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Introducción
1- Formación y consagración: algunas aclaraciones
1.1- La idea en general
1.2- La docibilitas, condición personal fundamental
2 - Formación inicial: única mediación formativa
2.1- Mediación que educa
2.2- Mediación que forma
2.3- Mediación que acompaña
3- Formación permanente: muchas mediaciones formativas
3.1- “Con espíritu y verdad” (la oración educa)
3.1.1- Verdad del yo actual
3.1.2- Verdad del yo ideal
3.2- “Pan partido y sangre derramada” (la oración forma)
3.2.1- La oración, alma del apostolado
3.2.2- El apostolado, alma de la oración
3.3- “Todas mis ansias están en tu presencia” (la oración acompaña)
3.3.1- La docibilitas del corazón orante
3.3.2- Liturgia de las Horas y misterio del tiempo
2.3.3- ¿Miedo a la intimidad? (o bien, cuando no se tiene nada que decir
a Dios ...)
Introducción
Creo necesario enfocar bien el contenido y el particular ángulo de visión de nuestro encuentro. En
efecto, nuestra conferencia no quiere ser una mera conferencia sobre la dirección espiritual (DE),
sino, si acaso, una reflexión sobre aquel camino del y en el Espíritu que evidentemente abraza la
vida entera y que comienza en el período de la formación inicial a la vida consagrada (VC), en el
momento en que la persona se deja educar-formar-acompañar por un hermano/hermana mayor a
lo largo de los caminos del Espíritu, para percatarse de a dónde la está llevando Dios (por tanto,
su propia verdad), qué se opone en ella a la invitación de Dios y llegar a tomar una opción libre y
responsable.
Nuestra vida o es FP, o es frustración permanente, como bien sabemos por desgracia. Sin FP va
en onda el proceso contrario: la de-formación permanente, con todos los fenómenos
consiguientes de cansancio, repetitividad, desaliño, dejadez general, inercia, mezquindad,
jubilación precoz, pérdida de toda credibilidad, ineficacia apostólica, ... (cf. 22-23).
por consiguiente, gracia que en la vida y a través de la vida consagrada forma el corazón del
Hijo-Siervo (27.14), gracia ya presente en la vocación, que es una llamada cotidiana (“matutina”),
en la Palabra-del-día, en la Eucaristía-del-día, en la Liturgia y en el año litúrgico, en algo que el
Padre-Dios pone ya en acto continuamente para mí.
Por lo cual la formación inicial prepara para la consagración; pero es la FP la que forma al
consagrado (29-30);
gestionada a través de las cosas y las personas que viven a mi lado, santas y no tan santas (cf.
87 nota 9), y que, en todo caso, son mediación, por misteriosa que sea, de la acción formativa del
Padre, a través del horario y las ocupaciones y las rupturas de siempre. La FP es don ya dado
(37-38).
- no es realidad universal ni dada por supuesto, sino fruto de la decisión del individuo
- no está terminada jamás, porque en nosotros hay siempre una parte del yo menos “docible”
De hecho, nadie es entera e interiormente libre de dejarse formar durante toda la vida; hay en
cada uno de nosotros una parte, un aspecto, alguna faceta del yo, una tendencia o una pulsión
instintiva, una actitud o una espera inconsciente ... que queda o corre el riesgo de quedar fuera de
este camino, donde somos rígidos, cerrados, no aceptamos provocaciones, y que nos vuelve
sordos y mudos e insensibles ante la realidad externa (y a la Palabra misma de Dios), como una
especie de zona anestesiada o paralizada que ya no responde. A veces, por desgracia, no está
circunscrita a sí misma, sino que, como una célula cancerígena, tiende a extenderse e infectar el
resto de nuestro mundo interior. Es menester mucha atención y vigilancia en ese sentido. La FP
es, sobre todo, cura de esta área. Esta “zona salvaje”
- no ha recibido y no está disponible para asumir como norma de vida la forma de los
sentimientos del Hijo (en ese sentido, no está formada ),
Si es gracia, es preciso tener una actitud correspondiente (como ocurre siempre en lo tocante a la
gracia), una disposición pertinente, humilde, aguda, flexible, receptiva, emprendedora, o sea, la
docibilitas3, dado que de ninguna manera hemos dicho que “errando se aprende”. Una actitud de
ese tipo debería ser objeto de atención en la primera formación y fruto de la misma. En cierto
modo, es más bien el punto de encuentro entre formación inicial y permanente, en torno al cual
gira todo nuestro razonamiento y que, de hecho, posibilita continuar la formación de la persona
durante toda la vida.
