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Nacionalismos autoritarios y nacionalismos populistas:

cercanías y distancias en Sudamérica (1930-1960)

Ernesto Bohoslavsky
Universidad Nacional de General Sarmiento y CONICET
ebohosla@ungs.edu.ar

En este artículo se ponen de manifiesto algunas de las diferencias políticas y discursivas entre los
integrantes de dos tradiciones nacionalistas en Argentina, Brasil y Chile desarrolladas entre las décadas
de 1930 y 1950. Se trata, en definitiva, de dar cuenta de la naturaleza de los vínculos, cercanías y
distancias entre dos tradiciones políticas: una es el nacionalismo autoritario de inspiración en la derecha
radical europea de entreguerras, que incluía a la Aliança Integralista Brasileira (AIB), el Movimiento
Nacional Socialista de Chile (MNSCH) y las diversas fracciones del autodenominado “nacionalismo”
argentino; y la otra es el nacionalismo populista, motorizado por los liderazgos de los presidentes Juan
Perón (1946-55), Getúlio Vargas (1951-54) y Carlos Ibáñez del Campo (1952-58). Como se verá, sus
relaciones estuvieron lejos de ser cordiales y unívocas, y manifestaron modificaciones en función de los
diferentes escenarios políticos nacionales. Sobre estas relaciones han predominado dos lecturas que son
más ideológicas que el resultado de un análisis pormenorizado. La primera interpretación es aquella
producida por los opositores a ambas tradiciones nacionalistas: según esta lectura, de inspiración
antifascista, el nacionalismo populista resultó la desembocadura natural e inevitable del nacionalismo
autoritario de los años treinta. El nacionalismo populista sería su continuación a través de medios
políticos más sustentables en términos electorales, pero con similitud de horizontes ideológicos. Como
expresó el especialista en historia del fascismo, Stanley Payne (1995:185), “Perón se quedó corto frente
a un modelo completo de fascismo europeo”. Es decir, unos y otros serían fascistas, pero el populismo
lo ocultaría mejor o sería su versión degradada, farsesca o incompleta. Por el contrario, una perspectiva
“nativa” del populismo probablemente estaría menos dispuesta a suponer una vinculación o una
continuidad con simpatizantes del fascismo en el período de entreguerras, con independencia de la
presencia (real o imaginada) de personajes e ideas provenientes de esas agrupaciones entre sus filas en la
década de 1950. Y se puede suponer que los viejos integralistas tampoco estarían muy animados de ser
considerados varguistas avant la lettre.
A los fines expositivos, este artículo se organiza en tres secciones. La primera de ellas da cuenta de la
familia del nacionalismo autoritario en los tres países en las décadas de 1930 y 1940. Allí se muestra
cuáles eran los repertorios ideológicos y movilizadores a los que echaron mano estos actores a lo largo
del período en cuestión. En la segunda sección se ofrece una caracterización del tipo de liderazgo
promovido por Perón, Vargas e Ibáñez en las décadas de 1940 y 1950, así como algunas referencias al
tipo de críticas que tenían a la democracia multipartidaria y a los vínculos que poseían con dos
instituciones poderosas como eran las Fuerzas Armadas y la Iglesia católica. La tercera sección se
concentra en brindar un panorama de algunos de los puntos de contacto y de distanciamiento
ideológico entre las organizaciones del nacionalismo autoritario y los líderes políticos antes
mencionados. Una última observación para el lector antes de entrar en tema: se trata éste de un texto
que viene a proponer ciertas claves interpretativas y no a ofrecer información novedosa. Este artículo
descansa sobre una parte de la numerosa bibliografía dedicada a estas cuestiones, así como en el trabajo
de investigación realizado por el autor en archivos de los tres países. Sin embargo, se ha optado por
ofrecer las mínimas referencias documentales necesarias de manera tal de brindar más espacio a la
dimensión interpretativa.

