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La Vida Interior

Una orientacioó n para los que buscan a Dios

Fernando Flores
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Qué significa vida interior.

Con "vida interior", las personas entienden cosas muy diversas. Para muchos, vida interior
consiste en lograr cierta tranquilidad interna, en aislarse de los problemas y complicaciones del
mundo exterior, en alcanzar cierta fuerza, equilibrio, etc. Es decir, para muchos, la vida interior
viene a ser como una especie de recetario para conseguir un mayor equilibrio de su personalidad,
y nada más. Para otros, vida interior significa cultivar una calidad en el pensar o en el sentir,
calidad que luego se manifestará en su vida profesional o social, proporcionándoles una mayor in-
tuición o una mayor inspiración, etc. Para otras personas, vida interior quiere decir dirigirse a
eso superior, a lo que se le puede dar el nombre de Dios, o el que se quiera, y tratar de ar-
monizarse con esta fuerza superior y así conseguir una paz, un amor y una fuerza de un orden
superior. Es decir, desean llegar a una armonía con Dios, de forma que uno viva de un modo
positivo como expresión de esta paz.

Para otras personas, finalmente, la vida interior tiene aún otro sentido. Estas personas tratan de
conseguir ver lo que ocurre dentro, desenmarañar todos los enredos, y llegar a ser aparte de
todo lo que son las ideas, condicionamientos, costumbres, influencias, cosas adquiridas, intentan
llegar a la identidad última del Ser, más allá de todas las formulaciones, limitaciones y
condicionamientos mentales.

Los seres humanos, a partir del primer escalón que hemos indicado, han de llegar a realizar este
trabajo interior, pero deben ir haciéndolo con cierto orden.

Una persona que no haya conseguido un mínimo de equilibrio y fortaleza en su personalidad no


puede llegar a vivenciar un equilibrio y fortaleza en la vida espiritual o superior. Puede hacer
contactos, puede tener experiencias. Pero llegar a estabilizarse, a centrarse en ese nivel
superior que se llama espiritual, eso no es posible.

Así pues, esos diferentes niveles, de algún modo nos comprometen a todos; estamos todos
metidos en ellos. Lo que ocurre es que nosotros, en cada fase de la vida, estamos “enamorados”,
por decirlo así, de algo, de algo que para nosotros tiene el máximo valor, y, en consecuencia, todo
lo demás nos parece secundario. El que está en la fase, podríamos decir, religiosa, cree sólo en la
relación afectiva, amorosa, en la entrega a Dios, y considera los demás caminos como totalmente
secundarios.

Quien está en una fase de expansión de su vida exterior ve como más importante su capacidad de
rendimiento, su eficacia, su inspiración, su sentido de la realidad exterior. Para quien tiene la
aspiración centrada en el Ser más allá de lo que son manifestaciones, más allá de lo que son ideas,
todas estas vías, la religiosa, la artística, la de la actividad, o cualquiera que sea, carecerán de
sentido. Esto es normal. No decimos que sea lo ideal, ni lo más correcto, desde nuestro de vista.
Pero es lo normal, lo habitual. Porque, como desde nuestra infancia no se nos ha educado de un
modo amplio, cada cual ha tratado de orientar su aspiración, sus inquietudes, hacia algún punto,

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según sus circunstancias, según sus posibilidades. Y, cuando le parece encontrar algo sólido,
entonces se adhiere con tanta fuerza a ello que tiende a excluir el resto.

Para nosotros, vida interior quiere decir llegar a vivir toda la realidad de la persona, llegar a
vivirla en todas las direcciones, en todo momento y en toda circunstancia. Que la vida de la
persona no esté fragmentada en realidades superiores o realidades inferiores, en realidades
externas y realidades internas.

La Realidad es una, una Realidad de la cual todo, todo, es expresión. Uno ha de poder vivir esa
Realidad, a través de todas las expresiones -de todas las expresiones que uno sea capaz de vivir.
Es por esta razón que, nada está separado del trabajo interior. No lo está la oración, como no lo
está la vida sexual; no lo está el estudio, como no lo está el comer y el dormir; no lo está el
silencio, como no lo está el juego. Todo forma parte de la Realidad. Y uno solamente vivirá toda la
Realidad cuando sea capaz de vivir todas, absolutamente todas, sus cosas —que son lo que le pone
en contacto con todas las cosas del mundo— con la misma conciencia de unidad. Sólo cuando todo
lo que uno haga sea expresión de esta Unidad, cuando uno viva en sí mismo como conciencia de
Realidad, de Ser, sólo entonces considerará que está viviendo lo que he de vivir.

Y esto no se circunscribe a lo individual, a lo personal, sino que, a través de esa unidad personal,
es cuando uno descubre la Unidad que hay en todo lo que existe. Si no hay unidad en uno como
estación receptora, no puede haber unidad en lo exterior, por más que uno lo afirme y lo de-
fienda.

Para conseguir esta Unidad, lo primero que hemos de hacer es vivir en cada momento nuestra uni-
dad posible. A lo largo del día, uno descubre que vive cosas muy diferentes y que se vive a sí
mismo de modos muy diferentes. Pero uno no es un “rompe cabezas” que está hecho de muchos
fragmentos que ajustan entré sí. Uno no es un conjunto, una suma de cosas. Uno es una unidad, de
la cual las cosas que vive, son expresiones fragmentarias.

Debemos conseguir vivir nuestra unidad a través de cada expresión. Para que pueda vivir con
nuestra unidad es preciso que en cada una de nuestras expresiones nos encontramos en todo
momento libre de nuestras ataduras; que, cuando estemos hablando con una persona, nuestra
mente no esté ocupada en otra cosa distinta; que, cuando estemos pensando en un problema, no
estemos nuestro interior pendiente de otra cuestión. Es decir, que no haya superposición de
fragmentos, sino que uno, todo uno, toda nuestra capacidad de atención, de presencia, pueda
estar viviendo cada cosa.

Y es la unidad de uno, la unidad del sujeto presente que vive la situación particular, lo que nos
hará descubrir nuestra Unidad. Si uno está dividido porque en uno mismo hay varios objetos,
entonces no vivimos nuestra unidad, ni siquiera en un solo aspecto. Para poder ser “yo Uno”,
debemos de estar libres, libres de todo; hemos de soltar los miedos, las preocupaciones, los
deseos; tenemos que estar todo y de una manera plena viviendo cada situación como única, como
total: Yo y lo otro, Todo YO y todo lo otro.

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La vida exterior reflejo de la interior.

Se descubren muchas cosas curiosas, interesantes y sorprendentes cuando se realiza un trabajo


interior, cosas que son sumamente efectivas cuando se entienden. Una de ellas es que la
confusión y multiplicidad de nuestras circunstancias en el mundo, de las cosas que nos ocurren,
de las situaciones que vivimos, no son otra cosa que la confusión y contradicción que hay en
nuestro propio interior.

Todo lo que hay en nuestro interior tiende a materializarse en nuestro exterior. Y no se puede
materializar de un modo distinto a como esté dispuesto en nuestro interior. Porque nuestro
interior y nuestro exterior no son dos cosas distintas sino dos vertientes de la misma cosa. La
vertiente interior, o subjetiva, y la vertiente exterior, u objetiva, son la cara y la cruz de la
misma cosa.

Durante muchos años nos hemos habituado a que nuestro interior sea simplemente el reflejo de
nuestra situación exterior. Si las circunstancias me han sido favorables, nos sentimos bien; si las
circunstancias no nos han sido propicias, nos sentimos mal. Esto ha creado en nuestro interior,
además de unos estados de confusión y duda constantes, una semilla de contradicción; y nuestra
vida tiende a perpetuar esta contradicción.

