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Metafísica del dolor (31 de diciembre del 2003)

Veintiún gramos es el peso de la vida, o del alma, o de aquello que por cualquier otro
nombre dicen algunos que se pierde al morir. Todo en esta premisa —falsa o cierta, no
es el punto— es de naturaleza mística y tiene implicaciones éticas. Parte y desemboca
en el ámbito de las Ideas, y se antepone a la realidad sensible. Esta realidad es
truculenta, necesariamente imperfecta, pero, a la luz de la abstracción que la acoge,
revela un sentido final. Casi siempre, un sentido edificante y sublime.

Por todo lo dicho, 21 gramos es el nombre elegido para la segunda y esperada


película de Alejandro González Iñárritu, quien, en colaboración renovada con el
guionista Guillermo Arriaga, ha elegido privilegiar las ideas (las Ideas) en aras de una
narrativa más cercana a la mundanería. Las directrices filosóficas de la cinta —desde
un principio, el sustento de su campaña publicitaria— han predispuesto al público a
entender la cinta como una fábula sobre la vida, la muerte y las resurrecciones
simbólicas, que utiliza el argumento y los personajes como vehículos y medios de
exposición. Lo inverso, por lo tanto, queda más o menos anulado: 21 gramos no es una
historia con fin narrativo en sí mismo, de la cual las conclusiones y experiencias se
desprendan como una consecuencia al margen.

Uno querría evitarlo, pero el caso particular lo exige: para internarse en 21 gramos
—incluso en su mera reseña— hay que hablar de Amores perros como antecedente y
referencia: simplemente, aquélla no existiría sin ésta. Primero por las razones obvias: el
éxito avasallador de su ópera prima le permitió a González Iñárritu filmar su segunda
película en condiciones inéditas para un director mexicano, como tal desconocido en su
país, ya no se diga el extranjero. Cuando la productora Focus Features decidió hacerse
cargo del financiamiento de 21 gramos, el director ya había decidido las condiciones
creativas de su proyecto: la elección del casting y las locaciones, el guión intocable y el
derecho al corte final le correspondían sólo a él. Nada de esto se pondría a discusión. Se
trata —así la ha calificado—, de la primera película en Hollywood concebida por
mexicanos, en donde la injerencia estadounidense se limita a la inversión del capital.

Los otros vínculos con Amores perros —los que interesan más allá del cliché del
"mexicano que conquista Hollywood"— son los que mejor explican los altibajos de 21
gramos. Son también los que podrían comenzar a definirlo como autor, y cuya
reincidencia es clave para someterlo o no a un juicio a veces perjudicial, a veces
halagador.

Mucho tiempo antes de su estreno, lo único que se sabía de la cinta era que el azar
volvía a ser protagonista en la forma de un accidente automovilístico. Otra vez —
corrían los rumores— las vidas de tres personajes se verían entrelazadas como
consecuencia de una fatalidad. Cada vez que se lo cuestionaba al respecto, el director
respondía con un enfático: "No es lo mismo." La estructura de 21 gramos, proseguía en
su defensa, era un logro atribuible a la valentía de Arriaga: ni rastro de narrativa lineal,
simultánea o de episodios con cronologías que se rozan. Lo que en Amores perros era
una trilogía de relatos convergentes, en 21 gramos significaría la descomposición de un
mismo argumento en partículas mínimas que sólo adquirirían sentido vistas en su
totalidad. La expectativa se cumplió. A contracorriente de la tendencia más comercial
del cine —inclusive del que corre riesgos, el que se niega a pactar con la flojera del
espectador—, 21 gramos es el tipo de película que no existe sin un público que pone el
intelecto y participa.

Que éste sea uno de los logros de la cinta impide ser explícito en la revelación de su
argumento: los implicados son una mujer (Naomi Watts) cuya vida familiar destrozada
deriva en autodestrucción; un profesor de matemáticas (Sean Penn) que, después de
estar desahuciado, recibe un transplante de órgano, lo que paradójicamente deriva en
una fatalidad mayor; y un ex convicto convertido a fanático religioso (Benicio del Toro),
cuyo papel en el argumento es el hacer de pivote en el cambio de vida de los otros dos.

González Iñárritu se confirma en 21 gramos como un director de actores al nivel de


cualquier consagrado. La virtud en la que coincidían sus colegas cercanos al proceso de
creación del personaje —"director del método" lo llamaban, emparentándolo sin
reparos con Polanski o Altman— es evidencia de la compenetración emotiva del
director con sus personajes, y de lo que él mismo ha calificado como la "tortura de
dirigir". La estética de 21 gramos es indisociable de su carga emotiva. Esto es atribuible
a la fotografía de Rodrigo Prieto —con cámara en mano de principio a fin, creando una
sensación contagiosa de vulnerabilidad— y a la dirección de arte de Briggitte Broch,
que refleja los distintos estratos sociales de los personajes, a la vez que los unifica en su
condición de infelicidad compartida.

En una cinta que en su totalidad no puede ser sino calificarse de intensa, quizá la
intensidad exacerbada es justamente su talón de Aquiles. Que cada uno de los retratos
de vida esbozados antes suene sobrecargado de dramatismo y tragedia es el costo de
que los personajes existan para ajustarse a abstracciones preconcebidas y no, en
cambio, para habitar sus propias vidas —las clases de matemáticas de uno, la rutina
familiar de la otra, hasta la vida carcelaria de aquél—, con todo y sus momentos
superfluos, que son todo menos banales en el contexto de una existencia plena, y
claves para entender la tragedia de su interrupción abrupta.

Y es aquí donde los 21 gramos abstractos —y el peso del alma, y de la vida, y de


todo aquello sobrehumano y divino— acaban cargándole a la cinta su equivalente en
toneladas de gravedad narrativa. La aplastan bajo el peso de un dolor concentrado
que, a fuerza de reiterarse en clímax y catarsis sucesivos, no encuentra en el espectador
asideros inmediatos en su memoria emotiva —por ley de probabilidades, y no por ello
intrascendente, mucho más serena y feliz. ~
Las saetas de San Sebastián (30 de noviembre del 2003)

Una rechifla con abucheo de fondo, disparate y escándalo en la cabeza de notas, y


demás críticas burlonas y suspicaces en la prensa diaria, rodearon la premiación con la
Concha de Oro de la película Schussangst, del alemán Dito Tsindatze, en la edición más
reciente del Festival de Cine de San Sebastián. "¿En qué estaba pensando el jurado al
premiar una película tan mala?", era la pregunta en el aire, formulada sin dar en el
clavo; el verdadero reclamo —uno irritado, casi como defensa de un insulto a la
colectividad— se adivinaba más bien así: "¿Por qué diablos el jurado de un festival de
prestigio premia a una película que nadie esperaba que fuera a ganar?" La diferencia
entre una pregunta y otra es justo lo que define a la tiranía de la expectativa. El
reclamo al jurado de un mal tino cinematográfico sería válido si se acompañase de una
contrarrespuesta desde términos estéticos —un trabajo que casi nadie se tomó la
molestia de redactar. Que la irritación, en cambio, haya surgido de haber contradicho
apuestas y expectativas dadas habla más de un canon desafiado que de la película
misma —ésa o cualquiera— y, en última instancia, de una dinámica casi imperceptible
que define el perfil de una película ganadora de premios. El verdadero pecado del
jurado donostiarra fue haber ignorado la voluntad de una comunidad expectante.
Porque Schussangst, hay que decirlo, es una película que sí destacaba sobre sus otros
quince rivales.

Arritmia, tabúes y anticlímax son los antivalores de Schussangst (traducida al


español como Miedo a disparar), que por un lado fueron despreciados y por otro
refuerzan la pista dejada por Cannes 2003: cada vez es mayor la tendencia de cierta
elite crítica de revertir la inercia impuesta por la cinematografía comercial. (No deja de
ser elocuente que ambos festivales tengan sede europea, por no hablar de las películas
que se impusieron a contracorriente, incluyendo el caso de Elephant, de Gus Van Sant,
ganadora de la Palma de Oro en Cannes, que aunque de origen estadounidense negaba
las tendencias estilísticas del cine de su país.)

Narrada en un tempo que jamás permitía al público acoplarse a su ritmo —ni


sentirse cómodo, en general, con nada de lo que proponía—, Schussangst explora a
través de su historia todos los ángulos posibles de la alienación humana. A partir de un
protagonista disfuncional y retraído —el larguirucho Lukas, antihéroe repartidor de
comidas a domicilio—, la película ensaya el retrato de un hombre cualquiera que se
define sobre todo por ser recipiente de una hostilidad tras otra. Marginado en un
entorno de parias —inmigrantes, ancianos y prostitutas—, Lukas (Fabian Hinrichs)
encuentra por azar un móvil que en adelante dará sentido arbitrario a sus actos y
pensamientos: la inestable Isabella (Lavinia Wilson), una mujer de existencia
indescifrable y bastante turbulenta que, de cualquier manera, nunca le promete
reciprocidad emocional.
Schussangst invitaría a ser leída como parte de distintas corrientes; una de las más
predecibles es el realismo sucio con toques verité, que le permiten al crítico mirar el
caso con cierta distancia compasiva y sin cuestionar del espectador su empatía con el
horror. El problema con Schussangst (o, mejor dicho, lo que hizo que Schussangst fuera
vista como un problema, y —peor aún— un problema premiado) está en la facilidad y
eficacia con la que ridiculiza tabúes como la vejez o el incesto, y obliga al público a
llevar al límite el permiso que suele darse a sí mismo con respecto a cierta noción
inculcada de la ética del observador

Todo esto, que podría ser una actitud provocadora de Tsindatze sin méritos para ser
premiada, toma un sentido desafiante pero en términos del todo artísticos, cuando el
último fotograma de la cinta —por cierto, un eco sutil de la primera escena, cuando
Lukas tritura con saña una cucaracha— cuestiona en cosa de segundos cualquier idea
preformada de lo que es un final "de película". A través de su conclusión irritante,
Schussangst presume la solidez de un guión congruente y desconcertante a morir.

Mirada sin perspectiva y distancia, Schussangst es la cinta premiada que no hizo


justicia al Festival de San Sebastián; mirada en conjunto con el resto de las piezas, es la
película que mejor representa una veta subterránea trazada por las películas más
polémicas del Festival. La paradoja se manifiesta al traer a la mesa del debate la
película, que al contrario de Schussangst, fue premiada sin reparos y con el apoyo del
público con nada menos que dos galardones: Mejor Director de la Sección Oficial y
Premio Zabaltegui a Nuevos Directores. Segundo largometraje del coreano Bong Joon-
ho, Memorias de un asesinato colinda con Schussangst en su tendencia a hermanar el
tabú y el absurdo humorístico. Basada en una historia real, Memorias de un asesinato
narra los desatinos de un par de detectives asignados a resolver el caso de una serie de
violaciones y asesinatos de jóvenes en una provincia de Corea del Sur. Puesto el acento
en la ineficiencia y estrechez de miras de los detectives a cargo (tan urgidos de
encontrar culpables que siembran pistas y sueltan patadas a quienes les parecen un
poco sospechosos), la película es vivida como comedia por un espectador que no pone
reparos a imágenes explícitas de cadáveres ultrajados, todos de mujeres —casi niñas—
que habían sufrido abuso sexual, con todo y objetos clavados en la vagina. El cambio
de registros tan dispares del que es capaz Joon-ho es, sin duda, la habilidad reconocida
con el Premio Zabaltegui: es, en corto, el conocimiento certero de la sensibilidad de un
público que, al final, condona el lado oscuro de una historia en favor de una resolución
que le permite identificarse, por lo menos, con alguno de los personajes (algo que
nunca sucede en Schussangst, y por eso no complace a nadie). La "hermana buena" del
Premio Concha de Oro, Memorias de un asesinato comparte con ella más puntos de los
que podrían notarse —o se notaron, a juzgar por las reacciones tan distintas que
atrajeron— en una lectura aparente.
Y no fueron Schussangst ni Memorias de un asesinato las únicas películas —aunque
sí, y muy significativamente, las premiadas con más las altas distinciones— que
imprimieron al Festival de San Sebastián la marca de agua de una veta creciente que
llama la atención de crítica y público, para bien y para escandalizar. Off the record,
pero muy presente en comentarios de pasillo y al final de las jornadas, la película
holandesa Grimm, del director Alex van Warmerdamm, también en competencia
oficial, jugó como las dos anteriores con los límites del humor aceptable y se constituyó
en una especie de placer culposo que se hacía manifiesto durante las proyecciones,
pero era negado en los juicios sensatos enunciados fuera de la sala. La historia de
Hänsel y Gretel trasladada al presente, donde el incesto, la prostitución y la venta de
órganos son las sorpresas deparadas a los hermanos perdidos en un bosque metafórico
de horrores contemporáneos, pudo haber aspirado a un premio fuera de concurso
otorgado a La Película Más Comentada y menos digerida por el estómago de la
colectividad.

