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LOS CONCEPTOS DE RAZA , CIVILIZACIÓN

E HISTORIA EN LA OBRA DE MIGUEL


ANTONIO CARO
La articulación de un modelo de
representación sobre los habitantes
del territorio nacional

AMADA C AROLINA PÉREZ BENAVIDES1

Introducción
En el proceso de construcción/reconstrucción de los Estados nacio-
nales latinoamericanos, durante el siglo xix, se desplegaron diferentes
formas de representar a la nación y a sus habitantes, que dan cuenta de la
manera como se intentó establecer el orden republicano. Las imágenes y
conceptos que se emplearon para aludir a los diversos pobladores de las
nacientes repúblicas dan indicios de las prácticas a través de las cuales se
diseñaron estrategias de inclusión o marginación social particulares.
En el presente trabajo se estudiarán tres de los conceptos principales
que se utilizaron para representar a los pobladores en el siglo xix en Co-
lombia: raza, historia y civilización, analizando cómo tales conceptos
operaron en la definición de subjetividades y funciones particulares para
grupos sociales y culturales específicos. El interés concreto es examinar
el proceso de configuración de un modelo de representación sobre los

1 Profesora asistente del Departamento de Historia de la Universidad Javeriana. Candidata


a doctorado en Historia por El Colegio de México.

1
Carlos Arturo López Jiménez

habitantes del territorio nacional a través del cual se otorgó un lugar difer-
enciado a ciertos individuos y comunidades en la historia y en la cultura
nacional, de acuerdo con su pertenencia racial, regional, religiosa, política y
social. Para tal fin se analizarán algunos de los escritos de Miguel Antonio
Caro, teniendo en cuenta tanto las representaciones de los pobladores que en
ellos se desplegaron, como los medios a través de los cuales circularon. Así
no sólo se estudiarán los textos de este autor sino, en la medida de lo posible,
las polémicas dentro de las cuales se desarrollaron.
El escrito está dividido en tres partes: en la primera, se hace una reflex-
ión sobre los conceptos de raza y civilización; en la segunda, se elabora una
aproximación hacia la manera como Caro configuró la idea de una historia
nacional, y, en la tercera, se especifica cómo este autor constituyó la imagen
de un tipo nacional por excelencia que tenía como complemento una repre-
sentación de los grupos marginados a partir de la cual se legitimaron ciertas
prácticas de integración social como las misiones2.

La raza latina y la experiencia de civilización


Algunos conceptos parecen tener un contenido inequívoco para una
época determinada, sin embargo, al analizarlos detenidamente, las investi-
gaciones apuntan a visualizar los matices existentes en lo que parecería un
solo fondo. En particular, al concepto de raza empleado durante el siglo xix
en Colombia se le ha dado un sentido específico que lo asocia con corrientes
de pensamiento como el darwinismo y la antropometría; sin embargo, el
uso que Miguel Antonio Caro hacía de dicho concepto, estaba relacionado
con otras tradiciones del saber, aunque no desconocía las demás acepciones
que éste contenía.
Respondiendo a un escrito publicado en El Tiempo en julio de 1871,
Caro señalaba la manera como él entendía el concepto de raza latina bajo el
cual “acostumbramos cobijarnos”. Para este autor el término raza latina no se
refería a una casta sino a “un conjunto de pueblos y familias que se estrechan,

2 Algunos de los borradores del texto que aquí se presenta fueron discutidos en el seminario sobre

Miguel Antonio Caro realizado en el Instituto Pensar; mi reconocimiento a todos los participantes
por sus observaciones y sugerencias. Agradezco a María Camila Díaz Casas por los comentarios
realizados al texto así como por el apoyo en la investigación documental. Mi gratitud también a
Miguel Ángel Urrego por la revisión general de la última versión del texto.

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Lenguaje y autoridad: totalidades localizadas

confunden e identifican a virtud de una idea, y ésta es la idea católica, com-


prendiendo bajo el nombre de idea, dogmas, tradiciones y afectos”3.
La concepción de raza que Caro proponía se distanciaba de la que
tenían algunos de sus contemporáneos, quienes, influenciados por autores
como Gobineau, asociaban dicho concepto con características culturales y
morales hereditarias que se correspondían con rasgos fenotípicos definidos4.
Por el contrario, Caro utilizaba como marco explicativo la idea cristiana de
unidad de la raza humana, la cual proponía un origen único del hombre y
la decadencia posterior de ciertos grupos, ocasionada por su separación del
sendero de Dios.
En este sentido, la raza latina se distinguía por sus características espiri-
tuales más que por unos rasgos físicos y por eso, dentro del marco explicativo
que Caro utilizaba, la humanidad no estaba dividida por colores (rasgos
fisonómicos) o por razas (caracteres biológicos) sino por ideas y escuelas, y
entre éstas “sólo una ha demostrado ser verdaderamente universal o católica,
y esta escuela (humanamente hablando) es la Iglesia Romana”5. Así, Caro
señalaba la existencia de una única idea o escuela capaz de devolverle la uni-
dad al género humano, tal idea era el catolicismo apostólico y romano del
cual nosotros “somos hijos leales y rancios partidarios”.
Caro continuaba su argumentación equiparando el concepto de raza
al de comunión, su representación de la comunión romana simplificaba el
proceso de conformación de la Iglesia católica atravesado por profundas
tensiones y exclusiones que eran ocultadas. Para este publicista —como se
llamaba entonces a quien escribía para el público—, raza latina denotaba a
la misma Iglesia Romana, “considerada, empero, bajo sus rasgos más viva-
mente característicos, como he dicho, siquiera sean materiales, como son
las prácticas y otras condiciones que como relevantes lineamientos agrupan
a una sola comunidad histórica a los diferentes pueblos y gentes católicas”6.
La raza latina no estaba conformada por un pueblo sino que la caracterizaba
la diversidad, pero una diversidad que fue convirtiéndose en comunidad a
través de la historia.

3Miguel Antonio Caro, “La raza latina”, en Obras completas, t. i, Bogotá, Instituto Caro y
Cuervo, 1962, pág. 734.
4 “Gobineau dividió la variedad humana en tres ‘razas’: la brutal, sensual y cobarde ‘raza de los
negros’; la débil, mediocre y materialista ‘raza de los amarillos’ y, por último, la ‘raza blanca’, in-
teligente, enérgica y llena de coraje” (Hering Torres, 2007: 16). En relación con la apropiación
de estas ideas en Colombia véanse Safford, 1991, y Arias Vanegas, 2005.
5 Caro, op. cit., pág. 737.
6 Ibíd., pág. 735.

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Carlos Arturo López Jiménez

Desde la perspectiva de Caro la pertenencia a la raza latina se daba por


una doble vía: por una parte era una idea trasmitida de padres a hijos y, por
otra, cada individuo se comprometía con ella convirtiéndose en su partidario,
defensor y propagador. El asunto de la transmisión parecería referirse especí-
ficamente a una herencia cultural, sin embargo no hay que olvidar que, como
lo señala Max Hering, desde el momento de la promulgación de las leyes
de Estatutos de limpieza de sangre en 1547 se inauguró una larga tradición
dentro del Occidente cristiano a través de la cual “el antijudaísmo clásico fue
objeto de una metamorfosis; de un ‘antijudaísmo religioso’ se transformó en
un ‘antijudaísmo religioso-racial’”7 en el cual se mezclaban los términos de
raza e impureza. Si bien Caro no asociaba la idea de raza latina con conclu-
siones provenientes del darwinismo, la tradición católica a la cual apelaba no
estaba exenta de una asociación entre raza y herencia: por la vía de la sangre
se transmitían ciertos caracteres impuros que operaban a la manera de mácula
marginando a comunidades enteras como la judía; aquellos que conformaban
dicha comunidad fueron, durante siglos, cristianos de segundo orden aún
cuando se acogieran al catolicismo a través del bautismo.
El escrito del periódico El Tiempo que originaba la réplica de Caro hacía
visible cómo, aunque el contenido que se le daba al concepto de raza latina
en el sentido de una congregación de creyentes sometidos al pontificado, se
distanciaba del planteado por Lamarck, en las dos acepciones (la religiosa-
cultural y la biológica) se trataba de un sofisma:

Prescindiendo de la opinión de Lamarck i de sus copartidarios,


de que el hombre es una derivación del mono, cuando intentan
demostrar por la anatomía y la fisiolojía el paso gradual de la orga-
nización de este animal en el desarrollo del feto, hasta asimilarse a
la de la especie humana; i dejando a un lado todas las intrincadas
cuestiones de antropolojía a este respecto, en lo cual la fi losofía y
la historia hacen alarde de caminar por entre tinieblas, podemos
decir que la diversidad de razas en los seres racionales es un gran
sofisma, i que esta clasificación sólo es admisible para indicar la
diferencia de rasgos que se notan en el jénero humano; proveniente
de las zonas, las influencias climáticas, la temperatura, las corrien-
tes eléctricas, las enfermedades, la educación i otra multitud de
causas que contribuyen a modificar el organismo humano i que

7 Hering Torres, op. cit., pág. 18.

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retrasan, detienen o impulsan el movimiento civilizador ingénito


en el hombre.