El nacionalismo autoritario de entreguerras

Se puede afirmar que existe un corpus bibliográfico sólido sobre algunos de los grupos de nacionalismo
antiliberal que se constituyeron en el ABC en las décadas de 1930 y 1940 (una perspectiva comparada
en McGee Deutsch 1999 y en Klein 2000; 2003). Incluso ya existe una historiografía de los distintos
momentos y preguntas con que los historiadores han interrogado a esos fenómenos (Serrato 2007;
Santos 2010; Kahan 2003). Esa literatura ha puesto de manifiesto cómo los procesos de ruptura del
orden político (en Chile en 1927 y en Argentina y en Brasil tres años después) así como los efectos de la
crisis económica de 1930 afectaron buena parte de la solidez con la que contaban los fundamentos
liberales del orden político en los tres países y habilitaron la aparición y expansión de grupos inspirados
por el nacionalismo autoritario de entreguerras. Así, hoy sabemos que la Aliança Integralista Brasileira
(Cavalari 1999; Chaui 1978; 1986; Bertonha 2014; Maio & Cytrynowicz 2003), el Movimiento
Nacional Socialista de Chile (Klein 2000; Bohoslavsky 2009; Sznajder 1993) y las diversas fracciones
del autodenominado nacionalismo argentino (Buchrucker 1987; Echeverría 2009; Klein 2001; 2002;
Lvovich 2006; Spektorowski 2003), fueron de las más importantes impugnadoras del orden político
vigente en los años treinta y cuarenta. Su crítica se dirigía hacia un régimen político al que consideraban
artificial, extranjerizante y ajeno a la esencia ibérica, autoritaria y católica de la nación. Se trata de una
tradición política comprometida con la necesidad de restaurar ciertas jerarquías sociales y políticas que
se suponían desbordadas y vilipendiadas por los efectos de la sociedad de masas y de la pluralización de
las formas de vida. De allí que tuvieran un fuerte llamamiento a un orden entendido como la re-
imposición de una disciplina social, unas costumbres y una –y solo una- identidad nacional perdidas.
Como expresó Olga Echeverría respecto de los hombres del nacionalismo autoritario de Argentina,
“Todos compartían la defensa del orden (término que en realidad definía la reivindicación
de la desigualdad). Una defensa que no dudaba, de ser necesaria, en apostar al cambio.
Esencialmente elitistas, todos concordaban en sostener las desigualdad, tanto material
como cultural, y en considerarse a sí mismos como una „vanguardia‟ selecta y distinguida.
También compartían la concepción de que el orden y el desarrollo sólo se alcanzaban con
una autoridad fuerte […] y un pueblo sometido, ya sea por cooptación de voluntad o por
represión. La disciplina era presentada como el eje estructurante de una sociedad
organizada, productiva, desarrollado. En tanto que jerárquicos como eran, entendían que la
desigualdad social era la forma „natural‟ del orden, el reflejo de la armonía social”
(Echeverría 2009:281)

Estas organizaciones tenían elementos ideológicos provenientes de diversas corrientes de la derecha