Pues es lo que lo hace libre de dejarse tocar-educar por la vida, por los demás, por toda situación
existencial, y de aprender de la vida y de la experiencia (cosa que de ningún modo hay que dar
por descontada); docibilitas que no es sólo docilitas, porque es aquella inteligencia del espíritu
que conlleva algunos factores precisos, además de la acogida “dócil”, obediente y una pizca
pasiva, a saber:
Así, pues, vamos a intentar hacer ver cómo la primera formación habría de crear un cierto
habitus , entrenando al joven en recorrer recorridos precisos, que son como procesos
pedagógicos, conexos con las clásicas articulaciones de educar-formar-acompañar , y que habrían
de continuar después durante toda la vida, si bien con modalidades diversas. Digamos de
inmediato que tales mediaciones suponen, por su propia naturaleza, una relación explícita,
metódica y regulada por leyes precisas, con un hermano/hermana mayor, en la fe y en el
discipulado.
Por tanto, es una intervención directa sobre el yo actual del individuo. Y ha de preceder
absolutamente a la formación verdadera y propia: si antes no se descubre la verdad y no se
provee a liberar al sujeto de cuanto le impide realizarse en la verdad del yo, la sucesiva
intervención formativa no surtirá efecto.
Educar, en ese sentido, es típico del Padre-creador, que creando educe, saca las cosas del caos
y las criaturas de la nada, para dar orden y transmitir vida; o bien Dios Padre es de nuevo el
modelo de este proceso pedagógico cuando educa a su pueblo, sacándolo de la esclavitud de
Egipto con mano poderosa y brazo extendido, atrayéndolo hacia Sí con ataduras de bondad y
ternura, pero también reprochándole y corrigiéndole como hace un padre con su hijo (cf. Dt 1,31;
6,21; 9,26). En este caso, educar significa siempre participación en la acción creativa y
constructiva de Dios; es algo que regularmente se extiende en tiempos largos; significa dejarse
escudriñar continuamente por su ojo y su palabra; o la valentía constante de sacar a la luz la
propia verdad, sin contentarse con la sinceridad.
Así, pues, será importante que la primera formación sugiera un método que permita vigilarse a sí
mismo, de modo inteligente y agudo, para llegar a discernir la presencia de inmadureces y, sobre
todo, a identificar con precisión el personal conflicto central . No basta, pues, con aprender a
observar el comportamiento externo , ni contentarse con lo que se descubre dentro de sí. En
verdad se deja educar sólo quien sabe percibir, además de la conducta observable y de las
costumbres, sus actitudes, o sea, sus predisposiciones para obrar o sus estilos de vida, listos para
su uso como un esquema fijo (por ejemplo, cómo reacciona cuando se le ofende, o sus criterios
para enjuiciar, sus gustos y, en definitiva, su conciencia); para pasar a continuación a los
sentimientos , a la identificación de lo que siente en las diversas circunstancias de la vida (por
ejemplo, no basta con que perdone, es menester ver qué siente dentro de sí hacia el otro); y
finalmente llegar a las motivaciones , a la tentativa – con otras palabras – de pasar del qué he
hecho (=comportamientos) al cómo he obrado (=actitudes y, en parte, sentimientos), para
comprender por fin por qué y por quién he actuado, cuál es la raíz del sentir y del obrar, de ciertas
decisiones o de la opción vocacional misma (¿el amor de Dios u otros objetivos?, ¿el abandono
en las manos de Dios o la pretensión de autogestionarse, o miedos varios? ...).
Una buena educación es siempre preventiva; pero es igualmente la que pone al joven cada vez
más en condiciones de “obrar por sí mismo”, proponiéndole un método gracias al cual aprenda, y
continúe después, a conocerse y a descifrar sus estados de ánimo, a no contarse mentiras y a
comprender de dónde provienen sus problemas, sus miedos y defensas, sus distorsiones
perceptivas y expectativas no realistas. Aquí comienza y recomienza siempre, desde el principio,
la libertad de la persona: ¡desde el pesado trabajo de decirse la verdad! Podríamos afirmar que es
el método inteligente y humilde del examen de conciencia, o del examen de la conciencia ...
