complejo– a cada
objeto, a cada cosa. Esa dimensión no se mantiene idéntica a sí misma ni en la filoge-
nia, ni en la ontogenia ni en la historia. Ninguna de ellas se acaba, y menos la histo-
ria. Quiero tratar de justificarlo, aunque sea muy someramente, con unas alusio-
nes a la historia y con una contextualización filogenética de la experiencia estéti-
ca.
Pero antes de pasar a ello, he aquí un resumen de este ciclo Kant-(Hegel)-
Baldwin. Kant establecía una separación entre los tres tipos del juicio que hemos
visto, y mantiene la concepción absoluta de lo estético, no como una experiencia sin-
tética sino como otra clase distinta de experiencia (basada en otra Facultad).
La experiencia estética en Kant no basa su apreciación de valor en la moral ni
en la razón, sino que prescinde de ellas. Y es esto lo que la hace tan extraña, pues
mientras la razón y la moral tienen definidos sus procedimientos, sus contenidos,
y sus vías de productividad, el juicio estético sólo se define en negativo, por con-
traste con los valores derivados de aquellos otros juicios (valor de verdad, de
bien). Se complace en la simple consideración del objeto, pero éste, sin determi-
naciones racionales o morales, no se sabe qué contenidos pueda tener realmente
valorables. Kant por tanto disocia en ámbitos estancos, sincrónicos, racionalidad, mora-
lidad y belleza. La belleza no es relativa a los dos ámbitos de construcción de lo real.
Baldwin, aunque adopta una perspectiva genética, nos ofrece una concepción
de la belleza de tendencia también absoluta y, por así decir, “formal”, en el senti-
do de que trata la belleza como sentimiento puro, genérico, evocable por diver-
sos objetos de un modo similar, desvinculado de las propias determinaciones his-
tórico-genéticas que los objetos van adquiriendo.
Pues bien, en una perspectiva psicobiológica, naturalista, abierta, como la que
hemos dicho que tratamos de desarrollar, lo estético no debería concebirse ni
como función de una facultad aislada, y opuesta a la razón y la voluntad, ni como
un modo de la experiencia que sólo se alcanza después de los modos de razón y
voluntad. No está allá, al final, como un modo en el sentido de Baldwin, sino
distribuido en grados a lo largo del desarrollo y la propia evolución, como una
dimensión esencial de la experiencia, esa dimensión del sentimiento por la cual
conferimos determinado valor a cada objeto, a cada cosa, y sin la cual no es posi-
ble disponer de un esquema consistente de función u operación psicológica, ni es
posible comprender cómo adquieren significado los objetos. Ahora bien, esa
dimensión no se mantiene idéntica a sí misma ni en la filogenia, ni en la ontoge-
nia ni en la historia. Debemos pues tratar de tener presente también esa pauta de
cambios para retomar el problema del significado especial que la experiencia
estética tiene en la actividad de organismos humanos.

Filogenia e historia de la dimensión emotiva-estética


Función psicológica, valor y sentimiento. La valoración sentimental de un objeto a
través de las consecuencias orgánicas del contacto con él, es, como decimos, una
dimensión de toda función, de todo acto de adaptación, de toda operación. Por
ejemplo, una simple discriminación espacial entre zona fototrópica positiva y
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negativa, en organismos primitivos, está ligada desde el origen a la regulación
del estado del organismo, y solo a través de la discriminación de un estado mejor
o peor ha podido sostenerse y seguir diferenciándose. No hay pues actos cogniti-
vos puros, de pura “recepción” de las características del objeto. En general todo
fenómeno de “contacto” de un organismo con un objeto es una disposición a la
acción, al uso, cuyos parámetros más primitivos están ligados a los sentimientos
de placer y displacer, de aproximación (como algo bueno) o de evitación (como
algo malo). Todavía encontramos en nosotros ejemplos muy claros de esta fusión
cognitivo-sentimental en reacciones básicas, como cuando escuchamos y senti-
mos el chirrido punzante de una tiza sobre la pizarra, que nos “duele” y nos
mueve a atender y “defendernos”. Ciertamente este es un caso extremo. Los colo-
res, por ejemplo (o sea la experiencia de color a partir del contacto con longidues
de onda diferenciales), parecen tener cierto valor emotivo diferencial, pero no es
sentimentalmente tan violento, quizá, precisamente porque la percepción cro-
mática ha evolucionado como instrumento para la discriminación, exploración y
composición de objetos complejos, que son los que sí interesa conocer y valorar
en cada caso, y no, directamente, los colores.
En fin, lo que aquí importa subrayar es esta idea sencilla y tan vieja como
Aristóteles de que el sentimiento forma parte esencial de la lógica de la acción
orgánica, en la medida en que establece –se equivoque o no– una imprescindible
valoración de los objetos.
A lo largo de la evolución se han desplegado y complicado infinitamente los
objetos significativos para los organismos y las disposiciones de éstos a la valora-
ción de los objetos. Un ejemplo característico lo encontramos en el ámbito de la
coevolución de los rasgos sexuales y de las disposiciones de valoración de dichos
rasgos, es decir, en el caso la selección sexual. Darwin la veía como una proto-estéti-
ca. Y quizá tenía razón. Aquí, en un caso típico, nos encontramos con intensos
sentimientos de valoración de rasgos que parecen haber sido seleccionados y sos-
tenidos por su llamatividad, o sea, por poseer e intensificar progresivamente por
ejemplo determinadas configuraciones volumétricas (cornamentas), cromáticas
(libreas de aves), o de danza (piruetas de cortejo). Lo curioso es que tales excesos
protoartísticos, dicen hoy muchos biólogos evolucionistas, son útiles en la medi-
da en que expresan el bienestar general del organismo del pretendiente y siem-
pre que no molesten demasiado el resto de los días en que no se corteja. En suma,
un convincente rasgo sexual es un valor en el sentido de “bueno para reproducir-
se”.
Sin duda hay otros contextos distintos al sexo en donde podemos encontrar
amplias cristalizaciones de valor, y que recorren los ámbitos sensoriales de los
diversos phila animales a lo largo de la evolución: los sentimientos de placer y
displacer especificados y matizados por relación a la piel, a los órganos internos, a
la retina (luminosidad y color), a la saciación de comida o agua, al óptimo térmi-
co, a texturas especiales como la piel materna, etcétera.
Significado y practicidad: la indiferenciación inicial entre lo bello y lo útil. En todos
los casos vemos sentimientos y valoraciones ligadas a la funcionalidad y a la
supervivencia. En todos los casos podemos decir que son, de un modo genérico,
útiles, que no hay nada en principio especialmente definible como bello, distinto de lo
útil, y que aunque pudiésemos empezar a definir algunos rasgos de lo bello o lo
atractivo, sería imposible descorrelacionarlo completamente con lo útil.
El rastreo filológico del concepto de belleza parece apoyar esta idea. He aquí
un ejemplo. En el antiguo Egipto, la palabra nefer es antecesora de “belleza”, pero
todavía no significa plenamente belleza. Según contextos, nefer significaba (1)
“bueno para usar” (p. ej. referido a buena roca para edificar); (2) “mejor que otra
cosa”; (3) “bien construido” (es decir, bueno para habitar); (4) “bueno para ver”
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(aplicado a ver rostros, jovencitas o jovencitos, ornamentos, el sol y las estrellas);


