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A menudo tengo que responder a la pregunta más extraña que alguien

podría hacerle a un profesor de homilética (predicación): “¿Crees que la


predicación puede ser enseñada?”. Siempre quiero responderles: “No,
solo hago esto por amor al dinero”. Por supuesto, nunca lo hago, no solo
porque es mejor no decir las cosas a lo sabelotodo, sino porque sé lo que
quieren decir. En realidad no es una pregunta inapropiada.

Nadie niega que una clase de predicación y algunos consejos pueden


ayudar a cualquiera a mejorar. Lo que cuestionamos es la posibilidad de
que a alguien que no tenga un talento ni capacidad natural se le pueda
enseñar lo suficiente hasta llegar a ser realmente bueno.

Durante los últimos 16 años me he sentado en un salón de clases de


seminario escuchando sermones de estudiantes casi todos los días, y he
oído todo tipo de sermones y todo tipo de nivel de predicadores. He visto
muchachos tan nerviosos que tuvieron que parar para vomitar durante el
sermón, y he estado tan conmovido por el sermón de un estudiante que
sentí que me habían adentrado a la presencia del Cristo resucitado. He
visto muchachos que, comparado con la primera vez que predicaron, no
fueron mejores la quinta; pero he visto muchachos cuyo sermón inicial
fue horrible y deprimente, pero al final del semestre habían dado tal giro
que no los puedo reconocer como el mismo predicador.

El primer día del semestre, o la primera vez que escucho un estudiante


predicar, no tengo forma de saber si tiene lo que se necesita o si está
dispuesto a hacer lo que tiene que hacerse para ser el predicador que
necesita ser. Pero por lo general al segundo sermón puedo saberlo,
debido a que es cuando tiene que actuar sobre lo que le dije después de
su primer sermón.

¿Qué hace la diferencia?


1. Llamado

El predicador más frustrado es el que tiene un sentido del deber, pero no


un llamado ardiente.

La predicación no es solo otra profesión de ayuda, tampoco una versión


cristiana de política o de los Cuerpos de Paz. El llamado a predicar es
una demanda definitiva emitida por el Espíritu Santo que enciende un
fuego en los huesos que no puede ser extinguido por un corazón duro,
por una cerviz testaruda o por oídos tardos para oír.

Un predicador que ha sido llamado debe predicar lo que Dios ha hablado,


simplemente porque Dios lo ha dicho. El éxito del ministerio dependerá
de la fuerza del llamado. Su disposición a trabajar en su predicación será
proporcional a su convicción de que Dios lo ha llamado a predicar y ser
un barco apto para el uso de Dios.

El Espíritu Santo debe afirmar todo lo demás, desde la preparación hasta


la entrega, y eso no va a ocurrir apartado de su vocación.

2. Enseñable

Ser profesor de homilética es como que me paguen para decirle a una


madre que su bebé es feo. Puede que sea verdad, pero es una verdad
que nadie quiere escuchar.

La mayoría de los chicos a los cuales he enseñado temen mis


comentarios y se estremecen cuando les digo que perdieron el punto del
texto o parecían no estar preparados. Se cansan de oírme decirles que
carecían de energía o que no lograron establecer una conexión con el
público.

Sin embargo, de vez en cuando alguien sonríe con gratitud cuando le


ofrezco correcciones y sugerencias.

Alguien puede incluso decir: “Yo quiero que seas más duro conmigo.
Dime todo lo que estoy haciendo mal, porque yo realmente quiero hacer
esto bien”. Ese chico va a estar bien, porque su espíritu es enseñable y
está dispuesto a pagar el costo de la incomodidad personal con el fin de
ser eficiente. Él entiende que es un barco en servicio del texto, y sus
sentimientos no son el punto.

3. Pasión

La mayoría de mis estudiantes son apasionados por Cristo, por alcanzar


a los perdidos y por la Palabra de Dios. Pero aunque sienten pasión, no
siempre la demuestran. Si mi entrega de la Palabra no transmite pasión,
entonces mi público no será movido a ser apasionado de ella tampoco.
Todos los profetas eran apasionados. Los apóstoles eran apasionados.
Jesús era apasionado. ¿Por qué crees que los agricultores, pescadores y
amas de casa venían a estar en el sol de Galilea durante horas solo para
escucharlo?