No se pretende – precisemos, pues – que la primera formación cancele todas las inconsistencias
del sujeto, sino que le ayude a precisarlas, a ponerse frente a ellas con sentido de
responsabilidad , para encontrar el camino que le permita ser cada vez menos dependiente de las
mismas, e impedir – en especial – que falseen su relación consigo mismo, con los demás, con
Dios y su palabra. Si no se produce este desbloqueo interior en el período de la formación inicial,
será muy difícil que el sujeto esté disponible para aprender o para dejarse formar, o “docible”, en
las fases sucesivas de la vida. Porque algo que no conoce y que, sin embargo, le vive dentro,
condiciona su ser en todos los niveles: desde amar a decidir, desde percibir gozos y esfuerzos a
interpretar nerviosismos y temores. El sujeto podrá, asimismo, hacer muchas experiencias y tejer
una infinidad de relaciones, poseer una cierta cultura y tener un cierto número de oportunidades
que disfrutar, etc.; pero, si no se conoce suficientemente, de modo especial en sus propias
inmadureces y en las consecuencias, es como si estuviera bloqueado por dentro, “trabado” de
forma inextricable en torno a ellas. Efectivamente, la inconsistencia crea un modo correlativo de
ver las cosas y de gestionar los acontecimientos, hace brotar atracciones y repulsiones, orienta la
sensibilidad y la conciencia misma; al límite, nos vuelve ciegos y sordos, o excesivamente
susceptibles y malpensados6 ... Y, naturalmente, aleja cada vez más de la verdad sobre uno
mismo, impidiendo a la persona aprovechar las oportunidades de los demás y de la relación
interpersonal para llevar adelante su camino educativo hacia la verdad. Por ejemplo, ante una
maledicencia o una ofensa contra él, esa persona reaccionará sintiéndose ofendida y resentida,
vengándose o haciéndose la víctima; pero, en todo caso, sin tener la valentía y la libertad de
descubrir la verdad, quizás parcial, de aquel contenido. Quien ha aprendido a conocerse en su
verdad aprovecha también las situaciones penosas (maledicencias, fracasos, malogros,
problemas relacionales ... y reacciones subjetivas a estas situaciones) para proseguir en esta
peregrinación hacia la raíz del yo.
Pero hay otro objetivo importantísimo hacia el que debe tender la primera educación y que forma
parte siempre de aquel método saludable que la persona ha de poseer: el de aprender a vivir la
consciencia de las propias debilidades frente a Dios y a la cruz del Hijo . Esas debilidades son
instrumento misterioso mediante el cual encuentra y experimenta la misericordia divina y supera y
abandona la pretensión de merecerse el amor divino; y, aprendiendo a reconocer y aceptar su
fragilidad, comprende y acepta también las debilidades ajenas. La primera educación no tiende a
crear superhombres del espíritu, sino individuos que, como Pablo, tienen la valentía de descender
a los infiernos y detectar la raíz de sus males, llegan a experimentar la impotencia ante ellos y,
precisamente en esta debilidad aceptada y vivida ante la cruz del Hijo, experimentan una radical
liberación, la del narcisismo invasivo.
No basta educar; también hay que formar, proponer un modelo preciso, como un nuevo modo de
ser o una “forma” que constituye la nueva identidad del consagrado, lo que está llamado a ser, su
yo ideal . Esa forma está constituida por la vida del Hijo, por su pasión por el Reino, por el Padre,
por la humanidad entera, por sus sentimientos. Pero una auténtica forma de vida se transforma
también en norma, se encarna en normas precisas y concretas, no se detiene simplemente en el
plano ideal o emotivo, sino que dicta después un correlativo estilo existencial, una regula vitae, un
ordo que da linealidad y coherencia a la persona y a sus actividades. Una forma que no se hace
norma, corre el riesgo de quedarse aérea e insignificante; una norma que no se inspira en una
forma, carece de alma y genera legalismo y moralismo.