(5) “agradable” (en sentido sensorial: para oler, para comer, para beber ; o en sen-
tido de entretenimiento, referido a la música, a la danza o a la diversión en gene-
ral) (Eyot, 1980, p. 170).
Parece pues que la especificación de palabra e idea para “lo bello” ha sido un
largo proceso de diferenciación respecto de una masa de significado más genéri-
ca, ligada al agrado y la utilidad. El sentimiento de lo bello arraiga en la utilidad,
aunque a la larga se diferencie y se constituya como una forma de utilidad tan pecu-
liar que merece tener un nombre aparte. ¿En qué puede consistir esa peculiari-
dad?
El nacimiento de la vida como objeto y el sentido específico de lo estético humano. A lo
largo de la hominización las formas de lo “estético” y del arte presentan este
carácter de diferenciación y autonomización progresiva. Dicho de otro modo, los
objetos que la arqueología y la antropología consideran en algún sentido estéti-
cos parecen ser objetos simbólicos ligados a diversas actitudes y funciones, que
van desde la excelencia en la ejecución de un útil a la producción de objetos de uso
ritual.
Los rituales ligados a la vida y a la muerte (propiciatorios, mortuorios) nos
interesan especialmente aquí, pues indican el descubrimiento de algo realmente nuevo
respecto del mundo animal, a saber: el ciclo vital, el horizonte de la muerte, la conciencia
de biografía, de nacimiento y fin, por primitiva y confusa que fuera la interpreta-
ción de la muerte. En este sentido, la vida se empieza a constituir como un obje-
to, por primera vez, para una especie. El lenguaje, la narración de ciclos vitales y
gestas de los muertos, el mito, el animismo, los monumentos funerarios,... todo
parece interconectarse y realimentarse en esta fase, y nos permite quizá disponer
de un criterio para empezar a diferenciar lo estético específicamente humano de
todas las formas previas de valoración y sentimiento a las que hemos aludido . La
conciencia de ese ciclo vital, plantea un problema nuevo, muy especial, que obligará
progresivamente a organizar la diversidad de utilidades, valores y funciones por
relación al problema más general, nuevo, de “qué hacer con la vida”. Ello, por
supuesto, insisto, dentro de los límites de comprensión y de los márgenes de
actuación de cada momento prehistórico o histórico. A partir de ahí, serán “cosas
bellas” las que mejor integren una o varias de aquellas otras utilidades y sentidos
previos, a la vez que se convierten en soporte simbólico de alguna clase de solu-
ción o tratamiento global de aquel problema: el de la vida, el destino y la muer-
te. La experiencia estética, pues, así entendida, no niega o rechaza ninguna fuen-
te de valor, sino que siempre integra: graba, por ejemplo, el signo del dios protec-
tor sobre la espada, hecha del mejor bronce, dotada de la forma más pura posible
y de la mejor distribución de pesos. En ese objeto concilia el gusto por la buena
forma, el esfuerzo de ejecución, el secreto del metal mejor fundido, y por encima
de todo ello el símbolo de una divinidad que alude a toda una cosmogonía, una
implantación, un destino, un sentido de pertenencia... Seguirá existiendo lo
sabroso, lo excitante, lo bueno para construir, lo ejemplar para la conducta, etcé-
tera: pero lo bello será, cada vez más claramente, lo que sin negar aquellas utilida-
des, constituya núcleos de significado emotivo, organizadores o directores del vivir. Será
aquello que subsume o integra del mejor modo posible el conjunto de esos otros
sentidos o valores previos pero ahora teniendo como horizonte de sentido la vida.
Su problema y su ámbito especial, insisto, no es el de contentarse con el valor o el
disfrute aislado de objetos o funciones concretas (lo cual es común con los anima-
les), sino el de producir valor y apreciarlo a esta nueva escala del problema de la
vida, lo cual trasforma el sentido en que los objetos concretos son disfrutables.
En ese sentido específico, si hubiera que buscar un lema, podríamos decir que lo
bello es lo “bueno para vivir”, para vivir esa vida finita.
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Estética y constructismo: filogenia, historia y vida humana / J.-C. Sánchez 183