Pero este sofisma crece de proporciones cuando se habla de la


raza latina a la cual se quiere que pertenezcamos, sin duda para
hacernos partícipes del estrepitoso derrumbamiento que tres i
media centurias de verdadera fi losofía han venido preparando al
romanismo8.

El autor del texto se distanciaba, en general, del uso que se le había


dado al concepto de raza, ya fuera éste promulgado por la ciencia moderna
y asociado a los debates sobre el origen del hombre, o esgrimido por quienes
querían denotar el sometimiento de los pueblos a alguna autoridad religiosa,
en este caso, la ejercida por Roma. El artículo criticaba, en particular, la man-
era como el concepto de raza era utilizado para establecer diferenciaciones
que mantenían las jerarquías entre los hombres en sociedades que se pensa-
ban como democráticas: ridiculizaba las asociaciones que se hacían entre la
idea de raza y los títulos nobiliarios, al igual que las alusiones a la existencia
de naciones de raza pura. En este sentido el autor del texto, luego de hacer
un recorrido por la historia de los diferentes pueblos que habían habitado la
península Ibérica, evidenciaba que no era posible pensar la nación española
o la colombiana en términos de una raza:

… i así, de tanta confusión de jentes diversas como las que han


habitado en su suelo, puede decirse que la España, cosa que sucede
a todas las naciones, ha sido un mosaico de razas semejante al que,
en escala menor, hai entre nosotros, compuesto de sangre de espa-
ñoles cuya raza se ignora, de indios descendientes de los muiscas
i de negros importados de África, formando el todo un pequeño
laberinto colombiano de mestizos, cuarterones, mulatos i zambos,
sembrado en el fondo primitivo de la masa inmensa de al orígenes.
Así es como podemos explicarnos nuestra raza latina9.

La estrecha relación raza-nación, tan socorrida en el siglo xix, era des-


cartada como posibilidad de concebir la unidad nacional para el caso español y

8 “La raza latina”, El Tiempo, 18 de julio de 1871, año x, núm. 482, trimestre 1.
9 Ibíd.

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Carlos Arturo López Jiménez

para el colombiano, en la medida en que se resaltaba la presencia de diferentes


pueblos en los espacios territoriales que ocupaban en aquel presente dichas
naciones. Además, en esta y la anterior cita estaba presente la ironía que el
autor del texto expresaba frente a la identificación del país como perteneciente
a la raza latina, identificación que, como se planteará más adelante, permitía
a Caro establecer un modelo de ciudadano y de sociedad particular para la
nación colombiana.
De la misma forma en el artículo de El Tiempo se cuestionaba la uti-
lización de la ascendencia como distinción en el caso de los títulos nobiliarios
y la asociación que se había hecho entre raza pura y nobleza; el autor del es-
crito veía en tales concepciones un intento de mantener las jerarquías en las
sociedades democráticas, y también en este caso acudía al ejemplo español:

A tal rigidez han llegado en España los antiguos títulos nobiliarios,


sin duda por el progreso de la idea democrática: que hoi mismo
en terrible fermentación disputa a la reyedad la soberanía de los
pueblos ante la cual todos somos iguales, sin más diferencia que la
conferida por la opinión popular al verdadero mérito proveniente
de las virtudes, la honradez acrisolada i los servicios a la patria10.

La polémica sobre el concepto de raza a finales del siglo xix en Co-


lombia era pues más amplia de lo que parecía a simple vista, mientras, como
se había planteado anteriormente, algunos letrados adoptaron las corrientes
darwinistas, otros —entre ellos Caro— continuaron utilizando tal concepto
en un sentido asociado con la religión y otros, como el autor del artículo de
El Tiempo, veían en ambas acepciones un peligro en tanto cuestionaban la
idea democrática de igualdad del género humano en la cual las diferencias
no se daban a priori —ni por asociación con una herencia, ni por una creen-
cia— sino por la forma como cada ciudadano actuaba de cara a la comunidad
nacional a la cual pertenecía.
Con todo, los debates más acalorados en los cuales se discutió el con-
cepto de raza tenían que ver con los planteamientos que se suscitaban en el
marco de las discusiones filosófico-religiosas, aunque éstas últimas también
se relacionaban con otros saberes y otras relaciones de poder. En el escrito
titulado El darwinismo y las misiones en el cual Caro polemizaba con Jorge
Isaacs por el informe que el segundo había publicado en la Revista de Anales

10 Ibíd.

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Lenguaje y autoridad: totalidades localizadas

de Instrucción Pública como resultado de su participación en la Comisión


Científica Permanente11, el político conservador cuestionaba tajantemente las
posiciones respecto al origen del hombre que Isaacs defendía.
En algunos apartados de Las tribus indígenas del Magdalena Isaacs hacía
explícita su adhesión al darwinismo como explicación del origen del hombre
y de su proceso de desarrollo. En el Preliminar a su texto reconocía el trabajo
realizado por algunos autores anteriores a él en lo concerniente al estudio de
las naciones indígenas que poblaron el Magdalena y que aún lo habitaban,
señalando que gracias a ellos se empezaba a conocer “el grado de selección y
cultura en que se las encontró y el triste y criminal abandono en que hoy se
hallan”12, afirmación en la cual está presente el uso de la jerga darwinista que
asignaba un lugar en el proceso evolutivo a las diferentes culturas de acuerdo
con el grado de selección en el cual se encontraban y tal clasificación se daba
teniendo en cuenta el tipo de creencias religiosas que profesaban, su desar-
rollo intelectual e industrial y las costumbres que practicaban.
Ahora bien, es especialmente en la sección dedicada a la interpret-
ación de los pictogramas donde Isaacs señala en un párrafo, y refiriéndose
—sin fundamento— a una figura en particular, su posición con respecto
al origen del ser humano: “Tolerándolo mis lectores muy susceptibles, los
partidarios de la teoría darwiniana, podríamos suponer que la figura número
12, mitad simia y de rostro muy raro, es representación de la forma que
tuvo el animal, temible, como se ve, que precedió al hombre en la escala de
perfeccionamiento”13.
Sin duda, Isaacs suponía las susceptibilidades que podía herir con la
afirmación a través de la cual se reconocía como partidario de la teoría dar-

11 En 1881, el gobierno nacional conformó la Comisión Científica Permanente que tenía como
objetivo recorrer el país para completar el trabajo iniciado por la Comisión Corográfica. Para
tal fin se encargó al argelino Manuel Manó como director y a Jorge Isaacs como secretario. La
Comisión fue desintegrada a un año de iniciadas sus labores debido a que Manó resultó ser, al
decir de algunos, un embaucador con el cual el resto del equipo tuvo grandes diferencias y dados
tales sucesos el Secretario de Instrucción Pública decidió poner fin a la Comisión y, por tanto,
rescindir el contrato que tenía con Isaacs. En un principio el autor de María fue comisionado
para recorrer los estados de Magdalena y Bolívar, sin embargo la cancelación temprana de su
contrato hizo que sólo pudiera cumplir su cometido en Magdalena. Isaacs realizó sus estudios
en dicha región entre septiembre de 1881 y agosto de 1882 prestando especial atención a las
tribus indígenas que habitaban la Guajira, la Sierra Nevada de Santa Marta y la denominada
Serranía de los Motilones. El presente texto se basa en la siguiente edición: Jorge Isaacs, Las
tribus indígenas del Magdalena, Bogotá, Sol y Luna, 1967. (El original fue publicado en Anales de
Instrucción Pública, 1884).
12 Ibíd., pág. 11.
13 Ibíd., pág. 160.