En el camino inicial formativo es, pues, importante ser precisos y no confundir los horizontes: la
VC no tiende a la autorrealización, como si el primero y único mandamiento fuera el de afirmarse
en la vida, quizá compitiendo y perjudicando a los demás, y sin novedad alguna para un yo
destinado a repetirse hasta el infinito. El proyecto de consagración tiende a una superación de lo
humano que, mientras llama al individuo al nivel más alto de sus propias posibilidades, le da
también tantísimas cosas; lo atrae porque es fuente de su verdad, mientras que le propone un
camino liberador (y, sin embargo, penoso) de conversión. 7
Así, si el educar es evocativo de la verdad del hombre, el formar comporta una pro-vocación de lo
humano, una proposición que, precisamente porque pide dar el máximo de sí mismo, desvela
finalmente aquello de que es capaz el individuo. En todo caso, una auténtica actividad formativa
tiene efectos rompedores: es novedad que sorprende y a veces asusta, crea nuevas expectativas
y solicitaciones, conlleva tensión e incluso insatisfacción, pide cambiar las costumbres y los viejos
estilos de vida, desplaza hacia adelante el equilibrio de la persona en dirección a horizontes
insospechados, abre una nueva fase de vida, pero solicita también resistencias y defensas ... Si
educar es roturar el terreno, formar es inyectar en él la vitalidad de la semilla, como fuerza
prorrumpiente y portadora de vida nueva; aquella semilla que cae en tierra, muere y fructifica.
Aún más, si el educar corresponde al Padre, el formar parece ser actividad principal del Hijo,
obviamente sin ninguna rígida y exclusiva atribución. En efecto, el modelo típico de la VC, como
hemos indicado ya, son “los sentimientos del Hijo”; por consiguiente, ¿quién mejor que el Señor
Jesús puede llevar adelante esta paciente obra de formación en el corazón del joven consagrado?
Es muy importante – no sólo sugestivo – sentir así la relación con Cristo, el verdadero (padre)
Maestro de la vida, el camino, la verdad y la vida, el único que de veras puede transmitir y
“plantar” en el corazón su sentir, hacer vibrar con su amor, volver contagiosa su pasión por el
Reino ... Si Él y sus sentimientos son el objetivo final de la formación, sólo Él podrá ser el alfarero
del que habla el profeta Jeremías, que trabaja con infinita y testaruda paciencia con su arcilla y la
trabaja y la cincela, la modifica y perfecciona, la corrige y embellece ... hasta volverla “como mejor
le parece” (Jer 18,4); “Señor, ... nosotros la arcilla y tú el alfarero” (Is 64,7).
Punto crucial del camino formativo es el momento en que el consagrado reconoce en Cristo su
propia identidad . La verdad-belleza-bondad del valor llegan a ser entonces progresivamente la
verdad-belleza-bondad del sujeto; los sentimientos de Cristo se convierten cada vez más en los
sentimientos del joven. Es el punto neurálgico de todo el proceso pedagógico, que hay que vivirlo
con la totalidad de las fuerzas psíquicas: con el corazón para que se enamore de Dios, con la
mente para que lo contemple, con la voluntad para que aprenda a desear sus deseos. Por un
camino que deberá continuar toda la vida, pero que difícilmente podrá darse después si la chispa
no ha saltado en la primera formación.
En concreto, se tratará de reanudar el camino desde el punto aquel a donde había llegado la
acción educativa, desde aquel equívoco de fondo o desde aquella inconsistencia que daba a la
vida una orientación errada e ilusoria; con el proceso formativo la persona debería sustituir
lentamente el equívoco con una nueva opción de fondo, ahora modelada sobre la decisión de
seguir al Señor Jesús y su pascua de muerte y resurrección. Es como un camino de nueva subida
partiendo desde el nuevo centro, que es la cruz de Jesús, que imprime una nueva forma a
motivaciones, sentimientos, actitudes, comportamientos. Es el nacimiento y crecimiento del
hombre nuevo.
La formación, concebida así, es de veras libertad que nace de la verdad: libertad de dejarse atraer
por la hermosura del Hijo y de sus sentimientos; una libertad, pues, que penetra en la mística; y,
además, libertad de dejarse plasmar por el Espíritu del Padre; y, por consiguiente, libertad que se
vuelve ascética. El consagrado es un esteta de lo divino, hasta el punto de saberlo diseñar en lo
humano, incluso en aquella realidad tan humana como son los sentimientos.