Historicidad de lo estético. Lo “bueno para vivir” va teniendo historia. En la
experiencia religiosa, a través de la mística, hay un intenso sentimiento de
comunión con lo infinitamente bello y perfecto; un sentimiento que es salvación
y refugio frente a las miserias de la vida. Pero esta comunión, después del Rena-
cimiento y la Ilustración, comienza a ser cada vez más autorreferente, y lo bello,
como cualquier otra cosa, deja de ser lo Otro, lo ajeno, y empieza, cada vez más
claramente, a estar ligado a nuestra acción. La belleza comienza a verse como obra
nuestra, histórica, intersubjetiva: el mundo que logramos definir y llenar de valor.
La “comunión” con la belleza entonces es empatía, descentramiento, reconoci-
miento en “el mundo” de “los otros”, por así decir. Es una especie de radicaliza-
ción de nuestra conciencia social e histórica a través del descubrimiento de la vida de
los otros en el valor que ahora disfrutamos como sentido y belleza. Los otros sustituyen al
viejo dios. En este proceso se desmantela progresivamente la concepción estática,
religiosa, de la vida y los valores, y como contrapartida, se abre explícitamente el
problema de la construcción vital autónoma, de la ética laica, etcétera. Hay desa-
rrollos en todos los ámbitos: en filosofía y psicología, como hemos comprobado
ya; en el resto de ciencias humanas, y muy especialmente en el arte.
El papel del arte contemporáneo. El ejemplo de las vanguardias. El propio desarrollo
del arte ha llevado a cabo en algún sentido la realización de esta idea, desde el
plano mismo de la vivencia. Las artes plásticas desde finales del S XIX han avan-
zado imparables denunciando el mito de la representación realista, y renunciado a la
imitación de la naturaleza. Lo podemos ver a través del Impresionismo primero y
del Cubismo después. Pero el corte radical, el atrevimiento a producir objetos de
arte cuyo significado derivase no del parecido sino de la composición de geome-
trías, del ritmo, etcétera, apareció hacia 1915 con el Suprematismo de Male-
vitch, con el Constructivismo de los rusos Gabo, Pevsner, Tatlin o Kandinsky y
con el grupo “De Stijl” holandés.
Pevsner, el escultor, refiriéndose al grupo en aquella época, nos cuenta:
Nos denominábamos constructores... en lugar de tallar o moldear una escultura de una pieza,
la construíamos en el espacio... Todos usábamos la palabra realismo constantemente porque
estábamos convencidos de que lo que hacíamos representaba una nueva realidad. (Citado de
Rickey, 1995, p. 25; véase también el manifiesto de Gabo “La idea constructivista en arte”:
Gabo, 1964).

Y Kandisnky tenía por lema: “La creación de obras de arte es la creación del
mundo” (Kandinsky, 1964, p. 35)
Muy pronto, en 1919, estas diversas corrientes se encontraron en la Bauhaus,
una de las instituciones más revolucionarias del siglo, en donde hubo lugar para
todas las disciplinas artísticas y decorativas, para la reflexión teórica, la coordina-
ción de arte, artesanía y tecnología; y para la preocupación por la reproducción
industrial del arte y su aplicación a la vida cotidiana. Un verdadero ejemplo de
síntesis de racionalidad y libertad constructiva que, de hecho, en muchos senti-
dos transformó nuestro paisaje urbano y hasta nuestro concepto del mobiliario.
Para ir cerrando, voy a enumerar algunas conclusiones y sugerencias sobre
belleza en el caso humano que, de entre la infinidad que el tema permite, me
parecen especialmente pertinentes.
a) Lo bello es radicalmente útil. Lo bello está destinado a ser gozado, y a través de
ese gozo, a ser comprendido o asimilado como modelo, intuición, sugerencia, ejemplo de
vida deseable; de cómo sentir, de cómo jerarquizar valores y ordenar prioridades.
En esto consiste su utilidad.
b) El ámbito de lo bello es toda la realidad y no exclusivamente el arte. No hay un
mundo clausurado y habitado por objetos de belleza frente a otro mundo de
objetos cotidianos y prosaicos. Un rostro, un teorema, una idea, una máquina,
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un gesto moral, un drama, una mueca, un movimiento corporal, un paisaje, un


cuadro son todos potencialmente objetos estéticos. Es, en cada caso, nuestra rela-
ción con los objetos la que puede dotar a la experiencia de más o menos densidad
estética. En la medida en que podemos conferirle más y más carácter estético al
objeto, alude más a núcleos de sentido vital, a los modos de vivir y sentir elegi-
dos, y nos permite recorrer secuencias del laberinto de sentimientos ligados a
ello: entonces el objeto estético es una concreción a través de la cual, como un
Aleph, se intuye mejor la vida y se valora. Y viceversa, se contrae en su significa-
ción a medida que pierde carácter estético y regresa a niveles primarios de practi-
cidad: esta idea está quizá presente, y con cierto tono provocativo, en los “ready
made”, como el escurridor de platos o la rueda de bicicleta que Marcel Duchamp
instaló como objetos de arte en una exposición.
c) Lo bello está en construcción. Está en construcción ontogenética, una construc-
ción radicalmente ligada a la vivencia de valor de las cosas en el marco del senti-
do vital para cada sujeto. La fuente de la belleza está pues ligada a las operaciones
por las cuales logramos dar sentido, valorar las cosas del mundo y transformarlas. A
medida que recorremos niveles de densidad progresiva de las operaciones, explo-
ramos niveles nuevos de lo que llamamos belleza.
Lo bello es, a su vez, construcción histórica, no sólo en el sentido de que cam-
bia, sino en el sentido más profundo –y más debatido– de que se integra progre-
sivamente en niveles nuevos, irreductibles, establecidos a escala histórica. Pode-
mos decir que adquiere densidad progresivamente, a medida que integra senti-
dos, desde la sublime belleza de “la creación” a los ojos de un cristiano medieval,
a la áspera belleza del mundo para un expresionista o un existencialista del S XX
que, precisamente por haber abandonado “la creación” se siente abrumado de
posibilidades y a la vez de desamparo.
d) La experiencia estética es irreductible, porque es gozo, pero no es absoluta. En la
experiencia estética estamos aquí-ahora, emotivamente, ante el objeto, aprecián-
dolo, disfrutándolo, afianzando pues unos logros, unos sentidos vitales y no
otros. No estamos metidos de lleno en la tarea de transformar, sino de “apreciar”.
Posiblemente mañana comenzaremos de nuevo a comprometernos con las ten-
siones, con el uso instrumental del objeto, y entonces deja de sobresalir su
dimensión estética porque predominan otras. Pero mientras estamos en ese
momento contemplativo, disfrutamos una “tregua”, o una “recogida de benefi-
cios”, en medio del proceso incesante de la experiencia y la lucha. Esa “deten-
ción” es característica en un sentido análogo a la clausura de toda función orgáni-
ca colmada, realizada satisfactoriamente, aunque en la experiencia estética el
gozo es mucho más consciente (quizá la historia del arte podría verse, desde este
ángulo, como el proceso de definición y complicación de la conciencia de gozo,
de sus condiciones, y sus límites). Pero no es absoluta ni para la perspectiva de la
ontogenia individual ni para la perspectiva histórica: ni es perfecta, ni exenta de
desagrado, ni última. Para una perspectiva constructivista, en general, el signifi-
cado es relacional, así que la experiencia de belleza respecto de un objeto a menu-
do está aludiendo por contraste a la fealdad, a la angustia, al horror, a la mez-
quindad... En el arte esta estrategia se ha hecho completamente común, huyendo
del preciosismo, y generando, a través de la presentación del horror (por ejemplo,
los horrores de la guerra de Goya), un nivel nuevo de sentido de belleza, un
explícito diálogo moral.
e) La experiencia estética es reencuentro con el mundo a través de los otros, que son o han
sido constructores de ese mundo, no con un dios. En la perspectiva que venimos justifi-
cando, la experiencia estética no es (no tiene por qué ser) alienación de la objeti-
vidad. Busca hacerse cargo del objeto a la escala de su tiempo. Ahora bien, esa objetivi-
dad nos remite también a los otros, pues el objeto (sea un drama, un paisaje, o las
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Estética y constructismo: filogenia, historia y vida humana / J.-C. Sánchez 185


