You are on page 1of 14

Perfil del curador independiente de arte contemporáneo en un país

del sur que se encuentra al norte (y viceversa)1

Olivier Debroise

Para María Guerra, in memoriam

Carrera «joven», apenas en formación, mal definida y mal aceptada aún —porque
se sobrepone en el campo museológico a actividades ya existentes—, la profesión
de curador, y en particular la de curador independiente, confrontada a
instituciones culturales centralizadas que por tradición dependían de (y se
sometían a) los lineamientos del Estado, se desarrolló de manera
sorprendentemente rápida. A finales de los años ochenta, la palabra causaba
urticaria a los académicos y a los críticos de arte (y esto, a pesar de ser una antigua
voz castellana).1

En su nueva acepción, derivada de las prácticas anglosajonas, ya no molesta a


nadie. Aun cuando se le puede encontrar antecedentes, la profesión apareció en
México de manera casi espontánea en un sector de la comunidad artística, y
reproduce en nuestro contexto prácticas ya comunes en otros países, aunque
tampoco totalmente definidas. En un tiempo relativamente corto, emergió en
México un puñado de curadores autodenominados independientes.

En México, la primera que asumió el carácter independiente de la profesión fue


quizá la desaparecida María Guerra. Formada como historiadora del arte en
Francia, España y Suiza, después de la disolución de «los grupos» politizados
heredados del movimiento contracultural, María encabezó a mediados de los años
ochenta Atentamente, La Dirección, un grupo de artistas performanceros (Mario
Rangel Faz, Vicente Rojo Cama, Carlos Somonte y Eloy Tarcisio) con el que
organizó una serie de eventos que buscaban violentar las estructuras y las formas
en vigor.2 Refugiada a principios de los años noventa en Nueva York, donde
trabajó como curadora en la Galería Cavin-Morris, regresó a México con
propuestas precisas, aunque anárquicas y difícilmente realizables en su momento.
Más que por su labor real, la presencia de María Guerra, su determinación para
crear en torno suyo un «movimiento», y la rabia derivada de su frustración al no

1
Tomado de: Olivier Debroise, El arte de mostrar el arte mexicano. Ensayos sobre los usos y desusos del
exotismo en tiempos de globalización (1992-2007). México: Cubo Blanco, 2018. Ver más en:
https://revistacodigo.com/paperworks/avance-el-arte-de-mostrar-el-arte-mexicano/
lograr que éste «despegara», estimuló durante una década a artistas, posibles
curadores, directores de galerías y críticos.

Atenta a todos los cambios, las rupturas y las inconformidades, María presidió, en
filigrana, tal vez, y sin tener un papel activo, casi todas las actividades culturales
extraoficiales, sobre todo en los albores de la década, cuando una nueva
generación de artistas regresó al país (Silvia Gruner, Yishai Jusidman) y se mezcló
con contingentes de «refugiados culturales»: la primera ola de artistas cubanos
(que llegaron al país en 1986, a iniciativa de Adolfo Patiño, y se afianzaron aquí
entre 1989 y 1994, cuando fueron obligados a dejar México: Juan Francisco Elso,
José Bedia, Ricardo Rodríguez Brey y Rubén Torres Llorca; luego, Arturo Cuenca y
Quisqueya Henríquez, entre otros); «los ingleses» (Phil Kelly, Melanie Smith,
incluyendo al belga Francis Alÿs), y un pequeño conjunto de artistas de Texas,
atraídos por su mentor, Michael Tracy: Alejandro Díaz, Ethel Shipton y Thomas
Glassford.

Sin entrar en los detalles del significado intrínseco de las aportaciones estéticas y
conceptuales de estos «emigrados», y de las reacciones que suscitó su presencia en
México, cabe destacar aquí que, precisamente porque no tenían cabida en el
discurso cultural de la época, ni lazos con las instituciones locales, se vieron
forzados a crear sus propias estructuras en los departamentos que ocupaban en
dos grandes y vetustos edificios del centro de la Ciudad de México. Ahí, curaron
sus propias exposiciones, a veces colectivas. Acostumbraban reunirse en el Mel’s
Café (el departamento de Melanie Smith y Francis Alÿs, donde se
servían bruncheslos domingos), y poco a poco empezaron a juntarse con artistas
mexicanos veinteañeros, y con algunos un poco mayores, todos disidentes de las
estructuras formales. En el otro extremo de la ciudad, en La Agencia, una galería
de perfil aparentemente comercial pero asimismo irregular, en un luminoso
departamento de Polanco, Adolfo Patiño y Rina Epelstein organizaban semana a
semana exposiciones temáticas, «curadas» al vapor, descubriendo nuevos talentos,
promoviendo en particular a los artistas cubanos. Algo parecido intentaba Aldo
Flores, en su Salón des Aztecas, aunque su propuesta tuvo sus mejores logros en
eventos públicos como La toma del Balmori (1994) —la decoración de un edificio
del siglo XIX en ruinas, que algunos artistas y curadores improvisados invadieron
como «paracaidistas»—, que marcaron el desarrollo generacional y pueden
considerarse retrospectivamente como actos fundacionales.