Finalmente, la tercera articulación, que en cierto modo representa el estilo pedagógico general. El
educador-formador de quien hemos hablado es un hermano mayor, mayor en la experiencia
existencial y en el discipulado, que se pone al lado de un hermano menor para compartir con él un
trecho de camino y de vida, a fin de que éste pueda conocerse mejor a sí mismo y el don de Dios,
y decidir responderle en libertad y responsabilidad 8. La faceta del yo que aquí se convierte en
objeto específico de atención es el yo relacional.
La consciencia y el gusto de la “compañía” del Espíritu harán al joven consagrado cada vez más
disponible para hacerse acompañar por un hermano mayor, sin pretender que sea perfecto. Quien
se confía al Espíritu se fía también de sus mediaciones; quien ha aprendido a entregarse al
Espíritu no teme – hoy que es joven – compartir un trecho de su historia, encomendándola a las
manos de un hermano mayor. Mañana, cuando será más anciano, aceptará que otro lo lleve a
donde él no sabe, que otro lo ciña ... Así, pues, confianza, abandono, entrega de sí se
transforman en las virtudes típicas, como el fruto de esta intervención pedagógica.
Desde el punto de vista ... “agrario”, después de la roturación del terreno (=educación) y de la
siembra de la buena semilla (=formación), el acompañamiento implica todas aquellas atenciones
que el buen campesino dedica y reserva a la pequeña planta que está a punto de crecer;
concretamente está a su lado, en cierto modo la ve florecer lentamente, como si su mirada
favoreciera su crecimiento, la cuida y la protege.
Las características esenciales del acompañamiento como método pedagógico son tres:
Llegados aquí, se puede decir en verdad que, acompañando a un joven a lo largo de los caminos
del Espíritu, el formador lleva adelante su formación permanente.
3- Formación permanente: muchas mediaciones formativas
No es verdad siempre y necesariamente que “la experiencia enseña”, o que errando o, sin más,
“pecando se aprende” (“peccando s’impara”) 12, o que “la historia es maestra de la vida”, o que
“uno tiene el derecho de cometer sus errores” y otras parecidas sublimes amenidades; hay tanta
gente adulta que siempre repite impertérrita los mismos errores (de los que echa regularmente la
culpa a los demás) o que confunde la madurez con un título de estudio o con el fruto natural de la
ancianidad; en cuanto a la historia, se ha dicho también que lo único que enseña es que algunos
o quizá muchos no aprenden jamás nada de ella; y es verdad que hay que respetar el derecho de
cada cual a cometer sus equivocaciones, pero aún más digno sería ayudarle a reconocerlo y, en
lo posible, a evitarlos ... Si la primera formación no propone un método con el que conocerse y
comenzar a liberarse o al menos liberar la percepción, la FP es sólo academia y apariencia, y, en
último extremo, forzamiento (por parte de quien debe organizarla) y ficción (por parte de quien la
soporta). Pero si la primera educación-formación-acompañamiento ofrecen un auténtico recorrido
de conocimiento de sí y de liberación de los propios conflictos, entonces la vida entera se
convierte en un recorrido de educación-formación-acompañamiento progresivo y el individuo
puede trabajar sobre su propia disponibilidad formativa. Gracias a ésta, toda circunstancia de la
vida (personas, compromisos, desafíos, dificultades, tentaciones, crisis, caídas, imprevistos,
provocaciones, fracasos, calumnias, peticiones más o menos inéditas, peticiones que van más
allá de mis simpatías y capacidades ...), en todo momento y en cualquier contexto, puede resultar
mediación formativa, ocasión de FP, como mediación singular a cuyo través el Padre me modela,
me plasma, me abre perspectivas, me crea desierto en torno ... para formar en mí los
sentimientos del Hijo.
O sea, desde la única mediación formativa de la primera formación hasta las muchas
mediaciones formativas de la FP.
Aquí nuestra disertación podría abrirse en muchas direcciones. Elegimos un solo ámbito o
ejemplo, el de la oración, pues no siempre se capta la valencia educativo-formativa y de
“compañía” de la oración.
Hago nada más alguna veloz puntualización, reenviando siempre a mi texto Il respiro della vita
(100-113).
La oración educa, porque orar significa ponerse delante de la verdad de Dios en la verdad de sí.