radical de la Europa de entreguerras. Había allí sin lugar a dudas fascismo (evidente en la fascinación de
los integralistas por el uso de uniformes y de formas ritualizadas de saludar), franquismo, nazismo
(convenientemente depurado del racismo biológico que generaba más rechazos que entusiasmos locales)
y reaccionarismo de diversa laya, tanto el proveniente de España como de Francia. Estos hombres y
agrupaciones compartían cierto diagnóstico sobre la “crisis” en la que veían sumida a la economía y la
cultura nacional. El gran responsable era el liberalismo, que había instaurado una institucionalidad que
desconocía al país real, sus tradiciones y su combinación racial, lo cual había terminado por traumar a la
nación. Ese diagnóstico señalaba también como causantes del mal a la “modernidad” y/o a una
conspiración global destinada a entronizar al oro judío, al Kremlin y/o a la masonería en cada uno de
los países del mundo (Beired 1999:31-68). Esta tradición política se desarrolló en el contexto de lo que
Sandra McGee Deutsch (1999:141) ha llamado la “Era del fascismo”, esto es, una época muy marcada
por la velocidad, los impactos y los ritmos políticos asociados a la expansión del fascismo en Europa.
Esos grupos en general expresaron solidaridad con la causa del Eje o al menos se decantaron por una
defensa férrea del neutralismo frente a la segunda guerra mundial, mientras que en lo referido a la
situación en la península ibérica mostraron sistemáticas predilecciones por el régimen de Francisco
Franco en España y de Antonio de Oliveira Salazar en Portugal. La hispanofilia desplegada era
entendida como contraria a la democracia -a la que se daba por criatura anglosajona o jacobina- así
como ajena a cualquier valoración positiva de la pluralidad cultural o religiosa.
Eran grupos que recurrieron a diversas formas de movilización y prácticas políticas, tendientes a derrotar
al liberalismo y al comunismo: esas actividades incluían en muchos casos tanto la crítica frontal, ácida y
radical a la democracia multipartidaria como la presentación a elecciones.
La diversidad no estaba solo en el nivel ideológico y de las prácticas sino que también podemos
percibirla en las formas organizativas: en efecto, en el universo de los nacionalismos autoritarios
podemos encontrar bandas para-policiales entusiasmadas con el rol de guardias blancas, pero también un
partido con centenares de miles de simpatizantes como la AIB, intelectuales resentidos con la falta de
reconocimiento público como el caso de Leopoldo Lugones o dirigentes políticos venidos a menos, que
se radicalizaron en búsqueda de apoyos políticos y financieros. De cualquier manera, las características
de cada uno de los nacionalismos autoritarios de las décadas de 1930 y 1940 merecen ser detalladas en
cada uno de los tres países que aquí interesan.
En el caso de Argentina, lo que ha puesto de manifiesto la bibliografía sobre el movimiento nacionalista
es que se trató de un actor caracterizado por su unidad ideológica, pero también por su fragmentación
organizativa. Así, principios como el autoritarismo (Echeverría 2009), el antisemitismo (Lvovich 2003)
o el catolicismo integrista (Zanatta 1996, Mallimacci 1988) han sido indicados como núcleos
ideológicos compartidos por diversas organizaciones, publicaciones y figuras, que fueron incapaces de
crear un vehículo político unificado. Se trata de un movimiento político que dio sus primeros hacia
finales de la década de 1920 y que tuvo como marca de origen el origen social encumbrado de sus
integrantes. Ese origen elitista, expresado en las páginas de La Nueva República, no era sólo un dato
sociológico sino que podía evidenciarse también en el contenido de las propuestas políticas, contrarias a
la democracia de masas que había producido fenómeno como el yrigoyenismo y la horizontalidad social.
Diversas figuras de la iglesia católica como los sacerdotes Julio Meinvielle y Virgilio Filippo actuaron
como asesores o promotores de esas organizaciones. Se han identificado ciertos rasgos de plebeyización
del movimiento nacionalista a fines de la década de 1930, lo cual se expresaba en un creciente interés
por el problema de las condiciones de vida de la población trabajadora, la vulnerabilidad económica del
país, la distribución de la renta y el peso de las firmas extranjeras en la economía local. Salvo alguna
experiencia aislada y efímera, los autodenominados nacionalistas argentinos no promovieron partidos
políticos ni alentaron salidas electorales. Se mostraron más entusiasmados con la violencia política
callejera y sobre todo con el potenciamiento de sus vínculos con las Fuerzas Armadas. Organizaciones
como la Legión Cívica Argentina, Afirmación de una Nueva Argentina, la Alianza Juvenil Nacionalista
–luego Alianza Libertadora Nacionalista- y periódicos como Crisol, Bandera Argentina y El Pampero