Pero llega un momento en que uno se da cuenta de que no puede pasarse todo el tiempo echando
la culpa a las circunstancias, o confiando en las circunstancias. Llega un momento en que uno
descubre que, de hecho, el problema que uno vive, la insatisfacción, las dificultades, lo vive por
culpa de algo que hay dentro, por un modo de ser de uno, pues otras personas en similares
circunstancias, y quizás en peores, consiguen vivirlo de un modo distinto y mejor.

Mientras nos pasemos la vida atribuyendo la culpa de nuestros problemas a las demás personas, o
a las cosas exteriores, no hay para nosotros la menor esperanza; es decir, sólo queda la
esperanza de que un día descubramos que las cosas no son así. El echar la culpa al exterior puede
ser una gran satisfacción para el amor propio: uno queda libre de responsabilidad, uno es la
víctima, el héroe, etc. Pero esto no arregla, ni ha arreglado nunca, nada. Cuando uno se da cuenta
de que el problema -aunque históricamente está relacionado con circunstancias exteriores- es
debido a un modo de ser que ha quedado en uno y que tiende a perpetuar, entonces es cuando se
hace posible que uno, cambiando este modo interno de sentir, cambiando su actitud interior,
pueda cambiar estas circunstancias exteriores.

Cuando las utopías políticas han propuesto que se llevara a cabo un reparto equitativo de las
riquezas, fácilmente se ha previsto que, aunque a todo el mundo se le diera la misma cantidad de
dinero, y esto de momento pareciera solucionar los problemas de muchas personas, al cabo de
muy poco tiempo la situación volvería a ser la misma de antes; porque las personas, aunque
recibieran dinero, no habrían cambiado su modo de ser y de hacer, y esto las conduciría a
plasmar en el exterior el modo deficiente o contradictorio que tienen en su interior.

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Pensemos que esto no se refiere sólo al uso del dinero, sino a las personas que nos rodean, a
nuestras circunstancias económicas, a la situación profesional, a todo. En nuestra pequeña y
limitada mente, nosotros hacemos unas distinciones muy claras entre lo que es el dinero, la
familia, la vida íntima, nuestras creencias e ideales, etc. En realidad, todo está unido, todo son
campos universales de energía, todo es un torbellino dentro de este océano de conciencia, y,
según sea ese foco de conciencia en ese mar de conciencia, así serán las cosas que se mueven a su
alrededor.

La persona que interiormente tiene miedo, tiene angustia, de un modo inevitable estará
atrayendo situaciones de miedo, situaciones angustiosas, y, mientras no cambie, se pasará la vida
repitiendo esas situaciones, sean cuales sean las circunstancias o el medio ambiente en que se
encuentre. La persona que, dentro de ese miedo, tiene resentimiento, tiene hostilidad, por la
razón que sea, estará provocando y atrayendo inevitablemente circunstancias agresivas contra
ella, que tenderán a justificar una vez más su hostilidad y su resentimiento, las cuales, a su vez,
provocarán nuevas situaciones de dificultad, de injusticia, de maldad, y de este modo se irá
reforzando su círculo. Y el círculo nunca se rompe en lo exterior, porque es la persona, desde su
foco de conciencia, quien lo está creando y manteniendo.

En la medida en que nosotros seamos capaces de cambiar el contenido de nuestro foco, de


nuestra conciencia interior, en esta misma medida cambiará lo que nos rodea. Y esto ocurre de un
modo inevitable. Esto es muy interesante, ya que, si se puede intuir que realmente es así,
entonces uno se da cuenta que tiene en sus propias manos la responsabilidad de su vida, que
depende de uno el elegir que su mundo gire de un modo o de otro, sea de un color o de otro.

Y el mundo alrededor de uno girará de un modo o de otro, según sea el mundo interior real, no el
supuesto, no el teórico. Si uno interiormente se obliga a vivir una conciencia de fuerza, de amor,
de comprensión, no un poco de amor o de comprensión o de fuerza, sino a vivir profundamente
esto hasta la raíz, si hacemos de esto nuestra consigna, si nos obligamos a instalarnos en esto,
veremos como, al cabo de muy poco tiempo, de muy pocas semanas, o días, nuestras
circunstancias exteriores cambian. La gente a nuestro alrededor cambia; tal vez no lo haga ella,
en sí, sino sólo en relación con uno. Y los que no puedan cambiar en relación con uno mismo,
cambiarán... de sitio; es decir, dejaremos de estar en contacto con esas personas.

Es imposible que la persona viva en el exterior algo distinto de lo que vive en el interior. Y, por
esto, aprender a tomar la dirección, aprender a afirmar la realidad por uno mismo, es aprender a
tomar una parte activa dentro de este juego exterior de la vida, de la manifestación.

Claro que esto no tiene ninguna importancia si lo que uno está buscando es la propia Realidad más
allá de toda forma, más allá de toda idea. Pero esto es algo que cada uno ha de decidir: es decir,
si realmente a uno le es del todo indiferente vivir de una manera o de otra en su mundo, en su
existencia. Si a uno realmente le da igual, entonces no tiene por qué modificar nada y puede
tratar de abrirse a ese Centro último que está más allá de lo bueno, de lo malo, de lo agradable,
de lo desagradable.

Pero mientras la persona esté dando valor a su modo de vivir, mientras la persona esté luchando
por solucionar dificultades, por mejorar circunstancias, entonces la persona no se ha de engañar

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diciendo que busca otra cosa. Aquello que nos hace sufrir, o aquello que nos hace reír, aquello es
lo que tiene valor real para nosotros. No lo que un sector de nuestra mente diga, sino lo que en
nuestra vida diaria tenga peso.

Cuando la persona comienza a ser consciente es natural que esta gran ley de que lo interior es la
causa de lo exterior se pueda aplicar a todos los estados de la vida interior; no sólo a las
circunstancias familiares, económicas, profesionales, etc., sino también a los estados de vida
interior. Si, por ejemplo, estamos haciendo oración -en el supuesto de que siga la línea religiosa-
pidiéndole a Dios una serie de cambios en nuestra vida, o en la vida de los que nos rodean, pero en
nuestro interior hay miedo, lo que se perpetuará en el exterior será el miedo, porque la ley de
materialización es una ley que obedece a la profundidad y continuidad del estado subjetivo, no a
la intensidad emocional de la oración, sino a la profundidad, a la sinceridad de lo que pro-
fundamente se siente, se desea, se espera, se aspira. Por eso, el problema de la persona en la
vida de oración consiste en llegar a querer, a amar, a Dios de tal manera que se elimine su miedo,
su duda. Porque, mientras la persona esté haciendo oración manteniendo subconscientemente el
temor de que su demanda, como tantas otras veces, no será contestada, ese temor que está
detrás de lo que uno dice es lo que da vigencia al fracaso.

Modo de lograr la fuerza interior.


¿Cómo conseguir, pues, esa confianza, esa fuerza interior? Hay varias maneras. Es decir, se
trata en realidad de una sola manera, pero existen varias formas de enfocar esa única manera.

Tomemos, por ejemplo, la vía religiosa. Dios es la fuente, la raíz, el centro de todo lo que está
existiendo, es el centro actual, la potencia actual de todo cuanto está existiendo. Si tratamos de
entender qué quiere decir que Dios es la Potencia Absoluta, única, nos daremos cuenta de que
esta Potencia Absoluta nos incluye a nosotros mismos. Porque uno, tanto si es importante como si
no lo soy, está dentro del Absoluto, no puede estar aparte. Por lo tanto, toda forma de potencia,
de fuerza, de energía que haya en uno es esa única potencia.

