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publicado en Cañasanta
En unos versos del poeta Aníbal Núñez se plantea un conflicto de orden espacial,
topológico, entre la dimensión que ocupan las palabras y el lugar que le corresponde a
las cosas. El fragmento al que nos referimos dice así:
Triste
belleza –nunca es triste
la piedra en su lugar, nunca fue triste
la maleza en el suyo– la del símbolo.
(Núñez, 1995: 301, vol. I)
Comenzar el poema
Todo discurso –y sólo hasta cierto punto puede hablarse de la escritura poética en
tales términos [3]– se caracteriza por su doble condición ontológica: se trata de un
objeto físico y, al mismo tiempo, de un medio, de un signo o símbolo que va a decir algo
y a remitirnos a otro momento o espacio de la realidad. Esta dimensión de los signos en
tanto que cosas le permitiría al lenguaje entablar una serie de relaciones con el orden de
lo real, estructurarse y crear productos culturales relevantes para el ser humano. En
palabras del crítico y también poeta Josu Landa, las palabras son “también cosas en sí
mismas y tienen pleno sentido en el orden de las cosas del mundo. La proferencia de
palabras da lugar, por sí sola, a la cosidad de las palabras. Así, es esperable que de cosas
como los nombres surjan otras cosas, como proposiciones, mitemas, filosofemas,
poemas…” (Landa, 1996: 140). Sobre el espacio laberíntico de las palabras se alza toda
una arquitectura de manifestaciones discursivas orientadas hacia finalidades diversas:
establecer mitos, conjugar teoremas, izar filosofías, sistemas ideológicos, etc. Y sin
embargo, es preciso señalar las propiedades específicas de la poesía, capaz de alzarse
de la ruina, en expresión de Aníbal Núñez, y de articularse como un vaciado de la
realidad: no como espacio para la verdad que dé un nombre a cada cosa, no como su
correlato de significado, sino como su ausencia puesta de relieve, como una oquedad de
mundo que saliera a relucir a la superficie de la obra.
Así, en las manifestaciones literarias la piedra del poema existe sobre la maleza,
aparentemente ajena a las formas del discurso, al mismo tiempo que se define como
símbolo o signo, como hueco, sobre la página en blanco, ocupando el espacio del papel
o de cualquier otro soporte, y apuntando y modelando un vacío de realidad que no logra
completar, sino que relega a una distancia infranqueable. Las palabras que existen en el
poema son objetos que anulan con su presencia la espesura de lo real: porque está la
palabra piedra, porque la tenemos, porque podemos pensarla, nunca podremos alcanzar
la piedra real. La realidad es, como afirma Lacan, un espacio agujereado por el lenguaje,
ya que el lenguaje nos ofrece la ausencia de la cosa (su tristeza, la tristeza del símbolo,
nos dice Núñez), mientras que lo real sigue ahí, ajeno a nuestro lenguaje, ajeno a la
palabra del poeta. La poesía sólo tendría la misión de tensar aún más esta imposibilidad
de decir lo real, que se hace ahora visible en forma de distancia irreparable, de oquedad
conectando en su fondo íntimo con el vacío. Así, la literatura
“cuando nombra, lo que designa se suprime; pero lo que se suprime
se mantiene, y la cosa ha encontrado (en el ser que es la palabra) más bien
un refugio que una amenaza. Cuando rehúsa nombrar, cuando del nombre
hace algo oscuro, insignificante, testigo de una oscuridad primordial, lo
que, aquí, ha desaparecido –el sentido del nombre– está indiscutiblemente
destruido, pero en su lugar ha surgido la significación en general, el sentido
de la insignificancia incrustada en la palabra como expresión de la
oscuridad de la existencia, de modo que, si el sentido preciso de los
términos se ha extinguido, ahora se afirma la posibilidad misma de
significar, el poder vacío de dar sentido, extraña luz impersonal” (Blanchot,
2007: 292).