estrellas vistas a través de la física actual), ahora que hemos dejado atrás el realis-
mo, es obra de otros como yo. Sentimos en él su carácter moral, su tensión, aná-
loga a la nuestra ahora y condición en muchos sentidos de nuestra vida actual. La
experiencia estética es, en este sentido tan clásico, reencuentro empático con los
otros, y reencuentro con un mundo que ya no es “frío” y hostil a nosotros (como
aquel mundo máquina kantiano), sino, en un sentido profundo (aquél “La razón
sólo conoce lo que ella misma produce” que Kant usaba como lema), obra nues-
tra (para bien o para mal).
Habíamos planteado al principio la pregunta por la relación entre estética y
psicología en doble dirección: qué cabe decir en psicología sobre el problema de
la estética y de la vivencia estética y, a la inversa, de qué le sirve a la psicología
extenderse hasta este ámbito temático.
Pues bien, creo que este ámbito de reflexión tiene algún papel a la hora de com-
pletar la imagen del sujeto en psicología, una imagen que, siendo funcional, caracteri-
za la funcionalidad en los términos que hemos visto: abierta, no reducible a pura
practicidad “operante” –si se me permite la expresión– ni a cognición represen-
tacional sino a la organización de las funciones, en el caso humano, bajo un orden de sen-
tido vital, que es fundamentalmente emotivo (no fundamentalmente racional o moral,
aunque nunca, como hemos dicho, vacío de dimensiones racionales y morales).
Es el orden en que los sujetos pueden aspirar a lograr, por así decir, plenitud a
escala humana, placeres con sentido, en medio de la corriente incesante de la acción.
No es una perspectiva inédita; recordemos por ejemplo los intentos de Heinz
Werner de realizar una teoría del desarrollo de las emociones en donde éstas, a
medida que se organizan en complejidad, van funcionando como núcleos de sig-
nificado para el sujeto, núcleos estéticos de sentido vital, podríamos decir.
Empezábamos hablando de Kant y sus limitaciones a la hora de darle un
papel consistente a los sentimientos estéticos en su sistema. Los problemas lega-
dos por Kant no están tan lejos como a veces podríamos pensar. Su herencia está
activa hoy. Nos pesa todavía la actitud positivista, que nos enseñó a estudiar
mecanismos aislados, redes de memoria o tipos de aprendizaje y a callarnos la boca
sobre el sujeto como totalidad, pues la comprensión científica del sujeto no
habría de incluir contenidos de valor, sólo de hecho, y habría de ofrecer, por prin-
cipio, una “explicación” determinista de la acción humana. Pues bien, aquí, con
lo que hemos visto, los valores son un hecho natural primario. La actividad huma-
na, la de los sujetos empíricos, los de carne y hueso, historia y cultura –y clase,
mundo, raza, género…–, es efectiva en la organización y transformación de la
realidad; progresivamente efectiva a medida que logra grados de libertad y efica-
cia. Esta “efectividad” es ontológicamente irrenunciable, comenzando porque es
la creadora de sentidos y valores, por más que podamos verla constreñida, con-
trolada, alienada, usurpada, ideologizada,... al recorrer diferentes contextos his-
tóricos y políticos. El papel efectivo de los sujetos, pues, ha de ser reivindicado
desde un punto de vista teórico a la vez que radicalmente contextualizado en las
historia y las relaciones de dominación, tan ampliamente tematizadas hoy. Soció-
logos como Giddens, por ejemplo, contemplan hace tiempo como un hecho la
continua transformación de valores y sentidos de la vida cotidiana, de la intimi-
dad, que ejerce el sujeto moderno (Giddens, 1995). La vía de coordinación de la
psicología con el resto de las ciencias humanas y con la teoría de la historia, si se
quieren evitar las estériles posiciones deterministas que ven a lo psicológico, en
el peor sentido marxista, como mera superestructura, ha de buscarse en una “dis-
tribución” de la teoría general del sujeto en los contextos diferenciales de la his-
toria y de las relaciones de dominación. Así, para tratar de abrir paso al sujeto
entre el determinismo absoluto y el idealismo absoluto, tendríamos que aceptar
que todas las vidas individuales (no sólo la de los artistas) producen y pueden
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producir sentido estético, para sí y para los otros, en función de los recursos y
grados de libertad con que pueden contar. No hay un seguro de qué y cuánto
pueda ser logrado. A menudo nos parece poco, porque a menudo nos sentimos
nada, no ya ante la naturaleza física, como decía Kant, sino ante la historia políti-
ca. Pero no tenemos otra fuente de belleza.