Artista, dibujante, compositor y director de un grupo roquero «punk infantil», Los


Pijamas a Go-Go, Guillermo Santamarina se inmiscuía entre los más jóvenes
estudiantes de las escuelas de pintura, y descubrió una pasión por la organización
de exposiciones; probablemente, al calor de las intensas discusiones con su amigo
de la infancia Gabriel Orozco, y los integrantes del Taller de los Viernes de Tlalpan:
Damián Ortega, Abraham Cruzvillegas y José Kuri.3
Sin embargo, hubo que esperar la aparición de una nueva generación de artistas,
cuyas obras se nutrían de los discursos teóricos del posmodernismo, como
Guillermo Santamarina y Rubén Bautista,4 más recientemente Rubén Gallo, y en
menor medida —porque su «independencia» se encuentra a mi modo de ver
supeditada y limitada por sus intereses como coleccionistas, vendedores de obras o
artistas ellos mismos— Adolfo Patiño, Eloy Tarcisio, Mónica Mayer, Gabriel
Orozco, el desaparecido Ricardo Ovalle, los integrantes del colectivo de artistas
Temístocles 44 (1994-1997), autoerigidos —por lo menos, hasta la salida rotunda de
Cruzvillegas del grupo— en sus propios «curadores», denunciando así la
inexistencia de la profesión; La Panadería y Art&Idea (en este último caso, con el
apoyo de una promotora profesional, Haydeé Rovirosa); así como en Guadalajara,
Carlos Ashida y Patrick Charpenel.5Habría que agregar a este nutrido contingente
de «independientes» varios agentes ligados a corporaciones (Claudia Madrazo y su
organización de fomento a las artes y la educación artística, La Vaca
Independiente) o a ciertas instituciones (Paloma Fraser y Carlos Aranda en el
Museo Universitario del Chopo o Sylvia Pandolfi, directora del Museo Carrillo Gil
durante más de una década), pero que trataron de operar, en la medida de lo
posible, fuera del perímetro estrictamente oficial, y con cierta libertad. Este
conjunto, de ninguna manera homogéneo, empezó a monopolizar las prácticas
curatoriales y ofreció un nuevo marco referencial a las producciones visuales,
determinando «nuevos rumbos» de la plástica y las artes visuales en México.

Un breve análisis histórico del aparato cultural mexicano probablemente nos


ayude a comprender qué papel desempeña, en la configuración actual, este
curador «independiente», la manera en que se vincula, desde posturas autónomas,
con las instancias existentes y el modo en que influye en ellas. También quizá
permita comprobar que la «profesión» no es tan nueva como a veces lo creemos, y
que su crecimiento y su visibilidad actual señalan, más bien, un proceso de
institucionalización.

***

No obstante algunos signos de aflojamiento, las instituciones culturales de México


han sido, y siguen siendo, en extremo dependientes del Estado. Desde mediados
del siglo XIX, el país adoptó un sistema museográfico copiado de Francia, marcado
por la omnipotencia de la academia, la costumbre de los salones oficiales, un apoyo
casi irrestricto a artistas al servicio del poder, etcétera. Estas estructuras se
reforzaron, después de la Revolución, con la adopción de modalidades calcadas
del sistema supuestamente libertario de la joven Unión Soviética, que, a sesenta
años de distancia, imperan todavía a pesar de evidentes signos de desgaste y de
varios intentos por actualizar y volver más transparentes las prácticas oficiales (el
caso más relevante es el del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (FONCA),
que instauró sistemas de apoyos a artistas y literatos, aboliendo la práctica de
«becas no oficiales» —las llamadas «aviadurías»— determinadas por alianzas
personales y clientelistas, común en las secretarías de Estado hasta la década de
1980).

La intensa reestructuración de la administración pública de México, y, en


particular, la privatización acelerada de algunos sectores clave, enfocada a
descargar al Estado de ciertas responsabilidades y a dinamizar su funcionamiento
en el marco de la inserción del país en una economía global, aún no toca de lleno
—hasta donde se puede observar— a las instituciones culturales. El Estado
mexicano pretende conservar el control de la producción y de la difusión cultural,
mediante una centralización aún más rígida de algunos organismos rectores, aun
cuando, en virtud del clima político presente, reviste sus acciones con los colores
de la «democracia» y de una incipiente descentralización.