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Carlos Arturo López Jiménez

winiana, que interpretaba la evolución del hombre como una escala de perfec-
cionamiento que avanzaba desde un estadio animal hacia uno humano cada
vez más apto. El querer ver en un pictograma indígena el eslabón perdido era
algo difícil de comprobar, pero tal afirmación no era uno de los elementos
centrales del texto de Isaacs; sin embrago, Caro utilizó dicho pasaje como
uno de los ejes sobre los cuales construyó su polémica con el autor de María,
tanto así que, como ya se mencionó, su artículo se titulaba El darwinismo y
las misiones.
Para este político conservador era deplorable ver a un poeta convertido
en un seguidor de Darwin que admitía que el hombre provenía de un mono.
Los argumentos que Caro utilizó en esta ocasión para refutar a Isaacs com-
prendían tanto elementos morales como una crítica que apelaba a saberes
distintos, entre ellos la biología y la psicología:

El hombre es poderoso no por dotes físicas hereditarias, sino por


artes de defensa y de estrategia de su invención. El señor le dio
el dominio de la tierra, dotándole la inteligencia con que este ser
regula la fuerza y subyuga la materia.

El tránsito de un animal antropomorfo, como el gorila, a un hom-


bre verdadero, como Virgilio o Pascal, no es natural, y si lo fuese,
no supondría escala ascendente sino descendente en el orden físico,
único que reconoce la escuela naturalista a que en mala hora y con
poca reflexión se ha afi liado nuestro compatriota14.

En este pasaje, Caro no basaba sus argumentos ni en el génesis ni el


Syllabus, lo que hacía era centrar la atención sobre la inteligencia como rasgo
que diferenciaba al ser humano del animal y atribuía su presencia a la acción
divina; en cuanto al orden físico, reconocía la superioridad del gorila con re-
specto al hombre. Al final, su cuestionamiento señalaba un vacío existente
en la teoría de la evolución con respecto a la manera como se dio el salto entre
una especie y otra.
De acuerdo con el político y filólogo bogotano, existían tres teorías
diferentes sobre el origen y la difusión de la especie humana: la de los mo-
nogenistas, la de los poligenistas y la de las evolucionistas. Caro adscribía a
la primera señalando que

14 Miguel Antonio Caro, “El darwinismo y las misiones”, en Obras completas, t. i, op. cit.,

pág. 1.064.

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Lenguaje y autoridad: totalidades localizadas

el hombre en su parte animal, aun considerado sólo como animal,


ostenta la unidad de su especie y no permite se le confunda con los
otros animales. Anatómicamente no hay diferencia entre el negro
africano y el blanco europeo. El color y otras particularidades ac-
cidentales dependen de la influencia poderosa que en larga serie
de edades ejercen sobre la organización física los climas y demás
condiciones materiales15.

Al defender un origen único del ser humano, este intelectual conserva-


dor negaba las distinciones biológicas esenciales entre las razas, distancián-
dose de autores como Louis Agassiz quien en 1850 con el artículo titulado
“The Diversity of Origin of the Human Races”, había planteado que las
razas procedían de diferentes padres fundacionales y que el relato de Adán
sólo se refería a la raza caucásica16. Para Caro, a pesar de las diferencias que
existían entre negros y blancos —que podrían ser consideradas como las más
extremas de acuerdo con las concepciones existentes en el siglo xix— toda la
humanidad tenía un único padre fundador y éste era Adán; las diferencias
físicas se tornaban accidentales y se explicaban debido a la influencia del
clima y de otras condiciones materiales.
Nuestro autor criticaba abiertamente las posiciones más radicales del
darwinismo decimonónico que conducirían hacia saberes como la eugenesia;
sin embargo, no era ajeno a una tradición de pensamiento ampliamente di-
fundida en el país desde principios del siglo xix y asociada con las teorías que
daban gran relevancia al influjo del clima y otros factores del ambiente sobre
los pueblos. Letrados como Francisco José de Caldas —el sabio Caldas— y
José María Samper habían construido una imagen de la nación colombiana,
sus regiones y sus pobladores a través de este tipo de teorías17; Caro continu-
aba dicha tradición al atribuir las diferencias de los pueblos a la influencia
que ejercen sobre ellos, a lo largo de las edades, las condiciones materiales y
al territorializar las razas: los blancos europeos, los negros africanos.
Con todo, la defensa de la unidad de la especie humana significaba,
por una parte, que los hombres eran anatómicamente iguales a pesar de las
diferencias en su apariencia y, por otra, que las características propias de cada
civilización eran las que los hacían culturalmente distintos. Caro, inspirán-

15 Ibíd., pág. 1.066.


16 Véase Hering Torres, 2007: 23.
17 Véase Múnera, 2005.

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Carlos Arturo López Jiménez

dose —en este caso— en saberes más cercanos a las ciencias del espíritu que a
las ciencias naturales, reconocía la existencia de diferentes estadios de civi-
lización de acuerdo con el grado de complejidad que cada sociedad tenía:

La civilización muy avanzada trae consigo la división y subdivi-


sión del trabajo intelectual; de aquí los especialismos científicos,
las ingeniosidades extravagantes y los refinamientos viciosos, el
plus sapere quam aportet supere. Los Darwines y el darwinismo
son correlativos. Si se demuestra que en la Goajira ha existido el
darwinismo, queda ipso facto demostrado que allí hubo zoólogos
tan escudriñadores y suspicaces como el famoso zoólogo inglés.
Ahora, prescindiendo de extravagancias, la ciencia respetable que
estudia los fósiles y reconstruye animales anteriores al hombre,
sólo florece en pueblos civilizados. Si en la Goajira se reconstruían
animales que el hombre no conoció, eso probaría que aquellos
naturales alcanzaron alto grado de civilización. ¡Pero en ese caso,
habría allí maestros y escuelas organizadas y los pintores de ellas
no serían tan toscos como el autor del número 12!18.

Caro utilizaba aquí argumentos históricos y sociológicos a través de los


cuales ubicaba un tipo de saberes específicos —como la zoología— en una
sociedad particular como la moderna occidental, y asociaba la civilización
con elementos como la división y subdivisión del trabajo intelectual y la exis-
tencia de maestros y escuelas organizadas y especializadas. Igualmente daba
por hecho, como hombre de su tiempo, que si en la Guajira no existían tales
instituciones esto quería decir que los naturales de aquella región no habían
alcanzado un alto grado de civilización.
Tal concepción sobre los grados de civilización no difería mucho re-
specto a la de Isaacs en tanto que éste calificaba el grado de selección de las
naciones indígenas de acuerdo con sus creencias religiosas, ritos, desarrollo
intelectual e industrial y costumbres. Al final los dos autores coincidían en
la idea de que existían unos pueblos más civilizados que otros y que el grado
de civilización de cada uno podía medirse a través de unos indicadores que,
en última instancia, eran los que la sociedad occidental asumía como propios
y superiores y los que, además, legitimaban su papel civilizador.

18 Caro, “El darwinismo y las misiones”, op. cit., pág. 1.075.

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Lenguaje y autoridad: totalidades localizadas

En lo referente al problema del origen del hombre los dos autores tenían
posiciones radicalmente distintas: Isaacs era evolucionista y Caro monogeni-
sta. Lo interesante es que a pesar de estar ubicados en posiciones opuestas con
respecto a este tema y de adscribir a tradiciones políticas enfrentadas (Caro
era conservador e Isaacs liberal), la noción que tenían sobre el concepto de
raza, apenas si se diferenciaba: para Caro, Isaacs era originario de las razas
del mundo antiguo mientras que los indígenas del Magdalena eran hombres
americanos, pero eso no los hacía físicamente distintos, sino culturalmente
diferentes; Isaacs, por su parte, prácticamente no utilizó en su texto el con-
cepto de raza más que para referirse a algunos rasgos físicos particulares de los
indígenas de la Sierra, pero tal concepto no estaba necesariamente asociado
al grado de civilización que se le atribuía a dichos indígenas. Para uno y otro
autor los indígenas del Magdalena eran salvajes, no por sus características
físicas sino por unas condiciones históricas y sociales particulares.
Ahora bien, aunque Caro suponía la superioridad de la civilización oc-
cidental sobre las civilizaciones indígenas, concebía al interior de la primera
una diferenciación, también jerarquizada. En el texto La nueva civilización,
publicado en 1875 en El Tradicionalista, nuestro publicista discutía el con-
cepto de civilización en el seno de una polémica entablada alrededor de un
artículo publicado en el Diario de Cundinamarca cuyo tema central era la
situación política en Ecuador:

Hay una civilización cuyo fundamento es Jesucristo. “Nadie, decía


San Pablo (i Cor., iii, 11), puede poner otro fundamento fuera del
que está puesto, que es Jesucristo”. Ésta es la civilización católi-
ca; ella, enseñando las leyes divinas como obligatorias a grandes
y a pequeños, establece la fuerza del derecho contra el supuesto
derecho de la fuerza, que es le principio de la barbarie. Pero hay
una falsa civilización llamada nueva o moderna que, removiendo
aquel fundamento del que habla San Pablo, va a identificarse con
la barbarie misma, aceptando como última conclusión de todos
sus sistemas fi losóficos, el derecho de la fuerza. Esta civilización
moderna, hija del protestantismo, se ha apoderado también de los
gobiernos de los países católicos como España, Italia y la mayor
parte de la América española para ejercer violencias brutales y sa-

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crílegas explotaciones, en nombre de ese derecho de la fuerza que


asistió a los césares paganos19.