eran algunos de los integrantes de esta galaxia organizativa, muy marcada por su identificación con los
regímenes de orden que se fueron instalando en Europa (Italia, Alemania, Austria, Polonia, la España
franquista y luego Vichy) y con el rechazo al parlamento y a los principios de la democracia liberal.
Uno de los periódicos identificados con esa prédica expuso en 1935 que una parte significativa de los
errores argentinos se debían a “la ceguera de los profesionales políticos del cuerpo legislativo y la falta
de miras de un gobierno encastillado en los falsos principios de nuestra democracia liberal” (Crisol
1935a:1).
El marco brasileño es distinto en varios aspectos. Desde 1932 se desarrolló un gran partido de clara
inspiración fascista, la Aliança Integraliusta Brasileira, organización que tuvo en Plinio Salgado a su
Chefe, así como a ideólogos como Miguel Reale y Gustavo Barroso (Cavalari 1999). Probablemente la
AIB fue el mayor partido fascista fuera de Europa, puesto que consiguió centenares de miles de afiliados
por todo el territorio nacional (Bertonha 2014). Seguramente fue el primer partido de alcance nacional
en la historia de Brasil, evidenciado en la multiplicidad de sus asentamientos en los Estados y en los
sectores sociales. A diferencia del caso argentino, el nacionalismo autoritario encontró en Brasil un
liderazgo unificado, respetado y exitoso, que contribuyó a la difusión del integralismo durante la década
de 1930. La AIB se formó como un partido político que repudiaba la democracia multipartidaria:
montada sobre discursos encendidamente antiliberales, anticomunistas y antisemitas, los integralistas
denunciaban la postración de Brasil frente al dominio de la plutocracia y la penetración soviética. Sus
actividades iban más allá de las esperables por parte de un partido político: sus afiliados y simpatizantes,
uniformados en camisas verdes, participaban de rituales de bautismo, casamiento y entierro según una
liturgia política propia y estaban obligados a saludarse extendiendo la mano derecha a la voz de Anaué!.
Tras el auto-golpe que lideró Vargas en noviembre de 1937 y que dio lugar a la constitución del Estado
Novo, el integralismo creyó que sería su oportunidad de hacerse del control del Ejecutivo nacional y
desde allí desplegar el proceso de cristianización de la vida política y económica de Brasil. Esa
pretensión se vio cortada de cuajo por su incompatibilidad con los planes de Vargas, cuyo liderazgo
estaba en competencia abierta con el de Salgado, quien terminó exiliado en Portugal (Patto, 2008:64;
Gonçalves Pereira 2015).
Por último, el cuadro de Chile manifiesta también rasgos propios. El principal partido de la familia del
nacionalismo autoritario fue el Movimiento Nacional socialista de Chile (MNSCH), creado en 1932 y
que se daba a sí mismo el nombre de nacismo, para que se percibieran sus –improbables- diferencias con
el nazismo. El partido congregó voluntades de jóvenes de clases medias y de clases medias-bajas,
especialmente entre aquellos chilenos descendientes de alemanes. El líder del partido era Jorge González
von Marées (“El Jefe”) y su principal ideólogo fue Carlos Keller, quien hizo su doctorado en Alemania.
El nacismo se presentó regularmente a elecciones, sin obtener nunca demasiado éxito, salvo alguna
ocasión en que llegó a obtener 4% de los votos emitidos. Al igual que el integralismo, sus seguidores
tenían un uniforme y algunos de ellos se incorporaron a las Tropas Nacistas de Asalto, destinadas a los
enfrentamientos directos con los jóvenes de izquierda en las principales ciudades de Chile.
El nacismo proponía una lectura según la cual Chile era víctima del imperialismo norteamericano a la
vez que de las intentonas del comunismo por saquear al país y conducirlo al desvarío moral. Su lectura
sobre la vida política era fuertemente elitista: esa promoción del valor de las minorías no puede separarse
analíticamente del hecho de que por su debilidad organizativa nunca habían podido superar una
condición minúscula. Los cambios políticos a promover pasaban por la restauración de un idealizado
Estado portaliano, que combinara la presencia de un líder fuerte con la de una elite auto-seleccionada
que pudiera leer las señlales de los tiempos. Como expresó Keller:
“La causa fundamental de que continúen actuando las fuerzas subterráneas que
conmueven la vida política de la nación, es una casualidad; no haber tenido la suerte de
encontrar a un estadista de grande estilo” (Keller 1932:11)
“Depende exclusivamente de nuestra voluntad que nos salvemos o hundamos. Todo éxito
se debe en el fondo, a que se reúna una minoría dispuesta a actuar y que, con una clara
visión de los problemas de su tiempo, trate de hacer desaparecer las tensiones existentes”
(Keller: 1932:134).