En efecto, las instituciones culturales mexicanas siempre han sido en extremo


jerarquizadas y verticales. Una reducida burocracia cercana a las más altas esferas
del poder se encarga de la toma de decisiones. No obstante, y tal vez de manera
comprensible dado el carácter particular que ha tenido la producción cultural (y,
en específico, las artes visuales) en el siglo XX mexicano, la relación entre esa
burocracia cultural y las «bases» —es decir: los productores, artistas plásticos,
escritores, poetas, músicos y filósofos— siempre fue flexible, al grado de
confundirse totalmente en la primera mitad del siglo. El llamado movimiento
muralista, a la vez «oficial» en su práctica e «independiente» en su discurso, señala
claramente esta flexibilidad.

Esta entrega del control a los mismos artistas e intelectuales, consecuencia de un


«pacto social», tácito pero real, se inicia con la administración de José Vasconcelos
y se prolonga a lo largo de la primera mitad del siglo, con la participación de
intelectuales de diversos orígenes culturales e ideológicos en la conformación y la
dirección de las más importantes instituciones culturales. Educados a la europea,
se convirtieron en directores de galerías oficiales y, más tarde, de los primeros
museos, de los teatros y de las sinfónicas; editaron las revistas culturales
financiadas por diversas dependencias estatales. Fueron los «curadores» de la
épica cultural de la Revolución Mexicana y del nacionalismo. Algunos tomaron
muy en serio este aspecto decisivo, que marca los modos en que ciertas figuras del
arte mexicano del siglo XX han sido seleccionadas, difundidas, promovidas y
aceptadas como modelos. En este sentido cabe destacar, a manera de ejemplo, la
labor del pintor guatemalteco ligado a las vanguardias europeas y al muralismo
mexicano Carlos Mérida, quien desde 1920, con una serie de importantes artículos
en diversas publicaciones (los boletines de la cervecería Carta Blanca, editados
anónimamente por el poeta y ensayista Salvador Novo, y las publicaciones de
Frances Toor Studios, propiedad de la editora de la célebre revista de etnología y
arte Mexican Folkways), y luego con una labor de selección que sí podemos llamar
curatorial, así como con su intervención en la realización de algunas exposiciones y
en la organización de la primera sala de exposiciones del Palacio de Bellas Artes,
incidió de manera determinante en la percepción de un arte mexicano ligado a la
vez a las teorías de vanguardia y a las raíces regionales y nacionales. El caso de
Mérida, al mismo tiempo artista y «curador independiente», es acaso el más
evidente, pero no fue, ni por mucho, el único. Gabriel Fernández Ledesma, Roberto
Montenegro, Adolfo Best Maugard, Jean Charlot, entre los artistas plásticos,
Salvador Novo, Xavier Villaurrutia y Anita Brenner, desde el periodismo cultural,
Inés Amor y María Asúnsolo, desde sus respectivas galerías de arte, dejaron
asimismo su huella en la definición de los códigos de recepción del arte mexicano.
Aunque el ejercicio de una actividad doble, a la vez de productores y «curadores»,
pueda parecer a priori contradictoria y hasta paradójica, hay que comprender que
la libertad, la independencia y la profesionalidad de una misión curatorial que se
ejercía desde las mismas estructuras oficiales estaban entonces supeditadas a su
prestigio personal como artistas y/o intelectuales. El caso más revelador es el del
muralista Fernando Leal, quien intentó escribir, en 1927, su historia del muralismo
mexicano, a partir de una postura de oposición concretada en la formación del
grupo ¡30-30! con elementos de las Escuelas al Aire Libre y en franca oposición al
nombramiento de un académico tradicional, Manuel Toussaint, a la cabeza de la
Escuela Nacional de Artes Plásticas.6

Esta relación estrecha, aunque blanda y flexible, de la intelligentsia con las esferas
del poder no fue siempre sencilla ni armónica. En 1927, por ejemplo, se desató una
violenta polémica cuando la derecha acusó a los intelectuales que ocupaban
posiciones en la administración de ser parásitos del sistema, «aviadores» que
devoraban los impuestos del pueblo. Esta célebre polémica se centró en una
querella acerca de la homosexualidad de varios de estos intelectuales, a la que
respondieron —encabezados por Salvador Novo— en términos por primera vez
freudianos a una derecha que proponía una literatura y una cultura «viril» como
«la única ruta» nacional.7 No obstante, estos poetas-burócratas en ningún momento
perdieron sus cargos oficiales, lo que revela, por si fuera necesario, la notable
diversidad del aparato del Estado mexicano, e invalida las lecturas simplistas que
lo muestran como «populista» y de plano monolítico.

