You are on page 1of 11

El lugar del poema

Aproximación ontológica a la poesía de Aníbal Núñez

Jorge Fernández Gonzalo


Universidad Complutense de Madrid
jfgvk@hotmail.com

publicado en Cañasanta

Resumen: En estas líneas tratamos de sopesar, a través de algunos textos emblemáticos


del poeta Aníbal Núñez, qué lugar o espacio ontológico le corresponde al poema en
tanto que objeto y, al mismo tiempo, lenguaje y medio de expresión. Para tal fin,
utilizaremos las aportaciones al campo de la ontología poética de autores como Maurice
Blanchot, Michel Foucault o el español Josu Landa.
Palabras clave: Aníbal Núñez, ontología, poesía, Blanchot.

En unos versos del poeta Aníbal Núñez se plantea un conflicto de orden espacial,
topológico, entre la dimensión que ocupan las palabras y el lugar que le corresponde a
las cosas. El fragmento al que nos referimos dice así:

Triste
belleza –nunca es triste
la piedra en su lugar, nunca fue triste
la maleza en el suyo– la del símbolo.
(Núñez, 1995: 301, vol. I)

La piedra, en referencia a todas las cosas que habitan en el orden de existencia de lo


real, ocupa el espacio que le corresponde, que es el de los objetos físicos, así como la
maleza y el resto de seres y objetos materiales que nos rodean. Sin embargo, ¿qué
dimensión otorgarle a sus símbolos [1]? ¿Cuál es el lugar de la palabra piedra, de la
palabra maleza, qué grado de existencia asumen? Y, en definitiva, ¿cuál es el lugar del
poema? [2]
Con estas palabras pretendemos introducir la raíz del conflicto ontológico que
subyace al pensamiento del poeta salmantino Aníbal Núñez (1944-1987), una de las
figuras más importantes del panorama poético de los años 70 y 80, si bien su obra no ha
recibido aún los méritos que le corresponden, quizá por haberse situado, ya en vida del
propio autor, en una posición marginal con respecto a los movimientos más definidos de
los últimos años de la Dictadura y primeros de la Democracia. Aníbal Núñez maduró su
poética a debida distancia del grupo señero de su generación, los poetas llamados
novísimos o venecianos, con quienes comparte ciertas afinidades, pero también
insalvables diferencias.
Su obra, volcada hacia una reflexión metapoética de la escritura y no rebajada al
mero adorno decadentista, como habrá ocasión de comprobar a lo largo de estas líneas,
surge mediante una constante interrogación sobre el lenguaje y sus límites, sobre los
dispositivos de expresión de la palabra y su dimensión ontológica y topológica. Nos
encontramos, pues, ante una poesía que es afín a los mecanismos textuales
deconstructivos, que opera a partir de la inestabilidad de significados, de estructuras
fragmentarias, pastiches, juegos paródicos e irónicos, etc. (Puppo, 2006: 174).
Planteamos, pues, y sin ánimo de ser exhaustivos en nuestra aproximación, algunas de
las claves del fenómeno poético a través de la obra del autor salmantino, quizá uno de
los escritores más innovadores, y también más desconocido, de la época que le tocó
vivir.