Una vez escuché a un misionero predicar en la Conferencia de Pastores


Bautistas del Sur. Él era dinamita, predicando un gran sermón expositivo
con una energía increíble y moviendo al público por su tratamiento de la
Palabra y su testimonio de bautizar a decenas de miles de africanos.
Asombrado por su gran predicación, me acerqué a él y le di la mano para
presentarme.

“Hershael”, me dijo y me asombró que conociera mi nombre, “fuimos al


seminario juntos”. Avergonzado, admití que no lo recordaba. “Usted no
tenía ninguna razón para hacerlo”, explicó. “Yo era muy tranquilo, nunca
hablé en clase, y nunca me esforcé por conocer a alguien”. Le pedí que
me explicara qué pasó.

“Cuando llegué al campo misionero, nadie quiso escuchar mi predicación


del evangelio. Los ponía a dormir. Cuando venía a Estados Unidos y
predicaba en las iglesias, se aburrían hasta las lágrimas. Finalmente, me
di cuenta de que la única manera de ser eficaz era predicar la Palabra en
la forma en que merecía ser predicada, así que estuve dispuesto a ir más
allá de mi zona de comodidad y personalidad natural y así permitir a Dios
que me utilizara efectivamente. Oré para que la Palabra me cautivara en
el púlpito de tal manera que nunca más volviera a ser aburrido de nuevo”.

Su disponibilidad para ser enseñado le llevó a mostrar una pasión que no


era natural de su personalidad introvertida. Era sobrenatural.

4. Abandono total

La generación de estudiantes que ahora enseño han crecido con la


Escritura en pantallas, teléfonos, blogs, Kindles y tabletas. A través de
los videojuegos han corrido autos de carrera, construido civilizaciones,
han ganado guerras, destruyen zombis, y han matado a cientos de
personas. Se comunican oralmente mucho menos que cualquier
generación anterior, y cuando lo hacen por lo general lo hacen con
menos pasión. Sin embargo, Dios todavía usa la predicación de su
Palabra, un evento oral, para edificar la iglesia, animar a los santos, y
alcanzar a los perdidos.

Así que para predicar la Palabra un joven tiene que estar dispuesto a
quedar completamente fuera de su zona de comodidad que ha
construido en su personalidad, y de sus hábitos, para temerariamente
abandonarse a correr el riesgo de ser un ignorante para Cristo.

Yo le digo a mis estudiantes: “Esa pequeña voz dentro de tu cabeza


diciéndote ‘Es que yo no soy así’ no es tu amigo. La santificación es el
proceso por el cual el Espíritu Santo vence 'quién soy' y me da forma
para ser quién Él quiere que sea. Así que si tengo que predicar con un
abandono total que es ajeno a mi forma natural de ser, voy a pedir al
Espíritu Santo que me ayude a hacerlo para Cristo”.

Pagar el precio

Son pocos los estudiantes a los cuales enseño que no entienden el


significado del texto. A menudo demuestran una sofisticación exegética y
hermenéutica que me asombra. Ellos toman a la Palabra en serio.

Pero ellos cometen el error de pensar que si solo se sienten de


tal manera, y si solo dicen tales palabras, la predicación se hará cargo de
sí misma. Y si siguen pensando de esa manera, si insisten en sermones
de “descargar de datos”, que solo se concentran en el contenido y no
también en la entrega, no hay mucho que pueda hacer por ellos. Serán la
clase de predicadores que quieren ser.

Pero si alguien tiene un llamado que arde en su interior, un espíritu


enseñable, un corazón apasionado y un abandono total para pagar el
precio para predicar bien, entonces ni siquiera la limitación de su propio
trasfondo, su personalidad, o sus talentos naturales, podrán evitar que
predique la Palabra de Dios con poder.

Public ado originalm ent e para The Gos pel Coal it ion. Traduc ido por J onat han Ferré.

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