Las piedras en el zapato de un Festival de prestigio no fueron, a fin de cuentas, las


muchas películas presentes que eran malas pero convencionales, ni el gran escándalo
calculado para la proyección de La pelota vasca, la piel contra la piedra, documental de
Julio Medem sobre el conflicto vasco, que durante los días previos a su exhibición ocupó
la atención de la prensa por obvias razones extracinematográficas, pero que una vez
proyectada la revelaron como una obra sin personalidad artística, si acaso maniquea y
sensiblera, de interés limitado para alguna discusión que se ciñera a su calidad como
propuesta.

Las cintas que sí tocaron fibras —de las que valía más la pena quejarse o celebrar—
fueron aquellas que compartían un rasgo preciso y que las marca como puntos de
partida de seguros debates por venir: eran las películas en las que el público era
obligado a cruzar un umbral. De un lado, el seguro, se encontraba la comedia como
género que aun en su versión más negra no obliga a tomar partido con respecto a la
crueldad. El otro, el destacado involuntariamente por jueces, crítica y audiencia,
maneja planos horizontales para describir lo risible y lo espeluznante: una
yuxtaposición incómoda que a pasos firmes el cine va contemplando como una
categoría de lo real. ~

El anticine de Gaspar Noé (31 de octubre del 2003)

Responda con sí o no, sin pensar demasiado, a las siguientes preguntas: 1) ¿Toleraría
ser testigo de una violación brutal? 2) ¿Toleraría ver completa una escena ficticia que
represente una violación brutal? 3) ¿Considera que lo segundo depende de cómo se
represente la violación? Si alguna de su respuestas es sí —o incluso si ninguna lo es—,
usted se encuentra, como la mayoría, atrapado en una paradoja sobre las relaciones
entre ética y cine, los límites de la representación y lo que cree que hace la diferencia
entre una película honesta y una película que manipula y explota. Quizá esto no le
quede claro porque las preguntas son una abstracción. Pruebe entonces visualizar una
escena como la siguiente: la italiana Mónica Bellucci —el sueño húmedo que es
también actriz— camina por un túnel oscuro, apurando el paso desde la altura de sus
tacones delgados. Los tacones hacen juego con el resto del atuendo: un vestidito
blanco —especie de camisón satinado— que, a juzgar por los pezones erectos de su
portadora, apenas la protege de una madrugada fría. Por circunstancias fortuitas, esta
imagen, que parecía estar hecha para complacerlo a usted, también complace a un
personaje de la película. Actuando en consecuencia con su naturaleza criminal —es un
padrote violento—, el hombre ataca al personaje de Bellucci, entendiendo por ataque
una violación anal, y después la desfiguración de su rostro. La escena completa, sin
cortes ni fueras de cuadro, dura casi diez minutos. Y no es, por cierto, la más sangrienta
de la película, que en octubre usted verá exhibirse bajo el título Irreversible.

A este punto de la escena, usted sólo pudo haber reaccionado de dos maneras
distintas: le ha gustado o ha cerrado los ojos, pero no ha permanecido indiferente. Si ha
vuelto a las primeras preguntas, quizá la paradoja sea más clara: entre más
insoportable la escena, más honesta la película. Si llega al punto de cerrar los ojos, se
cancela el acto cinematográfico y la película cuestiona los límites de la representación.
El planteamiento inverso es el que más incomoda: si fuera posible no sólo ver la escena
sino incluso disfrutarla (después de todo es Mónica Bellucci en cuclillas y con vestido
brilloso), ¿podría decirse entonces que se ha logrado el objetivo del narrador?

Quizá Gaspar Noé, el francoargentino de 39 años y director de la película que se


describe arriba, sea el primero en echar luz directa sobre todas estas preguntas. A
través de una película que nunca menciona su tesis, Noé traza la línea que distingue al
cine provocativo y basado en la explotación del morbo, del cine que, como el suyo,
cuestiona los límites de la representación al punto de negarse a sí mismo y volverse,
literalmente, imposible de ver. Su segundo largometraje y el primero en estrenarse en
México, Irreversible, es un paradigma de cómo esta línea es delgada pero definitiva, y
de que depende enteramente de impedir o propiciar el gozo en el espectador.

Y depende, también, de que se vea la película y no sólo se hable de ella. Precedida


por los rumores de que "es la película en donde violan a Mónica Bellucci", Irreversible
cuenta —lo puedo confirmar— con dos tipos de público en potencia: el que no la quiere
ver por eso y el que la quiere ver justamente por eso. Éste último es el blanco al que va
dirigido el dardo de Gaspar Noé. "Después de ver Irreversible —uno podría escucharlo
decir—, vas a entender que también hay dos tipos de directores que filman una
violación." Las categorías, en este caso, no se aplican exclusivamente del lado del
espectador.

La fama difícil de Gaspar Noé está sustentada por el mediometraje Carne (91), una
reflexión sobre las distintas procedencias y destinos, todos repulsivos, de la materia del
título; por el largometraje Solo contra todos (99), un monólogo de odio en voz de un
carnicero sin empleo y alienado en todos los sentidos posibles, y por el cortometraje
Sodomitas, parte de un proyecto del Ministerio de Salud de Francia, que reunió a
directores para promover el uso del condón a través de cortos de pornografía dura, y
que al final rechazó el de Noé por incorporar en la historia ositos de peluche.

(El sexo entre menores de edad —la perversa alusión de Noé— fue considerado por el
gobierno francés inapropiado para sugerirlo en un proyecto con fines educativos.)

Considerado un sacudidor de morales, afiliado a una tradición francesa arraigada en


el cine y la literatura, Noé había contado hasta antes de estrenar Irreversible con la
aprobación condescendiente de la crítica que, al final de cuentas, intelectualizaba y
legitimaba su impulso transgresor. A menudo empatado con directores como el
austriaco Michael Haneke, el danés Lars von Trier, y sus coterráneos Catherine Breillat
y Bruno Dumont, el francés Noé había sido empaquetado en la categoría de "latoso
pero soportable", en tanto sus embestidas eran sobre todo intelectuales y, por lo tanto,
aspirantes a una clasificación en pantalla.

Con Irreversible todo cambió, y el desconcierto de más de uno la ha vuelto una


película tabú. Trabajo distinto de toda la obra de los directores mencionados arriba, es,
quizá, la única que resulta intolerable en sus 97 minutos, esto entendido como un logro
del director. Narrada del final al principio, Irreversible es la historia de la pareja
formada por Alex (Mónica Bellucci) y Marcus (Vincent Cassel), de su cariñosa vida en
común, y de cómo un incidente azaroso acaba con sus expectativas y con la vida de uno
de ellos. Noé pone el dedo en más de una llaga moral, como es la decisión nada
inocente de vestir a su personaje "como pidiendo a gritos" el ataque, y propiciando así
que la interpretación de los críticos —que caen redondos en la trampa, luego se enojan
y lo tachan de misógino— se confunda peligrosamente con la mirada del violador. Y sin
embargo, más que un alegato de género, Irreversible es un ensayo con hipótesis
cinematográfica sobre cómo filmar la destrucción no sólo evitando la tentación de
volverla atractiva en pantalla, sino empujando al testigo —en este caso, el
espectador— a rechazarla desde la víscera, como lo haría en la realidad. Para lograr
esto —y ésta es la denuncia de Noé—, es necesario poner en duda todos los códigos de
la representación y cuestionarse hasta qué punto el cine puede —o debe— colindar con
la realidad. El primer código por derribar sería el de la catarsis final como promesa de
reubicar al espectador en un estado de estabilidad emocional: con la decisión de
arrancar Irreversible en el punto más alto de violencia (el final cronológico de historia)
y de terminarla en un planteamiento en el que todo pasado era idílico y hermoso, las
únicas escenas felices ya están marcadas con su inminente destrucción, son amargas
por lo que de ellas se anticipa, y están cargadas de una ironía proporcional a su
aparente encanto. Por si esto fuera poco, Noé intensifica los recursos sonoros y
estéticos de sus películas anteriores; el resultado es un efecto nauseabundo en
momentos y muy inquietante en otros (el cine de David Lynch, a quien Noé
constantemente alude, se asoma aquí como la mayor influencia). Impregnada de una
desesperanza absoluta, anticipando a cada momento una desgracia mayor, Irreversible
niega el cine que se entiende como vehículo de evasión.

En una escena de Solo contra todos, su largometraje anterior, una frase escrita en
tipografía roja y sobre un fondo negro anticipa una escena brutal: "Tiene usted 30
segundos para dejar la sala de cine", se nos advierte. Esta leyenda bien podría aparecer
en Irreversible incluso antes de empezar la película. Pero aquí no hay una advertencia
escrita, quizá porque el director ha llegado a la conclusión de que un espectador
responsable y en favor de un cine genuino no tendría que ser advertido —como no lo es
tampoco en la vida real— de que un incidente horrible está por ocurrir. O quizá, lo más
probable, porque ya está advertido desde la primera escena, digna de salir corriendo,
de que las cosas no mejoran nada: ese que ya se está viendo es el final de la historia. Lo
que sigue, según se quiera, es a) Monica Bellucci en vestidito blanco y luego
semidesnuda o b) una mujer violada, en bastante mal estado, agonizando en el piso.
Tiene usted más de 30 segundos para decidir si lo quiere mirar. ~

La guerrilla de Michael Moore (31 de agosto del 2003)

El 20 de abril de 1999, con apenas horas de diferencia, el presidente Bill Clinton se vio
obligado a dar dos mensajes por televisión. En uno de ellos prometía a su gente que
trataría de evitar el mayor número posible de bajas civiles en el que sería el día más
largo de bombardeos a la ciudad de Kosovo. En el otro, se lamentaba por la tragedia
ocurrida en una preparatoria llamada Columbine, en Littleton, Colorado, en la que dos
adolescentes habían introducido armas en las grandes bolsas de sus gabardinas negras
y habían abierto fuego indiscriminado. Tras causar la muerte de trece compañeros y
habiendo herido a otros veintiocho, ambos se habían suicidado disparándose sus rifles
en la boca.

Los días que siguieron a estos dos anuncios, las pantallas de los noticiarios dejaron
de transmitir la guerra de Kosovo y se concentraron en buscar culpables para la
tragedia de Columbine. Muy pronto encontraron a la figura que buscaban tanto como
si se tratara de un tercer asesino: era un señor muy alto y flaco, maquillado todo de
blanco, que se hacía llamar Marylin Manson y que cantaba canciones del diablo. No
había duda, decían psicólogos y opinadores: Marylin Manson era la influencia más
negativa sobre Eric Harris y Dylan Klebold, los niños asesinos de Columbine. Estaban
todos tan seguros de ello que la cara larguirucha y pálida de Manson desplazó de las
pantallas al rostro del carismástico Clinton, tan ajeno a la tragedia de Columbine, tan
dedicado a su guerra.

Este sainete macabro es narrado por Michael Moore en su sonado documental


Bowling for Columbine, una tesis sobre la incidencia de muertes en Estados Unidos,
sobre todo entre menores de edad, causadas por armas de fuego. Tras ironizar con
estos ejemplos sobre la ceguera de sus paisanos, Moore inserta la entrevista con el que
se corona como el opinador más articulado del documental. "¿Quién tiene más
influencia sobre la población de Estados Unidos: el Presidente o yo?", se pregunta
Manson, resignado a que la respuesta es obvia pero a él le pasaron la cuenta. "Yo soy
el poster boy del miedo —dice muy serio, con los ojos de colores distintos y los labios
pintados de negro— en un país aterrorizado por sus propios medios de comunicación."
Michael Moore lo escucha con respeto y apoya sus palabras con fragmentos de
noticiarios que dedican sus horas pico a mostrar los peligros latentes en las escaleras
eléctricas, en los mapaches silvestres y en las plagas de abejas africanas que al final
nunca llegan a Estados Unidos.