3. Estética evolucionista y estética constructivista


La estética evolucionista (Cooke y Turner, 1999; Disnayake, 1992; Dutton,
2003; Thornhill, 2003; Voland y Grammer, 2003), comparte el marco general
de la psicología evolucionista en el sentido en que la iniciaron Cosmides y Tooby
(1987), Symons (1987), y en que la extiende Pinker (1997). La tarea que se han
autoimpuesto los psicólogos evolucionistas consiste en descubrir el diseño psico-
lógico innato que subyace causalmente a todo comportamiento y, en el caso que
nos ocupa, al juicio y sentimiento estético. Dicho diseño psicológico constaría,
como es bien sabido, de adaptaciones heredadas para el procesamiento de infor-
mación ambiental específica. Hay pues una multitud de adaptaciones de propó-
sito específico que han surgido en la historia evolutiva, han sido seleccionadas
por el beneficio reproductivo que han rendido a sus poseedores, y conforman en
la actualidad la arquitectura de nuestros cerebros. Estas adaptaciones están pre-
sentes en nosotros asegurando que nuestro comportamiento siga pautas similares
a aquellas que en el pasado rindieron buenos frutos en la supervivencia, en el
emparejamiento y en la reproducción. Subyacen causalmente a todo el compor-
tamiento: emociones, sentimientos, aprendizaje, creatividad…
La estética evolucionista, en este marco, se ha aplicado a la búsqueda de adapta-
ciones psicológicas para la valoración estética; algo así como detectores de belle-
za. En general, nos dicen, todos los animales ejercen preferencias, desde la
ameba. Y esa preferencia o juicio estético es una respuesta afectiva, un estado de
ánimo. Lo bello, pues, en su perspectiva, es algo que detectamos a través de
dichos mecanismos o adaptaciones ancestrales y que valoramos especialmente
–sintiendo una intensa respuesta afectiva– porque es signo de eficacia adaptativa.
Es una promesa de funcionalidad en el sentido de éxito reproductivo.
Si se trata de otros sujetos de nuestra especie, potenciales parejas, esos rasgos
de belleza que nuestros detectores aprecian en ellos, son señales honestas de su
“calidad fenotípica”: fuerza, salud, habilidades, adecuado desarrollo y disponibi-
lidad fisiológica y anatómica para la crianza, etcétera. En este sentido las cualida-
des psicológicas del macho, por ejemplo, estarían sexualmente seleccionadas por
las hembras, al menos en parte, en la medida en que ellas las han valorado dife-
rencialmente como indicios de eficacia potencial del macho. Si se trata de otros
animales, ambientes u objetos, esos rasgos de belleza son esencialmente señales
de utilidad: la belleza de ambiente propicios, del espacio protector, del animal
aprovechable…
Así pues, las adaptaciones son soluciones fenotípicas a un problema
ambiental del pasado de nuestra especie, y nos siguen guiando ahora. La
actividad psicológica queda incluIda en la categoría genérica de fenotipo,
como cualquier rasgo anatómico o fisiológico, de forma que se reconocen las
“interacciones” del genoma con el medio, pero la agencia explicativa domi-
nante, implícita o –a veces– explícitamente sigue siendo el módulo o adap-
tación específica que programa el manejo y uso de la información. El esque-
ma se cierra con esas adaptaciones estéticas en el sentido en que nos ofrecen
programado la detección, aprecio y sentimiento de “lo que es bueno”. Así
pues, el esquema, que forma parte de la tradición neodarwinista, es esencial-
mente innatista, y gira en torno a la idea de programa que nos garantiza la
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guía de qué hay que hacer y –ahora– qué hay que valorar como ”bello”. Por
supuesto que –nos recordarán– se habla de fenotipo, de modo que nadie dirá
que toda la vastísima fenomenología de la acción humana (las formas concre-
tas de los rituales, del arte, de las tradiciones, de las formas de parentesco,
etcétera) está preprogramada. Claro que no. Lo que nos dicen es que todo lo
esencial, las funciones esenciales, lo están, y lo demás (que se produce a tra-
vés de la “interacción” con el medio concreto a través de aprendizaje) es
secundario: costumbre, variabilidad cultural. He aquí una cita del propio
Thornhill para mostrar el tono de esta continua ambigüedad:
La ontogenia de estas [altamente especializadas] adaptaciones está influida por las experiencias
que solemos llamar aprendizaje, pero éstas también están diseñadas para procesar información
específica, a saber, los rasgos ancestrales que guiaron el aprendizaje hacia fines adaptativos en la
evolución humana (Thornhill, 2003, p. 18)

El influjo de la sociobiología en la estética evolucionista(que va quizá más allá de


lo que muchos neodarwinistas asumirían) explica esta voluntad de avanzar y
ofrecernos la esencia del sentido de la estética y la belleza en nuestra propia espe-
cie desde el esquema de la eficacia reproductiva. Y además –ya lo hemos mencio-
nado– se nos presenta de un modo beligerante, como el único esquema posible,
el genuinamente científico, el verdaderamente evolucionista, y el que ha de dejar
atrás las abstrusas discusiones de la estética “filosófica” tradicional.
TABLA I
Contraste entre la estética evolucionistay un enfoque constructivista

Estética evolucionista Estética constructivista


(según la perspectiva aquí expuesta)

Rasgos “Psicología Evolucionista”, de orientación Psicología constructivista. Psicología comparada


generales mecanicista e innatista. Sociobiología. no reduccionista. Epigénesis.
Epistemología realista. Epistemología constructivista.

Foco de Mecanismos de detección de belleza como Procesos de construcción de significado y


interés índice de utilidad para la supervivencia y la adaptación, ligados pero no reducibles a
reproducción. herencia.

Concepción Selección natural mecánica. La selección Selección natural como selección orgánica. La
de evolución deriva de variaciones aleatorias cribadas por “el selección está guiada por los ajustes novedosos
y selección medio”. ontogenéticos que logran modos nuevos de uso
del medio y definen la utilidad de las variaciones
(las seleccionan).

Relación Elementos de la historia y el presente humano Historia de lo estético real y esencial para
entre vistos a través de una proyección difusa de nuestros intereses vitales: crisol de producción
evolución e mecanismos filogenéticos. Nada específico en de rasgos de identidad y sentido, sin dejar de
historia la historia ni en el curso del arte. satisfacer exigencias de especie.
humana Ejemplos: “Llamar la atención”, “Atraer y Ejemplos: “Crear el mundo” (Kandisnski).
presentar calidad fenotípica”. Hacer la vida como “obra de arte”.

Lo bello Indicador de cualidades fenotípicas o de Integración tentativa y transformable de


utilidad inmediata para la supervivencia múltiples dimensiones de valor en el marco
individual y sociohistórico concreto.

Rasgos comunes –Enfasis en la importancia de una visión evolucionista de lo estético.