Comenzar el poema

Todo discurso –y sólo hasta cierto punto puede hablarse de la escritura poética en
tales términos [3]– se caracteriza por su doble condición ontológica: se trata de un
objeto físico y, al mismo tiempo, de un medio, de un signo o símbolo que va a decir algo
y a remitirnos a otro momento o espacio de la realidad. Esta dimensión de los signos en
tanto que cosas le permitiría al lenguaje entablar una serie de relaciones con el orden de
lo real, estructurarse y crear productos culturales relevantes para el ser humano. En
palabras del crítico y también poeta Josu Landa, las palabras son “también cosas en sí
mismas y tienen pleno sentido en el orden de las cosas del mundo. La proferencia de
palabras da lugar, por sí sola, a la cosidad de las palabras. Así, es esperable que de cosas
como los nombres surjan otras cosas, como proposiciones, mitemas, filosofemas,
poemas…” (Landa, 1996: 140). Sobre el espacio laberíntico de las palabras se alza toda
una arquitectura de manifestaciones discursivas orientadas hacia finalidades diversas:
establecer mitos, conjugar teoremas, izar filosofías, sistemas ideológicos, etc. Y sin
embargo, es preciso señalar las propiedades específicas de la poesía, capaz de alzarse
de la ruina, en expresión de Aníbal Núñez, y de articularse como un vaciado de la
realidad: no como espacio para la verdad que dé un nombre a cada cosa, no como su
correlato de significado, sino como su ausencia puesta de relieve, como una oquedad de
mundo que saliera a relucir a la superficie de la obra.
Así, en las manifestaciones literarias la piedra del poema existe sobre la maleza,
aparentemente ajena a las formas del discurso, al mismo tiempo que se define como
símbolo o signo, como hueco, sobre la página en blanco, ocupando el espacio del papel
o de cualquier otro soporte, y apuntando y modelando un vacío de realidad que no logra
completar, sino que relega a una distancia infranqueable. Las palabras que existen en el
poema son objetos que anulan con su presencia la espesura de lo real: porque está la
palabra piedra, porque la tenemos, porque podemos pensarla, nunca podremos alcanzar
la piedra real. La realidad es, como afirma Lacan, un espacio agujereado por el lenguaje,
ya que el lenguaje nos ofrece la ausencia de la cosa (su tristeza, la tristeza del símbolo,
nos dice Núñez), mientras que lo real sigue ahí, ajeno a nuestro lenguaje, ajeno a la
palabra del poeta. La poesía sólo tendría la misión de tensar aún más esta imposibilidad
de decir lo real, que se hace ahora visible en forma de distancia irreparable, de oquedad
conectando en su fondo íntimo con el vacío. Así, la literatura
“cuando nombra, lo que designa se suprime; pero lo que se suprime
se mantiene, y la cosa ha encontrado (en el ser que es la palabra) más bien
un refugio que una amenaza. Cuando rehúsa nombrar, cuando del nombre
hace algo oscuro, insignificante, testigo de una oscuridad primordial, lo
que, aquí, ha desaparecido –el sentido del nombre– está indiscutiblemente
destruido, pero en su lugar ha surgido la significación en general, el sentido
de la insignificancia incrustada en la palabra como expresión de la
oscuridad de la existencia, de modo que, si el sentido preciso de los
términos se ha extinguido, ahora se afirma la posibilidad misma de
significar, el poder vacío de dar sentido, extraña luz impersonal” (Blanchot,
2007: 292).

Una extraña luz impersonal la que nos regala el sentido, el lenguaje, a costa de
dejar fuera de nuestro alcance un mundo a oscuras. Esta autonomía (luz) del poema
queda perfectamente reflejada en una importante composición del poeta salmantino en
su libro Cuarzo, titulada con pleno derecho bajo el marbete de «Arte poética», en donde
se nos describe no una teoría poética, o no sólo una teoría sobre la poesía, sino una
teoría sobre la escritura del poema, en un juego de planos que se tocan y confunden;
vemos, así, cómo el poema se encarga de escribir su propia escritura:

ARTE POETICA

Comenzar: las palabras deslícense. No hay nada


que decir. El sol dora utensilios y fauces.
No es culpable el escriba ni le exalta
gesta o devastación, ni la fortuna
derramó sobre él miel o ceguera.

Escribe al otro lado del exiguo gorjeo,


a mano. Busca en torno (frutas, lápices) tema
para seguir. Y sigue –sabe bien que no puede–
haciendo simulacro de afición y coherencia:
la escritura parece (paralela, enlazada)
algo. Un final perdido lo reclama
a medias. Fulge el broche de oro en su cerebro,
desplaza al sol extinto,
toma forma –el escriba cierra los ojos– de
(un moscardón contra el cristal) esquila.