Si uno intenta entender qué quiere decir Potencia Absoluta, y trata de estar en silencio frente a
esto que entiende al decir Potencia Absoluta, entonces se producirá un vacío interior, un silencio
interior, que será vacío y silencio del propio miedo. Es por ausencia de miedo, de lo acos-
tumbrado, que sentiremos el vacío, porque, claro está, el vacío no existe; sólo existe el Absoluto.
Pero la ausencia de nuestro miedo, al poder contemplar y al poder abrir nuestra mente y corazón
a esa intuición del Poder Absoluto, eliminará nuestra creencia en el poder opuesto al Absoluto: en
el miedo. Y, entonces, en este silencio que se produce es cuando podemos tratar de sembrar esa
actitud interior que será la semilla que se manifestará luego, que fructificará en nuestra vida
exterior.

Experiencias que se tienen con profundidad, a veces siendo muy jóvenes, marcan de una manera
tan fuerte al individuo que persisten durante toda su existencia y van fijando modos reiterati-
vos, no sólo de sentir, sino también de actuar y de provocar situaciones en el exterior. Por esto

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hoy en día se habla de la persona que tiene predisposición a los accidentes, y no sólo respecto a
aquellos accidentes motivados por su mala habilidad personal, sino incluso a los que pueden ser
producidos por causas aparentemente fortuitas. En cambio, de algunas personas decimos que las
acompaña la buena suerte, que respiran prosperidad; está clarísimo que esta persona prosperará,
porque pensamos que en ella hay algo que está exhalando este sentido positivo.

Todo esto son manifestaciones más o menos pequeñas de esta gran ley de la que estamos
hablando: aquello que nosotros seamos capaces de vivir profundamente y mantener
profundamente, aquello y no otra cosa es lo que se manifestará, lo que se concretará en nuestra
vida total.

Quizás alguien se pregunte qué sentido tiene modificar las cosas. Bien, en realidad nosotros ya
las estamos modificando siempre. El sentido de nuestra vida es vivir las cosas de un modo.
Nosotros somos un modo; y a través de este modo hacemos pasar las cosas, hacemos pasar esa
vida, esa conciencia. Nosotros estamos aquí para dar un modo a las cosas. Sólo que llega un
momento en que podemos elegir el modo.

Nosotros no podemos inhibirnos del modo como son las cosas, las personas, las circunstancias.
Esto puede ser el ideal de la persona que busca una paz celestial, una liberación -con la que
sueña- de todo lo que es ilusión, donde no hay ningún problema, donde todo es felicidad. A esta
persona le importará muy poco cómo sean las cosas y lo que pese en las cosas.

Existe, sí, existe ese país de hadas que llaman “ananda” ; existe realmente, y es nuestro patri-
monio. Y lo tenemos que vivir, porque es la Realidad. Pero debemos vivirlo conjuntamente con
todos los modos; no podemos dejar aparte nada. En este estado de felicidad y paz supremas se
encuentran los modos más concretos, más elementales de la existencia. La Paz, la Realización
está en contacto con los ambientes más desgraciados, más limitados de la existencia. Y mientras
uno quiera buscar una “ananda”, una felicidad, una beatitud, dejando de mirar unos problemas,
unas limitaciones, aunque estos se encuentren en el último rincón del mundo, uno simplemente
está haciéndome trampa a sí mismo, está refugiándose en una realidad ficticia. Ese estado
superior de Ser es, siempre, inclusivo.

Pero, claro, mientras nosotros estemos viviendo las cosas con este contraluz, con este contraste
tan enorme entre lo que es desgraciado y lo que es dichoso, es lógico que tratemos de elegir lo
que es dichoso y tratemos de rechazar lo desgraciado.

En la medida en que en nuestro interior haya un foco realmente positivo, todo alrededor nuestro
se irá convirtiendo en algo positivo. Inevitablemente. Aquí tenemos la consigna: debemos de vivir
lo positivo, porque eso es lo que somos. Y eso positivo lo hemos de ir integrando, lo hemos de ir
viviendo frente a todo lo aparentemente negativo. Y, gracias a esta presencia de lo positivo en
nuestro interior frente a lo negativo que pueda existir, o aparecer, en lo exterior, se irán
cambiando las cosas.

Gracias a la luz interior que podamos mantener clara, despierta, alta, frente a las tinieblas
exteriores, éstas se irán transformando en luz, y se irán iluminando las antorchas interiores de
las demás personas.

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La vida espiritual y el crecimiento interior
Vamos a ver lo que realmente es la vida espiritual en relación con la transformación de los
estados negativos del ser.

Cuando la persona está trabajando interiormente, llega un momento en que las transformaciones
que se producen en su interior le conducen de un modo natural a ver, a sentir y a desear una
realidad mayor más allá de lo que ha sido hasta ahora su experiencia. Vislumbra un mundo de una
amplitud y una profundidad, de una dimensión de realidad extraordinaria y nueva; aparece
entonces como un nuevo objetivo el conseguir entrar de un modo directo, experimental, en el
mundo que llamamos espiritual.

Hay muchas personas que, ya antes de realizar ningún tipo de trabajo concreto, sistemático,
sienten una inquietud, un deseo, un anhelo, y cultivan un tipo u otro de vida espiritual. Es
necesario que miremos las posibilidades de esta vida espiritual, y, sobre todo, las posibilidades
de las actitudes que uno tiene ante la vida espiritual.

¿Vida espiritual auténtica o aparente?


En general, denominamos vida espiritual a esa vida que tiene por objeto la toma de conciencia con
una realidad que trasciende nuestro mundo concreto de pensamiento, de sentimiento y de
experiencia externa. Pero la necesidad espiritual no surge en nosotros de un modo tan
espontáneo y natural como lo hacen nuestras necesidades fisiológicas de comer, dormir,
movernos, o como surge nuestra necesidad de amar y de ser amado.

No sabemos si, en otras condiciones de vida y civilización, tal vez surgiría. Pero el hecho es que,
en nuestra educación, es un ingrediente importante en muchos países al dar generalmente una
educación llamada espiritual; y, como esa educación espiritual consiste en inculcar a la persona
una serie de ideas que comportan un conjunto de obligaciones, cabe entonces plantearse la
pregunta de hasta qué punto la persona es auténticamente espontánea, cuando trata de abrirse
hacia ese mundo espiritual, y hasta qué punto están actuando en ella solamente los
condicionamientos que la educación y la presión del exterior le han inducido.

Porque es evidente que si esta persona está actuando sólo en virtud de presiones y
condicionamientos exteriores, desde un punto de vista social porque sea interesante y hasta
quizás útil, o desde un punto de vista de evolución psicológica, no sirve para nada; lo único que
realmente sirve en el sentido de evolución, de crecimiento, de actualización de la persona, es lo
que surge de dentro, lo que es auténtico, lo que es inherente a la persona, lo que es expresión
espontánea, directa, propia.

El hecho es que hay muchas personas que tienen gran interés en todo lo relacionado con la vida
espiritual. La experiencia nos enseña que no siempre las personas que parecen muy interesadas

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en lo espiritual son personas que, en lo humano, brillan de un modo particular por sus cualidades,
o por su equilibrio, o por cualquier otro aspecto. En algunos casos, incluso es natural que se
plantee la duda de si la vida religiosa, o la vida que llamamos espiritual, que aquella persona está
llevando es realmente una ayuda, o acaso no es un entorpecimiento a su verdadero desarrollo
interior.

Aquí no planteamos la vida espiritual en sí misma, sino desde el punto de vista de la actitud de la
persona hacia ella. Son muchas las personas que están viviendo de un modo ficticio una vida
espiritual, y que, por lo tanto, no es una vida, sino una mera imitación, un supuesto. Y lo cierto es
que esas personas que muchas veces viven una vida ficticia creen que están viviendo una vida
sincera y auténtica. De ahí surge el primer problema. ¿Cómo aprender a diferenciar cuándo la
vida espiritual es realmente algo que uno hace de veras, simplemente, o cuándo es, simplemente,
producto de lo adquirido, de lo que ha venido de lo exterior?

¿Cómo identificar la aparente espiritualidad?