Tras su reciente premiación con un Óscar —y beneficiada aún más por el discurso
antibélico de Moore en la premiación—, Bowling for Columbine es el trabajo más
conocido de un documentalista único en su tipo, con una trayectoria dedicada a un solo
objetivo: denunciar los abusos del establishment estadounidense. La película Roger and
Me, las series de televisión "TV Nation" y "The Awful Truth", el libro Stupid White Men
(and Other Sorry Excuses for the State of the Nation) y apariciones en decenas de talk
shows y donde sea que haya que armar alboroto, son todas piezas sin precedentes, no
sólo por su hondura periodística, sino por poseer una cualidad subestimada en la
práctica del desenmascaramiento de realidades terribles: un sentido del humor
punzocortante, que, en aras de hacer literales las aberraciones y contrasentidos de
ciertas instituciones, resulta en una sátira negrísima y políticamente incorrecta. (Es el
caso de los episodios "The Awful Truth", en donde, por ejemplo, Moore ayuda a un
enfermo de páncreas a planear su propia "fiesta de funeral" y repartir las invitaciones
—con esqueletitos y globos pintados— en el edificio de la aseguradora médica que
hasta ese feliz día se había negado a pagar el trasplante.)

Bowling for Columbine no escatima un ápice de ironía, y convierte el recuento de


una matanza brutal en una comedia en su sentido clásico: el del género creado para
evidenciar la descomposición social, en el entendido de que el hombre ridículo, mucho
más que el cruel, es despreciado por unanimidad.

La estrategia de Michael Moore se despliega en Bowling...

desde la primera escena: la descripción de un día típicamente estadounidense, Star


spangled banner de fondo, en el que "el granjero realiza sus labores, [...] el presidente
bombardea otro país cuyo nombre no podemos pronunciar, [...] y dos chicos van a
jugar boliche a las seis de la mañana". Más tarde se nos informará que jugar boliche
era una materia con valor curricular en Columbine, y que ésa fue la última actividad de
Eric y Dylan antes de cometer sus asesinatos. (¿Por qué no entonces —se pregunta
Moore— culpar al boliche por Columbine, en la misma línea de pensamiento que
inculpa su gusto por la música de Manson?)
Una joya del documental es la entrevista del director a James Nichols, un sujeto que,
además de cultivar vegetales orgánicos en su granja, guardó durante un tiempo
material explosivo como un favor a su amigo Timothy McVeigh (mejor conocido como
el Unabomber, ejecutado en televisión nacional). Nichols, muy orgulloso de sus
verduras ("muy saludables y naturales"), y de dormir con una Magnum 45 bajo la
almohada ("hay mucho loco allá afuera"), le explica a un Michael Moore hierático las
razones que tuvo para ayudar a MacVeigh. La más elaborada de todas es "la
resistencia que hay que oponer al gobierno que lo quiere controlar todo". "¿Y por qué
no hacer como Gandhi —pregunta Moore— y organizar una resistencia pacífica?"
Nichols mira al vacío por cinco segundos invaluables. Al final responde, contrariado,
que "no está familiarizado con el caso".

Moore entrevista a Nichols por la misma razón que entrevista a gente del Canadá
opinando sobre estadounidenses ("todo el tiempo tienen miedo"); a vendedores de
casas en Michigan, el valor de las cuales sube según su número de cerrojos ("el ladrón y
el violador están en cualquier parte"); al actor Charlton Heston, presidente de la
National Rifle Association ("el problema es la etnicidad mezclada"), y a todos aquellos,
en apariencia ajenos a Columbine, que le permiten demostrar su teoría de que la
solución al problema de la violencia no es protegerse de más sino todo lo contrario. Los
casos de escuelas que, a partir de los tiroteos, expulsaron a ciertos niños por
"apuntarle" a sus compañeros con una pierna de pollo denuncian una paranoia que no
sólo acaba justificándose por la violencia que genera, sino que, sostiene Moore,
amenaza con volver a los estadounidenses el tipo de personas que confunden la comida
con las pistolas, por usar un ejemplo burdo de una psicopatía grave.

Con su gorra de beisbol y ropa de gringo fodongo, Moore es tildado de payaso por
algunos miembros de la derecha política y religiosa, es incómodo a morir para la
corporate America, y ha sido objeto de un insulto entrañable por parte de George W.
Bush: "¡Consíguete un trabajo de verdad!", le grita aterrado cuando ve que se le acerca
(en esa ocasión particular, para invitarlo a aventarse en un mosh pit). Sus imbricadas
teorías son en sí mismas un tanto paranoicas: pedigrí de un estadounidense de cepa,
miembro activo de la National Rifle Association, que admite tener una casa de 1.9
millones de dólares y que sabe que, confesando todo esto, saca todavía más ronchas a
sus muchos enemigos conservadores.

La guerrilla de Michael Moore debe darse por legítima tan sólo porque sus vehículos
—la inteligencia y agudeza— son atributos pálidos en los objetos de su denuncia. De
Bowling for Columbine se aprecia no tanto en el argumento que explaya, sino que lo
haga siempre apelando a la sagacidad y vena mordaz de un espectador tolerante.
Cualidades, uno diría, de un ciudadano ideal para quien Marylin Manson hace más
sentido que dos presidentes consecutivos, y porque esto, en el país que retrata Moore,
es un síntoma constatable de sabiduría y salud mental. ~
Más ropa para lavar (31 de julio del 2003)

Cuando a un director se le llama enemigo y a su película se le echa en un paquete de


agravios que incluye a un Museo del Sexo y a una pareja que copula en la Catedral de
San Patricio, se confirma una sospecha que no tarda en ser dictamen: el catolicismo del
siglo XX es el tema más contaminado del cine.

A menos de un año del escándalo Amaro, se estrena en México The Magdalene


Sisters con el título En el nombre de Dios. Su director, el inglés Peter Mullan, ha recibido
reprimendas por parte del Vaticano y de la Liga Católica estadounidense por denunciar
la existencia en Irlanda, desde mediados del siglo XIX y hasta 1997, de los llamados
asilos Magdalenos: lavanderías regidas por monjas que recluían a jovencitas
homologadas por el rubro de pecadoras. El documental en el que se basa la cinta, Sex
in a Cold Climate (transmitido por Channel Four con récord de audiencia) reproduce los
testimonios de mujeres recluidas en los asilos Magdalenos (más de 300 mil en total)
por pecados que iban desde ser violadas y preñadas hasta ser consideradas demasiado
atractivas. Éstas acusaban maltrato físico, humillaciones verbales y abuso sexual que
abarcaba desde la felación a sacerdotes hasta concursos organizados por las monjas,
que consistían en alinearlas desnudas, y decidir —las monjas—cuál de ellas tenía los
senos más pequeños o el vello púbico más tupido.

En su boletín Catalyst de octubre de 2002, la Liga se refiere a Mullan con el mismo


sustantivo con el que Al Qaeda designa a lo occidental ("the enemy", con el artículo
antepuesto), y llega a la conclusión de que la museificación de la historia sexual gringa,
el exhibicionismo de dos neoyorquinos y, claro, The Magdalene Sisters, son parte de un
mismo complot para añadir un segundo acto a la tragedia reciente del desprestigio de
su institución. (De la primera parte, admite la Liga, se ocuparon ya hace cosa de un año
los pederastas de sotana.) El grupo sostiene que El crimen del Padre Amaro y The
Magdalene Sisters encabezan el frente hollywoodense de esta cruzada al revés, y ya
encarrilados exigen la cabeza del director de Miramax, el boicot a una lista de películas,
y un largo etcétera que siempre empieza con la denuncia de un hereje, termina con la
amenaza de derrotarlo, y en el medio nunca sabe cómo invalidar sus ataques.

Su alegato contra Mullan es especialmente penoso. La Liga dice que el trato de las
monjas era relativamente cruel si se toma en cuenta que "las condiciones eran difíciles
bajo los estándares de hoy"(recuérdese: cerraron hace seis años), y que las chicas que
no eran recluidas estaban solas en el mundo y condenadas al fracaso. Concluyen con
una joya: la denuncia del director es injusta porque existían instituciones protestantes
regidas de maneras parecidas.

No es éste, uno sospecha, el criterio que serviría de guía. Ganadora del León de Oro
en el pasado Festival de Venecia, The Magdalene Sisters recrea la vida de cuatro de las
mujeres recluidas, y lo hace desde una técnica que deja clara su voluntad crítica, pero
también una intención de ficcionalizar. Inundado por una luz blanca, rodeado de
jardines y con interiores austeros pero nunca amenazantes, el asilo es una promesa de
paz. A través de esta ironía visual, Mullan pone el dedo en una de las llagas más
dolorosas del reciente cataclismo católico: para los niños abusados sexualmente, los
sacerdotes representaban figuras paternas con un aura adicional de bondad. Esto
explica el escozor que produce la cinta en el contexto de vulnerabilidad actual. El
estadounidense Garry Wills, autor de libros sobre el catolicismo y sus crisis (y también
considerado enemigo por la Liga), ha dicho bien que para un católico el contacto con su
religión es primero sensorial: los olores de la parroquia, las voces de los sacerdotes, las
imágenes de las estampas. The Magdalene Sisters, en otro sentido convencional, apela
a este empirismo traicionado para desviar la atención de los hechos —ajenos y
datados— y llevarla a un campo de identificación más incómodo: la del temor
infundado, en distintos grados y sentidos, como un código casi universal de reconocerse
católico.

Y entonces las autoridades respingan, las Ligas se enfurecen y los católicos nos
sentimos aludidos aunque nunca hayamos sido golpeados, menos en una lavandería y
ni por equivocación en Escocia. Unos lo entendemos como un guiño desde la ficción;
otros, con una provocación ad hominem. Al final es un asunto de comunicación
subcutánea que es arma de directores hábiles, y también una propiedad del arte.
Comprender una cosa y la otra equivale a reconocer la diferencia, no tan insignificante
ni poca, entre una película cualquiera, por más acusatoria que sea, y un agravio que en
realidad cuestione los sustentos de la fe. –

Matrix: estancada (30 de junio del 2003)

Para Nacho Helguera, amigo de otro mundo

De abrigo negro abotonado hasta el piso, el entrecejo fruncido como quien piensa
mucho, y con la carga que implica tener el rostro de Keanu Reeves y el deber de
aparentar respetabilidad, Neo, el Elegido, hace en Matrix: recargada una reaparición
triunfal. Ya no es el hacker con cara de tonto a quien en el primer capítulo de la trilogía
se le había revelado su naturaleza mesiánica; ahora es un líder con cara de serio que
debe ejercer su Destino aunque aún no lo comprenda bien. Por lo pronto —nos deja muy
claro—sabe dar peleas inefables, detener con la mente balas y Sentinelas (máquinas
como pulpos pero mucho más preocupantes) y, cuando a veces recuerda que puede
ahorrarse estas dos molestias, toma un poquito de impulso y sale disparado al espacio
como un Superman de sotana (o, si se quiere perfeccionar la imagen, como Mary
Poppins a propulsión).

Pocas veces un personaje y su imagen logran ser una alegoría tan exacta —y, lo
mejor de todo, involuntaria—de la condición que tras bambalinas se ha apoderado de
su autor; en este caso, de sus autores —Andy y Larry Wachowski—, que para efectos de
culto se funden, como los hermanos Coen, en una entidad genial. El dúo que en 1999, el
año en que se estrenó Matrix, aún representaba para la Warner Bros. un alto riesgo de
inversión, vuelve ahora glorificado por el rotundo éxito comercial de su película, el
respaldo crítico que le mereció la incuestionable sofisticación intelectual de su
argumento y, sobre todo, por el calificativo de renovadores de la tecnología
cinematográfica. Sin mucho margen para la discusión, puede decirse que, en sincronía
con el final del siglo, el cine contemporáneo se divide en antes y después de Matrix.

Quizá fue ésa —la conquista simultánea de terrenos bien demarcados—la condición
que volvería imposible la repetición del fenómeno Matrix. Y es que por lo menos dos de
los terrenos —el de la sofisticación intelectual y el de la revolución técnica—difícilmente
admitirían una réplica en la misma proporción y con el mismo grado de interés. El éxito
comercial, como suele ser, era la única garantía a priori.

La tentación a la que cede Matrix: recargada se reduce a tres simples palabras:


ostentación, ostentación y ostentación. O, para ser más justa, a un despliegue
impúdico de la importancia propia (que, hay que decirlo, en el caso de los Wachowski
no es poca ni está mal colocada). Bastaba que platónicos, freudianos, kantianos,
lacanianos, budistas, críticos del capitalismo, cristianos y los cada vez más legitimados
teóricos de la conspiración concedieran a los Wachowski el acierto de difundir su
doctrina a través de una manifestación popular, para que con mucha licencia y
quitados de la pena los personajes de una segunda parte se enfrascaran en alegatos
apenas vaciados en diálogos sobre, por ejemplo, el libre albedrío y la responsabilidad
de elección. (En la primera parte —y más si se compara con el guión—se nota cómo los
Wachowski, en días lejanos de sabiduría y modestia, evitaron la verbalización de
conceptos con su nombre y apellido.)