En el campo del nacionalismo autoritario también hubo otras organizaciones, como el Movimiento
Nacionalista de Chile, de inicios de la década de 1940, en el cual la figura relevante fue Guillermo
Izquierdo Araya. El MNCH estaba formado por desencantados del nacismo y por ibañistas. Fue creado
en 1940 por Izquierdo Araya, aunque su jefe inicial fue el general Ariosto Herrera (Alliende González,
1990:163-174). El MNCH fue profundamente anticomunista y antiliberal y rechazó de plano la
intervención en el plano electoral por considerar a la democracia multipartidaria un régimen
intrínsecamente corrupto y decadente. Cuando algunos de los integrantes del MNCH fueron levados a
juicio por infringir leyes de defensa de la institucionalidad democrática, Izquierdo Araya formuló un
alegato político que intentaba impugnar ese orden y proponía reemplazarlo por otro de naturaleza más
corporativa:
“Los movimientos nuevos, como el M .N. de Ch. no van contra la democracia, tomado el
concepto en el verdadero sentido que le dio el legislador como 'Estado ideal de gobierno',
sino contra un régimen que pretende ser democracia y que no lo es ni en la letra ni el
espíritu de las leyes constitucionales y comunes. No se va contra la democracia; pero si
contra las instituciones desacreditadas, envejecidas o inadecuadas para los imperativos de
nuestro siglo y que sirven de fundamento a la 'democracia liberal-individualista' y
'democracia capitalista'. Hacer que esta democracia se transforme en una 'democracia
funcional' (en el plano político) y “democracia corporativa” (en vez de capitalista en el
plano económico) no significa ir contra la democracia misma: significa mejorarla y ponerla
a tono con los tiempos y sus imperativos‟ (MNCH 1941:11).

¿Cuál era la cercanía de estos actores con las organizaciones y las ideas promovidas por Perón, Vargas e
Ibáñez a la salida de la guerra? ¿Cuáles eran los puntos compartidos y las distancias insalvables que
podemos encontrar? La siguiente sección dará cuenta de algunos de los rasgos específicos de esas nuevas
organizaciones políticas, de manera tal de facilitar la posterior comparación.