Nada como la oración está en grado de sacar a superficie lo que nosotros somos en las
profundidades a menudo oscuras de nosotros mismos, y no sólo porque tenemos la certeza de
ser, en todo caso, acogidos y comprendidos por el Dios misericordioso, sino porque el contacto
con la Verdad divina evoca necesariamente la verdad humana. Toda oración tiene esta valencia
evocativa-verídica; de otro modo no es oración, ni es ciertamente oración que educa en
perspectiva de FP. Entonces, el problema de la FP no es cuánto reza uno o si es fiel, como se
dice, a sus prácticas de piedad, sino la calidad verídica de su estar ante Dios, su orar “con espíritu
y verdad”.
Esa dimensión verídica tiene dos vertientes clásicas: una que indaga sobre el yo actual, sobre
todo para detectar su componente negativo e inmaduro; en cambio, la otra intenta escrutar las
posibilidades del yo ideal, lo que el yo está llamado a ser. La vertiente primera reclama el aspecto
penitencial de la oración; la segunda el más mistérico y contemplativo. Juntas desvelan la verdad
del orante, su trama de bien y de mal, y, por consiguiente, también las pistas de su crecimiento
continuo.
Quien se acerca de veras a Dios, como hace el orante, debería experimentar también cuán
distante de Él se encuentra. Es quizás un principio un poco singular, pero que vuelve a entrar en
la naturaleza de la oración cristiana o en la lógica de la intimidad divina. Tal vez es, sin más, una
prueba de la autenticidad de este acercamiento. Porque, cuando nos aproximamos al
Radicalmente Otro, es inevitable percibir toda su alteridad y diversidad, o dejar que su luz ilumine
y haga evidente cuanto se opone en nosotros a su palabra, pero que a menudo no es tan
evidente.
La oración cotidiana educa, en efecto, y permite descubrir la verdad del consagrado/a sobre todo
porque es , y en cuanto es, oración de escucha de Dios y de cuanto sale de su boca, es decir, de
la Palabra-del-día. Es el maná cotidiano o el pan tierno del día que alimenta el corazón pensante y
viene a desvelar al creyente el don preparado para él en aquel día por la providencia del Padre y,
a la vez, la misión que el Padre mismo le confía siempre en aquel día: “toda vocación,
efectivamente, es ‘matutina’, es la respuesta de cada mañana a una llamada nueva cada día” 17;
y, si la llamada de Dios abre cada jornada, eso explica por qué la educación (=la escucha de esta
palabra como palabra que hace emerger verdad) y la formación (=la respuesta a esta palabra que
llama) no pueden ser más que cotidianas y permanentes.
En concreto, eso significa no sólo la cita matutina con la Palabra como punto intocable, que no
admite derogaciones, en el ritmo cotidiano del discípulo; sino una interpretación de la lectio como
lectio ... continua, o sea, como meditación que se extiende, de alguna forma, a toda la jornada y
prosigue durante el día, no sólo porque el creyente de buena voluntad normalmente tiene también
buena memoria (que es el Espíritu santo) y de hecho la recuerda, sino porque la Palabra
escuchada a la mañana necesita por su misma naturaleza los avatares del día para revelarse en
plenitud y realizarse. Entonces la jornada misma, rescatada de cierto tono gris ferial, se convierte
en “día que ha hecho el Señor”, como el seno de María que da a luz una Palabra y una presencia
siempre nueva de Dios; y la Palabra asume toda su valencia educativa y formativa, como don de
lo alto que nos plasma y acompaña en todo instante del vivir cotidiano. FP es también este modo
de entender la clásica práctica de la meditación, para que no se reduzca a rito cansino y
soñoliento de la mañana; inútil si no alcanza los fragmentos del vivir cotidiano, estéril si la Palabra
no se deja fecundar por la vida.
Por otro lado, ¿para qué sirve una meditación que no logre arrastrar la Palabra al interior de los
acontecimientos o a hacer fecundar aquella Palabra por la vida?
La oración cotidiana forma, puesto que da una estructura y una configuración precisas a la
persona y a la existencia del consagrado/a, principalmente a través de la vida sacramental y de la
lógica en ella escondida, lógica de la gracia que precede, no sólo desvelándonos identidad y
verdad, sino de algún modo realizándola y plasmándola ya en nosotros.