Es imposible encontrar soluciones absolutas, siempre, en todo caso, habrá una exigencia exterior
y que, en un grado u otro, es posible que haya una respuesta interior. Por lo tanto, más que
considerar la cuestión desde un punto de vista tajante y absoluto, se trata de descubrir la tónica
dominante, el factor que predomina en esa conducta espiritual de la persona.

La vida espiritual es falsa cuando se utiliza exclusivamente como refugio, como compensación de
todo lo que son desgracias, malestares, sinsabores de la vida real. Hay que observar que decimos
cuando se utiliza “exclusivamente” para eso. No pensamos que pueda ser una equivocación el que
una persona, en unos momentos de agobio, de preocupación o de dolor, sienta una mayor
necesidad de abrirse a lo espiritual. No nos referimos a eso; eso es un mecanismo normal, es un
hecho humano, y esto lo sentirá normalmente toda persona aún con una gran sinceridad espiritual.
Aquí decimos que cuando la persona utiliza lo espiritual exclusivamente como fin de escape, de
compensación, de su vida concreta diaria, se introduce en una situación y un estado malsanos.

¿Cómo conocemos esto? ¿Qué características tiene la persona, o el modo de conducta de esta
persona, para discernir o sospechar que no hay allí una actitud realmente sincera? No olvidemos
en ningún caso que estamos hablando para que cada uno se examine a sí mismo, no para que es-
cudriñe en los demás.

En primer lugar, una de las posturas que surgen a consecuencia de esta huida y de esta actitud
religiosa artificial es una falsa humildad. La persona tiende a menospreciarse, a minusvalorarse:
“yo no sé nada”, “no sirvo para nada”, “soy un desgraciado”, “soy muy poca cosa”... Aquí hay una
actitud, podríamos decir de encogimiento, y, curiosamente, esa actitud contrasta con otra de
egoísmo y de orgullo cuando uno sabe mirar la trayectoria de la propia vida. Porque, si bien, por
un lado, uno rechaza el valorarse de un modo elevado, el hecho es que solamente se preocupa de
sus propias cosas, de lo que quiere, y, a la hora de actuar, a la hora de la realidad, si uno se
examina con sinceridad, descubrirá que hay en el fondo una ansia absoluta de llegar a ser más él
mismo, más importante, más tranquilo. Faltan una serie de connotaciones a la auténtica humildad,
lo cual nos indica que la cosa es falsa.

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La humildad no consiste nunca en encogerse; la humildad consiste simplemente en relajarse, en
entregarse; no se trata de hacerse más pequeño de lo que uno es, sino de ser lo que uno
exactamente es, ni más ni menos, de no tener preocupaciones en si uno es más o es menos.
Cuando uno tiene que andar diciendo que es menos, esto demuestra que sigue siendo él —su
yo/idea—, el protagonista, el centro, el eje de todo su interés; significa que allí, aunque exista
una minusvaloración, esta constancia, esta persistencia en estarse autodenunciando
constantemente, tiene como protagonista al yo; el yo es lo único constante, es decir, que el yo
está entronizado dentro de uno mismo; en la medida en que ocurre esto, no puede haber
auténtica espiritualidad.

No se trata de que tengamos que exigir desde un buen principio un absoluto desasimiento, pero sí
que tenemos aquí uno de los indicios de la falta de autenticidad de la vida espiritual.

Otro indicio es cuando la persona, en contraste con esa actitud de humildad, se cree favorecida
de un modo particular, extraordinario o único, por ser ella quien es. Siempre que la persona note
en sí misma que tiende a sentirse, o bien la más desgraciada, o bien la más agraciada, hay que
sospechar que todo eso está girando alrededor de ese yo/idea, alrededor de ese egoísmo, de ese
egocentrismo, de esa sobrevaloración que se esconde detrás de la minusvaloración.

En otras ocasiones, la señal de que la persona tiene esta actitud falsa ante lo espiritual es más
bien de tipo social; por ejemplo, para muchos, es importantísimo el formar parte de un grupo
numeroso, de una organización poderosa. El sentirse que forma parte de este grupo compacto y
poderoso hace que uno se sienta más seguro, más protegido, más tranquilo, como si todos los
demás individuos les sirvieran de amparo, de apoyo, psicológicamente, no espiritualmente.

Éste es un fenómeno psicológico que encontramos en todos los ambientes. Por ejemplo, en los
países que predomina la actividad política, está el hecho de pertenecer a un partido. En el
aspecto profesional ocurre lo mismo, el hecho de pertenecer a una gran empresa parece que
proporciona una fortaleza al individuo; éste se apoya psicológicamente en ella; es como si
participara de la fuerza de la empresa.

Igualmente en el campo de las actividades de tipo estatal; para la mayoría de sus empleados, el
formar parte de este .organismo parece que reviste una especie de solemnidad, de seguridad, de
prestigio. Es por eso que puede observarse con cierta frecuencia lo que podemos llamar la
mentalidad del funcionario. Esto ha sido algo muy típico, aunque aquí sólo citamos para que se
entienda mejor lo que queremos decir, no para criticar a los funcionarios. Aunque éstos estén
quizás mal pagados, en la mayoría de los casos esto no significa que quieran dejar el empleo. Para
muchos es importante ser “empleado del Ministerio”, o “empleado de la Diputación”.

Hay muchas personas que tienen una parte activa en lo espiritual a través de un aspecto ya
formalizado, en una estructura, en una organización, y están muy influidos por ese aspecto
protector del número del grupo; lo cual nos indica que, en la medida que hay esto, no hay
auténtica sinceridad. Si la persona actúa por este motivo, quiere decir que no actúa por el
verdadero motivo.

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Se puede reconocer también esta actitud falsa en el hecho de que la persona tiende a esquivar
los problemas concretos de su vida diaria. La persona se inhibe, no afronta su responsabilidad y
tiende a esconder la cabeza bajo el ala, como se dice cotidianamente. Igualmente, esta actitud la
tiene frente a lo que son sus propias debilidades, sus propios defectos; ciertamente la persona
acepta algunos de sus defectos, pero hay otros que no quiere ver, que no sabe ver, que no puede
ver.

¿Cómo descubrir la verdad de uno mismo?


Para hacer un poco de luz sobre este tema, para que cada uno pudiera aclararse en este sentido,
sería interesante que la persona se formulara una especie de cuestionario, de test, para ver si
realmente la vida espiritual que hace es auténticamente vida espiritual. Las preguntas que
proponemos son las siguientes:

- ¿La vida espiritual me hace realmente más fuerte y más activo en la vida diaria?, o bien ¿me
hace indiferente, me aleja, me quita impulso y decisión?

- ¿La vida espiritual, en la vida diaria, me lleva más cerca de los demás, me hace interesarme por
ellos, hace que los comprenda mejor y los acepte mejor? o, por el contrario, ¿me sirve para
aislarme de los demás, para sentirme lejos de ellos, o para considerarme como una especie de
aristócrata, como miembro de una casta especial superior, de una categoría a la que los demás no
pueden llegar?

- ¿La vida espiritual me hace más sencillo, me hace sentir más próximo a los demás, o, por contra,
me aísla y me hace sentir superior?

- ¿En la vida diaria, me hace sentirme realmente más sereno, más tranquilo, más feliz? ¿Me hace
sentirme más seguro y también más tranquilo en mis iniciativas?

- ¿Me hace realmente más independiente del éxito económico y del éxito social?

- ¿Me hace realmente más fuerte en la desgracia, en la crítica y en el fracaso?

Una vida espiritual, aunque sea mínima, bien llevada, ha de dar la respuesta afirmativa de todas
esas preguntas, no solamente a algunas, y dándonos cuenta que la respuesta se ha de referir a
nuestro modo de acción, de ser en la vida cotidiana, no a nuestros momentos de oración, de
aislamiento específicos.