Sin embargo, esta flexibilidad ideológica no implicaba a priori una crítica de las
instituciones, aun cuando productores culturales e intelectuales funcionaban —o se
definían— como historiadores, calificadores de su propio quehacer. La Revolución
Mexicana permitió cierta movilidad social, pero no modificó de manera sustancial
a los intelectuales. Sólo les dio nuevas oportunidades en la medida en que
eligieron «reconvertirse» y adaptar sus producciones a las nuevas condiciones
políticas. La promoción incluso de artistas de origen rural u obrero (como
Abraham Ángel, María Izquierdo o Máximo Pacheco, y los innumerables alumnos
de las Escuelas al Aire Libre y de los Centros de Producción Urbanos, calcados de
la estructura soviética de producción artística de los años veinte) revela esta
sofisticación básica, la adopción de nuevos criterios estéticos, que no sólo afecta a
la cultura en México, sino que hay que comprender como un fenómeno más
general de la cultura occidental de la era de las vanguardias, y en particular del
descubrimiento de los «primitivismos». El acento en las cualidades «primitivas» de
los artistas elegidos para «representar» a México expresa el deseo que compartían
individuos de diversos orígenes de construir una «tercera opción» que no fuera ni
completamente «moderna» ni totalmente «popular», sino que se enraizara en
ambos conceptos.

Un análisis más profundo de la retórica de las diversas administraciones, y sus


manipulaciones de los conceptos de «indio» y de cultura «indígena», revelaría una
serie de matices e, incluso, de divergencias notables, que no cabe explorar aquí.
Quisiera simplemente apuntar que este énfasis en las tradiciones rurales, la intensa
interacción entre etnología y producción cultural, permitió despolitizar a la
Revolución Mexicana, vaciándola de sus elementos más subversivos y
transformándola en un objeto de contemplación estética. La trayectoria entera de
Diego Rivera, por lo menos en sus obras murales mexicanas, contiene y revela esta
operación.

La extrema sofisticación y la complejidad de estas construcciones impidieron una


crítica más profunda; de hecho, la confusión entre Estado y Nación, entre partido
político y nacionalidad, tal y como se vivió durante los primeros años de la
consolidación nacional, dejó poco espacio a posibles alternativas. Una derecha
débil, atrincherada en la prensa cada vez más amarillista, intentó en varias
ocasiones retar a la «cultura dominante», enarbolando una y otra vez los mismos
anatemas: «comunistas», «maricones», «libertinos», «inmorales», etcétera. Todo lo
demás sucedía en y dentro de las estructuras del Estado. Con algunas notables
excepciones —cuya historia, por lo demás, queda aún por hacerse—, el resto del
país era poco menos que un desierto cultural, que recibía en el mejor de los casos
algunas migajas de las producciones del centro.

A partir de la década de 1950, paulatinamente, los cargos directivos de las


instancias culturales fueron entregados a funcionarios de la administración
pública, con carreras de leyes, economía o ciencias políticas, y un barniz cultural
muchas veces heredado, más que adquirido, y nunca más a artistas de prestigio,
quedando sólo Fernando Gamboa como ejemplo tardío, aunque ejemplar por su
misma ambigüedad, de una práctica.
Los creadores culturales empezaron a liberarse, gradualmente, de la tiranía
perturbadora de la capital en los años setenta. Después del trauma del movimiento
estudiantil del 68 y de su represión, las instituciones culturales intentaron
recuperar a su público natural —los estudiantes universitarios, en primer lugar. El
Instituto Nacional de Bellas Artes desarrolló un primer programa de descentraliza-
ción para responder al crecimiento de ciertas zonas, y, en particular, de la frontera
norte invadida de maquiladoras extranjeras, no sólo toleradas sino adoptadas con
entusiasmo, aunque consideradas en el plano cultural como especialmente
inestables y desequilibrantes para la homogeneidad del proyecto nacional.8 No
obstante, a los pocos años, este programa de casas de cultura e institutos
descentralizados comprobó su ineficacia y una recepción muy limitada en algunas
comunidades, en particular porque estaba totalmente dirigido por la burocracia de
la Ciudad de México, que desafiaba y cuestionaba los intereses de grupos
culturales locales.

Como suele suceder en momentos críticos, las instituciones culturales son las
primeras que se sacrifican en tiempos de crisis económica. Desde 1982, la red de
museos de arte, pacientemente organizada por el Instituto Nacional de Bellas
Artes, estuvo, más de una vez, a punto de desmantelarse.

La creación, en 1988, del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (CNCA o
Conaculta), una especie de ministerio de cultura «sin cartera», organizado al vapor
por decreto del entonces presidente Carlos Salinas de Gortari, valiéndose tanto del
personal como de las estructuras existentes, y que agrupaba la red de museos y
otras instituciones culturales bajo un solo mando, supuestamente menos
burocrático y más dinámico, no modificó esta situación; simplemente ayudó a
ajustar los presupuestos culturales y concentró la toma de decisiones en el más alto
nivel, es decir, prácticamente en manos de la presidencia de la república, con un
énfasis en operaciones diplomáticas.