FP es penetrar cada día más dentro de esta perspectiva eucarística, dejándose educar y formar
verdaderamente por ella, decidiendo cada día más convertirse en pan partido y sangre
derramada, entrando cada vez más en sintonía-sincronía profunda con la pascua del Cordero.
Y, por consiguiente, si es en este sentido como la oración forma, no es sólo la oración la que es
“el alma de todo apostolado” 19, como nos ha transmitido aquella sabiduría (de origen monástico)
que ha plasmado generaciones de apóstoles, sino que también el apostolado es alma de la
oración, porque es una experiencia de Dios que se realiza sobre todo en la misión, o una
posibilidad, sin más, de intimidad contemplativa con Él que es típica y peculiar del apóstol. FP es
exactamente hacer la experiencia de la circularidad y reciprocidad del diálogo entre oración y
acción, por lo que también el apostolado tiene su específica valencia educativo-formativa desde el
momento en que educa en buscar y encontrar a Dios en la historia y en el prójimo, agudizando la
mirada y la sensibilidad del apóstol, o forma lentamente en él los sentimientos del Hijo que se da
por amor, y ayuda a reconocer en la com-pañía de los hombres la misma compañía del Espíritu.
Finalmente, me parece que la oración, en la lógica del camino rítmico que estamos proponiendo,
puede y debe llegar a ser el clima habitual y la actitud de fondo del consagrado, como una
compañera fiel que orienta la marcha en la dirección justa. Y sobre todo convierte en continua la
formación. Porque el “espíritu de oración” (y no simplemente la oración o las oraciones) es todo lo
que permite encontrar el ritmo justo, como un equilibrio natural entre acción y contemplación,
entre silencio del corazón y diálogo familiar con Dios, entre escucha y palabra, entre trabajo y
descanso, soledad y relación, estudio y distensión, deseos y esperas de realización ...,
convirtiendo todo en oración y alabanza al Altísimo, como un permanente estar delante de Él;
pero es también lo que consiente permanecer abiertos a los imprevistos y a lo improgramable,
especialmente cuando anda de por medio una persona y el bien de esa persona, un sufrimiento o
una petición de ayuda, volviendo todo animado por el amor y poniendo el amor en el primer lugar,
el único amor a Dios y al hombre.
La docibilitas, podemos decir, es ante todo actitud orante, puesto que es exactamente en la
oración donde el ser humano, puesto frente a la Verdad y Belleza sumas, advierte la fascinación
que elimina todo temor y enciende el deseo de saber y conocer. La oración es como un continuo
proceso de aprendizaje del corazón y de la mente, de los sentidos y de las emociones. Pero en
eso se convierte todo lo que es, en verdad, constante, es decir, cuando se transforma en una
especie de red que recoge la jornada y la mantiene unida alrededor de nudos, que son las citas
distribuidas ordenadamente a lo largo del día (claro está, en cuanto eso le es posible a quien no
es propietario de su tiempo), que hacen evidente la “sacramentalidad del tiempo”. Y así la oración
resulta cada vez menos un puro deber que toca a algunos momentos; y sí, en cambio, espíritu de
oración que abraza todo el tiempo y invade toda la persona, como una actitud constantemente
orante, que da sentido y unidad a todo, y que constantemente hay que anudarlo y reanudarlo al
resto de la existencia, propia y ajena. Cuando un creyente descubre y vive el poder unitivo de la
oración, puede decir que ha encontrado el centro de su propia vida; lo que le permite sumergirse
en la complejidad no sólo sin extraviarse, sino incluso contando e indicando a todos el centro o el
corazón de la vida.
Exactamente en esta óptica está concebida y debe celebrarse la Liturgia de las Horas , oración
que es el corazón pulsante de la jornada del creyente, de alguna manera marca ordenadamente
su ritmo y estructura el tiempo, haciéndolo una experiencia habitada. En efecto, logra desvelar el
misterio del tiempo en la vida cristiana 20, y desvela que en el centro del mismo está el misterio
pascual: “la oración cristiana nace, se alimenta y se desenvuelve en torno al acontecimiento por
excelencia de la fe, el misterio pascual de Cristo. Así, a la mañana y a la tarde, en la salida del sol
y en su ocaso, se recuerda la Pascua, el paso del Señor de la muerte a la vida” 21.