La vida espiritual, cuando es auténtica, transforma nuestro modo de ser y, por lo tanto, mi modo
de manifestarnos. Así, pues, el verdadero test de una vida espiritual hemos de encontrarlo en la
vida cotidiana.

Dos vertientes de la vida espiritual.

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Llegados hasta aquí, y visto si realmente hay en nosotros una parte sincera de anhelo e interés
espiritual, entonces cabe examinar qué orientaciones ha de tomar de inmediato la vida espiritual,
porque ésta puede orientarse en dos direcciones, en principio distintas, aunque, desde luego,
tienden a completarse entre sí: o bien tiendo a buscar cuál es realmente mi verdad profunda, mi
ser profundo, yo, no el yo/exterior, sino el yo/raíz, el yo que está en la base de todo cuanto soy y
de todo cuanto pueda llegar a ser, o bien me encamino hacia una aproximación, hacia un
acercamiento a esta Realidad Trascendente, Superior, Absoluta, Dios.

Así pues, podemos decir que hay dos enfoques iniciales: la realidad vivida como sujeto, Yo; y la
realidad vivida de un modo absoluto: Dios.

Supongamos que la persona se siente en principio, de un modo natural, más inclinada hacia esa
labor de auto-descubrimiento profundo. Esto solamente puede y debe hacerlo la persona que
siente una irresistible vocación, una llamada interior a descubrirse a sí mismo, a ser él mismo de
veras, a descubrir su verdad, su realidad, pase lo que pase, cueste lo que cueste y aunque tenga
que hundir todas sus ideas, todos sus valores, todo lo que hasta ahora ha sido su punto de apoyo.
Cuando esta exigencia tiene esa fuerza, entonces la persona no debe ni puede vacilar; se ha de
encaminar a este trabajo interior de realización del Yo.

¿Qué ha de hacer? Simplemente ha de formularse de un modo directo esta pregunta: ¿Qué soy
yo? ¿Qué es ese yo que siento? ¿Qué es ese yo que está detrás de todas mis acciones, detrás de
todos mis estados, que es el eje, el centro, de toda mi existencia? ¿Yo, qué soy yo?; y tratar de
poner la mente allí donde siente esa resonancia interior, tratar de centrar la mente donde
encuentre esa resonancia, buscando a través de esa investigación directa, sin razonamientos y
sin especulación de ninguna clase, sólo mediante la simple atención dirigida y sostenida allí donde
surge la vivencia, la resonancia del “yo”.

Esto la persona ha de hacerlo dedicándole ratos exclusivos, y ha de hacerlo también durante


todo el día, porque todo el día es él quien está haciendo y es él quien se está expresando, y, por
lo tanto, en cada instante tiene una oportunidad para llegar a ese descubrimiento central de sí
misma.

No olvidemos que esa técnica, ese trabajo, como todo trabajo, solamente podrá producir fruto
cuando se convierta en algo realmente trabajando a conciencia, cuando se haya tomado realmente
en serio. En la medida en que uno lo hace por pura curiosidad, por un afán de algo nuevo, extraño,
por una simple inquietud emotiva, esto no tiene la menor oportunidad de convertirse en una
transformación profunda. Solamente el anhelo profundo nos conducirá a lo profundo, y
únicamente una dedicación total nos dará una transformación total.

Todo esto hemos de poder hacerlo manteniendo nuestro ritmo habitual de vida, atendiendo
nuestras obligaciones, reaccionando ante cada situación del modo más correcto y adecuado
posible. Pero, al mismo tiempo, la mente se ha de ensanchar para incluir, junto con los problemas
y las reacciones de la vida diaria, esa constante búsqueda, ese estar constantemente mirando,
tratando de captar, de percibir, de penetrar, de ser ese yo que está constantemente detrás de
toda expresión.

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La técnica es bien sencilla en su enunciado. No consiste nada más que en eso; a medida que la
persona se dedica a esto, dedicándose medias horas o, hasta si es preciso, horas enteras
compatibles con sus obligaciones, irá experimentando unas transformaciones interiores, irá
descubriendo nuevos aspectos y nuevas cosas; y, si persiste, porque la técnica es la misma desde
el comienzo hasta el fin, llegará un momento en que no tendrá que preguntar a nadie si realmente
ha llegado al término de la búsqueda.

La experiencia es una evidencia plena, la experiencia es un estado de exaltación, no en el sentido


de excitación, sino un estado sumamente intenso, pleno, central y definitivo de conciencia de ser,
una conciencia luminosa de realidad, de plenitud, de felicidad, de discernimiento.

La búsqueda de Dios.
Pero es posible que la persona se sienta más predispuesta, más inclinada a buscar esa
aproximación hacia el ser absoluto, total, hacia Dios. Muy bien, lo primero que hemos de decir
respecto a eso es que la persona debería darse cuenta de que, hasta ahora, su formación ha sido
la de oír hablar y aprender a actuar respecto a Dios siempre desde un ángulo exclusivamente
moral, es decir, lo que está bien y lo que está mal, lo que me hace ser bueno y lo que me hace ser
malo. Esa visión exclusiva del aspecto moral es correcta, pero es insuficiente; es demasiado par-
cial. Dios no es solamente el Sujeto Absoluto del bien, sino también el Centro Absoluto de todas,
absolutamente todas, las cualidades y realidades positivas que existen. Por lo tanto, hemos de
aprender a reeducar nuestra mente respecto a Dios, en el sentido de saber descubrir que Dios
es, en primer lugar, la Fuente Absoluta, omnipotente, de nuestra energía, de nuestra fuerza, de
nuestra seguridad, de nuestra positividad, porque Dios es la fuente de todo ser y la fuente de
toda potencia; es la la Potencia Absoluta. Por lo tanto, todo lo que en un grado u otro es fuerza,
es potencia, es energía, o es conciencia de energía o de potencia, es algo que tiene como único
centro y como único origen en cada instante a Dios.

Tenemos que abrir nuestra mente a Dios como Sabiduría Omnisciente. Esto ya se dice, pero no se
hace. Quiere decir que Dios es la fuente de toda Verdad, de todo conocimiento, de toda
intuición, de toda idea correcta, tanto en el aspecto más concreto como en el más superior;
quiere decir que Dios es la fuente de toda eficacia en el aspecto inteligente. Toda verdad que
soy capaz de ver como verdad, toda cosa toda cosa correcta que somos capaces de ver como
correcta, es gracias a esa Sabiduría que nos está viniendo de Dios; por lo tanto, Dios es la fuente
de nuestra energía, de nuestro poder, de nuestro ser, de nuestro saber, de nuestra intuición, en
todos, absolutamente en todos, los aspectos de la vida.

Es decir, hemos estado monopolizados por una visión puramente moralista. Esto, en sí, está muy
bien; la moral es necesaria, es parte esencial del bien; pero es sólo un aspecto. En este caso, el
ser humano se encuentra con que, ante las demás exigencias de la vida, no sabe referirse a Dios;
le parece que a Dios debe dirigirse siempre en un tono moral, “quiero ser bueno”, “quiero amar”,
“quiero que tú me ames”, “quiero corregirme de mis defectos”, “pido perdón por mis errores, por
mis culpas...”. Siempre hay ese tono, porque es el único que se nos ha inducido, el único que se nos
ha repetido, reiterado, y en ocasiones impuesto de una manera exhaustiva y opresiva.

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Cuando uno descubre que Dios es la fuente de todo cuanto es en todos los aspectos positivos, es
decir en todos los aspectos reales que es, y que todo lo negativo no es nada más que una
disminución o una ausencia relativa de lo positivo, entonces Dios adquiere una significación
muchísimos más amplia, más importante, más central en toda nuestra vida. Entonces ya no es
posible hacer esa distinción, que por desgracia se hace constantemente, entre la vida religiosa y
la vida diaria, entre nuestros negocios, nuestros compromisos sociales, obligaciones, aficiones
intelectuales, gustos, recreos y nuestros placeres; es imposible hacer esta separación. Uno se da
cuenta de que Dios es realmente el centro de toda cosa posible que una pueda hacer, porque toda
capacidad de hacer nos viene de Dios; pero, además, también viene de Dios la cosa concreta que
yo sea capaz de hacer.

