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Wesley

20 septiembre 2010

AUXILIOS PARA LA SANTIDAD

Por

Samuel L. Brengle

(Cuarta Edición)

Este libro fue publicado por el Ejército de Salvación, en Londres, Inglaterra, bajo el título “HELPS TO HOLINESS”.

Fue traducido por el Coronel Eduardo Palací, e impreso en Buenos Aires, Argentina (1961, tercera Edición).

Esta es una edición reactualizada por Mary Salvany, usando la Biblia Reina Valera Versión 1960 para las citas
bíblicas, y publicada por el Territorio Oeste de Sudamérica.

INDICE

Prefacio
Introducción

Capítulo
1. ¿Qué es la santidad?
2. Cómo obtener la santidad
3. Cosas que impiden obtener la santidad
4. Las tentaciones del hombre santificado
5. Después de la reunión de santidad
6. "Pelea la buena batalla de la fe"
7. El corazón de Jesús
8. El secreto del poder
9. Pérdida del poder espiritual
10. La clase de hombre que Dios utiliza
11. Su alma
12. La hueste de Gedeón
13. El embajador encadenado
14. La fe: la gracia y el don
15. No se debe litigar
16. Dejando escapar la verdad
17. Si han perdido la bendición, ¿qué sucederá?
18. Los ganadores de almas y sus oraciones
19. Los testigos de la resurrección en nuestros días
20. El radicalismo de la santidad
21. Perfecta Paz
22. Algunas de mis experiencias mientras he enseñado la doctrina de la santidad
23. Otra oportunidad
24. Aves de rapiña

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25. Con paz ininterrumpida


26. Santificación vs. Consagración
27. Dando alabanza
28. Algunas de las cosas que Dios me ha dicho a mí

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20 septiembre 2010

PREFACIO DE LA PRIMERA EDICION

Este libro tiene por objeto ayudar a todo lector de sus páginas a que disfrute inmediatamente de la santidad,
según se enseña en la Biblia. Su autor es un oficial del Ejército de Salvación, quien, teniendo él mismo una grata y
clara experiencia de las cosas de las cuales escribe, ha sido grandemente utilizado por Dios, tanto por medio de su
vida como por su testimonio, para la santificación del pueblo del Señor, como también para la salvación de
pecadores. Lo recomiendo a él y lo que aquí ha escrito, a todos aquellos que aman a Dios y su reino sobre la tierra.
Deseo agregar, con mucho placer, que la lectura de algunos de los capítulos siguientes, ha sido de mucha bendición
a mi propio corazón y que no tengo duda alguna de que el Espíritu Santo habrá instruido al autor e influido sobre él.
En ninguna de sus enseñanzas se ha reprochado tanto al Ejército de Salvación como en ésta, de la “santidad
a Jehová”. De hecho, sus enseñanzas, aparte de sus métodos, exceptuando únicamente la de la santidad, han sido
bien recibidas por todas las ramas de la Iglesia. Es una de las extrañas contradicciones del moderno cristianismo,
que cada una de las iglesias parece tener tan en poco su propio credo, que extiende su diestra y bendice a todas las
demás; hay aquí, hoy en día, una especie de tácito entendimiento de que no importa mucho lo que uno cree, con tal
de que uno profese creer algo. Gracias a Dios porque, hasta cierto punto, nosotros nos hemos visto libres de esa
falsa caridad, así como también del caos, inseguridad y confusión que de ella se desprenden; y nuestro testimonio
acerca de la completa santificación ha contribuido mucho a preservarnos en ese sentido, pues ha suscitado la
oposición, no sólo de los apologistas intelectuales de sistemas existentes, sino también de parte de los miles cuyo
servicio a Dios hecho a medias y cuya involuntaria consagración ha condenado.
Por cuanto la santidad que nosotros defendemos es una santidad luchadora, santidad sufrida, santidad
salvadora de almas, en una palabra, santidad de JESUCRISTO, cualquier “goce de religión”, cualquier “esperar en
Dios, o cualquier “plenitud de la bendición”, que no esté inmediatamente unida de manera indisoluble, en toda la
extensión de la palabra, con la pasión activa y desprovista de todo egoísmo, por ir inmediatamente al rescate de los
pecadores y libertarlos de sus pecados, es, a nuestro juicio, una mera caricatura de la vida más elevada, de unión
entera con Cristo, la cual, según nos dice la Palabra de Dios, es la vida más elevada de todas.
Este hecho hace que nos sea imposible publicar un libro como éste, sin dejar de decir una palabra de
precaución a cada lector. Hay multitud de personas a quienes les agrada leer y oír hablar cualquier cosa acerca de la
santidad, que frecuentan reuniones de santidad y convenciones de la vida más elevada y, no obstante esto, en el
curso de los años (no importa lo que profesen ser con los labios) no ven que sea necesaria la separación del mundo
en pequeñeces tales como el usar los vestidos mundanos de los que visten a la moda; los hábitos de la vida
cómoda, adquiridos en los hogares de gente acaudalada, o las asociaciones mundanas de sus familias y sus
círculos.
Por vuestro propio bien, no leáis este libro ni ningún otro que verse sobre la santidad, si es que no estáis
dispuestos a oír en él a la voz de Dios diciéndoos qué es lo que debéis dejar, y qué debéis hacer para él. Una vez
que lo hayáis leído, id al instante, y sin consultar a nadie, obedeced. ¡Dios os ayudará!
W. BRAMWELL BOOTH
CUARTEL GENERAL INTERNACIONAL
LONDRES, E. C.
7 de febrero de 1896

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20 septiembre 2010

INTRODUCCION

El 9 de enero de 1885, a eso de las nueve de la mañana, Dios santificó mi alma. En ese momento estaba en
mi habitación, pero minutos después salí a la calle y me encontré con un hombre a quien le dije lo que Dios había
hecho conmigo. A la mañana siguiente me encontré con otro amigo en la calle y le hice la bendita relación. Este dio
una exclamación de gozo y alabó a Dios, y al mismo tiempo me instó a que predicara la plena salvación y a que la
anunciara en todas partes. Dios empleó a ese amigo para que me sirviera de estímulo y ayuda. De modo que al día
siguiente prediqué sobre el tema con tanta claridad y fuerza como me fue posible y terminé mi alocución con mi
testimonio.
Dios hizo que mis palabras fuesen de bendición a los que me oyeron, pero fui yo quien recibió la mayor
bendición. Esa confesión sirvió para derribar los puentes tras de mí. Tres mundos me miraban y veían en mí a un
hombre que profesaba que Dios le había dado un corazón limpio. Ya no podía retroceder. Tenía que avanzar. Dios
vio que yo tenía la determinación de serle fiel hasta la muerte. Dos mañanas después de eso, acababa de
levantarme de mi lecho, y leía algunas de las palabras de Jesús, cuando él me dio tal bendición de la cual yo jamás
había soñado siquiera que fuese posible a un hombre recibir mientras se hallare de este lado del cielo. Fue un cielo
de amor el que descendió a mi corazón. Antes de desayunarme salí a dar una vuelta por uno de los parques de
Boston, y tal era el gozo que embargaba mi alma que no pude contener las lágrimas mientras alababa a Dios. ¡Oh,
cuánto le amé! Aquella hora conocí a Jesús, y le amé hasta que me pareció que mi corazón iba a partirse henchido
de amor. Amé a los gorriones, a los perros, a los caballos, a los chiquillos vagabundos que veía por las calles, amé a
las personas desconocidas que pasaban presurosas a mi lado, amé a los paganos: amé a todo el mundo.
¿Quieren saber qué es la santidad? Es amor puro. ¿Quieren saber qué es el bautismo del Espíritu Santo? No
es únicamente un mero sentimiento, no es una feliz sensación que desaparece en una noche. Es un bautismo de
amor que cautiva todos los pensamientos y los sujeta al Señor Jesucristo (2 Cor. 10:5); que echa fuera todo temor (1
Juan 4:18); que consume toda duda e incredulidad, así como el fuego consume la estopa; que lo hace a uno manso
y humilde de corazón (Mateo 11:20); que nos hace odiar al impuro, la mentira y lo engañoso, la lengua lisonjera y
todo lo malo; que hace que el Cielo y el infierno sean realidades eternas; que hace que uno sea paciente y amable
con los descarriados y pecadores; que nos hace puros, apacibles, fáciles de aconsejar, llenos de compasión y de
buenos frutos, imparciales y sin hipocresía; que hace que tengamos ininterrumpida simpatía con el Señor Jesucristo
en sus trabajos y dolores con objeto de restituir a Dios el mundo perdido y rebelde.
Dios hizo todo eso en mí. ¡Alabado sea su santo nombre!
¡Oh, cuánto había anhelado ser puro! ¡Cómo había tenido hambre y sed de Dios, del Dios vivo! Y él me
concedió los anhelos de mi corazón. El me satisfizo —peso bien mis palabras— ¡él me satisfizo! ¡El me satisfizo!
Estos diez años han sido maravillosos. Dios ha llegado a ser mi Maestro, mi Guía, mi Consejero, mi todo en
todo.
El ha permitido que me viese perplejo y tentado, pero ello ha sido para mi bien. No tengo queja alguna contra
él Algunas veces me ha parecido como si me hubiese dejado solo, pero ello sólo ha sido como cuando la mamá se
aleja de su criatura con objeto de enseñarle a andar. El no me ha dejado caer.
El ha estado en mi boca y me ha ayudado a hablar acerca de Jesús y su gran salvación de manera tal que he
podido enseñar, consolar y servir a otras almas. El me ha sido la luz en mis tinieblas, fortaleza en mi debilidad,
sabiduría en mi imprudencia, conocimiento en mi ignorancia.
Cuando me he visto cercado en el camino, y cuando no veía modo alguno de salir de mis tentaciones y
dificultades, él me ha abierto paso, así como abrió el mar Rojo para que pasaran por él los israelitas.
Cuando me ha dolido el corazón, él me ha consolado; cuando mis pies han estado a punto de resbalar, él me
ha sostenido; cuando ha temblado mi fe, él me ha animado; cuando he estado muy necesitado, él me ha dado lo
necesario; cuando he tenido hambre, él me ha alimentado; cuando he tenido sed, él me ha dado agua viva.
¡Oh, gloria a Dios! ¿Qué no ha hecho él por mí? ¿Qué no ha sido él para mí?
Recomiendo a mi Dios al mundo entero.
El me ha enseñado que el pecado es lo único que puede causarme daño y que lo único que puede
beneficiarme en este mundo es “la fe que obra por amor” (Gálatas 5:6). El me ha enseñado a aferrarme a Jesús por

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la fe y de ese modo salvarme de todos mis pecados, temores y vergüenza, y a que demuestre mi amor
obedeciéndole en todo y procurando, de todas las maneras posibles, que otros también lleguen a obedecerle.
¡Yo le alabo! ¡Yo le adoro! ¡Yo le amo! Todo mi ser le pertenece en esta vida y en la eternidad. Yo no me
pertenezco. El puede hacer conmigo lo que le plazca, pues soy suyo. Yo sé que lo que él escoja para mí ha de
resultar en mi eterno bien. El es muy sabio y no puede equivocarse, ni hacerme algún mal. Yo confío en él, yo confío
en él, yo confío en él. “De él es mi esperanza” (Salmo 62:5), no de ningún hombre, ni de mí mismo, sino de él. El ha
estado conmigo durante diez años, y sé que él jamás me fallará.
En el curso de estos diez años, Dios me ha dado las fuerzas para que pudiese mantener el propósito
ininterrumpido de servirle con todo mi corazón. Ninguna tentación ha torcido esa firme determinación. Ninguna
ambición mundana o eclesiástica ha tenido ni el peso de un átomo para atraerme.
Toda mi alma clama dentro de mí, como clamaba la de Efraín cuando dijo: “¿Qué tengo yo ya que ver con los
ídolos? Yo le he respondido, y le observaré” (Oseas 14:8 V.M.).
“Santidad a Jehová” (Éxodo 28:36) ha sido mi lema. En realidad, de verdad ha sido el único lema que podía
expresar los hondos deseos y aspiraciones de mi alma.
Durante año y medio, consecutivo, me he visto imposibilitado de trabajar a causa de debilidad física. Hubo
tiempo cuando me habría parecido que ésta era una cruz por demás pesada para mí; pero en esto, como en todo lo
demás, bastóme su gracia.
Últimamente Dios ha estado bendiciéndome de manera muy especial. Mi corazón corre tras él, y al buscarle,
por medio de la oración paciente, fervorosa y creyente, y al escudriñar con diligencia su Palabra, el ahonda la obra
de su gracia en mi corazón.
S. L. BRENGLE

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22 septiembre 2010

CAPITULO 1
¿QUE ES LA SANTIDAD?

“No todo el que me dice: Señor. Señor, entrará en el reino de los cielos: sino el que hace la voluntad de mi
Padre que está en los cielos” (Mateo 7:21).
“Pues la voluntad de Dios es vuestra santificación..., porque no nos ha llamado Dios a inmundicia sino a
santificación” (1 Tesal. 4:3,7). Sin santidad “nadie verá al Señor” (Hebreos 12:14). Por lo tanto, “Sed santos” (l Pedro
1:16).
Cualquiera que lea la Biblia sinceramente, no “adulterando la palabra de Dios” (2 Cor. 4:2), verá que enseña
claramente que Dios espera que su pueblo sea santo, y que debemos ser santos para poder ser felices y útiles aquí
en la tierra y entrar más tarde en el reino de los cielos.
Una vez que el hombre sincero está convencido de que la Biblia enseña estas verdades, y que tal es la
voluntad de Dios, preguntará: “¿Qué es esta santidad, cuándo puedo obtenerla y cómo?”
Hay diversidad de opiniones sobre estos puntos, aunque la Biblia es sencilla y clara respecto a cada uno de
ellos para todo aquel que busca la verdad sinceramente.
La Biblia nos dice que la santidad es liberación completa del pecado. “La sangre de Jesucristo..., nos limpia de
todo pecado” (1 Juan 1: 7). No queda, entonces, nada de pecado, porque el viejo hombre ha sido crucificado
juntamente con él, “para que el cuerpo del pecado sea destruido, a fin de que no sirvamos más al pecado” (Romanos
6: 6), pues somos “libertados del pecado” (Romanos 6: 18).
Y de aquí en adelante, debemos considerarnos como “muertos en verdad al pecado, pero vivos para Dios, en
Cristo Jesús” (Rom. 6:11).
También nos dice la Biblia que es “amor perfecto”, lo que, según la propia naturaleza de las cosas, debe
expeler del corazón todo odio y todo mal genio contrario al amor, de igual modo como es necesario vaciar por
completo una vasija de aceite antes de poder llenarla de agua.
La santidad es, pues, un estado en el cual no existen en el corazón ira, malicia, blasfemia, hipocresía, envidia,
afición a la holganza, deseo egoísta del aplauso y buena opinión de los hombres, vergüenza de confesar la cruz,
mundanalidad, engaño, contienda, codicia, ni ningún deseo o tendencia mala.
Es un estado en el cual ya no existen más dudas ni temores.
Es un estado en el cual se ama a Dios y se confía en él con corazón perfecto.
Pero aunque el corazón fuere perfecto, la cabeza podrá ser muy imperfecta, y debido a las imperfecciones de
la cabeza —de la memoria, del criterio o de la razón— el hombre santo podrá incurrir en muchos errores. No
obstante, Dios mira la sinceridad de sus propósitos y el amor y la fe del corazón —no a las imperfecciones de su
cabeza— y le llama santo.
La santidad no es la perfección absoluta, que sólo pertenece a Dios; ni es la perfección angelical, ni la
perfección adámica, —porque indudablemente Adán tendría un modo de pensar perfecto, tanto como un corazón
perfecto, antes que pecara contra Dios— sino que es perfección cristiana: aquella perfección y obediencia del
corazón que llega a serle posible a una criatura caída a la cual auxilian el poder supremo y la gracia sin límites.
Es ese estado del corazón y vida que consiste en ser y hacer, todo el tiempo, —y no de vez en cuando y a
saltos, sino de manera permanente— exactamente aquello que Dios quiere que seamos y hagamos.
Jesús dijo: “Haced el árbol bueno, y su fruto bueno” (Mateo 2:33). El manzano es manzano todo el tiempo y no
puede dar otro fruto que no fuere manzanas. Así la santidad es aquella renovación perfecta de nuestra naturaleza
que nos hace esencialmente buenos, de modo que continuamente demos fruto para Dios: “el fruto del Espíritu” que
“es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, fe, mansedumbre, templanza” (Gálatas 5:22,23), sin que jamás ninguna
de las obras de la carne se injerten en este fruto celestial.
¡Gloria a Dios! Es posible aquí mismo en la tierra, donde el pecado y Satanás nos ha arruinado, que el Hijo de
Dios nos transforme de tal modo, que nos dé poder para dejar a un lado al “viejo” hombre “y sus obras” y “vestir el
nuevo que es creado conforme a Dios en justicia y en santidad de verdad” (Efesios 4:22, 24), siendo renovados
“conforme a la imagen del que los creó” (Col. 3:10).

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Pero alguien objeta y dice: “Sí, todo lo que dice es verdad, sólo que yo no creo que podamos ser santos hasta
la hora de la muerte. La vida cristiana es una guerra y debemos pelear la buena batalla de la fe hasta la muerte, y
entonces, creo que Dios nos dará gracia para morir”.
Muchos sinceros cristianos piensan así, y por eso no hacen ningún verdadero esfuerzo por estar “firmes,
perfectos y completos en todo lo que Dios quiere” (Col. 4:12) para ello en el momento presente. Y aunque oran
diariamente diciendo: “Venga tu reino, sea hecha tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra” (Mateo 6:10),
no creen, sin embargo, que sea posible que puedan hacer la voluntad de Dios. Por lo tanto, en realidad hacen a
Jesús autor de una vana oración, que es sólo una inútil burla repetir.
Pero es tan fácil para mí ser y hacer lo que Dios quiere que sea y haga en esta vida, todos los días, como lo
es para el ángel Gabriel ser y hacer lo que Dios quiere de él, De no ser esto así, Dios no sería ni bueno ni justo en lo
que requiere de mí.
Dios quiere que yo le ame y sirva de todo corazón, y el ángel Gabriel no puede hacer más. Y mediante la
gracia de Dios es tan fácil para mí hacerlo, como lo es para el arcángel.
Además Dios me promete que si yo retorno al Señor y obedezco su voz… con todo mi corazón y con toda mi
alma, él circuncidará mi corazón... para que le ame con todo el corazón y toda el alma (Deut. 30:2,6). También
promete ayudarnos a “que, librados de nuestros enemigos, sin temor” le sirvamos “en santidad y en justicia delante
de él, todos nuestros días” (Lucas 1:74,75).
Esta promesa, por sí sola, debería convencer a toda alma sincera de que Dios quiere que seamos santos en
esta vida.
La buena batalla de la fe es la lucha por retener esta bendición en contra de las acometidas de Satanás, las
nieblas de la duda y los ataques de una iglesia y mundo ignorantes e incrédulos.
No es una lucha en contra de nosotros mismos después de haber sido santificados, pues Pablo dice con toda
claridad: “Porqué no tenemos lucha contra sangre y carne, sino contra principados, contra potestades, contra los
gobernadores de las tinieblas de este siglo, contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes” (Efesios
6: 12).
Además, en toda la Palabra de Dios no hay ni una sola frase que pruebe que esta bendición no se recibe
antes de la muerte, y seguramente que sólo aceptando de las manos de Dios la gracia que nos ofrece, para vivir, es
como podemos esperar que se nos conceda gracia para morir.
Pero la Biblia declara (2 Cor. 9:8) que “poderoso es Dios para hacer que abunde en vosotros toda gracia; a fin
de que teniendo siempre en todas las cosas todo lo suficiente, abundéis para toda buena obra”, no a la hora de la
muerte, sino en esta vida, cuando se necesita la gracia y donde debemos hacer nuestras buenas obras.

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22 septiembre 2010

CAPITULO 2
COMO OBTENER LA SANTIDAD

“Mi pueblo fue destruido, porque le faltó conocimiento” (Oseas 4:6).


“Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has
enviado” (Juan 17: 3).
Un anciano profesor que contaba más de ochenta años de edad, dijo en cierta reunión de santidad: “Creo en
la santidad, pero no creo que ésta se adquiera por completo, de una vez, como dicen ustedes. Creo que la
adquirimos creciendo en ella”.
Este es un error muy común, que sólo ocupa segundo lugar a aquél que hace de la muerte el salvador del
pecado y el dador de la santidad; este error ha sido el causante de que miles no entren a disfrutar de la bendita
experiencia. No reconoce la enorme maldad del pecado (Rom. 7:13), ni sabe cuál es el camino sencillo de la fe, por
el cual únicamente puede destruirse el pecado.
La completa santificación es a la vez un proceso de resta y suma.
Primeramente se deja a un lado “toda malicia, todo engaño, hipocresía, envidias, y todas las detracciones” (1
Pedro 2: 1); en realidad, se deja toda mala disposición y todo deseo egoísta que no es según Cristo, y el alma es
limpia. La naturaleza de este estado o condición evidencia que no puede tratarse de un crecimiento, pues esta
limpieza quita algo del alma, y el crecimiento siempre añade algo. Dice la Biblia: “Pero ahora dejad también vosotros
todas estas cosas: ira, enojo, malicia, blasfemia, palabras deshonestas de vuestra boca” (Colosenses 3: 8). El
apóstol habla como si una persona fuera a dejar estas cosas en forma muy parecida a lo que ocurre cuando se quita
el saco, y lo deja a un lado. No es por crecimiento que el hombre se quita el saco, sino por una acción activa y
voluntaria, y por el esfuerzo de todo su cuerpo. Esta es sustracción.
Mas añade el apóstol: “Vestíos, pues, como escogidos de Dios, santos y amados, de entrañable misericordia,
de benignidad, de humildad, de mansedumbre, de paciencia” (Colosenses 3: 12). Tampoco uno se pone el saco por
crecimiento, sino por un esfuerzo de todo el cuerpo, esfuerzo similar al que debió hacer para quitárselo.
Un hombre podrá crecer “dentro” de su saco, pero no podrá ponérselo por medio del crecimiento. Primero,
antes de que pueda crecer “dentro” del saco deberá ponérselo. De igual modo una persona podrá crecer “en la
gracia”, pero eso no quiere decir que podrá adquirirla, creciendo, Un hombre podrá nadar dentro del agua, pero no le
sería posible nunca “nadar” primero, para así entrar en el agua.
No es por crecimiento como se sacan las hierbas malas del jardín, sino arrancándolas, y usando
vigorosamente la azada y el rastrillo.
No es por crecimiento como se puede limpiar al niñito que ha estado jugando con el perro y el gato, y está
todo sucio. Podría seguir creciendo hasta llegar a ser hombre, y ensuciándose más cada día. Es lavándole en
abundante agua limpia como pueden esperar tenerlo algo presentable. Así dice la Biblia: “Al que nos amó, y nos lavó
de nuestros pecados con su sangre” (Apoc. 1:5). “La sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado” (1
Juan 1:7). Y es cabalmente como cantamos:
Tú, nívea blancura a mi alma has de dar.

Por esa limpieza todo he de dejar.

Hay una fuente carmesí

Que mi Jesús abrió.

Muriendo en la cruz por mí,

Do limpio quedo yo.


Estas verdades le fueron dichas al anciano hermano arriba mencionado, y se le preguntó si después de
sesenta años de experiencia cristiana, se sentía algo más cerca del inapreciable don de un corazón limpio, de lo que
era el caso cuando comenzó a servir al Señor Jesucristo por vez primera. Confesó con toda franqueza que no.

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Se le preguntó si no consideraba que sesenta años era tiempo suficiente para probar si la teoría del
crecimiento era correcta o no. El dijo que sí, y por lo tanto se le invitó a que pasara adelante y buscara, al momento,
la bendición de un corazón limpio.
Así lo hizo, pero aquella noche no obtuvo lo que buscaba, y la noche siguiente pasó otra vez al banco de
consagración en busca de la pureza de corazón. No había estado de rodillas ni cinco minutos, antes que se pusiera
de pie y, abriendo los brazos, mientras las lágrimas corrían por sus mejillas y su rostro irradiaba con luz celestial,
exclamó: “Cuanto está lejos el oriente del occidente, hizo alejar (Dios) de mí mis rebeliones” (Salmo 103:12). Vivió
algún tiempo después, y pudo testificar acerca de la maravillosa gracia de Dios en Cristo, y luego se fue triunfante al
seno de Dios, a quien, sin santidad, nadie podrá ver.
“Pero, —me dijo un hombre a quien yo exhortaba a que buscase la santidad al momento—, yo obtuve la
santidad cuando me convertí. Dios no hizo obra a medias en mí, cuando me salvó. El hizo una obra acabada”.
“Es verdad, Dios hizo una obra acabada, hermano. Cuando él lo convirtió a usted, le perdonó todos sus
pecados, cada uno de ellos. El no dejó la mitad sin perdonar, sino que los borró todos, como una nube espesa, para
nunca más volver a acordarse de ellos. El también le adoptó a usted en su familia, y envió su Santo Espíritu al
corazón de usted, para que le diera esa preciosa y feliz nueva, y ésa información hizo que usted se sintiese más feliz
que si le hubiesen dado la noticia de que había heredado millones de pesos, o que le habían elegido gobernador de
una provincia, pues había sido usted hecho heredero de Dios y coheredero de todas las cosas con nuestro Señor y
Salvador Jesucristo. ¡Gloria a Dios! Es algo grandioso ser convertido. Pero, hermano, ¿está usted salvo de toda
impaciencia, ira y pecados semejantes que emanan del corazón? ¿Vive usted una vida santa?”
“Yo no veo estas cosas lo mismo que usted, —dijo el hombre—. No creo que podamos ser salvos, en esta
vida, de toda impaciencia e ira”. Y así cuando le hicimos presión, esquivó la cuestión y en realidad contradijo su
propio aserto de que había obtenido la santidad en el momento de su conversión. Como lo expresa un amigo,
“prefería negar la enfermedad, antes que probar el remedio”.
El hecho es que ni la Biblia ni la experiencia prueban que una persona obtenga la santidad en el momento de
la conversión, sino todo lo contrario. Es verdad que le son perdonados los pecados; recibe el testimonio de haber
sido adoptado en la familia de Dios; cambian sus afectos. Mas, antes de haber avanzado mucho, hallará que su
paciencia esta entremezclada con impaciencia, su bondad con ira, su mansedumbre con enojo (que es del corazón y
tal vez no lo vea el mundo, pero de lo cual él está penosamente consciente); su humildad, entremezclada con
orgullo, su lealtad a Jesús, con cierto temor y vergüenza de la cruz, y, de hecho, el fruto del Espíritu y las obras de la
carne, están completamente entremezclados, en mayor o menor grado.
Pero todo esto desaparecerá cuando obtenga un corazón limpio, para lo cual requerirá una segunda obra de
la gracia, precedida de una consagración hecha de todo corazón, y un acto de fe tan definido como el que precedió a
su conversión.
Después de la conversión, hallará que su naturaleza es muy semejante a un árbol que ha sido cortado, pero
del cual quedan aún el tocón y la raíz. El árbol no molesta más, pero la raíz hace que sigan saliendo los retoños, si
no se tiene cuidado para que no crezcan. La manera más rápida y mejor es poner un poco de dinamita debajo del
tocón y hacerlo volar.
De igual modo, Dios quiere poner en cada alma convertida la dinamita del Espíritu Santo (la palabra
“dinamita”, viene de la palabra griega “poder”, en Hechos 1:8, Versión Hispanoamericana), y destruir para siempre
esa naturaleza antigua, molesta y pecaminosa, de modo que pueda decir con verdad: “Las cosas viejas pasaron, he
aquí todas son hechas nuevas” (2 Cor. 5: 17).
Eso es cabalmente lo que hizo Dios con los apóstoles, el día de Pentecostés. Nadie negará que los apóstoles
eran convertidos antes de Pentecostés, pues Jesús mismo les había dicho: “Regocijaos de que vuestros nombres
están escritos en los cielos” (Lucas 10: 20), y una persona debe ser convertida antes que su nombre esté escrito en
los cielos.
También dijo: “No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo” (Juan 17: 16), y esto no podría decirse de
hombres inconversos. Por consiguiente debemos llegar a la conclusión de que eran convertidos y, sin embargo, no
disfrutaron de la bendición de un corazón limpio hasta el día de Pentecostés.
Que lo recibieron en dicha ocasión, lo declara Pedro tan llanamente como es posible hacerlo, en Hechos
15:8,9, donde dice: “Dios, que conoce los corazones, les dio testimonio, dándoles el Espíritu Santo lo mismo que a
nosotros; y ninguna diferencia hizo entre nosotros y ellos, purificando por la fe sus corazones”.
Antes que Pedro recibiera esta gran bendición, un día estaba lleno de presunciones y al otro, de temores. Un
día declaró: “Aunque todos se escandalicen de ti, yo nunca me escandalizaré... Aunque me sea necesario morir
contigo, no te negaré” (Mateo 26: 33, 35). Y poco después, cuando fue la turba a tomar preso a su Maestro,
osadamente la atacó espada en mano; pero dentro de unas horas, cuando la sangre se le había enfriado un poquito
y le había pasado la excitación, le tuvo tal miedo a una muchacha que juró y maldijo, y negó a su Señor tres veces.
Pedro se parece a muchos soldados, que son muy valientes cuando hay “algo grande” y todo es favorable, o
que pueden soportar hasta un ataque de los perseguidores, para lo cual es necesario poner en juego las facultades
físicas; pero que no tienen valor moral para vestir el uniforme cuando están solos en el negocio o en el taller de
trabajo, donde tendrían que sufrir las burlas de sus compañeros de trabajo y las risas de los chiquilines de la calle.

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Estos son soldados a quienes les gustan las paradas de uniforme, pero que no quieren la lucha difícil en el frente de
batalla.
Pero Pedro venció todo eso el día de Pentecostés. Recibió el poder del Espíritu Santo, que penetró en él.
Obtuvo un corazón limpio, del cual el amor perfecto echó fuera todo el temor. Más tarde, cuando lo encarcelaron por
predicar en las calles, y cuando al comparecer ante los tribunales se le ordenó que no volviese a hacerlo, contestó:
“Juzgad si es justo delante de Dios obedecer a vosotros antes que a Dios: porque no podemos dejar de decir lo que
hemos visto y oído” (Hechos 4: 19,20). Y luego, no bien lo pusieron en libertad, salió otra vez a las calles a predicar
las benditas nuevas de la salvación.
Después de eso no se podía espantar a Pedro ni tampoco se le podía exaltar con orgullo espiritual. Por eso,
un día, después de haber sido empleado por Dios para sanar a un cojo, y cuando la gente, maravillada corrió para
ver, Pedro les dijo: “Varones israelitas, ¿por qué os maravilláis de esto? ¿o por qué ponéis los ojos en nosotros,
como si por nuestro poder o piedad hubiésemos hecho andar a éste? ... El Dios de nuestros padres ha glorificado a
su Hijo Jesús... y por la fe de su nombre, a éste, que vosotros veis y conocéis, le ha confirmado su nombre; y la fe
que es por él ha dado a éste esta completa sanidad” (Hechos 3: 12,13,16).
Tampoco el viejo y querido apóstol tenía ya nada de aquel mal genio que demostró en la ocasión cuando le
cortó la oreja al infeliz hombre, la noche en que Jesús fue arrestado, sino que estaba revestido del mismo
pensamiento que tuvo el Señor Jesucristo (1 Pedro 4: 1), y seguía a aquel que nos ha dejado ejemplo, para que le
sigamos en sus pasos.
“Pero nosotros no podemos obtener lo que Pedro recibió el día de Pentecostés”, —me escribió alguien no
hace mucho. Mas el propio Pedro, en el gran sermón que predicó aquel día, declara que podemos obtenerlo, pues
dice: “Recibiréis el don del Espíritu Santo. Porque para vosotros —judíos, a quienes ahora me dirijo— “es la
promesa, y para vuestros hijos”, y no sólo para vosotros sino “para todos los que están lejos” —de aquí a mil
novecientos años— “para cuantos el Señor nuestro Dios llamare” (Hechos 2: 38,39).
Cualquier hijo o hija de Dios puede obtener esto, si tan sólo se entrega a Dios sin reserva alguna y se lo pide
con fe. “Pedid y se os dará; buscad y hallaréis... Pues si vosotros siendo malos, sabéis dar buenas dádivas a
vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan? “(Lucas 11: 9,13).
Búsquenle de todo corazón y le hallarán; no hay duda de que le hallarán, porque Dios lo ha dicho, y él está
esperando para darse él mismo a ustedes.
Un joven candidato para la obra del Ejército de Salvación se dio cuenta de que necesitaba tener un corazón
limpio. Salió de la reunión de santidad y se dirigió a su casa. Una vez en su habitación, abrió la Biblia, se postró de
rodillas al lado de su cama, leyó el segundo capítulo de Los Hechos, y le dijo al Señor que no se levantaría de sobre
sus rodillas hasta recibir un corazón limpio, lleno del Espíritu Santo. No había estado orando mucho tiempo antes
que el Señor descendió sobre él y lo llenó de la gloria de Dios. A partir de ese momento, su rostro resplandecía en
verdad, y su testimonio hacía arder los corazones de quienes lo escuchaban.
Ustedes pueden obtener el don, siempre que acudan al Señor con el espíritu y la fe de aquel hermano, y el
Señor hará por ustedes “mucho más abundantemente de lo que pedimos o entendemos según el poder que actúa en
nosotros” (Efesios 3:20).

