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Descubrir es el absurdo sobre América: sobre O’Gorman y su Invención de América

La voz descubrir se cubre de un protagonismo ambiguo cuando se afirma que América fue
descubierta. Se intenta ir más allá del sentido literal. Cubiertas por tierra están las raíces de muchos
árboles. Cubierta la tierra está por el mítico planisferio celeste. ¿Y de qué estaba cubierta América
para haber sido descubierta? Habrá de cavarle el rostro al suelo para descubrir la vena vegetal, o
estirar los ojos hacia el eterno azul para, si es necesario, descubrirlo al escudriñar entre las nubes. ¿Y
América? ¿De qué estaba cubierta América para que tuviera que ser excavada o develada? Y más
aún, ¿qué implica que la posibilidad de haber sido descubierta?

Para que América lo fuese, hubo que echarle encima un manto de misticismo irrespetuoso –
¿Hernán Cortés se encontró a solas con los indios salvajes mientras fray Bartolomé de las Casas
habitaba el limbo de los indígenas violentados? –y de una serie de especulaciones fantasiosas que
abrió el apetito de toda clase de visitantes no autorizados por el Consejo de Indias. Digo que, para
descubrir América, fue necesario, ante todo y en principio, sepultarla. El absurdo del llamado
‘descubrimiento del Nuevo Mundo’ está en el momento escénico de su invención, de su bautizo como
tierra virgen de civilidad, como una espora de barbarie que agradecería la lluvia del acero de Europa
occidental. De mayor agravio debe considerarse el protagonismo de un explorador –y sólo uno– en
la gran hazaña.

Desconocemos el nombre de América antes de ser América, esa gran bestia exótica hecha de
piedra, sangre y agricultura. América es un invento secular ya desde el nombre; es injerto y
suplantación. Reformulo, uniéndome a O’Gorman: la idea de América es apenas la interpretación
pretenciosa de acaecimientos que, al final, se pierden de vista. América, en tanto concepto, es apenas
un ingrediente del imaginario Occidental.

Vemos que la Historia ha reproducido una fabulación en la que el descubrimiento de América


se confiere a sí mismo una lógica, aunque construida sobre la base de relatos falibles y cuestionables
per se. El relato de un ‘viajero anónimo’ es la puerta por donde entra el germen del descubrimiento
de unos lares misteriosos, igualmente anónimos (para Europa) por el momento. América no podía ser
una concatenación de felices y aleatorios aconteceres. La introducción del nombre de Colón en la
Historia General, de Oviedo, legitimaba –quizá con excedida premura y, en definitiva, con flagrante
hipérbole– la buena nueva: el Nuevo Mundo había sido descubierto, ¡y tenía ya un nombre!

Se menciona en el inicio de esta reflexión un ‘protagonismo ambiguo’. A manera de pregunta:


¿quién descubrió América? Una postura crítica ante esta pregunta, como lo es el ejercicio de O’
Gorman en La invención de América, convierte la aseveración ‘Cristóbal Colón descubrió las Indias’
en un axioma que no puede sostener su carácter irrefutable. La primera dificultad, menciona, está en
lo que debe entenderse por el acto de descubrir. Si Colón tropezó por error con una porción de tierra,
de la cual ignoraba su estado inexplorado, ¿puede aseverarse, con la misma seguridad que Oviedo,
que la hazaña es colombina? Otro escenario: si el explorador conocía la existencia de América, y el
afamado viaje fue apenas para cerciorarse de ello, más de uno –incluyéndome– le llamaría paseo por
América, y no ‘descubrimiento’ como tal. ‘Colón descubrió América’ se vuelve paradójico, casi un
eco de Menón: un viajero sale en búsqueda de aquello que, a la vez, sabe y no sabe que está allí. El
teatro se cae, y hasta la divinidad y las musas aparecen en escena. Colón se vuelve conducto, ora de
la ciencia, ora de Dios, según intentaron defender Fernando Colón y Bartolomé de las Casas. La
hazaña colombina se vuelve una proeza de equipo. Al dream team se unen Herrera, con la hipótesis
de que, en el cuarto viaje, Colón dio cuenta de dónde estaba parado; Beaumont, anticipando la
revelación al tercer viaje en vez del cuarto, resultado de un exceso en el kilometraje del barco que, si
no llegaba a lugar novedoso, llegaría a la confiable y ya conocida Asia. Cuando las incongruencias
parecen insostenibles, Robertson introduce el mágico elemento del ‘quizás’. Ahora Colón no es un
conducto de una empresa divina, sino un hombre que anticipa que es probable que el destino sea
Asia, pero podría también no serlo. La misión, orientada por la racionalidad, se convierte en «una
hazaña del progreso científico del espíritu humano» (O’ Gorman, 32). Progreso y cientificidad
colocan al espíritu humano en un tiempo y lugar determinados. Así, la hazaña humana encuentra su
cohesión y solidez en la veracidad de su contexto histórico, y el bucle se reanuda. Alexander von
Humboldt y Washington Irving se suman a la carrera y otorgan, en especial el primero, un valor
teleológico a la búsqueda y hallazgo colombinos, y el navegante vuelve a ser instrumento en aras del
progreso humano hacia el absoluto conocimiento.