Un rebaño invisible y su tañido escoge


entre símbolos varios del silencio; e invoca:
“Mi palabra no manche intervalos de ramas
y de plumas; no suene”. Terminar el poema.
(Núñez, 1995: 295, vol. I)
El poema es, se independiza en su existencia, a través de un giro afirmativo que
constituye, como señala la también poeta Olvido García Valdés, una “descripción del
oficio o declaración de principios” ya que

“el poema enuncia la escritura del propio poema: sin motivo o impulso
externo, quien escribe no responde a las categorías tipológicas del poeta –ni
maldito, ni épico, ni profético, ni bendecido por melifluos dones–. Avanzan
los versos como dictados por Violante, se oye un pájaro, el sol dora las
cosas, quien escribe mira en torno (fruta, lápices) hasta evocar la forma de
una esquila tomada como símbolo del silencio que rodea un rebaño invisible
y su tañido. El poema concluye con una paradójica pirueta irónica (…),
autodestruyéndose se alza, se crea y se deshace en el mismo movimiento”
(García Valdés, 2008: 28).

Se trata de un poema para la escritura del poema, un poema escribiéndose (esto es,
destruyéndose), arte poética en acción que marca las pautas de su propio desarrollo a
través de momentos muy reconocibles: “Comenzar: las palabras deslícense”, “la
escritura parece (paralela, enlazada) / algo” y “Terminar el poema”. Cada momento
(inicio, intermedio y fin) está perfectamente señalado para definir la poética de Núñez
mediante el recurso de la tautología: su visión de la poesía es la escritura de la poesía,
sin referencia alguna a gestas o devastaciones, nos dice el autor. La palabra poética se
explica, por tanto, prescindiendo de la realidad, del sujeto (¿quién es ese escriba que no
llega a sustituir al yo del poeta?), y del sentido, tal y como reza este otro fragmento de la
poética de Núñez, el breve poema titulado «Tablilla»:

TABLILLA

Amo de la escritura cuneiforme


–independientemente del sentido
del mensaje– la música
que en la arcilla las cañas –siempre fueron
musicales las cañas– han escrito
independientemente del escriba
si él no tuvo que ver con las riberas.
(Núñez, 1995: 217-218, vol. I)

El escriba, como apuntábamos, no es un yo (cfr. Casado, 1999: 29), no es el yo-poeta


que escribe y se siente a sí mismo escribiendo, confeccionando de este modo un arte
poética sobre su propio ejercicio de escritura en un juego laberíntico de espejos, sino la
representación (el hueco) para la subjetividad. Porque el escriba, como vemos, ha
hecho lo que tenía que hacer –escribir el poema–, no podemos acusarle de nada (“No es
culpable el escriba”), no tiene mayor finalidad, mayor propósito, que el de marcar que
existe el autor, pero no la autoría. Y, por lo tanto, no se trataría de un personaje de pleno
derecho, o de un correlato de la intimidad del poeta que, por una especie de empatía,
sirviera de indicador de su propia situación vital. No: el escriba es el no-yo, la ausencia
de subjetividad puesta sobre la obra, ocupando el espacio que le corresponde al yo,
desplazándolo e indicando su falta, porque la poesía está siendo, está sucediendo ante
nosotros, sin una conciencia que la guíe o que certifique su existencia. Los poemas se
escriben, dice Aníbal Núñez, pero no es un yo el que concibe su cuerpo y lo empuja a la
existencia mediante una suerte de parto, sino que su realización está rechazando de
entrada todo compromiso de un legado, de una herencia. El poema no le debe ya nada a
quien lo ha escrito; se ha liberado, y puede habitar entre las cosas, o destruirlas.
Destruirse, incluso, si fuera necesario.