La tradición de nacionalismo populista

Así como la emergencia y expansión del nacionalismo autoritario debe entenderse en el contexto
marcado por el enfrentamiento global entre el fascismo y sus enemigos (democracia liberal y
comunismo), se debe hacer el esfuerzo por ubicar al nacionalismo populista en su propio marco. Si el
nacionalismo autoritario pertenece históricamente al mundo de entreguerras y de la segunda guerra
mundial, los nacionalismos populistas de Argentina, Chile y Brasil tienen que ser entendidos por su
ubicación en la agenda de la guerra fría. En ese tiempo, muchas de las nociones que formaban parte del
núcleo de ideas del nacionalismo autoritario habían sido abandonadas por casi la totalidad de los actores
políticos sudamericanos. Frente a eso, el respeto a las formas de la democracia emergió como inevitable -
sea por convicción o resignación- al igual que la perspectiva de que el mercado no podía regular por sí
mismo la vida económica ni garantizar el bienestar de las masas, que pasaron a ocupar lugares relevantes
en las preocupaciones, agendas y discursos de los líderes políticos.
Los hombres del nacionalismo al que aquí denominamos populista consiguieron acceder al poder en
Argentina, Brasil y Chile. Lo hicieron a través de elecciones nacionales, como fue el caso de Perón en
1946, de Vargas en 1951 y de Ibáñez en 1952. En lo que refiere al partido que los llevó como
candidatos, hay varios aspectos compartidos entre los tres casos. Se trata de partidos constituidos en
torno al liderazgo fuerte de estos hombres e incluso creados –entre otros actores, claro está- por
iniciativa de estos dirigentes: es el caso del Partido Trabalhista Brasileiro (1945), del Partido Peronista
(y las diversas denominaciones que tuvo antes) y de la coalición, inestable, que se formó detrás de la
candidatura de Ibáñez. Se trataba de partidos y alianzas que ponían el acento en la necesidad de
desplazar las formas tradicionales de hacer política y que destacaban la centralidad política que debía
tener el accionar de los trabajadores y los sindicatos. Eran fuerzas políticas novedosas, aun cuando
muchos de sus dirigentes podían mostrar cierta experiencia en la política nacional: piénsese en el hecho
de que Vargas había comenzado su vida política como diputado provincial en 1909 en Río Grande do
Sul y que el general Ibáñez fue ministro ya en 1925 y dictador entre 1927 y 1931. Esas nuevas
coaliciones triunfantes hacia la mitad del siglo XX se habían formado dentro del proceso de transición
de la dictadura a la democracia a mediados de los años cuarenta (Argentina y Brasil) o en la oposición a
un gobierno de partidos tradicionales (Chile), identificados con la causa de los Aliados durante la
segunda guerra mundial y embanderados con la democracia multipartidaria. Esta corriente destacaba la
necesidad de superar o de complementar la democracia de partidos a través de otras formas de
participación extra-partidarios. Los nacionalismos populistas asumieron a la democracia como el
régimen en el que debían moverse y no como una rémora de una supuesta dominación cultural y política
anglosajona: en ese sentido, la competencia electoral se les antojaba como el mejor camino para imponer
la voluntad popular y no mero ejercicio de retórica y demagogia como habían voceado en los años
treinta las voces del nacionalismo autoritario.
¿Cuáles fueron los vínculos entre esos nacionalismos populistas, electoralmente vigorosos, y las
corrientes de nacionalismo autoritario que se habían expandido en las décadas anteriores? En el caso de
Argentina se ha señalado que el peronismo retomó selectivamente algunas de las banderas que habían
levantado oportunamente los “nacionalistas” durante la contienda bélica (Piñeiro 1997), pero también
algunas de las que la Iglesia católica había hecho flamear en esos años, como la enseñanza religiosa
obligatoria en las escuelas públicas. Así, el principio de la “justicia social” entendido como la búsqueda
de un orden social sin desigualdades extremas y como expresión de la doctrina social de la Iglesia, fue
uno de los asumidos como propios. Las apelaciones a un destino de grandeza nacional y al respeto de la
soberanía económica, la promoción de la armonía entre las clases y de una intervención agresiva del
Estado para darle solidez esa armonía, también fueron aspectos compartidos (Walter 2001), junto con
el entusiasmo por la defensa de una posición equidistante entre el capitalismo liberal de Washington y
el materialismo ateo de Moscú. Varios de los hombres del nacionalismo antiliberal se entusiasmaron
con el peronismo, como fue el caso de Ernesto Palacio -uno de los fundadores de La Nueva República-
quien devino diputado nacional. Pero otras figuras provenientes de esa tradición se inclinaron por
rechazar al peronismo por razones vinculadas al elitismo (por creer al peronismo promotor de la
indisciplina laboral o del consumismo de las masas, por alentar una conciencia de derechos y no de
obligaciones, por repudiar toda forma de jerarquía social o intelectual, por abandonar el antisemitismo,
por el protagonismo de Eva Perón) o por tener una pertenencia acérrima al universo de la Iglesia, que
resultó en definitiva incompatible con una adhesión completa al peronismo (Caimari 2002). Como
mostró Richard Walter (2001:260), los vínculos entre Perón y los viejos nacionalistas fueron tensos
por el pragmatismo del primero, quien cooptó a los segundos, se apropió de apartados de su programa y
finalmente los relegó a puestos secundarios en sus gobiernos.
El varguismo se constituyó como una fuerza política decidida a interpelar y movilizar a los trabajadores
urbanos a mediados de 1945, meses antes del golpe de Estado que depuso a Vargas (French 1998). A
partir de entonces el liderazgo político de Vargas entre estos sectores se mantuvo o se profundizó y
alcanzó su punto de mayor crecimiento durante su presidencia, a inicios de los años cincuenta. Pero ese
vínculo era mucho más personal(ista) que ideológico o partidario. El giro trabalhista de Vargas lo
alejaba irreversiblemente del integralismo, que tras la instauración democrática de 1945 se reorganizó
como el Partido da Representação Popular (Calil Grassi, 2005). A ese nuevo rumbo ideológico
suficiente para agriar las deterioradas relaciones entre el integralismo y Vargas, se le sumaron los
impactos sumamente negativos que tuvieron sobre ese vínculo tanto la ilegalización de la AIB en 1938,
como el exilio de Plínio Salgado y posteriormente el alineamiento de Brasil con los Aliados en 1942. El
recorrido que Gilberto Calil (2010) ha identificado en el lazo entre los integralistas y Vargas es el que
se inicia con la euforia en 1937 tras la proclamación del Estado Novo, luego gira a la decepción por el
rol que en él le correspondería jugar y finalmente, a la subordinación política de Salgado respecto del
presidente gaúcho. Vargas era un hombre valorado por la Iglesia católica, que no creía demasiado en las
acusaciones de que el trabalhismo era la puerta de entrada al comunismo en Brasil, sino más bien un
blindaje contra el ingreso de las ideas de Moscú. En cuanto a las Fuerzas Armadas, la relación era un
poco más tensa: en 1945 fueron generales del Ejército los que decidieron dar por tierra con lo que
quedaba de Estado Novo y fueron también militares los que presionaron en 1954 para que Vargas
renunciara, a lo que se negó y enfrentó tomando la decisión de su suicidio.
Finalmente, en el caso de Chile lo que podemos identificar es que el ibañismo recogió a muchos
hombres provenientes de experiencias de militancia en la extrema derecha como viejos nacistas e incluso
a Izquierdo Araya, devenido uno de sus líderes parlamentarios en la década de 1950 (Robertson y
Banoviez 1983; Bohoslavsky 2014). El ibañismo fue una fuerza electoral carente de un partido capaz de
sostenerse en el tiempo y de asegurarle gobernabilidad: la coalición electoral que encumbró a Ibáñez no
sobrevivió a su presidencia, y por lo demás, nunca mostró demasiada cohesión interna. Su repertorio
ideológico incluía el nacionalismo económico, la promoción de la tercera posición en materia
internacional y una convicción de ser una fuerza distinta a las tradicionales tiendas políticas
(conservadores, liberales y radicales). El ibañismo resultó ser, entonces, una fuerza partidaria contraria a
los partidos políticos, que se alimentó de un conjunto de minoritarias agrupaciones nacionalistas y
autoritarias, auto-percibidas como incontaminadas. Los vínculos del ibañismo con las Fuerzas Armadas
eran evidentes, pero también limitados: el viejo general era un hombre de armas (proveniente del
Ejército y luego de Carabineros), pero también era uno que sistemáticamente había generado divisiones
en el interior de la corporación castrense con sus intentonas políticas y la dictadura iniciada en 1927, así
como sus vínculos muy estrechos con el gobierno peronista. En cuanto a las relaciones con la Iglesia, da
la impresión de que el Partido Conservador primero y el Demócrata cristiano después, expresaban mejor
las opiniones y el humor eclesiásticos que la coalición ibañista.