Para Caro existía una civilización verdadera que era la católica y una
falsa que era la moderna heredera del protestantismo. Desde esta perspec-
tiva el concepto de civilización era adjetivado transformando su significado:
la falsa civilización se equiparaba a la barbarie en tanto se había desviado
del camino al perder a Jesucristo como fundamento. En este sentido Caro
no tenía una visión estrictamente lineal y progresiva de la historia, sino que
asumía que en algún momento se podía retroceder hacia la barbarie. En todo
caso se suponían unos estadios de civilización inferiores y otros superiores,
pero la permanencia en los segundos no era automática sino respondía a la
posibilidad de mantenerse en la civilización verdadera que llevaba hacia un
progreso moral:

¿Qué progreso moral debe el mundo al protestantismo si donde


quiera que él puso sus semillas la fi losofía ha venido a cosechar
por fruto el derecho de la fuerza? ¿Qué progreso es retroceder
al paganismo? Y no se nos hable de progresos materiales de los
pueblos protestantes. Hay progresos materiales que no dependen
de las ideas, que vienen a pesar de las ideas, que son el desarrollo
necesario de fuerzas naturales. El niño, al llegar a la adolescencia
adquiere fuerzas, hace progresos físicos, y a la vez ha pervertido
su corazón. Lo mismo sucede con los pueblos. Pero ese mismo
progreso material no será duradero: la ruina moral acabará por
minar el edificio material. Nunca hubo mayor progreso material
en Roma que en el tiempo de su mayor corrupción; pero ese siglo
fue la víspera de su fracaso20.

Al diferenciar entre un progreso moral y uno material, privilegiando al


primero sobre el segundo, Caro resignificaba una de las nociones principales
a través de la cual se había concebido durante el siglo xix la historia y el lugar
de los pueblos en ella: por una parte, planteaba que el progreso material no
ubicaba automáticamente a unos pueblos más adelante que a otros, y, por otra,
señalaba la posibilidad de retroceder en la historia poniendo como punto de

19 Miguel Antonio Caro, “La nueva civilización”, en Obras completas, t. i, op. cit., pág. 625.
20 Ibíd., pág. 628.

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Lenguaje y autoridad: totalidades localizadas

quiebre la pertenencia a la Iglesia católica en la medida en que el regreso al


paganismo significaba un retroceso21.
Con todo y las divisiones internas que establecía en la sociedad oc-
cidental a partir de la oposición entre catolicismo y protestantismo y entre
cristianismo y paganismo, para nuestro publicista conservador había una serie
de condiciones fundamentales que dividían las sociedades selváticas y las
civilizadas: “Hemos visto que el gobierno, la familia y la propiedad son requi-
sitos indispensables para la fundación de los Estados. El tránsito de la forma
selvática a la civilizada no puede verificarse sino en determinándose esas
condiciones: ellos son los delineamientos que denuncian la faz social”22.
Caro, polemizando con Miguel Samper —a propósito de su obra La
Miseria en Bogotá— sobre la forma como éste último concebía la estructura
social y el papel de los jesuitas en la historia del país, hacía una propuesta
para definir el tránsito entre las sociedades selváticas y las civilizadas; para
él la organización de la sociedad sólo era posible cuando se efectuaba “la ap-
ropiación del poder, las mujeres y la riqueza” a través de tres instituciones: el
gobierno, la familia y la propiedad. Pero avanzaba en su propuesta señalando
que no bastaba organizar la sociedad, sino que era preciso tenerla sujeta a
corrección para evitar el “trastorno de las bases constituidas” y que sólo la
Iglesia católica tenía tal facultad. Por último, argumentaba que aunque la
Iglesia estuviera también sometida a la relajación de su disciplina interna, al
encerrar en sí misma el principio del bien renovaba constantemente su ju-
ventud. En síntesis, Caro describía un proceso que apuntaba a un principio
de orden social basado en la Iglesia: “[E]s menester inculcar en los ánimos
nociones exactas; enseñar la necesidad del orden social que se basa en gobi-
ernos sólidos, de la reforma social que compete a la Iglesia, y de la reforma
eclesiástica, cuyo desempeño toca a la Iglesia misma”23.
La civilización entonces podía ser alcanzada una vez se controlara el
poder, las mujeres y la propiedad, pero sólo podría ser mantenida a través de
la acción que en ella ejercía la Iglesia; por tal razón se planteaba una distancia
entre la barbarie y la civilización que sólo podía ser sostenida por los pueblos
católicos, los que pertenecían a la raza latina, en tanto estos tenían la regu-
lación de la Iglesia y por eso se encaminaban hacia el progreso verdadero.

21 Para una reflexión sobre el debate decimonónico en torno a la idea de progreso en Colombia

véase Urrego, 2004: 24-29.


22 Miguel Antonio Caro, “Jesuitas y artesanos”, en Obras completas, t. i, op. cit., pág. 697.
23 Ibíd., pág. 698.

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Carlos Arturo López Jiménez

En conclusión, la concepción de Caro sobre la civilización giraba en


torno a dos oposiciones fundamentales: (i) la que se establecía entre barbarie
y civilización a partir de la existencia de tres instituciones: el gobierno, la
familia y la propiedad; y (ii) la que se proponía entre civilización verdadera y
civilización falsa dada la postura que se asumiera frente a la Iglesia católica;
la primera garantizaba la paz social, mientras que la segunda al conducir al
paganismo, corría el riesgo de la vuelta a la barbarie. Estas dos oposiciones
fueron también centrales en la manera como Caro representaba la historia
de la nación colombiana, como veremos a continuación.

La historia patria y el carácter de la nación


Durante el siglo xix —especialmente, durante la segunda mitad— se
produjo, en el territorio que hoy llamamos Colombia, el proceso de territorial-
ización/nacionalización de la historia. La conformación de una nación exigía,
como lo han señalado Anderson (1993) y Hobsbawm (2002)24, la invención
de un pasado que constituyera la imagen de unos ancestros comunes y unas
glorias compartidas sobre las cuales construir un presente como comunidad
y las proyecciones hacia un futuro.
En el caso colombiano el proceso de configuración de dicho pasado se
dio a partir de por lo menos dos modelos de representación: uno, en el que
se englobaba dentro de la historia nacional a los pueblos que habían habitado
el territorio desde la época precolombina —partiendo de los Muiscas hasta
los ciudadanos del presente— y otro, en el que se pensaba a las comunidades
indígenas como partícipes de otra historia y sólo se daba una solución de
continuidad entre el período colonial y el republicano25.
La representación que Miguel Antonio Caro construyó sobre la historia
nacional correspondía al segundo modelo a pesar de que su concepción de
la nación, expresada en su polémica con Miguel Samper, contenía al terri-
torio como un elemento esencial: “Sociedad, patria, nación, pueblo: he aquí
nombres que, aunque no perfectamente sinónimos, concuerdan en la idea

24 Véase también Hobsbawm y Ranger, 2002.


25 Este segundo modo de representación era el que estaba expresado en el Museo Nacional a
finales de siglo a través de unas colecciones divididas en historia patria (objetos pertenecientes
a la colonia y al siglo xix) y antigüedades indígenas (piezas que representaban a los indígenas
del pasado y del presente de manera no histórica). Para una reflexión sobre la manera como se
constituye la territorialización de la historia nacional a través de la representación de ésta en las
salas del Museo Nacional entre 1880 y 1912. Véase Pérez, 2008.