Paradójicamente, los directores de museos fueron los primeros que reaccionaron


ante esas nuevas realidades. A finales de los años ochenta, a pesar de fuertes
reticencias de la burocracia cultural que parecía considerar la creación artística
como su privilegio, los museos empezaron a buscar patrocinios privados para
paliar los efectos de la crisis económica y estructural del Estado. Uno tras otro, los
principales museos crearon sus círculos de patrocinadores, elegidos entre algunos
importantes coleccionistas, industriales y políticos, muchos de los cuales eran
cercanos a la administración Salinas. Estos nuevos patronos, de hecho, pueden
relacionarse claramente con los sectores que promovieron, en busca de una mayor
competitividad, la firma del Tratado de Libre Comercio Norteamericano, e
imponen ahora a las instancias culturales que patrocinan las normas de calidad
que imperan en sus empresas. El caso más pertinente, y visible, de esta paulatina
pero definitiva transición del sistema estatal copiado de los Musées Nationaux
franceses, es el Museo Nacional de Arte (MUNAL), que en su reorganización fue
financiado por un fideicomiso privado encabezado por uno de los más importantes
bancos del país y es administrado por un board of trustees al estilo norteamericano.9

La red de museos nacionales transita hacia una estructura horizontal, con un


mayor grado de autonomía de las instituciones respecto a las directivas oficiales,
que se debe en gran parte a nuevos mecanismos, privados y corporativos, de
financiamiento. No obstante, ha sido muy elevado el costo de esta contribución de
los patrocinadores, no sólo en el financiamiento, sino en las decisiones, en los
programas e, incluso, en asuntos directamente curatoriales. De hecho, las
decisiones curatoriales están, cada vez con mayor frecuencia, en manos de los
encargados de relaciones públicas de estos hombres de negocios, que funcionan
como sus agentes amparados en una credencial de «curador» más simbólica que
real. Han organizado y promovido exposiciones en extremo espectaculares,
valiéndose de estudios académicos que rara vez acreditan para no desautorizar su
credibilidad.10

Los museos que definen esta tendencia, y que fueron precursores en esta
relativamente nueva formulación del «arte como espectáculo», son, precisamente,
los museos privados de Monterrey, el (ahora desaparecido) Museo de Monterrey y
el MARCO, a los que hay que agregar el (también desaparecido) Centro Cultural
Arte Contemporáneo financiado por el consorcio Televisa en la Ciudad de
México.11 Hoy es claro que estas dos últimas instituciones han marcado
profundamente la manera de operar de los museos estatales, con los que
establecieron, en numerosas ocasiones, acuerdos de colaboración. En particular,
han afectado de manera radical —para bien, hay que reconocerlo— las
expectativas, costumbres y exigencias del público de los museos.12 La doble
presión de un público más maduro y de patrocinadores interesados en elevar los
niveles de asistencia, así como la competencia, permitió a algunos museos ganarse
cierta libertad, desburocratizando en gran medida sus prácticas e insistiendo en la
necesidad de una creciente profesionalización, tanto en la aceptación de normas
internacionales de conservación de obras de arte, como en la atención a nuevas
propuestas académicas y a los aspectos curatoriales en general, así como a las
necesidades de mercadotecnia, mecanismos de financiamiento y publicidad. Estas
estrategias, curiosamente, han permitido a algunos museos convertirse en espacios
de negociación entre los patrocinadores privados y las obsoletas estructuras
estatales.

Éste es el contexto en el que hay que situar la aparición del curador independiente,
que, desde una posición crítica al marasmo institucional y a la inestabilidad
económica, no intenta tanto, como podría creerse, abrir nuevos caminos, sino
asegurar la supervivencia de principios éticos y estéticos que el Estado ya no es
capaz de ejercer, así como restituir a los propios creadores y a los intelectuales el
privilegio perdido de controlar y definir el marco de la difusión de sus propias
obras, en una atmósfera de autonomía y libertad prácticamente utópica —en el
sentido más fuerte de la palabra, puesto que, de hecho, éstos son «curadores sin
curadurías», idealistas que se han abierto camino con proyectos sin realizar o
realizados a medias y, en el mejor de los casos, en condiciones precarias.

Quizá quepa hacer aquí un breve perfil de este personaje, marcado por supuesto
de subjetividad.

Premisa: su carrera accidentada lo sitúa en el limbo, al filo de posibles definiciones.