Lugares del poema

Entonces, ¿qué dimensión ontológica le corresponde a esta composición? Podemos


avanzar que el lugar del poema viene negado por la misma condición semiótica de sus
palabras, por sus impulsos autorreferenciales, metalingüísticos; en este punto, Aníbal
Núñez se muestra como un buen conocedor del pensamiento mallarmeano (cfr. Puppo,
2009). Así, mientras que el lenguaje corriente habla de la presencia, el lenguaje de la
poesía establece la ausencia de lo que nombra. Es decir, aquello que dice el poema se
aparece como un hueco, una ausencia, de la cual el poeta nos mostraría sus bordes
imperfectos. Por tanto, y como experiencia moderna y posmoderna de la poesía, cabe
mencionar un problema de proporciones aún poco definidas por la crítica al uso: ¿qué
ocurre cuando un poema se nombra a sí mismo? La escritura sobre la escritura no puede
ser otra cosa que excritura, experiencia del vaciamiento de la propia palabra,
experiencia del hueco, del vacío. La función metapoética, por tanto, que tiene en
Mallarmé su más fiel representante, es una función autodestructiva que establece las
condiciones de existencia del poema en un límite no revelable, intocado,
inconceptuable, más allá de la presencia y la ausencia, en un espacio neutro diría
Blanchot, de la diferencia en términos de Derrida, o a modo de hueco tal y como
tratamos de ejemplificar aquí. La topología de este lenguaje del poema nos ofrece una
dimensión del poema relegada a un estado limítrofe de existencia paradójica. Porque, tal
y como estamos planteando, el poema que se dice a sí mismo se niega, se destruye ante
su propio decir.
Es ésta la experiencia límite que nos plantea la poesía y que queda perfectamente
reflejada en la breve composición que Aníbal Núñez «Arte poética». Se trata de un
poema que se crea mientras se destruye, que avanza con cada paso, con cada positiva
afirmación de su ser, hacia los abismos de su propia ausencia de ser. Una palabra que no
ha de manchar “intervalos de ramas”, es decir, que no ha de escribir sobre la propia
escritura, sino que ha de borrarla, ex-cribirla; una escritura que no suene porque ya no
se trata de una música que dibuja y contornea la presencia, sino de un hueco abierto en
la superficie de lo real.
Esta experiencia radical de la poesía que se crea porque se destruye se hará
nuevamente explícita en otros lugares de la obra de Aníbal Núñez, como ocurre con el
poema, también en clave de arte poética, con que se abre Definición de savia:

Aquella música que nunca


acepta su armonía es armonía:
arpegios que se miran en la luna
trinos que se regalan al oído
son sucia miel, no música
Tienes ejemplos en las olas
que saben que su próxima batida
en el acantilado no es la última
ni la mejor de todas
y en la lluvia
que da su aroma a tierra agradecida
y no puede sentirlo
De la lucha
contra tus propios ídolos
nace toda, la única
armonía celeste: lluvia, olas
son insatisfacción, son melodía,
inagotable música.
(Núñez 1995: 151, vol. I)

Esta conocida composición [4] señala un aspecto esencial de la dimensión del poema
tal y como lo concibe Núñez, y es que el poema no consiste en una mera indicación para
una partitura, no es una armonía o una música de pleno derecho, sino que se revela en sí
mismo como un objeto eficiente, un artificio de lenguaje que no requiere de la realidad
del lector para ser enunciado, ni siquiera de la realidad de la realidad, ya que pertenece
al orden de los simulacros [5]. Lejos de todo afán representativo, la poesía se alza como
fenómeno de plena autonomía, en una lucha contra sus propios ídolos, huyendo de la
sucia miel de las palabras fáciles, de los ritmos previsibles y cómodos, para ofrecer una
dimensión del poema como música que se destruye y que, en esa destrucción, encuentra
el cauce de su propia dimensión ontológica (armonía).
Se trata, por tanto, de un poema que, sin abandonar el lugar que ocupa en el orden
existenciario en que le vemos aparecer, supone ya de por sí un movimiento, un
desplazamiento hacia esa armonía que articula su propia destrucción, ya que, como ha
señalado el crítico Josu Landa, la dimensión ontológica de un poema está regida por un
dinamismo renovable y mutable en relación al lugar que ocupa:

“el poema encarna un modo peculiar de existencia. El ser poético viene


dado por un proceso entre cuyos momentos resaltan los de mayor carga
creativa: la confección intencional del texto poético y la realización
situacional y condicionada del poema. Por eso, mientras una piedra remite a
una relación necesaria en el plano de la existencia, el poema –sin perder su
sentido y fundamento relacional– implica siempre lazos cíclicos y
permanentemente mutables y renovables con el campo existenciario en que
se inscribe” (Landa, 2002: 63).