Puntos de ruptura y de convergencia

Hay varios aspectos ideológicos en los cuales el nacionalismo autoritario y el populista chocaron. Esos
choques resultaron a veces de poseer posturas diferenciadas en materia ideológica, pero en otras
ocasiones resultaron más del hecho de que figuras como Vargas, Perón e Ibáñez estaban más interesados
en el éxito político que en la fijación de principios valorativos permanentes, exigentes y de validez
universal, como los que promovían figuras más doctrinarias, como era el caso de Carlos Keller, Julio
Meinvielle o Miguel Reale. Entre esos puntos de diferencia vale la pena reconocer los siguientes tres:
En primer lugar, ni Vargas ni Perón ni Ibañez sintieron necesidad ni deseo de expresar sus vínculos
ideológicos ni organizativos con estos grupos de nacionalismo antiliberal. Por el contrario, los tres
líderes expresaban al momento de asumir sus mandatos constitucionales (Perón en 1946, Vargas en
1951, Ibáñez en 1952) una voluntad fundacional que difícilmente podía o quería reconocer
antecedentes ideológicos legítimos nacionales y menos foráneos. En ese sentido, se trataba de
expresiones políticas que desestimaban las tradiciones políticas que existían, a las que culpaban de
manera conjunta de todos los males vividos por la nación hasta entonces. Al menos en términos
discursivos, las experiencias políticas que estos presidentes iniciaron tenían un espíritu de auto-
fundación en el que sólo había lugar para el relato epopéyico del amor entre Líder y pueblo, un relato en
el que se reconocía poco peso a las segundas líneas y menos a los ideólogos e inspiradores.
En segundo lugar, ha de admitirse que los tres presidentes arriba señalados fueron ganadores de procesos
electorales limpios. Aun cuando en términos discursivos Perón o Vargas manifestaron su inconformidad
o insatisfacción con la democracia entendida como procedimiento electoral para selección de
autoridades, lo cierto es que este régimen democrático fue aceptado como el deseable o el necesario para
la vida política. Sea que esta convicción se fundara en una valoración de la democracia en sí o en un
mero cálculo sobre su conveniencia para acceder y/o retener el poder, la democracia multipartidaria
estaba dentro de las reglas de juego que estos presidentes parecían dispuestos a compartir y tolerar -o al
menos a no desafiar en sus principios, pero sí a desvirtuar en algunas de sus prácticas. El nacionalismo
autoritario de entreguerras no aceptaba de ninguna manera esta posición: en su lectura, la democracia
multipartidaria era expresión de un régimen afeminado, débil, importado y funcional a la penetración
comunista. Así, por ejemplo, cuando a mediados de la década de 1930 se discutió la posibilidad de
convertir a los Territorios Nacionales de la Patagonia en provincias –y con ello darle derecho a voto a
sus decenas de miles de habitantes, uno de los voceros del nacionalismo autoritario expresó su repudio:
“La politiquería, entronizada en todos los factores de la vida, terminaría de podrirlo todo,
en beneficio de unos cuantos vivillos, en su mayoría extranjeros ciudadanizados y el resto,
resaca de comité, expulsada por indeseable, de los focos de corrupción social y ciudadana
que son los comités de la capital federal y de las actuales provincias” (Crisol, 1935b)
Nada más alejado de ese criterio que el promovido por el peronismo en el poder, que se expresó en el
otorgamiento del status provincial a los Territorios Nacionales del Chaco (1951), de La Pampa (1952)
y Misiones (1953) y el inicio de los procesos de provincialización de los Territorios Nacionales de
Neuquén, Rio Negro, Chubut, Santa Cruz y Formosa a finales de la década de 1950.
Quizás un tercer punto de diferencia puede encontrarse en la valoración ofrecida respecto del
catolicismo como núcleo de principios y de la Iglesia como institución. Así, el integralismo brasileño se
manifestó más sistemáticamente católico que el varguismo, en particular mucho más coincidente con la
perspectiva del catolicismo intransigente que el Vaticano promovió en la primera mitad del siglo XX. El
peronismo se mostró también sólidamente católico hasta iniciada la década de 1950, pero nunca se
presentó como el vocero político del Episcopado, tarea en la cual probablemente se sintieran más
cómodos o identificados algunos de los hombres del nacionalismo antiliberal como podían ser Gustavo
Martínez Zuviría o Enrique Osés. El ibañismo se identificaba como católico, pero ciertamente no se
podría decir que fuera más católico que el Partido Conservador -vocero oficioso de la Iglesia- ni que los
desprendimientos de este Partido, como la Falange primero y el Partido Demócrata Cristiano después.
Probablemente las diferencias residían en que los nacionalismos populistas eran más políticos, esto es,
dispuestos a desplegar estrategias que permitieran retener o ampliar cuotas de poder y menos interesados
en promover la pureza ideológica o códigos morales desfasados y ajenos al sentido común de las
poblaciones. Por eso sus lecturas sobre el catolicismo ponderaban en muchos casos su contribución al
cemento social y su convergencia respecto de principios propios, pero no insistían en la necesidad
perentoria de instaurar a Cristo en la tierra.
En lo que se refiere a los puntos ideológicos de convergencia que se pueden detectar, identifico al menos
tres. El primero de ellos guarda relación con que ambos nacionalismos se presentan como búsquedas
auto-centradas de soluciones a las cuestiones y problemas nacionales. Esto es, tanto el nacionalismo
populista como el autoritario tienden a exhibirse como vehículos políticos de un interés nacional ajeno a
cualquier influencia doctrinaria extranjera Esa “autoctonía” auto-adjudicada se evidenciaba también en
la convicción de que era necesario desarrollar un papel en el escenario internacional basado en el
desenvolvimiento de criterios propios. En los años treinta y cuarenta se expresó como apoyo a la
neutralidad y en todo momento como condena moral equidistante respecto del capitalismo
individualista y hedonista (representado por Washington y los judíos) y del craso materialismo ateo
colectivizante (encarnado por Moscú y, también, por los judíos). Para el nacionalismo populista la
expresión de ese interés propio guardaba relación con la necesidad de desplegar una posición
internacional independiente respecto de los dos contendientes de la Guerra Fría. Así, antiliberalismo y
anticomunismo parecen ser núcleos ideológicos compartidos por ambas familias políticas.
El segundo núcleo ideológico común era el rescate de elementos identitarios nacionales que habían
quedado en buena medida sumergidos o negados por las previas lecturas hegemónicas. Así, en una
perspectiva que tempranamente identificó Germani (1977 [1962]) y luego Laclau (1980), el populismo
consiguió visibilizar, legitimar y difundir perspectivas identitarias tradicionalmente estigmatizadas por
las perspectivas civilizatorias excluyentes, racistas y coloniales que habían orientado la cultura política
nacional. Así, la figura de los caudillos a los que contribuyó a ensalzar el oriental Luis Alberto de
Herrera -en oposición a los doctores montevideanos-, deben ser sumados a los descamisados de Perón y
a los boias-frías de Vargas. El nacionalismo autoritario ya había ensayado el ejercicio de recuperación de
esas identidades ocultas o negativizadas, aunque se había cuidado bastante de que tuvieran
connotaciones que pudieran alentar enfrentamientos entre las clases: el nacionalismo populista, por el
contrario, descartó esa preocupación y le asignó a esas identidades re-significadas un carácter central y
abiertamente politizado. Incluso podría pensarse que el fuerte personalismo de sendas familias
nacionalistas era presentado como el resultado de la imposición de supuestas tradiciones “caudillistas”
nacionales provenientes del siglo XIX, y no tanto como inspiraciones o adaptaciones del Fuhrerprinzip
a esta parte del mundo.
Finalmente se puede reconocer un tercer aspecto compartido en las lecturas sobre la nacionalidad. En
ambas tradiciones ideológicas se sirven de lecturas anti-pluralistas sobre la nación y sobre las identidades
nacionales. Predominan lecturas esencialistas y poco constructivistas y desdeñosas de la pluralidad sobre
la formación de las identidades nacionales. Así, la patria aparece asociada a cierta pertenencia religiosa
por ejemplo, a cierta identificación partidaria o de clase y quienes no cuentan con esos rasgos son
recurrentemente exiliados en términos simbólicos -y a veces físicos- de la comunidad nacional. Ese tipo
de perspectivas contribuyeron a sostener episodios agrios de enfrentamiento político entre sectores auto-
considerados detentadores de las expresiones políticas legítimas de la patria y aquellos actores a los que
se denuncia como expresiones de la antipatria, el cipayismo o el oro soviético.