Cuando los documentos de Colón abandonan la secrecía, el propósito de los viajes se trasluce.
La travesía, que iba convirtiéndose en leyenda, tenía la intención inicial puesta en Asia. Intensión, se
subraya, no por descubrir algún indómito territorio enhebrado en el mar. América, la develada por
casualidad –si es que resulta procedente la defensa del hallazgo firmado por España–, se miró en un
espejo y se dijo: “Soy América, y estoy aquí”. Así, en español y no en lengua indígena, llamándose
como nunca fue llamado por los habitantes de sus entrañas. El absurdo está en asumir que un fantasma
de tierra fue creado para hacerse descubrir; que la tierra llamó y se presentó a sí ante el descubridor
que desconocía su propio papel. América hizo descubridor a Colón, en vez de que el navegante
cambiase su apellido y ocupación. Así, a América no la descubrieron; la hicieron a su imagen y
conveniencia.

Hablar de América es evocar una interpretación europea del gran titán de tierra que comenzó
a existir mucho antes de su nombre en español. El nombre le vino tardío, accesorio y con pretensión
de integrarlo a un imaginario occidental, europeo. América existe como idea en la medida en que se
dispone como destino o proeza de un descubridor. De pronto parece que tuvo vergüenza de sí y se
sumergió en una chinampa para aguardar su develamiento. Absurdo.
La tertulia del continente-ensayo

Alrededor de una mesa con forma de continente están sentados sus intelectuales. Discurren y hacen
de la voz un vivaz instrumento. Entonces la idea se tiñe las venas de tinta, y sobre el papel permanece
el estandarte de América. Un racimo de cabezas multicolor arde en medio del océano, y esos ojos que
miran no lo hacen impávidos; tienen la pupila del color de las letras.

El ensayo era el conducto idóneo para la conformación idiosincrática de un grupo de naciones


emergentes desenvueltas a partir del espíritu ‘propiamente’ americano. La Colonia había subsistido
como un injerto que sería rechazado al final, como los pulmones sanos lo hacen al expulsar la flema.
Aquí, en América, de pulmones saludables, la expulsión del malestar, sin embargo, se dio gracias al
ejercicio de la inteligencia revolucionaria.

‘Nuestra América es un ensayo’, título y síntesis de un escrito –ensayístico, vamos– de


Germán Arciniegas. La postura del autor es la abogacía por la correspondencia de la prolífica
producción ensayística en América con el devenir social, ya sea imbuido en la constitución de una
nacionalidad, o bien, incrustado en una pugna premeditada por defenderla ante el espectro de las
invasiones. El ensayo americano germinó al ser la única semilla que aseguraba una rápida dispersión
de frutos fuertes y resistentes al embate de la incertidumbre, a la vez que la aprovechaban como punto
de acción. La pregunta ante el mundo americano encontró la discusión en sus propias letras.

El ensayo y su producción, pues, denotaba una fisionomía política y cultural donde era
necesaria la discusión. La trama amorosa de la novela poco espacio encontraba en el ajetreo de las
revoluciones. Así mismo, carece de mera coincidencia que un formato de texto como el ensayo, cuya
extensión era inversamente proporcional a la fuerza de su contenido, fuese preferido para motivar la
insurgencia. La novela podría haber fallado sin reparo en la misión de una exposición clara de ideas
y motivos, sumiéndose en una interpretación injusta y anquilosada de las necesidades americanas.

Puede haber un fallo, o al menos una presurosa duda, al revisar la postura de Arciniegas.
Debe cuestionarse la total priorización del ejercicio intelectual como el facilitador de las revoluciones
americanas. De igual manera, es importante esclarecer la naturaleza del diálogo entre los eruditos y
quienes tomaron las armas en los valles y las ciudades. Aunque la revisión es concisa y justa en gran
medida, es claro que hubo también ese ensayo y discurso eurocéntrico, incluso en el propio
Civilización y barbarie. Rumbo al final de una de las obras insignes del pensamiento
hispanoamericano, el llamado al intelectualismo que simule el extranjero es de hacerse notar. Por
demás, conviene decir, al menos a grosso modo, que América debería seguir siendo un ensayo. Y tan
de moda que se ha puesto la novela negra…

REFERENCIAS

Arciniegas, G. (1979). “Nuestra América es un ensayo”. Cuadernos de Cultura Latinoamericana.


México: UNAM.

O'gorman, E. (1999). La invención de América investigación acerca de la estructura histórica del


muevo mundo y del sentido de su devenir (1ª ed., pp. 15-54). México: Fondo de Cultura Económica.

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