La radical esencia del objeto poemático, pues, consiste en un movimiento que no


percibimos, un movimiento en relación al contexto de cosas que le rodean, como señala
Landa, pero también para consigo mismo: desplazamiento infinito y que se constituye
por la misma condición de la obra que necesita destruirse para llegar a ser. Frente al
efecto estático de las cosas, que están ahí, como ser-a-la-mano (Heidegger) y de manera
necesaria, la poesía se construye como una inutilidad que busca su perfeccionamiento,
aunque lo haga a través de su propia destrucción, de su falta de Edén, como dirá, en otro
de sus poemas más sugestivos, el poeta Aníbal Núñez:
MECÁNICA DEL VUELO

¿Perfeccionar lo inútil entretanto


el paisaje y el ave nada hacen
para tener un sitio en el edén? Pudiera
ser. La belleza no pide tributo.

¿Entonces? Dar ejemplo tampoco: la coherencia


no era flor: pero ¿dónde? Acompañado
por otras soledades, obedezca
el ave que no es, rece el paisaje
que no es paisaje (habla). Perfeccione
lo inútil a lo inútil. No haya edén.
(Núñez 1995: 302, vol. I)

El poema enfrenta la dimensión no trabajada del mundo, su existencia necesaria, con


el ejercicio de perfeccionamiento de la escritura poética. Ejercicio inútil, no obstante,
que va creando soledades (¿palabras?) para dar compañía a un pájaro que ya no es tal
pájaro, al paisaje que no es el paisaje, porque habla. Son sus símbolos, los tristes
símbolos que acompañan a lo real, pero que sólo testimonian su pérdida, los que hacen
aquí su aparición. Así, la inutilidad de la poesía perfecciona la inutilidad de la belleza,
construye un simulacro hermoso justamente por innecesario, fuera del edén que supone
la realidad. El poema, nuevamente, traza sus coordenadas en un espacio localizado, sin
espasmos referenciales. Entonces, la escritura parece algo, como anunciaba Núñez en
su «Arte poética», tiene su propia condición de existencia, existe sobre el papel, y no
sólo como experiencia conceptual, contenido de conciencia o expresión de sentido.
Se traza así una diferencia infranqueable entre ser y decir [6]. Ciertos objetos
conservan esa doble condición de existencia a la que aludíamos: los signos son y dicen,
y cualquier construcción derivada (textos, discursos) responden a esta ambivalencia. Sin
embargo, en el poema se establece una contradicción interna que es la causa de su
propia imposibilidad: el poema dice su (in)existencia, existe negándose al tiempo que se
afirma. El juego de la verdad y la mentira se anula sobre su superficie, y sólo quedan los
despojos de un recorrido, un espacio infinitamente vacío para el desplazamiento de las
palabras, que se abre igualmente a la positividad y a la negatividad en un tramo no
dialéctico, en donde las palabras no son iguales a sí mismas y no ocupan un mismo sitio
para darse como tales. La luz es luz y oscuridad, la verdad es verdad y mentira, el ser es
ser y no-ser. O dicho en los términos del propio poeta: el paisaje es y no es paisaje, el
ave es y no es en la superficie del poema, las presencias son sustituidas por la soledad
del tamiz de las palabras. De ahí que toda nominación poética tenga una dimensión
reversible, y que sea perfectamente válido decir todo lo contrario a lo ya dicho y seguir
hallándonos ante una composición poética. Un campo como el de la física no podrá
simultanear en su corpus de producciones discursivas aserciones como “la gravedad
existe” y “la gravedad no existe”, mientras que, dentro incluso de la trayectoria artística
de un mismo poeta, o incluso en un solo poema, la contradicción es viable y saca al
fenómeno lírico del orden establecido de los discursos y de su pretensión totalitaria de
verdad.
Se trata, por tanto, de pensar ese momento, ciertamente impensable –que, por lo
tanto, ha de ser pensado como no pensable– del lugar del poema. Un no-lugar que se
abre en la contradicción entre ser y decir, y que propone una topología del poema no
fundada en las coordenadas euclidianas del espacio, sino sobre una nueva dimensión
ontológica que podemos denominar con el ya célebre término de Blanchot de espacio
literario, o si se prefiere, como espacio del afuera. El espacio del afuera responde a un
no-lugar que subsiste a modo de paradójica bisagra entre la presencia y la ausencia, que
se funda sobre una escritura entendida como escritura para la pérdida de la escritura.
En este afuera, el poema expresa que, aun diciéndose, estaría negándose, y que
justamente negándose es como puede llegar a darse. No hay, por tanto, experiencia de
nacimiento o de origen de la poesía, sino que la poesía es siempre morir, un morir
prolongado infinitamente, la degradación infinita del tiempo hecha espacio, y, de
manera simultánea, la imposibilidad misma de espacio hecha tiempo.