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Wesley

22 septiembre 2010

CAPITULO 3
COSAS QUE IMPIDEN OBTENER
LA SANTIDAD

La santidad no tiene piernas, y no anda de un lado para otro visitando a la gente ociosa, como parecía
imaginárselo cierto cristiano perezoso, que me dijo que él creía que la experiencia de la santidad le vendría algún
día. Una hermana replicó con justeza: “Podría esperar igualmente que el salón del culto viniese a encontrarle en el
sitio donde él se encuentra”.
El hecho es que la mayoría de las personas encuentran tropiezos para entrar en el camino de la santidad; mas
aquellos de ustedes que desean obtenerla, deben disipar una vez por siempre todo pensamiento que les sugiera que
esos impedimentos yacen en Dios o en las circunstancias que los rodean; los impedimentos están sólo en ustedes
mismos. Siendo esto así, es el colmo de la insensatez el sentarse con indiferencia, y esperar tranquilamente, con los
brazos cruzados, que descienda la bendita experiencia de la santidad. Pueden estar seguros de esto: no vendrá,
como no vendrá una cosecha de papas al sujeto haragán que se sienta a la sombra y jamás levanta su azada, ni
trabaja durante los meses de la primavera y el verano. La regla del mundo espiritual es ésta: “Si alguno no quiere
trabajar, tampoco coma” (2 Tesalonicenses 3: 10) y “Todo lo que el hombre sembrare, eso también segará” (Gálatas
6: 7).
Por lo tanto, mediante un aplicado estudio de la Palabra de Dios, mucha oración secreta, un decidido y
completo examen de conciencia, rígida abnegación, sincera obediencia a toda luz que se tuviere actualmente, y la
concurrencia fiel y constante a las reuniones de creyentes, lo que indica la prudencia es comenzar sin pérdida de
tiempo a descubrir cuáles son esos impedimentos y, por la gracia de Dios, hacerlos a un lado, aunque ello cause
tanto dolor como cortarse la mano derecha o sacarse el ojo derecho.
Pues bien, la Biblia nos dice —y el testimonio y la experiencia de todos los santificados está de acuerdo con la
Biblia— que los dos grandes impedimentos a la santidad son: Primero, la consagración imperfecta, y segundo, la fe
imperfecta.
Antes que un relojero pueda limpiar y arreglar mi reloj, yo debo entregárselo en sus manos, sin reserva de
ninguna especie. Antes que un médico pueda curarme, debo tomar los medicamentos que me recete, de la manera
que él lo ordene y a las horas que él señale. Antes que el capitán de un buque pueda conducirme en su barco a
través del océano, debo embarcarme en su nave y quedarme allí. De igual modo, si quiero que Dios limpie y arregle
mi corazón con todos sus afectos; si es que quiero que cure mi alma enferma del pecado; si es que quiero que me
conduzca en salvo a través del océano de la vida hasta entrar en aquel otro océano, más grande aún, de la
eternidad, debo entregarme por completo en sus manos y quedarme allí. En otras palabras, debo hacer lo que él me
ordenare. Debo estar perfectamente consagrado a él.
Una capitana se arrodilló con sus soldados y cantó: “Donde quiera iré con Jesús”, pero añadió: “Sí, a cualquier
parte, menos a H..., Señor”. Su consagración era imperfecta, y hoy día se encuentra fuera de la obra. Había algunas
cosas que ella no quería hacer para Jesús, y, por consiguiente, Jesús no podía purificarla ni guardarla.
El otro día, un infeliz retrógrado me dijo que, en determinada época, comprendió que debía dejar de fumar.
Dios quería que lo hiciera, pero él se aferró al hábito y fumaba en secreto. Su imperfecta consagración impidió que
obtuviese la santidad, y lo arrastró a la ruina, de manera que hoy anda por las calles borracho, y sigue el camino
ancho que conduce al infierno.
Dentro de su corazón había deslealtad secreta, y Dios no podía purificarle ni resguardarle. Dios quiere que
seamos perfectamente leales en lo más íntimo de nuestro corazón, y lo exige, no sólo para gloria suya, sino para
nuestro propio bien; por cuanto, si podemos comprenderlo, la mayor gloria de Dios y nuestro mayor bien, son una
misma cosa.
Esta consagración consiste en que nos deshagamos completamente de nuestra propia voluntad, de nuestra
disposición, de nuestro mal genio y de nuestros deseos, gustos y aversiones, y nos revistamos por completo de la
voluntad, disposición, genio, deseos, gustos y aversiones de Cristo. En una palabra, la perfecta consagración
consiste en deshacerse del yo y el revestirse de Cristo; el abandonar nuestra propia voluntad en todo y, en su lugar,
aceptar la voluntad de Jesús. Esto podrá parecer casi imposible de realizarse, y muy desagradable a nuestro
corazón no santificado; mas si queremos prepararnos para la eternidad, y si miramos de manera inteligente y sin
vacilaciones esta puerta estrecha por la cual entran tan pocos, y le decimos al Señor que deseamos seguir por ese

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camino, aunque nos cueste la vida, el Espíritu Santo no tardará en hacernos ver que el entregarnos de ese modo a
Dios no sólo es posible, sino fácil y agradable.
El segundo impedimento que encuentra aquel que quiere ser santificado es la fe imperfecta. Cuando Pablo
escribió a su cuerpo de salvacionistas en Tesalónica, los encomió porque eran de ejemplo a todos los que han
creído en Macedonia y en Acaya, y añadió: “En todo lugar vuestra fe en Dios se ha extendido” (1 Tesalonicenses 1:
7,8). Aquel era el cuerpo de más fe en toda Europa, y su fe era tan real y tan valiente, que pudieron soportar muchas
persecuciones, según vemos en los capítulos 1:6; 2:14; 3:2-5; de manera que Pablo dice: “En medio de toda nuestra
necesidad y aflicción fuimos consolados de vosotros por medio de vuestra fe” (3:7). Fe robusta era aquélla, mas no
perfecta, pues Pablo añade: “Orando de noche y de día con gran insistencia, para que veamos vuestro rostro, y
completemos lo que falte a vuestra fe” (3:10). Y por razón de su fe imperfecta, no eran santificados; por eso vemos
que el apóstol ora: “Y el mismo Dios de paz os santifique por completo” (5:23).
Todos aquellos que son nacidos de Dios y que tienen el testimonio de su Espíritu, acerca de su justificación,
saben muy bien que no ha sido por las buenas obras que han hecho, ni por haber crecido en ella que han obtenido
la salvación, sino que fue “por gracia... por la fe” (Efesios 2:8). Pero muchísimas de estas personas parecen pensar
que mediante el crecimiento llegaremos a la santificación, o que la vamos a adquirir por nuestras propias obras. Mas
el Señor resolvió esa cuestión y la hizo tan clara como es posible hacerlo en palabras, cuando le dijo a Pablo que lo
enviaba entre los gentiles “para que abras sus ojos, para que se conviertan de las tinieblas a la luz, y de la potestad
de Satanás a Dios; para que reciban, por la fe que es en mí, perdón de pecados y herencia entre los
santificados” (Hechos 26:18). No por obras, ni por crecimiento, sino por la fe, habían de ser santificados.
Si quieren ser santos, deben acudir a Dios “con corazón sincero, en plena certidumbre de fe” (Hebreos 10:22),
y luego, si esperan pacientes delante de él, se hará la maravillosa obra.
La consagración y la fe son cosas del corazón, y ahí es donde yace la dificultad para la mayoría de las
personas; pero no hay duda de que en algunos casos la dificultad que ven algunas personas es cuestión mental. No
logran obtener la bendición porque andan en busca de algo demasiado pequeño.
La santidad es una gran bendición. Es la renovación del hombre completo, a la imagen de Jesús. Es la
completa destrucción de todo odio, envidia, malicia, impaciencia, codicia, orgullo, lujuria, temor del qué dirán, amor a
las comodidades, amor a la admiración y aplauso mundanos, amor al lujo, vergüenza de la cruz, voluntariedad y
cosas por el estilo. Hace que el que la posee sea “manso y humilde de corazón” (Mateo 11:29), como lo era Jesús;
paciente, bondadoso, longánime, misericordioso, lleno de compasión y amor; lleno de fe, benévolo y celoso en toda
buena palabra y obra.
He oído a algunas personas afirmar que eran santificadas porque habían dejado de fumar, porque ya no
usaban plumas en el sombrero, o cosas por el estilo; pero seguían siendo impacientes, no eran bondadosas y
estaban completamente embebidas en las cosas de esta vida. El resultado de esto fue que no tardaban en
desanimarse, y concluían por creer que no existía tal bendición, llegando a hacerse enemigos acérrimos de la
doctrina de la santidad. La dificultad consistía en que buscaban una bendición muy pequeña. Abandonaron ciertas
cosas externas, pero la vida íntima seguía sin crucificar. El minero lava la suciedad del mineral, pero no puede,
lavando, quitarle la escoria. Eso lo tiene que hacer el fuego, y sólo entonces quedará el oro puro. De igual modo es
necesario dejar a un lado cosas externas, pero sólo el bautismo del Espíritu Santo y del fuego, puede purificar los
deseos secretos y afectos del corazón, y hacerlo santo. Y esto es menester buscarlo ferviente y sinceramente, por
medio de la completa consagración y de la fe perfecta.
Hay otras personas que no logran recibir la bendición porque buscan algo completamente distinto de la
santidad. Quieren tener una visión del cielo, de lenguas de fuego, de algún ángel; o quieren adquirir una experiencia
que les mantenga exentas de las pruebas, tentaciones y de toda suerte de errores y debilidades; o quieren tener tal
poder que haga caer a los pecadores como muertos, cuando ellos hablan.
Pasan por alto el versículo que declara que “el propósito de este mandamiento es el amor nacido del corazón
limpio, y de buena conciencia, y de fe no fingida” (1 Timoteo 1:5); lo cual nos enseña que la santidad no es otra cosa
que un corazón puro, lleno de perfecto amor, y una conciencia limpia hacia Dios y los hombres, resultado del
cumplimiento fiel del deber, y de la fe sencilla y sin hipocresía. Olvidan el hecho de que la pureza y el amor perfecto
son tan de la naturaleza de Cristo y tan escasos en el mundo, que por sí solos son una gran bendición. Pasan por
alto el hecho de que si bien Jesús era un gran hombre, Rey de reyes y Señor de señores, era también un humilde
Carpintero que “se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo” ((Filip. 2:7). Pasan por alto el hecho de que deben
ser como fue Jesús, en este mismo mundo en que viven, y que “este mundo” es el lugar de su humillación, donde es
“despreciado y desechado de los hombres, varón de dolores experimentado en quebranto”; “sin atractivo para que le
deseemos” (Isaías 53:2,3). En este mundo, su única belleza es la del alma, “la hermosura de su santidad” (1 Crón.
16:29), aquel espíritu humilde de mansedumbre y amor, ese “incorruptible ornato de un espíritu afable y apacible,
que es de grande estima delante de Dios” (1 Pedro 3:4).
¿Tiene su alma hambre y sed de la justicia del amor perfecto? ¿Desea ser semejante a Jesús? ¿Está
dispuesto a padecer con él y a ser odiado de los hombres, por su nombre? (Mateo 10:22). Si es así, veamos lo que
nos dice la Biblia: “Despojémonos de todo peso del pecado que nos asedia” (Hebreos 12:1), “presentemos nuestros
cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es nuestro culto racional” (Romanos 12:1), “corramos con
paciencia la carrera que tenemos por delante, puestos los ojos en Jesús, el autor y consumador de la fe” (Hebreos
12:1,2). Acuda al Señor con aquella misma fe sencilla que ejerció el día en que fue salvado; ponga su caso ante él;
pídale a él que lo limpie de toda impureza y que lo perfeccione en el amor, y luego crea que él lo puede hacer. Si

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después de eso usted resiste todas las tentaciones de Satanás a dudar, pronto verá que han desaparecido los
impedimentos que antes tenía y estará regocijándose “con gozo inefable y glorioso” (1 Pedro 1:8).
“Y el mismo Dios de paz os santifique por completo; y todo vuestro ser, espíritu, alma y cuerpo, sea guardado
irreprensible para la venida de nuestro Señor Jesucristo. Fiel es el que os llama, el cual también lo hará” (1
Tesalonicenses 5:23,24).

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Wesley

22 septiembre 2010

CAPITULO 4
LAS TENTACIONES DEL HOMBRE
SANTIFICADO

“¿Cómo puede ser tentado el hombre que está muerto al pecado?” —me preguntó hace algún tiempo un
cristiano sincero pero no santificado.— “Si hasta las mismas tendencias e inclinaciones al pecado han sido
destruidas, ¿qué hay en el hombre que responda a las instancias del mal?”
Esta es una pregunta que todo hombre hace tarde o temprano, y cuando Dios me enseñó la respuesta, ella
iluminó mi senda y me ayudó a derrotar a Satanás en muy encarnizadas luchas.
El hecho es que el hombre verdaderamente santificado, el que está “muerto al pecado”, no tiene ninguna
inclinación en sí que responda a las tentaciones comunes a todo ser humano. Tal como lo declara Pablo: “No
tenemos lucha contra sangre y carne” —es decir, contra las tentaciones sensuales, carnales y mundanas que tanto
lo dominaban antes— “sino contra principados, contra potestades, contra los gobernadores de las tinieblas de este
siglo, contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes” (Efesios 6:12), es decir en su cuarto, en la
oración secreta.
Si una vez fue borracho, ya no será tentado a embriagarse, por cuanto está “muerto” y su “vida está escondida
con Cristo en Dios" (Colosenses 3:3).
Si antes fue orgulloso y vanidoso, una persona cuyo mayor deleite era vestir a la moda y cubrirse de alhajas,
ahora no se siente deslumbrado por los destellos, pompas y vana gloria de este mundo, porque ha puesto “la mira
en las cosas de arriba, no en las de la tierra” (Colosenses 3:2). Esas cosas ya no tienen para él más atracción que la
que tendrían los adornos de bronce, las plumas de águila y la pintura de guerra de los indios.
Si antes codiciaba los honores y elogios de los hombres, ahora considera todo eso como estiércol y escoria,
para poder ganar a Cristo, y tener el honor que viene únicamente de Dios.
Si antes deseó adquirir riquezas y vivir una vida holgada y cómoda, ahora desecha, gustosamente, todos los
bienes y comodidades terrenales, con tal de acumular tesoro en el cielo, y no estar envuelto en “los negocios de la
vida; a fin de agradar a aquel que lo tomó por soldado” (2 Timoteo 2:4).
No quiero decir con esto que Satán no presentará nunca ante el alma ninguno de estos placeres y honores
mundanos y carnales, con objeto de inducirla a que se aleje de Cristo, pues lo hará. Pero lo que quiero decir es que,
estando el alma “muerta al pecado”, habiendo sido destruidas hasta las raíces del pecado, ésta no responde a las
sugerencias que le hace Satanás, sino que instantáneamente las rechaza. Satanás podrá enviarle una bellísima
adúltera, como lo hizo en el caso de José en Egipto; pero este hombre santificado huirá de ella, y exclamará, como
lo hizo José: “¿Cómo... haría yo este grande mal, y pecaría contra Dios? “(Génesis 39:9).
O podrá suceder que Satanás le ofrezca gran poderío, honores y riquezas, como lo hizo con Moisés en Egipto,
mas al comparar todo esto con el poder infinito y plenitud de gloria que ha encontrado en Jesucristo, el hombre
santificado instantáneamente rehúsa la oferta que le hace el Diablo, “escogiendo antes ser maltratado con el pueblo
de Dios, que gozar de los deleites temporales del pecado, teniendo por mayores riquezas el vituperio de Cristo que
los tesoros de los egipcios” (Hebreos 11:25,26).
O bien, Satanás podría tentar su paladar con los sabrosos vinos y ricas viandas del palacio de un rey, como lo
hizo con Daniel en Babilonia; pero, como Daniel, este hombre santificado habrá propuesto en seguida “en su
corazón de no contaminarse con la porción de la comida del rey, ni en el vino que él bebía” (Daniel 1:8).
Todas estas atracciones mundanales le fueron ofrecidas a Jesús (Mateo 4:1. 11; y Lucas 4:2.13), pero vemos,
en el relato que nos hacen los apóstoles, de qué modo tan glorioso triunfó sobre cada una de las sugerencias que le
hizo el tentador. Y así como él rechazó las tentaciones de Satanás y obtuvo la victoria, así también lo hará el hombre
santificado, pues tiene a Cristo mismo, que ha entrado a morar en su corazón y a librar sus batallas, y por lo tanto
puede decir como su Señor y Maestro: “Viene el príncipe de este mundo, y el nada tiene en mí” (Juan 14:30).
En realidad, tal es la satisfacción que ha encontrado, tal la paz y el gozo de que disfruta, tal el consuelo,
pureza y poder que ha recibido de Cristo, que el poder de las antiguas tentaciones ha sido quebrantado por

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completo, y ahora disfruta de la libertad de los hijos de Dios; es libre como cualquier arcángel, porque “si el Hijo os
libertare, seréis verdaderamente libres” (Juan 8:34), con “la libertad con que Cristo nos hizo libres” (Gálatas 5:1).
Pero si bien es cierto que Cristo ha libertado al hombre santificado, y que éste no tiene que contender con las
antiguas pasiones mundanas y deseos carnales, tiene, sin embargo, que sostener una lucha continua con Satanás
para conservar su libertad. Esta lucha es la que Pablo llama “la buena batalla de la fe” (1 Timoteo 6:12).
Debe luchar para mantener firme su fe en el amor del Padre.
Debe luchar para mantener firme su fe en la sangre purificada del Salvador.
Debe luchar para mantener firme su fe en el poder santificador y guardador del Espíritu Santo.
Aunque no la ve el mundo, esta lucha es tan real como la de las batallas de Waterloo o Gettysburg, y sus
trascendentes consecuencias, ora para bien o para mal, son infinitamente mayores.
Por la fe el hombre santificado es hecho heredero de Dios y coheredero de Cristo (Rom. 8:17), de todas las
cosas, y su fe hace que sean tan reales su Padre celestial y su herencia celestial, que la influencia de estas cosas
invisibles sobrepuja por mucho a las cosas que ve con los ojos materiales, las cosas que oye con sus oídos y toca
con sus manos.
El hombre santificado dice como decía Pablo, y lo siente dentro de su corazón al decirlo, que “las cosas que
se ven son temporales”, y pronto perecerán, “pero las que no se ven” —no se ven con los ojos naturales pero sí con
los ojos de la fe— “son eternas” (2 Cor. 4:18), y permanecerán cuando “los elementos ardiendo serán desechos” (2
Pedro 3:10), y “se enrollarán los cielos como un libro”(Isaías 34:4).
Fácil es comprender que estas cosas sólo se pueden retener por medio de la fe, y mientras el hombre
santificado las retenga de ese modo, el poder de Satanás sobre él está completamente quebrantado. Esto lo sabe
muy bien el diablo, y por eso comienza sus ataques sistemáticos en contra de la fe de tal hombre.
Lo acusará de haber pecado, cuando la conciencia del hombre está tan libre de haber quebrantado
intencionalmente las leyes de Dios, como la de un ángel. Pero Satanás sabe que si logra conseguir que le escuche
está acusación, y pierda la fe en la sangre purificadora de Jesús, lo tendrá en sus garras y podrá hacer lo que quiera
con él. Satanás acusa, pues, de este modo al alma santificada, ¡y luego se torna y dice que es el Espíritu Santo el
que condena al hombre! El es “el acusador de nuestros hermanos” (Apoc. 12:10). He aquí la diferencia que debemos
observar:
El diablo nos acusa de pecado.
El Espíritu Santo nos condena por el pecado.
Si digo una mentira, si me enorgullezco, o si quebranto cualesquiera de los mandamientos de Dios, el Espíritu
Santo me condenará al momento por ello. Satanás me acusará de haber pecado cuando no lo he hecho, y no puede
probarlo.
Por ejemplo: Un hombre santificado le habla a un pecador acerca de su alma, le exhorta huir de la ira
venidera, y a que dé su corazón a Dios, pero el pecador no quiere hacerlo. Entonces Satanás comienza a acusar al
cristiano, diciéndole: “No dijiste a ese pecador lo que debiste decirle; si le hubieras hablado con acierto, se habría
entregado a Dios”.
De nada sirve ponerse a discutir con el diablo. La única cosa que el hombre puede hacer es no mirar al
acusador sino poner los ojos en el Salvador y decir: “Amado Señor, tú sabes que hice lo mejor que pude en esos
momentos, y si hice algo malo, o si dejé algo sin decir que debí haber dicho, confío en que tu sangre me limpiará en
este mismo instante”.
Si a Satanás se le hace frente de ese modo cuando comienza sus acusaciones, la fe de la persona santificada
obtendrá una victoria y ésta se regocijará en la sangre purificadora del Salvador y en el poder del Espíritu para
guardar; pero si presta oídos al diablo hasta que su conciencia y su fe se hallan heridas, podrá necesitarse mucho
tiempo para que su fe recupere otra vez las fuerzas, que la capaciten para dar voces de jubilo y triunfar en todos los
ataques que le hiciere el enemigo.
Una vez que Satanás ha herido y lastimado la fe del hombre santificado, prosigue luego a degradar el carácter
de Dios. Le sugiere al hombre que el Padre no le ama más, con aquel paternal amor que tuvo a su Hijo Jesús; no
obstante, Jesús declaró que sí le ama. Luego le sugiere que tal vez la sangre no le limpie de todo pecado y que el
Espíritu Santo no puede guardar a nadie inmaculado, o, al menos, que aunque pudiera hacerlo, no lo hace; y que,
después de todo, aquí en el mundo no existe, tal como se estima, una vida santa.
Otro resultado de las heridas recibidas por la fe, es que las oraciones secretas del hombre pierden mucho de
la bendición que antes le producían; el deseo intenso que tenía de hablar a las almas acerca de la salvación
disminuye; el gozo que antes tenía en testificar acerca de su Señor y Salvador Jesucristo es menor, y pláticas
heladas reemplazarán a los entusiastas testimonios; la Biblia cesará de ser constante fuente de bendición y
fortaleza. Conseguido esto, el diablo le tentará a que peque de hecho, a causa del descuido de algunos de estos
deberes.
Pues bien, si el hombre escucha a Satanás y comienza a dudar, ¡ay de su fe! Si no clama con todas sus
fuerzas a Dios, si no escudriña las Escrituras para enterarse de cuál sea la voluntad de Dios, y habiendo visto cuáles

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son sus promesas, apropiándose de ellas; reclamándolas diariamente, como lo hizo Jesús, quien “en los días de su
carne”, ofreció “ruegos y súplicas con gran clamor y lágrimas al que le podía librar de la muerte” (Hebreos 5:7); si él
no le echa en cara a Satanás estas promesas, y de manera resoluta cierra sus ojos a todas las sugerencias que le
hiciere el Diablo a que dude de Dios, será sólo cuestión de tiempo para que figure entre aquellos que “tienen nombre
de estar vivos, pero están muertos” (Apoc. 3:1); tienen “apariencia de piedad” mas niegan la eficacia de ella (2 Tim.
3:5); cuyas oraciones y testimonios están muertos; cuyo estudio de la Biblia, exhortaciones y obras están muertas,
por cuanto no tienen fe viva; finalmente llegará a ser un retrógrado declarado.
¿Qué debe hacer el hombre santificado para vencer el mal?
Escuchen lo que dice Pedro: “Sed sobrios, y velad” (es decir, mantened vuestros ojos abiertos), “porque
vuestro adversario el diablo, como león rugiente, anda alrededor buscando a quien devorar; al cual resistid firmes en
la fe” (1 Pedro 5:8,9).
Escuchen a Santiago: “Resistid al diablo, y huirá de vosotros” (4:7).
Oigan a Pablo: “Pelea la buena batalla de la fe” (l Timoteo 6:12). “El justo por la fe vivirá” (Romanos 1:1 7).
“Sobre todo, tomad el escudo de la fe, con que podáis apagar todos los dardos de fuego del maligno” (Efesios 6:16).
Y Juan dice: “Esta es la victoria que vence al mundo, nuestra fe” (1 Juan 5:4). “Y ellos le han vencido” (al
Diablo, el acusador de los hermanos) “por medio de la sangre del Cordero” (en cuya sangre tenían una fe como de
niños) “y de la palabra del testimonio de ellos” (porque si un hombre no testifica, su fe no tardará en morir),”y
menospreciaron sus vidas hasta la muerte” (Apoc. 12:11); obedecieron a Dios a todo costo, y se abnegaron hasta el
último extremo.

Pablo atribuye igual importancia al testimonio cuando dice: “Mantengamos firme, sin fluctuar, la profesión de nuestra
esperanza” (Hebreos 10:23). “Mirad hermanos, que no haya en ninguno de vosotros corazón malo de incredulidad
para apartarse del Dios vivo” (Hebreos 3:12). “No perdáis, pues, vuestra confianza, que tiene grande
galardón” (Hebreos 10:35).

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22 septiembre 2010

CAPITULO 5
DESPUES DE LA REUNION DE SANTIDAD

¿Estuvo usted en la reunión de santidad?


¿Pasó usted al banco de penitentes?
¿Purificó Jesús su corazón?
¿Recibió usted el Espíritu Santo?
Si usted se entregó a Dios del mejor modo, según sus conocimientos, pero no recibió el Espíritu Santo, no se
desaliente por eso. No dé un paso atrás. Deténgase donde está, y mantenga firme su fe. El Señor quiere bendecirle.
Siga usted mirando a Jesús, y crea firmemente que él satisfará los deseos de su corazón. Dígale que usted espera
que él así lo hará, y reclámeselo de acuerdo con las promesas que él mismo ha hecho, cuando dice: ‘Porque yo sé
los pensamientos que tengo acerca de vosotros, dice Jehová, pensamientos de paz, y no de mal, para daros el fin
que esperáis. Entonces me invocaréis, y vendréis y oraréis a mí, y yo os oiré; y me buscaréis y hallaréis porque me
buscaréis de todo vuestro corazón; y seré hallado por vosotros, dice Jehová” (Jeremías 29:11-14). Esta es una
maravillosa promesa, y es para usted.
¿Le ha tentado a usted el Diablo, más que nunca, desde aquella fecha? Pues bien, aquí tiene usted otra
promesa para su alma: “Pobrecita, fatigada con tempestad, sin consuelo; he aquí yo cimentaré tus piedras sobre
carbunclo, y sobre zafiros te fundaré. Tus ventanas pondré de piedras preciosas, tus puertas de piedra de carbunclo,
y toda tu muralla de piedras preciosas... Con justicia serás adornada” (Isaías 54:11, 12, 14). Dios va a hacer cosas
maravillosas para usted, si mantiene usted firme su fe y su entereza.
Indudablemente algunos de ustedes no sólo se han entregado a Dios, sino que Dios también se ha entregado
a ustedes. Han recibido el Espíritu Santo. Cuando él entró, salió todo egoísmo. Sintieron horror, desprecio de
ustedes mismos, y se consideraron como nada; al mismo tiempo Jesús llegó a ser para ustedes todo en todo. Eso es
lo primero que hace el Espíritu Santo cuando entra al corazón en toda plenitud: glorifica al Señor Jesucristo; le
vemos de manera que jamás le hemos visto antes; le amamos; le adoramos, y le damos todo honor, gloria y poder; y
comprendemos, como nunca lo hicimos antes, que por medio de su preciosa sangre, somos salvados y santificados.
El Espíritu Santo no atraerá la atención sobre sí, sino que señalará a Jesús. El “no hablará por su propia cuenta... El
me glorificará; porque tomará de lo mío, y os lo hará saber” —dijo Jesús. Y también dijo: “El dará testimonio acerca
de mí” (Juan 16:13,14; 15:26).
El Espíritu Santo no viene tampoco a revelarnos ninguna nueva verdad, sino más bien para hacernos
comprender las antiguas verdades dichas por Jesús, y también las que dijeron los profetas por él inspirados: “El os
enseñará todas las cosas, y os recordará todo lo que os he dicho” (Juan 14:26). El hará que la Biblia sea un nuevo
libro para ustedes; él les hará recordar lo que lean; él les enseñará cómo aprovechar sus enseñanzas y cómo
aplicarlas a la vida diaria, de modo que sean guiados por sus enseñanzas.
La razón por qué hay quienes se confunden con lo que dice la Biblia, es porque no tienen el Espíritu Santo, y
por lo tanto no tienen quién les enseñe su significado. Un cadete o un humilde soldado, lleno del Espíritu Santo,
puede decir más acerca del real y profundo significado de la Biblia, que todos los doctores y profesores de teología
que no están bautizados por el Espíritu Santo. El Espíritu Santo les hará amar la Biblia, y dirán como Job: “Guardé
las palabras de su boca más que mi comida” (Job 23:12), y como el Salmista, exclamarán diciendo que sus palabras
son “dulces más que miel, y que la que destila del panal” (Salino 19:10). Ningún libro ni periódico puede reempla-
zarla, y como el hombre bienaventurado meditarán en ella “de día y de noche” (Salmo 1:2; Josué 1:8). El les hará
temblar con las amonestaciones de la palabra de Dios (Isaías 66:2), se regocijarán en sus promesas y se deleitarán
en sus mandamientos. No quedarán satisfechos con nada que no sea la Biblia íntegra, y dirán con Jesús: “No sólo
de pan vivirá el hombre, sino de toda la palabra que sale de la boca de Dios” (Mateo 4:4); y comprenderán lo que
quiso decir Jesús cuando dijo: “Las palabras que yo os he hablado son espíritu y son vida” (Juan 6:63).
Mientras ustedes obedecen humildemente y andan con espíritu humilde como el de una criaturita, confiando
en que la sangre de Jesús les limpia de todo pecado, el Consolador morará con ustedes, y la experiencia mínima de
su espíritu será “perfecta paz”. Como Pablo, tal vez serán trasladados “al paraíso” y escucharán palabras inefables
que no le es dado al hombre expresar (2 Corintios 12:4). ¡Oh, hay indescriptibles “anchuras y larguras, y
profundidades y alturas” del amor de Dios, en el cual ustedes se pueden regocijar, y que pueden descubrir con el
telescopio y microscopio de la fe! ¡Gloria a Dios! No deben temer que dicha experiencia se desgaste o pierda su

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vigor. Dios es infinito y la limitada mente y corazón de ustedes no pueden agotar las maravillas de su sabiduría, de
su bondad, de su gracia y de su gloria, en el breve lapso de tiempo de una vida. ¡Loado sea Dios, aleluya!
No piensen por eso que “cuando baja la marea” es señal de que el Consolador les ha dejado. Bien recuerdo
cómo yo, después de haber recibido el Espíritu Santo, anduve durante semanas bajo el peso del gozo y gloria
divinos, a tal punto que me parecía que mi cuerpo no podría soportarlo. Después de eso el gozo comenzó a mermar,
y se alternaban los días de gozo y paz; y aquellos días en que no disfrutaba de ninguna experiencia especial, el
Diablo me tentaba haciéndome pensar que de algún modo yo había ofendido al Espíritu Santo, y que, por
consiguiente, éste me iba a dejar. Pero Dios me hizo ver que esa es una mentira del Diablo, y que yo debía
mantener “la profesión de mi esperanza (fe) firme, sin fluctuar” (Hebreos 10:23). Así pues, yo les puedo decir: No
crean que él les ha dejado, sólo porque no se sienten henchidos de emoción. Mantengan firme su fe. El está con
ustedes y no les dejará, después de todas las dificultades que debió vencer para poder entrar a sus corazones, sin
antes decirles el por qué. El Espíritu Santo no es caprichoso ni veleidoso. El tiene que luchar mucho antes de poder
penetrar a un corazón, y luchará mucho antes de dejarlo, a menos que uno, voluntariamente, endurezca el corazón y
lo despida.
Pero yo no escribo esto para aquellos que son descuidados, y a quienes no les da nada ofender al Espíritu
Santo, sino que me dirijo a aquellos que son de corazón tierno, que le aman y que preferirían morir antes que verle
fuera de sus corazones. A ustedes les digo: Confíen en él. Cuando yo estuve casi a punto de aceptar la mentira del
Diablo que me decía que el Señor me había dejado, Dios me dio este texto:”Los hijos de Israel... tentaron a Jehová,
diciendo: ¿Está, pues, Jehová entre nosotros o no? “(Éxodo 17:7).
Comprendí que dudar de que Dios estaba conmigo, aun cuando yo no percibiese de manera especial su
presencia en mí, era tentarle; le prometí, por consiguiente, al Señor no dudar más, sino que creería en él con
verdadera fe. ¡Loores a Dios para siempre! El no me ha dejado aún, y estoy seguro de que nunca me dejará. Yo
puedo confiar en mi esposa aun cuando no la vea, y de igual modo he aprendido a confiar en mi Señor, aun cuando
no siempre sienta dentro de mí las vivas sensaciones de su poder. Yo le digo que confío en él, y creo que está
conmigo, y no quiero complacer al Diablo dudando.
Cabalmente en este punto, después de haber recibido el Espíritu Santo, muchas personas sufren confusiones.
En los momentos de tentación creen que él les ha dejado; y en vez de confiar en él, reconocer su presencia y
agradecerle por haber condescendido a entrar en tan humilde morada, como es la de sus corazones, comienzan a
buscarle como si él no hubiese entrado aún, o como si se hubiese retirado. Debieran, inmediatamente, cesar de
buscarle y comenzar a combatir al Diablo, por la fe, diciéndole que se aparte de ellos, alabando, al mismo tiempo al
Señor por acompañarles con su presencia. Si buscan luz cuando la tienen, ustedes hallarán oscuridad y confusión;
de igual modo, si comienzan a buscar el Espíritu Santo, cuando ya lo tienen, lo ofenderán. Lo que él quiere es que
ustedes tengan fe. Por lo tanto, habiéndole recibido en sus corazones, reconozcan continuamente su presencia,
obedézcanle, gloríense en él, y él estará con ustedes para siempre (Juan 14:16). Su presencia les dará fortaleza.
No sigan buscando y pidiendo más poder, sino busquen más bien, por medio de la oración, la vigilancia, el
estudio de la Biblia y el aprovechamiento sincero de cada oportunidad que se les presente, ser utilizados como
conductores del poder del Espíritu Santo que está en ustedes. Crean en Dios y no obstruyan el camino al Espíritu
Santo a fin de que él pueda obrar por intermedio de ustedes. Pídanle que les enseñe y dirija, para que no le sean
estorbo en su obra. Traten de pensar sus pensamientos, hablar sus palabras, sentir su amor, y ejercer su fe.
Procuren que él les guíe, de tal modo que oren cuando él quiere que así lo hagan; que canten, cuando él quiera que
canten, y —por último—, aunque no es esto lo menos importante, que guarden silencio cuando él quiera que estén
en silencio. Vivan en el Espíritu. Anden en el Espíritu (Gálatas 5:25). Sean llenos del Espíritu (Efesios 5:18).
Finalmente, les diré que no debe causarles sorpresa si sufren tentaciones muy inusuales. Recordarán que fue
después que Jesús hubo sido bautizado con el Espíritu Santo, cuando fue llevado al desierto para ser tentado del
Diablo durante cuarenta días y cuarenta noches. (Vean Mateo 3:16,17 y 4:1-3). “El discípulo no es más que su
maestro” (Mateo 10:24). Así, pues, “tened por sumo gozo cuando os halléis en diversas pruebas” (Santiago 1:2). Las
mismas tribulaciones y tentaciones los pondrán a ustedes en más íntima relación con Jesús; por cuanto ustedes
deben ser como él fue. Recuerden que él dijo: “Bástate mi gracia”, y está escrito de él: “Pues en cuanto él mismo
padeció siendo tentado, es poderoso para socorrer a los que son tentados” (Hebreos 2:18); y dice en otro lugar:
“Porque no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades sino uno que fue
tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado” (Hebreos 4:15). Mas “¿qué, pues, diremos a esto? Si
Dios es por nosotros. ¿quién contra nosotros? “(Romanos 8:3 1).
Sean fieles, llenos de fe y podrán decir como dijo Pablo: “En todas estas cosas somos más que vencedores
por medio de aquel que nos amó. Por lo cual estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados,
ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar
del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro” (Romanos 8:37.39).

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Wesley

22 septiembre 2010

CAPITULO 6
“PELEA LA BUENA BATALLA DE LA FE”
(1 Timoteo 6:12)

Un amigo, en cuya casa me hospedé una vez, me dijo que había obtenido la bendición de un corazón limpio, y
testificó este hecho a la mañana siguiente, mientras nos hallábamos a la mesa a la hora del desayuno. Dijo que
había dudado acerca de que hubiese realmente experiencia tal; pero desde que había comenzado a concurrir al
Ejército de Salvación había estudiado la Biblia con más detenimiento y observado las vidas de aquellos que la
profesaban, y desde entonces había arribado a la conclusión de que no podía servir a Dios sin que su corazón fuese
santificado. Pero la dificultad yacía en llegar al punto en que tomase el don de la santidad, para sí, por medio de la
fe. Dijo que había esperado recibirla algún día. Había anhelado que llegase el día cuando sería puro; mas llegó el
momento cuando comprendió que debía reclamar el precio o don “en el instante”, y allí, en ese instante y en ese
momento, comenzó su lucha de fe. El echó mano a un lado de la promesa y el Diablo empuñó el otro extremo, y
lucharon para conseguir la victoria.
El Diablo había logrado obtener la victoria muchas veces antes; pero esta vez el hombre no quiso
desprenderse de su confianza, sino que se allego “confiadamente al trono de la gracia”, y obtuvo misericordia y halló
gracia que le ayudó en el momento oportuno (Heb. 4:16); el Diablo fue vencido por la fe, el hermano salió de allí
disfrutando de la bendición de un corazón limpio, y esa mañana pudo decir: “Anoche Dios me llenó de su Espíritu”, y
el tono alegre de su voz y la alegría que se reflejaba en su rostro confirmaban la veracidad de sus palabras.
La última cosa que tiene que dejar el alma, al buscar la salvación o la santificación es el “corazón malo de
incredulidad” (Hebreos 3:12). Esta es la fortaleza de Satanás. Tal vez logren desalojarle de todas sus avanzadas, y
él no se sentirá muy preocupado, mas si asaltan esta ciudadela, les resistirá con todas las mentiras y toda la astucia
de que es capaz. A él no le incomoda mucho que la gente deje de cometer pecados abiertamente. Un pecador
“decente” le satisface tanto como uno que haya perdido la reputación. En realidad me parece que hay algunas
personas que son peores de lo que el Diablo quiere que sean, pues sirven para darle mala fama a él. Tampoco le
incomoda que la gente abrigue algunas esperanzas de salvación y pureza; en realidad, sospecho que él prefiere que
vivan así siempre de esperanzas, con tal de que se detengan ahí no más. Pero inmediatamente que un alma dice:
“Quiero saber si soy realmente salvada, ahora; quiero recibir la bendición ahora; no puedo seguir viviendo sin el
testimonio del Espíritu que me diga que Jesús me salva ahora y que me purifica ahora “, el Diablo comienza a rugir,
a mentir y a emplear todo su ingenio a fin de engañar al alma y apartarla a algún otro camino, o la arrulla hasta que
se duerma, prometiéndole que obtendrá la victoria algún otro día.
Aquí es donde comienza realmente el Diablo. Hay muchas personas que dicen que están luchando contra el
Diablo, pero que de hecho no saben lo que es luchar con él. Esa lucha es una lucha de fe, en la cual el alma se
apodera de las promesas de Dios, y se aferra a ellas, creyéndolas fieles, y declara que ellas son ciertas, a pesar de
las mentiras que diga el Diablo, y a pesar de las circunstancias y los sentimientos contrarios que tuviere, y obedece a
Dios, ya sea que vea que Dios está cumpliendo sus promesas o no. Cuando el alma llega al punto en que hace esto,
y retiene firme la profesión de fe sin fluctuar, muy pronto saldrá de las tinieblas y del crepúsculo de la duda, y entrará
al pleno día de la perfecta certidumbre de que Dios le ha salvado y santificado. ¡Alabado sea Dios! Sabrá que Jesús
salva y santifica, y será lleno de gozo que, aunque al mismo tiempo le humilla, le hace sentir el amor y favor eternos
de Dios.
Un camarada, a quien amo como a mi propia alma, buscó la bendición de un corazón limpio, y dejó todo,
menos su “corazón malo de incredulidad”. Pero él no se dio cuenta que seguía aferrándose a eso. Esperaba que
Dios le diera la bendición. El Diablo le dijo al oído: “Dices que estás sobre el altar de Dios, pero no sientes ninguna
diferencia de lo que sentías antes”. El “corazón malo de incredulidad” tomó la parte del Diablo dentro del alma del
pobre hombre y le dijo que así era en realidad. El pobre hombre se desalentó y el Diablo obtuvo la victoria.
Volvió a entregarse a Dios nuevamente, después de una ruda lucha: entregó todo menos “el corazón malo de
incredulidad”. De nuevo le susurró el Diablo: “Dices que te has entregado por completo a Dios, pero no sientes nada
de lo que dicen otras personas que sintieron en la ocasión cuando rindieron todo a Dios”. El “corazón malo de
incredulidad” volvió a decir: “Es verdad”, Y el hombre cayó otra vez, víctima de su incredulidad.
Por tercera vez, después de mucho esfuerzo, volvió a buscar la bendición, y le dio a Dios todo, menos el
“corazón malo de incredulidad”. El Diablo le dijo por tercera vez: “Tú dices que eres completamente de Dios, pero
mira el mal genio que tienes; ¿cómo sabes tú si la semana entrante no te sobrevendrá una tentación inesperada que

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te haga caer? “ Por tercera vez volvió a decirle al Diablo: “Es verdad”, y por tercera vez nuestro hermano fue
derrotado, sin lograr conseguir el anhelado triunfo.
Pero al fin se sintió tan desesperado buscando a Dios y en sus ansias de obtener la santidad y el testimonio
del Espíritu, que en seguida estuvo dispuesto que Dios le hiciera ver toda la maldad de su alma, y Dios le demostró
que su “corazón malo de incredulidad” había estado escuchando la voz del Diablo y tomando su parte todo el tiempo.
Las personas buenas, aquellos que profesan ser cristianos, no quieren admitir que queda en ellos algún resto de
incredulidad; pero mientras no reconozcan todo el mal que hay en ellos, y tomen la parte de Dios, aunque tal actitud
sea en contra de ellos mismos, él no puede santificarles.
Volvió a poner todo sobre el altar y le dijo a Dios que confiaría en él. El Diablo volvió a susurrarle al oído: “No
sientes nada nuevo”; pero esta vez el hombre hizo callar al “espíritu maligno de incredulidad”, y replicó: “No me
importa, aunque no sienta nada diferente, yo soy del Señor”.
“Pero no sientes lo que dicen que sienten otras personas”, susurró el Diablo.
“No me importa eso, soy del Señor, y él puede bendecirme o no, según le plazca”.
“Pero, ¿qué acerca de tu mal genio?
“Eso a mí no me importa nada; yo soy del Señor y voy a confiar en que el me ayudará a librarme de mi mal
genio; soy del Señor”.
Y ahí se quedó, resistiendo al Diablo, “firme en la fe” y rehusó prestar oído al “corazón malo de incredulidad”,
durante todo ese día y noche, y el día siguiente. Después de eso hubo tranquilidad en su alma, y se hizo la firme
determinación de quedarse siempre inmovible en las promesas, de Dios, ora le bendijese Dios o no. La noche
siguiente, a eso de las diez, mientras se preparaba para retirarse a dormir, sin pensar en que iba a suceder algo
extraordinario, Dios cumplió su antigua promesa: “Vendrá súbitamente a su templo el Señor a quien vosotros
buscáis” (Malaquías 3:1). Jesús, el hijo de Dios, —el que vive y fue muerto, pero ahora vive “por los siglos de
siglos” (Apoc. 1:18)— le fue revelado y manifestado a su alma, a tal punto que se sintió maravillado, fuera de sí, y
prorrumpió en amor y preces a Aquel que le había bendecido de ese modo. ¡Oh, cómo alabó a Dios su Salvador!
¡Cuánto se regocijó por haber mantenido firme su fe y por haber resistido al Diablo!
A este punto es al que debe llegar toda alma que entra al reino de Dios. El alma debe morir al pecado, debe
renunciar y dejar a un lado toda duda. Debe consentir a ser crucificada con Cristo (Gál. 2:20) ahora; y al hacer eso,
tocará a Dios, sentirá el fuego de su amor y será lleno de su poder, tan ciertamente como el tranvía eléctrico recibe
la electricidad y poder cuando se halla debidamente conectado con el cable, conductor de la corriente.
Dios les bendiga, hermanos míos y hermanas mías, y que él les ayude a ver que ahora es “el tiempo
aceptable” (2 Corintios 6:2). Recuerden que si se han entregado por completo a Dios, todo lo que les inspire dudas
es de Satanás, y no de Dios. Dios les ordena resistir al Diablo, permaneciendo “firmes en la fe”. “No perdáis, pues,
vuestra confianza, que tiene grande galardón” (Hebreos 10:35)

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22 septiembre 2010

CAPITULO 7
EL CORAZON DE JESUS

Oh dame un corazón

Igual a ti, Señor,


Con tu sacro poder
Yo podré siempre ser
Igual a ti, Señor.