No es simple oración, sino oración ritual que el religioso/a realiza en nombre de la Iglesia entera ,
no por sus personales intereses; súplica que se une a la alabanza perenne del Hijo en relación
con el Padre, pero que expresa simultáneamente, con las palabras del salmista, las palabras y los
dramas de todos los hombres y mujeres, en cada hoy de la historia, en toda circunstancia y
contexto. Quien ora con este espíritu se deja acompañar en las vicisitudes de la vida por el
Espíritu del Padre que ilumina los ojos de la mente y del corazón, y acompaña él mismo los
avatares padecidos por tantos hermanos y hermanas presentándolas al Padre.
Orar así es acudir cada día a la escuela de la Palabra, para dejar que la Palabra acompañe la
vida, sea horizonte de toda palabra y de toda acción humana, de modo que la vida se convierta
cada vez más en su lugar de resonancia.
2.3.3- ¿Miedo a la intimidad? (o bien, cuando no se tiene nada que decir a Dios ...)
Fuera de esta lógica, hay quien vive aún como una obligación o un peso el cometido de rezar, o –
al contrario – quien prácticamente ha decidido, con cierta suficiencia, considerarlo un optional o,
sin más, deshacerse de ello; pero también quien no comprende plenamente cierta oración como
la Liturgia de las Horas o infravalora su dimensión eclesial o su función “temporal” o su función
ministerial de intercesión, y a lo mejor acumula expeditamente en un único momento (“así ya no
pienso más en ello ...”) todo lo que debería ser articulado y distribuido a lo largo de toda la
jornada.
Según el Padre Scalia, el problema es un poco general y es muy serio: “por experiencia personal
cada uno de nosotros sabe que sólo raramente, sólo en afortunadas circunstancias, el breviario es
oración, coloquio con el Padre. Porque ‘hablar’ es escucha y respuesta. ‘Hablar’ es comunicar y
acoger, hacerse modificar por el gozo y por la tristeza del otro, ver, oír que el interlocutor oye
nuestras pasiones y bate al unísono con nuestro corazón. Como nosotros con el suyo” 22. Pero
muchos ministros y discípulos del Señor simplemente ya no hablan con Él, no tienen nada que
decirle, no tienen ya familiaridad con su misterio, ninguna conversación en suspenso, ningún
diálogo que iniciar, ninguna confidencia que confiarle, ningún entendimiento secreto como entre
viejos amigos y cómplices ..., mientras que para él mismo tienen tantas cosas que hacer, o en
nombre de él tantas cosas que decir y, en todo caso, con él pasan una discreta parte de su
tiempo, pero usando palabras ajenas, o repitiendo fórmulas y frases hechas, o vistiendo ropas
oficiales o confundiéndose en el grupo, como si tuvieran miedo de la intimidad con él, o fueran
incapaces de ello.
Y así la oración se convierte en un modo de defenderse de Dios y del propio yo, como una colosal
mentira contada por uno que se esconde incluso de sí mismo detrás de un disfraz bien
empurpurado. Es culto que no hace ninguna compañía a la vida; así como la propia vida, si no
está sostenida por cierto espíritu orante, no puede hacer compañía a otra vida.
Quizás, entonces, es pura verdad que aprender a amar quiere decir aprender a rezar. Mientras
que la FP es este lento cotidiano aprender a hablar amorosamente con Dios, a gustar en la
oración su dulcísima compañía.
1 Retomo aquí ideas que he expuesto de forma más precisa y articulada en mi volumen Il respiro della vita. La
grazia della formazione permanente, Cinisello B. 2002. Las páginas entre paréntesis en el texto reenvían al
volumen en cuestión.
4 Para un tratamiento más amplio y profundo al respecto cf. A.Cencini, I sentimenti del Figlio. Il cammino
educativo nella vita consacrata, Bologna 2000, pp. 43-51.
10 G.Devoto-A.Oli, Nuovo vocabolario illustrato della lingua italiana , Firenze 1988, p. 679.
21 Juan Pablo II, Nei Salmi il ritmo cristiano dei giorni , audiencia general del miércoles 4 de abril de 2001, en
“Avvenire”, 5/IV/2001, p. 20.