14
Lenguaje y autoridad: totalidades localizadas

fundamental que despiertan, a saber, la de un conjunto de hombres confi-


nados a ciertos límites por la naturaleza, y organizados sobre la base de una
autoridad suprema y reguladora”26.
Para este polemista conservador los conceptos que daban cuenta de las
comunidades de seres humanos en el lenguaje político del siglo xix estaban
asociados a dos ideas cardinales: territorio y autoridad27. Sin embargo, como
se señaló anteriormente, para el caso de la nación colombiana Caro identifi-
caba la pertenencia a la raza latina como el elemento central del carácter de
ésta y, desde tal perspectiva, ubicaba la Conquista como el momento fundador
de la nación: “Nuestra independencia viene de 1810, pero nuestra patria viene
de siglos atrás. Nuestra historia desde la Conquista hasta nuestros días es la
historia de un mismo pueblo y de una misma civilización”28.
En este discurso, pronunciado en el marco de la celebración de la
fundación de Bogotá, Caro situaba claramente la Conquista como el hito
fundador de la patria aduciendo que desde ese momento se había desarrol-
lado la historia de un mismo pueblo y de una misma civilización (la latina);
en consecuencia, lo ocurrido antes de dicho acontecimiento hacía parte de
otra historia. De acuerdo con este personaje, la Conquista de América por
haberse llevado a cabo bajo la unidad de un pensamiento (el catolicismo) y la
uniformidad de un sistema de colonización (el monárquico) tenía un carácter
particular que la diferenciaba de otros procesos de conquista como el llevado
a cabo por los ingleses en norte América o en la India.
Además, nuestro autor configuraba la imagen del conquistador como un
caballero andante, resaltando su valor, su codicia y su espíritu libre y desenfa-
dado; a la vez que insistía en que al lado de estos zarpadores robustos habían
estado los misioneros que se preocuparon por el bienestar espiritual de los
naturales difundiendo las verdades religiosas. Para corroborar su explicación,
Caro citaba a Prescott (un reconocido historiador anglosajón): “la misma
nación de cuyo seno salió el endurecido conquistador, envío así mismo al
misionero para desempeñar la obra de la beneficencia y difundir la luz de la
civilización cristiana en las regiones más apartadas del Nuevo Mundo”29.

26 Caro, “Jesuitas y artesanos”, op. cit., pág. 680.


27 Para una reflexión sobre el concepto de autoridad en la obra de Miguel Antonio Caro vé-
ase Rubén Sierra Mejía, “Miguel Antonio Caro: religión, moral y autoridad”, en íd., 2002:
9-31.
28 Cit. en Jaramillo Uribe, 2003: 69.
29 Miguel Antonio Caro, “La Conquista”, en Torres, 1997: 32.

15
Carlos Arturo López Jiménez

La Conquista y la colonización eran comprendidas como épocas primor-


diales de nuestra historia nacional debido a que, dado el carácter evangelizador
que tuvieron, el dominio de España sobre América, no sólo había permitido
que los indígenas sobrevivieran sino que propició su incorporación a la civi-
lización30. Para Caro en tales épocas se había dado un proceso histórico sin-
gular: “el espectáculo de una raza vencida que en parte desaparece y en parte
se mezcla con una raza superior y victoriosa; un pueblo que caduca y otro que
en su lugar se establece, y del cual somos legítimas ramas”31.
Los indígenas eran la raza que había sido vencida, que había caducado
en la historia y sólo permanecía en ésta en tanto se había mezclado con otra,
superior y victoriosa, que, de acuerdo con Caro, constituía el tronco del cual
nosotros descendemos: dicho tronco lo conformaba la raza de los conquis-
tadores —la latina— y podríamos pensar que las ramas eran las sociedades
criollas que se desarrollaron a partir de él en cada uno de los territorios
americanos.
En concordancia con lo anterior, para este publicista decimonónico la
Independencia no había sido una guerra internacional, sino una guerra civil
liderada por los mismos españoles que tuvieron que combatir en las tierras
americanas contra los expedicionarios de España y las tribus indígenas. En
un artículo publicado en agosto de 1872 en el que Caro desarrollaba una
polémica con los editores de La América en torno a la fecha de celebración
de la Independencia, señalaba que el 20 de julio “no era aniversario de In-
dependencia sino de la Revolución, como dicen nuestros historiadores, o,
como decían también los próceres mismos, de la transformación política de
181032.
Utilizando un tipo de argumentación propia del saber histórico Caro,
basado en diferentes documentos —como constituciones, actas, memoriales,
almanaques y periódicos—33, planteaba que lo que se había dado el 20 de julio
era la promulgación de unos fueros regionales bajo el régimen monárquico y

30Al respecto Caro afi rmaba que “[l]a religión católica fue la que trajo la civilización a nuestro
suelo, educó a la raza criolla y acompañó a nuestro pueblo como maestra y amiga en todos tiem-
pos, en próspera y adversa fortuna” (“La religión de la nación”, en Obras completas, t. i, op. cit.,
pág. 1.044.
31 Caro, “La Conquista”, op. cit., pág. 33.
32Miguel Antonio Caro, “El 20 de julio de 1810”, en Artículos y discursos. Bogotá, Iqueima,
pág. 176.
33 Caro argumentaba que “en cuestiones históricas la verdad está antes que la oportunidad”, de-

fendiendo su posición de cuestionar la fecha del 20 de julio con base en una investigación rigurosa
sustentada en documentos.

16
Lenguaje y autoridad: totalidades localizadas

no una declaración de Independencia que sólo se habría producido hasta el


16 de julio de 1813. Además, criticaba el absurdo de algunas versiones de la
historia, que calificaba peyorativamente como novelescas, en las que se pre-
tendía buscar las causas de los hechos de 1810 en acontecimientos anteriores
como la Revolución de los Comuneros:

También nos ha sorprendido la idea de hacer descender la revo-


lución del 20 de julio de 1810 de una vieja que tocaba tambor en
la plaza del Socorro y arrancaba los carteles de contribución (¡tan
abundantes al presente!) del visitador Piñeres en 1781: única causa
de aquellos alborotos34.

Caro acusaba a quienes escribían este tipo de afirmaciones de sembrar


errores acudiendo a mentiras históricas y a poéticas leyendas que provenían de
un espíritu pueril. Para él los Comuneros no eran más que unos sublevados
que, luego de no haber aceptado las capitulaciones hechas con el gobierno,
se habían convertido en una cuadrilla de salteadores sin objeto político y, por tal
razón, no podían ser convertidos en héroes nacionales en tanto que, desde
su perspectiva, los antecedentes de la Independencia debían buscarse en las
“ideas y sentimientos que formaban secreta y silenciosamente el germen de
una nacionalidad” y no en alborotos populares caracterizados por la ausencia
de miras políticas y patrióticas. Consecuentemente, no era posible admitir que
se invistiera como heroína a una mujer del pueblo (¿Manuela Beltrán?) que
se había levantado contra el gobierno, por lo cual se acudía a la ridiculización
de su imagen.
Caro era consciente de las funciones que la historia cumplía y, por tal
razón, prefería que se buscaran los antecedentes de la Independencia en las
instituciones coloniales y no en las rebeliones que contra ellas se habían dado,
pues no quería que se canonizaran como precursores de la patria a crimina-
les oscuros en tanto pensaba que tal operación historiográfica creaba una negra
genealogía para la nación y situaba a los ciudadanos del presente como hijos
del crimen. En última instancia, la noción de historia que Caro elaboraba era
un problema moral y político como él mismo lo señalaba: “Estéril disputa de
palabras y fútil cuestión de fechas parece a primera vista la que entre manos

34 Miguel Antonio Caro, “Historia novelesca”, en Artículos y discursos, op. cit., pág. 204.

17
Carlos Arturo López Jiménez

traemos. Pero si bien se medita, creemos que de la solución que se le dé, se


derivan importantes conclusiones en lo moral y en lo político”35.
A pesar de que en sus textos sobre el pasado de la nación Caro empleaba
una forma de argumentación histórica y un criterio de verdad para cuestionar
ciertas fechas —como la de celebración de la Independencia— y la manera
como se había dado la sucesión de los hechos —los antecedentes de la indepen-
dencia, por ejemplo—, su discusión se encaminaba a elaborar conclusiones
morales y políticas a través de las cuales resignificaba la historia patria y el
carácter nacional que de ella se desprendía a partir de la genealogía que le
era constituida. Así, adecuó una representación de la historia enfatizando
en los elementos que desde su perspectiva eran comunes a los actos de los
autores de la Revolución:

A nuestro modo de ver, lo que da la estampa de la unidad a los actos


de los autores de la Revolución y al período, breve pero glorioso,
de su vida pública, es el sentimiento de la libertad civil, enrobus-
tecido y erigido en verdadero principio, en heroico móvil por el
sentimiento religioso.