Una mañana cantamos esta estrofa con toda nuestra fuerza en una de esas horas de contrición y
recogimiento, cuando yo estaba en nuestra escuela de cadetes, y por lo menos uno de mis compañeros de estudio
comprendió las palabras, y el espíritu del canto se apoderó de él.
Al final de la reunión se acercó a mí con mirada grave y, con acento sincero, me preguntó: “¿Cree usted que
realmente somos sinceros al decir que podemos tener un corazón como el de Jesús? “Yo le repliqué que estaba
seguro de ello y que el Señor Jesús quiere darnos corazones como el suyo:
Un nuevo y puro corazón,

Henchido de tu amor;
Sin mácula o condenación,
Igual a ti, Señor.
Contrito y manso corazón,
Creyente, limpio y fiel.

Ciertamente, Jesús fue “el primogénito entre muchos hermanos” (Rom. 8:29). El es nuestro “hermano mayor”,
y nosotros debemos ser semejantes a el. “Como él es, así somos nosotros en este mundo” (1 Juan 4.17), y "el que
dice que permanece en él, debe andar como él anduvo” (1 Juan 2:6). Pero es imposible que andemos con él o que
vivamos como él, si no tenemos un corazón semejante al suyo.
No podemos dar la misma especie de fruto a menos que seamos la misma clase de árbol. Por eso él quiere
hacer que seamos semejantes a él. Juzgamos a los árboles por los frutos que dan; de igual modo juzgamos a Jesús,
y así vemos qué clase de corazón tuvo.
En él hallamos amor; deducimos, por consiguiente, que Jesús tuvo un corazón amoroso. El dio el preciado
fruto del amor perfecto. En su amor no había lugar para el odio, no había rencor, ningún deseo de venganza, ningún
egoísmo; él amaba a sus enemigos, y oró por sus asesinos. No fue un amor variable, que cambiaba cada nueva
luna, sino que fue un amor invariable y eterno. El dijo: “Con amor eterno te he amado” (Jeremías 31:3). ¡Oh, loado
sea Dios! ¡Cuán maravilloso es eso!
Esa es la clase de amor que él quiere que tengamos. Escuchen: “Un nuevo mandamiento os doy: que os
améis unos a otros, como yo os he amado” (Juan 13:34). Esa es una cosa tremenda: ordenarme que yo ame a mi
hermano con el mismo amor con que Jesús me ama a mí; pero eso es realmente lo que dice; para poder hacerlo
debo tener un corazón semejante al de Jesús.
Sé que si examinamos el amor, éste incluye todas las demás gracias; pero echemos una mirada al corazón de
Jesús para ver algunas de esas gracias:
Jesús tenía un corazón humilde.
El dijo, refiriéndose a sí mismo: “Soy manso y humilde de corazón” (Mateo 11:29); y Pablo nos dice: “Se
despojó a sí mismo, tomando forma de siervo… y se humilló a sí mismo”.
¡Alabado sea su amado nombre! El se humilló, pues, aunque era el Señor de la vida y de la gloria; él
condescendió a nacer de una humilde virgen en un mesón, y durante treinta años vivió como un carpintero
desconocido; después escogió vivir entre los pobres, los ignorantes y los vilipendiados, en vez de buscar la
compañía de los ricos, los nobles y los entendidos. Si bien vemos que Jesús jamás se sintió incómodo en presencia
de aquellos que eran favorecidos con las grandezas de este mundo, ni con los sabios y eruditos, no obstante, su
corazón sencillo y humilde hacía que encontrase a sus amistades entre la gente humilde, obrera y del pueblo. El se
apegó a ellos; él no consintió en que lo elevasen; ellos quisieron hacerlo, pero él se alejó, y se retiró a orar entre los

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cerros, después de lo cual regresó y predicó un sermón tan franco y directo, que casi todos sus discípulos le
abandonaron.
Poco antes de su muerte, tomó el lugar humilde del esclavo y lavó los pies de sus discípulos; después dijo:
“Porque ejemplo os he dado, para que como yo os he hecho, vosotros también hagáis” (Juan 13: 1 5).
¡De cuánta ayuda fue para mí eso, durante el período que pasé en la escuela de cadetes! Al segundo día de
mi llegada a dicho instituto de preparación de oficiales, me mandaron a un oscuro sótano y me ordenaron que
lustrase una carrada de zapatos sucios para los cadetes. El Diablo se me acercó y me recordó que pocos días antes
yo había recibido mis títulos universitarios, que había pasado dos años en un importante colegio teológico, había
sido pastor de una iglesia metropolitana, acababa de dejar la obra de evangelista, en el desempeño de la cual había
visto a centenares de personas acudir en busca del Salvador, y que ahora estaba lustrando zapatos para una partida
de muchachos ignorantes. ¡El Diablo es mi viejo enemigo! Pero yo le recordé el ejemplo que me había dejado mi
Señor, y me dejó. Jesús dijo: “Si sabéis estas cosas, bienaventurados seréis, si las hacéis” (Juan 13: 17). Yo las
estaba haciendo, el Diablo lo sabía y me dejó. Yo me sentí feliz. Ese pequeño sótano se convirtió en una de las
antesalas del cielo, y mi Señor me visitó allí.
“Dios resiste a los soberbios, y da gracia a los humildes” (Santiago 4:6). Si quieren tener un corazón
semejante al de Jesús, tendrá que ser un corazón lleno de humildad, que “no se ensancha”, que “no busca lo suyo” (l
Cor. 13:4,5). “Revestíos de humildad” (1 Pedro 5:5).
Jesús era manso de corazón.
Pablo se refiere a “la mansedumbre y modestia de Cristo” (2 Cor. 10:1), y Pedro nos dice que “cuando le
maldecían, no respondía con maldición; cuando padecía, no amenazaba, sino encomendaba la causa al que juzga
rectamente” (1 Pedro 2:23). Cuando le hirieron él no retorno el castigo; no hizo nada para justificarse, sino que se
encomendó a su Padre celestial y esperó. “Angustiado él, y afligido, no abrió su boca: como cordero fue llevado al
matadero; y como oveja delante de sus trasquiladores, enmudeció y no abrió su boca” (Isaías 53:7)
Esa fue la perfección de su humildad. No sólo dejaba de responder cuando decían mentiras acerca de él, sino
que soportó los más crueles y vergonzosos vejámenes. “De la abundancia del corazón habla la boca” (Mateo 12:34),
y por cuánto su bendito corazón estaba henchido de humildad, él no contestaba con aspereza a sus enemigos.
Esa es la clase de corazón que él quiere que tengamos cuando nos dice: “No resistáis al que es malo; antes, a
cualquiera que te hiera en la mejilla derecha, vuélvele también la otra;... y a cualquiera que te obligue a llevar carga
por una milla, ve con él dos” (Mateo 5:39,41).
Conozco a un hermano de color de una estatura de cosa de seis pies; de ancho pecho y musculosos brazos, a
quien le hicieron bajar de un tranvía de manera indecente y brutal, pero donde tenía tanto derecho de estar como el
propio conductor. Alguien que sabía la fama que había tenido como pugilista, le dijo: “¿Por qué no le das una
trompada, Jorge?”.
“No puedo pelear con él, porque Dios me ha quitado todo espíritu de contienda”, replicó Jorge. “Cuando se
mete un cuchillo al fuego y se le destempla, pierde el filo y no corta”, añadió, lleno de regocijo.

“Bienaventurados los mansos” (Mateo 5:5), porque él “hermoseará a los humildes con la salvación” (Salmo 149:4).

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22 septiembre 2010

CAPITULO 8
EL SECRETO DEL PODER

“Los que esperan a Jehová tendrán nuevas fuerzas” (Isaías 40:31).


Si yo estuviese moribundo, y tuviese el privilegio de dar la última exhortación a todos los cristianos de la tierra,
les diría: “Esperad en Dios”
Dondequiera que voy encuentro retrógrados —retrógrados metodistas, bautistas, salvacionistas—, toda suerte
de retrógrados, por millares, a tal punto que duele el corazón al pensar en el gran ejército de almas desalentadas, de
la manera cómo han ofendido al Espíritu Santo, y de la manera cómo han tratado al Señor Jesús.
Si se preguntase a estos retrógrados la causa de su condición presente, darían diez mil razones diversas;
pero, después de todo, sólo hay una, y es la siguiente: No esperaron en Dios. Si hubiesen esperado en él, cuando
ocurrió el feroz ataque que echó por tierra su fe, les privó de su valor y aniquiló su amor, habrían renovado sus
fuerzas, y se habrían sobrepuesto a los obstáculos, como si hubiesen tenido alas de águilas. Habrían corrido por en
medio de sus enemigos, sin cansarse; habrían andado por entre medio de las tribulaciones, sin desmayar.
Esperar en Dios significa algo más que el invocar una oración de treinta segundos, al levantarse por la
mañana y al irse a dormir por la noche. Podrá ser una oración que se aferre a Dios y salga con la bendición, o
podrán ser una docena de oraciones que llaman y persisten, Sin cejar, mientras que Dios no levante su brazo
poderoso, en auxilio del alma que le implora.
Hay un acercarse a Dios; un golpear a las puertas del cielo; un suplicar por las promesas; un razonar con
Jesús; un olvido de uno mismo; un desprendimiento de todo lo terrenal; un asirse a Dios, con la determinación de no
cejar nunca, que pone todas las riquezas de la sabiduría, poder y amor del cielo a disposición de un hombre
pequeñito, de modo que grita y triunfa, cuando todos los demás tiemblan, flaquean y huyen, y llega a ser vencedor
frente a la misma muerte y del infierno.
Es, cabalmente, en la tensión de sazones de espera en Dios, cuando toda gran alma recibe la sabiduría y
fuerza que asombra a otras personas. Ellos podrían ser también “grandes en los ojos de Dios” si esperasen en él y
fuesen fieles, en lugar de ponerse inquietos y correr de un hombre a otro en busca de ayuda, cuando llega el
momento de prueba.
El Salmista había pasado por gran tribulación, y he aquí lo que dice respecto a su liberación: “Pacientemente
esperé a Jehová, y se inclinó a mí, y oyó mi clamor. Y me hizo sacar del pozo de la desesperación, del lodo
cenagoso; puso mis pies sobre peña, y enderezó mis pasos. Puso luego en mi boca cántico nuevo, alabanza a
nuestro Dios. Verán esto muchos, y temerán, y confiarán en Jehová” (Salmo 40:1-3).
El otro día fui a un cuerpo chico y pobre, donde casi todo había ido mal. Muchos estaban fríos y desalentados,
pero encontré a una hermana cuyo rostro irradiaba con una alegría admirable y de sus labios emanaban dulces y
gratas preces a Dios. Ella me contó cómo había visto caer a los demás a su alrededor, cómo había contemplado la
manera descuidada de tantos de ellos, y cómo había visto declinar la piedad en el cuerpo, a tal punto que le había
dolido el corazón; y cómo se sintió desalentada y a punto de resbalar y caer. Pero acudió a Dios, y se postró ante él,
y oró y esperó, hasta que él se allegó a ella y le hizo ver el terrible precipicio delante del cual se encontraba; le hizo
ver que lo que ella debía hacer era seguir a Jesús, andar delante de él con corazón perfecto, y que ella debía
aferrarse a él aunque todo el cuerpo retrogradase. Entonces ella confesó todo lo que Dios le había revelado: confesó
cuán cerca había estado de unirse al gran ejército de retrógrados, por haberse ocupado de contemplar a otros, en
vez de mirar a Jesús. Se humilló delante de él, y renovó su pacto, hasta que un gozo indecible inundó su corazón.
Dios llenó su alma de sacro amor y con la gloria de su divina presencia.
Me dijo, además, que al día siguiente temblaba de miedo, al pensar en el terrible peligro en que había estado
y me aseguró que ese tiempo de espera en Dios, en el silencio de la noche, la salvó, y ahora su corazón estaba lleno
de segura esperanza con respecto a lo que ella concernía, y no sólo con respecto a ella, sino también con respecto
al porvenir del cuerpo. ¡Ojalá tuviésemos diez mil soldados como ella!
David dijo: “Alma mía, en Dios solamente reposa, porque él es mi esperanza” (Salmo 62:5). Y en otro lugar
declara: “Esperé yo a Jehová, esperó mi alma; en su palabra he esperado” (Salmo 130:5); y luego da su sonora
exhortación y nota de estímulo para ustedes y para mí: “Aguarda a Jehová; esfuérzate, y aliéntese tu corazón; sí,
espera a Jehová” (Salmo 27:14).

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El secreto de todos los fracasos, y de todo verdadero éxito, se halla oculto en la actitud del alma en su relación
privada con Dios. El hombre que valientemente espera en Dios, forzosamente tendrá éxito. No puede fracasar. Tal
vez parezca a los demás, por el momento, que ha fracasado, pero al fin y al cabo, los demás verán lo que él vio todo
el tiempo; es decir, que Dios era con él, haciendo que fuese un hombre próspero, a pesar de todas las apariencias.
Jesús explicó cuál era el secreto de esto cuando dijo: “Mas tú, cuando ores, entra en tu aposento, y cerrada la
puerta, ora a tu Padre que está en secreto; y tu Padre que ve en lo secreto te recompensará en público” (Mateo 6:6).
Sepan, pues, que todo fracaso tiene origen en el aposento privado; en el descuido de esperar en Dios, hasta
que estemos llenos de sabiduría, revestidos de poder y ardiendo con el fuego del amor.

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22 septiembre 2010

CAPITULO 9
PERDIDA DEL PODER ESPIRITUAL

Aquel hombre de Dios y gran amante de las almas, llamado James Caughey, cuenta, en uno de sus libros,
cómo una tarde le invitaron a tomar té, y aunque no se dijo nada malo en el curso de la conversación, que duró cosa
de una hora, no obstante al ir a la reunión, aquella noche, se sintió como un arco flojo. No pudo lanzar la flecha del
Rey a los corazones de los enemigos del Rey, pues no tenía poder para ello. Lo había perdido a la mesa, mientras
se servía el té.
Conocí a un oficial que dejó escurrir todo su poder, hasta que se quedó seco como un hueso cuando entró a la
reunión. Sucedió lo siguiente: Tuvimos que hacer un viaje de cinco kilómetros en tranvía, en camino al salón de
reuniones y en todo el viaje conversó de cosas que no tenían nada que ver con la reunión. No dijo nada malo ni
trivial, pero el caso era que no trataba del asunto importante que debió haber embargado su espíritu; apartó su
mente de Dios y de las almas ante las cuales debía presentarse poco después, con objeto de amonestarlas a que se
reconciliasen con Dios. Esto dio por resultado que en vez de presentarse ante el público revestido de poder, lo hizo
completamente desprovisto de él. Bien recuerdo la reunión. Su oración fue buena, pero sin poder. No eran más que
palabras, palabras, palabras. La lectura de la Biblia y la peroración fueron buenas. Dijo muchas cosas excelentes y
verdaderas, pero no había poder en ellas. Los soldados parecían indiferentes, los pecadores parecían descuidados y
somnolientos, y. en conjunto, la reunión fue muy triste.
El oficial no era retrógrado; tenía una buena experiencia. Tampoco era un oficial a quien le faltara capacidad:
por el contrario, era uno de los oficiales más hábiles e inteligentes que conozco. La dificultad yacía en que en vez de
quedarse quieto y en comunión con Dios durante el viaje en el tranvía, hasta que su alma se hubiese inflamado con
la fe, esperanza, amor y sagrada expectativa, había desperdiciado su poder en inútil charla.
Dios dice: “Si entresacares lo precioso de lo vil, serás como mi boca” (Jerem. 15:19). Piensen en eso. Ese
oficial pudo haber ido a esa reunión lleno de poder, y su boca pudo haber sido para esa gente como la boca de Dios,
y sus palabras habrían sido vivas y más penetrantes que “toda espada de dos filos..., que penetra hasta partir el
alma y el espíritu, y las coyunturas y los tuétanos” (Heb. 4:12), y habría probado que discernían los pensamientos y
las intenciones del corazón. Pero en vez de eso, fue como Sansón después que Dalila le hubo cortado el cabello:
perdió todas sus fuerzas y fue igual a los demás hombres.
Hay muchas maneras de dejar escapar el poder. Conocí a un soldado que solía ir muy temprano al local de
reuniones, pero en vez de templar su alma hasta que alcanzase una elevada nota de fe y amor, se pasaba el tiempo
tocando, suavemente, música soñadora en su violín, y aunque se le amonestó varias veces del peligro que corría, no
hizo caso. Eventualmente llegó a ser retrógrado.
He conocido a personas que han perdido el poder a causa de una broma. Les gustaba ver que las cosas
marchasen alegremente, y para conseguir dar vivacidad a la reunión decían chistes y hacían payasadas. Las cosas
realmente se avivaban, pero no con vida divina. Era la viveza del espíritu animal y no del Espíritu Santo. No quiero
decir con esto que un hombre henchido del Espíritu no hará jamás que los hombres se rían. Lo hará. Podrá decir
cosas muy chistosas, pero no lo hará con el solo objeto de divertir. Será algo natural en él, algo dicho y hecho con el
temor de Dios, y no con liviandad o mofa.
El que quiera tener una reunión llena de vida y poder, debe tener presente que no hay nada que pueda
sustituir al Espíritu Santo. El es vida; él es poder, y si se le busca con vehemencia y sinceridad, por medio de la
oración, él vendrá, y cuando él desciende, la reunión resulta poderosa y da grandes resultados.
Se le debe buscar con fervor y sincera oración, en secreto. Jesús dijo: “Mas tú, cuando ores, entra en tu
aposento, y cerrada la puerta, ora a tu Padre que está en secreto; y tu Padre que ve en lo secreto te recompensará
en público” (Mateo 6:6). El lo hará. ¡Alabado sea su santo nombre!
Sé de un hombre, que siempre que puede, pasa una hora en comunión con Dios, antes de la reunión, y
cuando habla lo hace con poder y demostración del Espíritu Santo.
El hombre que quiere tener poder en el momento en que más lo necesita, debe andar con Dios. Debe ser
amigo de Dios. Debe mantener siempre abierto de par en par el camino que va de su corazón a Dios. Dios será
amigo de tal hombre, y le bendecirá y honrará. Dios le dirá sus secretos, le enseñará cómo podrá llegar hasta el
corazón de los hombres. Dios arrojará luz sobre las cosas oscuras, enderezará los entuertos y allanará los lugares
escabrosos. Dios estará a su lado y le ayudará.

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Tal hombre debe vigilar constantemente su boca y su corazón. David oró diciendo: “Pon guarda a mi boca, oh
Jehová; guarda la puerta de mis labios” (Salmo 141:3) y Salomón dijo: “Sobre toda cosa guardada, guarda tu
corazón: porque manan de él las resultas de la vida” (Prov. 4:23). Debe andar en comunión ininterrumpida con Dios.
No debe olvidar, sino cultivar un espíritu que recuerde siempre, alegremente, que se halla en presencia de Dios.
“Deléitate asimismo en Jehová” (Salmo 37:4), dice el Salmista. ¡Oh, cuán dichoso es el hombre que encuentra
su delicia en Dios; que jamás está solo, porque conoce a Dios; conversa con él, se deleita en él; cuán feliz es el
hombre que siente el inmenso amor de Dios, y que se consagra a amar y servir a Dios, confiando en él con todo el
corazón y toda el alma!
Camarada, no apague el Espíritu (1 Tesalonicenses 5:19); él le enseñará así a conocer y amar a Dios y hará
de usted poderoso instrumento.

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22 septiembre 2010

CAPITULO 10
LA CLASE DE HOMBRE QUE DIOS UTILIZA

Hace poco conversaba con un comerciante cristiano quien me dijo la siguiente grande e importante verdad:
“La gente clama a Dios pidiendo que les utilice, pero él no puede hacerlo. No se han entregado a él; no son
humildes ni enseñables, ni santos. Hay muchas personas que vienen a pedirme que les emplee en mi negocio, pero
yo no puedo utilizarles; no son aptas para mi trabajo. Cuando necesito a alguien tengo que publicar un aviso;
algunas veces me paso días buscando a un hombre idóneo para la clase de trabajo que deseo, y aun entonces,
cuando lo encuentro, tengo que probarlo y ver si es que sirve o no para la clase de trabajo que quiero que haga”.
El hecho es que Dios está empleando a tantos como puede, y les utiliza hasta el máximo de la idoneidad que
tienen para su servicio. De modo que en vez de orar pidiéndole a Dios que les utilice, la gente debiera examinarse y
cerciorarse si son usables o no.
Dios no puede utilizar a cualquiera que se presenta, como no lo podía hacer el comerciante a quien acabo de
referirme. Únicamente los santificados y preparados para el servicio del Maestro, y aquellos que están listos “para
toda buena obra” (2 Timoteo 2:21) son los que él puede bendecir haciéndoles de gran utilidad.
Dios necesita hombres y mujeres, y les busca por todas partes, pero como en el caso del comerciante, tiene
que pasar por alto a centenares antes de encontrar a las personas aptas para lo que quiere. La Biblia dice: “Los ojos
de Jehová contemplan toda la tierra, para mostrar su poder a favor de los que tienen corazón perfecto para con él” (2
Crónicas 16:9).
¡Oh, cuánto desea Dios utilizarles! , pero antes de pedirle otra vez que así lo haga, vean si su corazón es
perfecto para con él. Si así lo es, pueden ustedes estar seguros que Dios demostrará su poder a favor de ustedes.
¡Alabado sea su bendito nombre!
Cuando Dios busca a un hombre para que trabaje en su viña, no pregunta: “¿Tiene grandes dotes naturales?
¿Es bien instruido? ¿Es buen cantor? ¿Es elocuente orador? ¿Puede hablar mucho?”
Sino más bien, pregunta: “¿Es su corazón perfecto hacia mí? ¿Es santo? ¿Ama mucho? ¿Está dispuesto a
andar por la fe y no por la vista? ¿Me ama tanto, y tiene tal confianza en el amor que yo le tengo a él, que puede
confiar en que yo le utilice aun cuando no vea ninguna señal de que yo le estoy utilizando? ¿Se cansará y
desmayará cuando yo le corrija, con el objeto de hacerle más apto y más útil? ¿O exclamará, como Job: “Aunque él
me matare, en él esperaré”? (Job 13:15). ¿Escudriña mi palabra y medita en ella de día y de noche, a fin de obrar de
acuerdo con lo que hay escrito en ella? ¿O es porfiado y voluntarioso, como el caballo y la mula, los cuales es
menester manejar con freno y riendas (Salmo 32:9), de tal modo que no puedo guiarle, fijando sobre él mis ojos?
(Salmo 32:8). ¿Es un hombre que se afana por prender a los hombres, y por servir para esta vida, o está dispuesto a
esperar su recompensa, y busca únicamente los honores que vienen de Dios? ¿Predica la Palabra de Dios, a tiempo
y fuera de tiempo? (2 Timoteo 4:2). ¿Es humilde y manso de corazón?”
Cuando Dios encuentra a un hombre de esa clase, lo utiliza. Dios y dicho hombre se entenderán tan
íntimamente, y mediará entre ambos tal simpatía, amor y confianza, que inmediatamente trabajarán juntos (2
Corintios 6:1).
Pablo fue uno de esos hombres, y mientras más le azotaron, apedrearon y procuraron eliminarlo de la tierra,
tanto más le utilizó Dios. Al fin le encerraron en una prisión, pero Pablo declaró, con una fe inconmovible, “Sufro
penalidades, hasta prisiones a modo de malhechor; mas la palabra de Dios no está presa” (2 Timoteo 2:9). De ese
modo habló las palabras de Dios, y ni los diablos ni los hombres pudieron amordazarle, sino que la palabra de Dios
traspasó los muros de la cárcel, y voló a través de océanos y continentes; así siguió por los siglos, llevando las
gloriosas nuevas del bendito Evangelio; derribando tronos, reinos y potentados del mal, y esparciendo por todas
partes, entre los pecadores tristes y atribulados, luz, consuelo y salvación. A pesar de haber transcurrido más de mil
ochocientos años desde el día en que decapitaron a Pablo, creyendo que así habían acabado con él para siempre,
su utilidad ha ido en aumento, y sus poderosas palabras y obras están dando hoy frutos que sobrepujan la
comprensión de los arcángeles.
¡Oh, cuán grande será la sorpresa de Pablo cuando reciba su recompensa el día del juicio general y pase a
tomar posesión de todos los tesoros que ha atesorado en el cielo y la herencia eterna preparada para él!
¡Pobre alma atribulada, cobra ánimo! Ten valor. Crees que no sirves para nada, pero no sabes lo que Dios
puede hacer de ti. ¡Confía en Dios!

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Pablo tuvo sus días sombríos. En una ocasión le escribió a Timoteo y le dijo: “Ya sabes esto, me abandonaron
todos los que están en Asia” (2 Timoteo 1:15). Estudien su vida en los Hechos y en las Epístolas y vean cuántos
conflictos y causas de desaliento tuvo él, y anímense.
Jesús dijo: “El que cree en mí, como dice la Escritura, dé su interior correrán ríos de agua viva. Esto dijo del
Espíritu que habían de recibir los que creyesen en él” (Juan 7:38, 39).
Cerciórate si eres realmente creyente. Cerciórate si estás “lleno del Espíritu”, y Jesús cuidará para que de tu
vida corran ríos de santa influencia y de poder, para bendecir al mundo. A ti mismo te sorprenderá, en el Día del
Juicio, ver lo grande de tu recompensa, comparada con la pequeñez de los sacrificios y trabajo que hiciste.

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22 septiembre 2010

CAPITULO 11
SU ALMA

En cierta ocasión me preguntó una señora: “¿No puede uno llegar a cuidar con demasía su propia alma? Veo
a mi alrededor, en todas partes, tanta aflicción, sufrimiento e injusticia, que estoy perpleja al ver la manera cómo
Dios rige el mundo, y me parece a mí que todos los cristianos debieran ayudar a otros en vez de estar cuidando sus
propias almas”.
He aquí una perplejidad común. Todo cristiano ve a su alrededor aflicciones y sufrimientos, que no puede
evitar, y su perplejidad al ver ese estado de cosas es una instancia del Señor a que cuide su propia alma, pues si no
lo hace así, corre peligro de tropezar y caer a causa de la duda y el desaliento.
Por el cuidado del alma no quiero decir que ha de engreirse, mimarse y compadecerse de sí misma, ni que
llegue a embelesarse con alguna sensación placentera. Lo que quiero decir es que debiera orar y orar, y buscar la
presencia y enseñanza del Espíritu Santo, hasta que el alma se llene de luz y fortaleza, para que pueda tener fe
implícita en la sabiduría y amor de Dios, y paciencia inagotable para aprender su voluntad (Hebreos 6:12), y que su
amor corresponda a la gran necesidad que ve a su alrededor.
Lector, podrá ser que usted también se sienta atribulado al ver la aflicción y dolor que le rodean. No hay alma
humana que pueda contestar satisfactoriamente las preguntas que se suscitarán dentro de su pecho, y que Satanás
sugerirá mientras mira usted la miseria del mundo.
Pero el bendito Consolador satisfará su corazón y su cerebro, siempre que tenga usted la fe y paciencia
necesarias para esperar mientras que él le enseña “todas las cosas”, y le guía “a toda verdad” (Juan 16:13).
“Los que esperan a Jehová tendrán nuevas fuerzas” (Isaías 4:31). No podrá usted ayudar a nadie, si se acerca
a las personas privado de sus propias fuerzas a causa de las dudas, temores y perplejidades. Espere, pues, que
Dios fortalezca su corazón.
No se impaciente. No se esfuerce por descubrir anticipadamente lo que Dios le dirá, ni la manera cómo se lo
dirá. No hay duda de que él le enseñará a usted, mas quiere hacerlo a su modo; después que él le haya enseñado,
usted podrá, a su vez, auxiliar a la gente con toda la fortaleza y sabiduría de Jehová.
Debe usted confiar en su amor, y esperar su tiempo; pero debe usted esperar en él, y aguardar que él le
instruya. Si el rey de Inglaterra se dirigiera al castillo de Windsor, los palaciegos y funcionarios no estarían
indiferentes ni buscarían multitud de cosas que hacer; cada uno estaría en su puesto, esperando, con gran
expectativa. Esto es lo que quiero decir al hablar acerca de que debemos esperar en Dios. No puede nunca
excederse en el cuidado de su alma, si éste es el cuidado que usted le da, y no permita que nadie le haga
descuidarla por medio del ridículo o por cualquier otra treta.
El leñador que pensase que tiene tanta leña que cortar que no dispone de tiempo para afilar su hacha, sería
un verdadero insensato. El criado que se dirigiese a la ciudad para hacer compras para su señor, pero que está tan
apurado que no se detiene a pedir órdenes de su patrón ni a recibir el dinero necesario para adquirir lo que se
precisa, sería más que inútil. ¡Cuánto peor es aquél que intenta hacer la obra de Dios, sin la dirección y fuerza de
Dios!
Una mañana, después de haber tenido media noche de oración en una reunión, que dirigí, en la que trabajé
mucho, me levanté temprano Para estar seguro de que podría pasar una hora en comunión con Dios y mi Biblia, y
Dios me bendijo a tal punto que lloré. Un oficial que se encontraba conmigo se sintió muy emocionado, y luego
confesó: “Yo no me encuentro con Dios muy frecuentemente en la oración; no tengo tiempo para eso”. Aquellas
personas que no se encuentran con Dios en la oración deben ser más bien una traba para Dios, no una ayuda.
Tome el tiempo necesario. Si fuere menester, quédese sin desayunarse, pero tome el tiempo necesario para
esperar en Dios, y una vez que él haya descendido y le haya bendecido, diríjase a aquellas personas tristes que le
rodean y derrame sobre ellos el caudal de gozo, amor y paz que Dios le ha dado. Pero no se dirija usted a ellos
mientras no esté seguro de que cuenta con el poder de Dios.
Una vez le oí decir a William Booth, en una reunión de oficiales: “Tomad el tiempo necesario para hacer
descender las bendiciones de Dios sobre vuestras propias almas todos los días. Si no lo hacéis así perderéis a Dios.
Dios deja a los hombres diariamente. Estos tuvieron una vez poder, anduvieron en gloria y fortaleza de Dios, pero
cesaron de esperar en él y de buscar fervorosamente su rostro; debido a eso Dios les dejó. Yo soy un hombre muy

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ocupado, pero hallo tiempo diariamente, para tener comunión a solas con Dios. Si así no lo hiciese, muy pronto él
me dejaría”.
Pablo dice: “Mirad 1) por vosotros y 2) por todo el rebaño, en el que el Espíritu Santo os ha puesto por
obispos” (Hechos 20:28). Y también en 1 Timoteo 4:16 dice 1) “Ten cuidado de ti mismo y 2) de la doctrina… pues
haciendo esto, te salvarás a ti mismo y a los que te oyeren”.
Pablo no quiso fomentar el egoísmo al decirnos que debíamos, en primer lugar, cuidar de nosotros mismos; lo
que quiso enseñarnos fue que si no tenemos cuidado de nosotros mismos, si no tenemos fe, esperanza y amor en
nuestras propias almas, no podremos ayudar a otros.