En aquella Matrix a secas, la sola toma de conciencia de los personajes de vivir en un


mundo falso, creado para engañar sus sentidos, y la consecuente pregunta sobre la
naturaleza de lo real, planteaba más preguntas de las que muchas secuelas habrían
podido responder. En Matrix: recargada la trama se desplaza hacia un motivo temático
tan convencional como es la liberación de la última ciudad habitada por seres humanos
a cargo de los tres protagonistas Neo, Trinity (Carrie-Ann Moss) y Morpheus (Lawrence
Fishburne), y reduce la preocupación filosófica a un encuentro con el Arquitecto de la
matriz: un señor con aires a Sigmund Freud que demasiado rápido le explica a Neo que
incluso la esperanza y la creencia en una profecía de liberación son defectos de un
programa que ya corre en su sexta versión. (El brillante teórico esloveno Slavoj Zizek,
exégeta de Lacan a través del cine popular, apostaba hace un par de años a que las
secuelas de Matrix explorarían la posibilidad de que hasta la ciudad de Zion fuera otra
ilusión más generada por la matriz; una hipótesis que se esboza en el encuentro entre
Neo y el Arquitecto, pero que a favor de la acción y las patadas se queda en el nivel de
trazo.) Neo acepta contrariado la noticia y, sin darle mucha meditación, opta por
defender su amor por Trinity y —lo sabíamos—por seguir enfrascándose en peleas y
batallas imposibles. Basta mencionar esta oportunidad despericiada para dar una pista
de cuál es la verdadera apuesta —ganada al público, y con creces—de Matrix recargada
y para saber en dónde, al fin y al cabo, corresponde colocar los halagos a la
hiperestilizada segunda versión.

Que el número de tomas con efectos especiales haya crecido de 412 a más de mil de
la primera a la siguiente parte; que haya sido necesario crear una manera de filmar el
tiempo (la memorable imagen de balas en movimiento y girando la perspectiva de la
cámara a 3600), y que en cada toma de un actor se haya utilizado un sistema paralelo
de captura de movimientos y gestos de sus rostros para una reconstrucción virtual
paralela a las tomas reales, son datos sin sentido para quien no compruebe su
impresionante, muy impresionante, traducción visual. La pelea de Neo con cien clones
de agentes Smith (que requirió de doce dobles y una coreografía de cinco minutos y
medio para Keanu Reeves), la persecución de autos en la autopista (que tomó más de
un año de preparación por un equipo destinado sólo a ello) y la exhaustiva vista de la
chabacana ciudad de Zion, el último reducto de vida humana sospechosamente
parecido a un escenario de película, serán la compensación obligada a quien considere
que una secuela equivale a una promesa de saciedad.

La pregunta que queda en el aire —y que difícilmente se responde cuando ni siquiera


la película misma ofrece una respuesta a su propio conflicto, sino que la pospone
descarademente hasta Matrix: revoluciones—es si el paso dado por los Wachowski con
el estreno de la primera parte se dio también, con esta secuela, en la misma dirección,
o si retrocede hacia nociones más burdas de la representación del caos. Uno se inclina
por la segunda opción. Cuando, en sus primeras etapas, Susan Sontag vinculó el cine de
ciencia ficción con la "estética de la destrucción", la escritora acusaba al género de
estar cometiendo una simplificación moral que despertaba en el espectador el deseo de
una "guerra buena" entre el bien y el mal. A fin de cuentas, continuaba Sontag por el
año 1965, el desastre se representaba como una fantasía extraordinaria que lo
dispensaba a uno de tomar una decisión moral. En su primera parte y 34 años después,
Matrix parecía sepultar el esquema de Sontag: la fantasía de esa película no era
extraordinaria sino paranoica (se gestaba desde el interior de la normalidad —la
matriz—y no al contrario), el horror provenía de la apariencia de absoluta cohesión, no
del estallido o derrumbe, y, lo más importante, el individuo se confrontaba con la
decisión más dura e importante de su vida: la conciencia o la ignorancia de su
condición de esclavo —la pastilla roja o la pastilla azul, el hecho de saltar o no saltar a la
madriguera del conejo.

Con sus muchos personajes añadidos —tantos y tan prescindibles que no encontraron
su lugar en estas líneas—, todos flanqueados hacia el bien o el mal y vestidos de látex
brillante, la guerra en Matrix: recargada se hace inevitable y desprovista de dilema
moral. Una vez más el enemigo es Otro, y se pierde, como siempre, mucho tiempo en
combatirlo. Otra vez el desastre es evasivo, estruendoso y muy alejado de la realidad
impostada que, nos decían los Wachowski en un primer momento, era el peor enemigo
por temer.

Y quizá nada de eso sería tan grave ni tan desalentador si no fuera porque la
experiencia de una película "estimulante" —tan congruente, pues, con la idea de una
película de acción arquetipo—es en sí misma tan parecida a una película matriz: sin
duda muy placentera, pero hecha para contenernos mientras otros extraen de nosotros
lo que de nosotros importa. La sensación es la de tomarse una droga de conocimiento
por otra de recreación; en vez de la capsulita que a la vez que cine en estado puro
prometía precisión y sustancia, parecería que alguien nos diluyó en el vaso el contenido
de una pastillita azul: una dosis de entretenimiento de la mejor calidad concebible,
pero cortada con anfetaminas para que el efecto —o su resonancia— no parezca
agotarse jamás. ~

Los otros mexicanos del Óscar (30 de abril del 2003)

Cuando usted, lector, tenga entre las manos este ejemplar, podrá responder a
preguntas que, al momento de escribir estas líneas —una semana antes de la 75a
entrega de los Óscares—, sólo sirven para dar al traste con una conversación tranquila.
Sabrá, por ejemplo, si los miembros de la Academia de Artes y Ciencias
Cinematográficas consideraron que Salma estaba más cerca de Frida que Nicole
Kidman de Virginia Woolf, si El crimen del padre Amaro es la mejor película fuera de las
fronteras del reino de Hollywood, o si una mayoría de los seis mil miembros del jurado
cree más meritorio escribir un road movie saturado de adolescencia y hormonas que
una fábula de amor carnal que involucra a mujer en coma, y si por ende Carlos Cuarón
es un narrador tan dotado como Pedro Almodóvar.

Ni reencarnaciones atormentadas, ni valores del cine extranjero, ni rasgos de


genialidad narrativa han importado para discutir el fenómeno que ya pasará a la
historia del cine espectáculo como "el de los mexicanos en el Óscar". El entusiasmo o
irritación que generaron las candidaturas estuvieron más cerca de ver en ellas una
legitimación cultural o una actitud condescendiente, que de una valoración artística.

En el periodo de cuarenta días comprendido entre el anuncio de las postulaciones y


la entrega de los premios, el uso indiscriminado de las palabras México, mexicano y
latino generó decenas de cuartillas que cuestionaron los motivos ocultos (casi siempre
en el entendido de que los había) para la postulación séxtuple de la película Frida, la
inclusión de El crimen del padre Amaro en la terna de Mejor Película Extranjera, y la
posibilidad de premiar a Carlos Cuarón en la categoría de Mejor Guión Original por la
película Y tu mamá también.
En todas ellas el aspecto que importaba abordar no era el artístico sino el de la
colectividad bajo el rubro de lo nacional. Tanto los argumentos que alegaban
paternalismo gringo, como los que encontraban sustento en las distinciones, dejaban
de lado el factor que vuelve a "los mexicanos en el Óscar" un episodio sin precedentes
por paradójico y alentador: el hecho de que cada una de las películas nominadas es
mexicana por distintas razones: imposible reducir a uno el porqué de las nominaciones
a un grupo de personas que nacieron en el mismo país.

Mientras que Frida —que, para empezar, es una producción estadounidense—podría


pasar como la película que más coquetea con una visión extranjera de un México
idealizado (no menos que la que exportaba el Indio Fernández en los años cuarenta), no
compite en la terna de premios por la originalidad de su guión, ni su directora por la
puesta en escena, ni la película en su propuesta final. Lo nominado de Frida no es —por
suerte— el México que representa, sino el trabajo de departamentos que, aunque
encabezados por estadounidenses (excepto el de producción de arte, a cargo de Felipe
Fernández y un equipo de mexicanos que constató la libertad otorgada por Julie
Taymor, una escenógrafa de altos vuelos), echaron mano del talento nacional. Es, por
ejemplo, el caso de Eliot Goldenthal, cuyo score se conforma de música incidental de
agrupaciones tradicionales; la letra de algunas canciones es obra de poetas mexicanos
noveles, y la supervisión musical, trabajo del mexicano Jacobo Lieberman.

En el caso opuesto a Frida, Hollywood postula en Y tu mamá también un guión que


escapa al México de tarjeta postal. Rechazada por la crítica de nuestro país con
argumentos tan insondables como que sus personajes adolescentes se comportaban
como adolescentes, la película de Alfonso Cuarón, escrita por su hermano Carlos, es tan
genérica y transnacional como puede serlo una road movie, y a la vez
antihollywoodense en sus largos voice overs sobre el perfil de sus personajes, o en la
descripción verbal pero nunca representada de escenas, además, prescindibles para la
historia.

Junto con Salma en la terna a Mejor Actriz, el caso de El crimen del padre Amaro es
el que más podría prestarse a acusaciones sobre la línea políticamente correcta de
Hollywood, y aun así encontrar en un acontecimiento cinematográfico el valor que sin
duda la llevó hacia la terna de Mejor Película Extranjera. Cuando el 5 de septiembre
pasado la distribuidora Columbia anunció que la película de Carlos Carrera se
convertía, a veinte días de su estreno, en la producción mexicana más taquillera de
todos los tiempos, daba claves de qué tan harto estaba el público mexicano de ser
tomado por menor de edad. Tras décadas de justificada apatía, el espectador nacional
se erigía como interlocutor de peso. El ruido de las pocas nueces en el affaire de El
crimen del padre Amaro convirtió una película cinematográficamente convencional en
el blockbuster que llamaría la atención de un jurado previsiblemente conmovido por la
opinión pública.
Además de los talentos individuales, que lo nuevo del cine mexicano —o algo que
explique su multipresencia en el Óscar—radique en la conciencia de los espectadores de
su país es una posibilidad aún por explorar. El tango se baila entre dos, dice un refrán
extranjero, y lo mismo puede decirse de un cineasta y su público. Por lo pronto, de los
mexicanos nominados, y de los otros que, irritados o entusiastas, no parábamos de
discutir sobre lo justo de su designación. ~

El tiempo ingobernable (31 de marzo del 2003)

El 28 de marzo de 1941, la escritora Virginia Woolf se llena los bolsillos de piedras y se


sumerge en un río cercano a su casa de Sussex, en el sureste de Inglaterra. En su nota
suicida le explica a su marido, Leonard, que siente aproximarse un nuevo episodio de
locura, y que esta vez ya no confía en la recuperación. Escucha voces de nuevo, dice, y
no se puede concentrar. No quiere seguir arruinándole la vida, y por eso se despide.
Concluye: no cree que haya habido dos personas más felices que ellos.

Este episodio marca la victoria final de la pulsión de muerte sobre los otros instintos
de Virginia Woolf. "¿Es que no resultaba un consuelo creer que la muerte era el fin
absoluto?", se pregunta la narradora de La Sra. Dalloway. En esa novela la metáfora de
la obsesión tanática es una bestia que escarba en las raíces, pero que a lo largo de toda
la obra tan sólo muta en figuras zoomorfas. Lo ocurrido en el río de Sussex sugiere que
el zarpazo de la bestia era la siguiente metáfora, necesariamente posdatada y en
inequívoca primera persona.

En este tono climático —de realización de un destino que acecha—, la imagen dos
veces descendente de una muerte por hundimiento acaba siendo, en contra de las
convenciones, un arranque poderoso para la película Las horas de Stephen Daldry,
nominada para nueve Óscares de la Academia, y una efectiva adaptación de la novela
homónima del escritor Michael Cunningham, a su vez ganadora del Premio Pulitzer en
1999. En sus versiones al papel y al cine, Las horas es un complejo entramado sobre
tres mujeres que se derivan y convergen en la persona de Virginia Woolf.