Dos palabras, Religión y Libertad, explicada ésta por aquélla,


aparecen en todos los documentos de la época. Religión y liber-
tad apellidaban los patriotas, ya adhiriesen a la autoridad real de
Fernando (1810-1813), ya proclamasen la independencia absoluta
(1813-1816); y la religión de sus padres y la libertad de sus hijos
fueron el pensamiento que les acompañó hasta el patíbulo36.

Caro instituía así el período de la Independencia como un punto de


intersección (más que de quiebre), en el cual los sentimientos de religión
y libertad se convertían en los referentes a través de los cuales se represen-
taba el continuo histórico: la religión aparecía como el espacio de experiencia
común mientras que la libertad constituía el horizonte de expectativa37. La
articulación entre estos dos sentimientos marcaba el espíritu del continuo
histórico y, por tanto, era pertinente configurar una forma de explicación que
permitiera vincularlos antes que oponerlos:

35 Caro, “El 20 de julio de 1810”, op. cit., pág. 195.


36 Ibíd., págs. 195-196.
37Los conceptos de espacio de experiencia y horizonte de expectativa que aquí se utilizan están
referidos a la propuesta de Koselleck (1993).

18
Lenguaje y autoridad: totalidades localizadas

Concluimos de lo expuesto que el sentimiento capital que animó a


los Padres de la Patria y pone el timbre de la unidad a su obra, fue
la de la libertad civil en el Estado cristiano. Concebían aquellos
hombres la libertad bajo la forma monárquica, como la tienen los
ingleses, y bajo la forma republicana, como la tienen los americanos
del Norte; y bajo ambas sucesivamente ellos mismos la tuvieron y
fundaron; pero lo que no concebían era libertad sin religión. Todos
sus esfuerzos convergían a este punto cardinal: plantar la Libertad
a la sombra de la Religión; es decir, fundar la verdadera libertad,
la libertad cristiana38.

Nuevamente la adjetivación de los conceptos era utilizada como una


estrategia de argumentación que indicaba los contenidos que estos debían
tener: Caro desplazaba la oposición entre opresión y libertad configurando la
idea de una libertad verdadera que era la cristiana, aquella que permanecía a
la sombra de la religión y de esta forma buscaba, por una parte, cuestionar el
tipo de gobierno implantado por los liberales a través de la Constitución de
1863 —acusándolos de no ser fieles a los sentimientos que caracterizaban la
historia de la nación—, y por otra, justificar su posición política: “Restaurar
en las leyes y en el Gobierno el sentimiento cristiano es, a nuestro juicio, el
mejor modo de honrar la memoria de los próceres39.
El presente era convertido en una celebración del pasado, de manera
que la disputa por la versión de la historia que se constituía era fundamental
para legitimarlo: si la independencia había sido una revolución tajante contra
el legado colonial en su conjunto, se justificaba la creación de un presente
inédito en el que tendrían lugar las reformas liberales; si, por el contrario, la
Independencia era vista como un distanciamiento gradual con la metrópoli
debido a una coyuntura política y a un proceso natural que se daba cuando los
hijos llegaban a la mayoría de edad, era posible rescatar parte de la tradición
colonial y mantenerla como eje de la identidad nacional: “costumbres y mu-
rallas, cultura religiosa y civilización material, eso fue lo que establecieron
los conquistadores, lo que nos legaron nuestros padres, lo que constituye
nuestra herencia nacional, que pudo ser conmovida, pero no destruida, por
revoluciones políticas que no fueron una transformación social ”40.

38 Caro, “El 20 de julio de 1810”, op. cit., págs. 198-199.


39 Ibíd., pág. 203.
40 Caro, “La Conquista”, op. cit., pág. 34.

19
Carlos Arturo López Jiménez

Así, Caro entendía la Independencia como una reacción contra algunas


leyes promulgadas por los Borbones que atentaban contra la Iglesia, como
la expulsión de los jesuitas, pero insistía en la continuidad existente entre
el período colonial y el republicano dado que desde su perspectiva con la
Independencia no se había dado una transformación social y, por lo tanto,
el legado colonial era la herencia legítima de la nación tanto en lo que a lo
material se refería —el patrimonio, la arquitectura— como en lo espiritual
—la cultura religiosa—; el pasado colonial era entonces apropiado y con-
vertido en nuestra propia historia articulada sobre la memoria de nuestros pa-
dres: renunciar a ella era, para este pensador, avergonzarse de los orígenes y
traicionar a los ancestros.
Siguiendo con esta forma de argumentación, Caro vinculaba —en el
prólogo que escribió en 1881 para la segunda edición de la Historia General
de las conquistas del Nuevo Reino de Granada— la Conquista con la Indepen-
dencia señalando como artífices de una y de la otra a quienes pertenecían a
la raza latina: insistía en que así como la Conquista había sido posible por el
espíritu avasallador y el valor intrépido de los representantes hispánicos de
dicha raza, la independencia sólo podía haber sido obra de sus herederos:

Luego de que se afianzó por siglos en América la dominación de los


reyes de Castilla, cuando volvió a sonar el grito de independencia,
fueron otra vez españoles de origen los que alzaron esa bandera, y no
sólo tuvieron que combatir a los expedicionarios de España, sino
a las tribus indígenas, que fueron entonces el más firme baluarte
del gobierno colonial. Séanos lícito preguntar: el valor tenaz de los
indios de Pasto, los araucanos de Colombia, que todavía en 1826
y 1828 desfi laban y exasperaban a un Bolívar y un Sucre, y lo que
es más, y aun increíble, que todavía en 1840 osaban desde sus hó-
rridas guaridas vitorear de nuevo a Fernando VII, ¿es gloria de la
raza española, o ha de adjudicarse, con mejor derecho a las tribus
americanas? Y el genio de Simón Bolívar, su elocuencia fogosa, su
constancia indomable, su generosidad magnífica, ¿son dotes de las
tribus indígenas? ¿No son más bien rasgos que debe reclamar por
suyos la nación española?41.

41 Ibíd., págs. 32-33.

20
Lenguaje y autoridad: totalidades localizadas

Aunque en la Independencia los próceres se revelaron contra España,


el genio que los animó era el mismo que caracterizó a los conquistadores42.
Desde esta perspectiva, la actuación histórica de un grupo social o de un in-
dividuo no estaba necesariamente asociada con el bando en el cual luchaba
sino con el carácter que desarrollaba en su lucha: los rasgos de los próceres
eran, para Caro, propios de la nación española, mientras que el valor tenaz
de los indígenas de Pasto —con todo y que habían tomado partido por los
realistas— parecería ser gloria de las tribus americanas. Dada tal argumen-
tación la Independencia había sido conseguida por unos prohombres herede-
ros de los Conquistadores que eran representados como poseedores de unos
valores asociados con la inteligencia y la dignidad, y destacaba entre ellos la
elocuencia, la constancia y la generosidad.
Con esta interpretación de la historia nacional se marcaba, por una
parte, un continuo histórico en la experiencia de civilización de la América
hispánica que empezaba con la Conquista —entendida como hito fundador
de la nación— y se actualizaba con la independencia; y, por otra, se entroni-
zaba a un grupo social particular —el de los pertenecientes a la raza latina—
como el gestor de tal proceso, dejando al margen del relato sobre el pasado a
quienes no habían incorporado las virtudes características de dicha raza —los
indígenas de Pasto— o a quienes, por su condición social, no habían actuado
con miras políticas y patrióticas sino de manera inconsciente —como los Co-
muneros—. Aquellos autoproclamados como protagonistas de la historia y de
la civilización se considerarían, como analizaremos en el siguiente apartado,
con el derecho de continuar el proyecto civilizatorio implementando prácticas
para incorporar a los otros de la nación en dicho proyecto.

La configuración de un tipo nacional y las prácticas de


civilización
De acuerdo con la visión de la historia que Caro configuró —y que era
compartida por algunos de sus contemporáneos— los protagonistas prin-
cipales del proceso civilizatorio de la nación colombiana eran los españoles
americanos, un grupo social que encarnaba los valores que nuestro autor aso-
ciaba con la raza latina. Ahora bien, esta experiencia era común a las naciones
hispanoamericanas cuyas historias también podrían ser comprendidas como

42 Para un análisis de la manera como Caro concibe el genio hispano véase Jaramillo Uribe,

2006: 67-70.