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22 septiembre 2010

CAPITULO 12
LA HUESTE DE GEDEON
(Jueces 6 y 7)

Ciento veinte mil madianitas habían ido a pelear contra Israel, y treinta y dos mil israelitas se levantaron en
armas para luchar en defensa de sus esposas, criaturas y hogares, y por su libertad y en defensa de sus propias
vidas. Mas Dios sabía que si un israelita batía a cuatro madianitas, se pondría tan orgulloso y presumido que se
olvidaría de él, y diría: “Mi mano me ha salvado” (7:2).
El Señor sabía, sin embargo, que había una cantidad de israelitas cobardes, que sólo esperaban hallar una
excusa para huir; por eso le ordenó a Gedeón que les dijese: “Quien tema y se estremezca, madrugue y devuélvase
desde el monte de Galaad”. Mientras más pronto nos dejan los timoratos, tanto mejor. “Y se devolvieron de los del
pueblo veintidós mil, y quedaron diez mil” (7:3). Tuvieron miedo de hacerle frente al enemigo, pero no tuvieron
vergüenza de dejarle ver sus espaldas.
El Señor vio, sin embargo, que si un israelita vencía a doce madianitas, se pondría más hinchado de orgullo
aún; por eso les sometió a otra prueba.
Le dijo a Gedeón: “Aún es mucho el pueblo; llévalos a las aguas, y allí te los probaré”. Dios prueba muchas
veces a la gente mientras están a la mesa y ante una taza de té. “Y del que yo te diga: Vaya este contigo, irá contigo;
mas de cualquiera que yo te diga: Este no vaya contigo, el tal no irá. Entonces llevó el pueblo a las aguas; y Jehová
dijo a Gedeón: Cualquiera que lamiere las aguas con su lengua como lame el perro, a aquél pondrás aparte;
asimismo cualquiera que se doblare sobre sus rodillas para beber. Y fue el número de los que lamieron llevando el
agua con la mano a su boca, trescientos hombres; y todo el resto del pueblo se dobló sobre sus rodillas para beber
las aguas. Entonces Jehová dijo a Gedeón: Con estos trescientos hombres que lamieron el agua os salvaré, y
entregaré a los madianitas en tus manos; y váyase toda la demás gente cada uno a su lugar. Y habiendo tomado
provisiones para el pueblo, y sus trompetas, envió a todos los israelitas cada uno a su tienda, y retuvo a aquellos
trescientos hombres” (Jueces 7:4-8).
Estos trescientos hombres sabían lo que querían. No sólo no tenían miedo al enemigo, sino que no buscaban
la propia comodidad y bienestar. Sabían pelear, pero sabían algo más importante aún: sabían cómo abnegarse.
Sabían cómo abnegarse, no sólo cuando había escasez de agua, sino igualmente cuando el río abundoso corría a
sus pies. Indudablemente ellos tenían tanta sed como los demás, pero no quisieron soltar sus armas, ni recostarse
para beber en presencia del enemigo. Se mantuvieron de pie, con los ojos abiertos, observando al enemigo: con una
mano empuñaban el escudo, el arco y las flechas, mientras con la otra llevaban el agua a sus sedientos labios. Los
otros no temían la lucha, pero querían beber primero, aun a riesgo de que el enemigo se lanzase sobre ellos
mientras estaban reclinados aplacando su sed. Querían cuidar de sí mismos, en primer lugar, aunque el ejército
fuese aplastado. Querían satisfacerse ellos, sin pensar, ni por un momento, en la necesidad de abnegarse por el
bien común. Por eso Dios les ordenó que retornasen a sus casas junto con aquellos que tenían miedo, y con los
trescientos restantes deshizo a los madianitas. Es decir, pelearon un soldado israelita por cada cuatrocientos
madianitas. ¡Así, naturalmente, nadie podría enorgullecerse! Ganaron la victoria y se inmortalizaron, pero la gloria
fue de Dios.
Hay personas tímidas que no pueden soportar una risa o burla, y mucho menos los ataques de un enemigo
implacable. Si no se les puede persuadir a que echen mano de la fortaleza del Señor, mientras más pronto dejan
libre el campo tanto mejor; déjenles que regresen al seno de sus familias, de sus novias y de sus madres.
Pero hay muchos que no temen, sino que más bien se deleitan en la lucha. Les gusta más vestir el uniforme,
vender “El Grito de Guerra”, desfilar por las calles, hacer frente a la multitud tumultuosa, cantar, orar y testificar en
presencia del enemigo, que quedarse en casa. Pero siempre están pensando en sus propios gustos. Si les agrada
una cosa la quieren obtener, aun cuando ella les haga daño y les inhabilite para la lucha.
Conozco a algunas personas que saben muy bien que el té, las tortas y los dulces les hacen daño, y, sin
embargo, lo toman y comen, a riesgo de ofender al Espíritu de Dios y destruir su propia salud, la cual es el capital
que Dios les ha dado para que trabajen.
Conozco a algunas personas que debieran saber que comer una cena demasiado abundante, antes de ir a
una reunión, sobrecarga su sistema digestivo, atrae la sangre de la cabeza al estómago, les hace somnolientos y
pesados, y les inhabilita para sentir hondamente las realidades espirituales y para ponerse entre Dios y la gente,
intercediendo ante él por ellos, con oración fervorosa, llena de fe y de poder como el de Elías, y para tener poder

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sobre la gente, al dar su testimonio, y hacer sus ardientes exhortaciones. Pero tienen hambre, les agrada esto o
aquello, y por eso obsequian su paladar con aquello que les gusta, castigando así sus estómagos, echando a perder
sus reuniones, decepcionando a las almas hambrientas y ofendiendo al Espíritu Santo: todo para satisfacer sus
apetitos.
Conozco a personas que no pueden velar con Jesús durante media noche de oración, sin comer biscochos y
tomar café. Imagínense a Jacob en aquella noche de lucha desesperada con el ángel, cuando le pidió que le
bendijese antes de encontrarse a la mañana siguiente con su hermano Esaú, a quien había ofendido, imagínense a
Jacob deteniéndose para comer biscochos y tomar café! Si la desesperación de su alma no hubiese sido tan grande
habría podido detenerse a comer y beber, pero al regresar otra vez a la lucha, habría encontrado que el ángel se
había ido y, a la mañana siguiente, en vez de enterarse de que el ángel, si bien le había descoyuntado el hueso del
muslo, también le había bendecido a él y enternecido el duro corazón de Esaú, habría tenido que vérselas con un
hermano airado, dispuesto a cumplir la amenaza de matarle, que le había hecho veinte años antes. Pero Jacob
estaba desesperado. Tanto ansiaba la bendición de Dios que se olvidó por completo de su cuerpo. La verdad es que
oró con tanto fervor y energía que se descoyuntó el hueso del muslo, pero no se quejó por ello. Obtuvo, empero, la
bendición. ¡Alabado sea Dios!
Cuando Jesús oró, y sufrió tan intensa agonía en el huerto de Getsemaní, a tal punto que su sudor fue como
gotas de sangre, sus discípulos dormían, y él sintió pena al ver que ellos no habían podido orar con él durante una
hora. Hoy día él ha de sentir lo mismo al ver tantos que no pueden, o no quieren, velar con él: tantos que no quieren
abnegarse a fin de poder ganar la victoria sobre las huestes del infierno y arrancar a las almas del abismo
insondable.
Leemos acerca de Daniel (Dan. 10:3), que durante tres largas semanas no comió ninguna vianda sabrosa, y
consagró todo el tiempo que pudo a la oración, tal era la ansiedad que tenía de saber cuál fuese la voluntad de Dios
y de obtener su bendición. Y la obtuvo. Un día Dios le envió un ángel que le dijo: “¡Oh hombre, bien amado!” Y luego
pasó a decirle todo lo que él (Daniel) quería saber.
En los Hechos 14:23 leemos que Pablo y Bernabé oraron y ayunaron —no tuvieron banquete— para que la
gente fuese bendecida antes de salir de cierto cuerpo. Tenían vivo interés en los soldados que habían dejado tras sí.
Sabemos que Moisés, Elías y Jesús ayunaron y oraron durante cuarenta días, e inmediatamente después
realizaron obras maravillosas.
De igual modo, todos los poderosos hombres de Dios han aprendido a abnegarse y a mantener sus cuerpos
en sujeción, y Dios ha hecho encender sus almas como una llama, ayudándoles a vencer en luchas muy duras; y por
medio de ellos ha bendecido a todo el mundo.
Nadie debe dejar de comer o beber con detrimento de su cuerpo, pero una noche en vela, ayunando y orando,
no será causa para que nadie se muera de hambre, y el hombre que estuviere dispuesto a olvidarse de vez en
cuando de su cuerpo, a fin de atender mejor a su propia alma y las almas de los demás, cosechará bendiciones que
le asombrarán a él mismo y a todos los que le conocen.
Pero este dominio de uno mismo debe ser constante. De nada servirá ayunar una noche y hacer banquete al
siguiente día. El apóstol escribe que los que luchan “de todo se abstienen” (1 Corintios 9:25), y bien pudo haber
añadido: “en todo tiempo”.
Además, la hueste de Gedeón trabajó de noche, o muy temprano, a la madrugada. Se adelantaron a sus
enemigos, madrugando.
Las personas que se regalan con demasía con comidas o bebidas, generalmente son también muy adictas al
sueño. Comen tarde de noche, y duermen pesada y perezosamente a la mañana siguiente. General mente tienen
que tomar una taza de té bien cargado para disipar la modorra. Levantándose así tarde, el trabajo del día se les
acumula y no tienen tiempo para alabar al Señor, ni para orar y leer la Biblia. Entonces los afanes del día les oprimen
y sus corazones se llenan de todo menos del gozo del Señor. Jesús debe esperar hasta que hayan hecho todo lo
demás, antes de hablarles. De ese modo echan a perder el día.
¡Ojalá supiesen cuál es la ventaja, el lujo, el gozo embelesador de levantarse de mañana temprano para
combatir a los madianitas! Al parecer, Gedeón, capitán del ejército, estuvo en pie toda la noche, y despertó a su
gente temprano, de modo que derrotaron a los madianitas “antes de alborear el día.
Juan Fletcher solía sentirse apesadumbrado si algún obrero se levantaba para ir a su trabajo antes que él se
hubiese levantado para alabar a Dios y luchar contra el Diablo. Fletcher decía: “¿Acaso ese patrón terrenal es más
digno de atención que mi Padre celestial? “. Otro antiguo santo solía lamentar si oía cantar a los pájaros antes que él
se hubiese levantado para loar a Dios.
Leemos que Jesús se levantaba temprano y salía solo para orar. Josué se levantó temprano de mañana para
preparar su ejército y emprender el ataque contra Jericó y Hai.
Juan Wesley solía acostarse a las diez de la noche en punto —a menos que tuviese una noche entera de
oración— y se levantaba a las cuatro de la mañana. Todo lo que él precisaba eran seis horas de sueño. Cuando
hubo alcanzado la avanzada edad de ochenta y dos años, decía que a él mismo le maravillaba ver su buena salud,
pues durante doce años no había estado enfermo ni un solo día, ni se había sentido cansado, ni había perdido una
hora de sueño, y esto no obstante haber viajado anualmente, en invierno y verano, miles de kilómetros a caballo y en

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vehículos, habiendo predicado centenares de sermones, y hecho trabajo que podría hacer un hombre entre mil, todo
lo cual él atribuía a la bendición de Dios por la manera sencilla en que vivía, y a su limpia conciencia. Juan Wesley
fue un hombre muy sabio y útil, y atribuyó tal importancia al asunto, que publicó un sermón sobre “Redimiendo el
tiempo” del sueño.
El otro día recibí una carta de un capitán en la que me decía que comenzado a hacer sus oraciones, por la
mañana, cuando tenía la mente fresca y despejada, y antes de sentirse preocupado con los afanes del día.
Pertenecer al ejercito de Gedeón es mas difícil de lo que muchos imaginan, pero yo me he afiliado a ese
ejército, ¡gloria a Dios! y mi alma está ardiendo. Me da gozo vivir y pertenecer a ese ejército.

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Wesley

22 septiembre 2010

CAPITULO 13
EL EMBAJADOR ENCADENADO

“Orando en todo tiempo con toda oración y súplica en el Espíritu, y velando en ello con toda perseverancia y
súplica por todos los santos, y por mi, a fin de que al abrir mi boca me sea dado palabra para dar a conocer con
denuedo el misterio del evangelio, por el cual soy embajador en cadenas”(Efesios 6:18-20).
La otra mañana mi alma se emocionó al leer la petición de Pablo a la iglesia, rogando que orasen por él,
pedido en el cual dice que era “embajador en cadenas”.
Ustedes saben lo que es un embajador: un hombre que representa a un gobierno ante otro. A la persona que
desempeña tal cargo se le considera sagrada. Su palabra tiene poder. La dignidad de su patria y de su gobierno le
respaldan. Cualquier daño o indignidad que se le hiciere es considerado como hecho contra el país que representa.
Pues bien, Pablo era un embajador del Cielo, representante del Señor Jesucristo ante los habitantes de este
mundo. Pero en vez de respetarle y honrarle, le metieron en la cárcel y le encadenaron, probablemente entre dos
vulgares y brutales soldados romanos.
Lo que conmovió fue el implacable celo del hombre, y la obra que hizo bajo tales circunstancias. La mayoría
de los cristianos habrían considerado acabada su obra, o, cuando menos, interrumpida, hasta verse otra vez en
libertad. Pero tal no fue el caso al tratarse de Pablo. Desde la prisión donde estaba encadenado, envió algunas
cartas que han bendecido al mundo y que seguirán bendiciéndolo hasta el fin de los tiempos. Pablo nos enseñó
también lo que es el ministerio de la oración además del trabajo más activo. Vivimos en un siglo de excitación,
desasosiego y premura y debemos aprender esta lección.
Pablo fue el más activo de todos los apóstoles —“en trabajos, más y, al parecer, no se podía dispensar del
cuidado que él podía dar a los nuevos convertidos, y a las iglesias que habían abierto hacía poco, iglesias que
estaban rodeadas de desesperantes circunstancias e implacables enemigos. Mas así como fue destinado para ser el
principal exponente de las doctrinas del Evangelio de Jesucristo, lo fue también de su poder salvador y santificador,
bajo las más difíciles circunstancias.
Es difícil concebir —si bien no del todo imposible— alguna prueba cual Pablo no se vio sometido, desde ver a
la multitud queriendo adorarle como si hubiese sido un dios, hasta ser azotado y apedreado como un vil esclavo.
Pero él nos asegura que nada de eso le hizo variar de propósito. Había aprendido a estar contento con cualquier
cosa y en cualquier condición (Filip. 4:11); y hacia el fin de su vida, escribió triunfalmente: “He peleado la buena
batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe” (2 Timoteo 4:7). El no retrogradó. Ni siquiera supo lo que era
murmurar, sino que siguió adelante, confiado en el amor de Jesús y por medio de la fe en él, fue más que vencedor.
Muchos son los salvacionistas que han aprendido las lecciones de que nos enseñó Pablo, pero sería bueno
que nos preparásemos a aprender también las lecciones que nos enseñó por medio de su encarcelamiento. Es
doblemente importante que aprendan estas lecciones los oficiales que estuviesen en descanso o enfermos. Se
impacientan por tener que esperar y se sienten tentados a murmurar y quejarse, y se imaginan que no pueden hacer
nada. Pero el hecho es que Dios podría utilizarles más en oración y alabanza, si creen, se regocijan, velan y oran
más en el Espíritu Santo, que si estuviesen a la cabeza de un batallón de soldados. Debieran velar y orar por
aquellos que están trabajando y por los que necesitan la salvación de Dios. Escribo esto por experiencia propia.
Una vez estuve dieciocho meses imposibilitado de trabajar a causa de una fractura que sufrí en la cabeza.
Dios me encadenó, y tuve que aprender las lecciones de lo que es el ministerio pasivo de la oración, la alabanza y la
paciencia; si no hubiese aprendido esa lección habría retrocedido por completo. Me pareció que jamás podría volver
a trabajar. Pero no retrocedí. El me ayudó a anidarme en su voluntad y, como David, pude quedarme sosegado,
como un niño a quien la madre ha dejado de amamantar, hasta que mi alma fue “como el niño destetado sobre el
pecho de su madre” (Salmo 131:2. V.M.). Pero mi alma ansiaba ver la gloria de Dios y la salvación de las naciones, y
yo oraba y leía las crónicas de la guerra de salvación, y meditaba en las necesidades de algunas partes del mundo.
Luego oraba, hasta que sabía que Dios me había oído y contestado, y me regocijaba, entonces, como si me hubiese
encontrado en el fragor de la lucha.
Durante ese tiempo leí acerca de un gran país, y tuve vivos deseos de que Dios mandase su salvación allí. Yo
le rogué a Dios, orando en secreto y también en las reuniones de familia, hasta que tuve la seguridad de que Dios
me había oído y que haría grandes cosas por ese país sumido en tinieblas. Poco después de esto, me enteré de que
había grandes persecuciones y que muchos cristianos sinceros fueron desterrados de ese país; pero aunque sus

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sufrimientos me inspiraron mucha pena, no obstante le di gracias a Dios porque estaba empleando esos medios
para llevar la luz de su gloriosa salvación a esa tierra tan necesitada.
El hecho es que los oficiales enfermos o en descanso y los santos de Dios pueden hacer que él bendiga al
Ejército y al mundo, si sólo tienen fe y si asedian los cielos con oraciones continuas.
Hay otros modos de encadenar a los embajadores de Dios, que no son entre soldados romanos ni en
calabozos de Roma. Si ustedes están enfermos y sin esperanzas de curación, están encadenados. Si están
encerrados a causa de asuntos de familia, están encadenados. Mas recuerden la cadena de Pablo y cobren ánimo.
Algunas veces he llegado a saber de oficiales que han dejado las filas del Ejército de Salvación, y se han
enredado de tal modo que se les hace imposible poder volver a la obra, y a causa de esto se lamentan y dicen que
no pueden hacer nada. En tales casos deben inclinarse ante el juicio de Dios, deben besar la mano que les castiga
y, sin quejarse de la cadena que les aprisiona, deben, sosegadamente, comenzar a ejercitarse en el ministerio de la
oración. Si fueren fieles, puede ser que Dios les desate la cadena y les deje otra vez en libertad para trabajar. Esaú
vendió su primogenitura por un plato de lentejas, y perdió la grandiosa bendición que pudo haber recibido; no
obstante eso, obtuvo una bendición (Génesis 27:38-40).
Si un hombre ansía realmente, ver la gloria de Dios y almas salvadas, mas bien que darse una buena vida,
¿por qué no ha de conformarse con tener que quedarse en cama enfermo, o estar de pie, al lado de un telar, y orar,
tanto como si estuviese sobre una plataforma predicando, si Dios bendice tanto lo uno como lo otro?
El que habla desde la plataforma, puede ver gran parte del resultado de su trabajo. El que ora, solo puede
sentir lo que él hace. Pero la certeza de que está en contacto con Dios y de que es utilizado por él, puede ser tan
grande, o más grande aun que la de aquel que ve los frutos de sus esfuerzos, con los ojos físicos. Muchos
avivamientos han tenido origen en la recámara de alguna pobre lavandera o humilde artesano que oraban en el
Espíritu Santo, pero que estaban encadenados a una vida de incesante labor material. El que habla desde la
plataforma recibe su gloria sobre la tierra; mas el embajador, desconocido, despreciado y encadenado, que oró,
participará ampliamente en el triunfo, y podrá ser que marche lado a lado con el Rey, mientras que el que habló
desde la plataforma marchará detrás.
Dios no ve como ven los hombres. El mira el corazón, y considera el clamor de sus criaturas y señala para la
gloria futura, para el renombre y la recompensa ilimitada, a todos aquellos que claman y suspiran ansiosos de darle
honor y gloria a él, y por la salvación de las almas.
Dios pudo haber puesto en libertad a Pablo, mas no quiso hacerlo. Pablo no murmuró por eso, ni se puso de
mal humor, ni se desesperó, ni perdió la paz, el gozo, la fe ni el poder. El oró, se regocijó y creyó, recordando a las
iglesias pequeñas que estaban luchando y a los endebles convertidos que había dejado tras sí; por eso les escribió,
y les atesoraba en su corazón, llorando y orando por ellos, día y noche, y al hacerlo así, él salvó su propia alma e
hizo que Dios bendijese millares de veces a millares de personas a quienes él jamás conoció y de quienes ni
siquiera soñó.
Pero nadie que haya sido llamado de Dios a la obra, debe imaginarse que esta lección del embajador
encadenado es para aquellos están libres para ingresar y cumplir con esa misión. No es para ellos, sino únicamente
para los que están encadenados.

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Wesley

22 septiembre 2010

CAPITULO 14
LA FE: LA GRACIA Y EL DON

“No os hagáis perezosos, sino imitadores de aquellos que por la fe y la paciencia heredan las
promesas” (Hebreos 6:12).
“Sin fe es imposible agradar a Dios; porque es necesario que el que se acerca a Dios crea que le hay, y que
es galardonador de los que le buscan “(Hebreos 11:6).
“Porque os es necesaria la paciencia, para que habiendo hecho la voluntad de Dios, obtengáis la promesa.
Porque aún un poquito, y el que ha de venir vendrá, y no tardará” (Hebreos 10:36, 37).
Hay una diferencia notable entre la gracia de la fe y el don de la fe, y temo que el no percatarse de esta
diferencia, y el no obrar de acuerdo con ello, ha conducido a muchas personas a las tinieblas, y es posible que
algunos hayan llegado hasta abandonarla, arrojándose en la negra noche de la incredulidad.
La gracia de la fe es aquella que le es dada a todo hombre para que trabaje con ella, y por medio de la cual
podemos acercarnos a Dios.
El don de la fe es el que se nos da por medio del Espíritu Santo, cuando llegamos al punto en que hemos
empleado, con toda libertad, la gracia de la fe.
El hombre que está ejerciendo la gracia de la fe, dice: “Creo que Dios me bendecirá”, y busca a Dios con todo
el corazón, tanto en privado como en público. Escudriña la Biblia para enterarse de la voluntad de Dios. Habla con
otros cristianos acerca de las relaciones entre Dios y su alma. Carga con todas las cruces y, al fin, cuando llega al
límite de la gracia de la fe, Dios, repentinamente, por medio de alguna palabra de las Escrituras, por medio de algún
testimonio o alguna meditación, le concede el don de la fe con la que puede llegar a obtener las bendiciones que ha
estado buscando. Después de eso no vuelve a decir: “Creo que Dios me bendecirá”, sino que exclama: “Creo que
me bendice. Entonces el Espíritu Santo testifica de que ha recibido las bendiciones y por eso exclama lleno de júbilo:
“¡Sé que Dios me bendice!” Después de eso no le dará gracias a un ángel para que le diga que ha recibido esas
bendiciones, pues él sabe que las ha recibido, y ni hombres ni demonios pueden privarle de esa certeza. En
realidad, lo que he llamado aquí el don de la fe, podría llamarse (y probablemente hay quienes le den ese nombre) la
certeza de la fe. Pero no es el nombre, sino el hecho, lo que importa.
El peligro yace en querer recibir el don de la fe, antes de haber ejercido la gracia de la fe. Por ejemplo: un
hombre busca la bendición de un corazón limpio, y dice: “Creo que se puede obtener dicha bendición, y creo que
Dios me la dará”. Si cree así, debiera buscar la santidad inmediatamente, pidiéndole a Dios que le dé la bendición y,
si persevera buscándola, seguramente la encontrará. Pero si alguien le hiciese reclamar la santidad antes de haber
luchado contra las dudas y dificultades con que ha de encontrarse por medio de la gracia de la fe, y antes que Dios
le haya concedido el don de la fe, es muy probable que será arrastrado por algunos días o semanas, y luego
retrocederá y tal vez ‘llegue a la conclusión de que no es cierto eso de la bendición de un corazón limpio. A tal
persona se le debiera amonestar, enseñar, exhortar y estimular a que la busque hasta tener la seguridad de haberla
obtenido.
O, supongamos que estuviere enfermo, y que dijere: “Hay personas que han estado enfermas, y Dios las ha
sanado, yo creo que él me sanará a mí también”. Teniendo esta fe debiera buscar la salud pidiéndosela a Dios. Pero
si alguien le persuadiese a que reclame la salud antes de haber luchado con las dificultades que se le oponen, por
medio de la gracia de la fe, y antes que Dios le hubiese concedido el don de la fe por medio de la cual ha de recibir
la salud, es probable que se baje arrastrando del lecho de enfermedad y que esté levantado unos días, pero no
tardará en darse cuenta de que no está sano; se desalentará, y podrá suceder que hasta se atreva a decir que Dios
miente, y es muy posible que diga también que no hay Dios, y que a partir de esa fecha no vuelva a creer más en
nada.
O, supongamos que se trate de un oficial salvacionista, o de un ministro del Evangelio, que siente vivos
deseos de ver almas salvadas, y que razone consigo mismo, arribando a la conclusión de que Dios quiere que se
salven las almas. Entonces dirá: “Yo voy a creer que esta noche veremos veinte almas salvadas”. Mas llega la noche
y no se salvan las veinte almas. Se pregunta en seguida cuál será la causa; el Diablo le tienta y le hace tener dudas,
y es probable que, a fin de cuentas, caiga en la incredulidad.

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¿Dónde estaba la dificultad? La razón yace en que dijo que iba a creer antes de haber meditado detenida y
sinceramente, contendiendo con Dios por medio de la oración, y de haber oído la voz de Dios que le asegurase que
veinte almas se iban a salvar. “Dios... es galardonador de los que le buscan”.
Pero, alguien preguntará: “¿No debemos exhortar a los que buscan, para que crean que Dios es quien hace la
obra?”.
Sí, si están seguros de que le han buscado con todo el corazón. Si están seguros de que han ejercitado la
gracia de la fe y han rendido todo a Dios; en tal caso ustedes deben instarles, tierna y fervorosamente, a que confíen
en Jesús; pero si no estuviesen seguros de esto, tengan cuidado de no urgirles a reclamar una bendición que Dios
no les ha dado. Sólo el Espíritu Santo sabe cuando una persona está en condiciones de recibir el don de Dios, y él
notificará a ésta cuando ha de ser bendecida. Tengan cuidado, pues, de no querer hacer la obra que corresponde al
Espíritu Santo. Si ustedes prestan demasiada ayuda a los que buscan, tal vez mueran en las manos de ustedes,
pero si ustedes andan cerca de Dios, con espíritu humilde y consagrados a la oración, él les revelará lo que deben
decir a dichas personas a fin de serles de ayuda.
Nadie debe suponer, sin embargo, que sea necesario ejercer mucho tiempo la gracia de la fe antes que Dios
nos dé la certeza. Uno puede obtener la bendición casi al instante, si la pedimos con corazón perfecto,
fervorosamente, sin ninguna duda y sin impacientarnos. Pero, como dice el profeta: “Aunque tardare (la visión),
espérala, porque sin duda vendrá, no tardará” (Habacuc 2:3). “Porque aún un poquito, y el que ha de venir vendrá, y
no tardará” (Hebreos 10:37). Si la bendición tardase en llegar, no piensen que por el simple hecho de tardar, se les
deniegue; sino, como la mujer sirofenicia que acudió a Jesús, sigan pidiendo con toda humildad de corazón y con fe
firme. No tardará él en decirles a ustedes con amor: “¡Oh hombre, oh mujer, grande es tu fe: sea hecho contigo como
quieres!

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22 septiembre 2010

CAPITULO 15
NO SE DEBE LITIGAR

“El siervo del Señor no debe ser contencioso” (2 Timoteo 2:24).


Al procurar vivir una vida santa y sin tacha, he recibido ayuda por medio de los consejos de dos hombres, y el
ejemplo de otros dos.
1. — EL COMISIONADO DOWDLE
Hace algunos años concurrí a “una noche entera de oración”, que se celebró en la ciudad de Boston. Fue una
ocasión muy bendecida; aquella noche muchas personas buscaron la bendición de un corazón limpio. Se leyeron las
Sagradas Escrituras y se elevaron muchas oraciones, se cantaron muchos cánticos y se pronunciaron muchos
testimonios y exhortaciones; pero, de todas las cosas excelentes que se dijeron aquella noche, yo sólo recuerdo una:
esa se grabó en mi memoria de tal modo que jamás podré olvidarla. Poco antes de clausurarse la reunión, el
comisionado Dowdle dijo a aquellos que habían pasado al banco de penitentes: “Tened presente que si queréis
retener un corazón limpio no debéis litigar”.
Detrás de ese consejo había veinte años de santidad práctica, y esas palabras cayeron en mis oídos como la
voz de Dios.
2. — PABLO DE TARSO
Escribiendo al joven Timoteo, el anciano apóstol abrió su corazón, pues se dirigía a una persona a quien
amaba entrañablemente, considerándolo como uno de sus hijos en el Evangelio. El apóstol quería instruirle bien en
la verdad, de modo que, por un lado, Timoteo pudiese escapar de todas las trampas que le tendiese el Diablo, andar
en santa comunión con Dios, y de ese modo salvarse a sí mismo; y, por otro lado, ser “enteramente preparado” (2
Tim. 3:17) para enseñar y preparar a otros y salvarlos. Entre otras palabras vehementes, mucho me han
impresionado éstas: “Recuérdales esto… que no contiendan sobre palabras, lo cual para nada aprovecha, sino que
es para perdición de los oyentes” (2 Timoteo 2:14).
Creo que Pablo quiere decir con esto, que en vez de sostener polémicas con la gente, y perder así el tiempo, y
tal vez también el buen humor, debemos atacarles directamente al corazón y hacer lo mejor que nos fuere posible
para ganarles para Cristo, consiguiendo que se conviertan y sean santificados.
También dice: “Pero desecha las cuestiones necias e insensatas, sabiendo que engendran contiendas.
Porque el siervo del Señor no debe ser contencioso, sino amable para con todos, apto para enseñar, sufrido; que
con mansedumbre corrija a los que se oponen” (2 Timoteo 2:23.25).
Es evidente que el apóstol consideró importante este consejo, pues lo repite también a Tito: “Pero evita las
cuestiones necias, y genealogías, y contenciones, y discusiones acerca de la ley; porque son vanas y sin
provecho” (Tito 3:9).
Estoy convencido de que Pablo tiene razón en esto. Para encender fuego, se requiere fuego, y se requiere
amor para encender el amor. La lógica fría no hará que un hombre llegue a amar a Jesús; sólo el que ama, “es
nacido de Dios” (1 Juan 4:7).
3. — EL MARQUES DE RENTY
Nosotros, a quienes nos han enseñado el Evangelio con tanta sencillez y pureza, difícilmente podemos
imaginarnos cuántas han sido las dificultades que tuvieron que vencer algunos hombres para encontrar la luz
verdadera, aun en países llamados cristianos.
Hace cosa de cien años, entre la nobleza libidinosa y libertina de Francia, y en medio del sistema idólatra de
fórmulas y ceremonias de la Iglesia Católica Romana, el Marqués de Renty alcanzó a tener una fe tan pura, una vida
y carácter tan sencillos y una comunión con Dios tan perfecta, que adornó mucho el Evangelio y llegó a ser de
bendición no sólo entre la colectividad con la cual tuvo que ver, y con su siglo, sino también entre muchas personas
de generaciones subsiguientes. Su posición social, su fortuna y su notable talento administrativo y comercial hicieron
que se relacionase con otras personas, en negocios seculares y religiosos, en todo lo cual destelló, con notable
brillantez, su fe y piadosa sinceridad.
Al leer su biografía, hace algunos años, me impresionó mucho su gran humildad, la simpatía que sentía por
los pobres e ignorantes, y el celo y los abnegados esfuerzos que desplegó para instruirles y salvarles; su diligencia y

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fervor en la oración, y el hambre y sed que sentía por las cosas de Dios. Pero lo que me impresionó más que todo
fue la manera cómo evitaba toda suerte de controversias, por temor de ofender al Espíritu Santo y apagar la luz de
su alma. Cada vez que se discutían asuntos de religión o de negocio, él meditaba la cosa detenidamente, y luego
explicaba su punto de vista, dando las razones sobre las cuales se basaba, con claridad y calma, después de lo cual,
no importaba cuán acalorada fuese la discusión, él no se dejaba arrastrar a debates. Su manera tranquila y pacífica
añadía vigor a sus explícitas declaraciones, y daba mayor fuerza a sus consejos. Pero cada vez que sus ideas eran
aceptadas o rechazadas, solía dirigirse a sus oponentes y les decía que, al expresar sentimientos contrarios a los de
ellos, lo había hecho sin la intención de oponérseles personalmente, sino que había dicho lo que a él le parecía la
verdad.
En esto, me parece que él estaba modelado a la semejanza de “la mansedumbre y ternura de Cristo” (2
Corintios 10:1), y su ejemplo me ha servido de estímulo para seguir igual curso, manteniendo así “la unidad del
Espíritu en el vínculo de la paz” (Efesios 4:3), cuando de otro modo me habría visto envuelto en luchas y disputas
que habrían nublado mi alma, quitándome la paz, aun cuando el Espíritu Santo no se hubiese alejado por completo
de mi corazón.
4. —JESUS
Los enemigos de Jesús se esforzaron constantemente por enredarle en algún litigio, pero él supo siempre
contestarles de tal modo que confundía a sus enemigos, valiéndose para ello de los argumentos que ellos
empleaban.
Un día se presentaron ante él (Mateo 22) y le preguntaron si era lícito pagar tributo a César. Sin entrar en
discusiones de ninguna especie, Jesús pidió que le presentaran una moneda, y preguntó de quién era la imagen
estampada en la misma.
— Es de César, le dijeron.
— Pues entonces, dijo Jesús, dad a César lo que es de César, y a Dios lo que es de Dios.
En otra ocasión le presentaron una mujer que había sido hallada en adulterio. Su tierno corazón se llenó de
compasión por la infortunada pecadora, pero en vez de argüir con los que la habían traído ante él, sobre si la mujer
debía ser apedreada o no, les dijo simplemente: “El que de vosotros esté sin pecado, sea el primero en arrojar la
piedra contra ella” (Juan 8:7). Los presumidos hipócritas se sintieron tan convictos y confusos por la sencillez de su
respuesta, que se escabulleron, de uno en uno, hasta que dejaron a la pecadora sola con el Salvador.
Y así, a través de todos los Evangelios, no encuentro ningún lugar en que Jesús se haya puesto a discutir; y
su ejemplo es de gran importancia para nosotros.
Es natural a “la mente carnal” el resentirse porque se le hace oposición, pero nosotros “debemos tener la
mente espiritual”. Somos orgullosos, por naturaleza, y nos envanecemos de nuestras opiniones; por eso estamos
siempre dispuestos a resistir a todo aquel que quiera oponerse a nosotros o a nuestros principios. Queremos, al
momento, someterle por fuerza de nuestros argumentos, o con la potencia de nuestro brazo; de una manera u otra,
obligarle a que se someta. Nos impacienta que se nos contradiga, y estamos siempre predispuestos a juzgar los
motivos que impulsan a los demás y a condenar a todos los que no están de acuerdo con nosotros; queremos luego
alegar que nuestra impaciencia y violencia es “celo por la verdad”, cuando, en realidad, muchas veces no es otra
cosa que celo y apasionamiento por nuestro propio modo de pensar. Me siento muy inclinado a creer que éste es
uno de los últimos frutos de la mente carnal que la gracia llega a subyugar.
Nosotros, los que hemos llegado a “ser participantes de la naturaleza divina” (2 Pedro 1:4), debemos tener
buen cuidado de que esta raíz de la naturaleza carnal sea destruida por completo. Cuando alguien nos hace
oposición, no litiguemos, ni le condenemos, sino instruyámosle amablemente; no con aire de superioridad, de
sabiduría y santidad, sino con humildad, recordando solemnemente que “el siervo del Señor no debe ser
contencioso, sino amable para con todos, apto para enseñar, sufrido” (2 Timoteo 2:24).

He observado que muchas veces después de haber explicado mi punto de vista a una persona, con toda claridad y
calma, me siento inclinado a decir la última palabra; pero he visto también que Dios me bendice más cuando dejo la
cosa en sus manos y, obrando de ese modo, sucede con frecuencia que gano a mi opositor. Si bien podrá parecer
que he sido derrotado, generalmente sucede que, al fin y al cabo, ganamos a nuestro enemigo y, si somos realmente
humildes, nos regocijamos más por haber conseguido que la persona haya reconocido ella misma la verdad (2
Timoteo 2:25), que si nosotros la hubiésemos convencido con nuestros argumentos.