–Lo estético como rasgo de la vida o rgánica, ligado a emociones y sentimientos.
–Lo estético ligado de un modo u otro a la adaptación; enfasis en la idea de utilidad.
–Respeto por la investigación científica de lo estético.
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En otros lugares, desarrollando una perspectiva constructivista y evolucionis-


ta, hemos presentado críticas a los esquemas neodarwinistas de la evolución
(Sánchez y Loredo, 2005) y a la concepción mecánica-modular de la psicología
computacional (Sánchez, 1996; Fernández, Sánchez, Aivar y Loredo, 2003). No
es este el momento de reexponerlas sino de utilizarlas para evaluar las limitacio-
nes de la estética evolucionista. En el tabla 1 se presenta un resumen de las dife-
rencias entre ambas orientaciones.
Pues bien, no es que no haya dimensiones heredadas, es que cuando se las
toma como única categoría explicativa, tienden a expandirse ilimitadamente,
tematizando cualquier fenómeno de la ontogenia de los organismos con el
mismo esquema. Y en este proceso se vuelven inverosímiles. El listado de adap-
taciones estéticas específicas que por ahora nos ofrece la Estética evolucionista es
tan vasto como el siguiente. Tenemos adaptaciones específicas para evaluar (sen-
tir emoción estética, sea en términos positivos o negativos, como aprensión,
miedo, etcétera):
1) Determinados rasgos del paisaje que durante nuestra evolución homínida
fueron promesa de ambiente seguro y productivo, tales como fuentes de agua,
flores, frutas, oasis, montañas, bosques abiertos como el que caracteriza la savana,
cuevas, refugios, abrigos, refugios-dosel en el bosque, etcétera.
2) Animales que han sido determinantes en nuestra supervivencia, sea como
fuente alimentara (peces, ungulados, roedores, aves…) o como amenaza.
3) alimentos de particular valor nutricional, que podemos juzgar a partir de
rasgos olfativos y gustativos
4) Vocalizaciones y señales acústicas de animales no humanos (gritos de alarma de
mamíferos y aves, zumbidos de insectos, …).
5) Signos que indican la necesidad de cambios de comportamiento, tales como
la aparición de nubes en el horizonte, el alargamiento de las sobras sobre el suelo
que indica la aproximación de la noche; la luz tras la tormenta o el alba, que invi-
tan a reanudar la actividad.
6) Las formas y rasgos del cuerpo humano que indican buen potencial reproducti-
vo, tales como la simetría corporal y facial, o las señales de buena salud.
7) Indicadores de estatus social dominante, que parece correlacionar, entonces y
ahora, a juicio de nuestros autores, con la posesión de objetos escasos, raros o difí-
ciles de conseguir, y que nos conducen continuamente a identificarnos con mar-
cas de estatus y adoptarlas.
8) Escenarios sociales en donde se maneja información que de algún modo per-
mite ensayar soluciones a problemas sociales. Teatro, literatura, cine, o música,
son escenarios privilegiados, y nuestro aprecio actual por ellos derivaría de aque-
llas adaptaciones ancestrales.
9) Habilidades en los congéneres, indicadores más o menos indirectos de su
“cualidad fenotípica”, tales como la fabricación de herramienta, el buen uso del
lenguaje, la capacidad atlética o musical, o incluso la capacidad artística.
10) Y hasta para Ideas, que serán juzgadas positivamente, como bellas, en la
medida que proveen de alto estatus y éxito (véase Dutton, 2003; Thornhill,
2003).
Cuando las herencia se toma con esta estrategia innatista y adaptacionista, se
hace innecesaria toda explicación constructiva, ontogenética, y por añadidura se
hace innecesario también el ajuste teórico entre el gen y el desarrollo.
En efecto, esperar por variaciones genéticas aleatorias que guíen causalmente
a un simio o a un homínido para procesar y sentir qué árboles son buenos para
trepar, que piedras son mejores para la talla, qué clase de cornisas dan refugio,
qué animales son perseguibles y cuáles de temer… es tanto como negar decidi-
damente la operatoriedad por la que ha sido posible definir el sílex como “buena
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piedra”, los árboles de horquilla practicable y copa amplia como “sombra segu-
ra”, o las cornisas elevadas sobre el nivel de desbordamiento del río, preferente-
mente orientadas al sur, no lejanas de fuentes de alimento, como “buen refu-
gio”…
Esta operatoriedad no espera a ser guiada por una variación genética, sino que
construye incesantemente, a lo largo de la ontogenia, de acuerdo precisamente
con la memoria y la posibilidad de contraste del bien actual y el bien pasado (y a
menudo gracias a la transmisión cultural), lo que es bueno, lo apreciable (es
decir, lo que es un poco mejor que lo de antes). Tampoco hoy los macacos japone-
ses han esperado a una mutación para convertirse en estetas de las aguas terma-
les. Construcción psicológica significa precisamente producir funcionalmente lo
que no había, y la producción de un objeto para un organismo, para un grupo,
para la especie (y en este caso especialmente valioso o bello) tal como “buena pie-
dra”, “sombra segura” o “buen refugio”, sólo puede realizarse a través de la trans-
formación de la experiencia de acuerdo con una lógica genética, constructiva, en
donde hay una transformación progresiva del significado emotivo del objeto
ligada siempre a su continua prueba de valor vital. Frente a esta psico-lógica, lo
que la estética evolucionista parece ofrecernos son “paquetes” de significado
nacidos aleatoriamente.
La propia reinterpretación de la selección natural como selección orgánica, que
en otros lugares hemos argumentado y defendido (Fernández y Sánchez, 1990;
Sánchez y Loredo, 2005), exige una continua realimentación entre las activida-
des por las que los organismos realizan continuamente adaptaciones (actividades
pensadas bajo esa psico-lógica constructivista) y la fijación de variaciones genéti-
cas. Evolución es el juego de estos dos factores. En la perspectiva de la selección
orgánica las variaciones aleatorias no son la única clave de la adaptación ni es de
esperar que generen en bloque adaptaciones “modulares”. Están siempre media-
das por la capacidad de los organismos para construir adaptaciones psicológicas,
soluciones contextuales, no previstas en ningún sitio. Estos procesos adaptativos
ponen en uso y explotan, si pueden, el valor de las variaciones genéticas que
eventualmente hayan surgido. En la medida en que lo logran dichas variaciones
son “útiles” (no antes), mejoran las posibilidades reproductivas y de este modo
son seleccionadas. No son “módulos” que controlen o programen una función,
sino elementos que modulan, canalizan o facilitan una función; pero la función
debe ser realizada en cada caso, según el contexto y el desarrollo logrado hasta el
momento. Este es el sentido en que la selección, siendo natural, es específica-
mente “orgánica”.
Así pues, sin duda hay especificidades genéticas para cada especie, pero la
noción informacional de herencia, que nos dice que los genes contienen codifica-
da la información sobre los pasos y el resultado del desarrollo (dictan, controlan,
programan, etcétera), no es necesariamente verdadera, ni por supuesto la única
posible. Celia Moore (Moore, 2003), por ejemplo, con un enfoque epigenético de
larga tradición, nos dice que la metáfora informacional impide comprender lo
que los genes hacen realmente y lo que es el desarrollo. La herencia, para una
perspectiva epigenética, no se reduce a ADN sino que el ADN forma parte ini-
cial de un proceso de desarrollo en el que la herencia ha de ser construida. Lo que
los genes hacen no es tanto “programar” los resultados finales como entrar a for-
mar parte como recursos iniciales en el proceso de desarrollo, donde son traduci-
dos a moléculas con las que las células hacen su trabajo. Nadie tiene el resultado
precontenido, ni los genes ni las células, pues cada cual tiene su rango de actua-
ción y sus limitaciones. El proceso debe realizarse cada vez, y la realización puede
tomar caminos muy distintos, pues no es simplemente el seguimiento de unas
instrucciones sino un ajuste continuo y un balance en cada contexto y momento,
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de acuerdo con los rangos de aceptabilidad de células, tejidos y órganos. Si todo