Clarissa Vaughan, Laura Brown y la propia escritora inglesa son tres mujeres en tres
épocas y lugares distintos. Fiel a su referente literario, Las horas narrará un día
culminante en la vida de cada una, en mayor o menor medida intervenido por la
muerte. Woolf (encarnada en una irreconocible Nicole Kidman, con nariz de águila y
mirada de pájaro), se nos muestra a mediados de los años veinte en un suburbio de
Londres, peleando por mantener por lo menos un pie en la cordura, y pensando en voz
alta un destino para el personaje de La Sra. Dalloway. La segunda mujer es Clarissa
Vaughan (Meryl Streep), una editora neoyorquina del año 2001, que se ocupa en
preparativos frenéticos para la fiesta que ofrecerá a su amigo Richard (Ed Harris), un
escritor laureado pero consumido por el sida. A Clarissa, por cierto, sus amigos la
llaman "la señora Dalloway". Llena de cuestionamientos y manías, tiene la
personalidad quebrada de quien lucha por aferrarse al mundo de las flores y los
pastelitos, mientras la bestia escarbadora de raíces, encaramada en la conciencia
profunda, le recuerda de cuando en cuando la banalidad de sus actos. La tercera mujer
es la única que nace sin ascendientes literarios: es el ama de casa Laura Brown
(Julianne Moore), lectora ávida de La Sra. Dalloway, que desde Los Ángeles, en los años
cincuenta, intenta conciliar el sinsentido de su vida familiar con fantasías de escape
que, en su contexto edulcorado y sofocante, sólo tienen cabida tras los párpados
cerrados.

A las tres mujeres las vinculan hebras delgadas y de hilvanado fino.

Mientras que Woolf es la madre literaria de Dalloway, ésta mueve la conciencia de


Brown. Clarissa Vaughan, se verá más adelante, no sólo gana su apodo de un
personaje célebre de Virginia Woolf, sino que se verá ligada al final de su vida a la
miserable Laura Brown. Una pirueta cronológica de Michael Cunningham hace
homenaje y eco de las voces simultáneas en la obra de Woolf, a la vez que concede a la
dimensión temporal el papel de personaje dominante. Al igual que la pulsión de
muerte, la imposición del tiempo subjetivo será la fuerza que en los tres personajes tira
hacia el lado contrario de sus identidades sociales, y les crea la angustia inefable que
las enlaza a través de las décadas.

Las mejores escenas de la película dirigida por Daldry —y que, por el trabajo de
relojería de las actrices, justifica la existencia de una adaptación de la novela—son las
que muestran a Woolf, a Vaughan y a Brown incapaces de descifrar el código de la vida
mundana, y experimentando como ingobernable la experiencia del presente. Virginia
Woolf se paraliza ante la idea de ordenar a su cocinera un menú para la comida, y
Laura Brown ejecuta la decoración de un pastel de cumpleaños con la confianza de
quien corre por un campo minado. Clarissa Vaughan/Dalloway, por el contrario, suelta
chilliditos de entusiasmo con la insistencia que delata, por oposición, el mismo síntoma
que enferma la conciencia de las otras dos: una certeza de que, en el fondo, el
monstruo hurga en los cimientos de una fachada superflua.

Tanto Kidman como Moore y, especialmente, Meryl Streep, disocian su


interpretación en dos niveles igualmente poderosos (a los que viene como anillo al
dedo la musicalización minimal del compositor Philip Glass). Al monólogo interior sobre
la imposibilidad de estar, las actrices superponen la máscara de la sociabilidad, lo que
resulta en la contradicción patética —una mueca de esterilidad emocional—que define
cada minuto de las vidas de sus personajes.

O, bien, cada minuto de sus horas. Nombre del primer borrador con que Virginia
Woolf trabajó La Sra. Dalloway, el título de la película alude también a la queja de
Richard, el amigo moribundo de Clarissa, ante la perspectiva horrible de asistir a una
fiesta en su honor, o de no ir a ninguna fiesta, o de hacer lo que se le dé la gana. "Aun
así", dice, "tengo que enfrentar las horas". Dicho esto, se tira por la ventana y muere
ante los ojos de su amiga.

A las muertes de Virginia y Laura —literales o metafóricas, fallidas o por fin


logradas—, también las precede, sin enunciarse, el mismo pesar de Richard: la sucesión
de una medida de tiempo impuesta desde fuera a sus mundos, de suyo incompatibles
con cualquier tipo de convención. ~

Hable con ella, de Pedro Almodóvar (30 de noviembre del 2002)

En una fotografía de 1980, un Pedro Almodóvar delgado, sonriente y hasta guapo sube
las escaleras del teatro en donde se celebraba ese año el Festival de San Sebastián.
Aparece flanqueado por Blanca Sánchez y la más notoria Alaska, actrices de la película
con la que el director debutaría en el marco del Festival. Pepi, Luci y Bom y otras chicas
del montón irrumpía como escaparate kitsch del destape posfranquista, hervidero de
los excesos que el autor aprendería a sazonar, y pionera de la saga de quince películas
que consagraría a su autor como documentalista de un mundo al revés, donde el pudor
y la serenidad son tenidos por altisonancias.

Veintidós años después, el aura de esa foto es ominosa; revela que Almodóvar, a sus
29, era más que un chico listo y favorecido por la década que canonizó al mal gusto y
celebró el desplante como arte. El pie que acompaña la imagen (El País Semanal, 15-IX-
2002) evita sobreexplicar: "Comenzaba una nueva página del cine español." Mirando
sobre el lugar común, lo que hace de la foto un fetiche es que permite, con el favor del
tiempo, distinguir el talento del golpe de suerte. Se sabe, por ejemplo, que la carnosita
Alaska hoy se vende como souvenir vivo, y que Blanca Sánchez, peluquera y
maquillista, vio su tope como actriz haciendo de folladora impetuosa. Almodóvar, por
su parte, ya no es guapo ni delgado, pero su sonrisa de entonces parece anticipar un
futuro. Y uno que no se agota, porque esa página, a la que se refiere El País, se
extendió en puño y letra del director manchego mucho más de lo que duraría la movida
que la inspiraba. Si en un principio las películas de Almodóvar hacían eco de una
sociedad feliz de exhibirse guarra, cutre y hortera, durante su segunda década ya
hacían eco de una realidad clonada: el mundo exclusivo y único de las películas de
Almodóvar.

Los beneficios de este fenómeno se hacen patentes en Hable con ella, su filme más
reciente. No importa qué tanto se aparte el director de las comarcas que dan identidad
a su cine: un trasfondo de surrealidad y artificio se antepone a la anécdota y la salva de
la literalidad. Así, ningún melodrama lo será del todo, ninguna moraleja deberá
tomarse en serio, ni una apariencia de mesura deberá tenerse como una renuncia a la
adicción de Almodóvar por todo lo extralimitado.

Hable con ella es hasta el momento la película más inusual en un director idem —es,
por suma de contrarios, la más serena y reflexiva de todas. En historias paralelas que
se interrelacionan pronto, Almodóvar narra la relación amorosa de dos hombres con
dos mujeres en estado de coma. El primero de ellos, Benigno (Javier Cámara), es un
enfermero que cuida con esmero obsesivo —el mismo con el que cuidaba a su madre
antes de fallecer—el cuerpo vegetativo de Alicia (Leonor Watling), una joven bailarina
que fue atropellada y perdió toda función cerebral. El otro hombre es el periodista
Marcos (Darío Grandinetti), quien, en un cuarto contiguo al de Alicia, vela el cuerpo
inconsciente de la torera Lidia (Rosario Flores), brutalmente cornada al inicio de una
corrida. A través de cortes que van y vienen en el tiempo (inusuales en una filmografía
de narrativa lineal), se describen las relaciones previas de los hombres con las mujeres
yacientes. Marcos conoce a Lidia cuando la busca para escribir un reportaje taurino;
Benigno espiaba a Alicia en sus clases de ballet. Una vez en el hospital, sostienen con
sus mujeres relaciones opuestas: Marcos, desesperanzado, apenas mira el cuerpo
dormido de Lidia. Benigno, desde antes enamorado de Alicia, le habla y la cuida como
si estuviera despierta. Entre ambos surge una relación de amistad basada en discutir su
manera disímbola de relacionarse con un cuerpo —el de Alicia, el de Lidia— sin
conciencia de sí mismo.

Que, de cuatro personajes, dos semejen cadáveres parecería el primero de varios


saltos cuánticos de Hable con ella respecto a una obra poblada de personajes
hiperquinéticos y en estridente celebración de la vida. El segundo sería su perfil de
atributos, que incluye a los no comatosos: rayan en lo monástico si se comparan con
cualquiera anterior.

Pero estas distancias respecto a un lenguaje almodovaresco son sólo de forma: son
despliegues con los que el director demuestra que la línea que divide el cine camp del
cine culto (el actor Charles Laughton, la coreógrafa Pina Bausch y el escritor Michael
Cunnigham son del gusto de los personajes) se parece en muchas ocasiones a la pajita
que se clava en el ojo de un crítico snob. Si en películas anteriores el exceso radicaba en
el vestuario de un personaje, en la amplitud de sus gestos o en los decibeles de sus
parlamentos, ahora es una cuestión de complejidad estructural. Y lo mismo en cuanto a
los temas: la ambigüedad sexual y el travestismo (una mujer torero, un Benigno
edípico), la incomunicación en la base de una relación amorosa (de la cual el sueño
comatoso es una metáfora extrema), y la exploración de la psicología femenina o
masculina (Benigno y Lidia son excepciones, Marco y Alicia la regla), son comentarios
que en Hable con ella se descubren a vuelta cerrada de cada escena o personaje, en vez
de ser expuestos a la intemperie del argumento.

En última instancia, de manera explícita y también en clave, Hable con ella es una
parábola sobre las dinámicas y los poderes del cine. Asiduo del cine mudo, como en
algún momento lo fue su adorada Alicia, Benigno recrea para ella las historias que ve
cada noche en la Filmoteca de Madrid (la escenificación de una falsa película muda,
donde un hombre miniatura cruza el umbral de la vagina de su amada, es el segmento
almodovaresco que complace a los nostálgicos). El fenómeno extraordinario mediante
el cual las imágenes se traducen en palabras, para después reconstruir una realidad
subjetiva, está presente desde el título y en la médula de la película: "Hable con ella",
se entenderá pronto, son las palabras con las que Benigno aconseja a Marco estimular
a Lidia, en la creencia firme de que el ser humano es receptivo a las palabras en
cualquier estado de conciencia. Es una apología del monólogo —el arte, el cine, esta
película misma—que se dirige a un interlocutor silente, cuyo interior se reconfigura
siempre para crear una realidad alterna y, por artificiosa, según el código Almodóvar,
francamente superior. ~

El crimen del padre Amaro (31 de agosto del 2002)

El cura de esta historia tiene poco de excepcional. Como en la novela de José María Eça
de Queiroz, o en la película de Carlos Carrera, personifica a un nicho eclesiástico
propenso a la corrupción. Y por la semejanza entre el revuelo que rodeó al relato en
1875 y la agitación que provoca la cinta más de cien años después, el tema ya no es
sólo la inconsistencia moral del clero católico, sino la incapacidad de sus fieles para
reconocer la evidencia.

En El crimen del padre Amaro, el libro y la película, dos cuadros de arranque dejan
claro contra qué van. En la novela, la muerte de un párroco gordo es apenas lamentada
por su comunidad. Ésta, acomodaticia y frívola, integra un muestrario humano que al
cabo se delata como el único personaje inmoral. En su versión en pantalla, ambientada
en la provincia mexicana, el cura que llega al pueblo sufre un asalto brutal. La violencia
de esta escena, tono ausente en la versión literaria, anuncia el compromiso que Vicente
Leñero, responsable de la adaptación, adquirió con las particularidades de su país al
día de hoy.

A Carlos Carrera se lo recuerda en sus mejores películas por captar las sutilezas de
los infiernos pueblerinos. Con ecos de La mujer de Benjamín (1991), y apoyado por la
veta realista del fotógrafo Guillermo Granillo, El crimen del padre Amaro tiene en estos
pilares su garantía de credibilidad. Amaro (Gael García Bernal), un cura joven e
ingenuo, llega al pueblo de Los Reyes, Aldama, y oficia bajo la supervisión del padre
Benito (Sancho Gracia). En poco tiempo descubre la relación carnal que su protector
sostiene con la Sanjuanera (Angélica Aragón), dueña de la fonda local y madre de
Amelia (Ana Claudia Talancón). Esta jovencita coqueta, calientabraguetas de
confesionario, será la causa de que el padre Amaro siga los pasos de su tutor.