21
Carlos Arturo López Jiménez

un episodio de dicha raza; entonces ¿existía alguna característica particular


en la historia de la nación colombiana que haría posible determinar la espe-
cificidad del tipo nacional en relación con la misma España y con el resto de
Hispanoamérica?
En un artículo escrito en 1881 sobre el tomo II de las Memorias históri-
co-políticas del General Posada43, Caro analizaba la historia del país, después
de la época gloriosa de la Independencia, constituyendo una lectura de ésta
a través de sus personajes característicos. Para este publicista el transcur-
rir de la historia era representado por los protagonistas que en cada época
se destacaron y, por tal razón, privilegiaba el denominado método biográfico
que “evocando a las personas, trae a cuentas sus pasiones, las circunstancias
particulares en que se encontraron, los móviles escondidos de sus acciones”.
Desde esta perspectiva “los hechos solos, si no se relacionan con la libre
voluntad de los hombres, ni se explican ni excitan interés”, por lo cual era
pertinente estudiar de manera detenida a cada uno de los personajes que le
daban el sello distintivo a un período.
Siguiendo este método, Caro identificaba tres momentos de la historia
republicana de la primera mitad del siglo xix: el primero, correspondía a la
transformación política conocida bajo el epíteto de Patria Boba y era repre-
sentado por Nariño; el segundo, era la época marcial que vino después, regida
por una legión de héroes entre los que se destacaba Bolívar, y el tercero, era el
período posterior al fraccionamiento de la Gran Colombia y cuyo protago-
nista era Santander. Utilizando esta lógica de exposición narrativa, Caro
presumía que la personalidad de Nariño, al igual que su actuación como
gobernante, era característica del tipo neogranadino mientras que presentaba
la de Santander como contraria a dicho tipo44. Refiriéndose a la orden de
ejecución de 38 prisioneros capturados en la Batalla de Boyacá, que había
sido dictada el 11 de octubre de 1819, nuestro publicista señalaba que con
este acto Santander “demostraba que venía a introducir un sistema militar
desconocido en el país, muy diferente del que sirvió a Nariño para rodearse
de americanos y españoles, y contrario a nuestro carácter nacional”45.

43 Miguel Antonio Caro, “Memorias histórico-políticas del general Posada. Ojeada a los orí-

genes de nuestros partidos políticos”, en Artículos y discursos, op. cit., págs. 246–284.
44 Caro se preguntaba incluso cuán distinta habría sido la suerte de nuestro país si en 1821 Na-
riño hubiese sido elegido como vicepresidente y Santander hubiera sido destinado a la campaña
peruana.
45 Ibíd., pág. 268.

22
Lenguaje y autoridad: totalidades localizadas

Para Caro, Santander era “una mezcla de militar venezolano y letrado


granadino” afirmación que de entrada marcaba la manera como era concebido
el tipo nacional de cada país con todas sus implicaciones: los venezolanos
eran identificados como militares y los neogranadinos como letrados. Sin
embargo, al avanzar en su descripción de Santander, Caro argumentaba:

Santander era rayano; y sabido es que la comarca donde estaba ra-


dicada su familia, y donde él recibió las primeras impresiones de la
vida, más pertenece al tipo nacional venezolano que al granadino.
No tanto por esta circunstancia, bien que no despreciable para un
observador fi lósofo, nos atrevemos a mirar a Santander como mi-
litar venezolano, cuanto por la conducta que siguió y las opiniones
que abrazó y profesó abiertamente en la época de la guerra y en la
subsiguiente, en que trabajó aunque con mal éxito, en organizar
la república colombiana46.

Desde esta perspectiva Santander pertenecía más estrictamente al tipo


venezolano en tanto su origen, su conducta y sus opiniones: su familia y el
haber nacido en Cúcuta le otorgaban —de entrada— una identificación más
cercana a dicho tipo dada la ubicación geográfica de esta provincia, pero era
la manera como Caro describía su forma de pensar y de actuar la que per-
mitía identificarlo claramente con el tipo militar venezolano, desmontando
así la imagen de hombre de las leyes que sobre él se había constituido. Según
nuestro publicista, como vicepresidente de Cundinamarca, Santander había
establecido un Gobierno militar: haciendo uso de violencias, y aconseján-
dolas al Libertador como necesarias y había ordenado una gran cantidad de
ejecuciones y destierros; y como presidente de la Nueva Granada en 1832
había impulsado una legislación en extremo severa al ser partidario de la
pena de muerte por delitos políticos y al instaurar una rigurosa ley sobre
conspiradores.
Pero más allá de la descripción que Caro elaboraba de la figura de San-
tander, lo que aparece en el texto sobre las Memorias del General Posada es
una clara definición del tipo granadino como letrado, con un corazón humani-
tario y compasivo y de índole mansa, especialmente en cuanto a los pobladores
de las provincias del interior se refería:

46 Ibíd., pág. 262.

23
Carlos Arturo López Jiménez

En las provincias del interior de la Nueva Granada no había podido


aclimatarse la guerra de exterminio; rechazándola el carácter de
los habitantes. En 1814 las tropas de Urdaneta, acostumbradas a
la carnicería, hicieron acá un ensayo, inmolando a cuatro o cinco
españoles pacíficos vecinos de Tunja y Sogamoso, y el efecto fue
malísimo, el Congreso Granadino condenó el atentado, y las gen-
tes de Bogotá, horrorizadas, se armaron para defenderse contra
aliados tan feroces. Verdad es que Morillo había sacrificado en los
patíbulos a nuestros hombres más ilustres; pero aún así, el frenesí
de la venganza no había encendido la índole mansa de nuestras
poblaciones47.

La comparación de la manera como se había enfrentado la Reconquista


en Venezuela y en la Nueva Granada le servía a Caro para enfatizar en las
características del tipo granadino como manso y ecuánime incluso en la ad-
versidad, y para ubicarlo además, de manera preferente, en las provincias del
interior, en contraste nuevamente, con el tipo venezolano, su carácter militar
y su ferocidad. Dicha representación del tipo granadino configuraba una
imagen ideal del habitante de la nación que le daba especificidad frente a
otros tipos nacionales resaltando, en todo caso, el lugar social y cultural que
ocupaba pues, como se había analizado en el capítulo anterior, los diferentes
tipos nacionales de Hispanoamérica habían demostrado durante la inde-
pendencia su verdadero carácter a través de la actuación de sus héroes: eran
representantes de la raza latina, en particular del genio ibérico.
Ante tal representación del tipo nacional en la que se conjugaba, por
una parte, una identificación social y cultural dada por la pertenencia a la
raza latina y, por otra, una definición regional que asociaba preferentemente
al tipo granadino con los habitantes letrados del interior del país, grandes
sectores de población de la Colombia de final del siglo xix —en la que Caro
vivía y desarrollaba su actividad como político e intelectual— quedaban en
los márgenes de la nación. Sin embargo, los indígenas —que no habían sido
integrados durante el período colonial y que ocupaban los espacios imag-
inados como selvas y desiertos— eran particularmente el tipo de habitantes
que más lejos estaba de acercarse a dicho ideal en tanto se suponía, como se
estudió en el capítulo anterior, que su pasado correspondía a otra historia
y que sólo empezarían a compartir la historia común de la nación cuando

47 Ibíd., pág. 267.

24
Lenguaje y autoridad: totalidades localizadas

fueran incorporados a la civilización a través de la evangelización y de su


conversión en ciudadanos.
La polémica entre Caro e Isaacs sobre el texto de Las tribus indígenas del
Magdalena —que se analizó en el primer apartado—, permite comprender la
manera como los indígenas eran representados y las prácticas de civilización
que para ellos se proponían. Isaacs —al igual que muchos de sus contem-
poráneos— se refería a los indígenas del Magdalena como tribus bárbaras,
salvajes y naturales, términos todos que se constituyeron como opuestos al
concepto de civilización. El grado de civilización o de salvajismo en que se
encontraban estas comunidades era, para Isaacs, un resultado histórico: se-
ñalaba que la mayoría de estos grupos alcanzaron un estadio de civilización
mayor antes de la llegada de los españoles, pero que como consecuencia
del período colonial, e incluso del republicano, habían sufrido un proceso
de degradación que los condujo al estado en el cual se encontraban. Isaacs
compartía en este punto algunas de las posiciones que tenían otros liberales
decimonónicos con respecto a los lastres que en los indígenas había producido
la administración colonial, sin embargo iba más allá, al cuestionar también
las políticas republicanas y denunciar el abandono que sufrían tales grupos
por parte del Estado, enfatizando en el peligro en que podrían constituirse
si dicha situación continuaba:

Ellas son [las tribus del Estado del Magdalena] la sangre rica y
sana de aquella región de Colombia, son germen valiosísimo y
obligado de toda prosperidad allí; y un absurdo y caro sistema de
administración, socaliñas fiscales, torpes abusos, vicios que los
mercaderes importan y estimulan; las irritan, las embrutecen y las
envenenan. Si no se acude muy pronto a combatir el mal, trans-
curridos cuarenta o cincuenta años, casi toda la antigua Provincia
de Santamarta será desierto terrible, dominio de indígenas ya
implacables y feroces (Isaacs, 1967: 12).