Su voluntad creativa lo puso en contacto, desde temprano, con los artistas más
jóvenes y sus exigencias. Participó, algunas veces, hace muchos años ya, en
algunos actos espontáneos, performances, y exposiciones salvajes montadas al
vapor en un garaje, un baldío o en los patios de un convento abandonado. Tal vez
porque era más hábil en cuestiones de organización, tomó desde entonces el
liderazgo que, con el paso de los años y diversos cambios en las estructuras de
difusión del arte, se fue atenuando un poco. Sin embargo, conservó de esta
experiencia cierto ascendente sobre sus compañeros de generación, que se fue
transformando en prestigio intelectual, sobre todo porque, aspirado por la espiral
cada vez más amplia de las producciones culturales correctamente alternativas,
empezó a bracear, lento pero seguro, remontando la corriente y librando
obstáculos, hacia las fuentes míticas del Orinoco curatorial.

Variante no muy espectacular: desde una poco envidiable postura crítica, forzada
por la exasperación ante los dogmas nacionalistas oficiales, elaboró un “discurso
de la ira” que, en teoría, debía sostener a —y a la vez se sostenía en— producciones
culturales deliberadamente realizadas a contracorriente (y etiquetadas, muy
pronto, como «posmodernas»). Eligió, por lo tanto, a artistas que o bien se situaban
deliberadamente en el «campo abierto» de la «vanguardia» y rechazaban la
«pintura por la pintura» que prefieren los coleccionistas tradicionales, o bien
iniciaban una revisión crítica de las iconografías patrioteras. Sobre esta base,
construyó una «escuela», o quizá un establo, que, si bien muy circunscrito, se
adhiere a sus propuestas.

En un momento dado, este curador logró evitar la tentación de privilegiar la forma


sobre el contenido, y, en aras de la sacrosanta «libertad de expresión» y de las
miras elevadas de su «postura independiente», rehusó la tentación de
transformarse en burócrata cultural; abjuró y se pasó a «la oposición». Por razones
de supervivencia, se vio forzado a cortejar a los mercaderes, corriendo el riesgo de
convertirse en dealer inconfeso y exponiéndose a perder su reputación. Fue lo
suficientemente astuto para desviar la atención, al supeditar ese hábito a
necesidades intrínsecas —y absolutamente legítimas— de los artistas que,
entonces, «representaba».
Curador independiente de arte contemporáneo en un país del sur que se encuentra
al norte, artista sin capacidad o funcionario con aspiraciones artísticas, intelectual
convertido en promotor o promotor disfrazado de intelectual, poeta del cubo
blanco reciclado en adaptador de espacios abandonados, diplomático sin
credencial, deambula por el mundo —de conferencia en seminario, de bienal en
documenta— en su propia representación, porque nadie lo respalda y nadie
tampoco lo apoya, en la sempiterna búsqueda del sentido de una profesión que, de
no existir, empieza a existir demasiado.

Ante la avalancha reciente de producciones «salvajes», de nuevas «generaciones»


que se suceden a un ritmo acelerado y buscan forzar puertas abiertas y violar los
límites del arte, de artistas de diversas nacionalidades que caracterizan al mundo
del arte en México (sin obtener jamás el derecho de «representarlo»), el curador
independiente se ve investido de funciones imprevistas de garantía y solvencia, y
es aval de la impunidad de la creación artística y de la sacrosanta «libertad de
expresión», fuera de los dogmas de rigor. Su peritaje, forjado en esta equívoca
«disidencia» del «arte por el arte» o en el ejercicio de la crítica rabiosa, le da las
armas para ofrecer «otro tipo» de marco referencial a las obras, que no es
exactamente el que las instituciones oficiales, y en particular los museos,
acostumbran. Este marco puede ser de tipo académico, en el sentido de que el
curador lanza, sobre el arte contemporáneo, una mirada introspectiva y analítica, y
se ve por lo tanto obligado a mostrar y elegir, a partir de este marco, a los artistas y
las obras que sustentan su tesis o idea, incluso en casos en que las producciones no
sean estrictamente de su agrado. Esta manera invalida la labor «promocional» que
muchas veces se le atribuye al curador. En otras circunstancias, se trata de crear,
fuera de toda institución, el marco para una posible exposición.