Leñero hurga en los temas incómodos pero específicos de la Iglesia mexicana. El


padre Natalio (Damián Alcázar) será acusado por Benito de ayudar a los guerrilleros de
la zona. Hecho el guiño a la Teología de la Liberación y a un evocado enclave zapatista,
el guionista sirve el plato fuerte: furioso, Natalio replicará que la verdadera amenaza la
constituyen los narcotraficantes, protegidos por la Iglesia a cambio de limosnas
millonarias. Más tarda el público en reconocer las aristas del caso Posadas (la supuesta
falsificación de actas por parte de un sacerdote para exculpar del asesinato del
Cardenal a los Arellano Félix, o el opulento seminario erigido en Tijuana en años
previos), cuando una cámara omnisciente muestra al padre Benito en estrecha amistad
con el Chato Aguilar, un capo que deposita limosnas en dólares e invita al padre a
impartir sacramentos entre las columnas de su residencia art narcó. Mientras, el
pueblo admira la rapidez con que progresa la construcción de su hospital.

Fiel al original, Leñero hace de la relación entre Amaro y Amelia —tan transgresora
como puede serlo un faje debajo de un manto azul y estrellado—el escándalo que hará
de hilo narrativo. Altera en cambio la atribución de caracteres, y critica tanto la
ambigüedad moral secular como el ejercicio vertical del poder. Si Eça de Queiroz dibuja
a Amaro como alguien que eligió el sacerdocio para dejarse querer por beatas, el curita
que llega a Los Reyes escucha sucesivamente las confesiones de una pueblerina que se
toca pensando en Jesús, y las órdenes de un obispo que negocia con el presidente
municipal el lavado de su imagen pública.

Que una película siente precedentes no significa que revele algo. Lo que aporta no es
la enunciación de un problema, sino, por ejemplo, la posibilidad de representarlo en
medios sujetos a censura. El crimen del padre Amaro inaugura parámetros como lo
hizo La ley de Herodes —otro guión trabajado por Vicente Leñero—, penosamente
boicoteada en su estreno. Las dos películas apelan al sobrentendido. Si en La ley de
Herodes las disfunciones priistas eran tan públicas que permitían la sátira, los curas
pederastas denunciados en Estados Unidos han obligado a revisar el anecdotario
doméstico y a admitir que el celibato mal llevado, de la manera que sea, no es
problema, digamos, de una galaxia lejana.

Por romper un tabú temático, El crimen del padre Amaro atrae arrebatos y una
calificación moral. Pasado ese primer trago, se apoya en su cohesión narrativa, el
cuidado de su dirección y la congruencia de su escena final. Lejos de un cierre catártico,
propone un restablecimiento del orden mucho más inquietante que el caos. Esto
subraya el sello de Carrera —lo oscuro de una apariencia tranquila—y recuerda el tema
que justificó la reelaboración de una historia decimonónica: el silencio colectivo y la
perpetración del mal. Orilla a preguntarse si el actual autoexamen católico tendrá
repercusiones de fondo, o tomará la forma de un nuevo capítulo —las intenciones
fallidas—en una versión de Amaro con vigencia en el siglo veintidós. ~

Un noir metafísico (30 de junio del 2002)

En el prólogo al guión publicado de El hombre que no estuvo, Roderick Jaynes, el editor


de cabecera de Ethan y Joel Coen, se adjudica la autoría del título. Los hermanos
querían algo "más poético", dice Jaynes, y por un momento parecían haberlo
encontrado. La película pudo haberse llamado El otro lado del destino. El título les
gustaba a ambos, aunque a uno de los dos —siempre es indistinto a cuál— lo
atormentaba una sola cuestión: ¿Tiene lados el destino? Y si es así, ¿cómo saber si es
un lado o varios lados? Y si son varios, ¿cuántos en total?

El debate duró hora y media, al término del cual se abortó la pregunta. Jaynes,
mientras tanto, trataba de hacer cuadrar trozos de una película filmada por personas
—escribe—"ignorantes de los principios más simples de la construcción escénica".

La anécdota es ilustrativa del principio de realidad bajo el que operan las dos figuras
de culto del cine independiente estadounidense: toda acción genera una reflexión
torcida sobre sí misma, y la lógica será implacable siempre y cuando obedezca a una
premisa absurda.

El principio se extiende a su más reciente película, un noir metafísico ubicado en los


años 40, donde el protagonista, un barbero de pueblo, observa la descomposición de su
vida sin apenas mover un dedo. Edward Crane (Billy Bob Thornton), con un cigarro
siempre colgándole del labio, da la impresión de vivir una vida asignada por otro,
resultado de decisiones tomadas por default. El día en que un hombre lo visita y le
propone una sociedad para fundar una lavandería en seco, la posibilidad le provoca
algo parecido al entusiasmo. Necesita, sin embargo, conseguir una cantidad de dinero
difícilmente acumulable en propinas por cortar el pelo. La manera de conseguirlo se le
revela una noche en que descubre que su esposa (la estupenda Frances McDormand)
puede estar teniendo un affaire con Big Dave (James Gandolfini), jefe de ella y amigo
del matrimonio Crane. Así se fragua en el cerebro de Edward el plan
quintaesencialmente coeniano: enviar un anónimo a Big Dave amenazando con
descubrir su affaire al esposo de su amante (es decir, a él mismo), y vender su silencio
justo por la cantidad necesaria para cofundar su empresa lavandera. Descubrir la
infidelidad de su esposa es un propósito secundario.

La premisa hace referencia a las clásicas del cine negro —es una variante de Double
Indemnity, adaptación de Billy Wilder a la novela de James M. Cain—pero, sobre todo,
a la propia filmografía de los Coen y a la noción de azar que determina la acción de
cada una de sus películas: si algo en un plan es mínimamente falible, este detalle
dejará de serlo y adquirirá proporciones de bola de nieve en caída.

Última encarnación de una saga de personajes lastimeros, Edward Crane es el


hombre común rebasado por las circunstancias que ha protagonizado, con distintos
nombres, la veta policiaca de la filmografía Coen. Esta vez, lo rebasan tanto que ni
siquiera se entera. Culpable de desgracias y de las consecuencias de esas desgracias,
Crane observa impasible cómo otros purgan por él. La impunidad se le presenta como
un infortunio más, que invade al hombre con la sospecha de que es preferible un
castigo verificable a una escapatoria inexplicable que acabe por privarlo de su
identidad de rufián.
Un manifiesto unívocamente coeniano es enunciado por la voz en off con la que
arranca su primera película, el thriller psicológico Simplemente sangre: "No importa si
eres el Papa en Roma, el Presidente de Estados Unidos, o incluso El Hombre del Año:
algo siempre puede salir mal." Es, sin duda, el prólogo más conciso a una filmografía
consagrada al tema de la mala suerte.

Diecisiete años después de Simplemente sangre, a la cláusula podría agregarse:


"Tampoco importa si eres un Don Nadie." La tríada de perdedores integrada por los
protagonistas de El gran Lebowski (98), Fargo (96) y El hombre que no estuvo lo
demuestran con creces. Sus únicas acciones orientadas a un fin —recuperar un tapetito
miserable, autosecuestrar a la esposa para sacarle dinero al suegro, chantajear al
amigo con un anónimo—tienen desenlaces conflictivos en desproporción.

A diferencia de aquel noir debut, e incluso de Fargo (96), la otra película de desastre
autoinducido con la que El hombre que no estuvo guarda semejanzas estructurales,
ésta última prescinde de los recursos gore y los gags estéticos que suelen tentar a los
Coen. Filmada en pulcro blanco y negro, y de composición tan estilizada que se ha
ganado más elogios que la trama misma, la película revela por un lado su intención de
ser un homenaje genérico más que un verdadero neonoir y, por otro, su carácter de
ensayo metafísico más que de relato sangriento. El hombre ausente de su propia vida,
caso extremo de destino fallido, es quizá el único personaje al que los Coen han dotado
de una carga alegórica sobre la imposibilidad de controlar la existencia propia.

Mucho menos ácida que Fargo, no tan graciosa como El gran Lebowski, y apenas
enigmática como Barton Fink (91), El hombre que no estuvo dista mucho de ser, bajo
esos parámetros, la mejor película de la mancuerna. Sí es, en cambio, una apuesta que
nace de una concepción narrativa y un diseño estético reposados, y no tanto del chiste
privado al que los hermanos han recurrido innumerables veces. Conocidos por tratar a
sus personajes con distancia y sorna contagiosas, esta vez los Coen le reservan a su
protagonista el beneficio de encontrar el sentido último de su no-vida. Las vueltas y
callejones, mirándolos en perspectiva, le transmiten al final del camino "algo parecido
a la paz". Se trata, reflexiona el barbero, de ver el laberinto a distancia. Viniendo de los
cineastas a quienes los habitantes de Minesota les reprocharon retratarlos como gente
que dibuja patos y aplaude los shows de José Feliciano, la introspección conciliadora de
Crane es, por equivalencias y a su raro modo, una atisbo a lo que sería la veta
humanista de la filmografía Coen. Una rareza, por lo demás: Crueldad intolerable es el
título de trabajo de su próxima filmación. ~

La última carcajada de Cuarón (31 de mayo del 2002)

Cero y van dos. Primero el mundo se nos mostraba tan diverso como para tener a
Woody Allen declarando que Amores perros le parecía una "obra maestra", y a un
reputado crítico mexicano lamentándose por su falta de ritmo. Ahora, cuando en
contra de las probabilidades Y tu mamá también, de Alfonso Cuarón, sigue los pasos de
ésta en cuanto a internacionalización se refiere, la película se perfila como nueva bestia
negra de la opinión especializada en México.

Un paréntesis para diferenciar los casos: la primera exhibición nacional de la cinta


de González Iñárritu ya estaba legitimada por el Gran Premio de la Semana de la Crítica
en Cannes. Más allá de que ésta tuviera virtudes, no era extraño que la crítica
mexicana, salvo excepciones, comulgara con los criterios del jurado francés. Cuando Y
tu mamá también, por el contrario, partió de México sin más mérito que registrarse
como la película nacional más taquillera de la historia —su primer pecado—, las plumas
de nuestros críticos ya se habían entregado a plasmar lo que sus fieros empuñadores
pensaban. Y lo que pensaban, más o menos, era que se trataba de una historieta
infantil y vergonzante, protagonizada por adolescentes imbéciles y patológicamente
lascivos, desfasada de la realidad nacional y moralina hasta sacar ronchas. Porky's a la
mexicana, patrocinada en secreto por Bimbo.

Algunos meses después, revistas y diarios extranjeros opusieron a estos términos


otros un tanto distintos. La clásica The New Yorker, la canónica Sight and Sound (con
un primer plano de Gael García en portada) y otras como Rolling Stone y Esquire,
calificaron a Y tu mamá también como una de las películas más brillantes,
introspectivas y artísticamente logradas del 2001. Elvis Mitchell, del periódico The New
York Times, concluía su nota asegurando que el público abandonaría la sala habiendo
visto algo inolvidable. Para Anthony Lane, veterano de The New Yorker y punzante
hasta la crueldad, el tramo de adolescencia reconstruido por Cuarón contenía todos los
elementos presentes en la vida humana. En prácticamente todas las reseñas, los
protagonistas eran descritos como entrañables y dramáticamente vivos.

Que la confianza en la apreciación doméstica se haya visto resquebrajada no es algo


que en este país se tenga por una decepción. Tampoco los entusiasmos foráneos
nacidos de una visión folclórica. Lo interesante, quizá, es que entre "adolescentes
subnormales" y "personajes emblemáticos" hay una brecha de perspectiva que a)
denota ceguera o corrupción en una de las partes, b) hace pensar que Cuarón
distribuyó copias distintas o c) sugiere que el problema no empieza ni termina con la
cinta, sino con los parámetros del análisis.

La opción "a" es descartable porque los críticos que aquí se aluden, de uno y otro
lado, ostentan prestigios de carrera larga. La "b" es un chiste malo en su nivel literal,
aunque en el metafórico tiene algo de verdad. El punto "c" esclarece esta verdad: quizá
los críticos ven cosas diferentes, porque los extranjeros se enfrentan a una película
como cualquier otra, y los mexicanos, a una película mexicana. Y esto último, lo
sabemos, lleva consigo fatigosas tareas, como especular si es subsidiada o no,
averiguar si el director es discípulo de una vaca sagrada, o predecir si el crítico del
bando contrario va a escribir a favor o en contra.
Esto nunca se expresa así, sino que toma la forma de agudos juicios
cinematográficos. Tanto detractores como entusiastas de Y tu mamá también discuten
sobre los mismos puntos: la procacidad del lenguaje —si es necesaria o efectista—, la
celebración de la libertad sexual —si es honesta o contradictoria— y el tangencial
tratamiento sociopolítico —si es superficial o fiel a una realidad donde los estratos
coexisten sin tocarse.

Para rebatirlos desde la misma lógica y señalar la fragilidad de los ataques, ayuda la
observación que hace el crítico Paul Julian Smith, de la revista británica Sight and
Sound: acusar a Y tu mamá también de crudeza o inmadurez, dice, es confundir el
punto de vista de los personajes con los de la película misma. Siguiendo la premisa de
Smith, creer que la cinta es adolescente porque los dos protagonistas son dibujados con
los rasgos de la pubertad —la sobrecarga de testosterona y el lenguaje escatológico—
equivale a pensar que Taxi Driver es una película condenable porque propone salir a
limpiar la calle de indigentes y yonquis.

Y no es que se necesite el argumento de un güero para aprender a pensar: tan


primitivo es sentirse legitimado por los ojos de fuera, como rechazar sistemáticamente
un tipo de cine mexicano que no se pretenda trascendente.

Quienes hemos defendido la película desde un principio, lanzamos esta piedra sin
culpa: si cada vez más la tarea del director mexicano será dar la espalda a los pretextos
que le da México para hacer una cinta que explote la identidad, el crítico tendría que
hacer lo propio y dejar de ver en cada cinta una metáfora fallida o lograda del país en
transición, un modelo inspiracional para mejorar el léxico de nuestros adolescentes, y
de especular sobre si el regreso al terruño de un director emigrado a Hollywood vuelve
su película malinchista o patriotera o todo lo contrario.

Cuando, hace algunas semanas, la radio bbc de Londres incluyó en su programación


la entrevista telefónica con críticos mexicanos, para opinar sobre las producciones del
país con criterios distintos a los anglosajones, el motivo de su decisión resonó por su
sabiduría críptica, que no deja el beneficio de la duda sobre al final quién tenía razón.
"Queremos críticos mexicanos", dijo la jefa de programación, "porque a la luz de su
cinematografía reciente nos queda claro que saben de qué hablan". Solicitaba, sobra
decirlo, una reseña esclarecedora de la película Y tu mamá también. -

Entrevista con Alejandro González Iñárritu (31 de marzo del 2002)

Alejandro González Iñárritu saltó a la fama mundial con Amores perros, película que ha
sido aplaudida en los cuatro rincones del planeta. En esta entrevista se deja ver el cine
de mañana: digital, interactivo, no lineal, fragmentado y libre de conclusiones.

No siempre ocurre que la historia de una película y su vertiginosa celebridad se


conviertan, simultáneamente, en el análisis de sus repercusiones al interior de una
cinematografía. En adelante, será imposible referirse a Amores perros sin aludir, de
golpe, al caso más dramático y solvente de internacionalización del cine mexicano. El
fenómeno, con todo y su apariencia celebratoria, tiene una contraparte dolorosa: el
cuestionamiento sobre las causas que lo habían aplazado. El nombre que de un día a
otro pasó, de pertenecer a un publicista prestigiado pero relativamente anónimo, a
moneda corriente entre iconos establecidos del cine alrededor del mundo es, por ello
mismo, una referencia andante de esta evolución tan abrupta como sintomática,
contradictoria y por tanto esclarecedora. Desde Los Ángeles, ciudad en la que reside
actualmente, González Iñárritu observa, con distancia literal y figurativa, los primeros
brotes aislados del movimiento que pondrá fin a la era primitiva, excepciones tácitas,
del primer siglo de cine.

Cuando se habla de un medio de naturaleza tan híbrida como el cinematográfico


—mezcla de industria, recursos tecnológicos y elementos narrativos y audiovisuales—,
¿hacia dónde apunta la idea de modernización?

Podemos hablar de dos partes: la parte técnica y la fílmica, porque el cine se reduce
finalmente a contar una historia con imágenes. En lo que se refiere al proceso técnico
de realizar una película, en los últimos cinco años el cine ha dado un giro de 180
grados. Las posibilidades y herramientas con las que puedes contar hoy son inauditas.
Ya no hay impedimentos para contar una historia.

¿Y tener a la mano todas las herramientas técnicas equivale a decir que se ha


alcanzado un tope en la posibilidad de experimentar?

No, yo creo que todavía estamos en un proceso equivalente a cuando en la música


se inventaron los sintetizadores: ya se podía tener en un teclado la batería, ya se podía
tocar en un teclado la guitarra, ya empezaba a existir el sampleo, pero faltaba saber
cómo establecer relaciones. En cine se está utilizando la tecnología, pero subordinada
todavía a los lineamientos de narrar una historia.

Y en tanto que la tecnología dará la pauta para la futura experimentación, ¿qué


tanto la modernización es un eufemismo para hablar del desarrollo de la industria?

Sí hay, evidentemente, una industria detrás de todo. También están los avances en
la reproducción de cine —el dvd—, que están representando el inicio de algo tremendo
por venir. La gente ya no sólo puede ver cine en sus casas, sino que puede explorar las
escenas. La interactividad que existe va a ir creciendo hasta que existan los dvds donde
tú vas a poder meterte a una escena, o a la escena donde filmó el otro director, o a
finales totalmente distintos. Por otro lado, la distribución va cambiar total y
absolutamente. El cine será digital, se va acabar eso de mandar las copias en 35
milímetros por todos lados como en la película italiana Cinema Paradiso. Aún en las
salas ultramodernas, el cine sigue viéndose igual a como se veía en París hace cien
años: el fotograma dando vueltas de 24 cuadros por segundo. Eso es lo que no ha
cambiado, lo que está a punto de cambiar, y lo que va a ser revolucionario. Hoy la
distribución es muy cara, y hace que las películas no se vean en muchas partes del
mundo. Cuando la distribución sea por computadora, las cintas van a estar bajadas
digitalmente; un tipo va a poder enviar una película de esta manera hasta Tombuctú, y
no va a haber un costo por la copia. Una de las claves de la modernización está,
definitivamente, en la distribución.

Con la perspectiva que te da residir en Los Ángeles, ¿en qué estadio de este
proceso tecnológico-creativo consideras que se encuentra México?

Estamos muy atrasados. Para arrancar todo este proceso, primero tendría que
haber una industria, y todavía no existe. El que haya doce o quince películas al año no
quiere decir nada. Estamos muy lejos todavía de esa revolución tecnológica.

¿Por eso que emigraste después de Amores perros?

No, fue por motivos personales.

¿No fue porque consideraste que tu siguiente película pediría mucho más de lo
que dispondrías aquí?

Creo que sí hay limitaciones evidentes, no sólo económicas, sino porque es muy poca
la gente con la que puedes contar. Además, creo que como artista tengo el compromiso
de explorar.

¿Dirías que Hollywood cumple, en algún sentido, con el estándar de absoluta


modernidad?

Para nada. Aun con el desarrollo tecnológico del que hablo y con el tradicionalismo
de ejecución que tiene, están contando las mismas historias de siempre. Son las
mismas fórmulas, sólo que ahora mejor filmadas y mejor producidas. Y eso no tiene
nada que ver con el cine. Por eso al principio te dije que existe la revolución
tecnológica, pero que el desarrollo del cine —a diferencia de otras artes que han
evolucionado en sus procesos, estilos y exploraciones—ha sido lineal, primitivo.

Peter Greenaway, el gran iconoclasta de las formas convencionales, afirma que


después de cien años se siguen produciendo nada más que guiones coloreados.

Estoy totalmente de acuerdo. Por la misma fragmentación a la que actualmente


estamos expuestos, y que cada vez asimilamos mejor, creo que ya está empezando a
surgir una serie de películas que juegan con la estructura y con la forma de contar una
historia. Lo hizo Kurosawa con Rashomon, por ejemplo, o Faulkner en literatura, pero
en cine siguen siendo muy pocos los ejemplos.

Creo que David Lynch es un gran experimentador, o Christopher Nolan con


Memento. Creo que Amores Perros exploró eso de alguna u otra forma. No es nada
nuevo, te repito, pero ahora se da con mayor frecuencia como vía de exploración, y,
sobre todo, hay más gente dispuesta a ver y a que le gusten esas películas.

Aunque no parecería una decisión colectiva consciente. ¿Dirías que la gradual


aceptación del espectador tiene que ver con su propia evolución en la forma de percibir
la realidad ?

Sí, creo que la gente ya está viviendo una vida con mucho estrés y ya no es fácil
librarse de él .

¿Llegará el momento en que la representación lineal y realista en el cine se


considere algo del pasado?

Total y absolutamente. No es que se vaya a considerarse moderna o vieja, sino que


va a ser muy difícil mantener al público con una historia lineal de un sólo personaje. Lo
clásico es lo clásico, no quiero que se me malinterprete. Tú vas a poder ver El padrino
en cien años, y seguirá siendo una gran película. La modernidad es más que cosas que
sean fragmentadas: es una posibilidad de exploración. Tuve la oportunidad de conocer
a Martin Scorsese hace unos meses, y me dijo que estaba sufriendo con la misión de
mantener al público tres horas y media con una historia. Le dije que yo admiraba y
respetaba a quien pudiera hacer lograrlo, y él —que se dice fan de Amores perros—me
contestó que para él lo difícil era eso de contar tres historias que se entrecruzan,
porque la gente lo que quiere es una pregunta dramática, brincar de un lado a otro,
cuestionarse cada minuto del pinche guión. Así que la fragmentación es una de las
alternativas de la modernidad, pero no la única. Por eso respeto tanto a un director
como Scorsese, que pueda mantener al público sentado en su silla. Creo, simplemente,
que si el cine no explora por esos caminos, se va a quedar estancado.

¿Esta búsqueda está presente en tu próxima película, 21 gramos?

Si, vamos [Guillermo Arriaga y yo] a explorar esa posibilidad. No sé si vamos a salir
triunfantes, pero esta película es un intento de contar una historia de otra manera. Se
trata de hacer una película desde una teoría puntillista, donde si tomas perspectiva, los
puntos adquieren una forma y sentido. Amores perros, fue un pequeño ladrillito. Con
21 gramos va a arriesgar mucho más, y me emociona la idea.

También se ha abandonado la sintaxis tradicional en su forma más extrema, que


es la relacionada con la conclusión. Ya no se exige que las películas se resuelvan, que
tengan un final tal y como lo conocemos.

Creo que la gente espera, más que un final, un statement del director. Hay una
película deliciosa, Mulholland Drive, la última de David Lynch, que es una locura: no se
entiende nada, pero que a mí en lo personal me valió madres no haberla entendido. Es
como un cuadro abstracto: no tienes que entenderlo. Es algo que Godard a veces ha
logrado —a veces falla, y mucho—, porque en muchas de sus películas uno dice: no sé de
qué trató pero sentí algo. O el mismo Nanni Moretti con sus documentales raros, en los
que de pronto se llega al momento poético. Él dice: vamos a ver dónde murió Pasolini, y
con su moto empieza a dar vueltas en el lugar donde asesinaron a Pasolini. Da vueltas
y vueltas, y es una toma aérea. De pronto se escucha una música. Y de pronto, sin
saber por qué, empiezas a sentir algo. Destellos ha habido siempre, pero creo que este
cine está empezando a permear en las audiencias masivas. Como cuando ir a una
exposición de Monet se consideraba una rebelión.

Y tú te sientes parte de esto...

Me siento mucho parte de esto, y de hecho 21 gramos es parte de eso. De esos


intentos es de donde va a venir la modernidad. En México la desgracia es que ni hay
industria, ni hay tecnología, y con la narrativa hubo este cine de autor que era una
borrachera: no pertenecía a ningún movimiento, ni a ninguna exploración de ninguna
especie, sino que era una masturbación intelectual espantosa.

¿Extenderías esto a Latinoamérica y España?

Creo que en España hay industria, aunque también creo que muchas veces se cae en
esta cosa de provincia retrógrada, localista. Mi película va estar hablada en inglés pero
filmada en español. El arte no debe tener ese tipo de limitaciones.