Una extraña luz impersonal la que nos regala el sentido, el lenguaje, a costa de
dejar fuera de nuestro alcance un mundo a oscuras. Esta autonomía (luz) del poema
queda perfectamente reflejada en una importante composición del poeta salmantino en
su libro Cuarzo, titulada con pleno derecho bajo el marbete de «Arte poética», en donde
se nos describe no una teoría poética, o no sólo una teoría sobre la poesía, sino una
teoría sobre la escritura del poema, en un juego de planos que se tocan y confunden;
vemos, así, cómo el poema se encarga de escribir su propia escritura:
ARTE POETICA
“el poema enuncia la escritura del propio poema: sin motivo o impulso
externo, quien escribe no responde a las categorías tipológicas del poeta –ni
maldito, ni épico, ni profético, ni bendecido por melifluos dones–. Avanzan
los versos como dictados por Violante, se oye un pájaro, el sol dora las
cosas, quien escribe mira en torno (fruta, lápices) hasta evocar la forma de
una esquila tomada como símbolo del silencio que rodea un rebaño invisible
y su tañido. El poema concluye con una paradójica pirueta irónica (…),
autodestruyéndose se alza, se crea y se deshace en el mismo movimiento”
(García Valdés, 2008: 28).
Se trata de un poema para la escritura del poema, un poema escribiéndose (esto es,
destruyéndose), arte poética en acción que marca las pautas de su propio desarrollo a
través de momentos muy reconocibles: “Comenzar: las palabras deslícense”, “la
escritura parece (paralela, enlazada) / algo” y “Terminar el poema”. Cada momento
(inicio, intermedio y fin) está perfectamente señalado para definir la poética de Núñez
mediante el recurso de la tautología: su visión de la poesía es la escritura de la poesía,
sin referencia alguna a gestas o devastaciones, nos dice el autor. La palabra poética se
explica, por tanto, prescindiendo de la realidad, del sujeto (¿quién es ese escriba que no
llega a sustituir al yo del poeta?), y del sentido, tal y como reza este otro fragmento de la
poética de Núñez, el breve poema titulado «Tablilla»:
TABLILLA
Esta conocida composición [4] señala un aspecto esencial de la dimensión del poema
tal y como lo concibe Núñez, y es que el poema no consiste en una mera indicación para
una partitura, no es una armonía o una música de pleno derecho, sino que se revela en sí
mismo como un objeto eficiente, un artificio de lenguaje que no requiere de la realidad
del lector para ser enunciado, ni siquiera de la realidad de la realidad, ya que pertenece
al orden de los simulacros [5]. Lejos de todo afán representativo, la poesía se alza como
fenómeno de plena autonomía, en una lucha contra sus propios ídolos, huyendo de la
sucia miel de las palabras fáciles, de los ritmos previsibles y cómodos, para ofrecer una
dimensión del poema como música que se destruye y que, en esa destrucción, encuentra
el cauce de su propia dimensión ontológica (armonía).
Se trata, por tanto, de un poema que, sin abandonar el lugar que ocupa en el orden
existenciario en que le vemos aparecer, supone ya de por sí un movimiento, un
desplazamiento hacia esa armonía que articula su propia destrucción, ya que, como ha
señalado el crítico Josu Landa, la dimensión ontológica de un poema está regida por un
dinamismo renovable y mutable en relación al lugar que ocupa:
La escritura moribunda
[1] El término símbolo alude en este contexto, tanto en nuestra frase como en el
fragmento que comentamos, a la noción saussureana de signo. Por lo general, el ámbito
anglosajón ha preferido el término símbolo para referirse a la unidad semiótica por
excelencia; el ámbito francés, y por extensión la Europa continental, sigue la estela del
lingüista Ferdinand de Saussure (1995). Una destacable excepción, fundamental para
entender algunos procedimientos poéticos de la palabra de Núñez, es la del psicólogo
estructuralista Jacques Lacan, quien habla también de símbolos y de orden simbólico
para referirse al uso de los signos, y que plantea la palabra-símbolo como ausencia de la
cosa, sustitución que acaba por anular radicalmente nuestra certeza en lo real (cfr.
Lacan, 1972).