Conclusiones
Este recorrido comparativo ha permitido establecer algunas primeras ideas acerca de ls distancias y
cercanías que se pueden establecer entre las agrupaciones y figuras del nacionalismo autoritario de
entreguerras y las organizaciones políticas identificadas con el nacionalismo populista, que llegó al poder
en las décadas de 1940 y 1950 en Argentina, Brasil y Chile. Una primera observación que valdría la
pena hacer guarda relación con que esta comparación tiene un límite claro en el hecho de que estamos
contrastando dos tradiciones ideológicas que no fueron contemporáneas sino sucesivas, y que por lo
tanto estaban sometidas a distintas coyunturas nacionales e internacionales. Es decir, el experimento
político populista se llevó a cabo cuando el tiempo histórico del nacionalismo inspirado en el fascismo
había llegado a su fin. Así, mientras que el nacionalismo autoritario tuvo su época de oro en momentos
en los cuales el mundo estaba tironeado entre tres grandes expresiones ideológicas (la democracia
capitalista occidental, el socialismo liderado por Stalin y las dictaduras inspiradas por el fascismo). Por
el contrario, el mundo de la posguerra quedó reducido a una tensión entre los dos polos vencedores de
la contienda: el orientado por Washington y el que impulsaba Moscú. El espacio para liderar
expresiones nacionales autónomas respecto de ambos contendientes de la guerra fría se mostró exiguo en
los años cincuenta en América latina por la escasa influencia que la URSS parecía tener (incluso querer
tener) en la región. Pero en los años sesenta el espacio devino menor por la fuerte vigilancia
anticomunista ejercida desde Estados Unidos.
Pese a las diferencias epocales inocultables entre ambas tradiciones nacionalistas, es posible encontrar
algunos niveles de continuidad –no siempre explícita ni conscientemente reconocidos por sus
protagonistas- en materia ideológica, pero también en materia de los nombres de los hombres
involucrados en sendas familias ideológicas, como muestran los casos de Ernesto Palacio o de Guillermo
Izquierdo Araya. Una hipótesis que valdría la pena testear a futura guarda relación con la posibilidad de
que las semejanzas que se han detectado entre las dos tradiciones nacionalistas en realidad sean menos
de lo que se ha pensado mucho tiempo: en efecto, cabe especular si las cercanías no obedecen en algún
punto a que ambas familias ideológicas son refractarias a la dominante perspectiva liberal-conservadora
y a buena parte del arco de las izquierdas. La posesión de un enemigo en común suele ofrecer la
percepción de que se comparten más ideas y perspectivas de lo que diría una lectura fuera del fragor de
la batalla ideológica y política.

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