Los indígenas no estaban, desde la perspectiva de Isaacs, condenados a


permanecer por su raza en el salvajismo, la suerte que corrieran en el futuro
dependía de las políticas que el Estado colombiano adoptara con respecto
a tales grupos: podían ser un germen de prosperidad o convertirse en seres
feroces.
Caro, por su parte, creía que el estado en que se hallaban los indígenas
a los que había visitado Isaacs, y las demás tribus salvajes que habitaban la

25
Carlos Arturo López Jiménez

República, se debía a la interrupción de la obra civilizadora realizada por las


misiones católicas en regiones como el Magdalena, los llanos y el Caquetá,
entre otras. Para ilustrar el salvajismo en que se encontraban tales grupos y
enfatizar en la necesidad de volver a instaurar las misiones, Caro citaba un
texto de Julián Bucheli que había sido publicado en El Precursor de Pasto y
que se refería al Caquetá:

Pero al lado de tan majestuosa belleza se levanta un cuadro desga-


rrador: la humanidad degradada, el cancro moral que ha herido de
muerte al mísero habitante de esas inmensas soledades. Un abismo
insondable los tiene separados del gran banquete de la civilización.
¡Qué triste es el espectáculo que presenta la más noble de las cria-
turas, cuando medio borrados y envilecidos los nobles títulos de
su dignidad, se arrastra como inmundo reptil por entre el fango
de la ignorancia! Y no ha faltado quien pondere la felicidad y la
inocencia del hombre en ese estado de aislamiento. ¿Puede haber
inocencia, viciados como están entre ellos los sentimientos de la
familia y autorizados los crímenes más atroces de que puede aver-
gonzarse la humanidad?48.

Los indígenas del Caquetá eran, en este caso, bárbaros y salvajes por
la degradación moral en que vivían, y eran signo de ésta unos sentimientos
de familia viciados y la falta de censura sobre lo que Bucheli consideraba
crímenes. El remedio que el articulista de El Precursor de Pasto y Caro pro-
ponían era el restablecimiento inmediato de las Misiones, proceso que se
estaba implementando para la época en que Caro publicó su artículo (1887)
gracias a algunas cláusulas estipuladas en el Concordato firmado entre la
Iglesia y el Estado.
Tal propuesta apuntaba a entregar los territorios en que habitaban las
tribus bárbaras a los misioneros para que ellos se encargaran de establecer allí
un régimen civil y una vez alcanzado el orden, a través de la evangelización
y la reducción a la vida social, se implementaran en tales comarcas las leyes
generales.
Isaacs, en cambio, hacía un llamado a que el Estado tuviera mayor
injerencia en regiones como la Guajira, la Sierra Nevada y la Serranía del
Perijá enviando administradores cultos, filántropos, etnógrafos, arqueólogos

48 Caro, “El darwinismo y las misiones”, op. cit., pág. 1.082.

26
Lenguaje y autoridad: totalidades localizadas

y hasta misioneros con el fin de vigilar y regular las relaciones que algunos
funcionarios, comerciantes y colonos establecían con los indígenas y que, por
lo general, estaban en detrimento de éstos últimos.
Así, Caro e Isaacs coincidían en la representación que hacían de los
indígenas como salvajes debido a las condiciones históricas y sociales en que
se encontraban y en la necesidad de integrarlos a la sociedad nacional. Sin
embargo la interpretación que hacían sobre las causas de su barbarie y las
propuestas que tenían para llevar a cabo el proceso de integración iban por
vías distintas: mientras Caro creía que la interrupción de la labor civilizadora
de las misiones era la que los había degradado moral y socialmente y que en
consecuencia sólo las misiones podrían ubicarlos en el camino de la civili-
zación, Isaacs culpaba a la violencia de la Conquista, la soporífera inercia de
la Colonia y la zozobra de la República, de su precaria situación y clamaba
por la intervención del Estado y de diferentes tipos de expertos para conseguir
la prosperidad de ellos mismos y de la región del Magdalena.
En última instancia la polémica de Caro con Isaacs tenía que ver tam-
bién —como en su discusiones sobre la Conquista y la Independencia— con
lo concerniente a la interpretación del pasado y la legitimación de las políticas
presentes: si la interrupción de la labor civilizadora de los misioneros era la
que había regresado a estos grupos a la barbarie en que se encontraban antes
de la Conquista, sólo su reanudación los encaminaría de nuevo a la civili-
zación; si por el contrario estos grupos estaban en un estado de civilización
mayor antes de la llegada de los españoles y la Conquista, la Colonia y la
República los habían degradado, sólo la implementación de políticas inéditas
permitiría ponerlos en la senda del progreso.

Historia, civilización y raza


Miguel Antonio Caro, en diálogo permanente con sus contemporáneos,
elaboró un modelo de representación sobre los habitantes de la nación que
tenía como eje articulador una interpretación particular sobre la historia
del país, en la que los conceptos de raza y civilización permitían establecer
el continuo histórico, dando a los acontecimientos y a la sucesión de épocas
un sentido determinado y legitimando las posiciones políticas y las prácticas
sociales que se asumían en el presente y de cara al porvenir. La definición
que Caro hacía de la historia permite comprender mejor su argumentación:
“La historia es una serie de acontecimientos, que se explica por la acción de la

27
Carlos Arturo López Jiménez

Providencia y por la concurrencia de las voluntades humanas; pero de todas


suertes, una sucesión de hechos razonable, y no una colección de tragedias
y comedias”49.
La historia era pues una sucesión de hechos que podía ser razonada
teniendo en cuenta que en ella actuaba la Providencia y las voluntades hu-
manas concurrían. Desde esta perspectiva, la comprensión de la historia del
país permitía develar el sentido y el carácter que tenía la nación colombiana:
al instituir la Conquista como el hito fundador, Caro hacía descender la
historia nacional de un proceso anterior que la vinculaba con el imperio es-
pañol y, especialmente, con la religión católica y su propagación. El concepto
de raza latina hacía posible establecer la continuidad entre la expansión del
cristianismo y su desarrollo en América —desde el siglo xv hasta el presente
en el que Caro vivía—, en la medida en que ubicaba como protagonistas del
proceso de civilización, a uno y otro lado del Atlántico, a quienes pertenecían
a dicha raza.
Al identificar como representantes de la raza latina tanto a los conquis-
tadores y los misioneros como a los próceres de la Independencia, no sólo se
enfatizaba en la existencia de un continuo histórico sino que se ubicaba a un
grupo social y cultural como el gestor del proceso de civilización que había
conducido al presente y abría las posibilidades para el futuro. Las virtudes
que se suponían distintivas de dicha raza se convertían en el modelo de com-
portamiento de los ciudadanos de la nación, vinculándolas —además— con
las características específicas de lo que se denominó el tipo granadino rep-
resentado como letrado de las provincias del interior en tanto que quienes
provenían de las regiones fronterizas —como Santander— tenían un tipo
más mezclado, independientemente de sus características físicas.
La representación de la historia nacional como un proceso civilizatorio
desarrollado por aquellos que pertenecían a la raza latina marginaba a un
amplio grupo de pobladores entre los que se encontraban algunos sujetos
provenientes del pueblo —como los Comuneros— que desde la perspec-
tiva de Caro no tenían las virtudes ni el sentido de la historia que poseían
los verdaderos héroes, y numerosas comunidades que no hacían parte —ni
cultural ni socialmente— de la raza latina. En particular los indígenas que
habitaban los espacios de frontera de la nación no sólo hacían parte de otra
historia anterior a la Conquista —en la medida en que no habían sido asimi-
lados durante el período colonial— sino que su falta de acceso a la educación

49 Caro, “Historia novelesca”, op. cit., pág. 211.

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Lenguaje y autoridad: totalidades localizadas

y su ubicación geográfica los convertía en los otros de la nación (en tanto no


eran letrados ni habitaban las provincias interiores de la república) a quienes
se les debía incorporar a través de prácticas de integración específicas como
las misiones.

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Carlos Arturo López Jiménez

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