Entonces es cuando ocurre que Dios es realmente nuestro Dios; porque, hasta ahora, Dios es
solamente uno de nuestros dioses. Dios es nuestro dios en el aspecto del bien, y aún del bien
supremo, pero, en el aspecto de la vida diaria, tenemos otros dioses, tenemos nuestra buena
fama, tenemos una posición económica asegurada, tenemos una salud, tenemos una serie de cosas
que son para nosotros objetivo en su propio plano.

No sé si se ha reflexionado suficientemente en estos aspectos, pero, en ocasiones, incluso


cuando la vida espiritual es sincera, se vive de una manera tan parcial, tan estrangulada, tan
pequeña y tan minimizada, que no es extraño que luego vengan tantos conflictos, debidos
precisamente a esta parcialidad, y que las exigencias más expansivas de la vida moderna de hoy
en día hagan que la persona se sienta más lejos de este Dios puramente moral que le han enseña-
do y con el que ha intentado ponerse en contacto mediante sus oraciones.

Dios es la fuerza viviente que está detrás absolutamente de todo cuanto existe. Dios es la
Inteligencia que está regulando cada cosa que es y que sigue siendo. Dios es el gozo infinito, es la
fuente de todo placer, de toda satisfacción, de toda felicidad, de toda alegría. Si nos damos
cuenta de este carácter absoluto que tiene Dios, entonces podremos relacionar todos los
aspectos de nuestra vida con esta Fuente Absoluta.

Esto es posible que a algunas personas les produzca cierta inquietud, porque les parece que
tienen que obligarse a ver los aspectos, diríamos, corrientes de su vida diaria como incluidos en el
aspecto moralista, que hasta ahora era el único que se vivía como religioso, y no es así; lo que
tienen que hacer es ensanchar su visión, su perspectiva de Dios y, por tanto, sus relaciones
conscientes con Él, para ver que Dios abarca absolutamente todo, que Dios es el dios del buen
humor, de la habilidad en los negocios, en la técnica y en el arte, que Dios es la fuente de todo
cuanto existe de positivo, la fuente que está suministrando todo lo que está funcionando, la
fuente viva e ininterrumpida que está manando hasta en el hecho más concreto y material de
cada momento.

En este sentido, la vida puede ser una gran ayuda, es decir debería ser una ayuda total y
definitiva para transformar a la personalidad y, por tanto, para eliminar todos los estados
negativos pasados, presentes y posibles en el futuro. Para ello es preciso que la persona deje de
pensar en Dios de un modo puramente teórico e hipotético y aprenda a abrir su conciencia
experimental a Dios.

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La vida espiritual crece en la medida que se ejercita.
Estamos constantemente teorizando sobre lo religioso, pero, de hecho, a la hora de vivir, lo
religioso no nos afecta tal vez de un modo total, de un modo suficiente. ¿Por qué? En el curso del
desarrollo interior, existe un principio en virtud del cual la persona vive como más real aquello
que está alimentando durante más tiempo con la mente, aquello que está alimentando con más
cantidad de energía.

Cada vez que estamos atentos a algo, que soy consciente de algo, aquella zona que se refiere a
este algo se está vitalizando con la energía que mi mente dirige hacia allí. Si pensamos un rato en
Dios, aunque sea en la forma clásica, pero, después, durante las dieciséis horas que estamos más
o menos despiertos, estamos pensando y atentos a nuestra mente, a nuestras obligaciones, a la
gente con quien tratamos, a la comida, a los problemas económicos, en definitiva son estos
aspectos los que van adquiriendo un carácter de realidad, de fuerza, en nuestra mente, y no lo
que llamamos mundo espiritual.

La vida espiritual crece, se dinamiza, en la medida en que nuestra mente la alimenta, la nutre con
la energía. La energía es lo que nos da la noción de realidad. Si pudiéramos estar atentos a la
noción de realidad superior y, al mismo tiempo, mantener la atención hacia el mundo exterior,
para nosotros Dios sería tan real, lo viviríamos con tanta fuerza, como lo es ahora el mundo
exterior. Esto es algo muy importante, porque se trata de una ley mecánica, una ley de desarrollo
psicológico.

No se puede esperar una transformación en el aspecto espiritual si la persona no tiene una


nutrición suficiente en su mente en ese aspecto espiritual. Al decir nutrición, no me refiero a que
la persona se limite a leer sobre la materia y hable sobre la materia, sino a que esté atenta a lo
que intuye como espiritual. Si estamos tratando de estar atentos a la noción de Dios, esa noción
de Dios en nosotros se irá haciendo fuerte, sólida, real, crecerá y pesará en nuestra conciencia y
en nuestra conducta. Si no pensamos, no dirigimos nuestra atención a ese orden de realidad,
entonces, para nosotros, Dios será una idea muy elevada, cualitativamente muy alta, pero
cuantitativamente poco eficaz.

A partir de aquí parece que surge el primer gran problema: si esto es así, quiere decir que
tenemos que dedicarnos a partir de ahora a hacer una vida contemplativa, a entrar tal vez en un
monasterio, porque de otro modo no hay forma que uno pueda dedicarse a cultivar esa conciencia
mental de lo espiritual. No, afortunadamente hay otro medio para que podamos desarrollar esa
conciencia de lo espiritual y, en consecuencia, su fuerza en nuestra vida y en nuestro interior.

Ese modo consiste en que aprendamos en nuestra vida diaria a ensanchar la actitud mental, de
manera que seamos conscientes simultáneamente de lo exterior y de lo interior, que aprendamos
a estar conscientes de la noción de Dios y del hecho concreto de cada momento, de lo que
decimos exteriormente, pero también de Dios en uno y de Dios en el otro. Tenemos que
ensanchar nuestra conciencia de manera que podamos percibir simultáneamente lo perceptible
más el trasfondo o base espiritual de aquello que percibo.

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Un modo práctico de realizar esto, es decir, lo que aconsejaríamos a toda persona que desee
cultivar de veras la vida espiritual, es que la persona se obligue a dedicar un mínimo de media
hora diaria. Hay que dedicar algo de tiempo a lo que uno considera que es importante. Y, si uno
afirma que es importante, pero después no cree que eso merece ese tiempo, hay aquí una
contradicción, aunque la persona aduzca motivos de trabajo, de horarios, de familia, o de lo que
sea.

Dios, Fuente de la Energía.


Durante esta media hora dedicada inconcreto al trabajo interior, el ser humano ha de aprender a
reeducar su mente para descubrir qué quiere decir que Dios es el Centro de la Energía. Todos
decimos: Dios es el Ser Omnipotente, Omnisciente. Bien, tratemos de ver que significa
realmente omnipotente; dediquémonos durante varios meses solamente a tratar de comprender
mejor qué quiere decir que Dios es la fuente de todo poder, de toda energía, que quiere decir
que Dios es omnipotente.

Esto hay que hacerlo mirando, sin necesidad de reflexionar mucho, de teorizar, de divagar, sino
tratando de penetrar más y mejor en lo que significa todo el poder, el poder absoluto, la fuerza
absoluta, simplemente tratar de penetrar esto de un modo intuitivo, no de un modo razonador. Si
uno solamente se dedica a razonar en este terreno es posible que se pierda en razones, que
ocupe todo el tiempo solamente en razones que cada vez le alejen más del tema; la razón puede
servir de ayuda, pero la parte eficaz de la meditación está en esta percepción directa e intuitiva
que consiste en darse cuenta más y más de lo que significa fuente absoluta de todo poder, ser
absoluto, fuente de toda energía y de la conciencia de energía.