La escritura moribunda

El lugar que ocupa la composición poética es el de su propia muerte ontológica. La


poesía es –no nace, no tiene origen, principio– una muerte que se prolonga
infinitamente, propiedad que habría de compartir con cualquier otro tipo de escritura,
pero que se toma como principio constitutivo en la radical condición ontológica de la
poesía. Su ser constituye su propia muerte de ser, su propio acabamiento, por lo que no
puede enunciarse nada sobre el origen de la poesía, sino sobre ese presente infinito que
es un presente negado, presente sin presencia, instante de la muerte, por decirlo
nuevamente en términos blanchotianos. No en vano el autor francés vinculaba la
experiencia de la poesía al desastre, entendido éste como la relación de la escritura con
la ausencia de escritura, el movimiento impensable entre el ser y el no-ser, la dimensión
inestable de la palabra y del pensamiento que mueren en el momento en que aparecen o
se realizan (cfr. Blanchot, 1990).
Ser y decir, por tanto, abren en el poema la dimensión de la muerte como su facultad
más esencial. El poema es diciendo su muerte, y ha de decir aquello que es para poder
existir en el grado de condenado a muerte, ya de antemano conducido hacia su propia
imposibilidad de ser, como una escritura moribunda que no conociera otro estado
diferente. Esta distancia entre la existencia y el discurso, pues, se ve completada por el
hueco que ocuparía la composición poética, el poema, que es llamado a ocupar un no-
lugar como no-presencia y no-tiempo, como ocurría en el poema «Arte poética»: Aníbal
Núñez ofrece un poema que está escribiéndose, y destruyéndose a sí mismo ante su
propio ejercicio de escritura, sin autor –mejor dicho, sin autoría– que refrende sus
palabras. El no-sujeto que es el escriba certifica la potencia negativa que constituye el
poema: éste se escribe, no precisa de un sujeto trascendente, y narra para tal fin su
propia escritura, fuera del sentido y del mundo, en un lugar, un no-lugar, en donde se va
a desarrollar un movimiento infinito (la música que se destruye a sí misma, el poema
que no acaba de ser, porque está muriéndose, desapareciendo, ahuecándose para
ofrecerse), estableciendo así una clara separación entre ser y decir, ámbitos que se
conjugan para definir al discurso de la ley, del poder y la verdad (las palabras son lo
que dicen) pero que no halla coincidencia alguna en las producciones poéticas: el poema
no es lo que dice; dice su no-ser, o, tal y como resumen las propias palabras de Núñez,
“No hay nada / que decir”.
Notas:

[1] El término símbolo alude en este contexto, tanto en nuestra frase como en el
fragmento que comentamos, a la noción saussureana de signo. Por lo general, el ámbito
anglosajón ha preferido el término símbolo para referirse a la unidad semiótica por
excelencia; el ámbito francés, y por extensión la Europa continental, sigue la estela del
lingüista Ferdinand de Saussure (1995). Una destacable excepción, fundamental para
entender algunos procedimientos poéticos de la palabra de Núñez, es la del psicólogo
estructuralista Jacques Lacan, quien habla también de símbolos y de orden simbólico
para referirse al uso de los signos, y que plantea la palabra-símbolo como ausencia de la
cosa, sustitución que acaba por anular radicalmente nuestra certeza en lo real (cfr.
Lacan, 1972).