[2] Coincidimos con Michel Foucault, quien afirmaba ver una dimensión espacial de
los signos, frente a la tradición concepción del lenguaje como temporalidad:
“espacio, puesto que cada elemento del lenguaje sólo tiene sentido en la
red de una sincronía. Espacio, puesto que el valor semántico de cada palabra
o de cada expresión está definido por el desglose de un cuadro, de un
paradigma. Espacio, puesto que la misma sucesión de los elementos, el
orden de las palabras, las reflexiones, los acordes entre las diferentes
palabras, la longitud de la cadena hablada obedecen, con más o menos
latitud, a las exigencias simultáneas, arquitectónicas, espaciales por
consiguiente, de la sintaxis. Espacio por fin, puesto que, de una manera
general, sólo hay signo significante, con un significado, mediante leyes de
sustitución, de combinación de elementos, así pues, mediante una serie de
operaciones definidas en un conjunto, por consiguiente en un espacio. Y
durante mucho tiempo, creo, hasta prácticamente ahora, se han confundido
las funciones anunciadoras y recapituladoras del signo, que son de hecho
funciones temporales, con lo que le permitía ser signo, ya que lo que le
permite a un signo ser signo no es el tiempo, es el espacio” (Foucault, 1996:
96).
[3] Autores como George Steiner (1991: 124) o Karlheinz Stierle (1999) cuestionan
la dimensión discursiva de las creaciones poéticas. En opinión de Steiner, la poesía
supondría un ejercicio de desvinculación de la producción de discursos, de sus
relaciones de poder, de la trama de intereses que ponen en juego; se definiría como un
hecho de lenguaje que se alza contra la dimensión ideológica que éste habitualmente
comporta. Stierle, por su parte, es menos contundente al afirmar que “cada discurso es a
la vez no discurso, pero en la lírica se agrava esta tensión entre discurso y no discurso
hasta desbaratar por completo los límites de tolerancia del discurso. Pero esto no
significa (…) que sea una mera negación del discurso” (Stierle, 1999: 216). En una línea
similar, el crítico Josu Landa afirma una separación radical entre el poema y el espacio
discursivo en que le es dado aparecer: “el poema alcanza a ser tal cuando logra librarse
de todo lo que le mantiene vinculado a los lenguajes, cuando acontece como realidad
plenamente diferenciada. En suma, el poema implica un acontecer translingüístico; esto
es, procesos que hacen rebasar los alcances ordinarios de los lenguajes. Así, el poema
aparece como algo ontológicamente irreductible a la naturaleza de los lenguajes”
(Landa, 2002: 90-91).
[4] Remitimos a otro trabajo nuestro, hasta la fecha inédito, centrado de forma más
específica en el análisis de este poema y en la teoría musical del poeta (cfr. Fernández
Gonzalo, «Armoniosa destrucción. Unas notas sobre la poética musical de Aníbal
Núñez»).
[5] Podemos hablar, con Klossowski y Deleuze, del concepto de simulacro como
copia sin modelo, es decir, como eterna sucesión sin principio ni fin que no responde a
la estabilidad de las cosas tal y como las conocemos en el espacio físico, que desconfía
de la dimensión clásica de la mímesis o representación y que abole la mismidad del
objeto consigo mismo (cfr. Klossowski, 2004; Deleuze, 1988: 216 y ss.). Detrás de esta
concepción de simulacro es fácil imaginarse la noción nietzscheana de eterno retorno.
[6] No ocultamos el parecido entre este binomio ser-decir y aquél binomio analizado
por Foucault bajo la fórmula del “yo miento” y del “yo hablo”, con los que abre el
pensador francés su ensayo El pensamiento del afuera (1988). Bajo la fórmula “yo
miento” se desplegaba en el pensamiento clásico el espacio de la paradoja, espacio para
el desarrollo topológico del lenguaje mismo. Sin embargo, la ficción moderna amplía el
espectro y define la expresión “yo hablo” como un movimiento igualmente paradojal,
en el cual el lenguaje se distancia de quien lo emite y, como lenguaje inscrito en el
afuera, asignando la dimensión de yo, de sujeto a quien lo prorrumpe (otra vez el
escriba de Aníbal Núñez), se vería gobernado por leyes y propiedades distintas al
lenguaje tal y como era concebido en épocas pasadas. Se establece, por tanto, un hueco
o distancia entre el lenguaje en tanto que ser, como enunciado, y en tanto que decir,
como signo o discurso, ya que su decir remite a una distancia insalvable con respecto a
su ser y con respecto a su propio origen, tal y como puede observarse en la composición
de Cuarzo “Arte poética”.
Bibliografía: