En Buenos Aires, a los 19 días del mes de septiembre de dos
mil ocho, reunidos los Señores Jueces de Cámara en la Sala de Acuerdos
fueron traídos para conocer los autos seguidos por "PONTORIERO FRANCISCO C/ LUZERNE INVESTIMENT SA Y OTRO S/ Ordinario ” (expte. n6817.01), en los que, al practicarse la desinsaculación que ordena el artículo 268 del Código Procesal Civil y Comercial de la Nación, resultó que la votación debía tener lugar en el siguiente orden: Doctores Monti, Caviglione Fraga, Ojea Quintana . Estudiados los autos la Cámara plantea la siguiente cuestión a resolver. ¿Es arreglada a derecho la sentencia apelada de fs. 457/469? El Señor Juez de Cámara Doctor José Luis Monti dice: I- Viene apelada la sentencia de fs. 457/469 por la cual el primer sentenciante rechazó la demanda por daños y perjuicios que dedujera Francisco Antonio Pontoriero contra Luzerne Investment S.A. Sociedad de Bolsa y Héctor Edua rdo Montes. II- En su escrito de inicio, dijo el actor que en agosto de 1997 había depositado en la firma Luzerne Investment 27.398 acciones de Pérez Companc S.A. en la cuenta n° 4049, con la finalidad de venderlas. Relató que había sido asesorado por el codemandado Montes, mandatario de la referida sociedad de bolsa, quien se habría ganado su "más absoluta y entera confianza" y, debido a sus consejos, sólo vendió 7.398 acciones, manteniendo en depósito las restantes 20.000. En octubre del mismo año, pese a una baja del mercado accionario, Montes le habría sugerido no vender, ofreciéndole "alquilar" esas acciones con una renta de $800 mensuales, lo que habría aceptado. Sin embargo, se habría tratado de un engaño con el objeto de inducirlo a firmar los documentos necesarios para transferir sus acciones a la cuenta 4051, perteneciente a otro cliente de Luzerne, la firma Owen Hill, sin ninguna contraprestación a cambio. Añadió que esa operación se había realizado en dos ocasiones: la primera entre enero y comienzos de mayo de 1998, en esta oportunidad las 20.000 acciones habían sido restituidas a su cuenta, pero no sucedió así en la segunda transferencia, concretada el 27 de ese mes, ya que las acciones transferidas nunca le fueron devueltas. Expresó el actor que ante esa situación habría concurrido a la firma demandada junto con un sobrino para requerir explicaciones, pero sus directivos se limitaron a decirle que las acciones habían sido transferidas y para cualquier reclamo debía dirigirse a cierto abogado, a quien acudió sin recibir ninguna explicación. Envió una carta documento intimando la restitución de las acciones sin obtener respuesta. Formuló entonces una denuncia ante la Comisión Nacional de Valores y una denuncia penal, sobre cuya base se instruyó una causa que concluyó con un sobreseimiento de los aquí demandados. El trámite administrativo abierto ante el organismo de contralor, pese a un progreso inicial, habría quedado trunco ante el resultado de la causa penal. En virtud de tales antecedentes, concluyó que no sólo correspondía la restitución del valor de las acciones, sino también la reparación de los perjuicios padecidos, a cuyo fin invocó promiscuamente diversas normas sobre responsabilidad civil. Reclamó la suma total de $ 182.000, la que discriminó así: $ 110.000 en concepto de daño material, $ 21.400 como pérdida de chance y $ 50.000 como daño moral. III- El traslado de la demanda fue contestado por el liquidador de Luzerne Investments S.A., quien se opuso al progreso de la acción y dedujo excepción de prescripción. Admitió haber intervenido en el depósito de las acciones mas desconoció todo lo actuado por el codemandado Montes, el cual habría obrado en las operaciones de que se trata por su cuenta y no en representación de la firma, de modo que el eventual obrar ilícito de aquél no comprometía la responsabilidad de ésta. Manifestó que esa circunstancia había sido admitida por Montes en la causa penal, de la cual surgiría la verdadera versión de los hechos. Advirtió que el actor se encontraba lejos de ser una persona inexperta en la materia, pues habría realizado diversa y variada cantidad de operaciones bursátiles. El codemandado Montes contestó demanda en similares términos en fs. 80/84. IV- El magistrado de la instancia anterior desestimó la defensa de prescripción opuesta por los demandados –decisión que se encuentra firme- y rechazó la demanda. Para resolver así, consideró que la cuestión sub lite coincidía sustancialmente con la investigada en sede penal, esto es, la estafa, el engaño o ardid atribuido a Montes, sería el mismo por el cual se lo había sobreseído en esa sede, de manera que tal decisión impediría un nuevo análisis del caso en este proceso. A mayor abundamiento, sostuvo que no se había acreditado una vinculación entre Owen Hill y los demandados por la cual éstos tuvieran que responder por el destino que esa firma hubiera dado a las acciones de Pontoriero. Incursionando luego en los motivos que habrían inducido a éste a suscribir los documentos para la transferencia de las acciones, observó cierta divergencia en las explicaciones expuestas por él en la causa penal y en autos, pues en aquélla habría dicho que el propósito era poner las acciones a su nombre –inducido por Montes a raíz de ciertas sospechas que éste le insinuara sobre su sobrino-, mientras que en autos dijo que buscaba asegurarse una renta. De allí extrajo el juez que cabía presumir “falta de sinceridad” en la exposición de los hechos relativos a la causa de la firma del referido acto, por lo que concluyó: “corresponde presumir entonces que el acto de firma de la transferencia tuvo una causa real, que era conocida por el actor al momento de la suscripción de la documentación (cproc. 500)”; rectius: estimo que la cita corresponde al art. 500 del Código Civil y no del Código Procesal. Añadió el a quo en párrafos siguientes que no es admisible volver sobre los propios actos ni alegar la propia torpeza; que no encontró elementos concluyentes para responsabilizar al demandado Montes pues “la buena fe se presume y en la duda debe prevalecer la vigencia del negocio”; y que no se habría acreditado el ardid o engaño atribuido a Montes como causa de la firma del documento por el que se ordenó la transferencia de acciones en cuestión. V- La sentencia fue apelada por el actor. Se agravia, en esencia, por considerar que el juez sólo analizó si Montes había actuado con dolo y no habría determinado si su actuar fue negligente o habría incurrido en abuso. Cuestiona la trascendencia asignada a la decisión penal, así como la valoración de las constancias de la causa que efectuó el a quo, especialmente del peritaje psicológico, el informe del Mercado de Valores y el peritaje contable. VI- El estudio de los agravios en correlación con los antecedentes de esta causa conduce a examinar en primer término la incidencia que quepa atribuir a la decisión adoptada en el proceso penal, extremo en el que el a quo centró su pronunciamiento, por encontrar allí un escollo insalvable a la pretensión del actor. Si bien no se detuvo tan solo en ese dato, pues analizó si existía “alguna otra razón comprendida en el objeto de este juicio” que excediera las cuestiones juzgadas en la otra jurisdicción y diera sustento a una condena civil (consid. 2 in fine), más allá de los otros reparos que luego señalaré, lo cierto es que el análisis giró esencialmente en torno de la configuración de un ardid o engaño que consideró no acreditado (ver consid. 3 ss.). Pues bien, parte el juez de la cita del art. 1103 del C. Civil y su nota. Cabe recordar que dicha norma alude a la “absolución del acusado” en el juicio penal, pero a fin de dar mayor precisión al lenguaje técnico señalo que aquí hubo un sobreseimiento, decisión basada en que el hecho por el cual se instruyera la causa no encuadraba en una figura legal (sentencia del juez de instrucción de fs. 214/217, confirmada por la alzada en fs. 246, de la causa penal glosada a estas actuaciones). Aún equiparando esa decisión a la sentencia absolutoria a que alude el art. 1103, pues para cuanto aquí interesa los efectos no exhiben diferencias relevantes, es mi opinión que el obstáculo que creyó ver el a quo es sólo aparente y no compromete en modo alguno la solución que corresponde dar al sub lite. En primer lugar, es preciso señalar que el principio que gobierna esta materia es el de independencia de las acciones civil y penal, precisamente porque difieren en su objeto (punición en un caso y reparación del daño en el otro), en su fundamento (distinto interés tutelado) y en su regulación (Jorge J. Llambías, Tratado de Derecho Civil, Obligaciones, t. IV-B, n° 2738 y ss., p. 39 ss., Perrot, Buenos Aires, 1992). Pero a fin de preservar el buen orden en la actividad jurisdiccional y, en la medida pertinente, la cosa juzgada, la ley prevé las posibles influencias recíprocas. En particular, los arts. 1102 y 1103 del C. Civil se refieren a la incidencia que cabe atribuir a la decisión penal sobre la civil. Si la decisión es condenatoria, ya no sería posible debatir en sede civil la existencia del hecho principal que constituye el delito ni la culpa del condenado (art. 1102); mientras que si fuese absolutoria, el alcance aparece circunscrito a la existencia del hecho principal sobre el cual hubiese recaído la absolución (art. 1103), pero –como apunta bien Llambías (op. cit., n° 2774, p. 84)- nada se dice allí sobre la falta de culpa del imputado. La omisión no es casual. La apreciación de la culpa en el marco de un proceso privado difiere sensiblemente de la que suele hacerse en un proceso penal como base de un reproche legal. No sólo porque los delitos culposos son la excepción en la ley penal, sino porque aún en esos casos el examen se encuentra limitado por la rigurosa tipicidad que requiere la acción punible en ese ámbito. En cambio, fuera de ese acotado marco, el juez no penal encuentra un vastísimo campo de aplicación en la noción amplia y dúctil del art. 512 del C. Civil. Es más. Observa Llambías que en la duda el juez penal debe absolver al acusado, “en tanto que el juez civil en igual situación debe admitir la responsabilidad del agente dañoso y obligarlo al resarcimiento del perjuicio, porque desde los romanos la culpa levísima o mínima era computable en materia regida por la lex Aquilia” (op. cit., n° 2776, p. 86). En el caso, la existencia del hecho principal no ha sido controvertida, como tampoco su autoría. La existencia de la operación de transferencia de 20.000 acciones que pertenecían al actor con la intermediación de la empresa bursátil aquí demandada y la intervención en esa operación del codemandado Montes, son hechos que no suscitan controversia, ni en la causa penal ni en el sub lite. Lo que se dirimió en aquella causa fue la calificación de esos hechos como un delito del derecho criminal. Y lo que se hubo resuelto es que “no se advierte que la operación realizada posea entidad defraudatoria alguna” (fs. 216 vta., causa penal). Es claro entonces que no se juzgó allí, pues no hubiera podido juzgarse, si esa operación, tal como fue concluida, pudo implicar un incumplimiento de los deberes propios de la firma demandada –en cuanto agente de bolsa- respecto de su cliente, el aquí actor; o si el proceder asumido en la especie por los codemandados pudo entrañar una inejecución relevante de su relación contractual con el actor, que pueda dar lugar a la reparación del daño causado, con base, v. gr., en los arts. 505 inc 3, 519 y ss., C. Civil. Más aún, tampoco puede considerarse descartada la posibilidad de examinar si aquel proceder, aunque no hubiese involucrado una maniobra defraudatoria desde la óptica penal, pudo configurar un aprovechamiento de la situación de inferioridad del actor susceptible de ser alcanzado por la regla del art. 954 del mismo Código. De hecho, el juez de grado, pese a la premisa inicial, analizó algunos aspectos de la conducta exteriorizada por los demandados, aunque buscando siempre la existencia de dolo en alguna de sus facetas, sin detenerse en los aspectos antes señalados. En el contexto de autos es pues crucial la advertencia del recordado autor: “Si no está en juego la existencia del hecho imputado al demandado y por el cual fue absuelto, sino la calificación que al mismo le cuadra, el pronunciamiento penal absolutorio no hace cosa juzgada, pudiendo libremente el juez civil modificar esa calificación y admitir sobre la base de la nueva calificación la acción civil deducida ante su tribunal” (Llambías, op. cit., n° 2778, p. 88). Algunas de las numerosas aplicaciones jurisprudenciales que a modo de ejemplo se citan allí, son pertinentes para el sub lite, sobre todo en cuanto enfatizan que ciertas decisiones penales que habían excluido la existencia de defraudación, no obstaban a las acciones que el perjudicado podía deducir a fin de obtener la restitución o pago del precio de lo recibido en demasía por el co- contratante, o para hacer efectiva su responsabilidad civil por el incumplimiento de las obligaciones a su cargo. En síntesis, no se advierte en el caso obstáculo alguno para que los hechos a los que el juez penal restó “entidad defraudatoria”, desechando su encuadramiento en una figura típica de la ley penal, puedan merecer una calificación distinta desde la óptica propia de las normas del derecho privado. Tal es la cuestión que se analizará en lo sucesivo. VII- Volvamos pues, desde la perspectiva señalada, sobre los hechos que dieron origen al sub lite, los admitidos y los que cabe considerar confirmados por el material probatorio aportado a la causa. Se trata de una persona de avanzada edad, pues el actor tenía 89 años al momento en que se otorgó el acto objeto de autos. Su actividad, según relató en su demanda y no ha sido controvertido, consistía en la comercialización de frutas en el mercado de Abasto y con ahorros había adquirido 27.398 acciones de la compañía Pérez Companc. Esos títulos fueron depositados en la sociedad de bolsa Luzerne Investment S.A., en la cuenta 4049, aparentemente con el propósito de venderlas, lo que se concretó sólo respecto de 7.398 ¿Qué pasó con las 20.000 acciones restantes? Dijo el actor que la persona que lo atendía en la firma bursátil, el codemandado Montes, a cuyo respecto mantenía una relación de "absoluta confianza", le habría aconsejado no venderlas y a la vez le habría ofrecido una operación -el actor lo entendió como un "alquiler"- con la que obtendría una renta de $ 800 semanales. Pese a no comprender bien la magnitud de esa operación, Pontoriero habría accedido a firmar la documentación que le presentara Montes, que en definitiva consistía en la transferencia de las acciones a favor de otro cliente de Luzerne Investment S.A., la firma Owen Hill, desconocida para el actor, sin contraprestación a cambio. La versión de los demandados fue, naturalmente, distinta. Sostuvieron que el actor intentaba presentarse como una pobre víctima, ignorante y anciana, cuando en verdad se trataría de una persona con experiencia en materia bursátil. Pero cabe destacar que, si bien negaron los hechos invocados por Pontoriero, ninguna precisión dieron acerca de la transferencia de las acciones de éste. Sólo expresaron que habría sido una mala decisión de inversión, las acciones se habrían entregado en garantía de la compra de más acciones. La transferencia a la cuenta de Owen Hill tendría su fundamento en la menor comisión que ésta abonaba en virtud del mayor volumen con el que operaba. Se trataría de un sistema de "caución" y las acciones se habrían perdido por la negociación especulativa. Uno de los tópicos en debate, pues, ha girado en torno de las condiciones personales del actor. El primer sentenciante consideró que no se había acreditado su estado de inferioridad. Sin embargo, hay en autos elementos suficientes para tener por configurada esa situación, que lo hacía vulnerable respecto de sus co-contratantes. La edad del actor al momento de la transferencia objeto de autos (89 años) constituye de por sí un dato significativo cuando se trata de examinar su aptitud para comprender el significado y alcance del acto. Pero, además, según se lee en el peritaje psicológico producido en la causa penal, se trata de una persona "analfabeta con precaria información cultural (autodidacta)", con "una estructura de personalidad sugestionable e influenciable, ya que su credulidad lo torna vulnerable a la sugerencia de terceros a pesar de impresionar como desconfiado por temor a sus propias limitaciones", que "a pesar de manejarse con criterios propios, producto de la experiencia de su propia vida, es fácilmente proclive al timo por credulidad en terceros que estima confiables" (ver fs. 114/116 de la causa penal). Es cierto, como advirtió el primer sentenciante, que al prestar declaración testimonial en fs. 158/159 de la causa penal, el profesional que había entrevistado al actor agregó que se trataba de una persona con gran vigor psíquico, seguridad y con nociones concretas de lo que podía ser un acto de alquiler y un acto de venta. Pero de la lectura íntegra de esa declaración se desprende la misma conclusión alcanzada en el dictamen: es una persona con un nivel intelectual término medio bajo, de muy limitada instrucción, que actúa más que por inteligencia por la experiencia vivida, y que su "área afectiva puede estar condicionada a cierta vulnerabilidad e influenciabilidad cuando deposita sus afectos en alguien en especial al cual le otorga credibilidad o confianza" (ver fs. 158 de la citada causa). Tales constancias permiten conformar un perfil definido del actor al tiempo del otorgamiento del acto de transferencia de sus acciones, siempre con la certeza precaria que es dable alcanzar mediante la reconstrucción ex post facto que caracteriza la labor de los tribunales. La situación de aquél puede encuadrarse en la noción de ligereza a que alude el art. 954 del C. Civil como presupuesto subjetivo de la lesión, calidad que se entiende como un estado en el que se encuentra disminuida la aptitud de razonar, impidiéndole al individuo sopesar adecuadamente y en plenitud las características y consecuencias del acto jurídico que está celebrando. Desde luego, no es necesario suponer un estado de total inimputabilidad o absoluta falta de intención. El actor estaba “ubicado en tiempo y espacio”, como suele decirse en el slang de los especialistas. Sabía que había depositado sus acciones en las manos de un agente de bolsa. Y, como dice el peritaje antes citado, probablemente podía reconocer la diferencia entre vender y alquilar; por eso no es extraño que asociara con esta última figura la operación que le instara a realizar dicho agente, esto es, como un temporáneo desprendimiento de la tenencia de sus acciones a cambio de una renta. Así seguramente percibió lo sucedido en la primera transferencia. Pero es claro que no tenía conciencia plena de los alcances de tales operaciones y mucho menos que pudieran entrañar una pérdida definitiva de su capital sin contraprestación alguna. Es igualmente claro que jamás entendió ni quiso otorgar una transferencia a título gratuito. Para completar el perfil de los protagonistas, estimo apropiado recordar aquí que se había deducido una denuncia contra los aquí demandados Luzerne S.A. y Montes en el ámbito del Mercado de Valores. De esas actuaciones surge que los títulos del denunciante habían sido transferidos en dos ocasiones a la cuenta de Owen Hill y fueron aplicados para la renovación de un pase tomador de fondos y para saldar la cuenta de esa firma. La Asesoría Letrada del Merval emitió un dictamen donde concluyó que existían elementos suficientes para establecer prima facie que la conducta de Montes, en su calidad de mandatario de Luzerne S.A., no guardaba el carácter de ejemplaridad que establecía la normativa vigente, razón por la cual propuso la apertura de un sumario. Aunque este último no se concretó, como se ha dicho, como consecuencia de la clausura de la causa penal, el dato adquiere relevancia en el marco de la relación que vinculara a las partes. En efecto, en el contexto descripto, la explicación que insinuaran los demandados en relación con el destino final de las 20.000 acciones objeto de la transferencia, en el sentido que se habría tratado de una mala decisión de inversión, aparece no sólo vacía de contenido, sino que, en todo caso, importa literalmente la admisión de un proceder reprochable y un incumplimiento de sus deberes primarios en el rol asumido como agentes de bolsa, pues si la decisión tuvo tales connotaciones sólo a ellos es imputable el resultado a que condujo. Volveré sobre este punto en el acápite siguiente, tras completar la reseña de los aspectos fácticos. El peritaje contable realizado en autos refleja las dos transferencias a la cuenta de Owen Hill, la restitución en la primera oportunidad y su ausencia en la segunda. También revela la inexistencia de movimientos dinerarios en contraprestación por las transferencias. Con respecto al destino de las acciones una vez acreditadas en la cuenta de Owen Hill, se informa que una parte de ellas aumentaron la renovación de un pase tomador de fondos y las restantes fueron vendidas, aplicándose el producido de la venta a la disminución de un saldo deudor que mantenía la cuenta de gestión. En cuanto aquí interesa, pues, no existe el menor indicio de que Pontoriero hubiera recibido alguna contraprestación por la transferencia de sus acciones. Del citado peritaje contable (ver fs. 205/357), no observado por las partes, se desprende que el 27.5.98 las 20.000 acciones de Pérez Companc de la cuenta 4049, perteneciente al actor, se transfirieron a la cuenta 4051 de Owen Hill (primer respuesta), sin que mediara movimiento dinerario alguno por la transferencia (segunda respuesta). El perito aclaró que la transferencia de acciones no constituye, según el reglamento operativo del Merval, una operación bursátil sino un movimiento de la cuenta de custodia como el depósito o el retiro, lo cual, ciertamente, no autoriza a concluir que la transferencia hubiera sido a título gratuito. Resulta significativo que al contestar demanda ninguna de las codemandadas intentara siquiera explicar cuál era el beneficio para el actor derivado de la transferencia de sus acciones. Tanto la codemandada Luzerne S.A. (fs. 56/69) como Montes (fs. 80/84) aludieron a las condiciones personales de Pontoriero y su aparente conocimiento en materia bursátil. Pero ni una ni otro explicaron el porqué de la transferencia. Simplemente dijeron que la operación se motivó en "los menores costos que dicha circunstancia implicaba" -se referían a la transferencia de titularidad de las acciones-, frase que desprovista de toda otra explicación no alcanza para justificar razonablemente el desprendimiento del actor de sus acciones. Tal es, en sus aspectos principales, el panorama fáctico que subyace al presente litigio. Queda ahora por examinar la calificación que corresponde atribuir a esos hechos según el derecho aplicable a fin de determinar la viabilidad de la pretensión deducida. VIII- En ese orden de ideas, un primer paso conduce a establecer si cabe atribuir responsabilidad a los demandados en cuanto al despliegue de la gestión encomendada por el actor al poner en sus manos las acciones de que se trata. La actividad de los agentes de bolsa se halla específicamente reglada en la ley 17.811 de “bolsas y mercados de valores”, cuyas normas básicas no pueden considerarse ajenas al carácter de orden público que las califica. La configuración misma del órgano de contralor y sus autoridades exhibe esa característica. El Directorio de la Comisión Nacional de Valores debe estar integrado por personas “de notoria idoneidad en la materia, por sus antecedentes o actividades profesionales”, y se les sujeta a una serie de incompatibilidades que obligan a dichos funcionarios a abstenerse de ejercer diversas actividades rentadas, privadas o públicas (art. 2, ley 17.811). Asimismo, la actividad de oferta pública de títulos valores está contemplada en esa ley como una actividad reglada especialmente y sólo autorizada a ciertas personas. De modo que sólo pueden acceder a ella quienes se hallen inscriptos en la Comisión Nacional (arts. 6, incs. a, c, d y f; 7 y 39). Y las personas que soliciten su inscripción como agentes de bolsa deben acreditar determinadas cualidades a juicio de la autoridad de contralor, entre las que cabe destacar la impuesta por el art. 41, inc. c, según el cual el interesado debe “poseer idoneidad para el cargo, solvencia moral y responsabilidad patrimonial”. La actividad de los agentes, además, está sujeta a permanente fiscalización (arts. 6, inc. f, y 7). Se trata de un ámbito cuya regulación y control está configurado por normas a las que se asigna ese carácter de orden público, porque se vinculan con un aspecto de la actividad económica de indudable interés general. Así lo corrobora el art. 23 de la ley citada, en tanto exige que “los reglamentos de las bolsas o mercados de comercio deben asegurar la realidad de las operaciones y la veracidad de su registro y publicación”. Vale decir, se trata de asegurar la transparencia del mercado de capitales, cuyo funcionamiento reviste crucial importancia para la sociedad en su conjunto. En el plano de la relación contractual que vincula al agente con sus clientes, tiene aquél un deber específico de custodiar con suma cautela los intereses del inversor y de dar adecuada explicación de su gestión a quienes le entregan sus valores confiando en una administración adecuada de ellos. Hay que tener presente que el inversor no tiene por qué ser necesariamente un avezado hombre de negocios, preparado para interpretar cualquier operación contable o financiera. Con frecuencia no lo es. Aún tratándose de un comerciante, como parece ser el caso aquí, esa sola circunstancia no lo diferencia de la generalidad de las personas no familiarizadas con las peculiaridades del mercado bursátil y que, precisamente por eso, confían sus capitales a las agencias que actúan ante las bolsas de comercio. El mercado de capitales capta indiscriminadamente el ahorro de potenciales inversores, simples miembros del público que suelen desconocer las vicisitudes posibles de ese mundo peculiar y los riesgos que entraña. Las características propias de esa actividad ponen en primer plano la conducta que debe observar el agente, cuya responsabilidad se encuentra claramente alcanzada por la directiva contenida en los arts. 902 y 909 in fine del Código Civil. Pero también le son aplicables las reglas propias del mandato o la comisión mercantil, según las modalidades descriptas en los arts. 221 y 222 del C. de Comercio. En el caso, no cabe duda que era indispensable proporcionar al actor una plena información previa para que pudiera tener un acabado conocimiento de la gestión de su agente y evaluarla, de conformidad con lo dispuesto por los arts. 229 y 245 del C. de Comercio. Y una vez emprendida una negociación, conociendo que no era intención del actor poner en riesgo de pérdida su capital ni desprenderse gratuitamente de sus títulos, debía el agente preservar la intangibilidad de los valores que le fueran confiados, evitando cualquier pérdida o deterioro, como se infiere de los arts. 238 in fine, 243, 245, 247 y concs. del Código citado, deber que también se desprende de las directivas contenidas en los arts. 1907, 1908, 1910, 1915 y concs. del C. Civil (aplicables por remisión del art. I del título preliminar del C. de Comercio). Es obvio y no requiere mayor demostración que tales deberes no fueron cumplidos en la especie, en tanto los demandados intervinieron en una negociación que dejó al actor sin sus acciones y sin contraprestación alguna. La explicación intentada mediante la desafortunada frase de que se habría tratado de una mala decisión de inversión, como se dijo, lejos de justificarla, compromete aún más la situación de los demandados. Bastaría esta simple comprobación para configurar la responsabilidad que se atribuye a los demandados con base en la relación contractual que vinculara a las partes, integrada con las directivas a que se hubo hecho referencia, a las que se añade la pauta insoslayable de la buena fe que exige el art. 1198 del C. Civil en la ejecución de los contratos, de la que se apartaron los aquí demandados, incurriendo en el deber resarcitorio que imponen los arts. 505 inc. 3°, 512, 519 y ss. del C. Civil. Encuentro en tales normas, en función de los hechos comprobados de la causa, fundamento suficiente para admitir el recurso, revocar la sentencia y hacer lugar a la demanda, condenando al resarcimiento de los daños materia de reclamo. IX- Pero caben aún algunas otras observaciones que corroboran la conclusión precedente. En primer lugar, la transferencia de acciones concretada el 27 de mayo de 1998 merece serios reparos desde la óptica del art. 954 del Cód. Civil. Si se toma en cuenta cómo debió haberse asesorado al inversor, las circunstancias personales de éste ya analizadas y la gravedad de las consecuencias que el acto implicó para él, aparece prima facie configurada una hipótesis de lesión. En efecto, se encuentra acreditado que el actor no recibió nada a cambio de las acciones que transfirió a la cuenta de Owen Hill, de modo que es palmario que existió una notable desproporción de las prestaciones, vale decir, una lesión objetiva. En esas condiciones, cobra operatividad lo normado en el tercer párrafo del art. 954 del Código Civil y la presunción allí prevista de haberse originado el desequilibrio en la explotación del estado de inferioridad del actor, cuya ligereza ha sido señalada, obteniéndose mediante el acto “una ventaja patrimonial evidentemente desproporcionada y sin justificación” (art. 954, 2do. párr., Cód. Civil). En cuanto a los alcances de esa presunción, hay quienes sostienen que sólo comprende al elemento subjetivo del autor de la lesión. Sin embargo, creo, como sostenía Borda que "la explotación por una de las partes es inescindible de la situación de inferioridad de la otra, porque de lo contrario, es decir, si no existe situación de inferioridad, no puede hablarse de explotación" (Borda, Guillermo A., "Acerca de la lesión como vicio de los actos jurídicos", LL 1985-D-985). No es dable pensar en una explotación en abstracto, ésta deriva necesariamente del aprovechamiento del estado de inferioridad del otro contratante. El texto mismo del artículo parece corroborar esta opinión al decir, en el segundo párrafo, que se presume que existe tal explotación, es decir, la descripta en el primer párrafo, que incluye ciertamente el estado de necesidad, ligereza o inexperiencia del lesionado. Por consiguiente, en el caso, hubiera bastado al lesionado demostrar la existencia de la notable desproporción. Y para evitar la procedencia de la acción, incumbía a los demandados demostrar que la desigualdad de las prestaciones se encontraba justificada, es decir, respondía a un motivo atendible. Como hemos visto, los demandados ningún esfuerzo hicieron para justificar la notable desproporción de las prestaciones. Pero, en rigor, preciso es recordar que el elemento subjetivo del lesionado, consistente aquí en la ligereza del actor, puede considerarse confirmado mediante los antecedentes de la causa ya examinados. Restan dos advertencias en torno de la lesión que estimo relevantes para este caso. (i) La primera concierne al virtual destino de la ventaja patrimonial evidentemente desproporcionada y sin justificación. Podría decirse que en apariencia –y sólo en apariencia- tal ventaja no habría redundado en beneficio de los demandados ¿podría esto impedir que se admita la lesión? Mi parecer es que no. El fundamento de esta respuesta tiene una doble raíz: una de derecho positivo y la otra vinculada con la doctrina y el derecho comparado. En cuanto a lo primero, el art. 175 bis del Código Penal, que con el rótulo de “usura” incorpora un correlato del art. 954 en la legislación punitiva, al describir la figura dice: “El que, aprovechando la necesidad, la ligereza o la inexperiencia de una persona le hiciere dar o prometer, en cualquier forma, para sí o para otro, intereses u otras ventajas pecuniarias evidentemente desproporcionadas con su prestación …”. Es cierto que esa frase, para sí o para otro, no aparece en el art. 954 C. Civil, pero bien puede considerarse implícita en su texto. No hay duda que la acción de cuya ilicitud se trata es sustancialmente la misma en ambos ordenamientos, y que el civil –a diferencia del penal- admite una inteligencia más flexible e integradora. En este punto es útil recordar la advertencia de Alfredo Orgaz ("La ilicitud", Lerner, Buenos Aires, 1973; p. 18 a 20) en cuanto a que la ilicitud, en sentido lato, aparece como “la contrariedad del acto, positivo o negativo (acción u omisión), a las normas de un sistema dado de derecho". De manera que los hechos de que se trate, añade, deben ser referidos al derecho objetivo en su totalidad, lo que implica que "no hay una licitud o ilicitud que sea exclusivamente civil, penal, etc., sino que el carácter del acto que resulta de una cualquiera de las ramas del derecho se extiende a todas las otras: lo ilícito penal, por ejemplo, es también, necesaria y simultáneamente, ilícito para el derecho civil y, en general, para todo el ordenamiento jurídico. Otra cosa es que la ilicitud establecida en un cierto sector de la legislación sea o deba ser punible en todos, cuestión que el legislador resuelve teniendo en cuenta no solamente el carácter del acto sino, también, los intereses más directamente ligados a una determinada represión". Esa comunicabilidad de la ilicitud permite en este caso completar la figura del art. 954 C. Civil, en tanto este Código no sólo no veda sino que propicia la analogía (art. 16). Por lo demás, la inteligencia expuesta encuentra apoyo en una aplicación racional de la norma. Porque si la ventaja beneficia al autor de la explotación de un modo indirecto, es obvio que igualmente hay lesión. No importa si aquél procura beneficiar a un tercero para restituir favores o porque espera alguna recompensa futura o aún por simple afecto, con ánimo de beneficiarlo. Ninguna de estas situaciones podría justificar el acto lesivo, de la misma manera que no es dable consentir una suerte de “beneficencia” hecha a costa de exacciones ilegítimas de bienes ajenos. De su lado, como enseña Horacio Morixe en su completísima obra (“Contribución al estudio de la lesión”, edit. La Facultad, Buenos Aires, 1929), dentro de la institución sui generis de la Equity, se encuentra una amplia aplicación de la teoría de la lesión en el derecho inglés, a través de lo que se denomina undue influence. Este vicio del consentimiento importa “el hecho contrario a la conciencia, por el cual una persona hace uso indebido del ascendiente que posee sobre otra persona, con el objeto de inducirla a contratar” (op. cit. p. 132). Agrega el autor que la aplicación de esta idea de influencia indebida tiene un extraordinario alcance, y entre los numerosos ejemplos menciona los contratos que se celebran entre el médico o el abogado y sus clientes. No tengo duda que si hubiese un caso emblemático de tal aplicación sería el de supuestos como el de autos, donde quien ejerce la indebida influencia es un agente de bolsa. (ii) La segunda advertencia se relaciona con el tipo de acciones a que puede dar lugar la lesión. Naturalmente, como se desprende de la letra misma del art. 954 C. Civil, cuando se configura el supuesto de hecho allí previsto se abren al lesionado dos formas de hacer valer su derecho: la nulidad del acto lesivo o bien el reajuste equitativo del convenio. Sin embargo, no son éstas las únicas vías de acceso a la tutela jurisdiccional en estos casos. Como se infiere claramente de los arts. 1056 y 1057 del mismo Código, con independencia de la acción de nulidad, en la medida que exista un daño causado y concurran los demás presupuestos de la responsabilidad, el damnificado puede deducir una acción resarcitoria, la cual puede ser complementaria de la nulidad o bien un sucedáneo de ella (v. gr.: en los supuestos del art. 1051, cuando el titular de la acción de nulidad no puede demandarla respecto de terceros adquirentes a título oneroso y de buena fe). Asimismo, esta acción, como señala Llambías (Tratado, Parte General, t. II, n° 2048, p. 569, Lexis Nexos, Buenos Aires, 2003), puede tener también un carácter sustitutivo de la nulidad, siempre que se trate de una nulidad relativa, como es el caso de la lesión. Por consiguiente, aún desde la perspectiva que analizamos aquí, basada en la figura contenida en el art. 954 C. Civil, la acción deducida resulta viable. Tal conclusión se muestra compatible con la amplitud de soluciones que ofrece el propio art. 954, en cuanto prevé un reajuste equitativo del acto, y con el carácter relativo de la nulidad allí prevista. De modo que, vedada –o simplemente desechada- la posibilidad de cuestionar la validez del acto de disposición patrimonial que involucra a terceros, los que no fueron citados al proceso y cuya buena fe no fue puesta en tela de juicio, nada obsta a que se demande la reparación del daño causado por el acto lesivo contra los autores de la lesión. Éstos deberán indemnizar el perjuicio con sujeción a las reglas generales que resulten aplicables; en el caso, las correspondientes a la responsabilidad contractual. En suma, también con el fundamento aquí expuesto, corresponderá admitir el recurso del apelante, revocar la sentencia y admitir la demanda con el alcance que se determinará en los considerandos siguientes. X- Cabe analizar ahora contra quienes corresponde admitir la pretensión del actor. En su escrito de inicio, Pontoriero demandó a Héctor E. Montes en su carácter de autor inmediato o directo del acto lesivo y a Luzerne Investment S.A. como la firma responsable de lo actuado por el primero. La procedencia de la acción contra el codemandado Montes no ofrece reparos. No se ha puesto en duda su intervención en el negocio objeto de autos. De la simple lectura de su declaración indagatoria en la causa penal (fs. 147/151 y la ampliación de fs. 206/207) se advierte la participación que le cupo en todos los actos realizados por Pontoriero, a los que aludió allí como una "mezcla de caución y pase", expresando que estaban autorizados por el Mercado de Valores (ver fs. 151 de la causa penal). Las consideraciones hechas en punto a los alcances de tales actos y al rol que cabía a quienes ejercieron una influencia indebida sobre el actor, eximen de volver aquí sobre esos extremos. Por lo tanto, corresponderá admitir la demanda respecto del codemandado Montes. Con respecto a Luzerne Investment S.A., su liquidador, al contestar demanda, textualmente dijo que "el codemandado Montes actuó siempre por sí, y la relación del actor fue exclusiva y excluyentemente con Montes, quien por otra parte no actuaba en dichas supuestas operatorias como "dependiente" de mi representada, sino que actuaba por su propio derecho" (ver fs. 62/63). Sin embargo, se encuentra acabadamente acreditada la calidad de mandatario de esa firma que revestía el Sr. Montes. En efecto, al prestar declaración testimonial en las actuaciones iniciadas por el Mercado de Valores de Buenos Aires a raíz de la denuncia hecha por el actor, preguntado sobre qué funciones cumplía en esa firma de bolsa denunciada, manifestó: "que era mandatario y que concurría a la rueda del Mercado de Valores cuando lo necesitaban en el recinto, que cuando no concurría a dicho lugar atendía a los comitentes y analizaba balances de las emisoras" (ver fs. 10). También se desprende de esas actuaciones, específicamente del informe de Asesoría Letrada del Mercado de Valores, dirigido al Director Secretario de esa entidad, que: "Si bien en la presente investigación no existen elementos que puedan involucrar directamente a la firma de bolsa, el carácter de Mandatario y empleado del señor Héctor Montes, hace que la misma resulte responsable de los actos realizados por este último” (ver fs.15/16). El carácter indicado se encuentra igualmente acreditado en la causa penal. En su declaración indagatoria (ver fs. 147/151 de la causa penal), Montes dijo que "ingresó a la firma Luzerne atendiendo clientes, aclarando que fue mandatario en una firma anterior. Que luego de un tiempo le otorgaron el cargo de mandatario, para lo cual la firma le otorgó un poder que se presentó ante el Mercado de Valores, situación que ocurrió aproximadamente en el año 1996. Que en dicha firma el trabajo específico era la atención de clientes, asesoramiento sobre la situación del mercado, dando en algunas ocasiones opiniones personales" (ver fs. 149 vta de la causa penal). Por otra parte, la operación de que se trata se llevó a cabo en circunstancias en que cabe considerarla vinculante respecto de Luzerne Investment S.A.. Por lo pronto, ya hemos visto que Montes se presentaba como "mandatario" o "empleado" de la sociedad de bolsa accionada, se hallaba inscripto en ese carácter y actuaba como tal en los ámbitos donde esa firma desarrollaba su principal actividad –el Mercado de Valores-, según se desprende de las actuaciones administrativa y penal. Asimismo, la "solicitud de transferencia" luce en papel que lleva el membrete de Luzerne Investment S.A. (ver fs. 3) y está fuera de discusión que su perfeccionamiento habría tenido lugar en su propia sede. En tales condiciones, es claro que el proceder de Montes fue, cuanto menos, tácitamente admitido por dicha firma, en los términos del art. 1874 del C. Civil. Y de su lado, ante la exteriorización de la calidad asumida por el mandatario y las demás circunstancias señaladas, es dable concluir que el actor pudo razonablemente creer que acordaba la transferencia con una persona con facultades suficientes para obligar a la firma bursátil. En el marco global de esos hechos, no encuentro elementos que respalden la defensa ensayada por Luzerne Investment S.A. en punto a su falta de responsabilidad por los actos que dieron origen al sub lite. En última instancia, aunque hubieran existido defectos internos de organización en la firma demandada, o falta de control sobre las actividades que realizaba Montes en su ámbito, se trataría de hechos sólo imputables a la propia firma, que no pueden ser opuestos al actor. Por lo tanto, considero que corresponderá admitir la demanda también contra la firma Luzerne Investment S.A., cuya responsabilidad concurre en el caso con la del otro codemandado. XI- Trataré ahora lo concerniente a los daños por las que cabe admitir la acción resarcitoria. En su escrito de inicio, Pontoriero reclamó la suma de $ 182.000, de los cuales imputó $ 110.000 a la reparación del daño material, $ 21.400 a lo que denominó pérdida de chance y $ 50.000 al daño moral. (i) Con respecto al daño material, cabe señalar que la transferencia de las 20.000 acciones de la compañía Pérez Companc que pertenecían al actor se produjo el día 27.5.98. Surge del informe de la Bolsa de Comercio de Buenos Aires agregado en fs. 167/168 que, en ese día, el precio de cierre de la cotización registrado en la rueda común de esa Bolsa "en operaciones al contado con plazo de liquidación a las 72 horas hábiles, de las acciones ordinarias escriturales "B" (1 voto) de valor nominal $ 1 cada una de Pérez Companc S.A." fue de $ 5.53 (ver fs. 168, punto 1). Por lo tanto, la suma por la que procede admitir la indemnización del daño material es la que resulta de multiplicar ese valor de cotización por la cantidad de acciones que poseía el actor al momento de la transferencia, lo que arroja un valor total de $ 110.600. Dicha suma devengará intereses a la tasa activa utilizada por el Banco de la Nación Argentina en sus operaciones ordinarias de descuento (conf. criterio de este tribunal en pleno in re “Sociedad Anónima La Razón s/Quiebra s/incidente de pago de los profesionales”), desde el 27.5.98 hasta el efectivo pago. (ii) En cuanto al reclamo por pérdida de chance, sostuvo el actor que el perjuicio habría radicado en la imposibilidad de vender sus acciones a un mayor valor al vigente el día de la transferencia. Explica que el día 8.11.99 las acciones de Pérez Companc cotizaban a $ 6.60 cada una. Sobre esa base, reclamó bajo el rótulo de pérdida de chance la diferencia entre la cotización de ese día y la de la fecha de la transferencia ($ 5.53), lo que arrojaría un total de $ 21.400. Sin embargo, la posibilidad frustrada que alega el actor es muy general y vaga, tratándose, en rigor, de un daño eventual o hipotético. En efecto, no puede perderse de vista que al demandar el actor dijo en todo momento que su intención había sido vender las acciones y que no lo había hecho por la influencia negativa de Montes (ver fs. 28 vta., especialmente el punto 3.4), por tanto, mal puede ahora agraviarse por el mayor valor que hubieran adquirido las acciones, cuando su voluntad habría sido desprenderse de ellas. Por otra parte, no existe ninguna constancia en autos que permita concluir que el actor hubiera conservado las acciones hasta que alcanzaran una cotización de $ 6.60 cada una, o que las habría vendido el 8.11.99 y no antes o después. Tampoco cabe soslayar que cualquier tipo de negociación con acciones se realiza en contextos de incertidumbre, en los que no se sabe a ciencia cierta cuál será el valor de cotización de los títulos. Las relatadas circunstancias, a mi ver, impiden tener por configurada la pérdida de una probabilidad cierta de ganancia. Esa probabilidad dependía de numerosas circunstancias que, en el caso, no se encuentran acreditadas. Por consiguiente, no cabe a mi ver admitir una indemnización por pérdida de chance como se ha solicitado. (iii) También reclamó el actor a demandar una indemnización por daño moral que dijo haber sufrido a raíz de la transferencia de autos. Estimo que la pretensión resulta admisible. No obstante el carácter restrictivo que la jurisprudencia ha asignado a la reparación de esta clase de daño en materia contractual, criterio que tiende esencialmente a excluir de este ámbito las pretensiones insustanciales, basadas en las simples molestias que pueda ocasionar el incumplimiento del contrato (conf. Guillermo A. Borda, “La reforma de 1968 al Código Civil” p. 203; Ed. Perrot, Bs. As. 1971), esa razonable restricción no puede erigirse en un obstáculo insalvable para el reconocimiento del agravio moral cuando el reclamo tiene visos de seriedad suficientes y encuentra base sólida en los antecedentes de la causa (ver Sala C in re “Giorgetti, Héctor R. y otro v. Georgalos Hnos. S.A.I.C.A s/ ordinario" del 30.6.93). Como he señalado en otras ocasiones, ese criterio requiere un margen de razonabilidad, sin que quepa hacerlo extensivo dogmáticamente a casos donde la perturbación provocada ha excedido el grado de meras molestias y ha proyectado sus efectos en el plano de las afecciones legítimas del actor, esto es lo que -en el lenguaje del viejo art. 1078 del Cód. Civil según la redacción de Vélez Sarsfield- configura un daño moral. Tal el caso de autos. No se trata aquí de un incumplimiento contractual que repercutió exclusivamente en la esfera patrimonial, sino que se hubo proyectado en trastornos psicológicos para el actor (ver peritaje psicológico de fs. 190/203), lo que permite tener por configurada la lesión a los sentimientos o afecciones legítimas de aquél, vale decir, el agravio moral a que se refiere el art. 522 del Código Civil. En efecto, el experto concluyó que, a raíz de los hechos sub lite, el actor padeció: "sentimientos de desolación, desasosiego, desvitalización y episodios depresivos, con un gran monto de angustia y ansiedad" (ver fs. 194, punto 4) y que "la estafa y la desilusión sufridas son vivenciadas como un atentado a su integridad" (ver fs. 194 vta., punto 5). Por otra parte, no hay que perder de vista que la indemnización por daño moral debe ser concebida en una doble función, como reparación a quien padeció las consecuencias aflictivas y como sanción ejemplar al proceder reprochable de quien las hubo causado (conf. esta Sala, 28.3.03, in re “Porcel, Roberto José c/Viajes Futuro S.R.L. s/ord.”, y jurisprudencia allí citada). Por todo ello, ponderando las circunstancias del caso y lo solicitado en la demanda, estimo prudente conceder por este concepto la suma de $ 20.000. Esta suma devengará intereses a la tasa activa utilizada por el Banco de la Nación Argentina en sus operaciones ordinarias de descuento (conf. criterio de este tribunal en pleno in re “Sociedad Anónima La Razón s/Quiebra s/incidente de pago de los profesionales”), desde el 27.5.98 hasta el efectivo pago. XII-Teniendo en cuenta la solución que propicio, deberá adecuarse el régimen de las costas (art. 279, Cód. Procesal), las cuales serán a cargo de los demandados (conf. art. 68, Cód. Procesal). XIII- Por los argumentos expuestos, si mi criterio fuera compartido corresponderá revocar la sentencia apelada y admitir la demanda con el alcance que surge de los considerandos X, XI y XII. Con costas de esta instancia a los demandados en su carácter de vencidos (art. 68, C. Procesal). Así voto. Por análogas razones, los Señores Jueces de Cámara Doctores Bindo B. Caviglione Fraga y Juan Manuel Ojea Quintana adhieren al voto anterior. Con lo que termina este Acuerdo, que firman los Señores Jueces de Cámara, Doctores Buenos Aires, 19 de septiembre de 2008.- Y VISTOS: Por los fundamentos del Acuerdo que antecede, se revoca la sentencia apelada y se admite la demanda con el alcance que surge de los considerandos X, XI y XII. Con costas de esta instancia a los demandados en su carácter de vencidos Monti, Caviglione Fraga, Ojea Quintana. Ante mí: Jorge A. Juárez. Es copia del original que corre a fs. de los autos que se mencionan en el precedente Acuerdo. El Dr. Juan Manuel Ojea Quintana actúa conforme lo dispuesto en la Resolución N 542/06 del Consejo de la Magistratura y Acuerdo del 15.11.06 de esta Cámara de Apelaciones.