El curador independiente, inmerso en el quehacer de la producción cultural, en


contacto directo, permanente y continuo con los artistas plásticos, cercano a ellos
en sus problemas de supervivencia, y «creador» él mismo (no sólo porque
configura los espacios de visibilidad de las obras, sino porque, en casi todos los
casos, participa en la configuración, el diseño y la promoción de la exposición), se
beneficia del voto de confianza de los artistas —aun cuando, como sucede cada vez
con mayor frecuencia actualmente, éstos rechazan sus esfuerzos de
resemantización e interpretación—. Esto lo capacita para servir de intermediario
entre los artistas, las instituciones, los organismos patrocinadores y el público. Esta
función de agente cultural, de árbitro, quizá la última novedad en el ramo, lo
obliga a absorber, en nombre de los artistas, problemas administrativos, logísticos
y teóricos, relaciones públicas y diplomáticas. Cada vez con mayor frecuencia, al
curador se le conceden funciones de productor: productor de sentidos, por
supuesto, en el plano intelectual; productor de bienes espectaculares,
naturalmente.
En México, creo poder discernir una ligera tendencia de las instituciones oficiales a
comprender este fenómeno y a admitirlo, primer paso probable hacia una efectiva
institucionalización de la práctica curatorial «independiente», como una más de
tantas funciones orgánicas de la actividad artística.13 Esto ocurre, hay que
reconocerlo, después de varios años de negación rotunda de la existencia de la
profesión. Este reconocimiento (como siempre tardío) se debe, sobre todo, a una
serie de curadurías realizadas con éxito por mexicanos en el extranjero,
prácticamente sin apoyo de las instancias oficiales mexicanas (a no ser la concesión
del derecho de paso aduanal). Pienso, particularmente, en la exposición de
Guillermo Santamarina y María Guerra Otro arte mexicano: la ilusión perenne de
un principio vulnerable, en Pasadena, California, en 1991, diseñada expresamente
para poner en el mapa cultural a una nueva generación de artistas neoconceptuales
que rompían, en ese momento, con la omnipresencia de la pintura neomexicanista,
y que no sólo logró su cometido, sino que inició una radical (y esperada) reversión
de los modos de concebir el arte mexicano fuera de México, como lo comprueban
los casos de artistas que desde entonces han sido invitados a participar en
exposiciones internacionales, ya no como «artistas mexicanos», sino como «artistas
a secas».14

Intenté, en estas páginas, ser más optimista de lo acostumbrado, en aras de una


defensa de una profesión relativamente novedosa, y que, a mi modo de ver, aún
necesita definirse. Soy lo suficientemente cuidadoso de la necesidad de fomentar,
desarrollar y apoyar la producción de bienes simbólicos (bajo las formas que
artistas y curadores jóvenes decidan juntos), particularmente en una época que
pone un gran énfasis en todas las formas de teatralización, ritualización y
resemantización, como para dejar mis escrúpulos en el vestíbulo. Lo que nosotros
hacemos, artistas y curadores, quizá no parezca muy serio; sin embargo, en mi
opinión ésta no es una razón suficiente para no hacerlo con seriedad.

1 Hasta donde pude averiguar, Raquel Tibol fue la primera que utilizó la palabra
«curador», en una reseña publicada en Diorama de la Cultura, el suplemento
de Excélsior, del 15 de julio de 1973, titulada «El Museo de Arte Moderno de
México cede la palabra, una vez más, al Museo de Arte de NY». Ahí declara: «Se
inauguró el 19 de julio y estará hasta el 3 de septiembre en el Museo de Arte de
Chapultepec una exposición que no sólo tiene un muy alto nivel, sino que se da en
una circunstancia determinada. ¿Por qué aquí y ahora Bacon, de Kooning,
Dubuffet y Giacometti enviados por The International Council of the Museum of
Modern Art de Nueva York con todo y la curadora-prologuista Alicia Legg? ¿Por
qué la máxima institución de arte moderno del país ha confiado la presentación a
la experta estadunidense y no se preocupó por expresar su propia posición estética
[…]». La confusión entre la tarea curatorial y la de «prologuista» es sintomática de
la actitud que prevaleció en México hasta entrados los años noventa.

2Véase Olivier Debroise (ed.), La era de la discrepancia: arte y cultura visual en México,
1968-1997, México, UNAM, Turner, 2007, pp. 240-241.

3Cruzvillegas recuerda esta etapa underground en Tratado de Libre Comer,obra


expuesta en Moi et ma circonstance = mobilité dans l’art contemporain
mexicain (curaduría de Guillermo Santamarina y Paloma Fraser), Musée des Beaux-
Arts, Montreal, Canadá, 1999.

4También artista, Rubén Bautista se integró al grupo de La Quiñonera (Néstor y


Héctor Quiñones, Claudia Fernández, Francisco Fernández, el Taka, Rubén Ortiz
Torres, Mónica Castillo) y transformó esta residencia de artistas en el sur de la
Ciudad de México en un espacio alternativo de exposiciones. La experiencia no
perduró después de su fallecimiento en 1991.

5Deliberadamente, dejo aquí de lado la labor, sin duda sustancial, de Curare,


Espacio Crítico para las Artes. Por una parte, esta asociación estuvo, desde sus
orígenes, más enfocada a la crítica que a la praxis museográfica, aunque en este
campo sus aportaciones fueron no sólo necesarias sino inspiradoras.

Por otra, no estoy, por obvias razones, capacitado para evaluar el impacto real de
una asociación que dirigí entre 1991 y 1998. Véase el comentario de Cuauhtémoc
Medina, p. 135.