va bien, el producto es el esperado, pero no por haber sido programado, sino
reconstruido.
Hemos de rechazar entonces la distinción radical que opone lo heredado
(como algo dado, que no ha de ser reconstruido) a lo adquirido. Siempre hay
dependencia de ajustes contextuales, experienciales. No sólo hay experiencia en
el aprendizaje y el desarrollo postnatales. Hay innumerables ejemplos de expe-
riencia previa con efectos importantes para el organismo en desarrollo; una expe-
riencia que puede estar mediada por otros organismos o por las actividades de
autoestimulación del propio organismo (Moore, 2003).
Por otro lado, la organización progresiva del cerebro en circuitos más o menos
específicos e interconectados no necesariamente consiste en una estructura
modular, y no tiene por qué ser explicada, ni es fácil hacerlo, en términos de pro-
gramación innata específica de las estructuras resultantes. Edelman, por ejem-
plo, ha insistido en ello, desde un conocimiento profundo del cerebro y de su
desarrollo: no es posible que el genoma especifique el entramado fino de cone-
xiones que el cerebro adquiere, de modo que el cerebro no es producto del geno-
ma sino de un doble proceso de selección neural, pre y postnatal, en el que la
experiencia, que no está programada, es condición indispensable (Edelman,
1987, 1990, 1993).
Así pues, en absoluto un recién nacido, animal o humano, es una tabula rasa,
pero eso no implica que sea una máquina programada por los genes. En estética
evolucionistaes común la idea de que sólo hay dos opciones: la tradición del
aprendizaje como sistema de propósito general, que no cuenta con especificida-
des hereditarias, y la tradición innatista y modular. Esto se parece bastante a
obligarnos hoy a elegir entre empirismo y racionalismo, pero las raíces de la pers-
pectiva epigenética y constructivista que tratamos de extender, están en la crítica
kantiana a ambos.
No negamos pues todo lo que dice o investiga la estética evolucionista sino la
tendencia a hipostasiar el modularismo y a postular indefinidamente una estruc-
tura oculta que resuelve y “explica” cualquier función y cualquier valor. Por el
camino perdemos la oportunidad de investigar precisamente las condiciones de
especie sobre las que el desarrollo y la construcción de significado se lleva a cabo.
Pues bien, nuestra tesis de que la estética evolucionsita es inespecífica y no constituye
una verdadera teoría psicológica sobre lo estético, se puede ahora justificar. El abandono
de toda lógica constructiva a favor del innatismo no permite ver que lo esencial
del fenómeno estético está ligado al proceso de tanteo vital sobre “lo bueno” y
por tanto sobre valores y sentidos en transformación. Es fundamentalmente his-
tórico, aunque no sea relativista. De este modo, la estética evolucionista siempre
se queda por detrás, diciéndonos generalidades (que no falsedades) o, a veces,
haciendo malabarismos para tratar de explicar, con una supuesta adaptación del
Pleistoceno, el sentido actual de un fenómeno estético. Dutton (2003) por ejem-
plo, nos dice que la estética evolucionista carece de criterio claro para explicarnos
por qué sentimos más belleza ante un cuadro en que Rembradt nos pinta a su
madre, vieja y ajada, leyendo la Biblia, que ante un calendario erótico; más emo-
ción ante un paisaje de Constable que ante un vergel de calendario de verdes pra-
deras atravesadas por el arroyo y flanqueadas por el bosque prometedor, que
hubiera hecho las delicias del Homo del Pleistoceno (y ciertamente también las
nuestras si hubiésemos de volver a ganarnos la vida con lanza). Dutton, sin
embargo, todavía quiere reparar el problema a base de más estética evolucionis-
ta: la veneración por los ancianos, la fascinación por la habilidad técnica –en este
caso de Rembrandt–, la sensibilidad hacia las manifestaciones religiosas… serían
otros tantos rasgos seleccionados en el Pleistoceno que explican esa paradójica
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experiencia actual. El lector juzgará hasta dónde puede uno estirar postulados ad
hoc para la explicación innatista de lo que se explica perfectamente como cons-
trucción. Porque podemos poner las cosas más duras: “el Grito” de Much, el
Oratorio de Auswitz de Penderecki son, sin duda, obras de arte con intenso sen-
tido estético, y son más bien sólo una evocación de horror, en donde el material
expresivo es realmente desagradable. Pero plenas de sentido moral, y existencial.
Lo bello, a veces, ni siquiera necesita incorporar todos los planos más genéricos
del agrado. Precisamente esa diferencia, ese matiz, es lo importante: todo el arte
contemporáneo es alejamiento de la representación, y supone una conciencia
cada vez mayor de que es o participa en una tarea universal de construcción de
sentido o, –como nos decía Kandinski– de construcción del mundo. De nuestro
mundo humano actual. Este mundo sin duda guarda elementos comunes con las
condiciones de supervivencia del Pleistoceno, pero es otra cosa.
La teoría de la belleza de la Estética evolucionista diríamos que nos resulta de
poco valor adaptativo, que dice poco sobre los problemas que de verdad nos inte-
resan y que la historia y filosofía de la estética y del arte han definido y discutido.
El valor de un tratamiento naturalizado de un viejo problema “filosófico” no
puede consistir en perder de vista su importancia y su significado. La “filosofía”
de la estética evolucionista procura mantenerse a salvo apelando a que, como
ciencia, trabaja con hechos, y no con valores. Pero cuando nos dice que el juicio
estético que hacemos de las ideas de los demás lo basamos en el éxito social que
tales ideas producen, nos está invitando al más rancio de los pragmatismos, que
aquí se confunde con el relativismo posmoderno, al que nuestros evolucionistas
combaten ferozmente por su irreverencia con la ciencia, bajo la convicción –es de
suponer– de que la ciencia es fábrica de verdades antes que de éxito social. No se
trata de que las verdades no hayan de tener éxito, claro está; sino de que han de
lograrlo a través de su justificación como verdad, y no a través de un módulo de
detección del éxito. Tu ecuación, cuando resuelve mi problema, es un gran éxito
e incluso un motivo de admiración, pero porque resuelve mi problema.
En fin, para salir de estos atolladeros merece la pena recordar que la adapta-
ción se está haciendo ahora también, a través de nuestras vidas. Adaptaciones
aquí y ahora para un mundo aquí y ahora cuyas exigencias de sentido son irre-
ductibles a los logros del Pleistoceno. El juicio estético, en ese sentido, forma
parte del quehacer cotidiano y se transforma en él. El enfoque de la estética evo-
lucionista que se gira en torno a lo que nos ha dado la evolución es incapaz de
dejarnos ver lo que nos estamos dando ahora nosotros mismos, a través de la dis-
cusión de sentido y valor. La psicología como ciencia humana, participa de esto
inevitablemente, pero con opciones como la estética evolucionista se impide a sí
misma pensarlo.
El tratamiento del arte que hace la estética evolucionista ilustra este problema
de un modo especialmente dramático pues, a mi juicio, distorsiona y empobrece
la comprensión del arte, y por tanto de nuestro mundo y de las posibilidades de
sentido y disfrute. Cuando Miller (2001) nos dice que la producción artística es
también una señalización honesta, como la cola del pavo real, de modo que la
psicología que motiva la producción artística está sexualmente seleccionada y el
arte es un signo para las hembras de la eficacia potencial del macho artista, esta-
mos lejos de saber qué es el arte. No porque un gran artista no atraiga mujeres (y
al revés), sino porque aunque el arte, como todo, en algún sentido, se hace para
hacerse querer, lo que nos importa es qué es específicamente lo que se hace.
¿Qué podemos decir, como alternativa, del sentido del arte? Quizá que las
artes son un espacio crítico y peculiar de ejercicio estético. Un trabajo que tiene
sentido porque todos los demás, de algún modo, como hemos dicho, estamos
implicados en la actividad y la vivencia estética. Como en un banco de pruebas
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en el arte se tantean y desarrollan significados, es decir integraciones de sentido