Ahora: para también ser justo con México y Latinoamérica, algo que sí tiene como
ventaja sobre otros países, y en especial en Estados Unidos, es la calidad de la gente. Si
en Estados Unidos se hacen 300 o 400 películas al año, y en México se hacen doce, yo
diría que en México por lo menos hay seis películas al año —la mitad del total—con una
gran intensidad y una exploración de problemas, mientras en Estados Unidos apenas se
salvan cuatro.

Aunque estén mal ejecutadas, o sin rigor, o sean fallidas en general, las películas en
México y América Latina contienen un tema humano, cosa de que carece la industria
americana —con toda su técnica, con todos sus recursos, pero hambrienta de esas
historias. –

Sainetes burocráticos (31 de enero del 2000)

El teatro acapulqueño Juan Ruiz de Alarcón ocupado a su máxima capacidad; el


escenario, repleto de organizadores, directores, actores y productores —franceses y
mexicanos—, participantes del Cuarto Festival de Cine Francés, llevado a cabo en el
Centro de Convenciones en noviembre pasado. Casi al final de la ceremonia inaugural,
el público mexicano reclamó a grito pelado la omisión que el director de Imcine,
Eduardo Amerena, hizo de la película La ley de Herodes, dirigida por Luis Estrada,
planeada para proyectarse el viernes 12 de noviembre. El reclamo no obtuvo respuesta
ni reacción de Amerena, abanderado de la delegación artística nacional. Entonces
Damián Alcázar, protagonista de la película, secuestró el micrófono del pódium e,
indignado, informó al público —y a las cámaras de televisión, a la prensa y a todos los
medios presentes— que la película de Estrada había sido excluida del festival por
órdenes de "arriba", una voz tan abstracta como atribuible a cualquier funcionario de
la Secretaría de Gobernación que, alegando irregularidad en las licencias y permisos
para la proyección, pretendió retirar a última hora una película que había cumplido con
todos los requisitos burocráticos. (Estrada, previendo la censura, registró cada una de
las modificaciones en su guión. No había ninguna irregularidad legal que impidiera el
estreno de su película.)

La indignación colectiva fue contundente: el público mexicano y una delegación


francesa confundida, pero muy solidaria, atrajeron la atención de los medios al punto
de obstaculizar la ceremonia inaugural. Al día siguiente, la noticia ocupaba las
primeras páginas de los periódicos defeños y también se había difundido por televisión.
En fin, que, debido al escándalo, La ley de Herodes se proyectó a la hora programada,
ante un público tan numeroso como el que sólo se reúne para ver una cinta prohibida.
Este fue el detonante del caos, de la realidad que a últimas fechas ha probado, siempre
en el caso de México, ser más extravagante que la ficción de su cine: la prohibición,
restitución y sucesivas prohibiciones y restituciones de la exhibición de La ley de
Herodes, una película sin precedentes en la historia del cine mexicano.

Más impactados que capaces de apreciar el valor real de la película, los


espectadores de aquella exhibición costeña nos intuimos cómplices y pioneros de una
audacia cultural que tendrá que encontrar su continuidad y perfeccionamiento. No es
poca cosa el hecho de que, por primera vez en la filmografía nacional, los partidos
políticos (con nombres e insignias) hayan aparecido no sólo insinuados: también las
dinámicas priistas —desde tiempos de Alemán, el año 49—, las denuncias a un pan
bifrontal y resentido, el desenmascaramiento del poder clerical y el reclamo a la voraz
intervención norteamericana. La historia es la de Juan Vargas (Damián Alcázar), un tipo
mediocre y sin carrera política, que, justo por esa "cualidad", es designado presidente
municipal de un pueblucho inhabitable en donde se topa con dificultades sociales
irresolubles. Vargas, aunque asume su puesto con buenas intenciones, se topa con los
verdaderos rectores del pueblo: la matrona de un burdel que paga sus impuestos con
putas, un sacerdote que le pone precio a la salvación de los fieles y un gringo que cobra
su "asesoría técnica" con los favores de la Primera Dama del municipio.
Reconociéndose impotente, Vargas le pide ayuda al superior que lo designó; de vuelta
en el pueblo, carga una pistola y una Constitución que —metafórica y literalmente—se le
cae de las manos. Las tentaciones inherentes al ejercicio del poder lo transformarán en
el monstruo que se gesta en todo mandatario: Vargas aprende a transar, confundir y
asesinar. Al final de la cinta, el dibujo del personaje es el arquetipo del político
mexicano de este siglo.
La factura de La ley de Herodes es de cierta rusticidad que, sin embargo, no le resta
valor a la representación del asunto. Tanto los escenarios como algunos objetos (como
la Constitución), son tan artificiosos y voluntariamente exagerados en sus dimensiones,
de tal forma que la estética de la cinta podría calificarse aventuradamente como
"expresionismo mexicano". Lo mismo se aplica a los personajes: caracterizaciones en
tono de farsa que buscan ser arquetipos del imaginario político mexicano. Esta
abstracción en la puesta en escena contrasta favorablemente con el referente real de la
podredumbre en el sistema político nacional. La cinta, que se beneficia con excelentes
interpretaciones de algunos de los mejores actores nacionales —Damián Alcázar, Pedro
Armendáriz, Leticia Huijara, Juan Carlos Colombo, entre otros—, es efectiva en su
dinámica narrativa y no se debilita por sus posibles fallas. Quizá pueda acusársele de
un énfasis excesivo en el tono satírico, de una sobrecaricaturización, o de la explotación
de toda anécdota fársica posible; y sin embargo, como la pionera temática que es, la
cinta de Estrada tiene como consigna la exploración a fondo, a riesgo del trazo burdo,
de un terreno hasta ahora vedado para los cineastas mexicanos.

Quien dé crédito al impacto de las manifestaciones culturales sobre la coniencia


colectiva, sabrá que La ley de Herodes no sólo inaugura una veta temática
impostergable en el cine mexicano; más aún, la cinta estimula al público con su código
de honestidad, y reconoce en cada espectador al ciudadano desencantado de un
aparato gubernamental absurdo y dictatorial.

Contra todo lo esperado, la cinta se exhibió en la capital a menos de un mes de su


primera proyección, aunque sólo en dos salas y sin publicidad previa. Poco nos duró el
gusto: a los pocos días, ya se rumoraba su salida de esa limitada cartelera, sin cumplir
los quince días mínimos de exhibición que establece la Ley Federal de Cinematografía.
Como era de esperarse, este súbito estreno y la inmediata retirada de las salas
capitalinas no fueron sino una estrategia para espolear al Perro y obligarlo a presentar
una demanda que iniciaría un proceso legal lo suficientemente extenso como para
postergar el estreno comercial de La ley de Herodes hasta pasado el periodo electoral.
Entre tanto, la salida de Amerena como presidente del Imcine, la indignación de la
comunidad cinematográfica y el "lavado de manos" por parte de todo funcionario al
que se achaca alguna responsabilidad —por haberla autorizado, proyectado o
censurado, ya da igual—proporcionan cada día material digno para agregar secuencias
frescas y realistas a La ley de Herodes, a este punto, pálida e inocente paráfrasis de su
universo. -—Fernanda Solórzano

Stanley Kubrick (1928-1999) (30 de abril de 1999)

Los obituarios para Stanley Kubrick se notan afectados por una falsa resignación.
Aunque ya septuagenario al momento de su muerte —el pasado 7 de marzo, en su
residencia londinense—, el cineasta era un improbable candidato al olvido inmediato.
Difícilmente uno piensa que —como sucede en los casos de glorias cuya presencia en
este mundo era ya espectral— la prensa guardaba en sus archivos un machote del tipo
fill in the blanks sobre la vida del gran cineasta, sus grandes aportaciones, sus películas
imprescindibles. Tampoco el público ni sus colaboradores —mucho menos él mismo—
lo intuían fulminado por un ataque al corazón: horas antes de muerte, planeaba por
teléfono algunas estrategias de venta para su recién concluida Eyes Wide Shut, con
Nicole Kidman y Tom Cruise (dejando de lado prejuicios contra Hollywood, el carácter
post mortem de la cinta desviará la atención de la falta de rigor que se olfatea en el
reparto). Más allá del estreno próximo y de su plena actividad, Kubrick se resiste a ser
un recuerdo en tanto pionero de las tendencias más actuales del cine estadounidense:
Naranja mecánica inauguró en 1971 (junto con Perros de paja, de Sam Peckinpah) la
era de la "ultraviolencia" en el cine comercial de ese país. Es también representante de
la fusión, en las últimas tres décadas, de los límites entre el cine de géneros, anterior a
la ruptura de los sesenta, y el cine de tesis que le siguió. Los nuevos auteurs, de los que
Kubrick fue un caso emblemático, transgreden las reglas genéricas para filtrar sus
constantes y obsesiones.

Con una filmografía que incluye películas bélicas, policiacas, épicas, de ciencia
ficción, de terror y hasta comedias, este director, nacido en el Bronx y representante
prototípico de la intelectualidad judía liberal del este de los Estados Unidos, alteró en
cada una de ellas las normas convencionales a través de un rigor que le valió ser
distinguido como uno de los directores más pesimistas de la actualidad (fue también
acusado de ser un formalista extremo: Susan Sontag calificó a 2001: Odisea del espacio
como un ejemplo perfecto del cine que reflejaba la estética fascista, de imágenes
subyugantes). También los aniversarios lo habían hecho presente. Entre tantas
incertidumbres que nos trajo la conmemoración mundial de los 30 años de 1968,
contamos con la certeza de que 2001 es una de las cintas más importantes del siglo. En
ella el género de la ciencia-ficción es transgredido y el filme evoluciona para
convertirse, al lado de Blade Runner, en la reflexión cinematográfica más fascinante
sobre la condición humana y su angustiosa relación con el desarrollo de la tecnología y
el perfeccionamiento de la inteligencia artificial. En este año, el centenario del
nacimiento de Vladimir Nabokov y el estreno en cine de la nueva Lolita lo traen a
colación como el primer osado en adaptar la deliciosa e inaprehensible historia de
amor pedófilo.

De entre los iconos populares del siglo que concluye, quizá Hal 9000, la
computadora protagonista de 2001, capaz de pensarse a sí misma —el extremo más
acabado de la inteligencia artificial—, asesina y falible al sentirse amenazada, resulte
el más profético sobre la condición del hombre abandonado a las preguntas del
próximo milenio. Stanley Kubrick se extingue a la par del siglo y —víctima de una
muerte que pareciera, por imprevista, ominosa— encarna la incertidumbre sobre el
destino humano, angustia que yace en el centro de su mitología. -
Casanova y Mastroianni (31 de enero del 1999)

Quizá el bicentenario luctuoso de Giacomo Casanova deba ser ocasión para


homenajear, más que a sus discípulos e imitadores, a los más entrañables
anticasanovas del arte, la literatura y el cine. Para no cruzar las fronteras italianas,
bastaría recordar a su compatriota, el también desaparecido Mastroianni, como el
responsable de invertir el mito de Casanova y hacer de esa transformación una de las
características distintivas de los años de oro del cine de ese país. Mastroianni debe ser
uno de los seductores más torpes, confundidos y fracasados de la historia del cine
moderno, y, en la misma medida, de los más irresistibles. Sus personajes más
celebrados

parodian la noción arquetípica del seductor: la subversión de los viejos mitos fue,
justamente, la reacción del neorrealismo italiano en contra de los cánones idealistas
del cine fascista de los años cuarenta, La dolce vita (Fellini, 59), Divorcio a la italiana
(Fermi, 60), y Ocho y medio (Fellini, 63), entre muchas otras cintas protagonizadas por
el actor, presentan la figura de un Casanova evasivo y culpígeno, una total
contradicción en términos. Y esto, la evasión y la culpa, se dio en el mejor de los casos:
el ejemplo más extremo de anticasanovismo –la ruptura con el mito– es representado
en El bello Antonio (Bolognini, 60), cinta en la que Mastroianni interpreta a un seductor
siciliano con problemas de impotencia:

la popularidad de este personaje le valió al actor ser conocido en adelante como “el
bello Marcelo” –la impotencia, entonces, acabó siendo lo de menos. Los papeles que
Mastroianni interpretó en los sesenta –durante la última etapa del neorrealismo y en
los umbrales de la modernidad cinematográfica– constituyen un desafío abierto a uno
de los valores esenciales de la sociedad patriarcal italiana: la virilidad. Si el bello
Marcelo derrumbó el mito de un seductor explícitamente sexual, cabría preguntarse
cuáles son las argucias que un Casanova contemporáneo esgrime para preservar su
reputación de conquistador: ¿el alarde intelectual o un astuto despliegue de
inseguridad? — Fernanda Solórzano

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