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22 septiembre 2010

CAPITULO 16
DEJANDO ESCAPAR LA VERDAD

“Por tanto, es necesario que con más diligencia atendamos a las cosas que hemos oído, no sea que nos
deslicemos” (Hebreos 2:1).
La verdad que salva al alma no se recoge como se recogen las piedrecitas de la playa, sino que se obtiene
más bien como el oro y plata, que se consiguen después de mucho buscar y excavar. Salomón dice: “Si clamares a
la inteligencia, y a la prudencia dieres tu voz; si como a la plata la buscares, y la escudriñares como a tesoros;
entonces entenderás el temor de Jehová, y hallarás el conocimiento de Dios” (Prov. 2:3-5). El que quiera adquirir la
verdad, tendrá que emplear su inteligencia, deberá orar mucho, hacer examen de sí mismo y abnegarse de continuo.
Debe estar siempre atento a la voz de Dios que habla dentro de su propia alma. Debe velar para no caer en pecado
y en olvido, y debe meditar en la verdad de Dios, de día y de noche.
El ser salvado no es como salir a un paseo. Los hombres y mujeres que están llenos de la verdad —que son
la verdad personificada— no han llegado a serlo sin esfuerzo. Ellos han excavado en busca de la verdad; han amado
la verdad, la han codiciado más que el alimento; han sacrificado todo para adquirirla. Cuando han caído, han vuelto a
levantarse, y cuando se han visto derrotados no se han dejado arrastrar por la desesperación, sino que, con más
cuidado y atención, y con mayor fervor, han renovado sus esfuerzos para conseguirla. No han tenido a menos
sacrificar sus vidas con tal de llegar a conocer la verdad.
La fortuna, comodidades, el renombre, la buena reputación, los placeres y todo lo que puede proporcionar el
mundo, lo tuvieron por estiércol y escoria, mientras buscaban la verdad y fue, cabalmente, en ese punto, donde la
verdad ocupó lugar preferente a todo lo demás, cuando la encontraron.
Fue allí donde encontraron la verdad que salva al alma, que satisface el corazón, que responde a los
interrogantes de la vida, que trae comunión con Dios y que proporciona gozo indescriptible y perfecta paz.
Pero así como se requiere esfuerzos para encontrar la verdad, es necesario velar para conservarla. “Las
riquezas tienen alas”, y si se les descuida, huyen. Lo mismo sucede con la verdad. Si no se le cuida celosamente se
escurrirá. “Compra la verdad y no la vendas” (Prov. 23:23). Generalmente la verdad se escapa poco a poco. Se
escurre así como se escurre el agua, toda no sale de un golpe, sino que va saliendo poco a poco.
He aquí un hombre que una vez estuvo lleno de la verdad. Amaba a sus enemigos y oraba por ellos; pero
poco a poco fue descuidando esa verdad que debemos amar a nuestros enemigos, hasta que se escurrió y ahora en
vez de amar y orar por sus enemigos, siente amargura de espíritu y enojo.
Otro, antes solía dar su dinero para ayudar a los pobres y para propagar el Evangelio. No tenía ningún temor
de que le faltase algo, pues creía que Dios proveería todo lo que necesitase; Estaba tan lleno de la verdad que no
temía nada, y estaba seguro de que si buscaba primero el reino de Dios y su justicia, todas las demás cosas le
serían añadidas, (Mateo 6:33). No temía que Dios se olvidase de él ni que lo abandonase y dejase su simiente sin
amparo y mendigando pan. Servía a Dios con regocijo y con todo el corazón; quedaba satisfecho con un pedazo de
pan duro, y se sentía tan despreocupado como el pajarito que acurruca su cabecita debajo del ala y se queda
dormido, sin saber de dónde le vendrá el desayuno, pues confía en el gran Dios que abre su mano y satisface el
deseo de toda criatura y, a su tiempo, les da su alimento. Pero poco a poco, la prudencia del Diablo penetró en su
corazón, y poco a poco permitió que la verdad de la fidelidad y paternidad de Dios y el cuidado providencial que él
tiene de los suyos, se escurriese, y ahora es mezquino, ambicioso y lleno de preocupaciones acerca del mañana; es
totalmente lo opuesto a su generoso y amante Salvador.
He aquí otro hombre que antes oraba de continuo. Le gustaba orar. La oración era el aliento de su vida. Pero
poco a poco dejó escurrir la verdad de que “es necesario orar siempre, y no desmayar” (Lucas 18:1), y ahora la
oración es para él algo frío y muerto.
Otro, antes solía concurrir a todas las reuniones que podía, pero comenzó a descuidar la verdad que no
debemos dejar “de congregarnos, como, algunos tienen por costumbre” (Heb. 10:25) y ahora prefiere irse al parque
o a la ribera del río, o al club, que concurrir a un servicio religioso.
Otro, no bien se ofrecía la oportunidad de testificar, se ponía de pie para hacerlo y, cuando se encontraba con
algún camarada en la calle, no podía resistir el deseo de hablar acerca de los bienes con que Dios le había colmado;
pero, poco a poco, se dio a “necedades” y a “truhanerías, que no convienen” (Efesios 5:4), y dejó escurrir la verdad
de que “los que temen a Jehová hablaron cada uno a su compañero”, y por fin se olvidó de las solemnes palabras

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del Señor Jesús, quien dijo que “toda palabra ociosa que hablaren los hombres, de ella darán cuenta en el día del
juicio” (Mateo 12:36). Ya no se acuerda que la Biblia dice: “La muerte y la vida están en poder de la
lengua” (Proverbios 18:21), y que debemos cuidar de que nuestra conversación sea “sazonada con sal” (Colosenses
4:6), de modo que ahora puede hablar sin cansarse sobre cualquier tema que no sea el de la religión personal y la
santidad. El bien meditado y ardiente testimonio que solía dar antes, y que tanto conmovía a los que le oían, que
amonestaba a los pecadores indiferentes, que alentaba a los de corazón tímido y desmayado y que producía júbilo
entre los soldados y los santos y les llenaba de fortaleza, ha sido reemplazado por algunas frases que no tienen
significado ni para su propio corazón, y en la reunión tienen el efecto de grandes témpanos situados al lado del
fuego, y sus palabras son inútiles como los cascarones en un nido de donde hace un año que volaron los pájaros
que lo ocupaban.
Otra, antes creía que las mujeres piadosas deben ataviarse con ropas sencillas y modestas; no con cabellos
encrespados, oro, o perlas, o vestidos costosos, sino de buenas obras (1 Timoteo 2:9); pero poco a poco dejó
escapar la verdad de Dios; escuchó los susurros del tentador y cayó, al igual que Eva, cuando prestó oídos al Diablo
y comió del fruto prohibido. Ahora, en vez de vestirse sencillamente, sale ataviada con flores, plumas y vestidos
costosos, pero ha perdido el adorno del espíritu humilde, “lo cual es de grande estima delante de Dios” (1 Pedro 3:4).
Pero, ¿qué debe hacer esta gente?
Deben recordar de donde han caído, deben arrepentirse y volver a hacer sus primeras obras. Deben volver a
excavar en busca de la verdad, del mismo modo como los hombres buscan el oro, y que la busquen como se buscan
los tesoros escondidos, y volverán a encontrarla. “Dios… es galardonador de los que le buscan” (Hebreos 11:6).
Este podría ser trabajo harto difícil. También es difícil buscar oro. Tal vez sea un proceso lento. También lo es
buscar tesoros escondidos. “Buscad, y hallaréis” (Lucas 11:9). Pero es un trabajo necesario. El destino eterno de
nuestra alma depende de ello.
¿Qué hacen aquellos que poseen la verdad para impedir que se les escape?
1. Acatan las palabras dichas por David a su hijo Salomón: “Guardad e inquirid todos los preceptos de
Jehová, vuestro Dios” (1 Crónicas 28:8).
2. Hacen lo que Dios le ordenó a Josué: “Nunca se apartará de tu boca este libro de la ley, sino que
de día y de noche meditarás en él”. ¿Para qué? —“Para que guardes y hagas conforme a— ¿algunas de las cosas
escritas en él? — ¡No! — todo lo que en él está escrito” (Josué 1:8).
Un joven rabino le preguntó a su anciano tío si no podría estudiar filosofía griega. El anciano rabino le citó el
texto: “Nunca se apartará tu boca de este libro de la ley, sino que de día y de noche meditarás en él”, y luego añadió:
“Halla una hora que no sea día ni noche, y entonces estudia la filosofía griega”.
El “hombre bienaventurado”, de quien nos habla David, no sólo es un hombre que no anduvo en consejo de
malos ni estuvo en camino de pecadores, ni se ha sentado en silla de escarnecedores, sino que “en la ley de Jehová
está su delicia, y en su ley medita de día y de noche” (Salmo 1).
Si quieren mantener firmemente la verdad, y no dejarla escapar, deben leer, leer y releer la Biblia. Deben
refrescar su mente constantemente con sus verdades, así como el estudiante diligente refresca su memoria
repasando los libros de texto; así como el abogado que quiere tener éxito estudia constantemente sus libros de
jurisprudencia, o el médico sus obras de medicina.
Juan Wesley, en su vejez, después de haber leído y releído la Biblia; durante toda su vida, dijo con respecto a
sí mismo: “Yo soy homo unius libri” —hombre de un solo libro.
La verdad se escurrirá, seguramente, si no se refrescan sus mentes con la lectura constante de ‘la Biblia y la
meditación en ella.
La Biblia es la receta de Dios para hacer gente santa. Si quieren ser personas santas y semejantes a Cristo,
deben ajustarse fielmente a esa receta.
La Biblia es la “guía” de Dios para enseñar a hombres y mujeres el camino al cielo. Deben prestar estricta
atención a las direcciones que ella da, si es que quieren llegar al cielo.
La Biblia es el libro de medicina de Dios, para enseñar a la gente cómo sanar de las enfermedades del alma.
Deben estudiar con toda diligencia el diagnóstico que hace de las enfermedades del alma y de sus métodos de cura,
si quieren disfrutar de salud espiritual.
Jesús dijo: “No sólo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mateo 4:4); y
también dijo: “Las palabras que yo os he hablado, son espíritu y son vida” (Juan 6:63).
3. “No apaguéis el espíritu” (1 Tesal. 5:19). Jesús llama al Espíritu Santo el “Espíritu de Verdad”. Por
consiguiente, si no quieren que la verdad se escuna, deben dar la bienvenida en sus corazones al Espíritu de Verdad
y rogarle que more en ustedes. Acarícienle en su alma. Deléitense en él. Vivan en él. Ríndanse a él. Confíen en él.
Tengan comunión con él. Considérenlo como su Amigo, Guía, Maestro y Consolador. No lo consideren de la manera
que algunos niños consideran a sus maestros de escuela: como unos enemigos, como alguien de quien se pueden
burlar; alguien que está siempre a la espera de una oportunidad para infligir castigo, para reprochar e imponer
disciplina. Por supuesto, el Espíritu hará eso, cuando ello fuere necesario, pero le apena hacerlo. Su mayor deleite

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es consolar y alentar a los hijos de Dios. ¡El es amor! ¡Alabado sea su sagrado nombre! “No contristéis al Espíritu
Santo de Dios, con el cual fuisteis sellados para el día de la redención” (Efesios 4:30).

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22 septiembre 2010

CAPITULO 17
SI HAN PERDIDO LA BENDICION
¿QUE SUCEDERA?

“Convertíos, hijos rebeldes, dice Jehová, porque yo soy vuestro esposo. Reconoce, pues, tu maldad, porque
contra Jehová tu Dios has prevaricado… y no oíste mi voz. Vuélvete... no haré caer mi ira sobre ti, porque
misericordioso soy yo; no guardaré para siempre el enojo” (Jeremías 3:14, 13, 12).
La dificultad para la restauración del retrógrado yace en él mismo y no en el Señor. Nos es difícil confiar en
alguien a quien hemos hecho algún mal, y la dificultad se duplica cuando la persona a quien se ha hecho el mal ha
sido un amigo bueno y cariñoso. Vean el caso de los hermanos de José. Le hicieron un gran mal vendiéndole como
esclavo para que le llevasen a Egipto, y al fin, cuando se enteraron de que vivía aún, y de que ellos estaban en sus
manos, tuvieron mucho miedo.
Mas él les aseguró que no sentía ninguna enemistad en contra de ellos y, finalmente, ganó la confianza de
todos ellos debido al amor y generosidad con que les trató. Esta confianza fue aparente hasta el día en que murió
Jacob su padre, y entonces volvieron a despertarse todos sus antiguos temores.
“Y viendo los hermanos de José que su padre era muerto, dijeron: Quizá nos aborrecerá José, y nos dará el
pago de todo el mal que le hicimos. Y enviaron a decir a José: Tu padre mandó antes de su muerte, diciendo: Así
diréis a José: Te ruego que perdones ahora la maldad de tus hermanos y su pecado, porque mal te trataron: por
tanto ahora te rogamos que perdones la maldad de los siervos del Dios de tu padre. Y José lloró mientras
hablaban... Y les respondió José: No temáis... yo os sustentaré a vosotros y a vuestros hijos. Así los consoló, y les
habló al corazón” (Génesis 50:15-17; 19,21).
Amados camaradas retrógrados, vean en esta sencilla narración la dificultad que ustedes tienen. A causa de
su pecado, han hecho violencia a su propio sentido de justicia, y ahora les parece casi imposible confiar en su
hermano Jesús a quien han hecho tan grave ofensa; y, sin embargo, su corazón grande y tierno se desgarra por
amor a ustedes. “Y José lloró mientras hablaban”. Hermano, si usted no ha cometido el pecado imperdonable (y no
lo ha hecho usted, si es que no tiene ningún deseo deliberado de no ser del Señor), el primer paso que debe dar
usted es renovar su consagración; y, luego, su segundo y único paso es exclamar como lo hizo Job: “Aunque él me
matare, en él esperaré” (Job 13:1 5). Debe usted quedarse firme en ese terreno, hasta que reciba el testimonio de
haber sido aceptado.
Muchas personas fracasan aquí, porque esperan todo el tiempo sentir las mismas emociones y gozo que
tuvieron la primera vez cuando fueron salvados, y no quieren creer, porque no sienten lo mismo que sintieron
entonces. ¿Recuerdan ustedes que los hijos de Israel estuvieron cautivos varias veces después de haber entrado en
Canaán? Pero Dios nunca volvió a dividir el río Jordán para que ellos cruzasen. Dios jamás volvió a hacerles entrar
de la misma manera como lo hizo la primera vez. Dios dice: “Guiaré a los ciegos por caminos que no sabían, les
haré andar por sendas que no habían conocido” (Isaías 42:16). Pero si ustedes buscan la antigua experiencia, están
rehusando reconocer que son ciegos, e insisten en seguir por las sendas que conocen. En otras palabras, quieren
andar por la vista y no por la fe. Deben rendirse al Espíritu Santo, y él les guiará, con seguridad, a la Tierra
Prometida. Traten sencillamente de ponerse bien con Dios. Hagan todo aquello que él les diga que hagan. Confíen
en él, ámenle, y él mismo descenderá a ustedes, pues “él (Jesús) nos ha sido hecho... santificación” (1 Corintios
1:30). No es una bendición lo que necesitan ustedes, sino al Bendecidor, a quien han dejado afuera a causa de la
incredulidad de ustedes.
Un hombre recientemente santificado dijo en la Escuela de Teología de Boston: “Hermanos, yo he estado aquí
estudiando teología durante tres años, pero ahora tengo a Theos (Dios) en mí”. Ustedes deben satisfacerse con él,
no importa la manera cómo venga; ya sea como Rey de reyes y Señor de señores, o como sencillo y humilde
Carpintero. Manténganse satisfechos con él, y él se irá revelando más y más a la fe humilde y sencilla de ustedes.
No se espanten al ver los leones: están encadenados. Rehuyan las preocupaciones acerca del porvenir, y
confíen tranquilamente en él para el momento presente. “Así que, no os afanéis por el día de mañana, porque el día
de mañana traerá su afán” (Mateo 6:34).
Satanás quiere causarles preocupaciones acerca de la capacidad que ustedes tienen para mantenerse firmes,
especialmente si han perdido su experiencia de paz y tranquilidad espiritual a causa de la desobediencia; Satanás
les echará eso en cara. Tengan presente lo que dice el Señor: “Bástate mi gracia” (2 Corintios 12:9). No se
preocupen del mañana.

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Un amado camarada dijo en oración: “Padre, tú sabes qué agonía intolerable he padecido mirando hacia
adelante, y preguntándome si podría hacer esto o aquello en tal o cual fecha y en tal o cual lugar”.
Naturalmente eso tenía que hacerle sufrir. El sencillo remedio era no mirar al futuro, sino tomar “el escudo de
la fe” con el cual podemos “apagar todos los dardos de fuego del maligno” (Efesios 6:16). El estaba sufriendo los
golpes de los dardos de fuego. Pueden estar ciertos de esto: no es Jesús quien les atormenta con pensamientos
acerca del porvenir, pues él les ha ordenado que no se preocupen acerca del mañana. “Resistid al Diablo, y huirá de
vosotros” (Santiago 4:7). Al llegar al punto de la obediencia, sean fieles, aunque les cueste la vida. “Sé fiel hasta la
muerte, y yo te daré la corona de la vida” (Apoc. 2:10). “Y menospreciaron sus vidas hasta la muerte” (Apoc. 12: 11).
Una mujer que había perdido la experiencia de la santidad, dijo: “Me entregué a Jesús de nuevo y, durante
algún tiempo, confié, sin sentir nada. Una señorita vino a mi casa y sentí que tenía el deber de hablarle acerca de su
alma. Me pareció muy difícil, pero le dije al Señor que sería fiel. Le hablé acerca del Salvador y de su alma. Las
lágrimas inundaron sus ojos, y el gozo henchió mi corazón. El Bendecidor había descendido, y ahora ella confía,
tranquila y feliz, en el Señor Jesús”. Entréguense ustedes otra vez a Dios y hagan que su vida misma entre en la
consagración.
Una hermana fue retrógrada durante diez años, pero hace poco fue rescatada y llenada del Espíritu Santo.
Poco después dijo: “Pongan todo sobre el altar, y déjenlo ahí; no lo tomen otra vez, y podrán tener la seguridad que
el fuego de Dios descenderá y consumirá la ofrenda”
¡Háganlo, háganlo así! Dios descenderá sin duda alguna si esperan, y ustedes pueden esperar si quieren
hacer algo para la eternidad.
“Por eso pues, ahora, dice Jehová, convertíos a mí con todo vuestro corazón, con ayuno y lloro y lamento.
Rasgad vuestro corazón, y no vuestros vestidos, y convertíos a Jehová vuestro Dios; porque misericordioso es y
clemente, tardo para la ira y grande en misericordia, y que se duele del castigo” (Joel 2:12, 13).

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22 septiembre 2010

CAPITULO 18
LOS GANADORES DE ALMAS Y SUS
ORACIONES

“La oración eficaz del justo, puede mucho” (Santiago 5:16).


Todos los grandes ganadores de almas han sido hombres muy consagrados a la oración, y cuando oraban, lo
hacían con mucho poder; además, todos los grandes avivamientos han sido precedidos por la obra perseverante
efectuada de rodillas, en privado, y se han realizado por medio de ella. Antes que Jesús comenzara su ministerio,
cuando le seguían grandes multitudes, pasó cuarenta días y cuarenta noches en oración y ayuno (Mateo 4:1-11).
Pablo oraba sin cesar. De día y de noche ascendían a Dios sus oraciones e intercesiones (Hechos 16:25;
Filip. l:3-11; Col. 1:3,9-11).
El bautismo pentecostal del Espíritu Santo y las tres mil conversiones que hubo en un solo día, fueron
precedidos por diez días de oración, alabanzas, examen del corazón y lectura de la Biblia. Y continuaron orando
hasta que, otro día, se convirtieron cinco mil, y muchos de los sacerdotes creyeron en la nueva fe (Hechos 2:4-6; 4:4;
6:4-7).
Lutero solía orar tres horas por día, y él quebrantó el hechizo de siglos y libertó a naciones que estaban
cautivas.
Juan Knox solía pasar noches enteras en oración, y clamaba a Dios diciendo: “Dame a Escocia o me muero”.
Y Dios le dio Escocia.
Baxter tiñó las paredes de su estudio con el aliento de sus oraciones y envió una onda de salvación por todo el
país.
Mr. Wesley en su “Diario” (que por su lectura atrayente y cautivadora se coloca después de los Hechos de los
Apóstoles) habla, vez tras vez, de medias noches y noches enteras de oración, en las que Dios se acercó y bendijo a
la gente casi hasta la muerte, y luego él y sus colaboradores fueron dotados de poder para rescatar a Inglaterra del
paganismo, y enviar por todas partes un avivamiento de religión pura y activa.
David Brainerd solía tenderse sobre el suelo helado, durante la noche, envuelto en cueros de oso, y escupía
sangre y clamaba a Dios pidiéndole que salvara a los indios; y Dios le oyó, y convirtió y santificó por veintenas y por
centenares a los pobres indios ignorantes, paganos, díscolos y borrachos.
La noche antes de que Jonatán Edwards predicara el admirable sermón que comenzó el avivamiento que
convulsionó a la Nueva Inglaterra, él y algunos otros la pasaron en oración.
En Escocia había un joven llamado Livingstone, que fue llamado para que predicara ante una de las grandes
asambleas. Como éste sentía su completa inaptitud para ello, pasó la noche orando. Al día siguiente predicó un
sermón por cuya influencia se convirtieron quinientas personas. ¡Alabado sea Dios! ¡Oh Señor mío! levanta más
gente de oración.
Mr. Finey solía orar hasta que comunidades enteras caían bajo el poder del Espíritu de Dios, y nadie podía
resistir su poderosa influencia. En una ocasión estaba tan postrado por el trabajo, que sus amigos consiguieron que
hiciera un viaje por el mar Mediterráneo. Pero estaba tan embebido en el interés de salvar a los hombres, que no
pudo descansar, y a su regreso sufrió gran agonía de alma por la evangelización del mundo. Al fin la ansiedad y
agonía de su alma llegaron a ser tan intensas que oró durante un día entero, hasta que, a la entrada de la noche,
recibió la certidumbre de que Dios haría la obra.
A su arribo a Nueva York, pronunció sus “Discursos sobre Avivamiento”, que se publicaron en su propio país y
en el extranjero y dieron por resultado avivamientos en todas partes del mundo. Sus escritos cayeron en manos de la
señora Catherine de Booth, e influyeron poderosamente en ella, de modo que el Ejército de Salvación es, sin duda,
en gran parte, la respuesta de Dios a la oración insistente y prevalente de ese hombre, que le rogaba al Señor que
glorificase su santo nombre salvando al mundo.
En la América del Norte hay un joven evangelista que fue salvado del catolicismo. Dondequiera que va se
levanta un “torbellino de avivamiento”, y la gente se convierte por centenares. Yo me preguntaba en qué consistiría
el secreto de su poder, hasta que una señora, en cuya casa solía alojarse, me dijo que oraba todo el tiempo. Tenía

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dificultad para conseguir que se presentara a la mesa a las horas de comidas, pues no quería cesar de luchar con
Dios por medio de la oración.
Antes de afiliarme al Ejército de Salvación, conversaba yo en una ocasión con el doctor Cullis, de Boston, ese
hombre de fe sencilla, pero poderosa. Estaba mostrándome unas fotografías y entre ellas había una de Mr. Bramwell
Booth, que llegó a ser segundo general del Ejército de Salvación.
“Ese hombre, dijo, dirige las reuniones de santidad más poderosas que se realizan en toda Inglaterra”.
Me contó entonces acerca de aquellas famosas reuniones de Whitechapel. Cuando yo fui a Inglaterra, hice la
determinación de descubrir, si ello fuere posible, el secreto de ese poder.
Una de las cosas era, según me dijo un oficial, que Mr. Bramwell, en aquel entonces, solía tener reuniones
con los jóvenes en el Cuartel General y pedía a cada uno de aquellos que eran salvados, que pasasen diariamente
cinco minutos a solas con Dios, dondequiera que pudiesen hacerlo, y que orasen por las reuniones que se
efectuaban los viernes de noche. Un oficial, que ahora es Brigadier, y que en aquel entonces era empleado en una
gran ferretería, tenía que meterse en uno de los grandes cajones vacíos que había en el depósito del negocio, a fin
de poder disfrutar de los cinco minutos de oración.
Dios no ha cambiado. El quiere contestar las oraciones de los hombres de oración.
Mr. Finney cuenta acerca de una iglesia en la que hubo un avivamiento continuo durante trece años. Al fin
cesó el avivamiento, y todos se llenaron de temor y se preguntaron a qué se debía eso, hasta que un día, un
hombre, inundado en llanto, se puso de pie y dijo que durante trece años había orado todos los sábados hasta más
de media noche, pidiéndole a Dios que glorificase su nombre y salvara a la gente, pero hacía dos semanas que
había dejado de hacerlo y el avivamiento había cesado. Si Dios contesta la oración de ese modo, ¡cuán tremenda es
la responsabilidad que pesa sobre todos nosotros instándonos a que oremos!
¡Ojalá hubiese un soldado santo en cada cuerpo, y un miembro lleno de fe en cada iglesia, que pasasen
orando media noche todos los sábados! Aquí hay trabajo para los oficiales que están descansando, y para aquellos
que no pueden entrar a la obra debido a dificultades invencibles. Pueden hacer un “trabajo de rodillas”, que mucho
se precisa.
Pero nadie debe imaginarse que ése es trabajo fácil. Es difícil, y algunas veces significa gran agonía, pero se
convertirá en una agonía de júbilo en unión y comunión con Jesús. ¡Cuánto oraba Jesús!
El otro día, un capitán, que ora una hora o más todas las mañanas, y media hora antes de sus reuniones
nocturnas, y que tiene mucho éxito en salvar almas, se lamentaba de que muchas veces tenía que hacer esfuerzos
para orar en secreto. Pero en esto él es tentado y probado al igual que sus hermanos. Todos los hombres que han
orado mucho, han sufrido así. El Rey. William Bramwell, que solía ver a la gente convertirse y ser santificados por
centenares por todas partes donde iba, oraba seis horas por día y, sin embargo, decía que siempre tenía que
esforzarse para ir a orar en secreto. Y después de haber comenzado a orar tenía períodos muy áridos, pero
perseveraba por la fe, y los cielos se abrían y contendía con Dios hasta obtener la victoria. Después, cuando
predicaba, se partían las nubes y caían las lluvias de bendiciones sobre la gente.
Un hombre le preguntó a otro cómo era que Mr. Bramwell podía decir tantas cosas nuevas y maravillosas, que
servían de bendición a tanta gente. El interrogado, contestó: “Ello se debe a que vive muy cerca del trono y Dios le
dice sus secretos, después de lo cual él nos los dice a nosotros”.
El Rey. Juan Smith, cuya vida me dijo el General William Booth que había ejercido maravillosa influencia sobre
él, igual que Mr. Bramwell, pasaba mucho tiempo en oración. Siempre le era difícil comenzar, pero luego recibía
tanta bendición que le era difícil cesar. Por donde iba llevaba consigo grandes olas de avivamiento.
La resistencia a la oración privada podrá emanar de una o más causas:
1. Es inspirada por espíritus malos. Me imagino que no le importa mucho al Diablo ver a las personas
de corazón tibio de rodillas en las reuniones públicas, porque sabe que lo hacen sencillamente porque deben hacerlo
y por costumbre. Pero aborrece ver a uno de rodillas en secreto, pues el que lo hace quiere conseguir algo y si
persevera con fe, moverá a Dios y a los cielos a favor de lo que pide. Por eso el Diablo le hace oposición.
2. Debido al decaimiento físico y mental a causa de enfermedad, falta de sueño, demasiado sueño o
por haber comido demasiado, pues esto sobrecarga el sistema digestivo, interrumpe la circulación de la sangre y
nubla las facultades más elevadas y nobles del alma.
3. Por no responder prestamente cuando nos sentimos impulsados a orar en secreto. Si cuando nos
viene la sensación de que debemos orar, vacilamos más tiempo del que es realmente necesario, y continuamos
leyendo o hablando cuando bien podríamos estar orando, se apagará el espíritu de la oración.
Debiéramos acostumbrarnos a sentir alegría al pensar en que pasaremos un rato en secreta comunión con
Jesús y en oración, tanto como se regocijan dos personas que se aman cuando están juntas.
Debiéramos responder prestamente a la voz interna que nos llama a la oración. “Resistid al Diablo y huirá de
vosotros”, y mantengamos nuestros cuerpos en sujeción, no sea que “habiendo sido heraldo para otros, yo mismo
venga a ser eliminado” (1 Corintios 9:27).

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Jesús dijo que “es necesario orar siempre, y no desmayar” (Lucas 18:1) y Pablo dice: “Orad sin cesar” (1
Tesalonicenses 5:17).
Algunas veces un hombre que se atreve a atacar al Diablo y que ora con fe, es capaz de conseguir la victoria
de una ciudad o de una nación entera. Así lo hizo Elías en el monte Carmelo; Moisés lo hizo para el retrógrado
pueblo de Israel; Daniel lo hizo en Babilonia. Pero si se pudiera conseguir que un número de personas orasen de
ese modo, la victoria sería tanto más decisiva. Que nadie se imagine, dominado por un corazón malo de
incredulidad, que Dios resiste y no quiere contestar las oraciones. El está más dispuesto a responder a las oraciones
de aquellos cuyos corazones están bien con él, que lo están los padres a dar pan a sus criaturas. Cuando Abraham
oró por Sodoma, Dios contestó, hasta que Abraham cesó de pedir (Génesis 18:22-23). ¿Y no se enojará con
nosotros muchas veces a causa de que le pedimos con tanta timidez, y porque le pedimos cosas tan pequeñas, del
mismo modo como Eliseo el profeta se enojó con el rey que golpeó tres veces cuando debió hacerlo cinco o seis? (2
Reyes 13:18,19).
Acerquémonos confiadamente al Trono de la Gracia, y pidamos en abundancia para que nuestro gozo sea
cumplido (Hebreos 4:16).

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22 septiembre 2010

CAPITULO 19
TESTIGOS DE LA RESURRECCION
EN NUESTROS DIAS

Hace algunos años me arrodillé para orar con una señorita que deseaba ser santificada. Le pregunté si quería
dejar todo para seguir a Jesús. Ella contestó que sí. Pensé entonces someterla a una dura prueba y le pregunté si
estaría dispuesta a ir como misionera de Jesús al África. Respondió que sí. Nos arrodillamos y oramos y mientras
orábamos prorrumpió en llanto y exclamó: “¡Oh Jesús! “.
Ella nunca había visto a Jesús. Jamás había oído su voz, y antes de ese momento no tenía más idea de una
revelación de Jesús a su alma que la que podría tener un hombre ciego de nacimiento acerca del arco iris. ¡Pero ella
le conoció! No tuvo necesidad de que alguien le dijera que éste era Jesús, como no se precisa de la luz de una vela
para ver salir el sol. El sol trae su propia luz y lo mismo hace Jesús.
Ella le conoció, le amó y se regocijó en él, con gozo indescriptible, y lleno de gloria; a partir de esa hora, ella
testificó acerca de él y siguió en pos de él: siguió en pos de él hasta el África, para ayudarle a ganar a los paganos
para su reino, hasta un día en que él le dijo: “Entra en el gozo de tu Señor” (Mateo 25:23) y entonces ascendió al
cielo, para ver en toda Su plenitud su divina gloria.
Esta señorita fue testigo de Jesús: testigo de que él no está muerto sino vivo y, como tal, fue un testigo de su
resurrección.
Testigos de esa clase se han necesitado en todos los tiempos. Los necesitamos hoy, tanto como en los días
de los apóstoles. Los corazones de los hombres son igualmente malos hoy como lo eran en aquel entonces; su
presunción es igualmente caprichosa, su egoísmo tan general como en aquel tiempo y su incredulidad igualmente
obstinada como en cualquier período de la historia del mundo; se requiere una evidencia tan poderosa como siempre
para subyugar sus corazones y engendrar en ellos fe viva.
Hay dos clases de evidencias y parece que ambas son necesarias para lograr que los hombres acepten la
verdad y se salven. Estas son: la evidencia que obtenemos por medio de la historia, y la evidencia que nos dan los
hombre vivos que nos muestra aquello de lo cual están conscientes.
En la Biblia y en los escritos de los primitivos cristianos, tenemos las evidencias históricas del plan de Dios
para con los hombres, y la manera cómo trata con ellos; de la vida, muerte y resurrección de nuestro Señor Jesús, y
del avivamiento del Espíritu Santo. Pero parece que estos documentos no bastan por sí solos para destruir la
incredulidad de los hombres y hacerles que se presenten ante Dios con humildad y sumisión, y que tengan fe
sencilla y firme en su amor. Tal vez ellos produzcan una fe histórica. Es decir, tal vez crean lo que dicen acerca de
Dios, acerca de los hombres, acerca del pecado, la vida, la muerte, el día del juicio, el cielo y el infierno, de igual
modo como creen lo que dice la historia referente a Julio César, Bonaparte o Washington. Dicha fe podrá hacer que
los hombres sean muy religiosos, que construyan templos, que se abnieguen y cumplan con muchas ceremonias del
culto; hará que abandonen los pecados bajos y visibles y que vivan decorosa y moralmente; y sin embargo, esos
hombres podrán permanecer muertos para Dios. No les conduce a la viva comunión con el Señor Jesús, que
deshace todo pecado, tanto interno como externo, y disipa el temor a la muerte, llenando el corazón de feliz
esperanza de inmortalidad.
La fe salvadora es aquella fe que trae al alma la vida y el poder de Dios: es una fe que convierte en humilde al
presuntuoso; al impaciente en paciente; al altanero en humilde de corazón; al mezquino en liberal y generoso; al
impuro en limpio y casto; al díscolo y contencioso, en manso y considerado; al mentiroso, en veraz; al ladrón, en
honrado; al fatuo e insensato, en sabio y sensato. Es una fe que purifica el corazón, que pone al Señor siempre
primero ante los ojos y llena el alma de amor santo, humilde y paciente, hacia Dios y el hombre.
Para adquirir esta fe se necesita no sólo la Biblia con sus evidencias históricas, sino también un testimonio
vivo. Se necesita de alguien que ha gustado “la buena palabra de Dios, y poderes del siglo venidero” (Heb. 6:5);
alguien que sepa que Jesús no está muerto, sino vivo; alguien que testifique acerca de su resurrección, porque
conoce al Señor que es “la Resurrección y la Vida” (Juan 11:25).
Recuerdo a una señorita que vivía en Boston, cuyo tranquilo y sincero testimonio de Jesús atraía mucha gente
a las reuniones, pues concurrían para oírla hablar. Un día, mientras caminábamos por la calle, ella me dijo: “El otro
día mientras me hallaba en mi habitación preparándome para la reunión, Jesús estuvo conmigo. Tuve la sensación
de que estaba presente, y le reconocí”.
Yo repliqué: “Podemos estar más conscientes de su presencia que de cualquier amigo terrenal”.
Con gran sorpresa y gozo para mí, le oí decir: “Sí, porque él está en nuestros corazones”.

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Pablo tuvo que ser un testigo así para poder lograr la salvación de los gentiles. El no fue testigo de la
resurrección de Jesús, sólo por haberle visto con los ojos naturales, sino en el sentido más elevado y espiritual, pues
el Hijo de Dios se había “revelado” a él (Gálatas 1:16) y su testimonio fue tan poderoso para convencer a los
hombres acerca de la verdad y para disipar su incredulidad, como lo fueron los testimonios de Pedro o Juan.
Esta facultad de testificar no está restringida únicamente a los apóstoles que estuvieron con Jesús, ni a Pablo
que fue escogido específicamente para ser un apóstol, sino que es una herencia común a todos los creyentes.
Muchos años después de Pentecostés, Pablo escribió a los corintios, allá lejos en Europa: “¿No os conocéis a
vosotros mismos, que Jesucristo está en vosotros, a menos que estéis reprobados? “ (2 Corintios 13:5). Y
escribiendo a los colosenses referente al misterio del Evangelio, dice: “Es Cristo en vosotros la esperanza de
gloria” (Colosenses 1:27). En realidad, este es el elevado propósito con el cual Jesús envió al Espíritu Santo. El dijo:
“Cuando venga el Espíritu de verdad… no hablará por su propia cuenta... El me glorificará; porque tomará de lo mío,
y os lo hará saber” (Juan 16:13-15).
Esta es su principal misión: revelar a Jesús al alma de cada creyente individualmente, y al hacerlo así, purifica
cada corazón, destruye toda tendencia mala e implanta en el alma del creyente el mismo temperamento y
disposición del Señor Jesucristo.
La verdad es que la revelación interna de la mente y corazón de Jesús, por medio del bautismo del Espíritu
Santo, era necesaria para hacer testigos de los mismos hombres que habían estado con él durante tres años y que
fueron testigos oculares de su muerte y resurrección. Les envió inmediatamente a que contasen lo que había
sucedido a todos los que encontraban. Se quedó con ellos algunos días, enseñándoles ciertas cosas, y luego, poco
antes de ascender a los cielos, en vez de decirles: “Tres años habéis estado conmigo, ya sabéis lo que ha sido mi
vida, habéis oído mis enseñanzas; me habéis visto morir; sois testigos de mi resurrección; id ahora por todo el
mundo, y contad estas cosas”, en lugar de eso, leemos: “Les mandó que no se fueran de Jerusalén, sino que
esperasen la promesa del Padre, la cual, les dijo, oísteis de mí. Porque Juan ciertamente bautizó con agua, mas
vosotros seréis bautizados con el Espíritu Santo dentro de no muchos días... Recibiréis poder, cuando haya venido
sobre vosotros el Espíritu Santo, y me seréis testigos” (Hechos 1:4, 5, 8).
Habían estado con él durante tres años, pero no le comprendieron. Se había revelado a ellos en carne y
sangre, pero ahora se revelaría en ellos por medio del Espíritu; en esa hora comprendieron su divinidad y su
carácter, y se dieron cuenta cabal de su misión, de su santidad, de su amor eterno y de su poder salvador, de
manera tal que jamás lo habrían comprendido aunque hubiese vivido con ellos en la carne durante toda la eternidad.
Esto fue lo que hizo decir a Jesús poco antes de su muerte: “Os conviene que yo me vaya, porque si no me fuese, el
Consolador no vendría a vosotros” (Juan 16:7); y si no hubiese venido el Consolador, no habrían podido conocer a
Jesús, sino únicamente en la forma humana.
¡Oh, cuán tiernamente les amaba Jesús, y con qué inexpresable vehemencia ansiaba que le conociesen! De
igual modo hoy día, él quiere que su gente le conozca, y quiere revelarse a sus corazones.
Es este conocimiento de Jesús que los pecadores exigen a los cristianos antes de creer.
Pues bien, si es cierto que los hijos de Dios pueden llegar a conocer a Cristo de ese modo, que el Espíritu
Santo lo revela de ese modo, que Jesús desea con vehemencia ser conocido por su pueblo, y que los pecadores
exigen que los cristianos tengan dicho conocimiento antes de creer, ¿no es eso, de por sí, algo que obliga a todo
seguidor de Jesús a buscarle con todo el corazón, hasta sentirse lleno de ese conocimiento y poder para testificar?
Además, se debiera buscar ese conocimiento no sólo con objeto de ser útil, sino para adquirir consuelo y seguridad
personal, porque es salvación, es vida eterna. Jesús dijo: “Esta... es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único
Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado” (Juan 17:3).
Una persona podrá saber diez mil cosas acerca del Señor; podrá ser muy elocuente al hablar acerca de su
carácter y sus obras y, no obstante, no saber nada de él en su corazón. Un campesino podrá saber muchas cosas
acerca de su reina; podrá creer en su justicia y estar dispuesto a confiar en su clemencia, aunque jamás la haya
visto. Pero son sus hijos e hijas y los miembros de su corte quienes realmente la conocen. Esta revelación universal
del Señor Jesús es algo más que la conversión: es el lado positivo de aquella experiencia que llamamos un “corazón
limpio” o “santidad”.
¿Quieren conocerle de ese modo? Si lo desean, con toda el alma, podrán llegar a conocerle.
Primero, pueden estar seguros que sus pecados han sido perdonados. Si han hecho mal a alguien,
enmienden el mal hasta donde puedan. Zaqueo le dijo a Jesús: “La mitad de mis bienes doy a los pobres, y si en
algo he defraudado a alguno, lo devuelvo cuadruplicado” (Lucas 19:8), y Jesús le salvó al instante. Sométanse a
Dios. Confiesen sus pecados, y luego confíen en Jesús, y pueden estar seguros que todos sus pecados serán
perdonados. El borrará todas sus rebeliones y no se acordará más de sus pecados (Isaías 43:25).
Segundo, ahora que ustedes han sido perdonados, acérquense a él con su voluntad, sus defectos, su todo, y
pídanle que él les libre de todo mal genio, de todo deseo egoísta y de toda duda secreta, y que descienda a morar
dentro de su corazón, que les conserve puros y los utilice para su propia honra y gloria. Después de eso, no
contiendan mas, sino anden en la luz que él les dará, confíen en él con paciencia y expectación, creyendo que él les
contestará sus oraciones; y ustedes podrán estar seguros que él les llenará “de toda la plenitud de Dios” (Efesios
3:19). Ustedes no deben impacientarse en este punto, no deben hundirse en dudas y temores secretos, sino deben
mantenerse firmes en la profesión de la fe (Hebreos 10:23); porque, como dice Pablo, “es necesaria la paciencia,

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para que habiendo hecho la voluntad de Dios, obtengáis la promesa. Porque aún un poquito, y el que ha de venir
vendrá, y no tardará” (Hebreos 10:36,37). Dios descenderá a nosotros. Sí, él vendrá, y cuando venga, él satisfará
todos los deseos de nuestros corazones.