6Véase Renato González Mello, «La UNAM y la Escuela Central de Artes Plásticas
durante la dirección de Diego Rivera», Anales del Instituto de Investigaciones
Estéticas, UNAM, núm. 67, otoño 1995.

7 La polémica se desató después de la publicación en la revista Examen, que dirigía


Jorge Cuesta, de un fragmento de novela de Rubén Salazar Mallén (quien se
convertiría en los años treinta al nazismo), debido a que usaba un lenguaje soez en
las «bellas letras». La revista, parcialmente financiada por la Secretaría de
Educación Pública (en la que colaboraban, desde tiempos de Vasconcelos, casi
todos los autores de la revista: Novo, Torres Bodet, Pellicer, etcétera), fue
censurada cuando los periódicos de derecha utilizaron la polémica literaria.

8La creación, en 1984, del Centro Cultural Tijuana (Cecut), a unos pasos de la
garita fronteriza con el condado de San Diego, California, es particularmente
representativa de esta tendencia. Véase mi contribución «Junto a la marea nocturna
— InSite94: el archipiélago», en InSite94, San Diego, Installation Gallery, 1994.
Cabría mencionar asimismo las actividades del Centro Mexicano
«descentralizado» de San Antonio, Texas, especie de «avanzada» de la cultura
mexicana en «territorio ocupado», durante la década de 1980, que respondía a esta
misma política.

9 Sobre el programa curatorial del reorganizado Munal, véase p. 116.

10 Durante la administración de Ernesto Zedillo, los casos de Agustín Arteaga, que


transitó desde la subdirección del Museo de Arte Moderno de la Ciudad de
México, hasta la organización, a través del Instituto Nacional de Bellas Artes, de
prácticamente todas las exposiciones enviadas al extranjero en el periodo 1995-
2000, o la de su agente Luis Martín Lozano, que hizo lo propio desde una postura
«independiente», parecen indicar que el modelo autoritario y monopólico de
Fernando Gamboa sigue siendo favorecido por los funcionarios. Una revisión de
las polémicas que estas prácticas suscitaron en la comunidad artística local (en
particular, la que lanzó Fernando González Gortázar en el invierno 1999-2000, a
propósito de la organización de la exposición México eterno/Soles mexicanos,
presentada en París) permitiría comprender cómo se reproducen estos
mecanismos.

11 Los museos corporativos más importantes del país y, paradójicamente, aquellos


que más énfasis pusieron en la difusión del arte contemporáneo, el Centro Cultural
Arte Contemporáneo (CCAC), subvencionado por la Fundación Cultural Televisa,
y el Museo de Monterrey del Grupo FEMSA, fueron cerrados: el primero en 1998,
poco tiempo después del fallecimiento del presidente de Grupo Televisa, Emilio
Azcárraga Milmo, y en medio de la debacle económica por la que pasó el
consorcio; el segundo, en 2000. En ambos casos, los patrocinadores alegaron: 1)
falta de público (lo cual no era cierto en el caso del CCAC, debido a sus intensas
campañas publicitarias en los medios audiovisuales de la corporación), 2) nuevos
intereses «culturales», más enfocados a la «educación» (por lo que hay que suponer
que el arte no es «educativo»). Estas clausuras se interpretaron generalmente como
fracasos del «arte contemporáneo» y de su impacto social, cuando, en realidad,
sólo responden a caprichos de los corporativos, o a la emergencia de nuevos
agentes económicos más enfocados a una industria del entretenimiento «popular».
Con ello, México regresó a una situación parroquial en contradicción con la
presencia de los artistas, curadores, teóricos, y de las galerías comerciales, en la
escena internacional.

12La indignación que suscitó el cierre del Museo de Monterrey, no sólo dentro de
México, sino fuera del país, comprueba de manera fehaciente el cambio de actitud
del público, que invalida, por si fuera necesario, los argumentos descabellados de
los patrocinadores.
13La flexibilidad de las instituciones mexicanas y su capacidad para absorber
discursos alternativos, hasta convertirlos en sus propios dogmas, anotada aquí, se
hizo patente en los últimos años de la administración de Rafael Tovar y de Teresa
en el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes.

14Me refería, es evidente, aunque de manera velada, al caso de Gabriel Orozco,


entonces en el apogeo de su éxito internacional. En los mismos meses en que
Santamarina y Guerra trabajaban en Pasadena, tuve a mi cargo la cocuraduría de la
exposición The Bleeding Art/El corazón sangrante, en el ICA de Boston. Aunque
articulada en torno a los pintores del «neomexicanismo» de los años ochenta y a
sus fuentes de inspiración, incluía entonces a Ana Mendieta, Juan Francisco Elso,
José Bedia y Silvia Gruner, que representaban otras posibilidades expresivas.

You might also like