[2] Coincidimos con Michel Foucault, quien afirmaba ver una dimensión espacial de
los signos, frente a la tradición concepción del lenguaje como temporalidad:

“espacio, puesto que cada elemento del lenguaje sólo tiene sentido en la
red de una sincronía. Espacio, puesto que el valor semántico de cada palabra
o de cada expresión está definido por el desglose de un cuadro, de un
paradigma. Espacio, puesto que la misma sucesión de los elementos, el
orden de las palabras, las reflexiones, los acordes entre las diferentes
palabras, la longitud de la cadena hablada obedecen, con más o menos
latitud, a las exigencias simultáneas, arquitectónicas, espaciales por
consiguiente, de la sintaxis. Espacio por fin, puesto que, de una manera
general, sólo hay signo significante, con un significado, mediante leyes de
sustitución, de combinación de elementos, así pues, mediante una serie de
operaciones definidas en un conjunto, por consiguiente en un espacio. Y
durante mucho tiempo, creo, hasta prácticamente ahora, se han confundido
las funciones anunciadoras y recapituladoras del signo, que son de hecho
funciones temporales, con lo que le permitía ser signo, ya que lo que le
permite a un signo ser signo no es el tiempo, es el espacio” (Foucault, 1996:
96).

[3] Autores como George Steiner (1991: 124) o Karlheinz Stierle (1999) cuestionan
la dimensión discursiva de las creaciones poéticas. En opinión de Steiner, la poesía
supondría un ejercicio de desvinculación de la producción de discursos, de sus
relaciones de poder, de la trama de intereses que ponen en juego; se definiría como un
hecho de lenguaje que se alza contra la dimensión ideológica que éste habitualmente
comporta. Stierle, por su parte, es menos contundente al afirmar que “cada discurso es a
la vez no discurso, pero en la lírica se agrava esta tensión entre discurso y no discurso
hasta desbaratar por completo los límites de tolerancia del discurso. Pero esto no
significa (…) que sea una mera negación del discurso” (Stierle, 1999: 216). En una línea
similar, el crítico Josu Landa afirma una separación radical entre el poema y el espacio
discursivo en que le es dado aparecer: “el poema alcanza a ser tal cuando logra librarse
de todo lo que le mantiene vinculado a los lenguajes, cuando acontece como realidad
plenamente diferenciada. En suma, el poema implica un acontecer translingüístico; esto
es, procesos que hacen rebasar los alcances ordinarios de los lenguajes. Así, el poema
aparece como algo ontológicamente irreductible a la naturaleza de los lenguajes”
(Landa, 2002: 90-91).

[4] Remitimos a otro trabajo nuestro, hasta la fecha inédito, centrado de forma más
específica en el análisis de este poema y en la teoría musical del poeta (cfr. Fernández
Gonzalo, «Armoniosa destrucción. Unas notas sobre la poética musical de Aníbal
Núñez»).

[5] Podemos hablar, con Klossowski y Deleuze, del concepto de simulacro como
copia sin modelo, es decir, como eterna sucesión sin principio ni fin que no responde a
la estabilidad de las cosas tal y como las conocemos en el espacio físico, que desconfía
de la dimensión clásica de la mímesis o representación y que abole la mismidad del
objeto consigo mismo (cfr. Klossowski, 2004; Deleuze, 1988: 216 y ss.). Detrás de esta
concepción de simulacro es fácil imaginarse la noción nietzscheana de eterno retorno.