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22 septiembre 2010

CAPITULO 20
EL RADICALISMO DE LA SANTIDAD

“¿O no os conocéis a vosotros mismos, que Jesucristo está en vosotros, a menos que estéis reprobados?” (2
Corintios 13:5).
“Es Cristo en vosotros la esperanza de gloria” (Colosenses 1:27).
Amado hermano, no crea usted que podrá conseguir que la santidad sea popular. Eso no es posible. Sin
“Cristo en vosotros” no hay santidad; y es imposible que Jesucristo sea popular en este mundo. Para los pecadores y
para aquellos que sólo pretenden ser cristianos, el verdadero Jesucristo ha sido siempre, y siempre lo será, “como
raíz de tierra seca, despreciado y desechado entre los hombres”. “Cristo en vosotros” es “el mismo ayer, y hoy, y por
los siglos”, odiado, vilipendiado, perseguido, crucificado.
“Cristo en vosotros”, no vino para traer paz a la tierra, sino espada; vino “para poner en disensión al hombre
contra su padre, a la hija contra su madre, y a la nuera contra su suegra, y los enemigos del hombre serán los de su
casa” (Mateo 10:35,36).
“Cristo en vosotros”, no apagará la paja que humea ni quebrará la doblada vara del arrepentimiento y
humildad; pero él pronunciará las más terribles y espantosas maldiciones contra el “formalismo” hipócrita y contra la
“tibieza” de aquellos que profesan servirle, pero que, no obstante, son amigos del mundo y, por lo tanto, enemigos
de Dios. “Oh almas adúlteras, ¿no sabéis que la amistad del mundo es enemistad con Dios? Cualquiera, pues, que
quiera ser amigo del mundo, se constituye enemigo de Dios” (Santiago 4:4). “Si alguno ama al mundo, el amor del
Padre no está en él” (1 Juan 2:15)
En los hogares de los pobres y en los refugios de los desamparados, “Cristo en vosotros”, ayudará a buscar y
salvar a los perdidos, y dirá dulce y tiernamente: “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os
haré descansar” (Mateo 11:28); pero en los grandes templos y catedrales, donde se mofan de Dios, con toda su
pompa, orgullo y amor al mundo, él clamará diciendo: “Los publicanos y las rameras entrarán al reino de los cielos
antes que vosotros”.
“Cristo en vosotros” no es un aristócrata lujosamente vestido de púrpura y lino fino y de oro y perlas preciosas,
sino un humilde Carpintero del pueblo, con las manos llenas de callos; veraz, siervo de los siervos, que busca
siempre los asientos más humildes en las sinagogas y en las fiestas, y condesciende a lavar los pies de sus
discípulos. “No mira a los soberbios” (Salmo 40:4), ni es de aquellos que lisonjean “con su lengua” (Salmo 5:9), sino
que sus palabras son “palabras limpias; como plata refinada en horno de tierra, purificada siete veces” (Salmo 12:6);
palabras vivas y eficaces, y más penetrantes que “toda espada de dos filos, que discierne los pensamientos e
intentos del corazón”.
Traten ustedes de conocer al verdadero Jesús y sigan en los pasos del humilde y santo Aldeano de Galilea;
porque, ciertamente, muchos “falsos Cristos” y “falsos profetas” han venido al mundo.
Hay Cristos soñadores y poéticos cuyas palabras “son más blandas que mantequilla, pero guerra hay en su
corazón; suavizan sus palabras más que el aceite, mas ellas son espadas desnudas” (Salmo 55:21). Hay Cristos a
quienes les agrada las diversiones y las modas; aman más los placeres que a Dios, tienen la apariencia de piedad y
santidad de corazón, mas niegan su eficacia; “Porque de éstos son los que se meten en las casas y llevan cautivas a
las mujercillas cargadas de pecados, arrastradas por diversas concupiscencias. Estas siempre están aprendiendo, y
nunca pueden llegar al conocimiento de la verdad” (2 Timoteo 3:4-7).
Hay Cristos mercaderes, que convierten la casa de Dios en cuevas de ladrones (Mateo 21:13).
Hay Cristos que lo que quieren es saciar sus vientres; éstos prenden a los hombres, hartando sus vientres y
no sus corazones e inteligencias (Romanos 16:18).
Hay Cristos entendidos y filósofos que os engañan con “filosofías y huecas sutilezas, según las tradiciones de
los hombres, conforme a los rudimentos del mundo, y no según Cristo” (Colosenses 2:8).
Hay Cristos reformadores de la política, que se olvidan de los negocios de su Padre, estando completamente
absorbidos con la idea de ser elegidos o de elegir un gobernante en este mundo; Cristos que recorren medio mundo
para dar un discurso sobre prohibicionismo o sobre los derechos de la mujer, mientras que en su propia ciudad hay
centenares de pecadores que se van al infierno; que prefieren más bien arrancar a golpes el fruto que pende de las
ramas, en vez de emplear el hacha y cortar los árboles desde la raíz para que éstos sean buenos (Mateo 3:10).

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Un día quisieron hacer rey a “Cristo en vosotros”, pero él no quiso ser rey, a menos que hubiese sido del
corazón de los hombres; un día quisieron hacerle juez por cosa de cinco minutos; pero él no quiso ser juez. El se
anonadó a sí mismo (Filip. 2:7). Pudo haberse detenido en el trono de la Roma imperial o entre las clases
encumbradas o medias, pero salió del seno de su Padre para dejar a un lado los tronos, las clases elevadas y las
clases medias, para ir entre las más bajas y a los lugares más humildes de la tierra, y se hizo siervo de todos, para
elevarnos al seno del Padre, y hacernos partícipes de su naturaleza divina y de su santidad (2 Pedro 1:4; Hebreos
12:10).
“Cristo en vosotros” toma a los hombres que están abajo y los levanta. Si él se hubiese quedado en su trono,
jamás habría podido alcanzar a los humildes pescadores de Galilea; pero habiendo descendido y andado entre los
pescadores, no tardó en hacer estremecer el trono.
Tal vez ello no sea popular, pero el “Cristo en vosotros” descenderá. El no buscará los honores que dan los
hombres, sino los honores que sólo vienen de Dios (Juan 5:44; 12:42,43).
Un día, cierto joven rico (un príncipe) se presentó ante Jesús, y le dijo: “Maestro bueno, ¿qué haré para
heredar la vida eterna? “(Marcos 10:17). Indudablemente este joven raciocinó así: “El Maestro es pobre, yo soy rico.
El me recibirá bien porque yo puedo darle prestigio financiero. El Maestro no tiene influencia entre las autoridades,
yo soy príncipe; yo puedo darle influencia política. El Maestro se encuentra socialmente restringido, a causa de sus
relaciones con esos pescadores pobres e ignorantes; yo, siendo como soy, príncipe y rico, puedo darle influencia
social”.
Pero el Maestro le dio un golpe soberano al alma misma de esa cordura mundana y a su presunción,
diciéndole: “Anda, vende todo lo que tienes, y dalo a los pobres, y ven, sígueme”. Ven, pero sólo puedes servirme en
la pobreza, en el reproche, en la humildad, en la oscuridad social; porque mi reino no es de este mundo, y las armas
de esta guerra no son carnales, mas, con la ayuda de Dios, pueden derribar fortalezas. Debes abnegarte, pues, si no
tienes mi espíritu, no puedes ser mío (Romanos 8:9). Mi espíritu es el espíritu del sacrificio. Tendrás que abandonar
tu elegante casa de Jerusalén, y andar conmigo, pero ten presente que el Hijo del Hombre no tiene donde reclinar la
cabeza. Te considerarán algo así como a un vagabundo cualquiera. Tendrás que sacrificar tus comodidades.
Tendrás que deshacerte de tus riquezas, pues “¿no ha elegido Dios a los pobres de este mundo, para que sean
ricos en fe, y herederos del reino que ha prometido a los que le aman? (Santiago 2:5). Más fácil es que un camello
pase por el ojo de una aguja, que el que un rico entre en el reino. Recuerda que si haces esto perderás tu
reputación. Los banqueros y las bellas mujeres de Jerusalén te dirán que has perdido el juicio y tus viejos amigos te
ignorarán cuando te encuentren por las calles. Mi corazón se siente atraído hacia ti, realmente te amo (Marcos
10:21), pero te digo con toda franqueza que si no tomas tu cruz y sigues en pos de mí y si no odias[1] padre, madre,
esposa, hijos, hermanos y hasta tu propia vida, no puedes ser mi discípulo (Lucas 14:26). Si haces esto, tendrás
tesoro en el cielo (Mateo 19:21).
¿No ven la imposibilidad de hacer que un evangelio tan radical como éste llegue a ser popular? Este espíritu y
el del mundo son tan opuestos el uno al otro como dos locomotoras sobre una misma vía corriendo al encuentro la
una de la otra a una velocidad de sesenta millas por hora. El fuego y el agua se juntarán más pronto el uno con la
otra, que no el “Cristo en vosotros” con el espíritu del mundo.
No desperdicien el tiempo procurando arreglar una santidad que llegue a ser popular. Sean santos,
sencillamente porque el Señor es santo. Procuren agradarle a él sin tener en cuenta los gustos o disgustos de los
hombres, y aquellos que están dispuestos a ser salvos no tardarán en ver a “Cristo en vosotros”, y exclamarán como
lo hizo Isaías: “¡Ay de mí! que soy muerto; que siendo hombre inmundo de labios, y habitando en medio del pueblo
que tiene los labios inmundos, han visto mis ojos al Rey, Jehová de los ejércitos” (Isaías 6:5). Y cayendo a sus pies
dirán como el leproso: “Señor, si quieres, puedes limpiarme”. Y Jesús, teniendo compasión de ellos, dirá: “Quiero, sé
limpio” (Mateo 8:2, 3).

[1] Es decir, amar lo humano en menor grado que lo divino.

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22 septiembre 2010

CAPITULO 21
PERFECTA PAZ

“Tú guardarás en completa paz a aquel cuyo pensamiento en ti persevera; porque en ti ha confiado” (Isaías
26:3).
Esa es una promesa maravillosa; todos deberíamos anhelar adquirir esa experiencia. La manera de hacer eso
es sencilla: consiste en tener nuestros pensamientos fijos en nuestro Señor. Pero si bien es sencilla, confieso que,
para la mayoría, no es cosa fácil hacerlo. Prefieren más bien pensar en los negocios, en los placeres, en las noticias
del día, en la política, la cultura, la música o en la obra del Señor, que no acerca del propio Señor y Salvador.
Es verdad que los negocios y las demás cosas deben ocupar algo de nuestros pensamientos, y debemos
prestar atención a la obra del Señor, si es que le amamos a él y a las almas por las cuales él murió; pero así como la
niña enamorada, en medio de su trabajo y placeres piensa constantemente en su novio; y así como la joven esposa,
llena de nuevos cuidados, mantiene en su corazón constante comunión con su esposo aun cuando éste se
encuentre muy lejos, nosotros debiéramos pensar todo el tiempo en Jesús y mantener ininterrumpida comunión con
él. Debemos confiar en su sabiduría, en su amor y poder, para vivir en “perfecta paz”.
¡Piense en esto! “Todos los tesoros de la sabiduría y conocimiento se hallan escondidos en él”, y nosotros, en
nuestra ignorancia e insensatez somos hechos “completos en él”. Tal vez nosotros no entendamos, pero él entiende.
Tal vez nosotros no sepamos, pero él sabe. Tal vez estemos perplejos, pero él no lo está. Además, si somos suyos,
debemos confiar en él y así viviremos en “perfecta paz”.
Diez mil veces me he encontrado al borde de la desesperación, no sabiendo qué hacer, ¡pero cuánto consuelo
me proporcionó saber que Jesús lo veía todo de principio a fin, y que estaba haciendo que todas las cosas obrasen
en beneficio mío, por cuanto le amaba y confiaba en él! Jesús nunca se encuentra desesperado por no saber qué
hacer, y cuando nosotros estamos más confusos y desesperados, debido a nuestra insensatez y falta de visión,
Jesús en la plenitud de su amor, y con toda su infinita sabiduría y poder, está realizando los deseos de nuestros
corazones, siempre que sean éstos deseos santos. ¿No ha dicho él: “Cumplirá el deseo de los que le temen?
“(Salmo 145:19).
Jesús no sólo tiene sabiduría y amor, sino que nos asegura que tiene “todo poder en el cielo y en la tierra”; por
consiguiente el consejo de su sabiduría y los tiernos deseos de su amor no pueden fracasar por falta de poder para
realizarlos. El puede cambiar los corazones de los reyes y hacer cumplir su voluntad, y su amor, invariable y fiel, le
inducirá a hacerlo, si sólo confiamos en él. Nada es más sorprendente a los hijos de Dios, que confían en él y
observan sus caminos, que la manera maravillosa e inesperada en que él obra a favor de ellos, y la clase de gente
que emplea para hacer su voluntad.
Nuestros corazones ansían ver la gloria del Señor y la prosperidad de Sión, y oramos a Dios sin poder
concebir una idea de cómo se podrán cumplir los deseos de nuestros corazones; pero confiamos y volvemos
nuestras miradas hacia Dios. El comienza a obrar, empleando para ello a personas de quien menos lo habríamos
esperado y de la manera menos pensada, para contestar nuestras oraciones y recompensar nuestra fe. De ese
modo en todas las pequeñas ansiedades, pruebas y demoras de nuestra vida, si seguimos confiando y nos
regocijamos a pesar de las cosas que nos incomodan, encontraremos que Dios está obrando en favor nuestro, pues
él dice que es “nuestro pronto auxilio en las tribulaciones” (Salmo 46:1) —en todas ellas— y Jesús es pues auxilio de
todos aquellos que mantienen firme su confianza en él. Muy poco tiempo ha transcurrido desde que el Señor
permitió que yo pasase por una serie de pruebas que me angustiaron muchísimo. Pero mientras esperaba en
oración, confiado en él, me hizo ver que si yo tuviese más confianza en él mientras me hallaba en dificultades, y si
seguía regocijándome, yo obtendría bendiciones como resultado de las mismas pruebas a que me veía sometido, y
así como Sansón sacó miel del cadáver del león, yo también saqué dulzura de mis tribulaciones. ¡Alabado sea su
santo nombre! Me regocijé, y las tribulaciones fueron desvaneciéndose de una en una, quedándome únicamente la
dulzura de la presencia de mi Señor y sus bendiciones, y desde entonces ha reinado paz perfecta en mi corazón.
¿No hace Dios todo esto para impedir que nos enorgullezcamos, para humillarnos, y para hacernos ver que
nuestro carácter es, para él, de más valor que todo servicio que le rendimos? ¿No lo hace con objeto de enseñarnos
a andar por la fe y no por vista y para estimularnos a que confiemos en él y vivamos en paz?
No quiero por esto que ninguna alma sincera, cuya fe es pequeña, ni ninguna de aquellas afanosas que creen
que nada marcha bien si no están afanosas, intranquilas y corriendo de un lado para otro, supongan que haya
semejanza alguna entre la “paz perfecta” y la perfecta indiferencia. La indiferencia es hija de la pereza. La paz es hija

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de una fe cuya actividad es incesante, perfecta y la más elevada de las actividades del hombre, porque por medio de
ella hombres humildes y desarmados “conquistaron reinos, hicieron justicia, alcanzaron promesas, taparon bocas de
leones, apagaron fuegos impetuosos, evitaron filo de espada, sacaron fuerzas de debilidad, se hicieron fuertes en
batallas, pusieron en fuga ejércitos extranjeros. Las mujeres recibieron sus muertos mediante resurrección” (Hebreos
11:33-35).
Para ejercer esta poderosa fe que trae “perfecta paz”, debemos recibir en nuestros corazones el Espíritu
Santo, y reconocerle no como una influencia o atributo de Dios, sino como al propio Dios. El es una persona, y él nos
hará conocer a Jesús, y nos hará comprender también lo que él piensa y cuál es su voluntad. Nos hará sentir,
además, que está siempre presente con nosotros, si confiamos en él. Jesús siempre está con nosotros, y si
ansiamos tenerle con nosotros, eso le complacerá tanto que nos ayudará a tener nuestros pensamientos fijos en él.
Esto requerirá, sin embargo, algún esfuerzo de nuestra parte, porque el mundo, los negocios, las flaquezas de
la carne, los defectos de nuestra mente, el mal ejemplo de las personas que nos rodean, y el Diablo con todas sus
asechanzas, tratarán de apartar nuestros pensamientos de Jesús y hacer que le olvidemos; tal vez en veinticuatro
horas sólo volvamos nuestros pensamientos y afectos hacia él una o dos veces y, aun en los momentos en que
estamos orando, no nos encontraremos realmente con Dios.
Cultivemos, por consiguiente, el hábito de tener comunión con Jesús. Cuando nuestros pensamientos vagan y
se alejan de él, volvámonos otra vez; mas hagamos esto tranquila y pacientemente, porque cualquier impaciencia
(aunque ello fuese en contra de nosotros mismos) es peligrosa, pues podría turbar nuestra paz interna, y ahogar la
voz del Espíritu e impedir que la gracia de Dios nos domine y subyugue nuestros corazones.
Pero si con toda humildad y contrición dejamos que el Espíritu Santo more en nosotros, y si obedecemos su
voz, él mantendrá nuestros corazones en santa calma aun en medio de mil cuidados, debilidades y tribulaciones.
“Por nada estéis afanosos; sino sean conocidas vuestras peticiones delante de Dios en toda oración y ruego,
con acción de gracias. Y la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guardará vuestros corazones y vuestros
pensamientos en Cristo Jesús” (Filipenses 4:6, 7).

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22 septiembre 2010

CAPITULO 22
ALGUNAS DE MIS EXPERIENCIAS MIENTRAS HE
ENSEÑADO LA DOCTRINA DE LA SANTIDAD

En una ocasión recibí una carta de uno de los oficiales jóvenes más consagrados que conozco, en la que
decía: “Amo la santidad más y más, pero me siento casi desalentado. Me parece que jamás podré llegar a enseñar
lo que es la santidad, pues tengo la sensación de que yo explico las cosas, o con demasiada claridad o sin ser
suficientemente claro”. ¡Dios bendiga a ese joven camarada! Bien me doy cuenta de lo que él siente. Un día, pocos
meses después de haber obtenido yo la bendición de la santidad, me sentí muy abatido por no poder conseguir que
la gente fuese santificada. Sabía, sin el menor lugar a duda, que yo tenía un corazón limpio; pero de alguna manera
tenía la impresión, de que no sabía cómo enseñar a otras personas a obtenerlo.
Aquella mañana me encontré con cierto hermano que consigue que la gente obtenga la santificación, más que
cualquier otra persona que yo sepa, y le pregunté: “¿Cómo podré enseñar la santidad para que mi gente la
obtenga?” El respondió: “Cargue y dispare, cargue y dispare”.
Inmediatamente recibí la luz. Vi que a mí me correspondía orar, estudiar la Biblia y hablar con aquellos que ya
habían recibido la bendición de la santidad, hasta que yo me sintiese tan cargado que no pudiese más, y entonces
debía descargar de la mejor manera que pudiese, y que era a Dios a quien le tocaba hacer que la gente recibiese la
verdad y llegase a ser santa.
Eso sucedió un sábado. Al día siguiente, me dirigí a mi gente cargado de verdad, reforzado por amor y fe.
Hice la descarga con tanta fuerza y tan directamente como pude, y he aquí que veinte personas se adelantaron al
banco de penitentes en busca de la santidad. Jamás había visto yo cosa igual antes, pero la he visto muchas veces
desde entonces.
A partir de esa fecha hasta ahora, he atendido estrictamente a la parte que a mí me toca en el negocio, he
confiado en que Dios haría la suya, y he tenido algún éxito dondequiera que he ido. Pero en todas partes Satanás
también me ha tentado algunas veces, especialmente cuando la gente endurecía el corazón y no quería creer ni
obedecer. En esos momentos he sentido que la dificultad debía yacer en la manera en que yo predicába la verdad.
Unas veces el Diablo me decía: “Tú hablas con demasiada franqueza, de ese modo vas a ahuyentar a todo el
mundo”. Otras veces decía: “No hablas con suficiente franqueza, y a ello se debe que el que la gente no se
santifique”. De este modo he sufrido mucho. Pero siempre he acudido al Señor y le he expuesto mis tribulaciones, y
le he dicho que él sabía que mi más vehemente deseo era predicar bien la verdad para que la gente llegase a confiar
en él y le amara con perfecto corazón.
Cuando he dicho esto, el Señor me ha consolado, y me ha hecho ver que era el Diablo quien me tentaba con
objeto de impedir que siguiese predicando la santidad. Algunas veces profesores de religión me han dicho que yo
hacía más mal que bien. Pero esos profesores eran esa clase de hombres que describe Pablo cuando dice que
tienen “apariencia de piedad”, mas niegan su eficacia, y he seguido su mandamiento: “De los tales, apártate”, y no
he querido prestar más atención a sus palabras que a las del Diablo. De ese modo he seguido adelante, cuando se
ha hablado bien de mí, igualmente como cuando han hablado mal, y el amado Señor nunca me ha dejado solo, sino
que se ha mantenido a mi lado, me ha dado la victoria y constantemente he visto a algunos guiados a la gloriosa luz
de la libertad y del amor perfecto. Satanás ha probado muchos medios para hacerme desistir de predicar la santidad,
pues sabe que si pudiera lograrlo, no tardaría en hacerme pecar, y me derrotaría por completo. Pero el Señor puso
en mí, desde el principio, un santo temor, llamando mi atención a Jeremías 1:6, 8 y 17. El último versículo hizo que
yo tuviese mucho cuidado en hablar exactamente lo que el Señor me había dicho que hablase. Luego Ezequiel 2:4-8
y 3:8-11, me impresionaron mucho. En estos pasajes de las Sagradas Escrituras, el Señor me ordenaba proclamar
su verdad, tal cual él me la dio a mí, la escuche la gente o no. En Efesios 4:15, él me dijo cómo debía predicar: es
decir, “en amor”.
Comprendí entonces que tenía el deber de predicar la verdad tan bien y tan claramente como me fuera
posible, pero debía cuidar de que mi corazón estuviese siempre lleno de amor a la gente a quien hablaba.
Leí en la segunda epístola a los Corintios acerca de la manera cómo Pablo amaba al pueblo. Dice el apóstol:
“Yo con el mayor placer gastaré lo mío, y aun, yo mismo me gastaré del todo por amor de vuestras almas, aunque
amándoos más, sea amado menos” (2 Corintios 12:15). Luego en Hechos 20:20 y 27: “Nada que fuese útil he
rehuido de anunciaros y enseñaros... Porque no he rehuido de anunciaros todo el consejo de Dios”. Esto me hizo
sentir que el rehuir de dar la verdad al pueblo (la cual es necesaria para su salvación eterna) era peor que el rehuir

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dar pan a las criaturas que están pereciendo de hambre, o que el que mata almas es peor que el que mata cuerpos.
Por eso oré fervorosamente pidiéndole al Señor que me ayudara a amar a la gente a fin de que yo pudiese
predicarles la verdad completa, aun cuando me odiasen por ello, y, ¡loado sea su nombre! , él contestó mi oración.
Hay tres puntos en la enseñanza de la santidad que el Señor me ha guiado a hacer resaltar continuamente.
Primero, que nadie puede hacerse santo por medio de sus propios esfuerzos, como el etíope no puede
cambiar su cutis, ni el leopardo sus manchas. Que no importa cuál fuere la cantidad de buenas obras ni el sacrificio y
abnegación, o el trabajo que se hiciere para salvar a otros, nada de eso puede purificar el corazón, ni desarraigar de
él las raíces del orgullo, vanidad, mal genio, impaciencia, ni el temor y vergüenza de la cruz, la sensualidad, el odio,
la envidia, la contienda, el amor a los placeres y cosas semejantes, y poner en su lugar amor perfecto y sin mácula,
paz, longanimidad, bondad, mansedumbre, fe, humildad y templanza.
Hay millones que, habiendo hecho esfuerzos para purificar las fuentes ocultas de sus corazones, —esfuerzos
que sólo les llevaron al fracaso— hoy pueden testificar que esta pureza no se consigue “por obras, para que nadie
se gloríe” (Efesios 2:9).
Segundo, mantengo prominente el hecho que la promesa se recibe por la fe. Una pobre mujer quería obtener
algunas uvas del jardín del rey, para darle a su hijito que estaba enfermo. Ofreció comprarle las uvas al jardinero,
pero éste no quiso venderle. Regresó otra vez, y encontrándose con la hija del rey, le ofreció dinero a cambio de las
uvas. Pero la hija del rey respondió: “Mi padre es rey y él no vende sus uvas”. Condujo entonces a la pobre mujer a
la presencia del rey y, una vez que le hubo relatado lo que le pasaba, el rey le dio todas las uvas que quiso.
Nuestro Dios, nuestro Padre, es el Rey de reyes. El no vende su santidad ni las gracias de su Espíritu, sino
que las da a aquellos que las piden con fe sencilla e infantil. Sí, él las da. “Pedid y recibiréis”. “¿Dónde, pues, está la
jactancia? Queda excluida. ¿Por cuál ley? ¿Por la de las obras? No, sino por la ley de la fe... ¿Luego por la fe
invalidamos la ley? En ninguna manera, sino que confirmamos la ley” (Romanos 3:27, 31). Por medio de la fe, la ley
de Dios queda escrita en nuestros corazones, de manera que cuando leemos el mandamiento: “Amarás al Señor tu
Dios de todo tu corazón”, hallamos una ley de amor en nosotros, porque tenemos dentro de nosotros una ley que
corresponde al mandamiento. Dice el apóstol: “Con el corazón se cree para justicia” (Romanos 10:10). Esa
declaración corresponde fielmente a nuestra experiencia, pues dondequiera que exista la fe real y verdadera, salida
del corazón, hace que el hombre impaciente sea paciente; que el orgulloso se torne humilde; el hombre sensual se
convierta en casto; el ambicioso, en generoso; el contencioso, en pacífico; el mentiroso, en veraz; el que odiaba, en
tierno y amoroso. Trueca las tristezas en gozo y da paz y constante consuelo.
Tercero, doy énfasis a la verdad que la bendición se debe recibir por la fe ahora. El hombre que espera
recibirla por medio de las obras, siempre tendrá algo más que hacer antes de poder reclamar la bendición, y por eso
nunca llega al punto de poder decir: “La bendición ahora es mía”. Pero el alma humilde, que espera recibirla por la
fe, comprende que ella es un don de Dios, y creyendo que Dios está dispuesto a darle ese don ahora mismo, como
en cualquier otro momento, confía y lo recibe al instante.
Urgiendo de ese modo a la gente a que espere recibir la bendición “al momento”, he conseguido que algunos
la adquiriesen en el mismo instante mientras me hallaba hablando. Personas que habían pasado muchas veces al
banco de penitentes, y que habían luchado y orado, ansiosas de obtener la bendición, la han recibido mientras se
hallaban sentadas en sus asientos escuchando las sencillas palabras de fe que predicamos.

“Bendice, alma mía, a Jehová; y bendiga todo mi ser su santo nombre” (Salmo 103:1).

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Wesley

22 septiembre 2010

CAPITULO 23
¡OTRA OPORTUNIDAD!

“Dijeron a Pedro: Verdaderamente también tú eres de ellos... Entonces él comenzó a maldecir, y a jurar: No
conozco al hombre” (Mateo 26:73-74).
“Cuando hubieron comido, Jesús dijo a Simón Pedro: Simón, hijo de Jonás, ¿me amas más que éstos? Le
respondió: Sí Señor; tú sabes que te amo. El le dijo: Apacienta mis corderos. Volvió a decirle la segunda vez: Simón,
hijo de Jonás, ¿me amas? Pedro le respondió: Sí, Señor; tú sabes que te amo. Le dijo: Pastorea mis ovejas. Le dijo
la tercera vez. Simón, hijo de Jonás, ¿me amas? Pedro se entristeció de que le dijese la tercera vez: ¿me amas? y le
respondió: Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te amo. Jesús le dijo: Apacienta mis ovejas” (Juan 21:15-17).
Pedro juró en presencia de sus camaradas que moriría con Jesús antes que negarle. Al cabo de pocas horas
se le presentó la oportunidad de probar lo que había dicho, y Pedro no tuvo valor para ello. Olvidó los votos que
había hecho, y perdió para siempre la incomparable oportunidad que tuvo de probar el amor que tenía a su Salvador.
Cuando cantó el gallo, y Jesús, dándose vuelta hacia él, le dirigió una mirada, Pedro recordó los votos que
había quebrantado y, saliendo fuera, lloró amargamente. La más honda amargura que Pedro sentiría al pensar en la
manera en que había tratado a Jesús debió estar entremezclada con el más doloroso pesar por la oportunidad
perdida, y a ello se debió la amargura de sus lágrimas. ¡Oh, cuántos reproches no le haría su amor! Su conciencia le
redargüiría, y el Diablo le atormentaría. No me cabe la menor duda de que Pedro debió sentirse tentado a
desesperar y decir: “De nada sirve que yo intente ser cristiano; he fracasado miserablemente y no voy a hacer otra
tentativa”. Y vez tras vez, de día y de noche, cuando estaba en compañía de otras personas, o cuando se hallaba
solo, el Diablo le recordaría la oportunidad que había perdido, y le diría que era inútil que siguiese esforzándose por
ser cristiano. Me imagino que Pedro suspiraría dentro de sí, y habría dado el mundo con tal de que se le concediese
la misma oportunidad otra vez. ¡Pero ésta había pasado para siempre!
Pero Pedro amaba a Jesús, y a pesar de haber perdido esa oportunidad, Jesús le concedió otra. Fue una
oportunidad muy sencilla y común. Nada comparable con la asombrosa y espléndida oportunidad de morir sobre la
cruz con el Hijo de Dios, pero es muy posible que ésta fue de mucho más valor al mundo y a la causa de Cristo. Por
todo el país por donde había pasado Jesús había, indudablemente, muchos que creían en él con temor. Estos
necesitaban que se les alimentase fielmente con las verdades acerca de Jesús y también, aquellas verdades
enseñadas por el propio Salvador. De modo que Jesús llamó a Pedro y le hizo tres veces la escrutadora pregunta:
“¿Me amas? “Eso debió haber hecho recordar a Pedro las tres veces que él le negó, causándole indecible dolor de
corazón, y en respuesta a la afirmación de Pedro de que realmente le amaba, Jesús le encomendó que apacentase
sus corderos y ovejas. Después de eso Jesús le dijo que finalmente moriría crucificado, como tal vez habría muerto
antes si no hubiese negado a su Señor.
Creo que hay muchos Pedros entre los discípulos de Jesús hoy día. Hay muchos en nuestras filas que en
algún tiempo pasado, desde que comenzaron a seguir a Jesús, juraron hacer todo aquello que él dictase a sus
conciencias por medio de su Espíritu Santo; juraron morir por él; y, realmente, tenían intención de hacerlo; mas
llegado el momento de la prueba, olvidaron sus promesas, negaron a Jesús por medio de la palabra o de hecho y,
prácticamente le dejaron que muriese crucificado otra vez, completamente solo.
Recuerdo haber pasado un tiempo así, en mi propia vida, hace mucho, antes de afiliarme al Ejército de
Salvación, pero después de haber sido santificado. No fue un pecado de algo que yo hubiese hecho, sino algo que
había dejado de hacer: había dejado de hacer lo que el Señor quería que yo hiciese. Se trataba de algo inusual, pero
no era nada irrazonable. La sugerencia a que obrase me vino de manera repentina, y me pareció, en ese momento,
que todo el cielo se inclinaba sobre mí para bendecirme, siempre que yo obedeciese, y que el infierno abriría sus
fauces para tragarme si no lo hacía. Yo no dije que no lo haría, mas la cosa me pareció sencillamente imposible, y
no la hice. ¡Oh, cuánta humillación me causó eso y cuántas lágrimas amargas me hizo verter, cómo imploré perdón y
le prometí a Dios que en adelante sería fiel! Tuve la convicción de que Dios me había dado una oportunidad que yo
dejé escapar, y que ésta jamás volvería a presentárseme y que, debido a eso, nunca podría llegar a ser el poderoso
hombre de fe y obediencia que pude haber sido, si hubiese sido fiel. Después de eso le prometí a Dios hacer lo que
él me había dicho que hiciese, y lo hice varias veces, pero no recibí bendición alguna. En vista de eso el Diablo se
burlaba de mí y me atormentaba y me acusaba por medio de mi conciencia; a tal punto que la vida llegó a ser una
verdadera carga para mí. Finalmente llegué a creer que mi acción había alejado de mí para siempre al Espíritu
Santo, y que estaba perdido; de ese modo eché a un lado mi escudo de la fe y me deshice de la confianza que había
tenido de que Jesús me amaba. Sufrí durante veinte días agonía tal que me parecieron realmente los tormentos del

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infierno. Seguí orando, pero me pareció que los cielos se habían cerrado; leía la Biblia, mas las promesas volaban
de mí; al mismo tiempo los mandamientos y amenazas eran como llamas de fuego y espadas de dos filos aplicadas
a mi vacilante conciencia. Durante la noche, ansiaba que llegase el día; y cuando era de día anhelaba la entrada de
la noche.
Concurría a las reuniones, pero no recibía bendición alguna; me parecía como si me seguía la maldición de
Dios. Y, sin embargo, en medio de todo eso pude ver que Dios me amaba.
Satanás me tentó a que pecara, a que maldijese a Dios y muriera, como le aconsejó a Job su mujer; mas la
gracia y misericordia de Dios me acompañaron, y me ayudaron a decir “no”, y a decirle al Diablo que yo no quería
pecar, y que aunque tuviese que ir al infierno, iría allí amando a Jesús y procurando conseguir que otros confíen en
él y le obedezcan, y que en el propio infierno declararía que la sangre de Jesucristo puede limpiar de todo pecado.
Me creí condenado. Aquellos terribles pasajes de las Escrituras en Hebreos 6 y 10, parecían describir cabalmente mi
caso y dije: “He perdido mi oportunidad para siempre”. Pero el amor de Dios es más alto que los altos cielos y más
profundo que el insondable mar.
Al cabo de veintiocho días me sacó de ese terrible pozo lleno de lodo, con estas palabras: “Puedes estar
seguro que todos aquellos pensamientos que producen intranquilidad, no proceden de Dios, que es el Príncipe de
Paz, sino del Diablo, o del amor propio, o del alto concepto que tenemos de nosotros mismos”.
Lo comprendí con la rapidez del pensamiento. Dios es el Príncipe de Paz; sus pensamientos son
pensamientos de paz y no de mal para darnos un fin desesperado. Vi que no estaba hinchado de amor propio ni
tenía un alto concepto de mi persona, sino que ansiaba desprenderme de mí mismo. Comprendí entonces que el
Diablo me estaba engañando, e instantáneamente me pareció como si un gran monstruo marino que me oprimía
hubiese aflojado sus tentáculos, dejándome completamente libre.
El próximo sábado y domingo siguiente vi cosa de cincuenta almas al banco de penitentes en busca de
salvación y santidad, y a partir de ese momento Dios me ha bendecido y me ha dado almas en todas partes. El me
ha preguntado, por medio de aquellas palabras que dirigió a Pedro, “¿Me amas?” — y cuando desde lo íntimo de mi
corazón (vacío de todo amor propio, y purificado por medio de su preciosa sangre) he dicho: “Señor, tú sabes todas
las cosas, tú sabes que te amo”, él me ha dicho tiernamente: “Apacienta mis corderos y mis ovejas”, es decir, que
viviese el Evangelio de tal modo, y que lo predicase con tanta claridad por medio de la palabra, que su pueblo al
verme y al oírme se sienta bendecido, consolado y animado a amarle, a servirle y a confiar en él de todo corazón.
Esta es mi otra oportunidad, y también es para ustedes, no importa que sean quienes le han negado en el
pasado.
No procuren hacer algo más grande y extraordinario, sino apacienten los corderos y las ovejas de Dios, y oren
y trabajen por la salvación de todos los hombres. Estudien la Biblia, oren, hablen frecuentemente con Dios y pídanle
que les enseñe, que cada vez que abran su boca digan algo que bendiga a alguien; algo que sirva de estímulo a
algún hermano que estuviere desalentado; que fortalezca a algún débil, que instruya a algún ignorante, que consuele
a algún desconsolado; que exhorte a algún descarriado, que ilumine a alguno que vaga en la oscuridad, y que
reprenda al que peca.
Noten que Pedro no sólo debía alimentar a los corderos, sino también a las ovejas. Debemos tratar de
conseguir la salvación de los pecadores, y después de estar éstos salvados, después que han “nacido de nuevo”,
debemos alimentarles. Debemos alimentar a los nuevos convertidos con aquellas promesas y ordenanzas de la
Palabra de Dios que les han de encaminar a la entera santificación. Debemos hacerles ver que esto es lo que Dios
espera de ellos, y que Jesús les ha dado acceso al “lugar santísimo” (Hebreos 10). Debemos amonestarles a que no
vuelvan a Egipto; que no teman a los gigantes que hubiera en la tierra prometida y a que no hagan ninguna alianza
con los Amonitas en el desierto. Deben salir de en medio de todo y ser separados. Deben ser santos. Este es su
elevado y feliz privilegio y su deber solemne, puesto que han sido redimidos no con cosas corruptibles como oro y
plata sino con la sangre preciosa de nuestro Señor Jesucristo. No deben desmayar cuando el Señor les castigue y
corrija, ni se deben cansar de hacer el bien. Deben velar y orar, dar gracias y regocijarse siempre. Se les debe
enseñar también que no recibirán limpieza de corazón por medio de las obras que hicieren y que no deben esperar
para ello hasta la hora de la muerte, sino que deben aceptarla ahora mismo por medio de la fe.
Debemos alimentar las ovejas (a los santificados) con la carne del Evangelio. Si alimentan a un hombre
robusto sólo con pan blanco y té, no tardarán en verle incapacitado para el trabajo; mas, si le dan buen pan negro,
mantequilla, leche, fruta sana y legumbres, verán que mientras más trabaja, tanto más gozará de buena salud y se
robustecerá. Lo mismo les sucede a los cristianos. Si les alimentan con la hojarasca de chistes y bromas y discursos
viejos de hace un año que han perdido toda influencia sobre el corazón de ustedes mismos, las ovejas desfallecerán
de hambre; pero, si las alimentan con las cosas profundas de la Palabra de Dios, que revelan su amor eterno, su
fidelidad, su poder salvador, su solícito y tierno cuidado, su radiante santidad, su exacta justicia, su odio al pecado,
su compasión por el pecador, su simpatía por el débil y el que yerra, sus eternos juicios sobre el que finalmente se
queda impenitente e impío, y su gloria imperecedera y las más ricas bendiciones que derrama sobre los justos; las
harán tan fuertes y robustas que “uno vencerá a mil y dos harán huir a diez mil”. Conozcan a Jesús y podrán
alimentar a sus corderos y ovejas. Aliméntenlas enseñándoles lo que él es, según lo ha revelado el Padre en la
Biblia por medio del Espíritu Santo.
Anden con él. Hablen con él. Escudriñen la Biblia postrados de rodillas, pídanle a él que abra su entendimiento
como lo hizo con los discípulos en el camino de Emaús, enseñándoles a ustedes lo que dicen las Escrituras acerca

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de él, y tendrán otra oportunidad para demostrar el amor que le tienen y para bendecir a sus semejantes. Son
privilegios que los mismos ángeles podrían codiciar.

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22 septiembre 2010

CAPITULO 24
AVES DE RAPIÑA

Satanás emplea todas sus artimañas para impedir la santificación de los creyentes. Usa todos sus argumentos
sofísticos y toda la fuerza de su poderosa voluntad; pero el alma resuelta y determinada a ser enteramente del Señor
hallará que Satán es un enemigo a quien se puede vencer, y que no tiene poder para engañarle. La manera más
segura para derrotarle, es hacerse la resolución de creer firmemente y conformarse con la voluntad de Dios, a pesar
de las dudas que Satán instiga siempre.
En el capítulo quince del Génesis hallamos un relato del sacrificio hecho por Abraham; este relato es muy
instructivo para todos aquellos que quisieren obtener la completa salvación.
Abraham tomó ciertos animales y aves, y los ofrendó a Dios; después de haber efectuado la ofrenda, mientras
esperaba la señal de la aceptación de Dios, aves de rapiña descendieron para arrebatar el holocausto. Abraham las
espantó. Así siguió hasta la entrada de la noche; entonces descendió el fuego de Dios y consumió la ofrenda.
De igual modo, el que quiere ser santificado debe hacer una ofrenda a Dios de todo su ser; sin reserva de
ninguna clase. Este acto debe ser real y no imaginario: debe constituir la verdadera entrega a Dios de uno mismo,
con todas sus esperanzas, planes, perspectivas, propiedades, facultades físicas y mentales, tiempo, cuidados,
tribulaciones, goces, tristezas, reputación, amistades; significa hacer un pacto perpetuo e irrevocable con él. Cuando
nos hemos entregado a Dios de ese modo, para ser cualquier cosa o nada por amor de él; para ir a cualquier parte o
quedarnos donde a Jesús le plazca, debemos, como Abraham, esperar con toda calma y paciencia que Dios nos dé
el testimonio de habernos aceptado.
“Aunque tardare (la visión), espérala, porque sin duda vendrá, no se tardará... mas el justo por su fe vivirá”.
(Habacuc 2:3,4).
Durante este período de espera, ya sea largo o corto, seguramente el Diablo enviará a sus aves de rapiña
para que arrebaten la ofrenda.
“El dirá: “Si te has entregado del todo a Dios, debieras sentirte diferente”. Tengan presente que esa es el ave
de rapiña del Diablo; espántenla, háganla huir. Lo que uno siente se produce siempre por algún objeto apropiado.
Para tener la sensación del amor, debo pensar en alguien a quien amo; pero en el mismo instante en que ceso de
pensar en el ser amado, y comienzo a pensar en la condición de mis sentimientos, en ese momento mis
sentimientos se imponen.
Miren a Jesús y no presten atención a sus emociones; ellas son involuntarias, mas no tardarán en ajustarse al
hábito fijo de su fe y voluntad.
“Tal vez la consagración que has hecho no sea completa”, sugiere otro.
Esa es otra ave de rapiña; espántenla.
En este punto Satanás se hace extremadamente piadoso y quiere obligarles a que se mantengan
constantemente haciendo el examen de su consagración, pues sabe que mientras él logre hacerles examinar su
consagración, ustedes no pondrán sus ojos en las promesas de Dios y, consecuentemente, no creerán; si ustedes
no tienen fe en que su ofrenda es aceptada ahora, todo lo que hagan serán obras muertas.
“Pero no tiene usted el gozo ni las hondas y poderosas emociones que sienten otras personas”. Esa es otra
ave de rapiña: espántenla y háganla huir.
Hace poco me dijo una señora: “Yo he abandonado todo, pero no he conseguido la felicidad que esperaba
tener”.
—Ah, hermana —le respondí—, la promesa no es para aquellos que buscan la felicidad, sino para los que
tienen hambre y sed de justicia; ellos serán hartos. Busque la justicia y no la felicidad.
Así lo hizo, y al cabo de pocos minutos quedó satisfecha, porque con la justicia obtuvo gozo en plenitud.
“Pero la fe es algo incomprensible, no puede usted ejercerla; ore usted a Dios para que él le ayude a disipar la
incredulidad”.

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Esa es otra de las aves de rapiña del Diablo; échenla fuera.


La fe es casi demasiado sencilla para ser descrita. Es confianza en las palabras de Jesús; confiar
simplemente en lo que él ha dicho y aferrarse a sus promesas, creyendo que todas las promesas hechas por él son
para nosotros. “Tengan cuidado de no dejar que sus “sentidos sean de alguna manera extraviados de la sincera
fidelidad a Cristo” (2 Corintios 11:3).
Yo les digo, mis amados camaradas, que todo aquello que es contrario a que tengamos fe en las promesas
que nos ha hecho Dios de que podemos obtener la santidad, son aves de rapiña del Diablo y deben echarlas fuera,
de manera absoluta, si es que desean ser salvados.
No entren en controversia con el Diablo. Derriben “argumentos y toda altivez que se levanta contra el
conocimiento de Dios” (2 Corintios 10:5), y confíen. Razonen con Dios. “Venid luego... y estemos a cuenta...” (Isaías
1:18).
En uno de los cultos que se celebraba para despedir el año viejo y recibir al nuevo, un hombre se arrodilló
delante de la mesa de consagración, en compañía de varios otros; dicho hombre buscaba la limpieza de corazón. Se
le dijo que se entregara por completo a Dios y que pusiera en él implícita confianza. Finalmente comenzó a orar, y
luego dijo: “Me entrego a Dios y a partir de este momento voy a vivir y a trabajar para él con las fuerzas que tengo,
dejando que él me dé la bendición y poder cuando a él le plazca. El ha prometido dármelos y estoy seguro de que
así lo hará, ¿no le parece?
—Sí, hermano mío; él lo ha prometido e indudablemente cumplirá con su promesa, —le repliqué.
—Sí, sí; él lo ha prometido —volvió a decir el hombre.
En ese instante, la luz irradió en su alma y luego dijo: “¡Alabado sea Dios! ¡Gloria a Dios! “Razonó con Dios y,
al contemplar sus promesas, fue salvado. Otros de los que le rodeaban, razonaban con el Diablo, contemplaban sus
sentimientos y no fueron santificados.
Mas después de haber dado el paso de fe, Dios ha dispuesto que ustedes hablen de su fe. Los hombres de
carácter, de fuerza e influencia, son aquellos que dicen lo que son y lo que creen. El hombre que tiene convicciones
y que no tiene miedo de proclamarlas ante el mundo entero y defenderlas, es el que es verdadero y estable en lo
que cree. Así sucede en la política, en los negocios, en todas las reformas morales y en la salvación. Hay una ley
universal que subraya la declaración: “Con la boca se hace confesión para salud” (salvación). Si ustedes han
obtenido la santificación, y quieren conservarla, en la primera oportunidad que tengan deben hacerlo saber delante
de todos los diablos del infierno, ante todas las personas a quienes conozcan en la tierra y delante de todos los
ángeles del cielo. Deben presentarse ante todos como personas que profesan tener corazón puro y que de hecho lo
tienen, que poseen la santidad. Sólo de ese modo quemarán los puentes que han dejado atrás; mientras estos no
queden destruidos, ustedes no estarán seguros.
El otro día me dijo una señora: “Jamás me ha gustado decir que el Señor me ha santificado enteramente, pero
sólo hace poco supe el por qué. Veo ahora que secretamente yo deseaba tener un puente tras mí, de modo que
hubiese podido volver atrás sin causarme daño alguno. Si profeso ser santificada, debo tener cuidado de no hacer
nada que esté en discrepancia con lo que profeso, pero si no lo digo a nadie, puedo hacer cualquier cosa y luego
escudarme diciendo: “Yo no pretendo ser perfecta”.
¡Ese es el secreto! Tengan cuidado, amados lectores, pues caerán en esa trampa y el Diablo los tomará
cautivos. Todos los que se hallan fuera del cerco están del lado del Diablo. “El que no es conmigo, contra mí es”.
Pónganse del lado de Dios, haciendo una declaración abierta y definida de su fe. Pero dirá el Diablo: “Mejor es que
no diga usted nada respecto a esto hasta que usted esté seguro de poder cumplir con ello. Tenga cuidado, pues
podría usted hacer más mal que bien”.
Espanten a esa ave de rapiña inmediatamente, pues si no lo hacen así, todo lo que han hecho hasta ahora
será menos que inútil. Esa ave de rapiña ha devorado a miles de holocaustos hechos con tanta sinceridad como el
de ustedes. No deben guardar oculta la bendición que han recibido, sino que deben declarar osadamente la fe que
tienen en aquel que les bendice, y él les guardará.
Sólo ayer me decía un hermano: “Cuando yo busqué esta experiencia, me entregué a Dios de manera
definitiva y completa, y le dije que iba a confiar en él; pero me sentía tan seco como un poste. Poco después de eso,
un amigo me preguntó si yo era santificado y, antes de tener tiempo para hacer el examen de mis sentimientos,
respondí: “Sí, y en ese mismo instante Dios me bendijo y me llenó de su Espíritu. Desde entonces él me ha
guardado poseído de su santidad”.
Habló acerca de su fe y razonó con Dios.
“Pero usted quiere ser sincero y no decir que tiene más de lo que realmente posee” —arguye Satanás.
¡Esa es un ave de rapiña!
Deben estar convencidos de que Dios no les engaña y seguros de que él ha prometido que “todo lo que
pidiereis orando, creed que lo recibiréis, y os vendrá” (Marcos 11:24). Crean que Dios es fiel.
Tuve una soldada que se entregó a Dios, pero no experimentó ninguna sensación nueva; debido a ese hecho
vaciló y no testificó diciendo que Dios la había santificado.

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“Pero, dijo, comencé a razonar la cosa del siguiente modo: “Yo sé que me he entregado por completo a Dios.
Estoy dispuesta a ser cualquier cosa, a hacer cualquier cosa, a sufrir cualquier cosa por amor de Jesús. Estoy
dispuesta a abandonar todo placer, honor y hasta mis más acariciadas esperanzas y planes, con tal de agradarle a
él, mas no tengo la sensación de que Dios me haya santificado; y, sin embargo, él ha prometido hacerlo así, bajo la
sola condición de que yo me entregue a él y crea en su Palabra. Sabiendo, como sabía, que me había entregado a
él, tuve la convicción de que a mí me correspondía creer, pues de no hacerlo así, le haría a él mentiroso; por
consiguiente me dije: Yo voy a creer que él me santifica. No obstante eso, no tuve ningún testimonio de que la obra
se hubiese realizado en mí en ese instante. Pero descansé confiada en Dios. Algunos días más tarde concurrí a una
convención de santidad y allí, mientras muchos otros testificaban, pensé que yo también debía ponerme de pie y
testificar que Dios me había santificado. Así lo hice, y entre el tiempo que empleé en ponerme de pie y sentarme,
Dios descendió y me dio el testimonio de que la obra había sido realizada en mí. Ahora sé que estoy santificada”.
Su rostro radiante evidenciaba que realmente la obra había sido hecha en ella.
Amado lector, resista usted al Diablo, y huirá. Entréguese por completo a Dios, confíe en él, y haga la
confesión de su fe. “Y luego vendrá súbitamente a su templo el Señor a quien vosotros buscáis, y el ángel del pacto,
a quien deseáis vosotros. He aquí viene, ha dicho Jehová de los ejércitos” (Malaquías 3:1).

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Wesley

22 septiembre 2010

CAPITULO 25
CON PAZ ININTERRUMPIDA

“En santidad y en justicia delante de él, todos nuestros días” (Lucas 1:75).
El Reverendo Juan Fletcher, a quien Wesley consideraba como el hombre más santo que había vivido sobre
la tierra desde los días del apóstol Juan, perdió la bendición cinco veces antes de llegar a sentirse real y
definitivamente establecido en la gracia de la santidad, y Wesley decía que estaba persuadido, debido a
observaciones hechas por él, de que generalmente la gente pierde la bendición de la santidad varias veces antes de
aprender el secreto de conservarla. De manera que si alguno de los que leen estas líneas ha perdido la bendición y
se siente atormentado por el antiguo enemigo de las almas, —el Diablo— quien le dice que jamás podrá volver a
disfrutar la bendición de la santidad ni conservarla, permítame instarle a que haga la prueba una vez más y si no
tiene éxito la primera vez, siga buscándola vez tras vez hasta obtenerla. Ustedes probarán la sinceridad de sus
deseos y propósitos de obtener la santidad no cediendo ante las dificultades y aun derrotas, sino levantándose
aunque se hayan caído diez mil veces, y empezando de nuevo con nueva fe, y mayor consagración. Si hacen esto
podrán ustedes estar seguros de que ganarán el premio y a la larga podrán retener la bendición de la santidad.
La promesa es: “buscad y hallaréis”.
—Pero ¿cuánto tiempo debo buscar?
—Busquen hasta hallar.
—Pero, ¿y si llegara a perder la bendición?
—Búsquela otra vez hasta obtenerla de nuevo. Llegará el día en que Dios les sorprenderá derramando sobre
ustedes tal bautismo de su Espíritu Santo que hará desaparecer para siempre todas sus tinieblas, dudas e
incertidumbres y nunca volverán a caer; la sonrisa de Dios les acompañará siempre, y el sol de ustedes no se
pondrá jamás.
Oh, amado hermano desalentado, mi desanimada hermana, permítanme que les urja a mirar a Jesús y a
confiar en él. Sigan buscando la santidad que anhelan y recuerden que el hecho que Dios demore en contestar no es
una negación.
Jesús es el Josué de ustedes, quien les conducirá a la tierra prometida; él puede derrotar a todos los
enemigos que se opongan a su paso. Las personas que abandonan la lucha en los momentos de derrota tienen
mucho que aprender aún acerca del engaño y dureza de sus corazones, así como también acerca de la
longanimidad y ternura de Dios y la potencia de su poder salvador. Pero Dios no quiere que nadie que haya recibido
la bendición la pierda, y es posible que una vez obtenida ésta, no la pierda nunca.
— ¿Pero cómo se puede hacer eso? —pregunta alguno.
Un día un amigo mío, antiguo condiscípulo del colegio de teología, quien había terminado sus estudios, se
dirigía a su campo de trabajo. Le acompañé hasta la estación del ferrocarril para despedirle, tal vez para nunca
volver a vernos más. El me miró y dijo:
—Samuel, dame un texto que me sirva de lema para toda la vida.
Instantáneamente elevé mi corazón a Dios, pidiéndole que me iluminara. Ahora bien, si desean ustedes
retener la bendición de la santidad, esa es una de las cosas que deben hacer constantemente: elevar su corazón a
Dios en busca de luz, y esto no únicamente en momentos en que se presentan las crisis de la vida, sino en todos
sus detalles, aun en aquellos que parecen pequeños y de poco valor. Con la práctica podrán llegar a adquirir la
costumbre de hacer eso, que llegará a ser tan natural para ustedes como el respirar. Manténganse siempre tan
cerca de Dios que puedan hablarle en voz baja, si es que quieren retener la bendición de la santidad. Yo comprobé
aquella mañana que me encontraba a muy corta distancia de Jesús, allí mismo en la estación del tren, e
inmediatamente me vinieron a la mente los once primeros versículos del primer capítulo de la segunda epístola de
San Pedro; no sólo como un lema, sino como una regla de conducta trazada por el Espíritu Santo, siguiendo la cual
no sólo podemos retener la santidad y nunca caer, sino también ser fructíferos en el conocimiento de Dios, y tener
entrada en toda la plenitud del Reino de nuestro Señor y Salvador Jesucristo.
Todos ustedes, los que quieren retener la bendición de la santidad, tomen nota de ese pasaje. Observen que
en el versículo 4, el apóstol dice que somos “participantes de la naturaleza divina, habiendo huido de la corrupción
que hay en el mundo a causa de la concupiscencia”. Eso es santidad, escapar de la corrupción de nuestros

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depravados corazones y recibir la naturaleza divina. El apóstol nos urge no sólo a que seamos diligentes, sino a que
lo seamos en todo. Un hombre perezoso y dormilón no puede retener la bendición: realmente un hombre de esa
clase no puede obtener la santidad. Para obtenerla es necesario buscarla con todo el corazón; es preciso cavar
como cuando uno busca un tesoro escondido, y para retenerla debemos ser diligentes. Hay personas que dicen:
“Una vez salvado, queda uno salvo para siempre”, pero Dios no dice nada de eso. El nos dice que velemos y que
seamos prudentes y diligentes, porque nos encontramos en terreno del enemigo. Este mundo no es amigo de la
gracia. Si usted tuviese diamantes por valor de cien mil pesos y se encontrara en un país lleno de ladrones, velaría y
cuidaría su tesoro con toda diligencia. Pues bien, ustedes están en terreno del enemigo, y tienen corazón santo, “las
arras del Espíritu”, su pasaporte al cielo, su pacto de vida eterna. Sean diligentes y cuídenlo.
Dice el apóstol: “Por esto mismo, añadid a vuestra fe virtud”. Ustedes deben tener fe en las grandes y
preciosas promesas que él nos ha hecho para poder obtener la santidad, pero para retenerla deben añadir algo más.
Esta palabra “virtud” viene de la antigua palabra latina que significa valor. Es probable que con ese significado se le
emplee aquí. Para retener esta bendición es necesario ser valiente.
El Diablo rugirá algunas veces como un león, el mundo les mirará mal, y tal vez hasta les maltrate y les quite
la vida. Sus amigos tendrán lástima de ustedes o les maldecirán y predecirán que calamidades de toda suerte les
sobrevendrán; habrá ocasiones cuando su propia carne se resistirá. A mí me dijeron que me volvería loco, y pareció
realmente que así sucedería, tal era la vehemencia y fervor con que yo ansiaba saber cuál era la voluntad de Dios
con respecto de mí. Me dijeron que iría a parar en un pantano de fanatismo; que acabaría en un asilo de
desamparados; que arruinaría mi salud y llegaría a ser un inválido para toda la vida, viviendo una vida atormentada y
que sería una carga para mis amistades. Hasta el propio obispo cuyo libro sobre la santidad había despertado mi
alma, después que hube obtenido la santidad, me aconsejó que no dijera mucho al respecto, pues ello causaría
muchas divisiones y trastornos (Después supe que él había perdido la bendición de la santidad). El Diablo me
persiguió de día y de noche, con mil tentaciones espirituales de las cuales yo jamás había soñado, y finalmente hizo
que un matón me atacara de tal modo que casi me mata, y durante muchos meses quedé muy quebrantado de
salud, tanto que el haber escrito una tarjeta postal me sumergió en la desesperación y me privó del descanso
durante una noche entera[1]. Hallé, pues, que se requiere valor para retener esta “Perla de gran precio”, pero —
¡Aleluya para siempre! — “el León de la tribu de Judá”, que es mi Señor y Salvador, es tan valiente como poderoso,
tan lleno de amor como de compasión, y él ha dicho en el libro que nos ha dejado para nuestra instrucción y
estímulo: “Esfuérzate y sé valiente”. Se trata de una verdadera ordenanza, que tenemos la obligación de obedecer.
Vez tras vez él ha dicho esto y setenta y dos veces dice: “No temas”, y añade, como razón suficiente para que no
temamos: “porque yo seré contigo”. ¡Alabado sea Dios! Si él está conmigo, ¿por qué he de temer? ¿Y por qué has
de temer tú, camarada?
Mi hijito tiene mucho miedo a los perros. Creo que el miedo nació con él. Pero cuando me tiene de la mano
camina valientemente y no temería pasar cerca del perro más grande que hubiese en el país. Dios dice: “No temas,
que yo soy contigo, no desmayes, que yo soy tu Dios que te esfuerzo; siempre te ayudaré, siempre te sustentaré con
la diestra de mi justicia. No te dejaré ni te desampararé”. ¡Nunca! Jesús, el mismísimo Jesús que murió por nosotros,
dice: “Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra, he aquí, yo estoy con vosotros hasta el fin del mundo”.
¿Por qué temer?
El Diablo es maestro en el arte de engañar y derrotar a las almas, pero recuerden que Jesús es el Dios
Eterno, y él ha puesto a la disposición de nuestra fe, para nuestra salvación, toda la sabiduría, poder y valor de la
divinidad. Eso debiera llenarnos de ánimo. ¿Están desalentados? ¿Tienen miedo? ¡Cobren ánimo! , y digamos
valientemente como dijo el rey David, quien tuvo muchas más tribulaciones y causas para abatirse de las que
tenemos nosotros.
“Dios es nuestro amparo y fortaleza, nuestro pronto auxilio en las tribulaciones. Por tanto no temeremos,
aunque la tierra sea removida; y se traspasen los montes al corazón del mar” (Salmo 46:1).
Me ha servido de mucha ayuda una de las experiencias que tuvo David. En una ocasión tuvo que huir de Saúl,
quien le perseguía para matarle, como los cazadores buscan las perdices por los bosques y montañas. Debido a eso
David huyó a tierra de los filisteos y habitó en el pueblo donde el rey le dijo que podía establecerse. Después de eso
los filisteos fueron a hacer guerra contra Saúl y David fue también. Pero los filisteos temían que David se tornase
contra ellos en la hora de la lucha e inspirados por ese temor le obligaron a regresar al pueblo. A su llegada
encontraron que los enemigos habían invadido el pueblo y lo habían saqueado todo, llevándose a las mujeres, los
niños, ganados y demás bienes. Los hombres se enloquecieron de disgusto y se propusieron apedrear a David.
Había fundadas razones para tener miedo, pero la Biblia nos dice que “David se esforzó en Jehová su Dios”. Lean el
relato y vean la manera tan admirable como Dios le ayudó a recuperarlo todo otra vez (1 Samuel 30).
Lo que es por mi parte, yo me he hecho la determinación de tener buen ánimo. Dios ha sido mejor para mí que
todos mis temores, y que los temores de mis amigos; él ha confundido a todos mis enemigos, y ha probado que es
más poderoso que mis adversarios, haciéndome capaz de andar en santidad delante de él por casi diez años, por
medio de su bondad, poder y amor infinitos.

[1] El autor se refiere a un ataque del que fue víctima mientras estaba predicando el evangelio, como resultado del cual
quedó gravemente herido en la cabeza.

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Wesley

22 septiembre 2010

CAPITULO 26
SANTIFICACION vs. CONSAGRACION

La esposa de un senador concurría con regularidad a una serie de reuniones de santidad y, al parecer, llegó a
tener mucho interés en lo que se decía. Un día me dijo:
—Hermano Brengle, me gustaría que usted la llamara más bien “consagración” en vez de “santificación”, en
eso podríamos estar todos de acuerdo.
—Pero yo no quiero decir consagración, hermana —le respondí—. Lo que quiero decir es santificación, y la
diferencia entre las dos es tan grande como la que hay entre la tierra y el cielo, entre la obra del hombre y la de Dios.
El error de esta señora es muy común. Ella quería privar a la religión de su elemento sobrenatural y descansar
en sus propias obras.
Está muy de moda eso de ser “consagrado” y hablar mucho acerca de la “consagración”. Damas vestidas de
seda, cubiertas de joyas, adornadas de plumas y flores, y caballeros con manos tiernas y suaves, ricamente vestidos
y perfumados, hablan en voz baja y dicen con palabras melosas que están consagrados al Señor.
Yo no les desalentaría; pero sí quiero levantar mi voz muy alto y amonestarles diciéndoles que la
consagración, tal como la entiende la gente comunmente, es sólo obra de hombres, y ella no basta para salvar al
alma.
Elías levantó su altar sobre el monte Carmelo, sacrificó su buey y lo puso sobre el altar, y después derramó
agua sobre todo ello. Eso era consagración.
Pero los sacerdotes de Baal habían hecho lo mismo, con la única excepción de que ellos no derramaron el
agua. Ellos habían erigido su altar, sacrificaron sus bueyes, pasaron el día cumpliendo con los más estrictos deberes
religiosos y, a juzgar por lo que podían ver los hombres, esos sacerdotes eran más fervorosos que Elías.
¿Qué hizo Elías más que los sacerdotes de Baal?
Nada, salvo derramar algunos barriles de agua sobre su sacrificio, una gran aventura de fe. Si Elías se
hubiese detenido allí, el mundo no habría sabido nada de él. Pero é1 creyó que Dios haría algo. El lo esperó, oró
pidiéndolo, y Dios rasgó los cielos y derramó el fuego que consumió el sacrificio, las piedras del altar y hasta el agua
que estaba en la zanja que rodeaba el altar. Eso era santificación... ¿Qué poder tenían las piedras, inertes y frías, el
buey muerto o el agua, para glorificar a Dios y convertir a una nación apóstata? Mas cuando el fuego comenzó a
consumirlo todo, entonces la gente se postró de hinojos y exclamó:
“El Señor Jehová es Dios, Jehová es Dios”.
¿Qué pueden hacer las grandes ofrendas, todo lo que se diga, y la llamada consagración, para salvar al
mundo y glorificar a Dios? “Si repartiese todos mis bienes para dar de comer a los pobres, y si entregase mi cuerpo
para ser quemado, y no tengo amor, de nada me sirve” (1 Corintios 13:3). Es cuando Dios entra en el hombre
cuando éste puede glorificarle, y trabajar con él para la salvación del mundo.
Lo que Dios quiere son hombres santificados. Naturalmente, éstos deben ser consagrados — es decir, se
deben haber entregado a Dios — a fin de poder ser santificados. Mas una vez que se han rendido a él, cuando se
han rendido sin ninguna reserva, cuando le han entregado la memoria, la mente, y la voluntad, la lengua, las manos,
los pies, la reputación, no sólo entre los pecadores, sino también entre los santos; cuando han puesto en sus manos
todas sus dudas y temores, sus gustos y disgustos, su disposición a contradecir a Dios y a tenerse lástima a sí
mismos, a murmurar y quejarse cuando él pone a prueba su consagración; cuando han hecho esto en realidad, de
verdad, y han quitado las manos de encima del sacrificio, como lo hizo Elías una vez que hubo puesto el buey del
holocausto sobre el altar, deben esperar en Dios y clamar a él con fe humilde pero persistente, hasta que les bautice
con el Espíritu Santo y con fuego. El prometió hacerlo, y lo hará, pero el hombre debe esperarlo, buscarlo, orar por
ello, y si demora en venir, no desesperar sino seguir esperando. Un soldado salió de una de nuestras reuniones y,
postrándose de rodillas en su casa, exclamó: “¡Señor, no me levantaré de aquí mientras no me bautices con el
Espíritu Santo!” Dios vio que ese hombre se había propuesto obtener la bendición, vio que deseaba a Dios más que
a toda la creación, de manera que lo bautizó en ese mismo instante con el Espíritu Santo.
En cambio, un capitán y un teniente a quienes conozco hallaron que “la visión tardaba”, y por eso la
esperaron, consagrando, durante tres semanas, cada momento que tenían disponible a clamar a Dios para que les
llenase con su Espíritu. No se desalentaron, sino que se aferraron a él con fe inquebrantable; no cedieron, y

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obtuvieron el deseo de sus corazones. Algún tiempo después me encontré con ese teniente, y cuánto me asombré
entonces ante las maravillas que había efectuado en él la gracia de Dios. El Espíritu de los profetas descansaba
sobre él.
“Todo el cielo es campo libre para la fe”, —suele decir un amigo mío.
¡Oh, este largo esperar en Dios! Es mucho más fácil lanzarse atolondradamente a esto o aquello, y trabajar sin
cesar hasta que la vida y el corazón se hallan exhaustos por una labor sin gozo y comparativamente sin fruto, que
esperar ante Dios con fe paciente, invariable y que escudriña el corazón, hasta que él descienda y nos llene con la
potencia todopoderosa del Espíritu Santo, que nos da resistencia, sabiduría y fortaleza sobrenaturales, nos capacita
para hacer en un día lo que de otro modo no podríamos hacer ni en mil años, y sin embargo nos quita todo orgullo y
nos lleva a dar toda la gloria a nuestro Señor.
El esperar en Dios hace que nos vaciemos de modo que podamos ser llenados de nuevo. Pocos esperan
hasta estar vacíos y a ello se debe el que sean pocos también los que son llenos. Pocos quieren soportar el
escrutinio del corazón, las humillaciones, la intranquilidad, los ataques de Satanás, cuando él pregunta: “¿Y dónde
está tu Dios ahora? “ ¡Oh cuántas dudas y susurros de incredulidad significa eso de esperar en Dios! A ello se debe
el que sean tan pocos los que, en entendimiento, sean hombres y mujeres en Cristo Jesús y verdaderas columnas
en el templo de Dios.
Jesús ordenó a los discípulos que se quedasen en la ciudad de Jerusalén hasta que recibiesen el poder de lo
alto (Lucas 24:49). Esa debió ser una gran traba para el temperamento inquieto e impulsivo de Pedro; pero él esperó
juntamente con sus hermanos. Clamaron a Dios y escudriñaron sus corazones; olvidaron sus temores y no se
acordaron de los príncipes y gobernantes que habían muerto a su Señor. Se olvidaron de sus celos, de sus egoístas
ambiciones, de sus infantiles diferencias de opinión, a tal punto que perdieron todo el alto concepto que tenían de sí
mismos, toda “egolatría”, y toda confianza en su propio valer. Sus corazones se unieron como el de un solo hombre,
y tuvieron un solo deseo y éste era un deseo intenso y fervoroso de estar poseídos de Dios. Súbitamente Dios
descendió: descendió con poder, con fuego, para purgar y purificar y para santificarles por completo; para morar en
sus corazones y hacerles valientes en presencia de sus enemigos; humildes en medio del éxito, pacientes cuando se
hallasen en conflictos duros y en amargas persecuciones; firmes e invariables a pesar de las amenazas, los azotes y
las prisiones; gozosos en la soledad, y cuando eran calumniados; sin temor y triunfantes cuando se hallaban cara a
cara con la muerte. Dios les dio sabiduría para que supiesen ganar almas y les llenó con el espíritu del Maestro a tal
punto que ellos —pobres hombres humildes cual eran— llegaron a trastornar el mundo, y eso sin atribuirse a sí
mismos ninguno de los honores.
Vemos, pues, que la santificación es el resultado no sólo de dar sino también de recibir. Por consiguiente,
tenemos la obligación solemne de recibir el Espíritu Santo y “ser llenos del Espíritu”, igualmente como la tenemos de
entregarnos a Dios. Pero si no fuéramos llenados del Espíritu al momento, no debemos suponer por eso que la
bendición de la santidad no es para nosotros y, con la pretendida humildad de la incredulidad, cesar de pedirle a
Dios que nos dé la santidad. Por el contrario, deberíamos clamar tanto más y escudriñar las Escrituras en busca de
la luz y la verdad; debemos humillarnos y ponernos del lado de Dios en contra de la incredulidad, en contra de
nuestros propios corazones y en contra del Diablo, y no debemos ceder hasta no tomar posesión del Reino de los
cielos. Hasta que Jesús nos diga: “¡Oh hombre, oh mujer! grande es tu fe; hágase a ti conforme a tu deseo”.
A Dios le agrada que le obliguemos; él quiere que le obliguemos por medio de la oración insistente y la fe de
sus hijos. Me imagino que muchas veces Dios se siente herido, decepcionado y airado con nosotros, como el profeta
que se disgustó con el rey que lanzó tres saetas cuando debió haber lanzado media docena o más, pues pedimos
tan poco, y cedemos tan fácilmente y nos retiramos sin haber recibido la bendición que profesamos querer recibir.
Nos quedamos satisfechos con un poquito de consuelo cuando lo que necesitamos en realidad es al propio
Consolador.
La mujer sirofenicia que se acercó a Jesús para pedirle que sacase el espíritu inmundo que se había
posesionado de su hija, es una creyente modelo, y debiera servir para avergonzar a la mayoría de los cristianos, tal
fue su valentía y la persistencia de su fe. Ella no quiso retirarse sin antes haber recibido la bendición que anhelaba.
Al principio Jesús no le contestó palabra. El Señor suele hacer cosa igual con nosotros, algunas veces, en estos
días. Oramos y no recibimos contestación. Dios guarda silencio. Luego Jesús la rechazó diciendo que él no había
sido enviado para auxiliar a mujeres de su clase, sino a las ovejas descarriadas de la casa de Israel. Eso habría
bastado para convertir en escépticos blasfemos a los hombres del siglo diecinueve. Mas no sucedió así con esa
mujer. Su fe desesperada se acrecienta y se sublimiza. Finalmente Jesús parece añadir insulto a la injuria, pues le
dijo: “No es justo tomar el pan de los hijos y darlo a los perrillos”.
La fe de la mujer se impuso entonces y triunfó, pues dijo: “Es cierto, Señor, pero aun los perros comen de las
migajas que caen de la mesa de su Señor”
Ella estaba dispuesta a tomar el lugar del perro y a recibir la parte que se daba a los perros. ¡Alabado sea
Dios! ¡Oh, cuán grande fue el triunfo de su fe! Jesús, asombrado, dijo: “Oh mujer, grande es tu fe; sea hecho contigo
como tú quieres”
Jesús tenía intención de bendecirla desde un principio, siempre que su fe quedase firme, y del mismo modo lo
hará con nosotros.
Hay dos clases de personas que profesan consagrarse a Dios, pero que si averiguamos bien los detalles
encontraremos que la consagración la hacen más bien a cierta clase de trabajo y no al propio Dios. Son más bien

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guardianes de la casa de Dios que la esposa de su Hijo: personas muy atareadas, que disponen de muy poco
tiempo o gusto para pasarlo en comunión con Jesús. La primera clase puede clasificarse entre los buscadores de
placer. Ven que las personas santificadas son dichosas, y creyendo que ello se debe a lo que han dado o hecho,
comienzan a dar y a hacer, sin pensar jamás en el Tesoro infinito que han recibido las personas santificadas. El
secreto de aquel que dijo: “Dios es mi excelso gozo y “El Señor es la porción de mi alma”, está escondido de ellos.
Debido a eso, nunca hallan a Dios. Buscan la felicidad y no la santidad. Difícilmente admitirán que lo que necesitan
es santidad —según ellos, siempre fueron buenos— y Dios sólo puede ser hallado por aquellos que sintiendo su
propia maldad y las flaquezas de sus corazones, ansían disfrutar de la santidad. “Bienaventurados los que tienen
hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados” (Mateo 5:6). Esta clase, por lo general, son personas que
viven bien, comen bien, son muy sociables, se visten siempre a la moda; son una especie de epicúreos religiosos.
La otra clase podríamos denominarla cazadores de tristezas. Andan siempre en busca de algo difícil de hacer.
Creen que deben estar siempre sufriendo algo. Como los sacerdotes de Baal, se dan de cuchilladas (no en sus
cuerpos pero sí en sus mentes y almas); dan de sus bienes para alimentar a los pobres, entregan sus cuerpos para
ser quemados y, sin embargo, no sacan de ello ningún provecho. (1 Cor. 13:3). Se desgastan trabajando como
esclavos. No es gozo lo que persiguen sino penas y tristezas. Juzgan la aceptación que Dios hace de ellas no por el
gozo que les da la presencia del Consolador en sus almas, el cual hace que el yugo sea fácil y ligera la carga, sino
más bien por las penas y amarguras que pueden soportar. Tales personas no son felices, viven siempre bajo el
temor de que no son salvados, a menos que tengan que hacer algún sacrificio que les produzca el más intenso
tormento. Han muerto mil muertes y, sin embargo, viven todavía. Su religión no consiste en “justicia, paz y gozo en el
Espíritu Santo”, sino más bien en perseverancia, resolución, tristeza y amarguras.
Sucede, sin embargo, que estas personas no hacen sacrificios más grandes que aquellas que son realmente
santificadas, sólo que hacen más alarde de ello. Como no están muertas, les duele someterse a Dios y, no obstante
ello, tienen la convicción de que deben hacerlo así. Sus penas no son mayores que las que sobrevienen a las
personas santificadas, sólo que son de diferente clase, y brotan de diferentes raíces. Ellos sufren miserias y
aflicciones a causa de los sacrificios que tienen que hacer mientras que el hombre santificado considera que todas
estas cosas le dan gozo porque las sobrelleva por amor de Jesús: a pesar de eso, continuamente le acosan
aflicciones, pues las aflicciones y penas del mundo pesan sobre su corazón, y si no fuera por la consolación y gozo
que le imparte Jesús, algunas veces se desesperaría.
Con todo, esta gente es buena y hace bien. ¡Dios les bendiga! Lo que necesitan es la fe que santifica (Hechos
26:18), que por medio de la operación del Espíritu Santo les mate y libre para siempre de todas sus miserias, dando
gozo y paz a sus cansados corazones, de modo que, en novedad de vida, puedan beber del río de los placeres de
Dios y no volver a tener sed jamás; de ese modo podrán soportar alegremente cualquier sufrimiento que les
sobrevenga, pues lo sufrirán por amor de Jesús.
Lo que necesitamos, pues, es la santificación; Dios quiere que la tengamos y el Espíritu Santo nos insta a
cada uno a reclamarla. Es éste un camino de fe como de niños, que recibe todo lo que Dios tiene para darnos, y de
amor perfecto, que con gozo lo devuelve todo a Dios; un camino que, por un lado preserva al alma de la pereza y
comodidad de los de Laodicea, y por otro, de la fría e inflexible esclavitud farisaica; un camino de paz y satisfacción
interior, así como de abundante vida espiritual, en el que el alma, siempre cuidándose de sus enemigos, no se
alboroza indebidamente por el éxito, ni se abate por las desilusiones y chascos que sufra; no se mide a sí misma por
otros, ni se compara con los demás, sino que, mirando hacia Jesús, atiende estrictamente sus propios asuntos,
andando por la fe y confiando en que el Señor, en su orden y a su debido tiempo, cumplirá todas las preciosas y
grandes promesas que le ha hecho, movido por su inmenso amor.