“de la vida y de las cosas” realizadas en y a través de productos de impacto sen-
sual y emotivo, en algún sentido disfrutables, y potencialmente abiertos a un
público amplio. Estos productos van desde los objetos de las artes plásticas hasta
la obra literaria en donde es mucho más evidente el tanteo con “la educación sen-
timental”, con los modos de vida y relación humana. (Aunque venimos hablan-
do en general de filogénesis de lo estético, una revisión de aspectos filogenéticos
específicos del arte siempre resulta ilustrativa. En un capítulo de su Psicología
del Arte, Gisèle Marty ofrece una amplia revisión del tema. Marty, 1999)
Entender el carácter constructivo del arte pasa por atender a la dimensión psi-
cológica del artista, tan a menudo minimizada por perspectivas “objetivistas” en
donde los sujetos sólo son producto, momento, o agente circunstancial de estruc-
turas con dinámica propia. Pues bien, la actividad artística no supone creación
de la nada, claro está, pero tampoco es arbitrariedad, subjetividad, ni un simple
“momento” subjetivo de la evolución de las modas y los estilos; es síntesis crítica
de sentidos estéticos ya dados (es “subjetualidad”, por usar el término modifica-
do que proponíamos al principio). Del arte dado y de los conflictos éticos, políti-
cos, culturales, intelectuales, surge la necesidad de transformación del sentido
mismo de la vida y las cosas, que el buen artista, antes que nadie, padece y reali-
za, en la medida que puede. Su propia biografía es esa encrucijada de caminos. El
arte pues, en su acepción más positiva, en su mejor posibilidad (dejando ahora
los eventuales casos de engaño o impostura), es compendio del presente y de sus
conflictos y transforma los sentidos del vivir a través de la producción de objetos
de alta densidad estética. Como en toda actividad orgánica, el juicio del artista
ante sus propios tanteos, su "intuición" o su "olfato" a la hora de elegir, componer
y recomponer lo que será la obra, no tiene por qué derivar –no se deduce– de un
discurso racional completo y previo, de una "representación" acabada de "lo que
hay que hacer": el juicio del artista, como el de cualquier organismo, es primaria-
mente resonancia emotiva del valor de cada tanteo o posibilidad, de cada esque-
ma, de cada boceto; es, en el límite, la evocación del valor funcional que este
objeto produce por relación a objetos pasados a través de los cuáles éste, o parte
de éste, se reconoce (en palabras de Hauser “El artista no sólo es creador, sino
también criatura de su arte; todavía no está listo cuando emprende su obra, sino
que más bien se desarrolla al compás de la creación artística que nace y se des-
pliega.” Hauser, 1977, p. 500). Quizá este modo de enfocar la creatividad per-
mitiría comprender mejor el carácter constructivo del arte, la historicidad de lo
bello en que hemos insistido, y el denso sentido y valor vital que el trabajo estéti-
co logra conferir hoy y mañana a la cosa –obra de arte formal o no– que sentimos
bella.

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