[6] No ocultamos el parecido entre este binomio ser-decir y aquél binomio analizado
por Foucault bajo la fórmula del “yo miento” y del “yo hablo”, con los que abre el
pensador francés su ensayo El pensamiento del afuera (1988). Bajo la fórmula “yo
miento” se desplegaba en el pensamiento clásico el espacio de la paradoja, espacio para
el desarrollo topológico del lenguaje mismo. Sin embargo, la ficción moderna amplía el
espectro y define la expresión “yo hablo” como un movimiento igualmente paradojal,
en el cual el lenguaje se distancia de quien lo emite y, como lenguaje inscrito en el
afuera, asignando la dimensión de yo, de sujeto a quien lo prorrumpe (otra vez el
escriba de Aníbal Núñez), se vería gobernado por leyes y propiedades distintas al
lenguaje tal y como era concebido en épocas pasadas. Se establece, por tanto, un hueco
o distancia entre el lenguaje en tanto que ser, como enunciado, y en tanto que decir,
como signo o discurso, ya que su decir remite a una distancia insalvable con respecto a
su ser y con respecto a su propio origen, tal y como puede observarse en la composición
de Cuarzo “Arte poética”.

Bibliografía:

BLANCHOT, Maurice (1970): El diálogo inconcluso. Monte Ávila, Caracas.


––(1990): La escritura del desastre. Monte Ávila, Caracas.
––(1992): El espacio literario. Paidós. Barcelona.
––(2007a): La parte del fuego. Arena Libros. Madrid.
CASADO, Miguel (1999): La puerta azul. Las poéticas de Aníbal Núñez. Hiperión,
Madrid.
––ed., (2008): Mecánica del vuelo: en torno al poeta Aníbal Núñez. Círculo de
Bellas Artes, Madrid.
DELEUZE, Gilles (1988): Diferencia y repetición. Júcar. Madrid.
DÍAZ ROSALES, Raúl (2004): «‘Comenzar: las palabras deslícense’: la lingüística
metapoética de Aníbal Núñez», Interlingüística, número 15, pp. 405-416.
FERNÁNDEZ GONZALO, Jorge (inédito): «Armoniosa destrucción. Unas notas sobre
la poética musical de Aníbal Núñez».
FOUCAULT, Michel (1988): El pensamiento del afuera. Pre-Textos. Valencia.
––(1996): De lenguaje y literatura, Barcelona, Paidós.
GARCÍA VALDÉS, Olvido (2008): «Quebrada, quiebro, quebranto: geometrías de
Aníbal Núñez», en CASADO, Miguel, Mecánico del vuelo: en torno al poeta
Aníbal Núñez, Círculo de Bellas Artes, Madrid, pp. 25-32.
KLOSSOWSKI, Pierre (2004): Nietzsche y el círculo vicioso. Arena Libros. Madrid.
LACAN, Jacques (1972): Escritos. Vol. I. Siglo XXI. México.
LANDA, Josu (1996); Más allá de las palabras: Para una topología del poema.:
Facultad de Filosofía y Letras, UNAM. México.
––(2002); Poética. Fondo de Cultura Económica. México.
NÚÑEZ, Aníbal (1995): Obra poética. Madrid, Hiperión (2 volúmenes).
PUPPO, María Lucía (2006): «Destino de Ícaro: presencia de un mito clásico en la
poesía de Aníbal Núñez», Cuadernos de Filología Clásica (Estudios Latinos),
volumen 26, número 1, pp. 171-178.
––(2009): «Huellas de Mallarmé en dos poetas salmantinos: Aníbal Núñez y
Francisco Castaño», Thélème. Revista Complutense de Estudios Franceses,
número 24, pp. 171-183.
STEINER, George (1991): Presencias reales. Destino. Barcelona.
STIERLE, Karlheinz (1999): «Lenguaje e identidad del poema», en CABO
ASEGUINOLAZA, ed., Teorías sobre la lírica. Arco/Libros. Madrid (pp. 203-83).

You might also like