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Wesley

22 septiembre 2010

CAPITULO 27
DANDO ALABANZA

No hay nada que esté más oculto de las gentes sabias y prudentes, que el hecho bendito de que hay un
secreto manantial de poder y victoria en el dar alabanza y preces a Dios.
Muchas veces el Diablo logra enfriar a personas poniéndolas bajo un hechizo que no puede conjurarse en
ninguna otra forma. Almas sinceras que realmente buscan a Dios y que podrían entrar a disfrutar de la luz perfecta y
libertad si se atreviesen a mirar al Diablo en la cara y gritar: “¡Gloria a Dios! “, siguen lamentándose todos los días de
su vida bajo esa influencia satánica. Muchas veces sucede que congregaciones enteras caen bajo esa influencia.
Hay en la mirada cierta vaguedad o intranquilidad; no prestan la atención que sería de esperar ni tienen la
expectación que debieran tener. Todo es rígido, “con la rigidez de la muerte”. Pero si un hombre realmente bautizado
por el Espíritu de Dios, con el alma radiante del gozo de Jehová, alaba al Señor, verán que esa influencia opresora
desaparece; todos se despiertan y comienzan a esperar que suceda algo.
El dar preces y alabar a Dios es a la salvación lo que la llama es al fuego. Se puede tener un fuego muy
intenso y útil sin llama de ninguna especie, pero sólo cuando se levanta en llamarada el fuego se hace irresistible y
arrasa todo cuanto encuentra. De igual modo, hay personas que podrán ser muy buenas, y tener cierta cantidad de
salvación, pero sólo cuando están llenas del Espíritu Santo podrán prorrumpir en alabanzas y preces a su glorioso
Dios, a cualquier hora del día o de la noche, tanto privadamente como en público. Cuando están en ese estado su
salvación se hace irresistible y contagiosa.
Las voces de algunas personas, cuando exclaman en alabanzas, se parecen al ruido que hacen carros vacíos
cuando ruedan por encima de las piedras; no son más que puro ruido. Su religión consiste únicamente en hacer
bulla. Pero hay otros que esperan a Dios en lugares secretos, que buscan su rostro de todo corazón, que gimen en
oración con indecibles deseos de conocer a Dios en toda su plenitud y de ver que su reino venga con poder; que
piden el cumplimiento de las promesas, que escudriñan la Palabra de Dios y meditan en ella de día y de noche,
hasta que llegan a llenarse de los grandes pensamientos y verdades de Dios, y su fe es perfeccionada. Entonces el
Espíritu Santo desciende y pesa sobre ellos con el peso de la gloria eterna, y eso les obliga a dar voces de alabanza,
y cuando gritan, sus gritos tienen efecto. Cada bala está cargada, y algunas veces sus exclamaciones podrán ser
como el estampido del disparo de un cañón y tendrán la velocidad y poder de una bala de cañón.
Un antiguo amigo mío de Vermont me dijo en una ocasión que cuando él entraba en ciertos almacenes o
estaciones de ferrocarril, hallaba que estaban llenos de diablos, y la atmósfera asfixiaba su alma a tal punto que
gritaba; al hacer eso, todos los diablos se ocultaban, se purificaba la atmósfera y él tomaba posesión del lugar,
pudiendo entonces decir y hacer lo que quería. La Marechale, escribió una vez: “Nada causa mayor consternación
en todo el infierno que una fe que le grite al Diablo, sin miedo de ninguna clase”. No hay nada que se pueda oponer
a un hombre que tiene en su alma un grito de alabanza real y verdadera. La tierra y el infierno huyen de delante de
él, y todos los cielos acuden a su alrededor para ayudarle a pelear las batallas.
Cuando los ejércitos de Josué dieron gritos se derribaron los muros de Jericó. Cuando el pueblo de Josafat
comenzó a cantar y dar preces a Jehová, el Señor puso una emboscada a los amonitas y a los moabitas en el Monte
Seir, y fueron derrotados. Cuando Pablo y Silas, con las espaldas heridas y lastimadas, presos en el calabozo de la
cárcel, a la medianoche, oraban y “cantaban himnos a Dios”, el Señor mandó un terremoto que sacudió los cimientos
de la prisión, dejó en libertad a los presos y convirtió al carcelero y a toda su familia. No hay dificultad concebible que
no se desvanezca ante el hombre que ora y alaba a Dios.
Cuando Billy Bray quería pan, oraba y daba voces, con objeto de hacerle sentir al Diablo que no se hallaba
bajo ninguna obligación con él, sino que tenía perfecta confianza en su Padre Celestial. Cuando el doctor Cullis, de
Boston, no tenía ni un centavo, no obstante pesar sobre él grandes responsabilidades, y cuando no sabía de dónde
sacar dinero para comprar los alimentos necesarios para los enfermos que tenia en su hospital de tuberculosos,
entraba a su despacho y leía la Biblia, oraba y se paseaba de un lado a otro alabando a Dios, y decía que tenía
confianza en que el dinero le llegaría desde los confines de la tierra. Siempre viene la victoria cuando un hombre,
habiendo orado de todo corazón, se atreve a confiar en Dios y expresa su fe por medio de preces.
El alabar en voz alta es la final y más elevada expresión de la fe perfeccionada en sus diversos grados.
Cuando un pecador acude a Dios sinceramente arrepentido, y se rinde a él, confiado enteramente en la misericordia
de Dios, esperando tan sólo recibir la salvación de manos de Jesús, y por medio de la fe echa mano sin temor
alguno a la bendición de la justificación, la primera expresión de esa fe será de confianza y alabanza. No hay duda
de que habrá muchos que reclaman para sí la justificación que nunca alaban a Dios; pero, o estos se engañan, o su

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fe es por demás débil y entremezclada con dudas y temores. Cuando la justificación es perfecta, la alabanza será
espontánea.
Y cuando este hombre justificado llega a ver la santidad de Dios, los grandes alcances de su mandamiento, y
cómo Dios demanda de él la entrega de todas las facultades de su ser, y se da cuenta de los restos de egoísmo y de
amor a las cosas del mundo que quedan en su corazón; cuando, después de haber hecho muchas tentativas para
purificarse, y después de escudriñar interiormente los sentimientos de su alma, y de debatir con su conciencia, y de
vencer las vacilaciones de su alma, acude a Dios para que le santifique por medio de la sangre preciosa del Señor
Jesucristo y del bautismo del Espíritu Santo y el fuego, entonces la expresión final de la fe que de modo absoluto y
perfecto se aferra a dicha bendición, no será oración sino alabanza y aleluyas.
Y cuando el hombre salvado y santificado, al ver las penas de un mundo perdido, y al sentir la santa pasión de
Jesús obrando poderosamente en él, sale a luchar “contra principados, contra potestades, contra señores del
mundo, gobernadores de estas tinieblas, contra malicia espirituales en los aires”, con objeto de rescatar a los
esclavos del pecado, después de haber orado y gemido, rogándole a Dios que derrame sobre él su Espíritu Santo; y
después de predicar a los hombres y de enseñarles, después de rogarles que se sometan a Dios, y después de
ayunos, pruebas y conflictos, en todo lo cual la fe y la paciencia se perfeccionan y echan mano de la victoria, la
oración se transformará en alabanza, y el lloro en gritos de aleluya de tal modo que la aparente derrota queda
transformada en definitiva victoria.
Donde hay victoria hay gritos, y donde no hay gritos es señal de que la fe y la paciencia o están en retirada o
en medio de un conflicto, y su final parece incierto.
Lo que es verdad en lo que se refiere a la experiencia personal, lo es también en la revelación que tenemos de
la iglesia en su triunfo final. Después de largos años de lucha constante, de paciente esperar y severas pruebas;
después de la incesante intercesión de Jesús, y de los inexpresables gemidos del Espíritu en el corazón de los
creyentes, la iglesia llegará finalmente a alcanzar la perfección de la fe, la paciencia, la unión y el amor, según lo
expresa Jesús en la oración que hizo y que tenemos en el capítulo 17 de San Juan. Entonces “el Señor mismo, con
voz de mando, con voz de arcángel, y con trompeta de Dios, descenderá del cielo” (1 Tesalonicenses 4:16). En ese
momento lo que parece derrota será transformado en eterna victoria.
Quisiera advertir, sin embargo, a mis lectores, que nadie debe suponer que no puede dar voces de alabanza y
loor a menos que tenga en su alma la sensación de haber recibido una grande y poderosa ola de triunfo. Pablo dice:
“Pues qué hemos de pedir como conviene, no lo sabemos, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con
gemidos indecibles” (Romanos 8:26). Mas si una persona rehusara orar mientras no sintiera esa tremenda
intercesión del Espíritu en su alma, que, según decía Juan Fletcher, es “como un Dios que lucha con otro Dios”,
jamás oraría. Debemos despertar el don de la oración que está en nosotros; debemos ejercitarnos en la oración
hasta que nuestras almas transpiren, y entonces sentiremos la poderosa energía del Espíritu Santo que intercede
con nosotros. No debemos olvidar nunca que “el espíritu de los profetas está sujeto a los profetas”. De igual modo
debemos despertar en nosotros el don de la alabanza.
Debemos poner en ello nuestra voluntad. Cuando el profeta Habacuc lo había perdido todo y cuando se vio
rodeado de desolación, exclamó: “Con todo, yo me alegraré en Jehová, y me gozaré en el Dios de mi
salud” (Habacuc 3:18). Somos colaboradores con Dios, y si le alabamos a él, él cuidará de que tengamos por qué
alabarle. Repetidas veces oímos decir como Daniel oraba tres veces por día, pero pasamos por alto el hecho que al
mismo tiempo él “daba gracias”, lo cual es una especie de alabanza. Dice David: “Siete veces al día te ensalzaré”.
Repetidas veces se nos exhorta a que ensalcemos a Dios y a que demos voces y nos regocijemos; pero, si a causa
del miedo y la vergüenza, no nos regocijamos, no debe sorprendernos que no disfrutemos el gozo ni nos gocemos
por las victorias.
Pero si nos encontramos a solas con Dios dentro de nuestros propios corazones — noten: a solas con Dios, a
solas con Dios dentro de nuestros propios corazones; es ése el lugar donde debemos estar a solas con Dios, y un
grito no es sino una expresión de gozo por haber encontrado a Dios en el corazón— y si luego le alabamos por sus
maravillosas obras, si le alabamos porque él es digno de alabanza, si le alabarnos ya sea que nos sintamos con
ánimo para ello o no, si le alabamos tanto en las tinieblas como en la luz, si le alabamos en momentos de cruenta
lucha tanto como en los de victoria, pronto nos será posible gritar de puro júbilo. Y este gozo nadie nos lo podrá
quitar, pues Dios nos hará beber del río de sus placeres, y él mismo será nuestro gozo y “grande alegría”.
Muchas almas, viéndose en terribles tentaciones e infernales tinieblas, han clamado a Dios en oración y luego
se han sumergido otra vez en la desesperación, pero si hubiesen terminado sus oraciones con alabanza y
agradecimiento y si se hubiesen atrevido a dar gritos en nombre de Dios, habrían llenado el infierno de confusión, y
habrían ganado una victoria que habría hecho resonar todas las arpas del cielo, y hasta los ángeles habrían dado
gritos de regocijo. Muchas reuniones de oración han fallado porque no llegaron al punto en que los que oraban
dieran gritos de alabanza y regocijo. Se cantaron cánticos, se dieron testimonios, se leyó la Biblia y se dieron
explicaciones sobre ella; se exhortó y amonestó a los pecadores, se elevaron oraciones hasta el trono de Dios, pero
ninguno luchó hasta llegar al punto en que de modo inteligente pudo alabar a Dios por la victoria y, según lo que se
pudo ver, la victoria se perdió porque no hubo nadie que la celebrase en voz alta.
En el instante en que nacemos por medio del poder de Dios, a través de nuestra peregrinación y hasta el
momento en que alcanzamos a ver la realidad de nuestra visión y vemos a Jesús tal cual es, glorificado, tenemos el
derecho de regocijarnos, y debemos hacerlo. Ese es nuestro más elevado privilegio y nuestro deber más solemne. Si
no lo hacemos, creo que el cielo se llenará de confusión, y los demonios del abismo sin fondo se regocijarán con

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infernal regocijo. Debemos regocijarnos, pues ésta es casi la única cosa que hacemos en la tierra que no cesaremos
de hacer en el cielo. El llorar y ayunar, el velar y orar, la abnegación y el cargar con la cruz y las luchas con el
infierno, todo eso pasará, pero las alabanzas a Dios y los aleluyas “al que nos ha amado y lavado de nuestros
pecados en su preciosa sangre, y nos ha hecho reyes y sacerdotes delante de Dios”, resonarán eternamente en el
cielo. ¡Alabado sean Dios y el Cordero, por siempre jamás! Amén.

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Wesley

22 septiembre 2010

CAPITULO 28
ALGUNAS DE LAS COSAS QUE DIOS
ME HA DICHO A MI

“Jehová habla al hombre, y éste vive” (Deut. 5:24).


Cuando quedó completo el canon de las Sagradas Escrituras, Dios no cesó de hablar a los hombres. Aunque
la manera en que se comunica con ellos haya cambiado algo, no obstante toda alma nacida del Espíritu puede
testificar acerca de lo que él ha comunicado. Todo aquel que sintiere pesar y que tiene hambre y sed de justicia, no
tardará en ver, como vieron los Israelitas, que “Dios habla al hombre”.
Dios me ha hablado a mí muchas veces y de modo muy poderoso, por medio de las palabras de las
Escrituras. Algunas de ellas se destacan en mi visión mental y espiritual, como grandiosas e imponentes montañas
que se elevan de en medio de un extenso llano. El Espíritu que impulsó a “los santos hombres de la antigüedad”
para que escribiesen las palabras de la Biblia, me ha enseñado a comprenderlas, guiándome por la senda de la
experiencia espiritual por la cual anduvieron primero esos hombres, y “ha tomado las cosas de Cristo y me las ha
revelado”, hasta que me he sentido lleno de certeza divina, tan positiva y satisfactoria como la que se produce en mi
intelecto por medio de una demostración matemática.
Las primeras palabras que, según recuerdo ahora, vinieron a mí con esta irresistible fuerza divina, las recibí
cuando buscaba la bendición de un corazón limpio. Aunque yo tenía hambre y sed de recibir la bendición, no
obstante, solía apoderarse de mí una sensación de completa indiferencia —una especie de sopor espiritual— que
amenazaba devorar todos mis santos deseos, como las vacas flacas de Faraón devoraban a las gordas. Me sentía
muy atribulado, y no sabía qué hacer. Tenía la convicción de que si cesaba de buscar la santidad, ello significaría mi
eterna perdición y, al mismo tiempo, me parecía que era inútil seguir buscándola mientras mis sentimientos se
hallaban en ese estado de parálisis. Pero un día leí: “Nadie hay que invoque tu nombre, que se despierte para
apoyarse en ti” (Isaías 64:7).
Dios me habló a mí por medio de estas palabras con tanta claridad como cuando le habló a Moisés desde la
zarza que ardía, o a los hijos de Israel desde el monte cubierto por la nube. Fue aquella una experiencia
completamente nueva para mí. Esas palabras fueron como una expresión a mi incredulidad y perezosa indiferencia
y, sin embargo, despertaron esperanza en mí, y me dije: “Con la ayuda de Dios, aunque ningún otro lo haga, yo me
esforzaré por buscarlo a él, ya sea que sienta o que no sienta nada”.
Eso sucedió hace diez años, y desde entonces, hasta ahora, haciendo caso omiso de mis sentimientos, he
buscado a Dios. No he esperado sentirme conmovido, pero cuando ha sido necesario he ayunado y orado,
despertándome así a mí mismo en cuanto a lo espiritual. Muchas veces he orado, como oró el salmista real: “Vivifí-
came conforme a tu misericordia”, pero haya sentido el inmediato despertar o no, me he aferrado a él, lo he buscado
y, ¡alabado sea su nombre! , lo he encontrado. “Buscad y hallaréis”.
De modo que antes de poder encontrar a Dios en toda la plenitud de su amor, es necesario quitar todos los
impedimentos que hubiese: se debe poner a un lado toda duda y todo pecado, y al yo se le debe destruir en la
ciudadela de sus propias ambiciones y esperanzas.
El joven de hoy es ambicioso. Si entra en la política anhela llegar a ser presidente del gabinete; si sigue la
carrera comercial ansía ser multimillonario y si entra en el ministerio de la iglesia no quiere detenerse hasta no llegar
a ser obispo.
La pasión dominante de mi vida, y lo que antes anhelé más que la santidad y el cielo, fue hacer algo, y llegar a
ser alguien que lograse ganarse la estima y admiración de todo hombre pensador y culto; y así como el ángel hirió a
Jacob y le descoyuntó el hueso de la cadera, haciendo que a partir de ese momento no pudiese caminar sin cojear,
de igual modo Dios, a fin de santificarme por entero y poner “todo pensamiento en cautiverio a la obediencia de
Cristo”, me hirió y me humilló cabalmente en dicha propensidad y dominante pasión de mi naturaleza.
Durante varios años, antes que Dios me santificase, yo sabía que existía esa experiencia, y de vez en cuando
oraba pidiéndole a Dios que me la diera, pero todo el tiempo tenía hambre y sed de algo que realmente yo no sabía
explicarme qué era. La santidad, de por sí, me parecía algo muy digno de desearse, pero vi entonces, como lo he
visto después de ser santificado, que con la santidad vienen también la cruz y el conflicto con la mente carnal de
todo ser humano, ya sea que profese ser cristiano o se reconozca abiertamente pecador; culto y sobrio u ordinario e
ignorante; instintivamente sabía que la santificación me cerraría las puertas de la estima y aplauso de aquellas

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personas cuyo aprecio y admiración yo codiciaba, tanto como lo hizo en el caso de Jesús y de Pablo. Sin embargo,
tal es el engaño y sutileza del corazón no santificado, que jamás yo habría querido admitir que esa era la causa de
mi resistencia, aunque ahora sé muy bien que eso era lo que me impedía y que durante años el no querer cargar con
esa cruz fue la barrera que me cerraba el paso e impedía la entrada al siempre dispuesto y generoso Santificador.
Llegó por fin un día en que oí predicar un sermón a un distinguido evangelista ganador de almas; predicó sobre el
bautismo del Espíritu Santo, y yo me dije: “Eso es lo que yo necesito y lo que quiero; debo obtenerlo”. Comencé a
buscar ese bautismo y a orar pidiéndole al Señor que me lo diera; pero tenía todo el tiempo en mi propia mente la
idea de que yo también quería llegar a ser un afamado ganador de almas, de manera que el mundo me admirase.
Busqué la bendición de Dios con considerable fervor; pero Dios tuvo misericordia de mí, y se escondió de mí,
despertando, de ese modo, sano temor del Señor dentro de mi corazón y, al mismo tiempo, ello sirvió para
intensificar mi hambre espiritual. Lloré y oré y le rogué al Señor que me bautizara con el Espíritu, y no alcanzaba a
comprender por qué él no lo hacía, hasta que un día leí las palabras de Pablo: “A fin de que nadie se jacte en su
presencia” (1 Corintios 1:29).
Este versículo me hizo ver que el enemigo del Señor era yo mismo. Ahí estaba el ídolo de mi alma, —el deseo
apasionado y consumidor que tenía de gloria— ya no oculto y acariciado en lo secreto de mi corazón, descubierto
delante del Señor, como lo fue Agag delante de Samuel; y esas palabras “nadie se jacte en su presencia”,
constituyeron “la espada del Espíritu”, que traspasó por completo al “yo”, y me hicieron ver que jamás podría recibir
el bautismo del Espíritu mientras abrigase secretamente deseos de recibir los honores que dan los hombres, y no
buscase “la gloria que sólo viene de Dios”. Esas palabras me hablaron con potencia y, desde esa fecha hasta ahora,
jamás he buscado la gloria de este mundo. Pero si bien no volví a buscar la gloria del mundo, no obstante el mismo
poder que antes me inducía a buscarla hubo de ser descubierto y dominado, a fin de que estuviera dispuesto a
perder el poquito de gloria que ya había adquirido, y a estar satisfecho de que se me considerase un fatuo, por amor
de Cristo.
La tendencia dominante de la naturaleza carnal busca lo que le halaga y satisface. Si puede conseguirlo de
manera legal y correcta, bien; pero en caso de no conseguirlo de manera legítima, lo conseguirá a cualquier precio.
Cualquier cosa que sea ilegítima para Jesús, lo será también para mí. El cristiano que no es enteramente
santificado, no hace planes, deliberadamente, para realizar algo malo a sabiendas, sino que más bien es traicionado
por su engañoso corazón. Es vencido, si es realmente vencido (lo cual, gracias a Dios no es necesario que suceda),
secreta o repentinamente, de manera tal que le horroriza, pero ese parece ser el único modo en que Dios puede
hacerle ver su maldad y convencerle de ella, como asimismo ver la necesidad que tiene de la pureza de corazón.
Yo fui traicionado así dos veces: una fue intentando engañar en un examen, y otra, usando las notas de un
sermón preparado por otra persona. De la primera acción me arrepentí con mucho dolor y amargura de corazón, y la
confesé; pero la segunda no me pareció una acción realmente mala, pues yo había rellenado con mis propios
pensamientos los claros del bosquejo, y esto era especialmente justificable dado que dicho bosquejo era mejor que
cualquiera que yo hubiese preparado. Se trataba de uno de los sermones de Finney; realmente, si yo hubiese usado
el discurso con el debido espíritu, no creo que habría incurrido en mal alguno. Pero la palabra de Dios que “discierne
los pensamientos e intenciones del corazón”, me escudriñó y, con gran asombro mío, me reveló, humillando mi alma,
no sólo el significado y carácter de mi acción, sino también el espíritu con que la había hecho. Me hirió y humilló otra
vez con estas palabras: “Si alguno habla, hable conforme a las palabras de Dios; si alguno ministra, ministre
conforme al poder que Dios da” (1 Pedro 4:11).
Cuando leí esas palabras me sentí tan humillado y culpable como si hubiese robado diez mil pesos. Fue
entonces cuando comencé a ver el verdadero carácter del predicador y profeta y cuál era su misión; comprendí que
éste es un hombre enviado de Dios, y si es que quiere agradar a Dios y buscar únicamente la gloria que él da, debe
orar constantemente y escudriñar con diligencia las Sagradas Escrituras, hasta que reciba su mensaje directamente
desde el Trono. Sólo entonces podrá hablar como oráculo de Dios y “ministrar conforme al poder que Dios da”. No
recibí la impresión de que debía menospreciar a los maestros humanos ni las enseñanzas que dan, siempre que
Dios estuviere en lo que enseñen, pero comprendí que debía exaltar la inspiración directa y vi que ella era
absolutamente necesaria para toda persona que procura hacer que otros se tornen hacia la justicia y decirles cómo
pueden llegar a encontrar a Dios y el cielo. Comprendí que Dios no quiere el hombre que se limite a estudiar
comentarios o sermones escritos por otros para luego darlas al público entrelazadas con bonitos discursos, y ganar
así huecos aplausos por medio de sermones hábilmente preparados, sermones lógica y retóricamente perfectos,
“pero helados y espléndidamente monótonos, muerta perfección y nada más”; en vez de eso, digo, comprendí que lo
que Dios quiere es que el hombre a quién él envía para que hable sus palabras, se siente a los pies de Jesús y
aprenda de él, que se ponga de rodillas en algún lugar secreto y solitario y estudie la Sagrada Palabra de Dios bajo
la iluminación directa del Espíritu Santo; que estudie la santidad y los juicios de Dios hasta que adquiera algunos
mensajes atronadores que hagan retumbar los oídos de la gente a quienes habla, que les despierte sus conciencias
adormecidas y les haga exclamar: “¿Qué debo hacer?
Comprendí que el siervo de Dios debe estudiar la ternura e ilimitada compasión y amor de Dios en Cristo, y
meditar en ello, lo mismo que en la perfecta propiciación por el pecado, en su raíz, tronco y ramas, y la manera
sencilla en que uno puede apropiarse de ella por medio del arrepentimiento y la entrega de uno mismo a Dios, por
medio de la fe, hasta que uno esté completamente poseído de ella, y sepa también cómo encaminar a las almas de
corazón quebrantado hasta los pies de Jesús para recibir la perfecta santidad; cómo consolar a los tristes; libertar a
los cautivos; proclamar el año agradable del Señor y el día de venganza de nuestro Dios.

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Cuando llegué a comprender esto me sentí muy humillado, y no supe qué hacer. Finalmente me vino la
convicción de que así como había confesado el falso examen, debía confesar también públicamente que yo había
plagiado el bosquejo del sermón. Esto estuvo a punto de aniquilar mi conciencia, y me hizo estremecer con agonía
indescriptible. Durante cosa de tres semanas contendí con esta dificultad. Yo argüía conmigo mismo procurando
justificarme. Le rogué a Dios que me demostrara cuál era su voluntad y, vez tras vez, le prometía que lo haría, pero
dentro de mi corazón me retraía. Por fin, le conté a un amigo lo que me pasaba. El me aseguró que Dios no podía
exigir tal cosa; me dijo que él iba a predicar aquella misma noche en una reunión de avivamiento y que en su sermón
iba a emplear material que había reunido de sermones de otro hombre. Envidié su libertad, pero esto no me
proporcionó ningún alivio. No podía verme libre de mi pecado. Como el de David, estaba “siempre delante de mí”.
Una mañana, hallándome en ese estado de ánimo, tomé en mis manos un librito que trataba de la religión
experimental, movido por la esperanza de obtener luz, cuando, al abrirlo, la primera palabra sobre la cual cayeron
mis ojos fue “confesión”. Eso me llenó de preocupación. Mi alma se detuvo súbitamente. No pude seguir buscando
más luz. Quise morir, y en ese momento mi corazón se quebrantó dentro de mí pecho. “Los sacrificios de Dios son el
espíritu quebrantado, al corazón contrito y humillado no despreciarás...”; y desde lo más hondo de mi corazón
quebrantado, mi espíritu vencido le dijo a Dios: “Yo lo haré”. Antes lo había dicho con mis labios, pero en ese
instante lo dije con todo el corazón. Fue entonces cuando Dios me habló directamente, no por medio de palabras
impresas que veían mis ojos, sino por medio de su Espíritu, el cual habló directamente a mi corazón. “Si confesamos
nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad” (1 Juan 1:9). La
primera parte referente al perdón lo sabía, pero la última cláusula, acerca de la limpieza de pecado, fue una
revelación para mí. No recordaba haberla visto ni haber oído acerca de ella antes de ese momento. Las palabras
tuvieron para mí extraordinario poder, e inclinando la cabeza, la enterré entre mis manos y dije: “Padre, yo creo eso”.
Después sentí que gran reposo se apoderó de mi alma, y supe que había sido limpiado. En ese instante “la sangre
de Cristo, el cual por el Espíritu Eterno se ofreció a sí mismo, sin mancha a Dios”, limpió mi conciencia de las obras
de muerte para que sirviera al Dios vivo” (Hechos 9:14).
Dios no exigió que Abraham inmolara a su hijo Isaac. Todo lo que él quiso fue ver si estaba dispuesto a
hacerlo. Lo mismo sucedió en mi caso: no me exigió que hiciese la confesión ante el público. Una vez que mi
corazón estuvo dispuesto a hacerlo, él hizo desaparecer de mi mente esa preocupación y me libró por completo de
ese constante temor. El “yo”, que era mi ídolo, había desaparecido. Dios sabía que yo no retenía nada que no
estuviera dispuesto a cederle a él, y por eso llenó mi alma de paz y me hizo ver que “el fin de la ley es Cristo, para
justicia a todo aquel que cree”, y que toda la voluntad de Dios se resumía en seis palabras: “La fe que obra por
amor”.
Poco después de esto corrí a la habitación de mi amigo, llevando en las manos un libro prestado. No bien me
vio exclamó: “¿Qué te pasa? Algo te ha sucedido”. Mi semblante estaba dando testimonio acerca de la pureza de mi
corazón antes de que lo hicieran mis labios. Pero mis labios no tardaron en testificar, y han seguido haciéndolo hasta
hoy.
El Salmista dijo: “He anunciado justicia en grande congregación; he aquí, no refrené mis labios, Jehová, tú lo
sabes. No encubrí tu justicia dentro de mi corazón; he publicado tu fidelidad y tu salvación; no oculté tu misericordia
y tu verdad en grande asamblea” (Salmo 40:9, 10). Satanás odia el testimonio santo, y casi me enreda en este
punto. Tuve la convicción de que debía predicar la santidad, pero me acobardaba el miedo a las críticas y los
comentarios que, estaba seguro, causaría esa clase de prédica. Vacilé antes de decir en público que había sido
santificado, por miedo a causar más daño que bien. Me di cuenta de que tal actitud sólo me acarrearía reproches. La
gloria que seguiría a mi testimonio estaba oculta de mi vista. Sermones bonitos, bien meditados y debidamente
presentados, eran los sermones ideales, según mi modo de ver. Yo no quería descender a dar pláticas sencillas que
penetrasen al corazón de los hombres y se apoderasen de sus conciencias, o les convirtiese en enemigos tan
implacables como los fariseos lo eran de Jesús, o los judíos de Pablo. Pero antes de recibir la bendición de la
santificación, Dios hizo que me mantuviese fiel a mi promesa. Yo le había prometido que si él me concedía la
experiencia de tener un corazón limpio, la predicaría. Fue un viernes cuando él me santificó, e hice la determinación
de predicarlo al domingo siguiente. Sucedió, sin embargo, que me sentía débil e incapaz. Pero el sábado de mañana
me encontré en la calle con un cochero gritón y ruidoso que disfrutaba de la bendición de la santificación. Le conté lo
que Dios había hecho conmigo. El dio un grito de alabanza a Dios y dijo: “Hermano Brengle, predíquelo usted. La
Iglesia está pereciendo por falta de esa clase de predicación”.
Caminarnos juntos y cruzamos el prado y jardín de Boston, y mientras andábamos, conversamos sobre ese
tema. Mi corazón ardía dentro de mí como ardía el de los dos discípulos que se dirigían a la aldea de Emaús,
cuando hablaban con Jesús. Dentro de lo íntimo de mi alma, calculé lo que me costaría, pero eché mi suerte con la
de Jesús crucificado, e hice la determinación de predicar y enseñar la santidad, aunque por esa causa no me
permitiesen volver a ocupar un púlpito y aunque todos mis conocidos se riesen y burlasen de mí. Después de arribar
a esa conclusión, me sentí fuerte. La manera de conseguir fortaleza es abandonar todo por Jesús.
Al día siguiente me dirigí a mi iglesia y prediqué lo mejor que pude, teniendo sólo dos días de experiencia
santificada. Basé mi sermón sobre Hebreos 6:1. “Vamos adelante a la perfección”. Terminé mi plática narrando mi
propia experiencia, y la gente se sintió tan emocionada que prorrumpió en llanto; algunos de ellos también querían
adquirir esa experiencia, y, gracias a Dios, la obtuvieron. Esa mañana no me daba cuenta de lo que estaba
haciendo, pero lo supe después: estaba quemando mis barcos y destruyendo los puentes que tenía detrás. Me
encontraba a esa hora en terreno enemigo, entregado enteramente a una guerra cuyo objeto es el exterminio
completo del pecado. Todos sabían: en el cielo, en la tierra y en el infierno. Los ángeles, los hombres y los demonios

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habían oído mi testimonio y debía avanzar, de no hacerlo así tendría que retroceder declarada e ignominiosamente
ante las mofas del enemigo. Veo ahora que hay una filosofía divina en eso de requerírsenos que no sólo creamos
con el corazón para justicia, sino que con la boca hagamos “confesión para salud” (salvación), Romanos 10:10. Dios
me guió por este camino; nadie me lo enseñó.
Después que hube proclamado mi nueva condición, en todas partes y entre toda clase de personas, anduve
tranquilamente con Dios; no deseaba ninguna otra cosa sino lo que fuese su voluntad, y confiaba en que él cuidaría
de mí todo el tiempo. No sabía que hubiese alguna otra cosa que Dios me tuviese reservada, pero me propuse, con
el auxilio de la gracia de Dios, aferrarme a lo que tenía, haciendo su voluntad, según él me la había revelado, y me
determiné a confiar en él con todo el corazón.
Mas Dios tenía en reserva para mí cosas más grandes. El martes siguiente, por la mañana, poco después de
levantarme, teniendo el corazón henchido de deseos de conocer más y más a Dios y de ser como él es, leí estas
palabras de Jesús dichas delante de la tumba de Lázaro: “Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque
esté muerto, vivirá. Y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente. ¿Crees esto? “(Juan 11:25-26). El
Espíritu Santo, el otro Consolador, se hallaba en estas palabras, y en ese instante mi alma se deshizo delante del
Señor así como la cera se derrite delante del fuego y conocí a Jesús. El se me reveló, de acuerdo con la promesa
que había hecho, y le amé con un amor indescriptible. Salí a caminar por el Prado de Boston antes de desayunarme
y lloré, le adoré y le amé. Se habla de lo que haremos en el cielo... No sé lo que será la ocupación allá, aunque,
naturalmente, será algo que corresponda a nuestras capacidades y facultades de seres redimidos; pero supe en
aquella ocasión que si hubiera podido postrarme a los pies de Jesús y quedarme allí por toda la eternidad, habría
estado satisfecho. En esos instantes mi alma estaba satisfecha, sí, satisfecha en verdad.
Esa experiencia consolidó mi teología. Desde ese momento hasta ahora hombres y diablos podrán tratar de
hacerme dudar de la presencia del sol en el firmamento, antes de hacerme poner en duda la existencia de Dios, la
divinidad de Jesús y el poder santificador del Todopoderoso Espíritu Santo. Estoy tan seguro de que la Biblia es la
palabra de Dios, como lo estoy de mi existencia, y el cielo y el infierno son cosas tan reales y verdaderas para mí
como lo son el día y la noche, el invierno o el verano, o lo bueno y lo malo. Siento en mi alma el poder que tiene el
mundo venidero y cómo el cielo atrae mi alma. ¡Alabado sea Dios!
Hace ya algunos años desde que el Consolador entró a morar en mi alma, y allí está aún. Aún no ha cesado
de hablarme. Ha encendido mi alma, como si fuese una llama, y, como la zarza ardiente que vio Moisés en el monte,
no se ha consumido.
A todos aquellos que desearen adquirir esa experiencia yo les diría: “Pedid y se os dará”. Si no viene sólo por
el pedir: “Buscad y hallaréis”. Si se retardase aún, “Llamad y se os abrirá” (Lucas 11:9). En otras palabras, busquen
con todo el corazón y encontrarán lo que buscan. “No seáis incrédulos sino fieles”. “Si no creéis, no seréis
establecidos”.
No creo que sea cosa imposible para mí caer. Sé que me mantengo firme por la fe, y debo tener cuidado para
no caer. No obstante esto, en vista del gran amor de Dios, y su indecible misericordia, yo canto constantemente con
el apóstol Judas:
“A aquél que es poderoso para guardaros sin caída, y presentaros sin mancha delante de su gloria con gran
alegría, al único y sabio Dios, nuestro Salvador, sea gloria y majestad, imperio y potencia, ahora y por todos los
siglos. Amén”.

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