Al principio, no es necesario que uno dedique a esta actividad toda la media hora; si quiere, puede
dedicarle quince minutos, dedicando los otros quince a la oración, de la que ahora hablaremos.
Pero uno tendría que darse cuenta de la importancia que tiene el aprender a abrir la mente a
nuevas verdades. Solamente cuando nuestra mente se abre a nuevas verdades, podemos expresar
estas verdaderas en nuestra vida diaria y en nuestra conciencia de nosotros mismos.

La mente nunca aceptará vivir y expresar nada, si esto no está plenamente evidenciado en ella. Es
la mente la que conforma, la que configura todas nuestras actitudes, nuestras acciones y también
nuestros estados. Si seguimos actuando con el cliché que nos hemos ido formando de que Dios es
un Ser muy bueno, pero que me exige solamente el ser muy bueno y que esto es lo más
importante en la vida, si seguimos teniendo esa noción de Dios que nos han dado, entonces, en
nuestra vida real, por mucho que teoricemos y pensemos en otros aspectos, seguiremos
sintiéndonos como un niño bueno o malo, y nada más. Es preciso que la mente penetre y se abra a
esa verdad, a esa nueva verdad, que uno ya acepta porque se lo han dicho, y la acepta también
porque la intuye como correcta y, además, necesaria, pero que uno no ha asimilado todavía.

Por lo tanto, es preciso hacer ese trabajo en plena concienciación mental de qué quiere decir
Dios Fuente de Poder. Y esto es necesario. Para ello es preciso que la mente se aplique a mirar
esto para entenderlo, aunque uno crea que ya lo entiende, aunque uno tenga la impresión de que lo
sabe muy bien. Es necesario que siga ejercitando cada día lo mismo. El trabajo de crecimiento se

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hace insistiendo sobre lo mismo, resistiendo la tendencia a cambiar, a variar, a buscar cosas que
distraigan; se trata precisamente de lo contrario a distraerse, se trata de concentrarse -
concentrarse en el sentido de reunir toda la capacidad, toda la energía mental en un punto-, y
esta concentración debe ser reiterada, día tras día, para que realmente la mente comprenda y se
abra a esta nueva verdad y a sus implicaciones. Entonces podremos expresar en nuestra vida
exterior y en nuestra conciencia lo que es el corolario, las consecuencias de esa verdad
axiomática inicial.

Si no se hace este trabajo de un modo regular, sostenido, sistemático, día tras día, es inútil que
nadie espere cambiar en este aspecto.

Dios, Fuente del Conocimiento.


Lo mismo se ha de aplicar luego -decimos luego, no junto- al aspecto Dios omnisciente, Dios
fuente de todo conocimiento, de todos, no de algunos conocimientos que se refieren sólo al bien y
a la creación. Omnisciente quiere decir todo conocimiento y quiere decir, además, que todo
conocimiento procede de Él, está procediendo de Él, ahora. Nos daremos cuenta de que no hay
conocimientos aparte de Dios, que en nuestra vida no hay sectores que nos interesan par-
ticularmente, por ejemplo la lectura de novelas, lo cual puede representar un descanso, o una
huida; no debe ocurrir el que “yo” considere que cosas de este tipo nada tienen que ver con mi
vida seria. También ahí estoy expresando en mí esa potencia de Dios, en la forma que sea.

Todo eso requiere también un tiempo de dedicación, el comprender que quiere decir Dios
omnisciente, que quiere decir que toda verdad procede de Dios, que está procediendo ahora de
Dios, en todos los aspectos, desde los más técnicos y sublimes, hasta los más corrientes y
festivos de nuestra vida diaria.

Dios, Fuente de la Felicidad.


Luego está también el otro aspecto que hemos indicado: Dios fuente de felicidad. Nótese bien
que insistimos en que se hable de Felicidad, no de Amor. Dios es Fuente de Amor, pero resulta
que el amor es algo de lo que ya se nos ha hablado, es algo que ya hemos pensado y reaccionado
frente a ello. Ojalá comprendiéramos de veras qué quiere decir que Dios es Amor y que todo
amor es una participación de ese Dios y que quien ama realmente está en Dios y Dios en él; ojalá
lo entendiéramos.

Pero insistimos para que, con objeto de este aprendizaje, se cultive de un modo particular los
aspectos de gozo, felicidad, alegría. Dios es la alegría, es la Felicidad; toda felicidad, toda alegría
tiene su centro en Dios, y, cada vez que expresamos felicidad y alegría, estamos dando salida a
esa expresión de Dios a través nuestro.

La Meditación.

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Se comprenderá que este trabajo hay que hacerlo religiosamente, meticulosamente, con la
precisión de quien está ejecutando una obra sublime y precisa, que no puede andarse con
fantasías ni deseos, sino que ha de hacer una obra positiva, concreta. Esto produce un cambio
completo en la perspectiva de la aplicación de la vida espiritual a nuestra vida diaria, porque
entonces es cuando uno realmente descubre que la vida espiritual es el centro de toda la
actividad y que ese Dios no es un Dios moralista que está allá lejos, esperando a comprobar si
hacemos el bien o el mal, sino que es un Dios que está participando en nuestra vida diaria, en
todos los incidentes de nuestra persona y de todo hecho exterior.

Se trata de un Dios enormemente próximo, es el Dios que hace que nuestro corazón funcione, es
el Dios que nos hace respirar, que nos hace sonreír, que nos hace vivir a cada instante de nuestra
vida; es entonces cuando vamos reconociendo que Dios es realmente el centro de cada instante
en nuestra existencia, y eso realmente nos transforma, porque, a medida que uno lo va cultivando,
conduce a sentirse cada vez más unido a ese Dios, a sentirse más cerca, más próximo, más uno
mismo con Él.

Y, a medida que uno se acerca a Dios, o que uno permite que Dios se exprese de un modo más
directo y consciente dentro de uno, entonces los estados negativos desaparecen de un modo
instantáneo. El estado negativo no es algo que hay qué eliminar; solamente hay que dejar que lo
positivo aparezca y se exprese, de la misma manera que la oscuridad no es algo que hay que
sacar, sino que tan sólo hay que permitir que entre la luz, y, así, la oscuridad desaparece, porque
la oscuridad nunca fue nada. Asimismo, los estados negativos nunca han sido nada, son meros
fantasmas en nuestra mente, fantasías que tomamos por realidades absolutas y que, por este
motivo, nos asustan. Ello es debido a que nos hemos desconectado de lo que es nuestro eje
central, de lo que es nuestro ser de verdad, este ser que está siendo constantemente
manifestado, expresado, exclamado por Dios, este ser que participa de esa naturaleza divina, y,
por lo tanto, es en sí absolutamente, totalmente, íntegramente positivo.

En nuestro ser no hay absolutamente nada donde pueda entrar el temor, la inseguridad, la
angustia, el miedo. Todo esto son productos de nuestra mente. Por el hecho de que esa realidad
profunda ha quedado detenida, nos hemos puesto a pensar en otras cosas y las hemos vivido, las
hemos experimentado, las hemos nutrido con nuestra única realidad. Y, como en uno hay esa
exigencia de Dios, que quiere expresarse de un modo más directo, entonces uno se encuentra
inadecuado con su modo de sentir habitual, con el modo de hacer, y esa contradicción entre Dios
que quiere expresarse de un modo directo y ese modo particular propio de construirme a mí
mismo, por el cual uno se ha identificado con las cosas del mundo -y que también es Dios, de un
modo más indirecto- esa contradicción, esa contraposición es lo que produce aparentemente esos
estados negativos.

