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I.
Mamá parece una escultura de bronce. A veces me gusta imaginar que su lacio
cabello oscuro es el mar y su piel cobriza la arena suave de las playas que rodearon
su infancia. Yo nací en Estados Unidos porque papá se enamoró de mamá y de su
tierra, tanto que se quedó a vivir con ella muchos años. Pero el día en que se enteró
que yo venía en camino, decidió que era mejor llevarnos con él y tuvo que alejarla
de su pueblo.
Papá viaja mucho y siempre trae olor a bosque, por eso, cada que regresa le
regala a mamá una piedra de todos los lugares que ha pisado. Después de un viaje
muy largo, volvió con dos xoloescuintles y les encomendó cuidarnos. Todas las
tardes me pongo mis botas y les pido que me acompañen a recolectar insectos.
Cuando regreso, la casa entera huele a trementina, porque mamá es artista y
cuando se queda sola, le gusta pintar esqueletos que a veces usan hermosos
vestidos blancos de encaje y bailan felices en medio de puertos que tienen cielos
de un rosa luminoso, otras veces son esqueletos solemnes que se asoman tras las
lápidas de cementerios rebosantes de flores, en una fiesta que se celebra entre
tumbas, con comida y papeles de muchos colores. Nosotros sabemos que esta
tierra fría hace que ella extrañe demasiado su casa en México. Pero cuando extraña
su casa, mamá cocina y aunque no nos gusta que esté triste, amamos demasiado
su comida.
II.
En México ya es noviembre y las calles de todos los pueblos están de fiesta.
Cada escaparate, cada casa, cada pequeño rinconcito está lleno de al menos una
calavera que te saluda con sus entrañas de maché. Los techos que parecen cielos
de todos los colores, se mueven con el viento como aplaudiendo tu llegada, y de
todas las panaderías sale el olor de la canela que forma el corazón del pan de
muerto. Es tarde y el sol comienza a meterse por la esquina de un mar que no es
más azul si no dorado y desde lejos, vemos llegar un desfile de esqueletos alegres
y elegantes que se acercan bailando igual a los que mamá pinta en su estudio. Papá
y yo buscamos entre las caras, entre las risas y los colores, reconocer su rostro
transformado en calavera. Pero no lo encontramos. Mamá no está en el desfile, pero
sabemos que está cerca. ¡Ay, qué bonito es volar! cantan las catrinas y los xolos
salen corriendo entre el gentío para encontrase con el señor que toca el requinto.
Cuando los alcanzo, me doy cuenta que es Abuelito, sonriéndome con la sonrisa
que extrañaba tanto, señalando con su mano grande, la esquina que lleva hacia el
mercado del pueblo. Y es ahí donde las veo. De pie, acostadas, por montones y en
todas partes: flores amarillas con forma de soles diminutos y su olor intenso e
inconfundible.
K. Glezso