Así pues, debemos meditar, para que nuestra mente sepa de un modo real y profundo, es decir,
no para que uno sepa, sino para que se instale esa verdad y uno la perciba de un modo real.
Insistimos sobre esto, porque hay muchas personas que creen que, cuando ya entienden una cosa,
no es necesario proseguir el trabajo mental. La mente ha de penetrar dentro de las verdades, si
queremos que esas verdades puedan penetrar dentro de nuestra vida diaria. Y este trabajo de

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penetración requiere meses de práctica asidua, para entrar más y más, aunque a uno le parezca
que ya no hay absolutamente nada más que ver y comprender.

La Oración.
Además de esa práctica de meditación y concentración es necesario que aprendamos a
establecer una conexión consciente y activa con ese Dios. No basta que lo entendamos, lo
intuyamos, lo veamos. Es preciso también que uno, como ser humano activo, dinámico y volitivo, se
dirija, se exprese, establezca un contacto, una comunicación. Y de ahí surge la verdadera oración.

La oración no es nada más que el reconocimiento explícito que hacemos de esas cosas que vamos
descubriendo. Viene entonces esa expresión directa con Dios, expresión que no requiere el más
mínimo formulismo, sino sólo esa simple presencia, esa conciencia de su presencia y de su acción.
Entonces le hablamos, y le hablamos sobre todos los aspectos de la vida que para nosotros son
importantes, porque en todos los aspectos de la vida Él es, tanto si nos damos cuenta como si no,
el Centro.

Es preciso que la oración exponga lo que nos preocupa, lo que nos interesa, aquello a lo que
aspiramos, que le pidamos si es preciso, ya que en nuestra naturaleza está el pedir. Es necesario
que aspiremos a lo que realmente deseamos llegar a vivir, que lo expresemos sin ninguna
limitación de tiempo, ni de forma; lo único que se pide es sinceridad, totalidad de la exclamación,
al dirigirnos a Él para formular en nuestra mente lo que vemos que necesitamos, que deseo. La
oración no es una cosa que uno pronuncio para sí, sino una cosa que dirigimos a Él; ha de haber esa
salida de sí para ir a Él, es decir, salir de la propia mente para ir a ese otro nivel en el que
intuimos Su presencia.

Este gesto de salir de nuestra mente para dirigirnos al otro nivel es fundamental en la oración,
porque es el que renueva nuestro funcionamiento. En cambio, aquella oración que se hace dentro
de la mente no es un contacto, no es relación, no es comunicación, sino que es sobrecarga de
nuestra mente.

Cuando estamos hablando con otra persona podemos tener dos actitudes: o bien podemos hablar
en voz alta, aunque en el fondo estemos monologando, diciendo algo que nos interesa a nosotros y
lo exclamamos en voz alta, lo cual, aunque tiene la apariencia de comunicación, en realidad no es
así; o bien, cuando nos interesa mucho que el otro comprenda algo, podemos hablar con toda
nuestra atención, con nuestro interés puesto en el otro; entonces nuestras palabras, nuestra
intención y actitud salen de nuestra propia mente y se dirigen al otro. Éste es el gesto
fundamental de la oración. Es decir, que estemos realmente dirigiéndome al otro, al Único, pero
con ese gesto de salir hacia él. Mientras nos mantenemos cerrados en nuestro círculo mental,
estamos monologando, todavía no hemos dicho una palabra a Él, nos la estamos diciendo a mí.

Esta oración, que no tiene más reglas que la sinceridad y la perseverancia, va produciendo unos
estados, unas experiencias. Esta oración, juntamente con la evidencia de la meditación, es algo
que debe formar parte de nuestra vida diaria de cada momento. Dios no es algo para ser vivido un

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momento al día, Dios es algo para ser vivido en todo momento, porque Él es el Centro en todo
momento.

En todo instante debemos estar presentes, conscientes, porque en todo instante es uno el que
está actuando; tenemos que ser y estar completamente lúcidos, conscientes, iluminados. Dios, Yo,
el Mundo, no son más que tres términos para un solo continuo funcional.

Sepamos ampliar la perspectiva.


Dios ha de estar presente en cada instante de nuestra vida. Esto es posible cuando uno trabaja
de este modo la vida espiritual, porque entonces todo está vinculado con Él, no en el sentido
moralista, sino en un sentido que se hace cada vez más integral, más universal. Tanto ahora, que
estamos reflexionando sobre esto, como dentro de un rato cuando tal vez estemos cenando, o
haciendo broma o acostándonos, esto está completamente conectado con ese mismo Dios.

Como Dios es el Centro de cada una de las cosas que hacemos, en la medida en que uno sea
consciente de lo que está haciendo, será consciente del centro, de Dios, y éste le permitirá
hacerlo mejor, o disfrutarlo mejor. No se trata de realizar un sobreesfuerzo, no es un doble
esfuerzo que hemos de hacer para estar atento a nuestro trabajo y a Dios, sino que se trata
sencillamente de ensanchar nuestra perspectiva de cada una de las cosas que hacemos, para
incluir, para percibir lo que hay detrás de la apariencia, detrás de la manifestación, detrás de lo
que se mueve, incluyendo ese punto central, esa fuente central que se manifiesta tanto en uno
como en la cosa o en la persona con quien estamos tratando.

Resultados.
La vida espiritual se va convirtiendo en un modo de ser, de vivir cada instante. Si esto se va
cultivando, con el tiempo produce una transformación total de uno mismo, y así, la conciencia del
“yo” es una conciencia sumamente positiva, porque está expresando de un modo directo esas
cualidades fundamentales de Dios. En nuestra mente no nos guiamos ya sólo por nuestra razón
pequeña y de base sensorial, sino que, cada vez más, hay una evidencia, una comprensión profunda
y hasta una intuición superior que nos está orientando, guiando para que hagamos las cosas que
debemos hacer, para que hagamos bien nuestro papel, para que obremos adecuadamente.

En el aspecto afectivo estamos aprendiendo que nuestra felicidad no depende de nada ni de


nadie, que nuestra felicidad consiste en expresar la felicidad absoluta que hay en uno mismo, y
que esa felicidad crece aún más, si cabe, en la medida en que somos capaces de expresarla, de
comunicarla, de irradiarla. Por lo tanto, esto nos emancipa de la dependencia de los demás. Toda
la vida se transforma.

Los estados negativos son solamente un recuerdo como de un sueño infantil. Pero no esperemos
que todo eso, tan hermoso y tan bonito, se consiga con muy buenos deseos, pensando un poco en
ello y leyendo un libro, dos, tres o cinco veces; este trabajo requiere una dedicación total,
requiere que nos pongamos con toda el alma en cada instante, requiere que aprendamos a

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dedicarnos a la vida espiritual con todas nuestras fuerzas, con toda nuestra inteligencia, que nos
demos cuenta de que es a ese aspecto al que hemos de dar absolutamente hasta el último recurso
que hay en nuestro ser.

Tenemos que aprender a comprender, a amar, a sonreír con toda la fuerza que hay en nosotros,
hemos de aprender a amar con toda la furia que hay en nosotros, con todo el rencor, con todo el
resentimiento que hay en nosotros, que todo eso tenemos que convertirlo en amor, en alegría, en
acción positiva, en mente clara y abierta.

Esto requiere un esfuerzo total, requiere que utilicemos toda nuestra capacidad de lucha, que
para eso la tenemos, para ejercitarla. Por lo tanto, no creamos que todo esto es una forma
blanda, suave, porque las palabras son bonitas, porque las ideas que evocan esas palabras son muy
animadoras. No, no se trata de animar, no se trata de estimular; se trata de señalar modos
concretos y precisos de una transformación radical.

Aquél que trabaje obtendrá resultado.

Esta trabajo ha sido de gran utilidad personal, pues me ha permitido exponer de una forma
sencilla y sin palabras rebuscadas mi vivencia interior. Así es la vida espiritual, solo, exige la
observación de SI mismo.

Para todos mis apreciados amigos.

Es una gran alegría compartir la vida con ustedes


Fernando Flores.

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